LA CURA COFFIN (Alan E. Nourse)
Publicado en
agosto 17, 2017
El descubrimiento fue anunciado por el mismo doctor Chauncey Patrick Coffin. Naturalmente, hizo todo lo que pudo, con escasa habilidad por cierto, para sacar el mayor rendimiento de ello. Si las cosas se volvieron mejores de lo esperado, tanto mejor. Su presentación fue hecha la última noche de la reunión anual del American College de doctores en Medicina, y Coffin deseaba que la cosa cayera como una bomba.
Y cayó como una bomba. La explosión excedió los más locos sueños del doctor Coffin, que realmente había soñado mucho. Al final de la velada tuvo que abrirse paso para llegar hasta la puerta a través de más periodistas que médicos. Fue una velada triunfal para Chauncey Patrick Coffin, doctor en medicina.
Pero algunos no se sintieron encantados con la bomba.
—¡Es una idiotez! —exclamó el joven doctor Phillip Dawson en la sala de conferencias, la siguiente mañana—. Una absurda idiotez. Usted está mal de la cabeza, eso es lo que pasa. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? Tratando de apabullar a sus colegas, ¿eh?
Arrugó en su mano las hojas impresas de la declaración de Coffin, y las blandió como si se tratase de una ancha espada.
—"Informe sobre una vacuna para el tratamiento y la cura del resfriado común", por C. P. Coffin, et al. Eso es lo que dice: et al —continuó—. He aquí lo que se me ocurre: si antes de un año logra usted que le publiquen algo sobre esto, Jake y yo nos daremos de cabeza contra la pared durante ocho meses seguidos.
—¡Vamos, Phillip! —exclamó el doctor Chauncey Coffin, pasando su gruesa mano por sus cabellos de nieve—. ¡Qué desagradecido! Yo daba por sentado que se mostraría usted encantado. Diría que se ha tratado de una presentación excelente… Tensa, sucinta, inequívoca… —levantó la mano—. Generosamente inequívoca, ¿comprende usted? Tendría que haber oído usted la ovación… ¡Creí que se volvían locos! Y el rostro de Underwood… Vale la pena el haber esperado veinte años para lograr esto.
—Y los periodistas —saltó Phillip—. No se olvide usted de los periodistas. —Se volvió hacia el hombrecito moreno sentado silenciosamente en un rincón—. ¿Qué hay sobre eso, Jack? ¿Ha leído usted los periódicos de la mañana? Este ladrón no solamente nos roba nuestro trabajo, sino que lo propala por todo el país, escrito en tinta roja.
El doctor Jacob Miles tosió a manera de disculpa.
—Lo que saca de quicio a Phillip —dijo, dirigiéndose a Coffin— es lo prematuro de ello. Después de todo, apenas hemos tenido un período aceptable de ensayo clínico.
—¡Tonterías! —dijo Coffin, mirando a Phillip—. Underwood y sus hombres están dispuestos a hacer público el descubrimiento en seis semanas. ¿En dónde estaremos entonces? ¿Qué más prueba clínica quiere usted? Phillip, tenía usted el peor resfriado de su vida cuando tomó la vacuna. ¿Ha tenido usted algún otro desde entonces?
—No, claro que no —contestó Phillip con expresión desabrida.
—¿Y usted, Jacob? ¿Algún estornudo?
—¡Oh, no! Ningún resfriado.
—Bien, ¿y qué hay de esos seiscientos estudiantes de la Universidad? ¿Me equivoqué cuando leí el informe sobre ellos?
—No… El noventa y ocho por ciento de ellos, aquejados de activos síntomas, se curaron a las veinticuatro horas. Ni una sola recaída. Los resultados fueron rápidos y milagrosos… —Al llegar aquí, Jake titubeó—. Naturalmente, sólo ha pasado un mes…
—¡Qué más da un mes, un año o un siglo! ¡Mírelos usted! Seiscientos muchachos aquejados de fuertes resfriados, y ahora ni un estornudo.
El grueso doctor, con su rubicundo rostro radiante, se sentó ante su escritorio.
—Vamos, vamos, caballeros —continuó—, sean razonables. ¡Piensen en las posibilidades! Hay mucho trabajo que hacer, mucho trabajo. Me imagino que me están esperando en Washington. Tengo una conferencia de prensa dentro de veinte minutos. Las fábricas de específicos quieren consultar conmigo. ¿Cómo vamos a detener la marcha del progreso? Hemos obtenido el más grande triunfo de la medicina de todos los tiempos: vencer al resfriado común. ¡Pasaremos a la historia!
Y tenía perfecta razón. Por lo menos en lo que hace a éste último punto.
Pasaron a la historia.
La respuesta pública a la vacuna resultó poco menos que monumental. De todos los males que han atormentado a la humanidad a través de la historia, ninguno más universal, más tenaz y más desagradable que el resfriado común. No respetaba barreras, fronteras ni clases. Tanto los embajadores como las camareras de hotel estornudaban y sentían la nariz mojada. Los grandes del Kremlin estornudaban y se sonaban ruidosamente y se secaban las lágrimas durante sus más atareados días, mientras en los debates senatoriales en los que se trataba de cosas muy importantes para el mundo, se hacían reverentes pausas cuando alguien se sonaba o aclaraba la inflamada garganta. Otras enfermedades obligaban a estar en cama, e incluso producían la muerte; pero el resfriado común se limitaba a producir tormento a millones de seres mientras resistía implacablemente los más grandes esfuerzos para curarlo.
Hasta que en aquel frío y lluvioso mes de noviembre, salieron al mundo unos titulares de cuatro pulgadas.
COFFIN DESCUBRE EL SECRETO PARA VENCER AL RESFRIADO
"No más toses", afirmaron los colaboradores del descubridor.
Se acabaron los estornudos: una sola inyección da con ellos
En los círculos profesionales el descubrimiento se llamó "vacuna Coffin multicéntrica inhibidora del virus que ataca la parte alta del aparato respiratorio". Pero los periódicos, que no gustan de nombres tan altisonantes, lo llamaron simplemente "La cura Coffin".
Bajo los titulares, conocidos articulistas contaban en términos reverentes la historia de la lucha llevada a cabo por el doctor Chauncey Patrick Coffin (et al.) para resolver este gran problema de todos los tiempos; cómo, después de años de fracaso, había logrado últimamente cultivar el agente causal del resfriado común, identificándolo no como un único virus o grupo de virus, sino como un complejo virus multicéntrico que invadía las suaves mucosas de la nariz, de la garganta y de los ojos, capaz de alterar la estructura básica molecular de los tejidos y de resistir los esfuerzos que hace el cuerpo desde dentro y el médico desde fuera para atacarlos y destruirlos; cómo el doctor Phillip Dawson había concebido la hipótesis de que el virus podía ser destruido sólo por un anticuerpo que "helara" el complejo viral el suficiente tiempo para que las defensas naturales del cuerpo dieran buena cuenta del ofensivo invasor; la exhaustiva búsqueda de este "agente paralizador" y, por fin, el éxito coronando los trabajos después de haber inyectado varios galones de material enfriador de virus dentro de la piel de un grupo de cooperadores y sufridos perros, especie que nunca sufrió resfriados y que, por lo tanto, soportaron todo el asunto con un aire de afectuoso aburrimiento.
Y, finalmente, las pruebas. En primer lugar, el mismo Coffin, que sufría un terrible ataque de la enfermedad que intentaba curar. Luego, sus ayudantes Phillip Dawson y Jacob Miles, y después una multitud de estudiantes de la Universidad… cuidadosamente elegidos por la severidad de sus síntomas, la longevidad de sus resfriados, su tendencia a adquirirlos a la menor causa o sin ella, y su profunda resistencia a curarse siguiendo cualquier conocido plan médico.
Constituyó un triste espectáculo la vista de aquellos estudiantes desfilando por el laboratorio de Coffin durante tres días de octubre; sus ojos eran ríos de lágrimas, estornudaban, sorbían y se sonaban, tosían hasta romperse los pulmones, mientras sus ojos inyectados en sangre reflejaban mudas súplicas. Los investigadores les prodigaron sus cuidados: una única inyección en el brazo derecho, y un control de sensibilidad en el izquierdo.
Fueron observados con creciente alegría cuando los resultados se hicieron patentes. Los estornudos cesaron; la molestia en la nariz también. Un gran silencio se extendió por todo el claustro de la Universidad, las aulas, la biblioteca, los museos. La voz del doctor Coffin volvió a oírse, para disgusto de sus compañeros, gritando en el laboratorio como niño en una feria. A docenas entraban los estudiantes con nariz húmeda y ojos brillantes para que les inyectasen la vacuna.
En unos días no quedó ninguna duda de que el objetivo había sido alcanzado.
—Pero tenemos que estar seguros —dijo Phillip Dawson, lleno de cautela—. Esto ha sido tan sólo una pequeña prueba. Necesitamos ahora una prueba de masas en una comunidad. Tendríamos que ir a la costa oeste a hacer estudios; he oído decir que existe allí una clase diferente de resfriado. Tenemos que ver cuánto dura la inmunidad, tenemos que estar seguros de que posteriormente no se producen efectos inesperados.
Y murmurando para sí, se puso a trabajar armado de libreta y lápiz, calculando el programa que tenía que seguirse antes de hacer público el descubrimiento.
Pero corrían ciertos rumores. En Stanford, según decían, Underwood había ya completado sus pruebas y estaba preparando una memoria para publicarla algunos meses después. Era seguro que con unos resultados tan teatrales obtenidos en la pequeña prueba, algo podía imprimirse. Podía resultar trágico perder la oportunidad que ofrecía el éxito sólo por tener que andar con una precaución innecesaria…
Peter Dawson se puso por las nubes, pero la suya era una voz que clamaba en el desierto. Chauncey Patrick Coffin tenía la sartén por el mango.
Una semana después, incluso Coffin se preguntaba si la cosa no habría ido demasiado lejos. Esperaban que la demanda de vacuna sería grande… Incluso los recuerdos de los primeros tiempos de la vacuna Salk contra la polio quedaban achicados por aquellas multitudes lanzadoras de estornudos y con los ojos rojos que les bombardeaban queriendo obtener los primeros frutos.
Jóvenes con los ojos claros procedentes de la Oficina del Gobierno hacían cola junto a multitudes venidas de pueblos de los alrededores que llenaban las calles, bajo la lluvia, que conducían al laboratorio Coffin. Los primeros deseaban insistentemente obtener muestras del producto.
Setecientas firmas farmacéuticas se arrojaron como buitres sobre Coffin llenas de planes de producción, presupuestos de coste, proyectos de coloreados anuncios y programas de distribución. Coffin tuvo que trasladarse a Washington, donde se daban conferencias nocturnas, mientras la ola de peticiones seguía llamando y llamando a las puertas del laboratorio.
Un laboratorio farmacéutico prometió la vacuna en diez días; otro decía que la tendría en una semana. La primera vacuna para la venta apareció tres semanas y dos días después, desapareciendo en el espacio de tres horas absorbida por la ávida esponja de la humanidad aquejada de resfriado común. Aviones especiales salieron para Europa, Asia, África, llevando el precioso cargamento; un millón de agujas pincharon un millón de pieles humanas, y la humanidad, tras de lanzar un enorme y convulsivo estornudo final, entró en una nueva era.
Hubo personas que se abstuvieron, naturalmente. Siempre las hay.
—Esto no irá mejor que otras cosas, por mucho que habléis —dijo Ellie Dawson, con voz ronca y pronunciando muy mal al tiempo que sacudía sus rubios rizos—. Yo no quiero que me pongan ninguna inyección contra el resfriado.
—Te comportas de un modo completamente irrazonable —repuso Phillip, mirando a su esposa con disgusto.
La joven no era ya la bonita muchacha con la que se había casado. Por lo menos aquella tarde no lo era: sus ojos estaban hinchados y su nariz roja chorreando mucosidades.
—Tienes ese resfriado desde hace dos meses largos —continuó el marido—, y la cosa es molesta. Estás pasando una mala temporada. No puedes comer, no puedes respirar y no puedes dormir.
—No quiero ninguna inyección contra el resfriado —repitió la mujer tercamente.
—Pero… ¿por qué no? Es una aguja pequeña y apenas la notarías.
—¡Pero a mí no me gustan las agujas! —exclamó Ellie, rompiendo a llorar—. ¿Por qué no me dejas sola? Vete con tus sucias agujas a pinchar a la gente que lo desea.
—Escucha, Ellie…
—No escucho. ¡A mí no me gustan las agujas! —exclamó la joven, escondiendo el rostro en la camisa de su marido.
Phillip la mantuvo abrazada mientras le dirigía pequeñas exclamaciones de consuelo. No servirá de nada insistir, reflexionaba Phillip. La ciencia no era el fuerte de Ellie, que no sabía diferenciar una vacuna contra el resfriado de un caso de varicela. Ninguna apelación a la lógica y al sentido común era capaz de hacer desaparecer su irracional miedo a la aguja hipodérmica.
—Muy bien —acabó Phillip—. Nadie te obligará a hacer algo que no quieras hacer.
—De todos modos, piensa en los pobres fabricantes de pañuelos —dijo Ellie, mientras sorbía y se limpiaba la nariz con un tejido color rosa—. ¡Sus hijos muertos de hambre!
—Bueno, tú puedes tener un resfriado —dijo Phillip, sorbiendo aire a su vez—. Pero te has echado encima el suficiente perfume para derrumbar a un buey. —Limpió las lágrimas del rostro de su esposa y le sonrió—. Vamos, arréglate la cara. ¿Qué te parece una cena en el Driftwood? Me han dicho que sirven unas maravillosas costillas de cordero…
Fue una velada agradable. Las costillas de cordero estaban sabrosísimas… las mejores costillas que había comido nunca, pensó, a pesar de tener la suerte de estar casado con una mujer que sabía cocinar. Ellie moqueó y se sonó continuamente, pero se negó a ir a casa hasta que hubieron visto la película. Luego se detuvieron aún para bailar un poco.
—Tengo que distraerte —dijo a su marido—. ¡Estás tan abrumado de trabajo con esa sucia medicina que dais a la gente!
Era cierto, por supuesto. El trabajo en el laboratorio era abrumador. Bailaron, pero, a pesar de todo, regresaron temprano a casa. Phillip necesitaba dormir todo lo que pudiera.
Durante la noche Phillip se despertó una vez ante un desfile de estornudos proferidos por su mujer. El marido dio media vuelta en la cama mientras fruncía soñolientamente el ceño. ¡Era ignominioso! ¡Su propia esposa negándose a tomar el fruto de todos aquellos meses de trabajo!
Y, resfriada o no resfriada, Ellie usaba una cantidad enorme de perfume.
Se despertó de pronto, empezó a estirarse, se irguió atrevidamente en la cama y miró estúpidamente a su alrededor. Durante un momento pensó que se ahogaba. Saltó de la cama y miró el tocador que había en el otro lado de la habitación. Alguien ha derramado toda la botella del perfume, se dijo…
El pesado y dulzón perfume formaba como una nube a su alrededor, inundando todo el cuarto. Cada vez que respiraba lo notaba más fuerte. Se acercó a toda prisa al tocador, pero no encontró ninguna botella volcada. La cabeza empezó a darle vueltas como consecuencia de aquel enfermizo efluvio. Entornó los ojos llenos de confusión. Su mano temblaba al encender un cigarrillo.
No debo dejarme dominar por el pánico, se dijo. Probablemente, mi mujer tiró una botella cuando se estaba vistiendo. Dio una larga chupada al cigarrillo e inmediatamente estalló en un paroxismo de toses cuando el acre humo le quemó la garganta y casi los pulmones.
—¡Ellie! —gritó mientras salía al vestíbulo, todavía tosiendo.
El olor de la cerilla encendida le había parecido el duro y cáustico olor de un bosque que ardiera. Miró su cigarrillo y lo arrojó horrorizado en el vertedero. El olor se hizo más fuerte. Abrió el armario del vestíbulo como si esperara que una gran cantidad de humo saliera de él.
—¡Ellie! ¡Algo se quema en la casa!
—¿De qué estás hablando? ―La voz de Ellie llegó a través del hueco de la escalera—. Es que se me ha quemado una tostada, tonto —dijo.
Phillip bajó la escalera de dos en dos… y casi sintió náuseas al llegar abajo. El olor a grasa rancia ardiendo le dio en la nariz como si se tratase de una sólida pared. Estaba mezclado a un pegajoso olor a café hervido y vuelto a hervir, y eso aumentaba su intensidad. Cuando llegó a la cocina lo hizo apretándose la nariz, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
—Ellie, ¿qué estás haciendo aquí?
—Estoy preparando el desayuno.
—Pero… ¿no hueles?
—¿Oler? ¿El qué?
Sobre el hornillo, la cafetera automática producía pequeños y prometedores ruidos. En la sartén, cuatro huevos como cuatro soles se estaban friendo. Media docena de tiras de tocino ahumado se secaban colocados sobre un papel secante, en el aparador. La cosa no podía parecer más inocente.
Cautelosamente, Phillip soltó su nariz y aspiró aire. El olor casi le ahogó.
—¿Quieres decir que no hueles nada… nada extraño?
—No huelo nada, y punto final —repuso Ellie a la defensiva.
—El café… el tocino ahumado… Ven aquí un momento.
Ella rezumaba olores… Olía a tocino ahumado, a café, a tostada quemada… pero, sobre todo, a perfume.
—¿Te has puesto perfume de nuevo esta mañana?
—¿Antes del desayuno? ¡No seas ridículo!
—¿Ni siquiera una gota? —preguntó Phillip, que palidecía por momentos.
—Ni una gota.
Phillip sacudió la cabeza.
—Veamos, espera un momento. Esto debe estar sólo en mi mente. Estoy… estoy imaginando cosas, eso es todo. He trabajado mucho y esto es una reacción histérica. Dentro de un rato todo habrá desaparecido.
Se sirvió una taza de café y le añadió leche y azúcar. Pero no pudo acercárselo lo suficiente a la boca para poder probarlo. Olía como si hubiese estado hirviendo por tres semanas en un cacharro enmohecido. Olía a café, desde luego, pero el olor resultaba endiabladamente desfigurado, poderosísimo, ampliado hasta resultar nauseabundo. Llenó la habitación, quemó su garganta y puso lágrimas en sus ojos.
Lentamente empezó a comprender. Derramó el café al dejar la taza sobre la mesa. El perfume… El café… El cigarrillo…
—Mi sombrero —dijo, ahogándose—. Dame mi sombrero. Tengo que ir al laboratorio.
Fue sintiéndose peor durante el camino hacia la parte baja de la ciudad. Luchó contra oleadas de náuseas cuando el olor a tierra húmeda y podrida se alzó de su jardín delantero como una nube gris. El perro del vecino se adelantó para saludarle, esparciendo, al hacerlo, el mayor olor a perro que se podía concebir. Mientras Phillip esperaba el autobús, cada coche que pasaba llenaba el aire de ponzoñosos humos, ahogándole, obligándole a doblarse por efecto de la tos al tiempo que se frotaba sus dañados ojos.
Nadie más parecía notar nada anormal.
El viaje en autobús fue como una pesadilla. Era un día húmedo y lluvioso. El interior del autobús olía como huelen los vestuarios de los jugadores después de un gran partido. En el asiento de al lado le tocó un hombre de ojos legañosos con barba de tres días, y Phillip se vio retrotraído de un salto al empleo que había desempeñado durante sus años de estudiante: lavaba cacharros en una cervecería.
—Hace una buena mañana, ¿verdad, doctor? —le preguntó el hombre de los ojos legañosos.
Phillip palideció aún más. Para acabarla de arreglar, el hombre había desayunado salame. En el asiento de más allá, un hombre gordo llevaba en la boca un cigarro apagado que despedía un olor fétido. El estómago de Phillip empezó a agitarse. Escondió el rostro en una de sus manos, intentando, sin lograrlo, tapar sus narices.
Con un gemido de alivió salió del autobús y atravesó la puerta del laboratorio. Al subir la escalera se encontró con Jake Miles. Jake estaba pálido, demasiado pálido.
—Buenos días —dijo débilmente Phillip—. Hace un buen día. Parece como si el sol quisiera salir.
—Sí —contestó Jake—. Un buen día. Usted… ¿usted se siente bien esta mañana?
—Muy bien, muy bien —contestó Phillip.
Colgó su sombrero en el armario y abrió la incubadora de sus tubos de ensayo, intentando parecer atareado. Pero, después de aspirar su olor, cerró la puerta de la incubadora dando un portazo y se asió al borde de la mesa de trabajo con nudillos que blanqueaban.
—¿Por qué lo pregunta? —dijo.
—¡Oh, por nada! Me ha parecido encontrarle mal aspecto, eso es todo.
Se miraron en silencio uno a otro. Luego, como ante una señal, los ojos de ambos se clavaron en el despacho que había al final del laboratorio.
—¿No ha venido aún Coffin?
Jake afirmó con la cabeza.
—Está ahí. Ha cerrado la puerta con llave.
—Pues creo que va a tener que abrirla —dijo Phillip.
El doctor Coffin, con el rostro gris, abrió la puerta y luego retrocedió rápidamente, apoyándose en la pared. La habitación olía fuertemente a desodorante de cocina.
—¡Quédese en donde están! —chilló Coffin—. No den ni un paso. No puedo verles ahora. Estoy… muy atareado. Tengo un trabajo que ha de hacerse…
—¡Qué me va usted a decir a mí! —gruñó Phillip.
Hizo una seña a Jake para que también él entrara en el despacho y luego cerró la puerta cuidadosamente. A continuación se volvió a Coffin.
—¿Cuándo le empezó a usted? —le preguntó.
Coffin temblaba.
—Anoche, después de cenar. Creí que me ahogaba. Me puse en pie y anduve por la calle durante toda la noche. ¡Dios mío, qué peste!
—¿Y a usted, Jake?
El doctor Miles sacudió la cabeza.
—Esta mañana, no sé cuando. Me desperté ya con esto.
—Eso mismo me ha ocurrido a mí —dijo Phillip.
—Pero no comprendo —aulló Coffin—. Nadie parece notar nada.
—Nosotros fuimos los tres primeros que tomamos la cura Coffin, ¿no recuerda? Usted, yo y Jake. Hace ahora dos meses.
La frente de Coffin estaba bañada en sudor. El descubridor de la cura Coffin miró a los otros, horrorizado.
—¿Qué haremos cuando esto suceda a los demás? —murmuró.
—Creo que lo mejor será encontrar algo espectacular y ponerlo en práctica con gran rapidez —repuso Phillip—. Esto es lo que pienso.
—Lo más importante, ahora, es el secreto —dijo Jake Miles—. No debemos decir ni una palabra de esto, no debemos decirla hasta que no estemos completamente seguros.
—¿Pero… ¿qué ha ocurrido? —gritó Coffin—. ¡Esos malos olores por todas partes! Usted, Phillip, se fumó un cigarrillo esta mañana. Está ahí, puedo olerlo aún, y su olor hace asomar lágrimas en mis ojos. Y si yo no les conociera, juraría que ninguno de ustedes ha tomado un baño en una semana. Todos los olores de la ciudad se han vuelto de pronto malos…
—No, quiere usted decir que han aumentado —dijo Jake—. El perfume sigue oliendo bien… sólo que demasiado. Lo mismo pasa con el cinamomo. Lo probé. Lloré durante media hora, pero en realidad seguía oliendo como cinamomo. No, no creo que los olores hayan cambiado.
—¿Qué es lo que ha cambiado entonces?
Jake se paseaba nervioso por la habitación.
—Es obvio que lo que ha cambiado es nuestro olfato —contestó—. ¡Piensen ustedes en los perros! No tienen nunca resfriados… y prácticamente viven por su olfato. Otros animales… deben también a su olfato la supervivencia… y ninguno de ellos sufre nunca, ni siquiera vagamente, algo que se parezca a un resfriado común. El virus multicéntrico ataca sólo a los cuadrumanos… ¡y se ceba, con sus grandes fuerzas parasitarias, sólo en el hombre!
Coffin movió la cabeza con desconsuelo.
—Pero… ¡este horrible olor tan de súbito! No he estado resfriado desde hace semanas.
—¡Claro que sí! Esto es lo que estaba intentando decir —gruñó Jake—. Mire: ¿por qué gozamos del sentido del olfato? Pues porque tenemos pequeños nervios olfatorios cuyos extremos terminan enterrados en la membrana mucosa de nuestra nariz y de nuestra garganta. Pero tenemos que tener siempre el virus viviendo allí también, con resfriado o sin él, durante toda nuestra vida. Tiene que estar siempre allí, anclado en las mismas células, siendo un parásito de los mismos sensibles tejidos en donde se hallan los extremos de nuestros nervios olfatorios, entorpeciéndolos y debilitándolos, transformándose casi en inútiles como órganos sensibles. No es de extrañar que antes no oliéramos casi nada. ¡Esos pobres nerviecillos nunca tuvieron oportunidad de actuar con libertad!
—Hasta que nosotros llegamos con nuestra brillante armadura y destruimos el virus —dijo Phillip.
—¡Oh, no sólo lo destruimos, sino que despojamos al cuerpo de un mecanismo protector!
Jake tomó asiento en el extremo de la mesa escritorio; su moreno rostro mostraba una intensa expresión.
—Durante esos dos meses que han pasado desde que nos vacunamos, se ha librado una batalla a muerte entre nuestros cuerpos y el virus. Con la ayuda de la vacuna, nuestros cuerpos han ganado, eso es todo… Pero al mismo tiempo hemos apartado de nosotros hasta los últimos vestigios de un invasor que ha formado parte de nuestra fisiología normal desde el principio de los tiempos. Y ahora, por primera vez, esos nerviecillos tullidos han empezado a funcionar realmente.
—¡Dios nos ayude! —murmuró Coffin en tono de lamentación—. ¿Cree usted que la cosa empeorará?
—Empeorará—. Cada vez estará peor.
—Me pregunto lo que dirán los antropólogos —dijo lentamente Phillip.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quizás se trata solamente de una mutación: hemos retrocedido. Quizás se trata de un cambio de estructura de la célula o del metabolismo que hizo a los hombres primitivos vulnerables a un invasor que ningún otro animal podía albergar. ¿Por qué empezó el hombre a florecer intelectualmente… acabando por depender mucho más de su cerebro que de sus músculos, logrando de esta forma elevarse sobre todos los demás animales? ¿Qué mejor razón que porque en el mundo de los colmillos y de las garras perdió súbitamente su sentido del olfato?
Se miraron fijamente el uno al otro.
—Bien, pues ahora retrocederá —dijo titubeando Coffin—, y no le va a gustar nada.
—No, seguramente no —afirmó Jake—. Y creo que empezará a buscar con gran prisa a alguien a quien echar la culpa.
Jake y Phillip miraron a Coffin.
—No sean ustedes ridículos, muchachos —exclamó Coffin, que se había puesto muy pálido—. Además, vamos juntos en esto. Al primero que se le ocurrió fue a usted, Phillip. ¡Usted lo dijo! No me pueden dejar ahora…
Sonó el teléfono. Los tres pudieron oír la asustada voz de la secretaria:
—¿El doctor Coffin? He estado hablando con un estudiante hace un momento. Dice… dice que va a verle a usted. Ahora, ahora mismo y no más tarde.
—Tengo mucho trabajo —contestó Coffin—. No puedo ver a nadie. No puedo recibir visitas.
—Pero ese estudiante está ya en camino —gritó la muchacha—. Ha dicho algo así como que le va a arrancar el pellejo a tiras.
Coffin colgó el receptor produciendo un gran ruido. Su rostro era del color del plomo.
—¡Me van a crucificar! —exclamó—. Jake, Phillip, tienen ustedes que ayudarme…
Phillip suspiró y abrió la puerta.
—Envíen a una muchacha abajo —dijo a los empleados—, que saque del refrigerador y nos traiga todo el virus frío y vivo que pueda encontrar. Y tráigannos también algunos monos inoculados y algunas docenas de perros. —Se volvió hacia Coffin—. Y deje usted de lloriquear. Es usted el que ha manejado la publicidad; pues bien, ahora va a entendérselas, quiera o no, con las masas que vengan a protestar.
—Pero… ¿qué piensa usted hacer?
—No tengo la menor idea —repuso Phillip—. Pero sea lo que sea, le va a costar a usted hasta la camisa que lleva puesta. Vamos a intentar resfriarnos de nuevo aunque tengamos que morir.
Fue una lucha admirable, pero inútil. Destilaron en sus narices y en sus gargantas el suficiente cultivo de virus vivo para condenar a cualquier hombre a toda una vida de estornudos y de ojos llorosos. Pero no lograron ni un estornudo. Mezclaron seis diferentes clases de virus e hicieron gárgaras con el extracto, y luego se rociaron a sí mismos y rociaron con aquel líquido a todos los monos inoculados que pudieron. Ni un estornudo. Entonces se inyectaron el líquido en inyecciones hipodérmicas, subcutáneas, intramusculares e intravenosas. Luego lo bebieron. Luego se bañaron en él.
Pero no lograron atrapar ni un resfriado.
—Quizás nos hallemos en un momento inoportuno —dijo Jake una mañana—. Tal vez las defensas de nuestros cuerpos estén en un período boyante. Quizás podamos lograr algo si las debilitamos.
Se lanzaron hacia esta salida con un sombrío abandono. Comieron poco, se forzaron a sí mismos a permanecer sin dormir durantes días y días, hasta que el cansancio les cerró los ojos a despecho de todos sus esfuerzos. Con todo cuidado evitaban alimentos con vitaminas, proteínas o sales minerales, y sólo comían lo que tenía gusto a pasta blanca de oficina y olía aún peor que la pasta de oficina. Para trabajar se ponían vestidos mojados y zapatos aún más mojados, cerraban las llaves de las estufas y abrían las ventanas para que entrase por ellas el crudo viento del invierno. Luego se untaban de virus y esperaban reverentemente el primer estornudo.
Pero el estornudo no se producía. Con sombría expresión se miraban unos a otros. Jamás se habían encontrado mejor.
Excepto en lo que hace al olfato, naturalmente. Tenían esperanza de que, con el tiempo, se acostumbrarían a aquellos fuertes olores. Pero no se acostumbraban. Por el contrario, cada día se empeoraba un poco más el asunto. Empezaron a percibir olores que nunca soñaron que existieran… olores ponzoñosos, olores empalagosos, olores que les hacían vomitar. La defensa de taparse las narices perdía efectividad de día en día. Las horas de las comidas representaban para ellos pruebas de pesadilla. Perdían peso con alarmante velocidad.
Pero no atraparon ni un resfriado.
—Creo que todos deberíais ser encerrados —dijo un día Ellie con severidad, mientras sacaba a viva fuerza a su marido, que estaba con el rostro azul y tiritante, de la ducha fría que se había empeñado en tomar a pesar de la baja temperatura de aquella desapacible mañana—. Habéis perdido el sentido común. Necesitáis ser protegidos contra vosotros mismos, eso es lo que necesitáis.
—Tú no comprendes —repuso Phillip en tono quejumbroso—. Tenemos que atrapar un resfriado.
—¿Por qué? —saltó enfadada Ellie—. Supón que no lo atrapáis. ¿Qué pasará entonces?
—Hoy tuvimos una marcha de trescientos estudiantes en el laboratorio —dijo Phillip pacientemente—. Dijeron que los olores les volvían locos. Que ni siquiera podían resistir el estar cerca de sus mejores amigos. Y que deseaban que se hiciese algo o, de lo contrario, correría la sangre. Mañana volverán, acompañados de trescientos más. ¡Y estos estudiantes fueron sólo la pequeña prueba! ¿Qué sucederá cuando quince millones de personas se den cuenta de que su sentido del olfato les juega una mala pasada? —se estremeció—. ¿No has leído los periódicos? La gente va por ahí husmeando como si fueran galgos. Y ahora nos damos cuenta del buen trabajo que hicimos. No podemos negarlo, Ellie. Ni siquiera podemos hacernos los distraídos. Esos anticuerpos están haciendo demasiado bien el trabajo.
—Bien, quizá puedas encontrar algunos tíos-cuerpos que tengan cuidado de ellos —sugirió Ellie.
—Mira, no hagas chistes malos…
—¡Si no hago chistes! Todo lo que quiero es un marido que no se queje de cómo huele todo, que coma lo que yo le guiso y que no se coloque bajo una ducha fría a las seis de la mañana.
—Ya sé que es triste —dijo Phillip con desaliento—. Pero no sé cómo detener esto.
En el laboratorio encontró a Jake y Coffin enzarzados en una interesante discusión.
—No puedo enfrentarme otra vez con ellos —estaba diciendo Coffin—. Les he suplicado que me concediesen tiempo. Les he amenazado. Les he prometido todo lo que he podido. Pero ahora no me es posible enfrentarme de nuevo con ellos. No me es posible, no.
—Sólo nos quedan unos cuantos días —dijo Jake sombríamente—. Si no damos con una solución, estamos perdidos.
Phillip les estaba mirando, y súbitamente, su mandíbula pareció desprenderse.
—¿Saben ustedes lo que pienso? —dijo de pronto—. Creo que hemos estado haciendo el tonto. Nos hemos asustado tanto que no hemos utilizado el cerebro. ¡Y la solución ha estado todo el tiempo sentada ante nosotros y haciéndonos guiños!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jake.
—De los tíos-cuerpos —contestó Phillip.
—¡Oh, Dios mío!
—No, hablo en serio —dijo Phillip con los ojos brillantes—. ¿Cuántos estudiantes cree usted que podremos reunir para que nos ayuden?
Coffin tragó saliva.
—Seiscientos. Ahora están ahí, en la calle, aullando y pidiendo un linchamiento.
—Muy bien. Hágalos venir aquí. Y traiga algunos monos. Monos resfriados, ¿eh? Los más resfriados que haya.
—¿Tienes idea de lo que vas a hacer? —preguntó Jake.
—No tengo la menor idea —repuso Phillip alegremente—. Excepto que es algo que no se ha hecho nunca. Pero quizás es tiempo de que sigamos ciegamente nuestras corazonadas… guiados por el olfato.
La ola de la marea empezó a subir dos días después. Unas pocas personas aquí, una docena allá… Pero las suficientes para confirmar las horrendas predicciones que ahora hacían los periódicos. El desastre estaba completando su círculo.
En el laboratorio, las puertas estaban cerradas y los teléfonos desconectados. En el interior se desarrollaba una enfebrecida, aunque olorosa, actividad. Para los tres investigadores, el tormento olfatorio había alcanzado proporciones de agonía. Ni siquiera las pequeñas máscaras antigás que Phillip había ideado les protegía de los continuos ataques de violentos olores.
Pero el trabajo continuó a pesar de los olores. Al laboratorio llegaban camiones llenos de monos… docenas de monos resfriados, que estornudaban, tosían, moqueaban, mostrando sus ojos llorosos. Los tubos de cultivo llenaban las incubadoras y las mesas de trabajo. Diariamente seiscientos enfadados estudiantes desfilaban por el laboratorio, exponían sus brazos, abrían la boca… Gruñían, pero cooperaban.
A finales de la primera semana, la mitad de los monos estaban curados de sus resfriados y era muy difícil que los volvieran a coger. En cambio, la otra mitad tenían nuevos resfriados y no podían librarse de ellos. Phillip observó este hecho con callada satisfacción y se puso a pasear por el laboratorio mientras murmuraba algo para sí. Dos días después se presentó muy contento en el laboratorio llevando bajo el brazo un cachorrito de perro de aspecto triste. Era un perro diferente a todos los perros del mundo. Aquel perrito estornudaba, sorbía aire por la nariz y sugería la imagen perfecta del resfriado.
Llegó el día en que inyectaron una pequeña ampolleta de fluido lechoso en el brazo de Phillip. A continuación le hicieron una liberal aplicación de virus en su nariz y en su garganta. Luego tomaron asiento y esperaron.
Tres días más tarde continuaban esperando.
—Ha sido realmente una gran idea —dijo Jake sombríamente, soltando con un golpe rápido la abultada libreta donde ya no tenía nada que escribir—. Pero no ha dado resultado. Eso es todo. Phillip asintió con la cabeza. Ambos habían adelgazado visiblemente y tenían bolsas bajo los ojos. El ojo derecho de Jake se torcía, sin él quererlo, en cuanto alguien se le ponía a tres yardas.
—No podemos seguir así —dijo Jake—. La gente está furiosa.
—¿Dónde está Coffin?
—Se desmayó hace tres días. Postración nerviosa. Ahora creo que sufre pesadillas sobre ahorcados.
Phillip suspiró.
—Bien, supongo que tendremos que enfrentarnos con lo que sea. Lo sabes muy bien, Jake. Es una lástima que las cosas se hayan puesto de este modo.
—Es una gran prueba, viejo, una gran prueba.
—¡Ah, sí! No hay nada más terrible que tenerse que enfrentar con una multitud que…
Se detuvo de pronto con los ojos muy abiertos. Su nariz empezó a torcerse. Abrió la boca como si un antiguo reflejo volviese lentamente a la vida, sacudió la cabeza, la echó hacia atrás…
Y estornudó.
Siguió estornudando durante diez minutos seguidos, hasta que cayó al suelo con el rostro azul y haciendo esfuerzos para respirar. Luego se agarró a Jake mientras movía las manos señalando las lágrimas que surgían de sus ojos. A continuación se sonó ruidosamente y marchó como un autómata en busca del teléfono.
—Se trata de un principio bastante sencillo —dijo más tarde a Ellie, mientras ésta extendía mostaza por su pecho y echaba más agua caliente en su baño de pies—. La cura dependía de que no hubiera ninguna reacción contra los anticuerpos. Teníamos el anticuerpo contra el virus. Muy bien. Pero teníamos que encontrar una especie de anticuerpo contra el anticuerpo.
Estornudó violentamente y luego, con una sonrisa de felicidad, se puso en la nariz unas gotas nasales.
—¿Y serás capaz de prepararlo con la necesaria rapidez? ―preguntó ella.
—Con la rapidez necesaria para que la gente vuelva a estar resfriada cuanto antes —contestó Phillip—. Sólo que no sé por qué se ha apoderado de mí un presentimiento…
Ellie Dawson tomó los trozos de carne de la parrilla y los colocó aún humeantes, sobre la mesa del comedor.
—¿Un presentimiento? —preguntó. Phillip asintió con la cabeza mientras probaba la carne pretendiendo estar entusiasmado con ella. Le sabía a una ración de vitamina K ligeramente húmeda.
—Este otro producto que hemos conseguido produce también muy buenos efectos —contestó. Se limpió la nariz y buscó un nuevo pañuelo.
—Puedo estar equivocado, pero creo que este resfriado lo tengo para largo —continuó tristemente—. A menos de que pueda encontrar pronto un anticuerpo que obre contra el anticuerpo que obra contra el anticuerpo…
Fin