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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

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  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    T 15 (90 seg)


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    HACEDOR DE MUNDOS (Domingo Santos)

    Publicado en agosto 17, 2017

    Contraportada

    Tal vez sin el desastre de la nave «descubrimiento» Javier Ortega no hubiera llegado a conocer nunca su poder. Pero su sorprendente vuelta a la Tierra desde centenares de años luz de distancia lo enfrentó a un nuevo y aterrador conocimiento: no solo era capaz de cambiar lo que le rodeaba, sino dominarlo por completo. Y así, Javier Ortega supo la gran verdad del Universo del que creía formar parte: que nada es real físicamente, que el Cosmos entero es creación de unos pocos, y que él había irrumpido en un plano de realidad en donde solamente tenía dos opciones unirse a la élite de los creadores… o perecer.

    A Olaf Stapledon y Phillip José Farmer, que en su labor hacedora fueron más osados que yo.


    PROLOGO

    Iba a morir. Irremediablemente.

    La primera explosión se había producido en la nave mientras él estaba afuera, reparando la antena de orientación hiper. Apenas fue una vibración en el casco bajo sus pies, un ligero temblor que le hizo soltar la herramienta que tenía en las manos y le obligó a hacer una contorsión para recuperarla. Miró a su alrededor en busca de alguna causa detectable de lo sucedido, pero no pudo ver nada anormal en la larga masa parecida al esqueleto de un animal antediluviano de la nave. Siguió trabajando.

    La segunda explosión se produjo menos de un minuto después, y fue mucho más violenta. La sacudida hizo que sus zapatos magnéticos se desprendieran del casco, y de pronto se encontró dando volteretas en medio del vacío, mientras el cordón umbilical del cable de seguridad ondulaba tras el como una serpiente borracha. Dudaba aun entre detener sus incontrolados giros o preguntar primero por el intercomunicador qué demonios ocurría, cuando se produjo la tercera explosión, casi junto a la antena parabólica donde había estado trabajando.

    Pudo ver claramente retorcerse los hierros cuando una sección del casco reventó desde el interior, y el enorme boquete. Vio también como la anilla donde estaba anclado el traje de seguridad de su traje era arrancada con todo un fragmento del casco por la explosión, y partía como un proyectil en una línea cuarenta y cinco grados divergente a su actual posición. Apenas tuvo tiempo de pensar en el significado de todo aquello cuando el cable que ya no era de seguridad se tensó bruscamente, con un inaudible chasquido, y la vibración que se transmitió por todo su cuerpo y el pasajero asomo de gravedad que sacudió su estructura ósea le indicaron que estaba siendo arrastrado por el impulso transmitido al otro extremo del cable.

    Su entrenamiento le hizo actuar con precisión, por encima del pánico que intentaba apoderarse de él. Primero detener los giros sobre sí mismo. Aferró con ambas manos los brazos del impulsor y trató de fijar por la rapidez del movimiento circular de las estrellas la intensidad y el ángulo de sus giros. Aguardó unos segundos: el tirón del cable había hecho que su movimiento original variase sustancialmente, adquiriendo nuevos impulsos secundarios que dificultaban cualquier orientación y convirtiendo su trayectoria en un movimiento aparentemente descontrolado cuyo esquema de giros y contragiros daba la impresión de ser absolutamente irregular. No lo era. Con la experiencia que solo da la práctica, fue identificando los distintos elementos circulares que formaban su trayectoria compuesta, y pulsó los chorros de su impulsor en consecuencia, anulándolos uno tras otro hasta convertir su impulso en un movimiento rectilíneo.

    Que lo estaba alejando cada vez más de la nave, arrastrado por el ahora inútil cable de seguridad. Absolutamente inútil, de modo que soltó el cierre de enganche de su cinturón y se desprendió de él. La inercia siguió arrastrándolo, así que usó los chorros de freno para contrarrestar el impulso, y la tensa línea del cable desapareció en pocos segundos en la oscuridad. Entonces efectuó la maniobra más sencilla y que más veces había practicado con su impulsor: dio media vuelta.

    La velocidad con la que lo había arrastrado el cable debía haber sido mayor de lo supuesto, pues descubrió que la nave se hallaba ahora desmoralizadoramente lejos. De todos modos, no importaba: los chorros del impulsor, a toda potencia, podían volver a acercarle a ella en cuestión de minutos, y además en la nave debía haberse dado ya la alarma general y sabían que había un hombre fuera.

    Iba a accionar los chorros para iniciar el viaje de regreso cuando se produjo otra explosión. Nunca llegó a saber si fue la cuarta o se había producido alguna otra en el intervalo, pero sí fue la definitiva. Sus alucinados ojos contemplaron impotentes como la nave, allá a lo lejos, se convertía de pronto en una bola de fuego, en un minúsculo sol que brillaba efímero unos breves segundos y luego se apagaba como si alguien hubiera soplado su llama, sin dejar siquiera rescoldos.

    Durante unos interminables momentos contempló incrédulo la nada, sin atreverse a admitir que acababa de presenciar la completa destrucción de una nave intergaláctica de carga de setecientas mil toneladas y de los cincuenta y seis hombres que la tripulaban. Luego, la secuela de la explosión lo abofeteó. No la onda expansiva: la materia interestelar es demasiado tenue para transmitir ninguna onda de choque, sino el viento formado por la explosión en sí: la irradiación de materia desintegrada arrojada hacia todos lados a partir del epicentro de lo que había sido la masa de la nave. Notó como un bofetón, el azote de una tenue brisa, un soplo de materia que hubiera sido visible como una ligera niebla si hubiera habido a su alrededor algo más que la profunda negrura del espacio para iluminarla. También había algunos fragmentos, partículas no identificables de diverso tamaño que formaban como una lluvia de materia que acompañaba al viento. Por unos momentos se sintió presa del pánico pensando en que algunos de aquellos proyectiles podían perforar su traje como un diminuto meteorito, pero eran demasiado pequeños para hacer algo más que transmitirle parte de su impulso, como el empuje de una mano fantasmal. Un fragmento algo mayor golpeó su pantorrilla, haciéndole iniciar un nuevo giro sobre sí mismo, absurdamente lento, como al ralentí. Su estado de estupor era demasiado grande para pensar en contrarrestarlo antes de que hubieran pasado largos minutos. Cuando finalmente consiguió estabilizarse respecto al insondablemente y lejano fondo de las estrellas, fue incapaz de decir donde había estado la nave.

    Entonces tuvo por primera vez clara conciencia de su verdadera situación: estaba solo, absolutamente solo, perdido en el espacio, en medio de la nada, a treinta billones de kilómetros de distancia del más cercano de sus semejantes.

    Estaba condenado a morir irremediablemente.

    David Cobos, él era el primero en reconocerlo, nunca había sido un hombre que hubiera tenido éxito en la vida. Introvertido por naturaleza, de carácter solitario, y muy poco sociable, desde pequeño había tenido fama de raro. Y él era el primero en admitir aquella cualidad. Nunca se había sentido enteramente parte de la raza humana. Además, siempre había tenido la sensación de que a su alrededor ocurrían cosas, y eso lo encerraba aún más en sí mismo. Jamás había sido capaz de definir la naturaleza de esa sensación, tan evanescente como una voluta de humo, pero real pese a todo, aunque solo fuera por unos breves momentos antes de disiparse en nada. Pero el resultado inmediato había sido siempre el alejamiento de sus semejantes, que lo contemplaban en el mejor de los casos con ojos suspicaces. No era querido, y él tampoco quería. Y se daba cuenta de que no podía hacer nada por luchar contra aquel sentimiento, porque brotaba de lo más profundo de su ser.

    Se había alistado muy joven en la marina interestelar para huir de todo aquello. En la larga soledad de los viajes espaciales, sin más que unas pocas personas con las que tenía que tratar, su alma se sentía liberada. Además, los miembros de las tripulaciones solían ser gente como el. Tenían que serlo, para soportar viajes que duraban dos, tres y hasta cinco años, encerrados en aquellas angostas cárceles de metal. A bordo de los grandes cargueros intergalácticos — había conocido ya cinco—, David Cobos sentía un solaz que la Tierra nunca le había proporcionado. Luego, a la vuelta, cuando cobraba el espléndido sueldo acumulado a lo largo del viaje, se sumergía por un tiempo en la vida social del planeta, intentando de nuevo integrarse, para descubrir, al cabo de pocos días, que seguía siendo tan ajeno a aquella cultura como siempre. Y entonces, irremediablemente, se alistaba a otro viaje, siempre con una duración un poco mayor. Jamás faltaban oportunidades: aunque la paga era buena, el largo confinamiento no era para muchos. Sus tests psicológicos siempre daban «idóneo». Eso, en los viajes espaciales largos, era más importante que la aptitud técnica: era aceptado a ojos cerrados. Y de nuevo emprendía la marcha.

    Se había especializado en comunicaciones y sistemas de detección. No era un gran técnico, pero las exigencias de un carguero intergaláctico tampoco eran demasiadas. Garantizar la continuidad de los enlaces con origen y destino en los breves periodos del viaje en que eran posibles era suficiente. Mantener el equipo de detección hiper en buen uso, reparar alguna antena dañada durante el viaje (era el elemento que mas sufría, tanto por su tamaño como por su fragilidad), y gozar de la inactividad el resto del tiempo. O soportarla.

    Reparar una antena de orientación hiper dañada era lo que le había llevado al exterior cuando se produjo el desastre. Estaban a medio camino de vuelta a la Tierra con una carga de materias primas de alta cotización en el planeta, a una distancia de cien parsecs del sistema solar. Esto representaba ocho meses de viaje todavía, para la nave. Ahora serían muchos más. Toda la eternidad.

    Aquella era la ironía suprema, pensó, mientras miraba a su alrededor, al infinito que le cercaba por todas partes. Él siempre había odiado al resto de la humanidad. Había querido estar solo. Ahora había conseguido de una forma total y definitiva su deseo.

    Intentó racionalizar su situación. El impulsor, un aparato indispensable para cualquier salida al exterior de la nave, con forma de sillón de brazos en el que uno no iba sentado sino de pie, con los pies apoyados en una especie de tarima, llevaba, además del equipo de comunicaciones y los cohetes para dotarlo de movilidad, depósitos de oxígeno para veinticuatro horas de autonomía…, más que suficiente para cualquier salida normal. Un indicador en el tablero de mandos del brazo izquierdo señalaba en numeración digital la duración de la reserva en horas, a utilización normal, y teniendo en cuenta el consumo real efectuado. David se dio cuenta de que la tensión del momento le hacía respirar demasiado afanosamente: se controló, forzándose a una respiración pausada que consumiera menos oxígeno. E inmediatamente se preguntó: ¿para qué?

    La horrible verdad estaba muy presente en su cerebro. Se hallaba a billones de kilómetros de cualquier parte. Disponía de un radio de autonomía cuyo alcance real era de poco más de cinco kilómetros. No era más que una mota en medio de la inmensidad. Las posibilidades de que una nave cruzara aquel sector del espacio dentro de su radio de alcance en el término de las próximas veinticuatro horas eran de una entre miles de billones.

    Y el plazo ni siquiera era ya de veinticuatro horas. Consultó el indicador:

    22:16. Mientras lo miraba, el último digito saltó: 22:15.

    El impulsor llevaba también un depósito de agua potable con una cánula a la derecha de su boca. Giró ligeramente la cabeza y dio un sorbo. Al menos, pensó irónicamente, no moriría de sed. Por supuesto, no llevaba ningún depósito de comida: se suponía que ninguna salida fuera de la nave era lo bastante prolongada como para que nadie sintiera ganas de comer. Rio burlonamente. Además, en veinticuatro horas nadie tiene tiempo de morirse de hambre.

    Sus perspectivas eran claras. Cuando el indicador en el brazo izquierdo de su impulsor señalara 00:00, el regulador dejaría de insuflar oxígeno a la microatmósfera del interior de su traje. Por supuesto, el reciclador seguiría eliminando los desechos de su respiración, de modo que no se ahogaría en anhídrido carbónico: simplemente moriría por falta de oxígeno.

    Una muerte horrible.

    La vivió por anticipado. Boquearía, buscando un inexistente alivio para sus pulmones. Boquearía más fuerte, en un fútil intento por respirar. Sus ojos se desorbitarían. Su piel se volvería cianótica. Un velo cubriría su visión. Sus pulmones arderían…

    Ignoraba el tiempo que tarda uno en morir por falta de oxígeno. Pero lo imaginó largo. Y terrible. Y desesperado. La angustia tenía que ser insoportable. Quizá uno perdiera piadosamente el sentido a los pocos momentos, ahorrándose así la tortura de saber que se estaba muriendo. O quizá no. Quizá permaneciera consciente hasta el final. Sin ahorrarse ningún dolor.

    La angustia mental. Ésta era la peor, porque era inevitable. No pudo impedir que sus ojos se fijaran de nuevo en el indicador: 21:36. ¿Tan rápido pasaba el tiempo? ¿O acaso volvía a respirar demasiado afanosamente? Intentó controlarse, y de nuevo se preguntó: ¿para qué?

    Dudó de poder resistir hasta el final. Más de veinte horas de angustia, viendo como el reloj de la vida retrocedía lentamente hasta el cero. Quizá fuera mejor terminar de golpe con todo. Por un momento revivió sus sensaciones cuando vio la nave convertirse en una bola de fuego ante sus ojos. «Suerte que yo no estaba allí», había pensado en un primer instante. Qué estupidez. Los que estaban a bordo de la nave ni siquiera se habrían enterado de nada. Las alarmas debían de haber sonado, por supuesto, pero lo más probable era que nadie se hubiera dado exactamente cuenta de lo que ocurría antes de la aniquilación instantánea. ¿Qué mejor forma de morir que en la ignorancia total? Lo peor de la muerte es la certeza de su inevitabilidad: el saber que se te acerca a pasos lentos pero inexorables. Sus compañeros de la nave debían haber levantado la vista hacia el parpadeo de los avisadores de alarma y los estridentes timbres que les advertían de que algo iba mal, debían haber notado la vibración de las explosiones, y al momento siguiente no eran más que polvo, el mismo polvo que lo había azotado unos instantes más tarde. Hola, Marc, Iván, Sacha, Michael. Pasad, ¿qué debía haberle ocurrido a la nave? Llevaban elementos inestables en la carga, pero estaban bien asegurados en compartimentos estancos, y todos ellos rigurosamente descebados y por debajo de la masa crítica. Claro que eso no excluía el peligro. ¿Una reacción en cadena? ¿Qué había alcanzado finalmente el convertidor y los motores atómicos y los había hecho estallar? No importaba ahora. Lo que importaba era que todos los demás habían muerto, y que él estaba ahora allí, solo, una nada en medio de la nada, aguardando la muerte.

    Miró el indicador: 21:06. Bebió un sorbo de agua. Volvió a mirar el indicador.

    Debió haberse quedado dormido, porque de pronto el indicador señalaba 16:12. Se sobresaltó. Quería vivir cada minuto del tiempo que le quedaba. ¿Lo quería realmente?

    Pensó de nuevo en la posibilidad de terminar de una vez. Era sencillo. Podía provocarse un desgarrón en el traje. La descompresión explosiva terminaría con él en escasos segundos. Ni siquiera se daría cuenta: un ligero vahído, un instante de angustia, y todo habría acabado. No sería el tormento de ver acercarse inexorablemente el final, de pensar que el indicador podía no ser exacto y dar cada nueva boqueada con el temor de hallarla vacía de oxígeno. Pero algo le retenía. Había visto en otros los resultados de la descompresión explosiva en el espacio. En uno de sus anteriores viajes había tenido que rescatar a un compañero muerto en estas circunstancias. Había visto los efectos, y se había sentido enfermo. Una descompresión explosiva hace que la sangre fluya por todos los poros de tu cuerpo, y en el vacío del espacio forma multitud de minúsculas gotas rojas que flotan a tu alrededor, orbitando tu masa, siendo atraídas lentamente por ella y cubriéndote de pequeñas perlas rojas solidificadas por el frío del espacio. Si alguna vez su cuerpo era hallado por alguien, no quería que le encontraran de esa forma. Era una cuestión de dignidad. No lo aceptaba.

    De modo que sólo quedaba una solución: aguardar el final. ¿Podría hacerlo? No estaba muy seguro.

    15:40, ¿Acaso el tiempo había perdido su metro nómica regularidad? Pero el consumo de oxígeno no era regular. La tensión le hacía respirar incontroladamente. Y quizá fuera mejor así. Respirar profundamente, con ansiedad: eso acortaría la agonía.

    Tenía hambre. Pero no podía hacer nada al respecto. También tenía ganas de orinar: la tensión afloja la vejiga, y había bebido mucho agua. Utilizó el depósito del traje conectado con la bomba del impulsor: los diseñadores del conjunto traje— impulsor habían previsto la contingencia de que en esos veinticuatro horas un hombre puede sentir deseos de orinar más de una vez. Era un alivio.

    Lo peor era verse rodeado por la nada. Jamás se había dado tanta cuenta de lo abrumadoramente lejanas que estaban las estrellas. Miríadas de puntos brillantes que poblaban toda la esfera a su alrededor, formando una bóveda fascinante de configuraciones curiosamente deformadas, casi irreconocibles desde aquella perspectiva. Intentó localizar el Sol dentro del conglomerado de la Vía Láctea y tras unos instantes lo consiguió. O creyó conseguirlo. No estaba seguro. Pero tampoco importaba. Allí estaba la Tierra, inalcanzablemente lejos, giraba en torno a aquel punto casi invisible a cien parsecs de distancia, trescientos ocho billones de kilómetros. Tan inaccesible como la eternidad. Y solamente le quedaban… 12:01 horas. Si respiraba pausadamente.

    Lo peor era la oscuridad. Allí no había ningún sol cercano que iluminara las cosas. La nave conectaba sus proyectores externos cuando alguien salía a trabajar al exterior, y esto daba corporeidad a su masa en el vacío interestelar. Los potentes focos gemelos de su impulsor, abriéndose en amplios haces cónicos ante él, iluminaban todo lo que estuviera delante de su cuerpo. Pero su alcance era corto, y si no había nada que iluminar en las inmediaciones era como si no existieran. Ni siquiera podía ver su propio cuerpo. Y eso era, quizá, lo peor de todo.

    Sintió que la angustia lo abrumaba. Quiso llorar. Luego debió quedarse dormido. Cuando miró de nuevo el indicador, señalaba burlonamente: 08:33.

    ¿Le costaba un poco más respirar, o era imaginación suya? Habiendo localizado el Sol, intentó descubrir el sistema del cual habían partido tras cargar la nave. No lo consiguió. Pero el fantasma del carguero destruido debía estar todavía en algún lugar cerca de él, junto con el fantasma de sus compañeros tripulantes. Pronto estaré con vosotros, pensó. Pero aún tendréis que aguardar un poco. Hay veces en que cuesta morir.

    Una sorprendente laxitud lo invadió. Ya que no puedes hacer nada, resígnate. Contempla a tu alrededor. Nadie ha estado nunca tan a solas con el universo como tú.

    La bóveda que le rodeaba adquirió de pronto una nueva dimensión de belleza. Tuvo conciencia de la magnitud de la obra del Creador. Se sintió inundado por una nueva luz. Gozó de un espectáculo que a muy pocos hombres se les ha dado contemplar. Pensó que era posible que otros, en sus distintas versiones, lo hubieran visto antes que él. La historia de la navegación interestelar reportaba casos de otros hombres que se habían perdido en el espacio, entre las estrellas, antes que él. ¿Habrían hallado todos la misma paz?

    05:52, señalaba el indicador. Por tercera vez, se adormeció.

    Despertó sacudido por una repentina agitación. Miró a su alrededor, sin saber dónde estaba. Por unos momentos creyó que había vivido un sueño. Luego, lentamente, la realidad se infiltró en su interior.

    Miró el indicador: 02:17. Dios míos, tan poco ya. Sintió un repentino estremecimiento. No, no quería morir. Y menos de aquella manera, olvidado por todos, en medio de la nada y la inmensidad. Siempre había odiado a sus semejantes, pero ahora los quería, los necesitaba. El vacío era demasiado negro, y solitario, y silencioso, y frío. Necesitaba algo de calor, luz, amor. No quería morir en soledad. Sintió un ansia visceral que hizo que sus intestinos se anudaran dolorosamente. Dio un sorbo de agua, y vomitó inconteniblemente. El visor de su casco se pobló de pequeñas gotitas, que fueron retirándose lentamente a medida que el deshumidificador del traje iba absorbiéndolas. No quiero morir, no. Quiero volver a la Tierra. Con los míos. No quiero morir en soledad.

    Le invadió una especie de estado febril. Se agitó dentro de su traje. Sin darse cuenta de lo que hacía, pulsó frenéticamente los mandos de los chorros, en un intento de ir a alguna parte. Lo único que consiguió fue empezar a dar vueltas sobre sí mismo. Necesitó de todo su control para dominarse y frenar su rotación. No sabía a qué velocidad se movía ni en qué dirección; los impulsos añadidos al movimiento original de la nave habían creado una trayectoria arbitraria. Era posible incluso que estuviera completamente inmóvil en medio de la nada. A tanta distancia de cualquier punto de referencia cualquier trayectoria o velocidad carecían de sentido.

    Sin embargo, movido por un impulso absurdo, buscó de nuevo la orientación del sol. Lo encontró, o creyó encontrarlo. Se orientó hacia él. Y pulsó a fondo los chorros del impulsor, y los mantuvo pulsados hasta que se agotó la energía, en un fútil intento de proseguir un viaje absurdo hacia la Tierra. A su alrededor, nada cambió.

    Se sumió en una especie de delirio. Ya no le importaba la muerte. Su único pensamiento era regresar. Se sentiría feliz viendo de nuevo el azulado globo de su planeta natal. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Lo necesitaba. Con un ansia que brotaba de lo más profundo de su ser. Todo su cuerpo, su mente, su alma, se fundieron en ese deseo. Sintió como se llenaba toda su conciencia.

    ¿Era el paroxismo anterior a la muerte? ¿Los primeros indicios de la falta de oxígeno? 01:22, rezaba el indicador.

    Y la Tierra seguía estando tan lejos…

    Una voz sonó en sus auriculares:

    — Atención, atención, ¿nos escucha? Aquí nave patrulla SX—212—C. ¿Nos escucha? Identifíquese, por favor.

    Era algo tan inesperado, tan deseado, tan increíble, que hizo vibrar en resonancia todos sus nervios. Miró alucinado a su alrededor. Y entonces vio, ante él, el imposible espectáculo: el planeta azul y blanco, familiar, querido, flotando glorioso ante él, inundándolo con su luz, a él que había permanecido bañado en las tinieblas, inundándolo con su aura de cotidianidad. Y a un lado, avanzando hacia él, el huso plateado, resplandeciente, de una nave de vigilancia y rescate.

    — Yo… —apenas pudo balbucear—. Dios, yo…
    — No se preocupe, en diez minutos estamos a su lado— dijo la voz—. ¿Cuál es su identificación?

    David Cobos no pudo responder. De lo único que fue capaz fue de sollozar. Sollozaba cuando una figura, manejando un impulsor idéntico al suyo, se destacó de la nave y avanzó hacia él, lo sujetó del brazo y lo remolcó hacia la esclusa de entrada del aparato. Seguía sollozando cuando unas manos expertas le quitaron el casco y unos ojos inquisitivos se clavaron fijamente en los suyos. El indicador de oxígeno de su impulsor señalaba 00:16.

    Seguía sollozando aún una semana más tarde, en el hospital psiquiátrico donde fue llevado por los desconcertados miembros del cuerpo de vigilancia espacial. Pasaron veinte días antes de que pudiera empezar a hablar coherentemente.



    1


    El doctor le escuchaba atentamente. Su misión primordial era siempre ésta: escuchar. Las confesiones de los pacientes son el primer paso para situar el caso. Luego vienen las preguntas. Pero lo más importante primero es escuchar.

    La habitación estaba diseñada para invitar a la confidencia. Una mesa funcional de metacrilato, sillas de tubo de acero cromado y cuero auténtico, las paredes pintadas de un tono pastel casi blanco con algunos cuadros relajantes colgados de forma dispersa, un sofá en un rincón, una mesita baja, y una luz suave que emanaba de forma indirecta de las cuatro esquinas del techo dando una sensación de profunda relajación. No había ninguna abertura visible al exterior.

    El hombre al otro lado de la mesa de metacrilato también irradiaba confianza. Unos cincuenta años, alto y delgado, de rostro muy bronceado y ojos profundamente azules que parecían mirar a los últimos rincones del alma. Había alfo hipnótico en aquella mirada, y por un momento un rincón del cerebro de David Cobos se preguntó si de hecho no usaría la hipnosis en aquellas sesiones. Era una forma efectiva de mantener el control de sus pacientes.

    Luego desechó aquellos pensamientos y se concentró en su relato. De hecho, no había mucho que contar, y casi todo era ya del dominio público: durante semanas el caso de David Cobos había ocupado las primeras páginas de los periódicos, y él se había convertido en el personaje más popular de todo el mundo: el hombre venido de ninguna parte, nadie podía explicarse cómo. Luego, como suele suceder en estos casos, el asunto fue perdiendo poco a poco su interés como noticia. Ante la falta de nuevos elementos que añadirle al caso, los periódicos empezaron a relegarlo a las páginas interiores, luego hablaron tan sólo ocasionalmente de él cuando había falta de otras noticias, y finalmente lo desecharon por completo. A los cuatro meses el asunto ya no era de interés, y los periódicos le dedicaban su atención cuando les quedaba algún hueco por llenar que ni siquiera la publicidad podía cubrir, y generalmente de una forma más bien escéptica.

    Entonces fue cuando comenzó, para David Cobos, la pesadilla.

    El doctor Payot tabaleó ligeramente sobre la mesa con la punta del lápiz.

    — Y por supuesto, nadie ha podido explicar lo que ocurrió —dijo.

    No era una pregunta, sino una afirmación. De hecho los periódicos se habían ocupado de airear sin lugar a dudas, los primeros días, cuando la noticia dio sensacionalmente la vuelta al mundo, la incomprensibilidad de su repentina aparición, en órbita estacionaria, en un lugar por cuyas inmediaciones no había pasado ninguna nave desde hacía más de setenta y dos horas. Los tripulantes de la nave de vigilancia y rescate se habían quedado alucinados cuando sus detectores señalaron de pronto la presencia de un cuerpo extraño, del tamaño y características de un hombre vestido con un traje espacial y llevando un equipo impulsor completo, en una zona del espacio donde en el rastreo anterior de la pantalla, treinta segundos antes, no se había detectado absolutamente nada. La investigación posterior del suceso embarulló a un más el asunto. El carguero intergaláctico Pólux II había partido efectivamente hacía más de tres años en viaje a Argos, y en estos momentos debía hallarse en su camino de regreso a más de cien años luz de distancia. Por supuesto, cualquier comunicación con la nave era imposible hasta que la deceleración de los hipermotores redujera su velocidad por debajo de la de la luz y las ondas de radio. Pero David Cobos figuraba efectivamente entre los miembros de la tripulación del carguero, su identidad había sido establecida sin lugar a dudas a la partida, y el viaje era sin escalas. No había ninguna explicación a su repentina aparición en órbita estacionaria en torno a la Tierra, con los depósitos de oxígeno de su impulsor casi vacíos, y presa de una excitación que rozaba casi la histeria. Sus propias declaraciones, cuando consiguió alcanzar un estado parecido a la normalidad y fue capaz de hablar, aún ayudaron menos a la investigación. Se hicieron cábalas y se apuntaron hipótesis. Los responsables de la investigación intentaron racionalizar el hecho, sin conseguir nada convincente. Los periódicos y la televisión se lanzaron a tumba abierta por la pendiente de lo descabellado, atrayendo, aunque fuera brevemente, la atención de un público ansioso de prodigios y maravillas. Pero incluso los prodigios y las maravillas acaban por aburrir, y el tema no ofrecía posibilidades de expansión.

    Pronto se llegó a una vía muerta, y la consunción acabó con él. El asunto pasó a engrosar el aún no demasiado voluminoso pero si bastante selecto capítulo de los misterios no resueltos del espacio.

    — Ni yo mismo puedo explicarlo —reconoció David—. Pero no es eso lo que me preocupa y me ha impulsado a acudir a usted, doctor. De hecho, aquello fue solo el principio. Hay mucho más.
    — Ajá. —Era de nuevo una afirmación. El doctor Payot le estaba diciendo: Sé que no ha venido usted aquí a hablarme de un asunto que ha estado en todas las noticias durante meses y que ambos conocemos perfectamente bien. Así que, si ya hemos terminado con los preámbulos, vayamos al fondo del asunto.

    El principal problema era que David no sabía cómo enfocar el fondo del asunto. Había estado dándole vueltas durante meses, sin ver la mejor forma de abordarlo. Ese era uno de los motivos de que hubiera acudido a París. Le habían hablado de la reputación de Henri Payot. Aunque su título oficial lo calificaba como neurólogo y psiquiatra, su fama mundial procedía del hecho de haberse especializado en todos los aspectos de lo paranormal. El avance sufrido por los fenómenos paranormales en las últimas décadas, sobre todo a partir del cambio de milenio, había hecho florecer nuevas especialidades médicas reconocidas oficialmente. Tal vez fuera debido a una mayor permisividad «no habituales», por parte de una sociedad que se iba abriendo poco a poco a nuevas fronteras, lo que había hecho que un número creciente de personas revelaran públicamente la posesión de habilidades desconocidas o no aceptadas hasta entonces, en forma más o menos intensa. Y estas revelaciones se habían producido en multitud de ocasiones con acompañamiento de profundos traumas. Los nuevos poderes no solo se revelaban difíciles de dominar, sino que también resultaba alienante convivir con ellos. Una telepatía latente significaba abrir tu mente a un laberinto de pensamientos insospechados que rondaban a tu alrededor y te asaltaban en el momento más inesperado. La precognición podía significar el descubrimiento de que tu ser más querido iba a morir violentamente dentro de pocas horas. La telequinesis ver como de pronto un objeto se estrellaba contra el suelo ante ti, que de repente te sentías incapaz de seguir reteniéndolo en el aire. No, no resultaba fácil convivir con unos poderes extrasensoriales recién descubiertos, y muchas veces era necesario una profunda orientación. El doctor Payot, autor de media docena de libros al respecto, se había convertido en una celebridad sobre el tema.

    David Cobos había dudado mucho antes de decidirse a acudir a él. Tan solo la acumulación de varios traumas sucesivos lo habían convencido de que era necesario hacer algo. Había transcurrido ya más de un año desde la explosión que había destruido la Pólux II y su milagrosa aparición en las inmediaciones de la Tierra. Tras los abrumadores trámites de la investigación, cuando los estamentos oficiales le dejaron finalmente libre, se había encontrado con una cuenta bancaria que, entre salarios atrasados, indemnizaciones y derechos varios, le permitía vivir sin trabajar entre tres y cinco años, como mínimo. Además, algunos periódicos, revistas y cadenas de televisión le habían pagado espléndidamente por las entrevistas, relatos y colaboraciones que le habían solicitado durante los primeros momentos del boom Cobos. Actualmente, podía vivir espléndidamente más de seis años antes de que tuviera que empezar a pensar seriamente en volver a ponerse a trabajar.

    Aquello hubiera sido una espléndida noticia, de no mediar todo lo demás. Durante los primeros meses había intentado vivir con ello, haciendo constantes y fútiles intentos de controlarlo y dominarlo. No había necesitado mucho tiempo para comprender que se trataba de algo que escapaba completamente de sus manos. No solo no podía dominarlo, sino tampoco comprenderlo. Y aquello le obsesionaba cada vez más.

    Finalmente se había decidido. Se pasó un tiempo haciendo averiguaciones antes de llegar a una conclusión: solamente había una persona que pudiera ayudarle. De modo que había tomado el estratorreactor hasta París y se había presentado en la consulta del doctor Henri Payot. La enfermera, muy amablemente, le comunicó que el doctor Payot solamente visitaba previa concertación de cita, y que tenía sus horas ab-so-lu-ta-men-te ocupadas durante los próximos tres meses. David Cobos le dijo quién era, escribió una breve nota en un papel, y le pidió que se la entregara al doctor Payot. La visita fue fijada para el día siguiente.

    Y allí esta él ahora, intentando decidir como enfocar el asunto. Las palabras se apelotonaban en su boca sin conseguir salir. Era difícil resumirlo todo en unas breves frases. Al fin se decidió. Inspiró profundamente y dijo:

    — Puedo hacer que las cosas cambien a mí alrededor. El doctor Payot enarcó ligeramente una ceja.
    — No —se apresuró a añadir David—, no se trata del conocido truco de telequinesis de alzar cosas del suelo y mover muebles de un lado para otro y todo eso a lo que está usted acostumbrado. Es algo mucho más profundo.

    El doctor se inclinó hacia delante.

    — Cuénteme —dijo. Estaba empezando a sentirse realmente interesado.

    David se reclinó en su asiento, notando el leve crujir del cuero a su espalda, el ligero balanceo del tubo de acero que daba a la silla una agradable sensación de mecedora. Miró la luz indirecta del ángulo del techo que tenía ante él, consideró lo relajante que resultaba aquella iluminación suave que mataba ángulos y aristas y difuminaba las sombras capaces de crear recelos y temores.

    — Últimamente he estado pensando mucho en ello —murmuró, y se dio cuenta de que estaba diciéndolo casi como una confesión—. Desde que me ocurrió… aquello. Supongo que se trata de algo que debo haber llevado siempre dentro de mí, aunque nunca lo reconociera como tal. ¿Sabe?, siempre tuve fama de raro. Desde pequeño. Jamás fui capaz de averiguar por qué, pero mis compañeros me rehuían, e incluso mi propia familia parecía incomoda conmigo. Eso creó en mí una tendencia a la soledad…, y supongo que por ello me enlisté en la marina intergaláctica. Sentía deseos de rehuir a los demás, porque me daba cuenta de que los demás me rehuían a mí.

    El doctor Payot pulsó un botón en la grabadora encajada en la mesa de metacrilato. David sabía que aquello marcaba una señal acústica en la cinta que señalaba al doctor algo que consideraba importante.

    — ¿Notó alguna vez, en su juventud, algún fenómeno extraño a su alrededor? ¿Algo parecido a… a lo que observa ahora?

    David agitó la cabeza.

    — Es difícil decirlo. Ahora que sé de qué se trata, miro hacia el pasado y creo ver indicios de lo que me ocurre en algunos sucesos ocurridos hace mucho tiempo. Pero por entonces yo era joven e inexperto y no racionalizaba como ahora lo que pasaba a mí alrededor. Simplemente veía en torno mío algo que me hacía…, no sé como decirlo, diferente de los demás. Sí, puede que fuera lo mismo que me ocurre ahora. Pero nunca lo identifiqué como tal.
    — Y ahora supone que lo que le ocurrió en el espacio con el accidente de la Pólux II desencadenó eso estaba latente en usted, lo llevó a la operatividad.
    — Sí…, eso es.
    — ¿Fue algo que apareció de repente en usted, de una forma definitiva y completa?

    David negó lentamente con la cabeza.

    — No, y eso es lo que más me preocupa. Es algo que ha ido aumentando progresivamente, y me pregunto y temo donde pueda estar el final.

    El doctor Payot se reclinó en su asiento, sin dejar de observar ni por un momento a lo más profundo de los ojos de su interlocutor.

    — Dice usted que puede cambiar cosas a su alrededor. Muy bien. Descríbame exactamente como y en qué medida.

    David Cobos suspiró profundamente.

    — Es difícil describirlo con palabras. La verdad, no sé como…
    — Muy bien: entonces hágame una demostración. Lo miró horrorizado.
    — ¿Quiere decir…?

    Escuche. Usted dice que posee poderes. Le creo, por supuesto, o de otro modo no habría hecho lo que hizo ni habría venido aquí. Dice también que le resulta difícil explicarlo. Muy bien. Entonces nada mejor que una prueba. Hágame una demostración. Sencilla, para empezar.

    David Cobos miró indeciso a su alrededor. Parecía estar buscando algo. Finalmente sus ojos se clavaron en un centro de flores que había sobre la repisa de brillante acero de una falsa chimenea de estilo funcional, en la otra pared de la habitación.

    — Está bien. ¿Ve aquellas flores?

    El doctor Payot no pudo evitar una ligera sonrisa.

    — No me va a decir que hará un acto de prestidigitación con ellas.

    David no respondió. Miró fijamente las flores. No tuvo que esforzarse demasiado. El centro resplandeció brevemente, como iluminado por una suave luz interior, y se desvaneció en la nada. La repisa de la chimenea pareció más desnuda que nunca.

    — Ya está —dijo David Cobos. El doctor frunció el ceño.
    — ¿Ya está qué? David suspiró.
    — Bien, esto es lo más complicado del asunto. ¿No lo ha visto? He hecho desaparecer las flores que había sobre la repisa de la chimenea.

    El doctor miró desconcertado hacia la chimenea.

    — ¿Qué flores? Nunca ha habido flores allí. Hasta ayer había una figura de cerámica representando un unicornio, pero la mujer de la limpieza la dejó caer y la hizo añicos, y estoy buscando algo con que sustituirla. Realmente, la chimenea se ve desnuda sin nada encima.

    David negó lentamente con la cabeza.

    — No. Desde que entré en esta habitación hasta hace unos instantes había un centro de flores encima de la chimenea. Eran flores de tela, muy realistas, entonadas en colores azules y blancos. Yo las he hecho desaparecer. Y ahí radica el principal problema de lo que me ocurre: cuando hago que algo cambie a mí alrededor, nadie se da cuenta del cambio.
    — ¿Qué quiere decir con esto? —el doctor Payot pulsó de nuevo el botón que lanzaría su señal acústica a la grabadora.
    — Que todo lo que me rodea parece adaptarse a la nueva situación. Que cuando hago desaparecer algo es como si nunca hubiera existido, y cuando lo hago aparecer es como si siempre hubiera estado allí. Por eso le dije al principio que se trata de un asunto bastante más complejo que una mera telequinesis. No cambio la ubicación o la existencia de las cosas: cambio la realidad de lo que nos rodea.

    El doctor agitó escéptico la cabeza.

    — Debo admitir que su caso es realmente interesante. Sin embargo… David alzó una mano.
    — Espere. ¿Le convencería si le hiciera una demostración más drástica? El doctor parpadeo.
    — ¿Qué entiende usted por drástica?

    David no respondió. Se había sentido herido en su amor propio. Miró fijamente al doctor. El esfuerzo de voluntad le hizo parpadear brevemente.

    La escena cambió radicalmente ante sus ojos. La mesa de metacrilato y la silla donde estaba sentado Payot desaparecieron volatilizadas en el aire. De pronto el doctor se encontró sentado en el suelo, en una postura más bien ridícula. Casi tan ridícula como el traje de Napoleón que llevaba en vez del elegante terno gris de antes y su mano convenientemente metida en la abertura de su chaquetilla, pero menos ridícula que el incongruente gorro de papel de periódico que cubría su cabeza, rematado con una descomunal pluma de una verde rabioso.

    — ¿Y bien, doctor? ¿Qué me dice ahora?

    El doctor Payot miró desconcertado a su alrededor. Se sacó la mano de la chaquetilla. Las oscilaciones de la gigantesca pluma verde hicieron ladearse el sombrero de papel de periódico sobre su cabeza. Alzó la mano y se lo quitó. Se lo quedó mirando con ojos alucinados. Luego miró a su paciente.

    — ¿Y bien? —repitió David—. No me dirá que siempre recibe a sus pacientes sentado en el suelo, vestido de Napoleón y con un sombrero de papel tocado con una pluma verde.

    El doctor Payot se puso lentamente en pie. Miró la habitación a su alrededor. Estaba desconcertado.

    — ¿Quiere decir que usted… que usted ha hecho esto?
    — Por su puesto. He observado por anteriores experiencias que he tenido que la única forma de vencer, relativamente, claro, esta circunstancia del «olvido» de las condiciones anteriores de la realidad es hacer algo tan absurdo que la realidad actual no puede explicar la nueva disposición de las cosas. ¿Puede hacerlo usted en este caso, doctor? ¿Ahora, aquí?

    El doctor se restregó los ojos con una mano. Algo en su cerebro le decía que aquel absurdo no podía existir, pero se sentía incapaz de establecer las circunstancias.

    — Si ha hecho usted esto… ¿Puede volverlo a su anterior condición? ¿Le importaría hacerlo?

    David negó con la cabeza.

    — Por supuesto que puedo, pero no voy a hacerlo. Si devuelvo las cosas a la forma como estaban antes, usted no recordará nada de esto, y aunque yo le jure que ha ocurrido no lo creerá. Y aunque yo filmara todo lo ocurrido, y lo grabara en cinta, y lo registrara de todas las formas imaginables, ninguna película, ni cinta, ni cualquier otro medio de reproducción mostraría nada de ello. Eso es lo más desconcertante del asunto, doctor. Cuando yo provoco algún cambio, todo lo que existía o no existía anteriormente resulta alterado de acuerdo con la nueva realidad, no solo de las memorias sino también de los registros. Así que deberemos seguir como estamos ahora, para que usted pueda convencerse de que le estoy diciendo la verdad.

    El doctor Payot agitó la cabeza, como si quisiera desembarazarse de un mal pensamiento. Echó el ridículo gorro de papel de periódico a un lado. Volvió a mirar a su alrededor, luego se dirigió a la silla que había junto a la de David. Se sentó desmayadamente.

    — No comprendo nada de todo esto, pero debo admitir que tiene que haber ocurrido algo desconcertante. Está bien, admito que posee usted unos poderes… peculiares. Tiene que poseerlos. Sin embargo…
    — Escuche —dijo David—. He acudido a usted precisamente porque mi caso no es habitual. Cuando fui recogido en el espacio por la nave de vigilancia y salvamento, estaba prácticamente histérico. Necesité un par de meses para recuperarme y alcanzar algo parecido a la normalidad. Entonces empecé a notar que las cosas difusas que siempre se habían producido a mi alrededor se iban concentrando en algo concreto. Me di cuenta de que poseía un poder. No dije nada a nadie porque ya estaba bastante asustado por todo lo ocurrido y las preguntas que no habían dejado de hacerme y los interrogatorios constantes por parte de las autoridades y la insaciable curiosidad de los medios de comunicación. Me sentía como un fenómeno de feria, y no quería agravar aún más esa sensación. Me volví analítico conmigo mismo. Empecé a hacer pruebas. Primero cosas pequeñas, sin importancia. Luego me atreví con cosas más importantes. Quise hacer unos tímidos ensayos de comunicar lo que me ocurría a los que me rodeaban, y así fue como descubrí que la constancia de los cambios que yo efectuaba a mí alrededor desaparecían de la memoria de aquellos que los presenciaban en el momento mismo de producirse. Aquello me asustó aún más. Permanecí un tiempo sin atreverme a hacer nada, meditando sobre todo lo ocurrido. Luego, poco a poco, me animé a hacer nuevas pruebas. Y me di cuenta de que, poco a poco, mi dominio sobre todo lo que me rodeaba iba aumentando. Y sigue aumentando todavía.

    El doctor Payot se agitó incomodo en su asiento.

    — ¿Sobre todo lo que le rodea? David sonrió ligeramente.
    — Se lo que quiere decir. Nunca me he atrevido a intentar nada directamente sobre seres vivos. Todavía no.

    David estaba convencido de que la destrucción de la Pólux II y su abandono a una muerte cierta en medio del espacio intergaláctico habían desencadenado la operatividad de un poder que yacía latente en su interior. Así había recorrido en menos de un parpadeo los treinta billones de kilómetros que los separaban de la Tierra. Había sido algo instintivo, accionando de forma automática por la inevitabilidad y sobre todo la proximidad de la muerte. Luego, una vez aflorado a la superficie, el poder no había vuelto a sumergirse: había seguido su curso hacia una operatividad total, esperando solamente a que el dominio de sus sentidos le proporcionara un control completo. Sus primeras manifestaciones, ya de vuelta en la Tierra, habían sido también instintivas, pero ahora evidentes, no como los indicios sutiles que habían marcado su infancia y adolescencia. Su creciente conciencia de aquella habilidad se había visto teñida por el temor ante las posibles consecuencias de un poder que todavía no podía dominar y cuyo alcance no conseguía captar en su totalidad. El shock mas traumático se había producido cuando, poco después de su rescate, y ante el acoso de los oficiales que le atosigaban intentando averiguar las para ellos incomprensibles circunstancias de lo ocurrido, deseó verse libre de todo aquel cúmulo de oficialidad que no dejaba de presionarle hurgando en lo más profundo de su yo. El resultado, tan repentino como inintencionado, fue que toda una dependencia del complejo militar del Álamo, donde se hallaba no sabía si alojado o recluido, desapareció, junto con el personal que la ocupaba e incluso la sección militar creada especialmente para investigar el asunto. Y lo más sorprendente fue que nadie se dio cuenta de ello, nadie hizo ninguna pregunta. A los dos días se encontraba en la calle, con todos sus papeles en el bolsillo, camino de vuelta a Madrid.

    Aquello le dio el primer indicio de lo que ocurría realmente a su alrededor.

    — No se trata de alzar o mover o crear o hacer desaparecer objetos. Se trata de cambiar cosas. Acontecimientos incluso. No se como sucede exactamente, pero sé que si deseo que el edificio ahí delante se esfume, lo hará, y nadie se sorprenderá por ello: será como si no hubiera existido nunca, del mismo modo que usted afirmó que jamás había tenido unas flores encima de la chimenea. —Hizo un gesto con la mano cuando el doctor intentó protestar ante esa última afirmación—. Y lo más importante es esto: si hago desaparecer el edificio de ahí enfrente, no sé qué le ocurre a la gente que lo habita, pero nadie reclama por su desaparición, como nadie reclamó por la desaparición de toda la sección militar que investigaba mi caso. ¿Sabe?, creo que en cierto modo los medios de comunicación dejaron de ocuparse del asunto porque yo, quizá a nivel inconsciente, deseaba que así fuera. Todo esto me preocupa terriblemente. Nunca he intentado la desaparición directa de una persona, no me he atrevido, pero me he dado cuenta de que en varias ocasiones mis actos, secundariamente, han afectado a algunas de ellas. ¿Qué ha pasado con esas personas? ¿Las he matado? ¿Han desaparecido simplemente de nuestra realidad? ¿Han aparecido de pronto en algún lugar remoto, sin saber lo que les había ocurrido? Muchas noches, este pensamiento me ha mantenido en vela hasta la madrugada.
    — Usted habla de hacer desaparecer cosas. ¿Y hacerlas aparecer?

    David Cobos sonrió con una cierta tristeza. No movió ningún músculo, tan solo un leve aleteo agitó sus pestañas. Pero en medio de la habitación, tan flamante como incongruente, floreció un buzón de correos.

    — ¿Responde esto a su pregunta? Puede sienta que la necesidad de afirmar que este buzón de correos siempre ha estado aquí, pero si es así lo considero un elemento de decoración bastante peculiar. No, no sé si este buzón ha sido creado de la nada o ha desaparecido de alguna esquina no muy lejos de aquí. Nunca he conseguido averiguarlo. Es otro de los misterios de mi poder.

    El doctor asintió, pensativo. No dejaba de contemplar el buzón tan incongruentemente enraizado en el suelo de la habitación. Se preguntó si estaría lleno de cartas, y quien las habría echado, y donde.

    — Comprendo —dijo—. Sí, comprendo. —Aunque en realidad no estaba muy seguro.

    David Cobos se agitó en su asiento.

    — Espero que ahora se dé cuenta de mi situación —murmuró—. Necesito que me ayude, doctor. Los especialistas que me estudiaron a mi regreso concluyeron que se trataba de un simple asunto de teleportación. La proximidad de la muerte y mi aislamiento en medio del espacio habían despertado un sentido oculto dentro de mí que me proyectó a las inmediaciones de la Tierra, aunque no se explicaban que fuerza podía haberme hecho recorrer en un parpadeo una distancia de cien parsecs. Yo tampoco lo sé, pero hay otra cosa que complica más aún las cosas. ¿Sabe?, mi condición de navegante estelar me hace conocer bien el cielo. Y este cielo —señaló al techo, como queriendo indicar más allá— no es el cielo que siempre conocí. Ha cambiado. Las constelaciones tienen otra forma, semejante a la antigua, de acuerdo, pero como distorsionada… como si todo el sistema solar se hubiera movido a través del espacio una distancia grande… unos cien parsecs. —Lo dijo como si no se atreviera a afirmarlo, casi con un hilo de voz—. Y —vaciló de nuevo— todo el mundo acepta esta nueva configuración del cielo como la normal, e incluso los libros de astronomía la presentan así. Y por último —dijo esto casi en un susurro—, la distancia de la Tierra a Argos, lo he comprobado, es ahora cien parsecs menor de la que siempre conocí.

    Hubo una ligera pausa. Finalmente, el doctor Payot carraspeo.

    — Bien, señor Cobos. Debo decirle que su caso me desconcierta desde muchos ángulos…, pero también me apasiona, por supuesto. Por supuesto, necesitaré estudiarlo muy a fondo. Habrá que efectuar muchas sesiones de trabajo: tendré que someterle a hipnosis profunda, hacer una serie de pruebas…, va a ser un trabajo duro. Para usted sobre todo. ¿Está dispuesto a someterse a él?

    He acudido aquí en busca de ayuda. Usted es el parapsicólogo más reputado de todo el mundo en estos momentos; por eso he venido. Tengo la convicción de que si usted no puede ayudarme, nadie más podrá hacer nada por mí. Estoy dispuesto a ponerme en sus manos.

    El doctor Payot contempló la desnuda habitación, con el buzón de correos firmemente plantado en el centro, y sonrió.

    — Está bien. Entonces concédame una semana de tiempo. Necesito consultar algunos colegas y un montón de horas técnicas: puede que en algún lugar encuentre antecedentes que me sirvan para su caso. Además, quiero preparar un completo plan de acción. ¿Le han hecho algún TEG?

    David Cobos frunció el ceño.

    — Creo que no. ¿Qué es eso?
    — Un termoencefalograma. Podría darnos algunas pistas interesantes sobre la forma en que trabaja su cerebro: se han obtenido resultados realmente espectaculares con él. Está bien, no se preocupe. Me encargaré de prepararlo todo. Hoy es lunes… ¿Le parece bien que volvamos a vernos el lunes próximo a las cuatro de la tarde? Comprimiré todos mis demás pacientes a la mañana y así podré dedicarle toda la tarde a usted. ¿De acuerdo?

    David Cobos se levantó. Permitió que una sonrisa distendiera sus labios.

    — De acuerdo, doctor. El próximo lunes a las cuatro de la tarde. No faltaré. Me tendrá aquí dispuesto a empezar a trabajar… en lo que sea —pensó en el TEG que había mencionado el doctor, y se preguntó si sería doloroso.

    Payot carraspeo.

    — Esto… no se si será pedirle mucho, pero, ¿le importaría volver a dejar la consulta como dice que estaba…antes? no sé como era, pero admito que su apariencia actual es un tanto… poco profesional para mí.

    David no pudo evitar una sonrisa. Negó con la cabeza.

    — No, doctor. Lo siento, pero no puedo hacerlo. Si su escritorio y su silla vuelven a aparecer y todo vuelve a ser como antes, usted no recordará nada de este traje de Napoleón ni de este buzón de correos, y se preguntará como ha podido creer en mis palabras, y pensará que simplemente estoy loco y que le he engañado con alguna extraña argucia, y nos encontraremos de nuevo como al principio. Dejémoslo todo tal como está: esto le ayudará a interesarse más en el caso. Y para recibir a sus otros pacientes siempre puede habilitar otra habitación. Aunque —no pudo evitar un cierto tono malévolo— no creo que muchos de ellos se molestaran por esta… decoración.

    Salió, aún con la sonrisa en los labios. La enfermera le dirigió una sonrisa profesional y se levantó para acompañarle hasta la puerta. En la sala de espera había algunas personas aguardando. David le hizo a la mujer una seña de complicidad.

    — Antes de hacer pasar a otro paciente, será mejor que hable con el doctor. Es probable que desee hacer… esto… algún arreglo.

    Salió, cerrando tras él la puerta con suavidad.


    2


    París ya no era lo que había sido antes. Desde la gran inundación del Sena, tras la rotura de la megapresa de Romilly, obra de un atentado terrorista del Frente de Liberación de Oc, la capital de Francia había tenido que replantearse por completo su estética. Por supuesto, la torre Eiffel fue reconstruida inmediatamente, pues París no sería París sin ella, pero gran parte del resto de la historia parisina había quedado destruido más allá de toda posible salvación. El Sacré Coeur resultó indemne, así como la mayor parte de la colina de Montmartre. Pero más del noventa por ciento de los tesoros del Louvre se perdieron, incluida la Gioconda, y solamente pudieron salvarse algunas estatuas entre las que no se hallaba la Venus de Milo, rota en mil pedazos por el embate de las aguas. El número de víctimas resultó enorme, mas de un millón, sin contar las de la banlieue, pero lo que más dolió a los franceses fue que el mausoleo de Napoleón hundido en su nicho de les Invalides quedara cegado por toneladas de barro. Ni siquiera los palacios de Versalles y Fontainebleau, tan penosamente reconstruidos a lo largo de los años por los sucesivos gobiernos franceses, resultaron indemnes. Los medios de comunicación vociferaron que aquello había sido un artero ataque a las más puras esencias de la nación gala, pero el hombre de la calle terminó alzándose de hombros y pensando que ya era hora de enterrar de una vez el pasado, aunque fuera bajo lodo, y mirar de cara al futuro. La historia era algo hermoso de recordar, pero solamente como curiosidad, por lo que era fácil prescindir de ella.

    Así pues, París se reconstruyó en dos frentes: el París viejo en torno al Sacré Coeur y Montmartre, y el París nuevo tomando como centro el Rond Point de la Défense, que apenas había sufrido daños por la inundación. El gobierno (lo que quedaba de él) abandonó definitivamente el Eliseo y se instaló en una de las altas torres de la Défense, y allí se centró a partir de entonces la vida económica y social de París, que de pronto se encontró que había perdido su aureola histórica de ciudad luz y se había convertido casi en una segunda Brasilia, mientras Montmartre quedaba como una curiosidad para turistas nostálgicos, al estilo de la ville vieille de tantas otras ciudades históricas francesas. Por supuesto, como consecuencia del desastre, Occitania sufrió la represión más dura de su historia.

    Hacía doce años de todo aquello. Ahora París había restañado sus viejas heridas y volvía a lucir alegre y bulliciosa. Mientras descendía en el ascensor ultrarrápido desde el piso diecisiete del edificio, donde el doctor Payot tenía su consulta, a la calle, David Cobos se planteó que hacer durante aquella semana de margen que tenía por delante. Naturalmente, era una tontería marcharse de la ciudad y volver el próximo lunes. Pero París ya no tenía tantos alicientes como para quedarse toda una semana visitándolo. Por supuesto, podía buscar otras alternativas. Dedicarse a visitar los castillos del Loira, por ejemplo, que tras la «muerte» del París histórico se habían convertido en el principal centro de atención de los nostálgicos soñadores de la vida pasada. Pero, con sinceridad, no le apetecía en absoluto bucear en la historia. Oh, si, París tenía todavía la suficiente vida nocturna (depurada y modernizada ahora que las masas de turistas ya no acudían en manadas) como para divertirse durante siete días. Pero, se preguntó:

    ¿Le apetecía realmente divertirse? ¿Ese tipo de diversión?

    Antes de detenerse esos inconscientes e inevitables segundos ante las puertas automáticas, que siempre parecen que no van a querer abrirse ante uno, le echó una última mirada al directorio del edificio. Allí estaba la placa, en reluciente metal dorado: «Dr. Henri Payot — 17». Luego franqueó la entrada, y no pudo evitar el detenerse los también inevitables segundos mientras comprobaba, con el rabillo del ojo, que la puerta se cerraba efectivamente a sus espaldas.

    En la calle, parpadeó. La luz del sol le deslumbró por unos momentos tras la tamizada luz del interior del edificio. Alzó la vista hacia la resplandeciente fachada de cristal que parecía gravitar ominosamente sobre él. En un punto, en el vigésimo piso, el sol arrancaba un destello cegador a la lisa superficie oscura. Bien, se dijo; tenía toda una semana por delante. Intentaría aprovecharla del mejor modo que pudiese.

    El edificio «Concorde», donde se hallaba situada la consulta del doctor Payot, daba frente a la amplia avenida de circulación rápida que cruzaba la zona de la Défense y la enlazaba con el resto de la ciudad. El tráfico era intenso a aquella hora. Mucha gente vivía en el «casco antiguo» (un eufemismo) de París, que era más barato, mientras que trabajaba en el centro de negocios de la ciudad, situado en torno a las altas torres de la Défense. Miró el reloj: las seis y diez. La hora punta. Pero tenía el hotel a cinco manzanas. Iría dando un paseo; se ducharía, se cambiaría, y saldría a dar un vistazo al París la nuit. Se sentía optimista tras su entrevista con el doctor Payot. Al menos ahora tenía la sensación de estar haciendo algo positivo, de dirigirse hacia algún sitio en vez de hallarse encerrado en un callejón sin salida. Fuera lo que fuese lo que le sucedía, quería saberlo.

    Echó a andar hacia abajo por la amplia acera de la gran avenida que desembocaba en lo que en otros tiempos había sido la Place de l’Étoile, con su arco de triunfo y su llama a los caídos, el primero desaparecido y la segunda apagada en la gran inundación. Había bastante gente: la avenida, pomposamente rebautizada como Avenue du Rond Point para enfatizar el desplazamiento de poder al que conducía, se había convertido en la sucesora de los antiguos Campos Elíseos, y las galerías comerciales atraían a mucha gente que se daba una vuelta al salir del trabajo y antes de regresar a casa. Una señora le dio un golpe en la pierna con una enorme bolsa de las Galeries de la Liberté, las galerías de moda. Apenas oyó a la mujer farfullar el clásico y automático «pardon» con que los franceses quieren dar a entender que no les importa en absoluto lo que le hayan hecho a uno. Los altos edificios del otro lado de la avenida trazaban sombras oblicuas que dibujaban un curioso cebrado sobre el pavimento y el denso fluir de los aerocoches por los cinco niveles de circulación. Por unos instantes gozó del espectáculo, pensando que era bueno estar inmerso entre la gente, mientras sorteaba transeúntes sumidos en sus propios asuntos. Luego la misantropía se apoderó de nuevo de él, y sintió deseos de estar a solas en aquella amplia avenida, disfrutarla exclusivamente para él. Se contuvo al pensar en las posibles consecuencias si daba demasiada fuerza a su deseo. No pudo evitar un ligero estremecimiento.

    El zumbido le llegó desde atrás, claramente destacado del resto del rumor del tráfico. Por unos instantes no supo lo que era; luego identificó el motor de un aerocoche. Se volvió a medias, desconcertado, para ver qué pasaba, y mientras lo hacía captó la mirada de terror en las personas que le venían de frente.

    Apenas necesitó un segundo para darse cuenta de la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Un aerocoche se había salido completamente de su banda de circulación y avanzaba a toda velocidad por encima de la acera, descendiendo casi en picado… ¡directamente hacia él!

    La sorpresa lo paralizó apenas una fracción de segundo, luego reaccionó con la celeridad de respuesta que le habían proporcionado los constantes ensayos de emergencias de toda índole en su vida espacial. Las distintas posibilidades cruzaron por su mente a la velocidad de la luz. Era inútil intentar escapar: no había tiempo. El aerocoche estaba casi encima de él. Su única posibilidad era…

    Todo su cuerpo se convulsionó ante el pensamiento, pero no dudo ni una fracción de segundo: fue algo completamente instintivo, más allá no solo de su volición sino incluso de su razonamiento. El aerocoche, como atrapado por una repentina ráfaga de viento, giró bruscamente hacia la izquierda, metiéndose con violencia en el flujo de la circulación. David se echó brutalmente al suelo, mientras su mente le gritaba lo que iba a ocurrir a continuación. El aerocoche colisionó de costado con el primer vehículo del carril elevado número dos, y éste, de rebote, chocó contra el que tenía a su izquierda. El que venía inmediatamente detrás hizo una rápida finta, saliéndose de su carril y situándose sobre la acera al tiempo que se elevaba en un violento ángulo que debió aplastar a su conductor contra el asiento. El que iba detrás de éste no tuvo tanta suerte: intentó la misma maniobra que su predecesor, pero el de su izquierda, que iba un poco más adelantado que él, quiso esquivar la colisión múltiple que tenia delante girando a la derecha, y los dos vehículos chocaron estrepitosamente. En pocos segundos el lugar era un pandemónium.

    Pero David sabía que no podía quedarse allí contemplando el espectáculo. Los aerocoches tenían dispositivos de seguridad que los mantenían a un mínimo de distancia los unos de los otros, y por eso los accidentes eran escasos; pero cuando se producía uno, ya fuera porque los dispositivos de algún aerocoche fallasen o su conductor estuviera conduciendo en plan kamikaze, el desastre era de grandes proporciones. Se levantó de un salto, manteniéndose todo lo agachado que le fue posible, y se echó a correr hacia los edificios más cercanos, ensordecido por los gritos que se alzaban a su alrededor. Logró llegar al portal de un edificio y pateó nerviosamente el suelo para que las puertas se abriesen más aprisa, aun sabiendo que su gesto era infantilmente inútil. En algún lugar, muy cerca, oyó un gran estrépito de cristales rotos. No cruzó el portal: fue empujado violentamente desde atrás por otros transeúntes que habían tenido la misma idea que él.

    No supo el tiempo que transcurrió hasta que consiguió recuperar el aliento y controlar el temblor de sus brazos y piernas. El vestíbulo del edificio estaba lleno de gente que hablaba en voz demasiado alta, gritaba, sollozaba. Al parecer había algunos heridos. Miró hacia fuera a través del amplio panel de cristal oscuro. Lo peor parecía haber pasado. Se oían algunas sirenas: la policía sin duda, o quizá ambulancias. Supuso que el número de muertos tenía que ser elevado.

    Aquello le produjo un incontrolable estremecimiento. Empezaba a darse cuenta de cuál podía llegar a ser, si quería, el alcance de su poder. Porque no cabía ninguna duda de que había sido él quien, en un arranque instintivo, había hecho que el coche se desviara a la izquierda para evitar que lo alcanzara a él. Ahora se daba cuenta de que hubiera podido lanzarlo hacia arriba, en vertical, sin consecuencias más graves que un susto para todo el mundo, o simplemente hacerlo desaparecer, incluido el conductor, como había hecho con las flores y la mesa y la silla de la consulta del doctor Payot. Pero no había tenido tiempo de meditar: su único pensamiento en aquella tensa fracción de segundo había sido desviar el aerocoche que se le echaba encima, del mismo modo que uno le da un manotazo a un mosquito para evitar que le pique. Y el resultado… Dios, el resultado.

    Miró a su alrededor, como esperando que todas aquellas personas entre asustadas e histéricas que le rodeaban le estuvieran observando acusadoramente, conscientes de que él había sido el culpable de todo. Nadie le prestaba atención. Se levantó tambaleante y se dirigió a la puerta. Todo el mundo permanecía apartado de ella para impedir que se abriera, como si aquella delgada lamina de cristal pudiera protegerles. Esta vez no hizo la pausa instintiva para esperar a que se abriera; la doble lámina se corrió a ambos lados mientras seguía avanzando sin detenerse, y la luz del exterior hirió sus ojos. Había una multitud allí, morbosamente congregada en torno al lugar de los hechos ahora que todo había pasado. La amplia avenida se hallaba despejada de circulación, sin duda había sido cortada desde ambos extremos. Había un amasijo de hierros retorcidos esparcidos por el suelo, y cuerpos tendidos, sin duda peatones alcanzados por la metralla en que se habían convertido algunos de los vehículos alcanzados. Una multitud de policías mantenía a duras penas un cordón para evitar que la gente se abalanzara sobre el lugar. Al menos había una docena de ambulancias. Hombres uniformados iban precipitadamente de un lado para otro. Por todas partes se oían claxons, silbatos, voces, órdenes, gritos.

    Se apoyó en la fachada del edificio, sintiendo algo semejante a un vahído. Una contracción de su estómago le hizo temer que iba a vomitar. Se contuvo a duras penas.

    Sus piernas iban a ceder de un momento a otro, lo sabía. Veía ante él toda la enormidad de lo que había ocurrido, y aquello agravaba hasta límites insoportables su sentimiento de culpabilidad. Y entonces otro pensamiento empezó a infiltrarse insidiosamente en su cabeza. ¿Por qué un aerocoche abandonaría de aquel modo los carriles reservados a la circulación de vehículos y se lanzaría a tumba abierta sobre el espacio reservado a la circulación peatonal? Por supuesto, existían los conductores kamikaze, pero ninguno de ellos se atrevería jamás a algo tan enorme: la penalización por sobrevolar la zona peatonal, a menos que existiera una emergencia muy justificable, era no solo la retirada a perpetuidad del permiso de conducir, sino una condena de seis meses a seis años de prisión incondicional, y una multa que podía llegar al equivalente de cinco años de sueldo del infractor. Nadie se atrevería nunca a cometer una barbaridad semejante, y menos en una acera tan concurrida como aquella, a menos que…

    A menos que… se estremeció de nuevo, y esta vez fue un estremecimiento de tipo muy distinto. El aerocoche no estaba simplemente sobrevolando la zona peatonal de la avenida: estaba picando hacia la multitud. Picando hacia él, ¡iba directamente a por él!

    Tenía la intención de matarle estrellándose contra él, no importaba cuales fueran las consecuencias.

    Tenía la intención de matarle.

    Inspiró profunda y temblorosamente, en un intento de recuperar la cordura.

    ¿Se estaba volviendo cada vez más loco? ¿era este el auténtico origen de todos sus males?

    Una mano se posó suavemente en su hombro.

    — ¿Se encuentra bien, señor Cobos?

    Se volvió, sobresaltado. A su lado había un hombrecillo bajo, vestido con un arrugado traje gris que parecía no haberse quitado de encima en una semana. Tendría unos cincuenta años, el pelo cano y una nariz diminuta sobre la que cabalgaba precariamente unas gafas de montura casi tan gruesa como sus cristales. Tras ellos, sus distorsionados ojos parecían dos brillantes cuentas de cristal.

    — Porque es usted el señor Cobos, ¿verdad? —añadió.

    Por unos momentos David solo pudo asentir con la cabeza. Finalmente consiguió articular:

    — ¿Cómo… cómo sabe…?

    El hombrecillo se llevó rápidamente un dedo a los labios.

    — Escuche. No podemos hablar aquí. Es peligroso. Necesito contarle algo muy importante. Supongo que a estas alturas se habrá dado cuenta ya de que intentan asesinarle. Yo sé por qué. Pero es arriesgado que nos vean juntos. Escuche: siguiendo la avenida, en esta misma acera, casi en la esquina, por ese lado —señaló hacia su derecha—, hay una cafetería. Se llama «El viejo Elíseo». Entrando, a mano derecha, hay un tramo de escaleras que conduce a una salita en el piso de arriba con unas pocas mesas. Con lo que ha ocurrido aquí, no creo que haya nadie. A lo mejor ni siquiera están los camareros. Le esperaré allí. Aguarde cinco minutos y vaya. Podremos hablar con una cierta discreción. Si veo que hay peligro le dejaré una nota sobre la mesa. Pero es urgente que hablemos.

    David abrió la boca para decir algo, pero el hombrecillo ya no le escuchaba: lanzó una mirada furtiva a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que nadie había reparado en su breve contacto, y se echó a andar acera abajo. David lo contempló mientras se alejaba, incapaz de moverse. Le vio llegar casi hasta la esquina y meterse en una entrada. Sobre ella había una marquesina con un rotulo luminoso, ahora aún apagado, perpendicular a la pared: «El viejo Elíseo — Cafetería — Crepería — Bar».

    Siguió apoyado contra la pared. La cabeza le daba vueltas. Se dio cuenta de que necesitaba tomar algo fuerte si no quería desfallecer. A su alrededor todo era un gran tumulto donde los gritos, las ordenes y las imprecaciones se mezclaban con los silbatos y las sirenas de las ambulancias que seguían llegando… Alguien pasó por su lado murmurando una y otra vez, como una cantinela: «Dios mío… Dios mío». Hizo acopio de fuerzas y se apartó de la pared. Se abrió camino calle abajo, siguiendo las huellas del hombrecillo. Se metió bajo la marquesina de «El viejo Elíseo».

    No, los camareros no habían desertado. Al menos, no todos. Pero las mesas de la terraza y del local estaban vacías. Solamente había un hombre en un rincón, ensimismado ante un vaso.

    Se apoyó en el mostrador. El único camarero visible le miró.

    — Deme algo fuerte —pidió David—. Coñac. O whisky. O ginebra. O lo que quiera. Pero que sea fuerte.

    El camarero alcanzó una botella a sus espaldas.

    — Le ha impresionado, ¿eh?
    — ¿Qué? —David apenas le había escuchado.

    El camarero señaló con la cabeza hacia la calle.

    — Lo de ahí fuera. La carnicería. Al parecer fue un kamikaze volando sobre la gente. El muy loco. Primero pareció picar hacia los peatones, luego se lanzó en un viraje suicida contra los demás aerocoches. Se hizo migas, por supuesto, pero además destrozó otros quince vehículos. Y dicen que se ha cargado también a más de dos docenas de personas. Los fragmentos de los aerocoches destrozados volaban como bala de cañón. Vaya forma estúpida de suicidarse. Y lo peor es que va a resultar difícil averiguar quién fue el loco entre tantos coches destrozados. ¿A quién van a pedir ahora responsabilidades las compañías de seguros?

    David no sabía que era lo que le había puesto el camarero, pero lo engulló de un trago. Cauterizó su garganta a lo largo de todo su camino hacia abajo, y finalmente estalló en su estómago. Boqueó. Pero la insensibilización le hizo bien. Llamó al hombre.

    — No sé qué me ha puesto, pero llénelo de nuevo. Lo necesito. El camarero sonrió.
    — Le entiendo. Yo también me he tomado uno. Para reanimarme.

    Le sirvió otro vaso. David contempló durante unos instantes el líquido ambarino, luego lo engulló también de un trago. Empezó a sentirse mejor.

    Miró a su alrededor. El local estaba decorado de una forma un tanto recargada, con luces y espejos y medias columnas encajadas en las paredes. Las mesitas eran hexagonales, cada una rodeada por tres sillas tapizadas en terciopelo rojo. Todas estaban muy bien alineadas, dando sensación de pulcritud. A la derecha había una puerta forrada también de terciopelo rojo, sobre la que un letrero luminoso indicaba: Tolettes. Al fondo a la derecha había el arranque de una escalera que subía a un ignoto lugar invisible desde la barra, supuso que el saloncito que le había indicado el hombrecillo. La señaló con la cabeza.

    — ¿Hay algún salón arriba?

    El camarero asintió con la cabeza.

    — Pensado para las parejas que buscan discreción y para las personas que necesitan hablar de asuntos privados. —Sonrió—. O meditar en soledad.

    David miró su vaso.

    — Llénelo otra vez. Supongo que sabré darle un buen uso.

    El hombre llenó silenciosamente el vaso, con la discreción propia de los buenos camareros. David bebió.

    — Creo que voy a ir arriba —dijo—. Como ha dicho usted muy bien, necesito meditar en soledad.

    El camarero agitó la cabeza.

    — Una soledad relativa —advirtió—. Otro cliente pensó exactamente lo mismo que usted hace poco. Por cierto, pidió también lo mismo —señaló el vaso—. Y se subió la botella.

    David sonrió.

    — Bien, entonces compartiremos nuestras meditaciones. —Se dirigió hacia la escalera.

    Subió lentamente los peldaños, sintiendo en las piernas el hormigueo de un nuevo vigor. El saloncito de arriba era pequeño y acogedor. Estaba decorado de una forma idéntica al salón grande de abajo, pero contenía tan solo media docena de mesas, bastante separadas entre sí, y la iluminación era más suave.

    Estaba vacío.

    David examinó con sorpresa la pequeña sala, y su propia imagen le devolvió su mirada desde los espejos de las paredes. No había ninguna otra salida visible aparte las escaleras. Sobre una mesa a su izquierda había una botella casi llena y un vaso; frente a ellos, la silla estaba ligeramente corrida hacia atrás, rompiendo la alineación de todas las otras. David bebió el contenido de su vaso, que se había subido consigo, de un trago, se dirigió hacia la mesita y se sentó. Contempló la botella, sin ver realmente la etiqueta. Se sirvió otro vaso, dejando que el líquido lo llenara hasta el mismo borde, a punto de rebosar. Alzó el vaso lentamente, observando el ligero temblor de su mano, y se lo llevó a los labios. No se derramó ni una gota: bien, pese a todo, su pulso volvía a estar fuerte. Lo apuró hasta el fondo, sin sentir ya el cauterizante descenso del licor por su garganta y la llegada a su destino.

    ¿Qué estaba ocurriendo a su alrededor? El camarero de abajo acababa de decirle que el hombrecillo había subido allí. No se apreciaba ninguna otra salida en aquella pequeña sala, pero el hombre que le había abordado en plena calle llamándole por su nombre y advirtiéndole de un peligro inconcreto y diciéndole que debía hablar urgentemente con él había desaparecido. Nada de aquello tenia sentido. Se sirvió otro vaso. Quizá emborracharse fuera el mejor anestésico para su mente.

    Unos minutos más tarde descendía de nuevo las escaleras. El camarero le miró con rostro inexpresivo mientras se acercaba a la barra.

    — No ha necesitado usted meditar mucho —observó. David solo tenía una idea fija en la cabeza.
    — El hombre —señaló hacia las escaleras— que me dijo que había subido antes que yo. No estaba arriba.

    El camarero frunció el ceño.

    — ¿Qué hombre?
    — Me indicó usted que había subido un hombre antes que yo. Que había pedido una botella y un vaso y se los había subido. La botella y el vaso si estaban, pero él no. ¿Tiene alguna otra salida el salón de arriba?

    El camarero negó con la cabeza.

    — No, no tiene otra salida. Pero yo nunca le dije que hubiera subido nadie. La botella y el vaso son de un cliente que salió a ver lo que había ocurrido cuando empezó todo el follón. Aún no ha vuelto.

    David miró fijamente a su interlocutor. No parecía estar burlándose de él. Se estremeció. ¿Se estaban volviendo las cosas contra él? ¿Estaba el mundo real pagándole con la misma moneda?

    Le hizo una desmayada seña al camarero.

    — Lléneme otro vaso, por favor. Y deje la botella creo que la voy a necesitar toda.

    Cuando salió de nuevo a la calle ya había pasado todo. En un alarde de eficiencia de las autoridades, los restos del choque múltiple habían sido retirados, las victimas llevadas donde correspondiera la circulación restablecida. David contempló por unos instantes el denso flujo de aerocoches que volvía a llenar la avenida, en ambas direcciones, a cinco niveles de altitud. En las aceras había menos gente que antes, y en algunos lugares se habían formado pequeños corros. Era todo lo que quedaba de lo ocurrido.

    Echó a andar acera arriba. Entre copa y copa, mientras escuchaba zumbar su cabeza, había estado meditando en todo lo ocurrido. Primero, alguien intentaba matarle, no sabía por qué. Luego, un desconocido le abordaba llamándole por su nombre, diciéndole que sabía que habían intentado matarle y por qué, y que necesitaba hablar urgentemente con él de todo el asunto de un modo discreto, pues era arriesgado hacerlo de otra forma. Le pedía que se reunieran en un local a no más de cien metros de distancia, pero cuando llegaba allí había desaparecido. No se había ido: simplemente había desaparecido. Y el camarero que hacía unos minutos había señalado su presencia no recordaba ahora haberlo visto nunca.

    Todo aquello reclamaba, a gritos y urgentemente, al doctor Payot.

    De modo que se encaminó avenida arriba, volviendo sobre sus pasos. No iba a esperar una semana. No podía esperar una semana. Tenía que hacer algo, ahora. No quería volverse loco.

    El licor ingerido daba una cierta flotabilidad a sus pies. No se sentía en absoluto borracho, ni siquiera achispado. Su euforia era fruto de la excitación. Necesitaba actuar: no podía quedarse cruzado de brazos.

    En el edificio donde había estado hacia menos de tres horas subió directamente al piso diecisiete. Llamó a la puerta y aguardó. Hasta que hubieron pasado unos segundos no se dio cuenta de que la placa de la puerta no era la del doctor Payot. Decía:

    Inversiones


    Miró las otras puertas del rellano, pensando que se había equivocado de piso. No tuvo mucho tiempo para mirar; la puerta a la que había llamado, se abrió, y una rubia algo opulenta y con gafas le estudió críticamente desde el otro lado.

    — ¿Desea?

    David Carraspeó.

    — Perdone… creo que me he equivocado de piso. Busco al doctor Payot, en el diecisiete.

    La muchacha le miró por encima de sus gafas.

    — Este es el diecisiete. Y en el edificio, que yo sepa, no hay ningún doctor Payot.

    David dudó. ¿Se habría equivocado de inmueble? No, era absurdo. La torre donde tenía su consulta el doctor Payot era inconfundible.

    — Disculpe, pero… hace unos instantes he estado en la consulta del doctor

    Payot, y juraría que era aquí…

    — Pues no lo es, señor. Llevamos siete años ocupando estas oficinas. Buenas tardes. —La muchacha, con la proverbial amabilidad francesa cerró las puertas en sus narices.

    David se quedó unos instantes inmóvil ante la hoja de madera, que parecía burlarse de él con su dorada y reluciente placa grabada con letras negras, sin saber cómo reaccionar. Bajó al vestíbulo y se detuvo ante el directorio del edificio. Lo examinó atentamente: primero el piso diecisiete, luego todo el directorio. No había ningún doctor Payot.

    Salió al exterior, se volvió y miró la enorme mole del edificio. Ahora el sol, a punto de ponerse, se reflejaba en un destello moribundo en los cristales del piso treinta, más o menos. Allí era donde había estado hacía apenas tres horas. No cabía ninguna duda.

    Volvió a entrar. Preguntó al conserje, que se limitó a encogerse de hombros. No, no le sonaba en absoluto el nombre del doctor Henri Payot. En el edificio ni hablar, que iba a decirme, y en la zona… Bueno, había mucha gente allí, pero si como decía era un doctor tan conocido, cabía suponer que debería… Pero no.

    David tuvo la impresión de que el mundo se hundía a su alrededor. El doctor Payot había desaparecido, y él se sentía ahora como un náufrago en una isla desierta, alejada de todas las rutas de navegación del mundo.

    El licor estaba empezando a hacer su efecto; las piernas le flaqueaban. Llamó un taxi y, aunque estaba solamente a pocas manzanas de distancia, le dio la dirección del hotel donde se alojaba, el Imperial Concorde.


    3


    El calado de las cortinas creaba suaves arabescos de luz y sombra en el techo de la habitación, dando la impresión de que la lisa superficie blanca estaba adornada con un fantasmal encaje en relieve. David Cobos permaneció largo rato tendido en la cama, contemplando con ojos fijos aquel relieve inexistente. Hubo momentos en que sintió deseos de levantarse y abrir las cortinas para dejar entrar toda la luz nocturna del exterior, o cerrar las contracortinas para eliminarla completamente. Tenía la impresión de que aquellos arabescos le impedían conciliar el sueño.

    Lo que le impedía conciliar el sueño era algo muy distinto. Había acudido al doctor Henri Payot en un intento desesperado de liberarse de las obsesiones que lo atormentaban. Ahora el doctor Henri Payot no existía. Y ese extraño poder que se había revelado en él tras el desastre de la Pólux II parecía haberse vuelto contra su persona, y ahora no era él quien dominaba las cosas que le rodeaban, sino esas cosas las que lo dominaban a él. No dejaba de preguntarse quién podía ser el hombrecillo que le había abordado y que tan urgentemente necesitaba hablar con él, y que había desaparecido tan bruscamente como apareciera.

    Al llegar al hotel lo primero que hizo fue consultar el listín telefónico. No figuraba ningún Henri Payot, neurólogo, psicólogo, psiquiatra o parapsicólogo, con consulta en el 1122 de la avenida Presidente Clémart (antes Charles de Gaulle), llamada comúnmente la avenue du Rond Point, ni en ningún otro sitio. Figuraban tres Henri Payot, a los que llamó sucesivamente. Pero ninguno era médico.

    Luego acudió a la recepción del hotel. Era probable que el recepcionista se sintiera sorprendido ante su petición de que intentara localizarle el nombre de todos los psicólogos y parapsicólogos con consulta en París, aunque no lo manifestó.

    David no sabía como lo consiguió, los recepcionistas de los hoteles tienen recursos personales, pero mientras estaba cenando en el comedor del hotel un botones le trajo una lista con treinta y siete nombres y sus correspondientes direcciones y teléfonos. Subió rápidamente a su habitación y empezó a llamar por teléfono. La mayor parte no contestaron, habían cerrado ya sus consultas, pero algunos que visitaban en su casa si lo hicieron, y ante su petición de ayuda: «Estoy intentando localizar al doctor Henri Payot, pero no lo consigo; pensé que, siendo ustedes colegas…», respondieron unánimemente y no sin cierta sorpresa y en algún caso con una pizca de suspicacia que desconocían la existencia de ningún doctor Henri Payot en su campo. Volvió bajar a recepción y, ante la mirada ahora ya claramente sorprendida y un tanto regocijada del recepcionista, le pidió si era posible consultar con el colegio de médicos. No, por supuesto, a aquellas horas no; habría que esperar al día siguiente. Se resignó.

    Pero, mientras contemplaba el encaje de luz y sombra en el techo, David Cobos se dijo a sí mismo que debía admitir que estaba esforzándose inútilmente. Algo en su interior no quería reconocerlo, pero sabía que el doctor Henri Payot no existía ahora. «Alguien» lo había hecho desaparecer, del mismo modo que él había hecho desaparecer las flores de encima de la chimenea y la mesa de metacrilato y la silla. Tan completamente que nadie de los que antes lo habían conocido recordaban su existencia, ni siquiera sus compañeros de facultad. Tan completamente como el propio doctor Payot no había admitido que tenía unas flores sobre la chimenea, o una mesa y una silla en su sala de consulta, aunque no pudiera explicar la incongruencia de pasar visita sentado en el suelo y vestido de Napoleón, única cosa que había hecho que se rindiera a la evidencia de que lo que le decía su paciente era cierto.

    ¿Quién podías ser el causante de aquello?

    Por supuesto, la misma persona que había intentado matarle. Porque estaba seguro de que habían intentado matarle. Y no cabía duda de que podían intentarlo de nuevo.

    ¿Había querido prevenirle de todo aquello el hombrecillo? ¿Y por eso había sido silenciado, desaparecido también, tan completa y efectivamente como el doctor Payot, dejando solamente como evidencia de su paso una botella casi llena y un vaso casi vacío?

    El encaje en el techo de la habitación poseía un poder casi hipnótico. Se descubrió siguiendo las circunvoluciones del dibujo, como si estuviera recorriendo un laberinto, ciertamente. ¿Y qué podía hacer para salir de él?

    Ignoraba qué paso podía dar a continuación. Allá en Madrid, donde volvió una vez le dejaron en paz tras los interrogatorios y las pruebas y los nuevos interrogatorios, y donde empezó a experimentar con su recién descubierto poder, haciendo tímidas y cautelosas pruebas y dándose cada vez más cuenta de su alcance y sus posibles consecuencias, se halló durante un tiempo tan desconcertado como se sentía ahora. Fue un amigo, al que le comentó veladamente que le «ocurrían cosas raras», sin especificar exactamente de qué se trataba, quien le insinuó la posibilidad de buscar ayuda médica. Sí, lo suyo podía ser una enfermedad. Acudió a una serie de neurólogos, a los que por supuesto no les habló de lo que le ocurría, limitándose a comentarles que sentía «extrañas sensaciones», como si tuviera algo en la cabeza, y todos le dijeron unánimemente que no podían descubrir nada extraño en él. Uno de los últimos a quien acudió, más perspicaz que los otros o quizá más preocupado por sus pacientes, creyó detectar asomos de paranormalidad y se lo dijo claramente. El resultado fue un consejo claro y rotundo: debía acudir a Henri Payot, la persona más eminente en aquel campo en todo el mundo. Tendría que ir a París, por supuesto, pero estaba seguro de que el viaje valdría la pena. No, le dijo sonriendo, él no conocía personalmente a Payot, se movían en distintas esferas, y no podía recomendarle de ninguna manera. Pero eso no tenía importancia: bastaba con que dijera que era el hombre que había recorrido cien parsecs de espacio interestelar en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie, ni siquiera él, supiera cómo lo había conseguido. Aquello, podía estar seguro, le franquearía todas las puertas.

    Y se las había franqueado, por supuesto. Aunque, ¿con qué resultados? La situación era peor que nunca. Hasta ahora sólo había tenido que luchar consigo mismo. Ahora parecía haber un poder exterior que había entrado en juego. Y no era un poder amistoso precisamente. Y parecía poderoso también.

    Sí, el juego de luz y sombra en el techo de la habitación tenía un poder hipnótico. Preguntándose, sin obtener ninguna respuesta, qué podía hacer al día siguiente, cuál era el camino a seguir, hacia donde dirigir sus pasos, se quedó imperceptiblemente dormido.

    Le despertó el timbre del teléfono.

    Por unos momentos no supo donde estaba. La habitación estaba inundada de luz. Luego, todo lo ocurrido el día anterior se volcó sobre él como un alud. Miró el reloj. Las doce y cuarto de la mañana. La tensión de todo lo ocurrido le había hecho dormir más de doce horas.

    Descolgó el auricular.

    — ¿Sí?
    — ¿Señor Cobos? En recepción hay una señorita que desea verle.

    ¿Una señorita? No conocía a nadie en París, y mucho menos del género femenino.

    — ¿Le ha dicho quién era?
    — Ha dicho que se llama Dorléac. Que tiene un mensaje de su padre para usted. Aquello despertó su atención. El hombrecillo del día anterior.
    — Está bien. Dígale que bajo en seguida.

    Se levantó de un salto, se dio una ducha rápida y se vistió. A los veinte minutos estaba abajo en recepción. El recepcionista le señaló a una mujer joven sentada en una butaca en el salón contiguo, hojeando nerviosamente una revista.

    — ¿Desea que le ponga en contacto con el Colegio de Médicos? —preguntó el recepcionista.

    David negó con la cabeza.

    — No, gracias. Por el momento creo que lo resolveré de otra manera.

    Se dirigió al salón. La muchacha alzó la vista al verle acercarse. Por el momento sus ojos revelaron un asomo de miedo.

    — ¿Señorita Dorléac? Soy David Cobos. Creo que desea usted verme. La muchacha miró apresuradamente a su alrededor.
    — Sí, pero… ¿no podríamos hablar en un sitio más discreto?

    David recordó inmediatamente las palabras del hombrecillo el día anterior.

    — Por supuesto. —Miró su reloj—. Es ya hora de comer, y no he desayunado. ¿Le parece que comamos juntos? No le sugiero el comedor del hotel: es demasiado bullicioso. Pero he descubierto un restaurante chino muy tranquilo a un par de manzanas de aquí, en una pequeña calle lateral. ¿Le gusta la comida china?

    La muchacha se esforzó por sonreír.

    — Si el restaurante es tranquilo, sí.
    — Muy bien. Pero por favor, no me diga que vayamos cada cual por su lado y nos encontremos allí. No pienso separarme de usted hasta que lleguemos. — Observó el ligero fruncimiento del ceño de ella—. ¿Sabe?, últimamente las personas se me pierden con una sorprendente facilidad.

    La muchacha no dijo nada. Tomó su bolso de encima de la mesa y se encaminó hacia la salida. David la siguió.

    Mientras giraban saliendo de la avenida hacia una de las calles laterales, David la estudió. Era más bien baja, metro sesenta y cinco a lo sumo, y aparentaba unos veinte a veinticinco años. Su pelo rubio, teñido, caía en cascada, liso, hasta sus hombros, donde había sido cortado con un corte muy preciso. Sobre su frente caía un flequillo también muy exactamente cortado, formando una especie de pantalla que le llegaba casi hasta los ojos, una moda que había vuelto a hacer furor, copiada de una antigua moda de mediados del siglo pasado. Enmarcado en este pelo, su rostro era un óvalo ligeramente alargado, con unos ojos verdes algo almendrados, una nariz un poco aguileña que estaba ligeramente fuera de proporción con el resto de sus rasgos, y unos labios más bien gruesos, que cualquier escritor barato hubiera calificado inmediatamente de «jugosamente sensuales». El conjunto no podía calificarse exactamente de hermoso, pero si resultaba muy atractivo. Al menos, atraía la atención. El resto de su cuerpo, enfundado en un vestido rojo liso de una sola pieza, algo más ceñido de lo habitual, era bien proporcionado, con todas las curvas, huecos y protuberancias convenientemente distribuidos y con las medidas correspondientes, hecho que era sabiamente resaltado mediante el uso de un ceñido cinturón. Los pies, calzados con unos zapatos también rojos de tacón alto, el recurso definitivo de las mujeres bajas, tal vez fueran un poco demasiado grandes para la estética del conjunto, y hubieran sido imperdonables en una geisha, pero no eran llamativamente grandes, de modo que podían considerarse aceptables.

    Caminaba con viveza a su lado, como si quisiera llegar a su destino lo antes posible. David giró otra esquina, y allí delante estaba el rótulo, en mitad de una manzana en una calle de apariencia realmente tranquila: «El caballo de oro — Restaurante — Especialidades chinas, indonesias y vietnamitas». Por supuesto, bajo aquel rimbombante rótulo se servía la misma comida estándar internacional china que uno podía encontrar en cualquier restaurante chino de cualquier país de occidente, desde el rollo de primavera y la ensalada china y la sopa de aleta de tiburón hasta el pollo con nueces y el cerdo chop-suey y la ternera con setas chinas y bambú, pasando por las mandarinas chinas como postre, con su insoportable sabor a rosas adulteradas. Pero el interior, convenientemente decorado con lámparas chinas de plástico, cristal y papel, todo ello pintado a la serigrafía, y con el techo exhibiendo un artesonado de madera con motivos chinos que era en realidad una sucesión de placas de yeso pintadas, era adecuadamente penumbroso y tranquilo, había poca gente y se hallaba bastante diseminada, y allá al fondo había un rincón tranquilo donde iban a poder sentarse, comer y hablar con tranquilidad.

    Esperaba.

    El maître era chino (oriental al menos), pero el camarero no, un claro signo de la prosperidad de muchos de los restauradores chinos emigrados a occidente.

    David pidió sopa agridulce y ternera con salsa de ostras y té para beber. La muchacha se conformó con una ensalada y tallarines tres delicias.

    Mientras les servían el primer plato (la cualidad principal de los restaurantes chinos es la rapidez; David había sospechado siempre que tenían todos los platos convenientemente preparados en raciones individuales y congelados en forma de cubitos, y que a la hora de servirlos lo único que necesitaban hacer era descongelarlos a golpe de microondas), preguntó:

    — Bien, ¿Puede explicarme ahora porque ha acudido a verme? La muchacha jugueteó con su ensalada.
    — ¿Llegó usted a ver a mi padre?

    David tuvo la sensación de que la cosa empezaba mal.

    — Ignoro quien es su padre.

    La muchacha esbozó una sonrisa triste.

    — Hasta hoy por la mañana yo también ignoraba quien era usted. Pero encontré una nota de mi padre diciéndome que si no había vuelto a casa esta mañana a las nueve entrara en contacto con usted y le explicara… —su voz se apagó.

    El deseo de David de preguntarle qué era lo que tenía que explicarle se convirtió en una urgencia intolerable, pero la dominó. Aguardó unos instantes, esperando a que la muchacha siguiera por propia voluntad. Pero ella se limitó a seguir removiendo su ensalada, sin comerla.

    David tomó unas cucharadas de su sopa agridulce, por hacer algo. Le pareció más ácida de lo que debería ser.

    Finalmente dijo:

    — Esta bien, empecemos por el principio. Dijo en el hotel que se llamaba

    Dorléac. ¿Dorléac qué más?

    — Isabelle.
    — Muy bien, Isabelle. Veamos. Dice que su padre le dejó una nota para que contactara conmigo si no había vuelto a casa esta mañana. ¿Qué decía exactamente esa nota?

    Por toda respuesta, ella rebuscó en su bolso y sacó un trozo de papel. Lo desdobló y se lo tendió.

    Llevaba la fecha del día anterior. David leyó:

    Querida hija:
    Voy a intentar ponerme en contacto con David Cobos. No sé si lo conseguiré: ignoro si a mi también me están siguiendo el rastro. Espero que no, aunque contactar con él puede representar un gran peligro: supongo que lo están siguiendo de cerca. Seré cuidadoso, te lo prometo, pero debo hacerlo.
    Si mañana por la mañana descubres que he desaparecido, ya sabes lo que quiero decir, eso significará que me han atrapado. No te preocupes por mí. Pero piensa que entonces todo el peso de la responsabilidad va a recaer sobre tus hombros. No quisiera arrojar esa carga sobre ti, pero ya hemos hablado de ello muchas veces.
    Si no he vuelto a las nueve de la mañana o no me he puesto en contacto contigo de alguna otra manera, contacta directamente con David Cobos. Ya sabes que podrás encontrarle en el hotel Imperial Concorde. Eso espero, al menos. Cuéntaselo todo. Estoy convencido de que él puede solucionar nuestro problema. Y si no, al menos lo habremos intentado.
    Un fuerte abrazo, y no llores por mí.
    Marcel

    David depositó el papel sobre la mesa. El camarero acudió creyendo que ya habían terminado y, al ver los platos llenos, se retiró silenciosamente.

    — Sigo sin comprender nada.

    La expresión de la muchacha era ansiosa.

    — ¿Vio usted ayer a mi padre? David dudó.
    — Es posible. ¿Cómo era su padre? —inmediatamente se arrepintió del empleo del verbo en pasado. Ella se dio cuenta del desliz.

    Le hizo una sucinta descripción. Coincidía con el hombrecillo de la tarde anterior.

    — Sí, creo que era él —murmuró David. Y le contó lo ocurrido la tarde anterior en la avenida du Rond Point y «El Viejo Elíseo». Omitió todo lo referente al doctor Payot, pero si refirió lo del accidente.
    — Lo he leído en los periódicos de hoy —dijo ella—. Temí que tuviera alguna relación. Por la proximidad con su hotel y con la consulta del doctor Payot.

    Fue como una descarga eléctrica que sacudió a David de la cabeza a los pies.

    — ¿Qué sabe del doctor Payot? Ella le miró con sorpresa.
    — Usted fue a visitarle, ¿no?

    David se dio cuenta de que estaba removiendo inconscientemente su cucharilla china de plástico en la sopa.

    — El doctor Payot ya no existe —dijo lacónicamente.
    — Oh —fue todo el comentario de la muchacha.

    Hubo un largo silencio. El camarero vino otra vez, miró y se marchó.

    — Pero yo estuve hablando con él un par de horas antes —añadió David, casi de forma beligerante.
    — ¿Antes de hablar con mi padre? ¿Y… del accidente? David asintió.
    — Nunca creí que llegaran tan lejos —murmuró la muchacha, y había un acento de terrible pesar en su voz.
    — Llegaran tan lejos… ¿Quiénes? —no pudo evitar preguntar David. Ella lo miró por encima de su aun intacta ensalada china.
    — ¿Realmente no sabe usted… nada?

    David inspiró profunda y temblorosamente.

    — Fui al doctor Payot precisamente por este motivo. —Hizo una pausa, con la cucharilla suspendida encima del bol, goteando sopa anaranjada—. Y hablando de saber… ¿Quién es exactamente su padre? —esta vez evitó cuidadosamente emplear el tiempo pasado.

    La muchacha dejó de remover ausentemente su ensalada y hundió por primera vez el tenedor en ella.

    — ¿No lo sabe? ¿No se lo dijo él?
    — ¿Se lo preguntaría si lo hubiera hecho? La muchacha sonrió tristemente.
    — No, supongo que no. —Su tenedor quedó abandonado sobre la ensalada—
    — . Es como usted. También tiene el poder. Aunque en bastante menor grado, supongo.

    David se envaró.

    — ¿El poder? ¿Qué poder? —Sabía perfectamente de que estaba hablando la muchacha, pero se negaba a admitirlo.

    Ella le miró sorprendida.

    — ¿Acaso no sabe…? —Dudó. Parecía desconcertada. Bajó su mirada a los palillos chinos colocados muy cuidadosamente al lado de su plato, dentro de su funda higiénica de papel donde se explicaba, para comensales neófitos, como utilizarlos—. Me refiero a esto. —y los palillos junto con su funda de papel, se desvanecieron de encima de la mesa.

    David contempló largo rato el vacío mantel junto al plato, incrédulo. Luego alzó la vista hacia ella.

    — ¿Quiere decir que… usted también…?

    El camarero se les acercó por tercera vez. Había un aire de preocupación en su rostro.

    — ¿No les gusta nuestra comida? ¿Tienen alguna queja? —el tono de su voz era casi suplicante.

    David alzó la vista hacia él. Tardó unos segundos en integrarse en la situación.

    — Oh, no… la comida es excelente —dijo con excesivo apresuramiento—. Pero nos hemos puesto a hablar de nuestras cosas…

    El camarero se alejó, evidentemente aliviado. David clavó su mirada en la muchacha.

    — Hizo desaparecer los palillos —dijo. Su tono era casi acusador—. ¿Cómo lo hizo?
    — Bueno… igual que mi padre. Y supongo que igual que usted. Aunque supongo que no con tanta eficiencia. —sonrió, alisando el mantel con una mano—. Imagino que el camarero va a pensar que me los he llevado—.sonrió de nuevo.
    — Espere… todo está yendo demasiado aprisa. ¿Usted puede…? —Señaló donde habían estado los palillos, sin terminar la frase.

    La muchacha se alzó levemente de hombros.

    — Sí, por supuesto. Eso sí. Pero es casi todo lo que puedo hacer. No me pida cosas más grandes. Jamás sería capaz de hacer desaparecer al doctor Payot, por ejemplo. O… o a mi padre.

    Por primera vez hacía una admisión concreta respecto a la suerte que había corrido su padre. David captó el temblor en su voz.

    Se inclinó por encima de la mesa.

    — Oiga… me está hablando de cosas que no comprendo. Imagine que soy un párvulo al que le inician en el abecedario. ¿Por qué no me explica un poco lo que son las letras?

    Ella le miró sorprendida.

    — ¿Realmente no sabe… nada?
    — Sólo sé que puedo hacer que las cosas cambien a mi alrededor. Hacerlas aparecer y desaparecer.

    La muchacha agitó negativamente la cabeza.

    — Es mucho más que eso, señor Cobos. Hacer aparecer y desaparecer cosas es un juego de niños. Lo que puede hacer usted realmente es cambiar la realidad. Cambiar la historia. Cambiar el mundo.

    El camarero se les acercó de nuevo. Parecía desesperado.

    — ¿Desean que les traiga el segundo plato? —Sus ojos no podían apartarse de la ensalada y la sopa que aún tenían ante sí.

    David asintió con la cabeza, más que nada para quitárselo de encima. Éste retiró los platos, con aire casi ofendido.

    — Explíquemelo a un nivel un poco más bajo, por favor —dijo David a Isabelle Dorléac, casi suplicando—. Imagine que soy un párvulo algo tonto que acude el primer día a la escuela. No me empiece con ecuaciones de segundo grado.

    La muchacha sonrió.

    — Está bien. Usted tiene el poder. Mi padre también lo tenia, aunque en menor escala. —David no pudo dejar de notar el empleo del tiempo pasado—. Yo también lo tengo, aunque en un grado ínfimo.
    — Muy bien. ¿Qué es ese poder? Isabelle Dorléac se alzó de hombros.
    — No lo sé. Simplemente es algo que existe y que algunas personas poseen. Es posible que los posean muchas más personas de las que lo saben realmente, solo que en ellas permanezca en estado latente, sin asomar al exterior. Mi padre afirmaba —de nuevo el pasado— que el poder, en sus distintos grados, es lo que hace que mucha gente sea calificada por sus semejantes como rara, incluso como enferma. Los hospitales psiquiátricos tienen que estar llenos de poseedores latentes del poder, decía siempre. Es algo que la mayor parte de las veces no se manifiesta por si mismo, sino que necesita un detonador. Ignoro cuál fue el detonador para mi padre. Para mí fue el adiestramiento intensivo al que me sometió mi padre desde niña. Para usted… supongo que fue el desastre de la Pólux II.

    Llegó el camarero con los segundos platos. Hubo una momentánea pausa. El hombre colocó las bandejas sobre la mesa, los platos ante ellos, con la desconfianza de quien duda ya de que vayan a ser consumidos.

    — Mi padre no era muy bueno con el poder —siguió Isabelle Dorléac cuando el camarero se hubo retirado—. Creo que fue por eso por lo que ellos le dejaron tranquilo durante tanto tiempo. Podía hacer trucos, pero no cosas realmente grandes. Pero tenía un espíritu auténticamente investigador. Cuando descubrió que tenía el poder, no se dedicó a utilizarlo, sino a investigarlo. Así descubrió una serie de cosas. Y así también consiguió que lo localizaran al poco tiempo. Pero lo debieron considerar inofensivo, porque lo dejaron tranquilo durante muchos años. Y él se dedicó enteramente al estudio del poder. Tenía la seguridad de que se trataba de algo hereditario. Así que buscó a una mujer con latencias paranormales y se casó con ella, con la esperanza de perpetuar sus habilidades. El resultado fui yo.

    Sonrió. Tomó la bandeja de tallarines tres delicias y se sirvió.

    — Será mejor que comamos algo. No querría ocasionarle un infarto al pobre camarero.

    David se sirvió un poco de ternera con salsa de ostras. Isabelle puso en ambos platos un par de cucharadas de arroz cantones.

    — Mi padre emprendió conmigo una educación selectiva dirigida a despertar todas mis habilidades con el poder. Consiguió hacer aflorar a la superficie mis latencias, si es que las tengo, pero nada más. Cuando fui lo suficientemente mayor como para darme cuenta de las cosas me sentí intrigada por lo que me ocurría, y yo también empecé a estudiar ese extraño poder que había dentro de mí. Ahí empezaron las divergencias con mi padre. Él afirmaba que el poder podía ser desvelado siempre a la superficie mediante un entrenamiento adecuado, mientras que yo estoy convencida de que en muchos casos solamente una experiencia traumática puede hacerlo surgir. Pero quería y respetaba y admiraba demasiado a mi padre como para contradecirle abiertamente, y nuestras discusiones no fueron nunca más allá de la pura teoría de las cosas. Él tenía una idea fija. Sabía que los rasgos principales de la herencia se manifiestan siempre en la segunda generación. Estaba convencido de que yo solamente era un puente, el camino intermedio a algo más grande. De modo que lo único que tenía que hacer era encontrar a alguien que poseyera realmente el poder, como mínimo al mismo nivel que él, a ser posible más. Entonces, ésta persona…, tenía que ser del sexo masculino, por supuesto — sonrió, haciendo un gesto con el tenedor—, y yo debíamos engendrar un hijo… y ese hijo tendría realmente el poder.

    Pinchó un trozo de carne de entre los tallarines, los sostuvo unos instantes ante sus ojos, sin verlo realmente, luego se lo llevó a la boca.

    — Eso le hizo cambiar su línea de actuación. Empezó a investigar a las personas que mostraban indicios de poseer el poder, en busca de alguien al que pudiera emparejar conmigo, utilizando el mismo método que le había hecho a él buscar una mujer con poderes paranormales (entonces aun sabía muy poco de lo que era realmente el poder) con la que casarse. Por el momento pensé que era mejor mantenerme a un nivel pasivo y esperar el desarrollo de las cosas. De hecho, estaba convencida de que mi padre jamás iba a encontrar a nadie que cumpliera con las especificaciones que él mismo había establecido para convertirlo en… — sonrió de nuevo— mi semental.
    — Y entonces aparecí yo —dijo David.

    Asintió con un breve movimiento de cabeza.

    — Mi padre se mostró muy excitado cuando aparecieron las primeras noticias de su rescate y el hecho incongruente de que el desastre de la Pólux II se hubiera producido a cien parsecs de distancia. Supo ver en ello el afloramiento explosivo de un poder latente, y a partir de entonces se dedicó a seguirle el rastro. No sé como lo hizo, raras veces me contaba la forma en que desarrollaba sus investigaciones, solo los resultados, alegando que yo no poseía una mente científica para entenderle. Pero supo de alguna forma que usted acudía a ver al doctor Payot, y decidió abordarle. Aunque también averiguó que ellos iban igualmente tras usted.

    De nuevo aquella palabra. David se estremeció.

    — ¿Quiénes son ellos?

    La muchacha agitó la cabeza, enrollando unos cuantos tallarines en su tenedor.

    — No lo sé. Y creo que mi padre tampoco lo sabía exactamente. Pero existen. Y ellos son quienes controlan el mundo. —Meditó sobre lo que acababa de decir—. No. Mejor dicho: ellos crean el mundo.

    Incongruentemente, aquellas palabras despertaron el apetito de David. Fue consciente del plato de ternera con salsa de ostras que tenía ante él. Un impulso involuntario le hizo tomar los palillos para comer; quizá fuera una reacción instintiva a la desaparición de los palillos de la muchacha.

    De pronto dejó de comer, con los palillos alzados en el aire.

    — Pero esto no me aclara nada —dijo de pronto.
    — ¿Eh? —ella le miró sorprendida.
    — Sigo en la misma oscuridad que antes —señaló David—. Más aún: todo se complica. Hasta ahora creía simplemente que yo era un ejemplar raro, alguien completamente aparte del resto del mundo. Ahora resulta que hay toda una conspiración a mi alrededor.

    Isabelle Dorléac dejó escapar un profundo suspiro.

    — Yo tampoco lo entiendo demasiado —dijo—. Mi padre se limitaba a hablar de ellos, como si fuera algo completamente natural y del dominio público. Decía que ellos sabían de la existencia de todos los que poseían el poder. Pero que nos ignoraban porque éramos débiles. Débiles con el poder, quiero decir. No representamos ninguna amenaza para ellos.
    — ¿Y yo represento una amenaza? —se sorprendió David. La muchacha se alzó ligeramente de hombros.
    — No lo sé —murmuró—. Pero mi padre me dijo que era usted el poder más intenso que hubiera captado nunca. Y cuando me lo dijo parecía asustado.

    Esta vez, la actitud del camarero era casi beligerante cuando se acercó a comprobar sus platos. Se apaciguó un poco al ver que ambos estaban semivacíos. Se alejó sin una palabra.

    — ¿Sabe que puede haberle ocurrido a su padre? —preguntó David.

    La muchacha negó con la cabeza.+

    — No. Pero supongo que lo han hecho desaparecer. Como al doctor Payot. O a tantos otros. Cuando algo o alguien les molesta o no les interesa, simplemente lo eliminan.
    — Y nadie se da cuenta de su desaparición —dijo David, pensando en su infructuosa búsqueda del psiquiatra parapsicólogo.
    — No, nadie. Excepto aquellos que también poseen el poder. Ayer, cuando se fue, mi padre me dio esta nota y me dijo que la conservara conmigo, que no la dejara en ningún lado. No me dijo nada más. Hice lo que me había indicado porque sabía lo que quería darme a entender con guardarla siempre conmigo. Hoy por la mañana la he leído, como supongo que mi padre esperaba que hiciera sin necesidad de decirme nada, porque apenas levantarme he sabido que a mi padre le había ocurrido algo, ellos lo habían hecho desaparecer: toda huella suya se había esfumado del piso; ropas, fotos… todo. Como si no hubiera existido nunca. Así es como lo hacen.

    Así es como lo hago yo, pensó David, recordando la desaparición de las flores de la chimenea del doctor Payot y la negativa de éste de que nunca hubieran estado allí, y tantos y tantos otros casos anteriores que le habían atormentado a lo largo del último año. Solo que él nunca había ensayado con seres vivos. Nunca con personas.

    Hasta la tarde anterior, cuando había visto el aerocoche precipitarse contra él. Se estremeció.

    — ¿Por qué entonces no intentaron hacerme desaparecer a mí también? Les hubiera resultado más fácil que tratar de matarme.

    La muchacha agitó dubitativa la cabeza.

    — No lo sé. Pero supongo que tiene algo que ver con el poder que se posee. Mi padre dijo que usted era fuerte. No se exactamente lo que quería decir con esto, pero pienso que tal vez ellos no pueden hacerle desaparecer. No al menos como los demás. O como mi padre.
    — ¿Por qué no la hicieron desaparecer a usted también?

    Tampoco lo sé. Imagino que solamente actual en casos directos. Hasta ahora yo estaba al margen. Claro que, ahora…

    Una repentina sensación de peligro gravitó sobre los dos. Miraron a su alrededor. El lugar seguía pacíficamente tranquilo.

    — ¿Por qué se ha arriesgado entonces a venir a verme?
    — Se lo debía a mi padre. Durante toda su vida ha estado luchando por desentrañar este asunto… creo que yo debo recoger su antorcha.

    David agitó dubitativo la cabeza. La noche anterior, tendido en la cama, contemplando los arabescos de luz y sombra de la cortina reflejados en el techo, había pensado en que podía hacer al día siguiente. Ahora las cosas habían cambiado radicalmente. Se encontraba abrumado por los acontecimientos. Era demasiado en demasiado poco tiempo.

    — No sé qué decir… estoy confuso. Tengo la impresión de que hay algo que no encaja en todo esto.
    — Yo he necesitado años para hacerme a la idea. No pretenda entenderlo todo en media hora.

    David suspiró. Tomó un trozo de ternera entre sus palillos y lo contemplo fijamente.

    — Sí, creo que tiene razón. Será mejor tomarse las cosas con calma. — Volvió a dejar la comida en el plato. Repentinamente había desaparecido toda su hambre.

    El camarero apareció silencioso a su lado.

    — ¿Desean ya el postre los señores? —en su voz había un tono de reproche.


    4


    Caminaban en silencio, uno al lado de otro, cada cual sumido en sus propios pensamientos. David intentaba racionalizar su situación. Las cosas habían cambiado radicalmente desde que llegara a París. Ahora sabía que su caso no era único o aislado. El poder, aquel poder, fuera lo que fuese, que había en su interior, era detentado por más personas… y esas personas eran tremendamente celosas de su posesión. No querían intrusos. Estaban dispuestos a eliminarlos sin contemplaciones.

    ¿Por qué?

    No lo sabía. Pero de repente sintió un ansia combativa no iba a dejarse atrapar como una rata. Lucharía. Averiguaría todo lo que pudiera sobre el asunto. Si su poder era tan fuerte como decía Isabelle Dorléac, se dijo, podía hacerlo.

    Miró a la muchacha. ¿Y ella?, pensó. ¿Qué iba a hacer ella?

    — ¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó de pronto.

    Ella le devolvió la mirada. También parecía ensimismada.

    — No lo sé —dijo—. Mi padre me pidió únicamente que le comunicara todo lo que supiera. No sé lo que esperaba conseguir con ello, pero ese era su deseo, y lo he hecho. Ahora… —se encogió de hombros—. Supongo que mi utilidad ha terminado.
    — Pero no puede volver a su casa —dijo David. Ella lo miró sorprendida.
    — ¿Por qué no?
    — Bueno… Dice que toda huella de su padre ha desaparecido, ¿no? Y que ellos no habían actuado contra usted hasta ahora porque usted no se había involucrado en el asunto. Pero ahora si lo ha hecho. ¿Vivía alguien más con ustedes?

    La muchacha negó con la cabeza.

    — Entonces no puede volver a su casa. No para quedarse allí sola. —Se dio cuenta de que no era aquello lo que había querido decir.
    — Tengo mi trabajo —protestó ella—. Soy decoradora de interiores. Debo atender a mis clientes.
    — Oh, al diablo los clientes. —Se volvió hacia la muchacha y la sujetó por los hombros—. Escuche, estoy teorizando sobre lo que usted misma dijo, pero creo que estoy en lo cierto. Ellos tienen una forma peculiar de actuar. Me tenían localizado a mí; comprobaron que era peligroso, ignoro por qué motivos, he intentaron matarme físicamente. Hicieron desaparecer al doctor Payot al parecer porque yo entré en contacto con él y le puse al corriente de mi existencia y la de mi poder, pero no lo hicieron hasta después de que yo hubiera abandonado su consulta. Su padre me abordó, y lo hicieron desaparecer también, pero no tampoco hasta que se hubo separado de mí y me aguardaba en el salón de arriba de aquella cafetería.
    — ¿A dónde quiere ir a parar con esto?
    — Creo que la conclusión es lógica: no puede usted marcharse, si no quiere correr el riesgo de que la hagan desaparecer también. Ha entrado en contacto conmigo, me ha contado cosas. Es un peligro.
    — No comprendo…
    — Mire. Si ellos, sean quienes sean, intentan impedir que yo siga adelante en este asunto, querrán eliminar a todos aquellos que representen algún peligro, por marginal que sea. El recepcionista del hotel puede haberme proporcionado algunos nombres y direcciones, pero imagino que se halla por debajo del umbral de lo que ellos consideran peligroso: supongo que está a salvo. El doctor Payot podía psicoanalizarme y sacar a la superficie cosas ocultas de mi interior: fue eliminado. Su padre podía contarme lo mismo que me ha contado usted, y tal vez más: fue eliminado. Usted ha seguido sus huellas: en consecuencia, tampoco está segura.

    Notó el leve estremecimiento de temor de los hombros de la muchacha, bajo sus manos.

    — Entiendo.
    — Solamente es una hipótesis, tal vez no tenga ningún fundamento real, pero así es como veo las cosas: Ninguna de las personas que ha sido eliminada por estar en contacto conmigo lo ha sido mientras estaba conmigo, sino luego. Puede que el motivo sea práctico: no ponerme sobre la pista de lo que ocurre emprendiendo acciones demasiado directas. Pero también es posible que, de alguna manera, la proximidad a mi persona les impida actuar sobre sus objetivos. No lo considero una idea excesivamente descabellada, si mi poder es tan fuerte como indicó su padre, sea lo que sea lo que quiso decir con esto.

    Hizo una pausa. Ella no dijo nada. David prosiguió:

    — Así pues, después de todo lo que usted me ha dicho, no puedo dejarla marchar. Sería correr el riesgo de condenarla a una muerte cierta. No quiero decir con esto que se halle más segura a mi lado, pero ciertamente no estará menos segura que lejos de mí. Con lo cual ya habremos conseguido algo.

    Ella asintió con la cabeza.

    — Entonces, estudiemos todas las posibilidades —prosiguió él—. Primera hipótesis: ignoramos si ellos pueden localizarme en cualquier momento, me halle donde me halle, o simplemente averiguaron dónde me alojaba y me rastrearon desde allí, pero ante la ignorancia seamos optimistas. Supongamos que no saben dónde localizarme ahora. Si volvemos al hotel les daremos de nuevo mi rastro. En consecuencia, el hotel queda descartado.

    Miró a Isabelle Dorléac.

    — Segunda hipótesis: seamos pesimistas, y supongamos que nos tienen localizados en este preciso instante. Pueden volver a intentar matarme, pero parece ser que no pueden hacerla desaparecer a usted mientras permanezca cerca de mí, como tampoco pueden hacerme desaparecer a mí. En consecuencia, no es prudente que nos separemos ni un momento. Al menos ahora.
    — De acuerdo. Pero, ¿qué hacemos?
    — No lo sé. En estos momentos no puedo pensar con claridad: la tensión me impide razonar. Necesitaría reflexionar detenidamente sobre el asunto. Lo mejor será buscar algún lugar tranquilo y discreto donde podamos pensar con calma y trazar un plan de acción.
    — Mi apartamento —dijo Isabelle. David la miró sorprendido.
    — ¿Eh?
    — Creo que es el mejor sitio. Como ha dicho muy bien usted, es probable que puedan localizarle en cualquier momento y lugar. Si es así, nos encontrarán vayamos donde vayamos, de modo que ¿para qué preocuparnos?

    »Pero si no es así, debemos actuar con precaución. Es arriesgado ir a algún hotel: lo primero que harán será indagar en todos los hoteles, y pueden encontrarnos sin demasiadas dificultades: piense que los registros hoteleros están informatizados en un centro de control común, y lo único que necesitan hacer es comprobar quienes se han inscrito en el día de hoy y dónde. Tampoco podemos alquilar un apartamento porque el registro inmobiliario está igualmente informatizado y centralizado. No olvide que nos hallamos en la era del control: cualquier paso que demos quedará registrado en algún lugar.

    David hundió los hombros, desanimado.

    — Lo sé. Pero ir a su apartamento es peligroso también. Si sabían de su padre también sabrán de usted, sobre todo teniendo en cuenta que posee igualmente el poder, aunque según usted dice sea a un nivel muy pequeño. El primer sitio donde buscarán será su apartamento.

    Ella se echó a reír.

    — Oh, al decir mi apartamento no me refería al lugar donde vivía con mi padre. ¿Sabe?, mi padre y yo teníamos una casita en las afueras de París, en Roissy, cerca del antiguo aeropuerto que cerraron. Pero mi trabajo me obliga muchas veces a quedarme varios días consecutivos en París, de modo que hace tiempo alquilé un apartamento en el nuevo Boul. St. Mich., donde tengo mi estudio de decoración. En realidad lo utilizo muy poco, de modo que casi nadie sabe de él, excepto algunos íntimos. No tiene las comodidades de una vivienda, pero servirá. Y es muy probable que pasemos desapercibidos en él. Si podemos pasar desapercibidos en algún lugar.

    David dudó unos instantes, luego acabó asintiendo con la cabeza.

    — Está bien. Esta utilizando usted esa lógica propia de las mujeres que nunca he acabado de comprender, pero puede que tenga razón. Y tampoco tenemos demasiadas otras alternativas. Vamos a su apartamento.

    El apartamento no dejaba nada que desear. Era, ante todo, el apartamento de una diseñadora. Acondicionado con un gusto exquisito, en tonos pasteles, con alguna nota de color cuidadosamente dispuesta aquí y allá. El edificio, en mitad del remodelado Boulevard Saint Michel, cerca de los reconstruidos jardines de Luxemburgo, era uno de los pocos que había podido salvarse tras la inundación sin tener que ser derribado, aunque había sido sometido a una profunda restauración. Pese a su fachada de corte antiguo, el interior había sido reacondicionado de forma moderna. Su antigüedad quedaba delatada únicamente por la altura de sus techos y la anchura y altura de sus puertas y lo espacioso de sus habitaciones. Los amplios ventanales daban a un bullicioso bulevar que había vuelto a convertirse en el centro de la vida estudiantil parisina. Desde el tercer piso donde se hallaba situado, la vida exterior llegaba como un suave zumbido de fondo que era en cierto modo relajante. Después de las tensiones de los dos últimos días, David se sintió bien allí.

    Isabelle Dorléac recogió el correo (hacía cinco días que no iba al apartamento) encendió las luces, revisó apresuradamente las cartas y las dejó sobre una mesita auxiliar.

    — Póngase cómodo —dijo—. Voy a preparar algo de beber.

    David examinó el apartamento. Era el clásico estudio a medio camino entre la vivienda y el lugar de trabajo. La entrada daba directamente a un salón, con una mesita baja, unos sofás de apariencia cómoda, algunas sillas junto a las paredes, una mesa de comedor plegable adosada a la pared entre las dos ventanas, un mueble por elementos a un lado. Observó que el número de sillas era desproporcionado a la aparente funcionalidad del salón; luego vio que junto a la entrada, en un paño de pared completamente despejado, había una pantalla enrollable adosada al techo. Diametralmente opuesta a ella había un equipo de video con magnificador de imagen, un proyector y un reproductor de diapositivas. Evidentemente las sillas eran para convertir la habitación en una pequeña sala de proyecciones siempre que fuera necesario, una vez retirados a un lado la mesita y los sofás.

    Isabelle se dio cuenta de su examen.

    — Suelo trabajar mucho con videos, filmaciones y diapositivas —dijo mientras entraba en una habitación al fondo a la derecha, que vio era una cocina—. Generalmente saco transparencias de mis bocetos y películas o videos de mis realizaciones, y cuando me reúno con mis clientes les paso una selección de todo lo que considero más afín a lo que quieren; siempre es más fácil discutir ideas y cambios sobre una pantalla en la pared que sobre el papel, sobre todo si mis clientes son más de dos. Es algo que ahorra bastante tiempo y palabras.

    Junto a la cocina había otra puerta y a la izquierda, en la pared contigua, otras dos. Supuso que la contigua a la cocina debía ser el cuarto de baño. Las otras dos debían ser el cuarto de trabajo y un dormitorio.

    La muchacha salió de la cocina con una bandeja con dos vasos, una cubitera llena, una jarra de agua helada a juzgar por la condensación que cubría el cristal, un platito con rodajas de limón. Lo depositó todo sobre la mesita baja y se dirigió hacia lo que evidentemente era el mueble bar dentro del mueble por elementos.

    — ¿Qué quiere tomar?

    Se alzó de hombros. En realidad no le apetecía nada. Recordó la tarde anterior en el bar. Aún no había llegado a identificar la bebida que le habían servido, pero había hecho su efecto.

    — Yo voy a tomar un whisky con agua —dijo ella—. ¿Le apetece lo mismo?
    — Solo con hielo —respondió David. Nunca había sido partidario de aguar más de la cuenta el alcohol.

    La muchacha sirvió las bebidas. Mientras trajinaba con la botella, los vasos, la jarra y los cubitos de hielo, siguió hablando:

    — La puerta de la derecha, junto a la cocina, es el cuarto de baño; si lo necesita está a su disposición. La puerta del extremo, en la otra pared, es el estudio: allí es donde suelo trabajar. Tengo mi mesa de diseño, mi biblioteca, mi videoteca y mi archivo de imágenes. La puerta intermedia es el dormitorio.

    Le entregó un vaso tintineante de cubitos de hielo.

    — Generalmente vivo en Roissy, pero a veces tengo que quedarme a trabajar hasta tarde, y entonces duermo aquí. O a veces tengo que asistir a algún acto social, y no me apetece volver a Roissy a las tres de la madrugada. Y —sonrió—, jamás me he atrevido a casa a un amigo para pasar la noche con él, aunque sé que mi padre no hubiera dicho nada. —Una breve nube cruzó su rostro al mencionar a su padre.

    Aquello les devolvió a la realidad. David contempló el líquido ambarino de su vaso con sus transparentes icebergs, sin saber que decir.

    Isabelle fue a sentarse a su lado.

    — Seguimos metidos en un maldito problema —dijo, y su rostro era brutalmente sincero—. Esta mañana, cuando vi que todo lo relativo a mi padre había desaparecido de la casa y leí su nota y comprendí lo que le había ocurrido, no supe ver exactamente la magnitud del asunto. Tan solo me di cuenta de que él ya no estaba allí, y que aquello era para siempre: mi padre había desaparecido definitivamente de este mundo, junto con todo lo relacionado con su existencia.

    Aquello hizo pensar a David en lo que parecía una incongruencia. Alzó la cabeza.

    — Pero la nota estaba allí —observó—. No había desaparecido. Ella asintió con la cabeza.
    — Eso es algo que me explicó mi padre hace tiempo. Cuando alguien o algo desaparece, todo lo relacionado con él desaparece también, o cambia en consecuencia. Excepto lo que está próximo o se halla relacionado con alguien que también posee el poder. Esto, en cierto modo, es lo que me ha hecho aceptar su hipótesis de que el doctor Payot y mi padre desaparecieron cuando estaban lejos de usted porque su proximidad a usted les protegía, y de que a usted intentaron matarle físicamente porque no podían hacerle desaparecer del otro modo. Por supuesto, eso permite suponer que no podrían hacer desaparecer tampoco a mi padre, pero el poder de mi padre, aunque mayor que el mío, era también pequeño, y eso probablemente les permitió dominarle. Lo que me hace aceptar que también pueden hacerme desaparecer a mí, si no estoy bajo el área de influencia, o protección, o como quiera llamarle, de usted.

    »Pero lo que si no pueden hacer es borrar a nuestros ojos las huellas de los cambios. Cuando hice desaparecer los palillos del restaurante chino, seguí sabiendo que los palillos habían estado allí, y lo mismo le ocurrió a usted, aunque sin duda el camarero pensaría que se había olvidado de ponerlos. Del mismo modo, cuando mi padre desapareció, y con él todas las pruebas de su existencia, y sus recuerdos entre amigos, familiares y conocidos, yo seguí recordando pese a todo que si había existido. Es más, yo seguí existiendo.

    David la miró desconcertado.

    — Intentaré explicárselo, aunque yo tampoco lo comprendo muy bien — prosiguió Isabelle—. Cuando alguien desaparece, es como si de repente no hubiera existido nunca. Si está casado, su esposa se descubre soltera, o casada con otro hombre; si tiene hijos, estos desaparecen también, como un eco de su desaparición, o se descubren distintos e hijos de otro hombre, sin recordar nada de su anterior padre ni de su existencia.

    »Pero esto no ocurre con quienes poseen el poder, aunque sea en grado ínfimo, como yo. De modo que en estos casos se produce una incongruencia…, una paradoja. Yo estoy aquí, he nacido, sé quién es mi padre…, pero mi padre no ha existido nunca. Ignoro qué aspecto tendrá ahora mi nueva realidad. Mi madre murió hace cinco años. Puede que descubra que de repente soy hija de madre soltera, o que mi padre murió mucho antes que mi madre, o está vivo y nos abandonó hace tiempo, o que no me llamo Dorléac sino Petit o Savigny o cualquier otro apellido, aunque siga conservando mis antiguos documentos si los llevaba conmigo en el momento en que mi padre desapareció. —Esbozó una ligera sonrisa—

    —Pienso que, si no tuviéramos cosas más importantes de que ocuparnos en estos momentos, sería interesante investigarlo.

    Hizo una pausa, lo suficiente para volver a llenarse su vaso. David tenía el suyo casi intacto.

    — Del mismo modo —prosiguió—, todo lo relacionado con la persona o cosa desaparecida que se halle en las inmediaciones de alguien con el poder no desaparece. Mi padre lo sabía. En sus investigaciones sobre la naturaleza y características del poder hizo algunos experimentos con una gran variedad de objetos, y llegó a la conclusión de que él poseía a su alrededor un aura (así la llamó) que alcanzaba casi los tres metros, mientras que la mía era de poco más de un metro. En consecuencia, sabiéndolo, me entregó la nota ayer al mediodía, sabiendo que, aunque a él le ocurriera algo, no desaparecería si yo la conservaba junto a mí, y que yo la leería hoy apenas despertarme si descubría que él y todo lo suyo habían desaparecido.

    David asintió lentamente con la cabeza. Intentaba comprender, pero algo se le escapaba todavía.

    — Cuando volví a la Tierra —dijo de pronto—, descubrí que las constelaciones del cielo habían cambiado respecto a como las conocía antes. Pero nadie las consideraba distintas de cómo habían sido durante toda su vida, e incluso los libros de astronomía las muestran como están ahora. Sin embargo —su voz tenía un intenso tono de testarudez—, yo las conocí distintas.

    Isabelle le miró sorprendida.

    — No estoy muy versada en astronomía, pero no he notado nada raro en el cielo. Espere.

    Se levantó y se dirigió a la puerta de su estudio. La vio buscar algo en una estantería llena de libros; a un lado se veía una gran mesa de dibujo y un taburete alto, con una lámpara flexible gravitando encima como un ave de presa. La muchacha regresó con un libro de respetables dimensiones.

    — Es un libro de astronomía con un atlas del cielo —indicó. Se sentó de nuevo al lado de David y lo abrió. Lo hojeó hasta encontrar lo que buscaba. Se lo mostró—. Éste es el cielo boreal. Aquí… —señaló— está la osa mayor, y medio encerrada en ella la osa menor. Siempre las he conocido así.

    David negó con la cabeza.

    — Están deformadas. Todas las constelaciones están deformadas respecto a como las conocí de toda mi vida. Lo he estado investigando. Es como…, es como si todo el cielo se hubiera desplazado cien parsecs con respecto a Argos, la distancia a la que me hallaba yo cuando estalló la Pólux II. O mejor dicho… —dudó en continuar—, como si hubiera sido todo el sistema solar el que se hubiera desplazado esa enorme distancia, arrastrando a la Tierra con él. Se miraron unos instantes. La muchacha palideció ligeramente.
    — Para mí, el cielo siempre ha sido así —murmuró—. Con poder o sin poder. Hubo un largo y denso silencio. Isabelle cerró el libro con lentitud.

    Prepararon unos bocadillos para cenar. Mientras comían, vieron las noticias de la televisión. Todavía se hablaba del accidente del día anterior en la avenida del Président Clémart. El balance definitivo era de dieciséis muertos y cuarenta y dos heridos, ocho de ellos muy graves. De los muertos, catorce eran ocupantes de aerocoches y dos peatones. Todos los heridos eran peatones.

    Se desconocían las causas exactas del accidente. Todo el mundo se mostraba de acuerdo en afirmar que «un loco venido nadie sabe de donde se lanzó en picado contra los peatones y, en el último momento, viró bruscamente hacia la izquierda, metiéndose de nuevo perpendicularmente en la zona reservada a los vehículos y estrellándose contra los otros aerocoches que iban correctamente por sus respectivas bandas de circulación». Fueron entrevistados un par de testigos presenciales de los hechos. Todavía se ignoraba la identidad de tres de las víctimas. Siguió la lista de las identificadas. Instintivamente, Isabelle conectó el video y grabó la relación de nombres: quizá pudieran obtener algo de ellos. Uno tenía que ser el causante de lo ocurrido.

    Aunque podía tratarse de uno de los tres no identificados todavía. Cabía preguntarse si el causante de todo era realmente consciente de lo que hacía cuando se lanzó contra David Cobos, o había sido un mero instrumento ciego guiado por unas manos desconocidas o incluso si era alguien real, o simplemente una creación destinada a cumplir un objetivo determinado y luego desaparecer.

    Por el momento era imposible contestar a ninguna de aquellas preguntas.

    Tras las noticias empezó una película rancia. Isabelle probó los demás canales, sin hallar nada interesante en ninguno de ellos. Desconectó el aparato.

    — Bien —dijo—. Seguimos estando en el mismo callejón sin salida de al principio. ¿Qué hacemos ahora?

    David tampoco sabía qué podían hacer. La única solución posible parecía ser aguardar a que ellos ensayaran un nuevo movimiento. Pero eso era peligroso

    Agitó la cabeza.

    — Lo único que tenemos es su padre —dijo. Ella lo miró interrogativamente.
    — No creo que esto no sirva de mucho. Ya le he dicho que todo lo relativo a mi padre desapareció con él, salvo la nota y mis recuerdos. ¿Qué podemos buscar?
    — No lo sé —admitió David—. ¿No llegaron nunca a establecer contacto con alguien más que tuviera…el poder?

    Isabelle negó con la cabeza.

    — No creo que haya tantos poseedores del poder en el mundo como para que nos vayamos tropezando por las esquinas —dijo—. Nunca me lo comentó de modo que no creo que jamás llegara a contactar directamente con nadie. Sabía de la existencia de ellos como algo difuso, una entidad amorfa de la que me hablaba a veces, pero cuya naturaleza exacta no parecía conocer.
    — Pero a su padre, usted misma no ha dejado de repetírmelo, era un hombre de mentalidad científica: investigador, cuidadoso, alguien a quien no se le escapaban los detalles. Tal vez supiera más de lo que le dijo, y no quisiera comunicárselo para no preocuparla más de la cuenta o para no exponerla a peligros innecesarios. No sé. Pero lo imagino como alguien capaz de llevar una especie de diario, un libro de anotaciones o algo parecido donde ir elaborando un compendio de todo lo que sabe o ha conseguido averiguar del asunto que según usted misma ha dicho más le preocupara. Y si temía la actuación de ellos sobre su persona, como lo refleja la nota que le dejó, lo más probable es que tomara medidas para que este cuaderno, diario o lo que sea no desapareciera con él. Parece lógico, al menos.

    Ella meditó unos instantes.

    — Sí, parece lógico. Pero no se si lo hizo, o como pudo hacerlo. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?
    — No. Pero creo que deberíamos empezar por ahí. Quizá fuera conveniente echarle un vistazo al lugar donde vivían.
    — Puede ser peligroso.
    — Lo sé. Pero cualquier cosa que hagamos puede ser peligrosa. Y la verdad, no me atrae demasiado la idea de meterme en un agujero y tapar la entrada para que no me vean.
    — Tiene razón. Mañana iremos a echar un vistazo a Roissy.

    Al apagar la televisión, Isabelle había puesto una suave música ambiental en una cadena de sonido oculta en algún lugar de la habitación. Era una música relajante, con ligeras connotaciones hindúes. David miró su reloj. Eran pasadas las nueve.

    — Sí, creo que será mejor dejarlo para mañana. —Aquello le hizo pensar que él no era más que un invitado allí. Miró a su alrededor. Ninguno de los sofás de la sala tenía aspecto de ser un sofá cama, y no parecían muy cómodos para dormir. Vaciló—. ¿Dónde puedo dormir?

    Ella le sonrió.

    — En el dormitorio, por supuesto. Conmigo. Usted mismo dijo que no debíamos separarnos demasiado el uno del otro, al menos por el momento. Además —su sonrisa se hizo más amplia—, después de la tensión, un poco de sexo bien empleado es lo más relajante que existe en el mundo. Y no se olvide que mi padre tenía un proyecto muy preciso para mí. Ahora que sé que tiene usted realmente el poder, ¿Cree que le voy a dejar escapar?

    Se levantó, antes de que él pudiera reaccionar, le tomó de la mano y tiró. David la siguió dócilmente hacia el dormitorio.

    Era una enorme cama de agua, cuadrada, encajada en un marco tapizado de terciopelo rojo. Moverse en ella era como agitarse en el mar o bracear en una semiingravidez. El techo era un gran espejo de una sola pieza, probablemente plástico o metal tratado, donde se reflejaba la cama, su marco rojo, la moqueta también roja y las paredes empapeladas en dorado y negro. No había ningún otro mueble en la habitación, excepto una pequeña repisa clavada en la pared junto a la cabecera que hacía las veces de mesilla de noche, una pantalla de televisión en un ángulo, a media altura, y los altavoces ocultos del equipo de sonido. A un lado había una puerta que debía conducir directamente al cuarto de baño.

    Además de poseer el poder y ser (suponía) una buena decoradora, Isabelle Dorléac demostró ser una experta en materia de sexo. Cabía suponer que por aquella habitación había pasado más de un «amigo». David, que nunca había tenido demasiado contacto con mujeres, se sintió al principio cohibido, luego se dejó llevar. Ella le desnudó y le empujó a la ducha, y cuando se dio cuenta estaban los dos bajo el chorro de agua templada, y ella le frotó la espalda y otras partes de su anatomía, riendo, y él le correspondió, y todas sus preocupaciones quedaron momentáneamente olvidadas.

    Luego, en la cama ella le hizo una exhibición de todas sus habilidades, que eran muchas más de las que él creía que pudiera llegar a poseer nunca una mujer, y se sintió arrastrar hacia cúspides jamás alcanzadas.

    Y de pronto, cuando estaba llegando a la última de esas cúspides, todo se hizo oscuridad a su alrededor.


    5


    Dios mío, ¿Qué es esto? —oyó susurrar una voz en su oído. Notó el aliento de Isabelle Dorléac junto a su mejilla, el calor de su cuerpo desnudo apretándose contra él.

    Miró a su alrededor. La oscuridad era absoluta. Bajo sus cuerpos, el suave bamboleo de la cama de agua había desaparecido.

    Flotaban en la nada.

    — No te muevas —susurró, jadeante. La apretó con fuerza contra sí. El calor del cuerpo de la muchacha era algo tangible. Le proporcionó seguridad.

    Había algo… como un sonido. Lejano y retumbante. Y una luz rojiza muy en la distancia, que parecía estar acercándose rápidamente.

    Y, de pronto, el infierno estalló a su alrededor.

    Estaban en una ciudad en ruinas. Junto a ellos, una pared medio derruida osciló por unos instantes y acabó de derrumbarse, alzando una tremenda nube de polvo. El suelo estaba lleno de cascotes, hierros retorcidos… y cadáveres. Un hedor espantoso flotaba en el aire.

    — Dios mío —murmuró de nuevo Isabelle, en un jadeo casi inaudible—. Dios mío.

    Estaban desnudos, agazapados tras lo que quedaba de otra pared, no más de un metro de altura. Como una tétrica burla, el desgarrado papel dorado y negro que la recubría por un lado parecía querer señalarles que era lo único que quedaba de la habitación donde se hallaban unos momentos antes. Tras ellos había un sucio charco de humedad. ¿Los restos de la cama de agua?, pensó David.

    Entonces lo vieron.

    Era un monstruo mecánico de gigantescas proporciones. Un arma infernal. Avanzaba sobre dos enormes orugas, chirriando y resonando, tan aterrador como la bestia del Apocalipsis. En la parte superior de su enorme caparazón había una torreta que giraba inquisitivamente hacia todos lados, como buscando. Un sol rojizo, como de sangre, colgado en el brumoso cielo, se reflejaba en su ominosa superficie metálica.

    Parecía estar buscándoles.

    — Tenemos que irnos de aquí —susurró David, agazapándose más tras la semiderruida pared—. Antes de que nos vea.
    — ¿Dónde? —la voz de Isabelle era también un susurro.

    David no lo sabía. No sabía nada de lo que pasaba a su alrededor, pero se daba cuenta de que debían correr si querían salvar sus vidas.

    En aquel momento, en algún lugar, se inició una feroz descarga de artillería. Las explosiones parecieron oscurecer aun más el tenebroso cielo. La enorme máquina apocalíptica que tenían delante pareció volverse frenética.

    — Vamos —dijo David—. A cualquier lado, pero lejos de aquí.

    Echó a correr, semiagazapado, procurando mantenerse oculto de la bestia de metal, sin soltar la mano de la muchacha. En aquel momento el artefacto de guerra pareció localizarles; su torreta giró hacia ellos con gran rapidez, y de un orificio en su parte frontal surgió un delgado rayo verdoso. Un enorme paño de pared se desmoronó tras ellos. Isabelle lanzó un grito de terror.

    Siguieron corriendo. El fuego de artillería estaba ante ellos; David se desvió hacia la izquierda. No se atrevía a mirar atrás. Notaba como los cascotes que llenaban el suelo se clavaban dolorosamente en sus pies. Isabelle tropezó y cayó. Gritó de dolor. Cuando se levantó de nuevo, había sangre en la parte inferior de su pecho izquierdo.

    David maldijo en voz alta. La enorme máquina había girado sobre sus orugas y se había lanzado en su persecución. Derribaba muros y aplastaba cascotes a su paso como si fueran de papel, chirriando y zumbando demoníacamente. Avanzaba mucho más aprisa que ellos, pronto los alcanzaría. Era preciso hacer algo, y rápido. ¿Pero qué?

    — ¡Alto! ¿Quién hay ahí?

    David se arrojó bruscamente al suelo, arrastrando consigo a la muchacha. Ante ellos había aparecido una figura de pesadilla. Era un soldado, evidentemente…, pero como jamás había visto ninguno. Iba completamente enfundado en una armadura metálica de color gris oscuro, mate, lo que podría llamarse un color camuflaje, llena de pertrechos que colgaban por todas partes. Bajo el enorme casco, dotado de antenas y detectores y aparatos de naturaleza y finalidad desconocidas y un poderoso foco, ahora apagado, su rostro quedaba oculto y protegido por unas grandes lentes, indudablemente de amplificación, y una rejilla metálica oscura que cubría su boca y nariz, sin duda un dispositivo antigases. Llevaba en las manos un enorme fusil de extraño diseño, que apuntaba hacia ellos.

    La enorme máquina que los seguía reaccionó instantáneamente a la nueva presencia. Sus orugas chirriaron mientras variaba ligeramente de dirección. El soldado la vio también, alzó su fusil y disparó rápidamente. Aquella no debía ser la primera vez que se enfrentaba a aquellos monstruos mecánicos, porque apuntó directamente al orificio en el centro de su torreta superior. Hubo un fuerte destello, y la enorme masa se tambaleo. La torreta giró alocadamente a uno y otro lado. David comprendió que el soldado había acertado en su cañón láser. Pero este percance no pareció intimidar a la máquina de guerra. Sus orugas chirriaron alocadamente, alzando una nube de polvo, cascotes y quizá restos de huesos humanos, y la enorme mole se lanzó hacia adelante a una velocidad inaudita. El soldado comprendió la intención de su oponente y se echó con celeridad a un lado, pero no fue lo suficientemente rápido. Se oyó un agónico grito, bruscamente cortado cuando la gran masa le alcanzó, le derribó y le paso por encima. Se detuvo unos metros más allá y giró en redondo, con gran chirrido de orugas. Estaba buscándoles de nuevo a ellos.

    David vio una abertura a su izquierda que se adentraba directamente en el suelo. No sabía lo que era ni dónde conducía, pero ofrecía protección. Tiró de la aterrorizada Isabelle.

    — ¡Vamos, por aquí! —urgió.

    La gran máquina avanzaba ya de nuevo hacia ellos. Descendieron unas escaleras medio rotas. Parecía una antigua boca de metro, llena de detritus. Llagaron a un vestíbulo en penumbra, siguieron bajando más escaleras. El andén inferior estaba casi a oscuras. Retrocedieron unos pasos. El hedor era insoportable.

    El suelo estaba lleno de cadáveres.

    David sintió una arcada. Dio media vuelta y sujetó a la muchacha, obligándola a enterrar el rostro contra su pecho. Permaneció unos instantes inmóvil, escuchando. Allá arriba seguía oyéndose el fragor lejano de la artillería, y un sonido mucho más próximo, el monstruo mecánico buscándoles en la superficie. Toda aquello era una pesadilla, se dijo. Tenía que ser una pesadilla.

    Sintió que algo se agitaba junto a sus pies. Se estremeció. Unos dientes pequeñitos y muy afilados se clavaron ferozmente en su talón. Isabelle lanzó un agudo chillido.

    ¡Ratas!

    Echó a correr de nuevo escaleras arriba, tirando de la muchacha tras él. Era preferible lo que les estaba aguardando en la superficie que aquel horror de ahí abajo. Salieron de nuevo a la rojiza luz del exterior.

    Allí estaba la máquina de guerra, como aguardándoles. Su torreta giró en una respuesta automática. Cabía suponer que su láser había sido inutilizado por el disparo del soldado, pero ignoraban si aquella era su única arma. Tampoco quería averiguarlo. Tenían que salir de allí. Como fuera, pero tenían que hacerlo.

    Pensó en su poder. Ignoraba como debía emplearlo, pero no importaba tampoco. Aquello era una emergencia. En sus experimentos, antes de acudir al doctor Payot, había comprobado que le bastaba la fuerza de su voluntad para trasladarse de un lado a otro, en distancias pequeñas. ¿Funcionaría también a este nivel, teniendo en cuenta que no tenía la menor idea de donde se encontraba? Bien, con probar no se perdía nada.

    Cerró los ojos. Deseó con todas sus fuerzas regresar al apartamento de Isabelle, a la cama de agua, a la confortable habitación de paredes empapeladas en dorado y negro, sí aún existía. Deseó ir a cualquier lugar fuera de aquel infierno.

    Sintió un vértigo repentino. Pareció como si un torbellino los arrastrara. Giraron y giraron. A su alrededor se produjo de nuevo la oscuridad. El fragor fue sustituido por un silencio aún más ominoso. Un silencio tan completo como solo puede conseguirse en una cámara sorda, capaz de absorber hasta los menores ruidos que uno mismo produzca. ¿O había un lejano zumbido en algún lugar? Quiso decir algo, pero su voz murió en su boca. Isabelle apretaba frenéticamente su mano, como un niño perdido, solo y aterrorizado.

    Tenían que volver, se dijo. Al lugar de donde habían partido antes de iniciarse aquella pesadilla. O a cualquier otro no importaba como con tal de alejarse de aquella profunda y absoluta oscuridad. Por unos momentos deseó incluso regresar en medio de las ruinas. Se apresuró alejar aquel pensamiento de su cabeza.

    Seguían girando. Sintió un vahído. Tenia que dominarse. No podía perder el control ahora. No con Isabelle a su lado, que le estaba clavando desesperadamente sus uñas en la palma de la mano.

    Se concentró hasta el punto que la cabeza pareció querer estallarle. Los ojos le dolían en su intento de ver algo. ¿Era una luz aquello que parecía reflejarse allí al fondo? ¿Una luz azulada… la luz de la Tierra?

    Algo los arrebató como un vendaval. Se sintió girar más y más a prisa, arrastrado por una fuerza incontenible. Gritó, un grito silencioso. Perdió el dominio de si mismo. Pero no soltó la mano de Isabelle.

    El frescor bajo su espalda desnuda fue un lenitivo. La alta hierba cosquillaba sus costados. Se sintió agradecido por aquella sensación.

    — David, ¿Qué ha ocurrido?

    Se alzó sobre un codo. Isabelle, a su lado, miraba desconcertada a su alrededor.

    — No lo sé ni me importa —murmuró—. Pero nos hemos salido.

    Estaba demasiado desconcertado por todo lo ocurrido en los últimos momentos como para pensar. Necesitaba relajarse, aunque solo fuera unos instantes. Aquel parecía el lugar más apropiado.

    Estaba hermosa Isabelle, pensó, allí desnuda a su lado. Incluso con el arañazo y la sangre seca en su pecho izquierdo. Notó el asomo de una erección. Tras la tensión del peligro, en la relajación subsiguiente, le dijo con socarronería un rincón oculto de su mente, el impulso sexual se antepone a menudo al impulso de supervivencia. Se apoyó sobre ambos codos, miró al cielo y se echó a reír.

    Isabelle le miró sorprendida, luego notó también su erección y le acompañó en su risa. Lo cabalgó, apretándose fuertemente contra sus caderas, y se inclinó sobre él para besarle. David la abrazó, sintiendo el reconfortante calor del cuerpo de la muchacha contra el suyo, el roce de sus pezones contra su pecho. Notó el cosquilleo de la cadenita de oro que llevaba al cuello la muchacha, y de la que colgaba una pequeña llave, también de oro. Un curioso amuleto, pensó. Vio las frondas por entre su cabello y más allá retazos de cielo azul. Ella empezó a moverse rítmicamente sobre su cuerpo. La erección se hizo más intensa. Sobre ellos, el cielo estaba cambiando de color.

    Quiso ignorarlo. Se abrazó más fuertemente a Isabelle, que empezó a besarle en el cuello, junto a la oreja, más y más apasionadamente, como si estuviera descargando sobre él toda su tensión emocional.

    El cielo había adquirido una tonalidad rojiza.

    La fantasmagórica realidad que les rodeaba fue abriéndose paso lentamente en su conciencia. ¿Qué les estaba sucediendo? ¿Dónde se hallaban, que significaba todo aquello? Lentamente, su erección se hizo humo.

    Isabelle alzó sorprendida la cabeza.

    — ¿Qué ocurre?

    David no respondió. El color del cielo era ahora ominoso. Se dio cuenta de que las frondas habían desaparecido. Miró a su alrededor. Ya no se hallaban en un claro de un apacible bosque, sino en una pradera cubierta por una reseca y rala hierba. Se dio cuenta de que los afilados y recios tallos se clavaban dolorosamente en su espalda, pinchando su carne.

    A lo lejos había el lindero de un denso bosque, y al fondo, más allá, unas altas montañas. Todo el paisaje tenía un lúgubre color rojo carmesí, reflejo del color dominante en el cielo. David pensó en un volcán en erupción, aunque no se veía ninguna columna de humo por ninguna parte.

    Isabelle se apartó de él, dándose cuenta también del ominoso cambio en el paisaje. Miró a su alrededor.

    — ¿Qué nos está ocurriendo, David? Creo que sí importa.

    Importaba, por supuesto. Se puso en pie, y la muchacha le imitó. De pronto ambos fueron conscientes de una leve vibración en el suelo.

    — ¿Qué es esto? —había un asomo de temor en la voz de Isabelle.
    — No lo sé. —volvió a mirar a su alrededor. Al otro lado del lindero del bosque había una serie de colinas bajas, y una nube de polvo que se movía.

    Miró más fijamente. Aquella nube de polvo…, despertaba un eco lejano en su mente. De repente, algo hizo clic.

    — Dios mío —musitó—. ¡Es una estampida!

    Isabelle le miró desconcertada, pero no había tiempo que perder. David tomó su mano y echó a correr, tirando de ella. Tuvo una breve visión de las ruinas de la ciudad, como si la imagen no quisiera abandonar su retina; algo parecía querer sorberles hacia allá. Pero fue algo pasajero: ahora corrían por una pradera herbosa, y aunque las hierbas se clavaban en sus pies desnudos el terreno les permitía una mayor velocidad. La vibración del suelo bajo ellos era más intensa ahora.

    — ¡Tenemos que llegar al bosque! —exclamó—, ¡los árboles los detendrán! Detendrán, ¿a quiénes?, restalló burlonamente una sinapsis en su cerebro.

    Ignoraba que tipo de animales eran los que avanzaban hacia ellos, ni siquiera si eran animales. Pero eso era secundario; lo importante era escapar. No tenía intención de ser pisoteado por una estampida de lo que fuera.

    Pero el lindero parecía hallarse infernalmente lejos, miró hacia atrás, sin dejar de correr. ¿A qué velocidad avanzaba la nube de polvo? ¿Iban a tener tiempo de alcanzar el límite del bosque? No lo sabía. Aceleró inconscientemente la marcha, forzando la carrera de Isabelle, que jadeaba a sus talones, intentando mantener su ritmo. Él también jadeaba. Pero debían seguir: les iba en ello la vida.

    Esta vez fue él quien tropezó y cayó. Pudo ser una piedra o una desigualdad del terreno, no importaba. Sintió un dolor lacerante en el pie derecho, vio el suelo ascender con violencia contra su rostro. Adelantó las manos para protegerse, soltando a Isabelle, al tiempo que se inclinaba de costado para amortiguar en lo posible el golpe de frente. Pero ya había arrastrado consigo a la muchacha.

    Rodaron juntos en confuso montón. Quiso ponerse de nuevo en pie, pero la pierna derecha no le sostuvo. Lanzó una exclamación de dolor. La muchacha se estaba levantando a su lado.

    — ¿Qué te ocurre?

    Hizo un esfuerzo por dominar las intolerables pulsaciones que recorrían toda su pierna.

    — Creo que me he roto el pie. O quizá no esté roto, no lo sé. Pero me duele.

    Miró hacia la nube de polvo. Ahora estaba mucho más cerca. En ella se divisaban ya algunos puntos negros que oscilaban, arriba y abajo, arriba y abajo.

    — Debemos seguir —dijo Isabelle, angustiada. Negó con la cabeza.
    — No puedo. —Había un asomo de desesperación en su voz.
    — Entonces usa el poder.

    Lo dijo casi sin pensar, como la única solución viable. Pero fue como un trallazo. David alzó la vista hacia ella. La angustia en su rostro era patética. Tragó saliva.

    — No sé cómo.
    — Ya lo has hecho otras veces. Y ha funcionado. Lo hiciste cuando tu nave estalló y te dejó perdido en el espacio, y estoy segura de que lo hiciste de nuevo cuando salimos de ese metro, entre las ruinas. Puedes volver a hacerlo.
    — Lo único que hice en ambos casos fue desear salirme de allí. Además, en las ruinas no conseguí nada: fuimos atrapados por un torbellino. Y siempre fue en circunstancias límite.
    — ¿Y ésta no lo es?

    David miró a la cada vez más próxima nube de polvo. Ahora ya se divisaban claramente las cabezas. Tragó saliva.

    — Siempre lo hice de forma inconsciente. No sé cómo… cómo arrancar. El rostro de Isabelle tenía todo el patetismo de la desesperación.
    — Yo no puedo hacerlo. Así que tienes que ser tú. ¡Y pronto! David miró la estampida. Se puso a temblar.

    ¿Cómo había sido cuando vio el aerocoche lanzarse directamente contra él? Intentó recordar y desmenuzar sus pensamientos. Era… era…

    Se concentró. Tenía que hacerlo. Era su única posibilidad. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo.

    Deseó que aquella estampida no existiera. Lo deseó con todas sus fuerzas. La nube de polvo desapareció.

    El silencio que siguió casi le hizo daño en los oídos. Isabelle se dejó caer en el suelo, a su lado. Su suspiro fue como si hubiera permanecido toda una eternidad reteniendo la respiración.

    — Sabía que lo conseguirías —dijo.

    David contempló el limpio horizonte hasta las colinas.

    — Yo no —confesó.

    Su pie se estaba hinchando por momentos. La palpó, dio un respingo de dolor. Sus plantas estaban laceradas y sangrantes, como las de Isabelle. Y aquel bulto en el empeine era inconfundible. No se atrevió a tocarlo directamente. Sabía que el dolor sería insoportable, y él nunca había resistido el dolor.

    — ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Isabelle. Su voz era casi un lamento.

    ¿Qué podemos hacer?, pensó él. Estaba completamente abrumado por los últimos acontecimientos. Se daba cuenta de que todo aquello había sido obra de ellos. Los tenían localizados, después de todo. ¿Significaba aquello que los habían hecho desaparecer? ¿Los habían extirpado definitivamente de la realidad de la Tierra? ¿Era esto lo que ocurría cuando eliminaban a alguien del mundo de sus semejantes? ¿Los lanzaban a un extraño universo, lejos en el tiempo o en el espacio, y los abandonaban allí, como quien abandona algo inútil?

    Pero no los habían abandonado. No al menos enteramente. Allá en las ruinas, cuando él había intentado salirse y volver a la Tierra, habían sido atrapados por un torbellino que los había arrastrado hasta este nuevo mundo. Y este propio lugar había ido transformándose desde que llegaron a él. La estampida había sido una creación posterior. Una creación. Sopesó la palabra. Ellos seguían manteniendo un cierto control, se dijo. Los observaban.

    ¿Se estarían divirtiendo con sus aflicciones?

    Miró a su alrededor, con los dientes encajados, buscando algún indicio que le permitiera detectar que ellos estaban allí. Pero un ominoso silencio se había extendido sobre toda la llanura. No presagiaba nada bueno.

    Lo importante, ahora, era irse de allí.

    ¿Cómo?

    Con el poder, naturalmente. Tenía que haber alguna forma.

    Miró su pie, más y más hinchado por momentos. No iba a poder dar ni un paso. Y estaba seguro de que no tardaría en presentárseles algún otro peligro. Ellos no eran de los que cejaran.

    El poder… Dudó. Jamás había pensado en experimentar el poder sobre su propia persona más allá de las breves traslaciones experimentales a distancias cortas. Pero si funcionaba sobre el mundo exterior, ¿por qué no debía funcionar sobre sí mismo? Miró atentamente su pie y se concentró. El dolor disminuyó y la hinchazón fue cediendo. En menos de un minuto parecía como si no le hubiera ocurrido nada.

    Se sintió exultante. Se levantó, apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el pie. Perfecto.

    — Tenemos que irnos ya de aquí —dijo Isabelle. Parecía cada vez más nerviosa, no dejaba de mirar a su alrededor—. Estamos demasiado al descubierto.

    David también había pensado lo mismo entre las ruinas, y por eso había escogido aquella boca de metro. Se estremeció.

    — Espera un segundo —dijo. Estaban sus pies lacerados. Se concentró de nuevo. Luego miró el pecho izquierdo de la muchacha, las gotitas de sangre ya seca, la carne magullada. Las vio hacerse lentamente como transparentes, desaparecer. La carne adquirió de nuevo su tono rosado. Adelantó una mano y, muy suavemente, acarició el pecho de la muchacha.

    Isabelle sonrió.

    — No es tiempo para romanticismos —dijo, aunque no había reproche en sus palabras—. Vamos.
    — No, espera —dijo él. Aun no había terminado. Se sentía eufórico por sus progresos. Si ellos nos están mirando, pensó, no van a seguir viéndonos indefensos y desvalidos. No les daremos este placer.

    Se vistió y vistió a Isabelle con un traje de resistente tela, pantalones, camisa y chaqueta, recias botas, cinto con machete, pistola y cuchillo, un sombrero de ala ancha y un fusil de repetición de largo alcance colgado del hombro. Con todo aquel arsenal se sintió más seguro.

    — Ahora sí podemos irnos —dijo—. Aunque —sonrió— me gustabas más antes. —Las ropas de la muchacha le venían un tanto holgadas. Aun necesitaba afinar su talento.

    Echaron a andar hacia el bosque. Era la dirección más lógica. Mientras caminaban, David no dejó de meditar en lo ocurrido. Cada vez tenía la convicción más intensa de que, si habían sido arrebatados de la Tierra, de algún modo tenían que ser capaces de volver. Lo único que necesitaba era descubrir cómo.

    Tal vez bastara con algo intuitivo, como las otras veces. Tan solo un deseo intenso…, la necesidad urgente de regresar.

    Habían llegado al lindero del bosque. Sobre ellos, el cielo se había ido oscureciendo, y su color rojo carmesí había adquirido tonalidad violeta. El bosque parecía casi impenetrable en su densidad. David dudó.

    — Espera —dijo a Isabelle—. No sé qué va a pasar, pero voy a intentarlo.

    No necesitó decirle a la muchacha qué era lo que pretendía intentar. La atrajo hacia sí, la abrazó fuertemente: no quería perderla ni dejarla atrás, pasase lo que pasase. Clavó la vista en los troncos de los árboles, por fijarla en algún sitio, y se concentró. Debían regresar a su refugio, pensó intensamente. La habitación de paredes doradas y negras, el espejo en el techo, la moqueta roja, la cama de agua… pensó en todo ello, casi con furia.

    Todo empezó a oscilar a su alrededor, como una imagen proyectada sobre una sabana agitada por el viento. El bosque se difuminaba…, lo estaba logrando. Se esforzó más, concentrándose en su idea fija: la habitación, el papel, el espejo, la cama de agua… Algo parecía querer estallar en su cabeza. Se dio cuenta, de pronto, de que había alguien luchando contra él. Incrementó su concentración. Todo lo que les rodeaba se oscureció y se sumergió en unas sombras inconcretas que, esta vez, no eran una oscuridad total. Isabelle jadeaba ansiosamente apretada contra su pecho. Forzó al máximo su poder de voluntad.

    Isabelle lanzó un penetrante grito.

    David supo inmediatamente del peligro a sus espaldas, antes incluso de verlo. Soltó a la muchacha y se volvió en redondo, echando mano del fusil.

    Inmediatamente comprendió que el fusil, cualquier fusil, resultaba completamente inútil contra aquello. Era algo indescriptible. Quizá se tratase de un animal, pero estaba tan alejado de todo lo que el hombre ha podido llegar a soñar alguna vez, incluso en sus sueños más febriles y en sus leyendas más exaltadas, que no había palabras para definirlo. Era sinuoso, aunque no exactamente agusanado, y en ningún momento hacía pensar tampoco en serpientes. Su cuerpo era largo y cilíndrico, pero al mismo tiempo recio y grueso, y todo él era cara. O mejor dicho, tenía un incontable número de caras, a juzgar por la enorme cantidad de ojos que miraban hipnóticamente, y por la enorme cantidad de bocas que se abrían y cerraban por todo su cuerpo, como ansiosas de morder, sorber, tragar, succionar… Todo el conjuro producía un ruido entre chasqueante y gorgoteante que ponía los pelos de punta. No tenía patas, al menos no se le veían por ninguna parte, y rodaba constantemente sobre sí mismo en todas direcciones, en una agitación febril. Su largo era el de un tren de mercancías y su diámetro el de un edificio de dos plantas, y se agitaba sin cesar, revolcándose sobre sí mismo, en un frenesí febril. Su piel era correosa y elástica a la vez, de un color verde sucio, y rezumante, tal vez por los jugos emitidos por sus innumerables bocas, que dejaban un rastro baboso en el suelo, o quizá por la exudación de todos sus poros. Y evidentemente, con tantos ojos a su disposición, les había visto.

    El entorno en que se movía aquel monstruo también era de pesadilla. David se dio cuenta, con un rincón de su mente, de que había cambiado nuevamente de mundo de pesadilla. Un cielo gris plomizo, casi pizarra, gravitaba muy bajo sobre sus cabezas. El paisaje a su alrededor era un yermo roquedal, una sucesión de terrazas de esquistos salpicadas de enormes peñascos que se alzaban en una aparentemente interminable sucesión, como si quisieran alcanzar el bajo cielo. Ni un árbol, ni el menor asomo de vegetación. ¿Cómo podía subsistir una forma de vida como aquella en medio de esa desolación? Tal vez su metabolismo estuviera basado directamente en las sustancias minerales. Tal vez devorase peñascos. Pero ahora parecía mucho más interesado en ellos que en las rocas. ¿Un siempre bienvenido cambio en su dieta?

    El monstruo rodó y se agitó y culebreó y pareció anudarse y desanudarse mientras avanzaba hacia ellos. David lamentó, al proporcionarse los trajes, no haber pensado en una bazuca en vez de un rifle. Pero ahora ya era demasiado tarde para quejas. El monstruo exudaba un olor azufroso que hablaba ciertamente de rocas trituradas, engullidas y digeridas por extraños jugos gástricos. David se plantó frente a la avanzante forma, sintiendo las uñas de Isabelle clavarse histéricamente en su espalda a través de la gruesa tela. Era inútil huir; la única solución era plantarse de cara e intentar usar directamente el poder contra él. Se concentró.

    El monstruo se retorció violentamente, agitó su masa en todas direcciones y golpeó el suelo una y otra vez con todo su cuerpo, como si se sintiera respaldado por otra fuerza que le impelía a seguir adelante. La vibración bajo sus pies estuvo a punto de hacer caer a David, pero se mantuvo firme, concentrándose, deseando con todas sus fuerzas la desaparición para siempre del monstruo. El animal pareció disminuir ligeramente de tamaño; sus innumerables bocas se abrieron enormemente, como boqueando. Todos sus ojos estaban fijos en él. David forzó su voluntad hasta el punto de sentir vértigo, pero siguió, y siguió. El monstruo era un frenesí de agitación, pero no se acercaba a más de cinco metros de ellos, como si una barrera invisible le contuviera. Pareció disminuir algo más de tamaño, mientras el repugnante rezumar de su cuerpo formaba un charco en el suelo a su alrededor y sus exhalaciones alcanzaban una intensidad capaz de hacer perder los sentidos. Isabelle gimió quedamente a espaldas de David, como al límite de sus fuerzas. David reunió toda la voluntad de que fue capaz y la lanzó hacia delante, en un asalto final. El monstruo lanzó un agudo chillido, casi ultrasónico, el primer sonido que emitía, y David tuvo la impresión de que sus tímpanos se rasgaban. Se agitó una vez más en un espasmo de agonía, saltando hasta un par de metros de altura, y de repente pareció licuarse, deshacerse en una lluvia ácida que cayó como un breve chaparrón contra el suelo, dejando como único vestigio una breve exhalación vaporosa junto a las rocas y un atroz hedor imposible de describir. El silencio y la calma se adueñaron de nuevo del paisaje.

    David se dejó caer al suelo jadeante. Aquello había sido más de lo que nunca sería capaz de soportar. Miró a Isabelle: la muchacha tenía los ojos extraviados, la boca entreabierta, la respiración agitada: estaba al borde del colapso. La atrajo hacia sí.

    — Ya ha pasado todo —murmuró—. Tranquila. Ya ha pasado todo. Pero no había pasado todo.

    David fue consciente de la ligera vibración del suelo. Era algo apenas perceptible, pero que iba aumentando poco a poco de intensidad. Por unos instantes pensó en la proximidad de un terremoto: era lo único que les faltaba para redondear el cuadro. Tomó a Isabelle de la mano y se levantó. Miró a su alrededor.

    El cielo era más plomizo que nunca, y tan bajo que parecía como si quisiera aplastarles contra las rocas. No se veía ninguna actividad por ninguna parte. Pero la vibración se estaba convirtiendo en un retumbar que se acercaba por momentos. El suelo oscilaba visiblemente. Los peñascos se agitaban, y un par de ellos empezaron a rodar.

    — David, tenemos que irnos de aquí —jadeó urgentemente Isabelle. No hubo tiempo. De pronto, el suelo estalló a todo su alrededor.

    Estalló impulsado por fuerzas internas. Entró en erupción como si de pronto un millar de volcanes hubieran cobrado vida a su alrededor, abriendo sus bocas y lanzando al cielo surtidores de roca. Y de pronto David comprendió lo que estaba ocurriendo. ¡Un número incalculable de monstruos como el que había logrado vencer habían estado abriéndose camino por debajo del suelo, y ahora emergían simultáneamente a la superficie, rodeándoles!

    El espectáculo era tan horripilante que rozaba la fascinación. Multitud de serpenteantes cuerpos llenos de ojos y bocas se agitaron en torno a ellos, liberados de su prisión de tierra, y empezaron a mirar, boquear, rezumar y expeler su acre olor. Y, como movidos por una única voluntad, empezaron a avanzar al unísono hacia ellos, desde todas las direcciones.

    Aquello era ya demasiado. Isabelle gritó, un grito agudo y penetrante que atravesó de parte a parte el cerebro de David. La atrajo hacia sí, en un inútil intento de protección, mientras contemplaba la avanzante horda que les cercaba. Tras el terrible esfuerzo que había necesitado para liberarse del primer monstruo, sabía que nunca sería capaz de vencer a toda aquella multitud.

    Si no puedes derrotar al enemigo, huye de él, dijo una vocecita en su cerebro.

    ¿Huir? ¿Estaban rodeados? ¿Por dónde? El poder.

    Huir a otro lugar, escapar de aquella trampa mortal, ir a otro mundo, otro universo si era necesario. Quien ha podido recorrer treinta billones de kilómetros en una fracción de segundo puede hacer algo tan sencillo como esto. Su vida se halla de nuevo en un peligro tan grande como aquella otra vez. Y si además hay otra vida en peligro junto a la suya.

    Los monstruos estaban ya a cinco metros de ellos, estrechando el círculo, empujándose unos a otros en su retorcido cabriolar, y esta vez no parecía haber ninguna pantalla invisible que los contuviera. Isabelle se había convertido en un peso inerte en sus brazos. Se concentró. Se concentró como nunca hasta entonces lo había hecho, hasta casi la obnubilación. Los monstruos se retorcieron y gimieron ante la presa que se les escapaba. Desaparecieron.

    La oscuridad y el vértigo y la sensación de estar girando en medio de una nada infinita empezaban a serle ya familiares. Tuvo la impresión de que iba a perder los sentidos, y se esforzó en mantenerse consciente. Parara lo que pasase, tenía que seguir en plena posesión de sus facultades. Isabelle ya no era un peso muerto entre sus brazos, la ingravidez la hacía etérea, casi inexistente. Pero el calor de su cuerpo junto al suyo era lo único real en aquella existencia oscura y tétrica y girante. La habitación, pensó desesperadamente. El papel dorado y negro, el espejo en el techo, la moqueta roja. La cama de agua. Se centró en aquellos pensamientos como un ancla, como el único asidero que le quedaba. Se convirtieron en algo tan dolorosamente vívido en su mente que le hizo daño.

    No hubo transición. Sintió de pronto que volvía a adquirir peso, se descubrió reposando sobre algo blando y agitante. No hubo sensación de caída. Isabelle estaba aún entre sus brazos, de nuevo un peso inerte. Pero irradiando el mismo calor de siempre cuerpo a cuerpo. Y ya no había oscuridad.

    Se descubrió contemplándose a sí mismo en el gran espejo que ocupaba todo el techo. Descubrió también que sujetaba a la muchacha casi convulsivamente. Una luz suave, roja y dorada, iluminaba la habitación. La tan querida habitación.

    Todo ha sido un sueño, pensó. Una absurda pesadilla.

    Pero seguía mirando a su propia imagen en el espejo del techo, abrazado a Isabelle, y ninguno de los dos estaba desnudo, y el rifle en bandolera se clavaba en su espalda, el machete en la funda del cinto de Isabelle se clavaba en su ingle, y las recias botas eran pesadas e incongruentes tendidos en una cama de agua.

    Soltó a la muchacha, que seguía inconsciente. Se levantó y estudió la habitación. Nada parecía haber cambiado en ella. Aquello era tranquilizador. ¿Había vuelto realmente al mismo sitio y al mismo tiempo de donde habían sido arrebatados? Esperaba que sí.

    Se quitó el fusil, el cinto con las armas, las botas. Luego se inclinó sobre Isabelle e hizo lo mismo con ella. Se tendió a su lado en la cama, boca arriba, y volvió a contemplar su reflejo en el espejo del techo. Parecían ridículos, vestidos con ropas de explorador. Permaneció unos instantes inmóvil, pensando. Luego volvió a levantarse y se desnudó, lenta y cuidadosamente. Por un momento se dijo que estaba haciendo el estúpido: bastaría con desearlo para que sus ropas desaparecieran del mismo modo que habían aparecido. Pero era diferente, reconoció. El montón de ropas allí en el suelo constituía un elemento de anclaje, eran la prueba de que todo lo ocurrido no había sido una imaginación pesadillesca. Cuando terminó de desnudarse hizo lo mismo con Isabelle, suave y delicadamente, extrayendo todo el placer de la operación. Al final de su tarea se dio cuenta de que tenía una erección tremenda. La reacción tras el peligro, se dijo divertido. Dejó las ropas de la muchacha junto a las suyas y volvió a tenderse en la cama. Isabelle seguía inconsciente, pero ahora parecía más bien dormida. La atrajo hacia sí, en un abrazo tierno, suave y relajante. Y permaneció así, con la cabeza de ella reposando ligeramente sobre su hombro y el calor y el contacto del cuerpo femenino reconfortantemente real a su lado, mientras contemplaba sus dos imágenes reflejadas en el techo y aquello le daba por primera vez desde que se había vuelto a ver en aquella habitación, el convencimiento que necesitaba de que realmente todo había pasado.

    No debo dormirme, pensó, ante el temor de que si lo hacía aquello pudiera desencadenar de nuevo la pesadilla. Pero la tensión, el agotamiento y la erección que se empeñaba en no ceder eran demasiado para luchar contra ellos. Se esforzó, intentando mantener su mente ocupada, y no tardó en darse cuenta de que estaba librando una batalla perdida. Se resignó. Isabelle, muy apretada contra él, roncaba ahora suavemente. ¿Qué podía ocurrirles ya después de todo lo que habían pasado? Se dejó deslizar sin luchar en el tan necesitado descanso, y pocos minutos después estaba profundamente dormido.


    6


    Isabelle fue la primera en despertar. El sol entraba en ángulo por la ventana que daba al Boul. St. Mich. Y se reflejaba en la pared del fondo, reproduciendo a rombos la cuadricula de los cristales. Las contracortinas estaban medio echadas, por lo que la luz era tamizada. No sabía qué hora era, nunca se le había ocurrido cometer la indelicadeza de incluir un reloj en la decoración del dormitorio, pero calculó que sería aproximadamente mediodía.

    Miró a David, que dormía profundamente a su lado, boca arriba, la boca ligeramente entreabierta, el ceño un poco fruncido como si en su sueño estuviera pensando intensamente en algo. Observó que estaba desnudo, luego que ella también. Aquello le hizo sospechar por un instante que todo lo ocurrido había sido una pesadilla. Pero entonces vio las ropas amontonadas en el suelo, del lado de David: las botas, los cinturones y los fusiles y supo que todo había sido real. Tremendamente real.

    Durante largo rato contempló a David, sin moverse, sin despertarle. El rostro del hombre era anguloso, un tanto tosco, con las cejas muy pobladas y juntas, revelando que nunca se había depilado el entrecejo como hacían todos los hombres de la época para seguir la moda, llegando incluso a depilarse también las cejas hasta dejarse solamente una línea fina que parecía trazada a lápiz. Pero el espacio tenía sus propias reglas estéticas. Su nariz tal vez fuera un poco demasiado grande, aunque no bulbosa, y no desentonaba con su barbilla firme y ligeramente hendida. Sus ojos, ahora cerrados eran de un azul profundo, y junto con su pelo castaño oscuro ligeramente rizado revelaban otras ascendencias aparte la española. Era de constitución recia, y viéndolo allí tendido, desnudo y relajado, sin un gramo de grasa superfluo, se dio cuenta de que aquello era lo que la había atraído hacia él desde el primer momento, cuando lo vio acercarse a ella en el salón del hotel: era tan distinto a los jóvenes de hoy, tan delgados y de rasgos tan finos que parecían afeminados. Su reciedumbre hablaba de una cierta brutalidad, un claro instinto animal, pero también de una sinceridad casi infantil y una franqueza que no solía encontrarse en la sofisticada pero cerrada en sí misma sociedad de hoy. Antes de que se iniciara la pesadilla, mientras hacían el amor, había demostrado su preocupación por ella y por su placer antes que por el suyo propio, cosa que había hallado en muy pocos hombres. Pensó en los planes acariciados por su padre, y sonrió ligeramente: sí, no le importaría que fuera el padre de sus hijos…, si alguna vez se decidía a tener alguno. Sonrió de nuevo.

    David seguía profundamente dormido. Debía estar agotado. No quería despertarle. La tensión y el esfuerzo habían sido demasiados, necesitaba recuperarse un poco, solo era cuestión de un poco de tiempo.

    Los sonidos de la calle le llegaban tan ahogados que eran casi imperceptibles. Alargó una mano hacia la repisa al lado de la cabecera y accionó un mando. Una música muy suave flotó en la habitación. Relajante, como correspondía. Volvió a mirar al hombre, cuya distendida expresión era tranquilizadora. Su mano se posó suavemente sobre el pecho masculino, acariciando el fino vello y descendiendo hasta el ombligo. Se detuvo allí, indecisa de seguir más abajo.

    David abrió los ojos.

    — Hola.

    Isabelle sonrió.

    — Hola.

    Él alzó una mano, la pasó alrededor del cuello de ella y la atrajo hacia sí. Su beso fue suave, casi delicado. Dejó que ella alzara un poco la cabeza, pero no la soltó.

    — Lo pasamos difícil, ¿eh? —su sonrisa era la de alguien que ha superado una prueba difícil y la recuerda con un estremecimiento pero también con un cierto orgullo.
    — Ya lo creo —admitió ella—. Pensé que nos habían ganado.
    — Nunca —y en el tono de su voz había una petulancia que estaba muy lejos de sentir.

    Ella apoyó de nuevo la mano en el pecho de él.

    — ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó. La sonrisa de David se hizo lobuna.
    — Se lo que me gustaría hacer. Pero reconozco que por el momento hay otras cosas más importantes. —la atrajo de nuevo y le dio otro beso—. No quiero darles demasiadas oportunidades de hacernos de nuevo lo que nos hicieron.
    — ¿Crees que pueden volver a intentarlo?
    — Nadie sabe. Han demostrado que pueden localizarnos en cualquier momento, de modo que es inútil intentar ocultarnos. Hablamos de ir a tu casa y ver lo que podíamos descubrir respecto a tu padre. Creo que ahora es el mejor momento.

    Isabelle miró hacia la ventana.

    — Sí, creo que tienes razón. ¿Pero no crees que antes deberíamos comer algo? Aunque solo sea para reponer fuerzas. Si debo encontrarme de nuevo con el monstruo del millón de bocas, me gustaría hacerlo con el estómago lleno. Al menos así podré vomitar.

    David se echó a reír.

    — De acuerdo.

    Se bañaron, juntos en la estrecha bañera, restregándose jabón el uno al otro, y David sintió deseos de volver a la cama de agua, pero el mismo había dicho que había otras cosas más importantes que hacer. Isabelle tenía ropa en el apartamento, pero él tuvo que ponerse la misma que llevaba el día anterior, de modo que se dijo que iba a tener que comprarse ropa nueva o volver al hotel a recoger su equipaje: ahora ya no importaba delatarse o no. Aquel pensamiento le hizo sonreír para si mismo: inconscientemente había dado por sentado el trasladar su base de operaciones del hotel al apartamento de Isabelle. Ciertamente, cualquier lugar es mejor que una habitación de hotel, pero ¿estaría ella de acuerdo? Bien, se lo preguntaría…, cuando tuviera ocasión.

    Salieron. David estaba en alerta constante, dispuesto a repeler cualquier indicio de ataque, fuera de la clase que fuera: no creía que ellos se dieran tan fácilmente por vencidos. Entraron en un restaurante cercano y pidieron el plato nacional francés: steak avec frites para los dos; una cerveza para él, agua mineral para ella. Eran las dos y media de la tarde. El camarero les miró con un cierto reproche, luego miró su reloj de pulsera.

    — Perdone, pero estamos en nuestra luna de miel —dijo David. Y se echó a reír. La muchacha le coreó.

    Comieron con apetito: no hay nada mejor para vaciar del todo los estómagos que enfrentarse a un gran peligro. Luego David pidió un café bien cargado («non à la française»), e Isabelle un té. Media hora más tarde salían del restaurante.

    Isabelle tenía su aerocoche estacionado cerca del apartamento, en una pequeña calle lateral. David dudó unos instantes en tomarlo, pero pensó que, si iban a ser víctimas de algún nuevo ataque, igual se produciría si viajaban en su propio coche, en un taxi o en algún otro transporte público. Así que tanto daba arriesgarse de una forma que de otra. Mientras ella conducía, pensó, él podía estar atento a cualquier posible peligro.

    Tomaron el vehículo y se dirigieron a Roissy. David iba pendiente del tráfico, no demasiado intenso, en busca de algún kamikaze o cualquier otro fenómeno sospechoso. No parecía ver nada anormal. Todo estaba tranquilo a su alrededor. Demasiado tranquilo.

    — ¿Crees que volverán a intentarlo? —preguntó de pronto Isabelle.
    — ¿El qué? —David, pendiente de cualquier signo sospechoso a su alrededor, fue tomado por sorpresa.
    — Lo que hicieron… esta noche pasada. —No quería mencionarlo más explícitamente, y tampoco sabía cómo hacerlo—. ¿Piensas que pueden intentarlo de nuevo?
    — No el mismo truco, supongo. Ahora estamos prevenidos. Pero pueden probar con cualquier otra cosa. —Dudó unos momentos—. Imagino que las posibilidades son infinitas.

    Isabelle se estremeció ligeramente.

    — ¿Cómo crees que lo consiguieron?
    — Bueno, supongo que nos pillaron desprevenidos —dijo David—. Si no, no se explica por qué no lo hicieron antes, o no han vuelto a hacerlo después.
    — Pero luego te dormiste.
    — Sí. Pero tal vez el sueño no sea ninguna ventaja para ellos. No sé.

    No quería hablar de aquello. Ella lo comprendió y guardó silencio. Siguió conduciendo.

    Llegaron a Roissy. El pueblo se había salvado de la gran inundación, y su vetustez típica francesa contrastaba enormemente con la nueva planta de casi todos los edificios de París. El aeropuerto cercano al pueblo había sido abandonado hacía tiempo, y la extensión de sus pistas se había convertido en un gran parque, a cuyo alrededor se fue extendiendo el núcleo urbano cuando, tras la gran inundación, mucha gente decidió abandonar su residencia en la capital e instalarse en las afueras. Marcel Dorléac había sido uno de ellos. Su vivienda era una casa de dos plantas, sencilla pero agradable, con un pequeño jardincillo a su alrededor, en el lindero del parque del antiguo aeropuerto Charles de Gaulle. Isabelle hizo posarse el aerocoche ante la puerta, y antes de bajar examinó atentamente el edificio.

    — No parece que haya nada anormal —señaló.

    David bajó del vehículo por el otro lado y contempló también la casa.

    — No podemos ir por el mundo recelando de todo —gruñó, sin pensar que él había hecho todo el camino hasta allí tenso y atento a cualquier indicio sospechoso que se produjera a su alrededor—. Vamos.

    Entraron en la casa. En el vestíbulo, David miró en torno.

    — ¿Por dónde empezamos? —dijo. Isabelle se alzó de hombros.
    — Por donde quieras. La verdad es que no creo que vayamos a encontrar nada que nos pueda ser útil.

    Dos horas más tarde David tuvo que darle la razón.

    La casa poseía una ligera aura femenina muy parecida a la del apartamento del Boulevard Saint Michel. Pero David no hizo ningún comentario al respecto. Si alguna vez había poseído una personalidad más acorde con su padre esta debía haber desaparecido con él, de modo que era inútil intentar buscarlo. A medida que iban recorriendo las habitaciones, ella las iba identificando. Un salón en el primer piso había sido el cuarto de trabajo de Marcel Dorléac. Su dormitorio seguía siendo un dormitorio, pero sin el menor toque personal, como si se tratara de una habitación prevista para invitados. La maquinilla de afeitar y todos los demás complementos exclusivamente masculinos habían desaparecido del cuarto de baño. Por supuesto, no había ninguna foto suya. E incluso, señaló Isabelle, su colección de pipas del comedor había cedido el sitio a una colección de recuerdos de viaje al extranjero de Isabelle, viajes que ésta había hecho realmente, pero de los que nunca se le había ocurrido coleccionar ningún souvenir.

    — Sean quienes sean ellos, se toman muchas molestias con los detalles —murmuró

    David.

    — Siempre —afirmó Isabelle—. Mi padre decía que se trataba de algo automático. No sé exactamente el alcance que quería darle a esa expresión, pero le concedía mucha importancia. Lo consideraba algo fundamental.

    David había pensado también mucho en aquello, pero ante la imposibilidad de hallarle ninguna explicación racional había terminado dejándolo momentáneamente de lado. Había cosas más prácticas en que pensar.

    — Tu padre debía tener cuentas bancarias —dijo de pronto. Tal vez alguna caja de seguridad. Títulos de propiedad. Acciones, bonos o cosas parecidas. Su registro civil. Su partida de nacimiento, la de matrimonio. Su cartilla del servicio militar. ¿Has comprobado algo de eso?

    Isabelle negó con la cabeza.

    — No tuve tiempo. Apenas vi que había desaparecido junto con todo lo que se relacionaba con él y leí la nota, fui en tu busca.
    — Sí, claro. —David consultó su reloj—. Ya es demasiado tarde para acudir a los bancos, y los organismos públicos atienden al público solamente hasta el mediodía. Tendremos que dejarlo para mañana.
    — ¿Crees que vale la pena intentarlo? Estoy convencida de que habrá desaparecido todo.

    David se alzó de hombros.

    — Hay que probar cualquier posibilidad. Piensa que tu padre es el único nexo de unión que puede llevarnos hasta ellos, si es que alguna vez llegó a descubrir quiénes eran. Si no hallamos nada, estamos completamente perdidos. Y no estoy dispuesto a esperar que golpeen de nuevo, si puedo impedirlo de alguna forma.
    — Sí, tienes razón. Pero me siento bastante escéptica sobre los resultados. ¿Sabes?, han sido muchos años conviviendo con mi padre y con lo que era su obsesión. Supongo que esto me da una perspectiva distinta a la tuya. Y pienso que si, en tantos años, mi padre no llegó a averiguar nada digno de comunicármelo, ¿cómo podemos nosotros descubrirlo en tan poco tiempo?
    — Bueno, pienso que ellos nunca persiguieron a tu padre hasta anteayer. En cambio, parece que a nosotros no quieren dejarnos tranquilos. Esto marca una diferencia.

    Isabelle asintió con la cabeza.

    — Sí, eso es cierto. Y quizá mi padre supiera más de lo que se atrevió a decirme, en su intento de protegerme. Está bien, agotaremos todas las posibilidades. Es lo único que podemos hacer.

    De modo que no se dieron por vencidos, y examinaron de nuevo toda la casa, hasta los últimos rincones. Obtuvieron tan poco resultado como la primera vez. Cuando terminaron ya había oscurecido.

    — Será mejor que cenemos algo —dijo Isabelle, dirigiéndose a la cocina. David la siguió. La muchacha abrió la nevera en busca de algo para cenar, luego el congelador. Tras examinar lo que había sacó tres cajas idénticas.
    — Quiche lorraine —dijo—. Friorizada y preparada para comer. El plato preferido de mi padre. No son perfectos después de todo.
    — Una comida no es nunca algo personal, a menos que sea realmente exótica —observó David—. A mi también me gusta. ¿Por qué no la comemos para cenar? Será como un homenaje a su memoria.

    Isabelle asintió sin decir nada. Mientras abría dos de las cajas y metía su contenido en el microondas, David preparó los platos, los vasos y los cubiertos. Diez minutos más tarde estaban sentados en el comedor, cenando. Ya habían dado las noticias de la noche, por lo que no valía la pena poner la televisión. De todos modos, era poco probable que dieran algo de interés para ellos.

    Al llegar a la casa habían hallado en el buzón el periódico del día anterior, que la muchacha no había recogido por la mañana al irse, y el de éste. David los examinó. Hablaban del accidente, pero no decían nada que no supieran ya. Recortó la lista de víctimas y la guardó en el bolsillo; tal vez les fuera de alguna utilidad.

    Después de meter los platos en el lavavajillas y guardarlo todo, Isabelle apagó las luces de la planta baja de la casa.

    — Será mejor que nos vayamos a dormir ya, si mañana queremos hacer todo lo que hemos previsto. Los bancos abren a las nueve.

    Le tendió la mano. David siguió al piso superior. La muchacha abrió la puerta de su dormitorio.

    — Solo hay una cama —dijo David—. Y es individual. Isabelle sonrió.
    — ¿No has dormido nunca en la estrechez? ¿O prefieres dormir en la habitación de… invitados?

    David negó con la cabeza. Entraron en la habitación.

    La noche transcurrió sin novedad. David, sin embargo, durmió poco e intranquilo. De tanto en tanto se despertaba sobresaltado, con la impresión de hallarse de nuevo sumido en la oscuridad y el vértigo; entonces, la pequeña lamparita que Isabelle había dejado encendida, la estrechez de la cama y el cálido contacto del cuerpo de la muchacha junto al suyo lo tranquilizaban. Isabelle tampoco debió dormir mucho ni bien, pues no dejó de agitarse, y más de una vez fue ella quien lo despertó con alguno de sus movimientos.

    Se levantó a las seis, incapaz de seguir más tiempo en la cama. Llenó la bañera con agua muy caliente y se metió dentro, y sintió la relajación del agua abriendo sus poros. Se amodorró un poco en el ligero vapor que ascendía de la bañera. Cuando abrió los ojos, Isabelle le contemplaba desde la puerta. Llevaba puesta una bata blanca de toalla con un cinturón también de toalla. Se le acercó.

    — No me despertaste —dijo.
    — Dormías tan a gusto —murmuró él.

    La muchacha soltó el cinturón de su bata y la dejó deslizar por sus hombros.

    — Hazme sitio —dijo—. Yo también me merezco un baño de relax.

    Se metió en la bañera, en el lado opuesto al de él, doblando ligeramente las piernas por encima de las del hombre. Se sentó y se dejó deslizar un poco hacia atrás, hasta que el agua le llegó a la altura de los pechos.

    — Ayer te dormiste enseguida —dijo. Su tono no era de reproche; simplemente constataba un hecho.

    David recordó: Se habían metido en la estrecha cama, ella lo había abrazado, y él se había quedado casi inmediatamente dormido. Enrojeció ligeramente.

    — Lo siento —dijo—. Estaba cansado. La tensión, supongo.
    — Sí. —Se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el pecho de él, y le besó. Volvió a echarse hacia atrás—. Pero no creas que ahora voy a dejarte escapar. ¿Sabes?, en el fondo soy una pervertida. Me gusta hacer el amor en el baño más que en la cama. Te lo advierto para que no te sorprendas. —Se dejó resbalar lentamente hacia atrás hasta que el agua llegó hasta su cuello.

    David hizo notar que necesitaba comprar ropa interior, calcetines y camisas. Aquel era el tercer día que se ponía la misma ropa, y no podía seguir así: debía apestar. Isabelle dijo que saldría a comprarle algo mientras él preparaba el desayuno. David negó con la cabeza.

    — No debemos alejarnos el uno del otro, ¿recuerdas? Puede ser peligroso.
    — Lo cual me convierte en tu esclava —rio ella—. Está bien, mi amo. Tendremos que pensar otra cosa.

    Dudo unos momentos, luego preguntó:

    — ¿Cómo se llamaba el hotel donde te alojabas?
    — El Imperial Concorde —dijo David, que desde un principio lo había considerado un nombre ridículo para los tiempos en que estaban.
    — ¿Qué habitación?

    David tuvo que pensarlo.

    — La quinientos seis.

    La muchacha tomó la guía telefónica y buscó en sus hojas. Marcó un número de teléfono.

    — ¿Hotel Imperial Concorde? —dijo tras una pausa—. Llamo de parte del señor David Cobos, que ocupaba la habitación quinientos seis—. Por cuestiones de negocios no va a poder seguir alojándose aquí. ¿Pueden enviarle su equipaje a su alojamiento actual?… Sí, la cuenta también, por su puesto… Exacto, pueden disponer de su habitación desde este mismo momento… Oh, comprendo: puede incluir también todos los gastos adicionales que consideren pertinentes por las molestias ocasionadas junto con la cuenta… Les pagará en efectivo, por supuesto.
    — Le lanzó una sonrisa a David—. Sí, claro: anote la dirección. —Se la dio. Luego, tras una ligera pausa, añadió—: Es urgente, necesita algunos de los documentos que tiene en su equipaje. Los recompensará ampliamente su amabilidad, pueden estar seguros. Sí… muchas gracias. —Colgó.
    — La sabiduría popular es muy sabia cuando dice que no hay nada más práctico que una mujer —comentó David—. A mi nunca se me hubiera ocurrido esto.
    — A mi tampoco —admitió la muchacha—. Pero la necesidad aguza el ingenio. Me han asegurado que en media hora estarán aquí. Esperemos que cumplan.
    — Pero yo no tengo ningún tipo de documentos en mi equipaje —observó él—
    — . Tu excusa va a sonarles a falso.

    Isabelle se echó a reír.

    — ¿Y qué importa? No creo que se preocupen siquiera de verificarlo. Además, supongo que ya se habrán hecho su imagen de la situación: huésped encuentra chica, se traslada a vivir con ella, y está demasiado ocupado para acudir a retirar su equipaje. Es algo que suele pasarles muy a menudo: Los hoteles ya están acostumbrados. Cargan un plus extra por dejar la habitación antes de lo previsto y por las molestias, y siguen con sus cosas.

    David se echó a reír.

    — Me pregunto por qué las mujeres seréis tan endiabladamente prácticas — comentó.
    — Bastante más que los hombres —admitió ella—. ¿No se te ha ocurrido en ningún momento pensar que puedes fabricarte toda la ropa que necesites en cualquier momento, como hiciste con aquellos ridículos trajes de explorador? Tienes que empezar a acostumbrarte a utilizar el poder para otras cosas además de las emergencias.

    David enrojeció.

    Se probó una de las batas de Isabelle mientras aguardaban, pero le venía estrecha por todas partes. Pensó en fabricarse una, pero un cierto prurito machista se lo impidió. Decidió practicar por el momento el nudismo integral. Isabelle opinó que era una buena idea y la secundó. Prepararon el desayuno y desayunaron. Isabelle miró el reloj y puso las noticias de la mañana de la televisión. No había nada que fuera de interés para ellos. El periódico aún no había llegado.

    La media hora se convirtió en cincuenta minutos, pero un botones del hotel cargado con dos maletas bajó de un aerotaxi y llamó a la puerta. Isabelle se puso la bata y fue a abrir. Habló un momento con él, le hizo entrar las maletas, le pagó, contemplo como se marchaba en el mismo taxi, que había permanecido aguardando. Cerró la puerta.

    — Bien, un asunto solucionado —dijo—. Ojalá pudiéramos arreglarlo todo con la misma facilidad.

    David cogió sus maletas y las llevó arriba. El personal del hotel no se había esmerado mucho en sacar su ropa del armario y meterla de nuevo en la maleta, y era probable que faltara algo, pero no importaba. Tenía lo que necesitaba, y era suyo, pensó con ese exagerado sentido de la propiedad que muchas personas derraman sobre su ropa personal. Escogió ropa limpia y se la puso, y cuando volvió a bajar se sentía un hombre nuevo.

    — Me gustabas más hace unos momentos —dijo Isabelle, riendo—. Así pierdes parte de tu personalidad. —Y subió a la habitación a vestirse ella también.

    Su investigación fue infructuosa, como Isabelle había predicho. En ninguno de los bancos donde había tenido cuenta Marcel Dorléac tenían registrado su nombre, y por supuesto sus talonarios habían desaparecido de la memoria de sus ordenadores. Tampoco existía ya la caja de seguridad que mantenía en el Crédit Lyonnais de Roissy, donde guardaba sus escrituras y valores. Un viaje rápido a París les confirmó que los registros civiles de su existencia habían desaparecido también. Para el mundo, para el mundo de ahora, Marcel Dorléac no había existido nunca.

    Cuando terminaron sus comprobaciones era ya pasado el mediodía. David había aprovechado el recorrido para cambiar algunos de sus cheques de viajero. Comieron en un self, sin demasiado apetito. Luego, sobre su taza de café y de té respectivamente, se miraron interrogativos.

    — Bien —dijo Isabelle desanimada—, creo que lo único que nos queda ya por hacer es esperar a que ellos se manifiesten de nuevo.

    David negó con la cabeza.

    — No estoy dispuesto a rendirme tan fácilmente —murmuró—. Estoy seguro de que hemos pasado algo por alto.
    — Me gustaría creerlo —admitió ella—. ¿Pero qué?
    — No lo sé. Pero tu padre, según tu misma dices, era una persona demasiado metódica como para dejar las cosas de este modo. No puedo creer que, si investigó el asunto durante tantos años, no llegara a descubrir nada más de lo que me has contado. Admito tu hipótesis: puede que no te dijera más para no inquietarte o para no exponerte a un peligro innecesario, pero si sabía que ellos podían llegar a eliminarle en cualquier momento de una forma tan completa como lo han hecho, tuvo que idear alguna forma para hacerte saber todo lo que había llegado a averiguar en caso de que le ocurriera algo definitivo. Y tenía que ser una forma que tu pudieras descubrir sin demasiada dificultad. Así que piensa.

    Isabelle frunció el ceño.

    — No se me ocurre nada. De veras. Él se mordió los labios.
    — Tiene que existir algo. Tal vez sea solo una corazonada, pero estoy seguro de ello.

    Sorbió lentamente su café, mirándola con el rabillo del ojo. Sus ojos se fijaron de pronto en la llavecita de oro que colgaba de la cadena, también de oro, en su cuello, y en la que había reparado ya la otra noche. Tuvo una extraña sensación.

    — ¿Qué es esto? —preguntó, señalando. La muchacha se llevó una mano al cuello.
    — La llave de la buena suerte. Me la regaló mi padre cuando alcancé la mayoría de edad, poco después de morir mi madre. Supongo que será una tontería, pero se ha convertido en una especie de amuleto para mí. Mi padre me contó una historia realmente divertida al respecto mientras aseguraba la cadena alrededor de mi cuello: observa que no tiene cierre, y que no puedo sacármela pasándola por mi cabeza. Me dijo que esta llave abría la caja de la buena suerte, y que nunca debía desprenderme ni separarme de ella si no quería que los hados nefastos se apoderaran de mí. Algún día, me dijo, me abriría la caja del conocimiento, cuando más lo necesitara. Lo tomé a broma, por supuesto, pero me gustó como amuleto y desde entonces no me la he quitado nunca, aparte que tendría que romper la cadena para hacerlo. Mi padre parecía estar tan satisfecho con ello… —De pronto frunció el ceño—. Espera. La caja del conocimiento…

    David entrecerró los ojos para ver mejor.

    — Tiene grabado un número —observó.
    — Es el número de la buena suerte —dijo ella—. Mi padre me dijo… —Hizo una pausa—. David, ¿Crees qué…?

    El agitó la cabeza, dubitativo.

    — No lo creo. Tu padre dijo que solamente se conservaría lo que estuviera dentro de un radio determinado de tu persona. Si esta llave abre alguna caja en algún sitio, lo que haya dentro de ella habrá desaparecido con todo lo demás…

    Isabelle puso una repentina cara de sorpresa. Alzó una mano.

    — No, espera… Hay algo más. Algunas de las pruebas que realizó mi padre respecto al poder necesitaban de mi colaboración. Recuerdo una… Yo debería tener quince años. Fue poco antes de morir mi madre, antes de que mi padre empezara a preocuparse realmente por la posibilidad de que ellos pudieran hacerle desaparecer en cualquier momento. Yo tenía la habitación llena de muñecos… Ya sabes lo que ocurre con las chicas adolescentes. Empezó a hacer pruebas con ellos, acabó con toda la colección. Fue haciéndolos desaparecer uno a uno, en las más diversas condiciones.
    — ¿Y? —David se sentía profundamente interesado.
    — La última prueba que hizo le excitó enormemente. Yo no lo comprendí en aquel momento, pero ahora…, ahora lo veo claro.
    — ¿Qué fue?
    — Yo tenía dos muñecos encima de la cama, Pierrot y Colombina. Mi padre tomó a Pierrot y le arrancó los botones del vestido. Luego metió a Pierrot dentro de una caja, la cerró con llave y la llevó a la planta baja de la casa. Volvió a subir a mi habitación, se concentró, e hizo desaparecer los botones. Yo no comprendía nada de todo aquello. Bajamos, abrió la caja, y el muñeco había desaparecido, como sucedía siempre que él hacía una prueba así.

    »Luego repitió la misma operación con Colombina. Pero esta vez, tras cerrar la caja con llave, me dio la llave y me dijo que la mantuviera fuertemente apretada en mi mano. Hizo desaparecer los botones, y luego bajamos a buscar la caja. Creo estarlo viendo en estos momentos: sus manos temblaban cuando abrió la caja. Colombina estaba todavía dentro. ¡El muñeco no ha desaparecido, David!

    Él se echó hacia atrás en su asiento. De pronto sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

    — Entonces aquí está lo que andábamos buscando. Tu padre tenía que tener algún sistema para preservar algo de la desaparición. Y lo encontró en esa cualidad de protección de los que poseen el poder. Comprobó que funcionaba también a distancia. Ahora sabemos dónde buscar.

    Isabelle se llevó las manos a la cadena. Dudó unos momentos, luego dio un tirón. La cadena era más resistente de lo que parecía: no se rompió. Dio otro tirón más fuerte, sin resultado. Hizo una mueca de dolor.

    — Tu padre sabía hacer bien las cosas —dijo David—: No confiaría algo así a una cadena demasiado frágil. No te preocupes: iremos a algún sitio a que la corten. Lo importante ahora es que sabemos que es mucho más que un amuleto de la buena suerte.

    Isabelle bajó la vista y contempló la llavecita, posada sobre su esternón, un poco más abajo del hueco de su cuello, medio oculta tras el segundo botón, abrochado, de su blusa.

    — ¿De dónde puede ser?
    — De la caja de seguridad de un banco, evidentemente. Su diseño no es el habitual de una llave corriente, por lo que indudablemente se trata de una llave de seguridad. Tu padre debía tener el original, e hizo este duplicado en oro para ti.

    Debió costarle mucho encontrar a alguien que pudiera hacerlo: este tipo de llaves no es fácil de duplicar. Ahora lo único que nos falta es encontrar el banco. —Se levantó—. ¿Nos vamos? Si queremos averiguarlo esta tarde vamos a tener que darnos prisa.

    Era el Crédit Lyonnais.

    El empleado de la oficina en Roissy donde Isabelle tenía su cuenta (y su padre la había tenido también antes de desaparecer) les dijo que efectivamente correspondía a las cajas de seguridad del banco, aunque, por supuesto, el banco no las hacía de oro. Parecía sorprendido.

    — ¿Es una caja de seguridad de esta oficina? —preguntó David.
    — En esta oficina no tenemos caja de seguridad —dijo el empleado muy dignamente.
    — Está bien. ¿Puede decirnos entonces de qué oficina? El empleado les lanzó una mirada suspicaz.
    — ¿No lo saben?
    — Mire, si lo supiéramos no vendríamos aquí a preguntarle, ¿no cree? —dijo irritada Isabelle—. Usted me conoce: hace muchos años que tengo cuenta aquí.

    ¿No ha observado nunca que siempre he llevado esta llave al cuello? Me la regaló hace años mi… un familiar, con la indicación de que el contenido de la caja pasaría a ser mío cuando cumpliera los veintiún años. Bien, ya los he cumplido.

    — ¿Y no le dijo él donde está la caja?
    — Murió repentinamente de un ataque al corazón, hace… un año. El empleado dudó unos momentos.
    — Esperen. Consultaré. ¿Me deja la llave?
    — No —dijo David—. Si lo necesita, tome nota del número. Supongo que es lo único que le hace falta.

    El hombre le lanzó una mirada venenosa. Anotó el número y se dirigió hacia una mesa del fondo de la oficina, bastante alejada de ellos. Llamó por teléfono. Estuvo hablando unos momentos, asintió, volvió a hablar, volvió a asentir. Colgó el aparato.

    Regresó junto a ellos. Su actitud parecía haber cambiado un tanto. Pero el desconcierto seguía reflejándose en su rostro.

    — La caja está en nuestra central en París, señorita Dorléac —dijo—. Puede ir allí en cualquier momento. Pero lleve algún documento oficial para identificarse.
    — ¿La caja está a su nombre? —preguntó David.
    — Solo a su nombre —dijo el empleado—. ¿Y no recordaba usted donde se halla la caja? —su voz seguía siendo un tanto escéptica.
    — Mi… familiar siempre fue algo excéntrico —dijo Isabelle, sonriendo convencionalmente—. Ya sabe, de esos que les gusta hacer las cosas de forma misteriosa…
    — Pero el titular tiene que firmar los papeles de apertura, señorita Dorléac, y los de renovación cada año. Su familiar no podía…
    — No importa —dijo David, tomando a la muchacha del brazo y tirando de ella hacia la puerta—. Muchas gracias por su colaboración. Adiós.

    No dejó de tirar de Isabelle hasta que estuvieron en la calle.

    La nueva central del Crédit Lyonnais se hallaba en los nuevos Campos Elíseos, que en la remodelación subsiguiente a la gran inundación de París se habían querido convertir en el Wall Street europeo, sin demasiado éxito. Era un edificio de veintiocho plantas hacia arriba más seis hacia abajo, donde, según las malas lenguas, se cocía el cincuenta y seis por ciento de las transacciones financieras del país. Quizá fuera una exageración, pero lo que sí era cierto era que el Crédit Lyonnais era el segundo banco del país, muy poco por debajo de la banca nacional.

    En recepción, Isabelle mostró su llave, su documento de identidad, e indicó que deseaba retirar algunos documentos de su caja de seguridad. El empleado tomó el documento de identidad, le devolvió delicadamente la llave, y dijo que aguardara «un momentín».

    El «momentín» se convirtió en diez minutos, al cabo de los cuales otro empleado alto, elegantemente vestido y con modales de experimentado en relaciones publicas les invitó a seguirle. Descendieron hasta el quinto sótano, donde otro hombre aguardaba tras un amplio escritorio de caoba esmeradamente pulida (un lujo inaudito) en una habitación elegantemente amueblada.

    — Señorita Dorléac, es un placer volver a verla —dijo el hombre, levantándose de su asiento. Isabelle pensó inmediatamente que ella nunca había acudido a aquel lugar ni conocía en absoluto al hombre, pero prefirió callar. Igual era la forma habitual que empleaba con todos sus clientes—. Ya teníamos previsto avisarla dentro de una semana.
    — ¿Avisarme? —Isabelle frunció el ceño—. ¿Para qué?
    — Bueno… usted misma dejó establecido en una cláusula de nuestro contrato que, si en el término de los seis meses habituales, no pasaba personalmente a renovar el alquiler de la caja de seguridad, la avisásemos sin más demora. Por supuesto, en general nuestros contratos son renovables automáticamente y el pago se efectúa por cargo directo en la cuenta del cliente, por lo que su petición quedaba un tanto fuera de nuestras normas, pero tratándose de una caja de la sección especial…
    — ¿Sección especial? —Isabelle estaba desconcertada.
    — Bien, quiero decir de altísima seguridad, con código cifrado y reserva absoluta de identidad. Por eso, cuando nuestro empleado en Roissy nos ha llamado esta mañana y nos ha hecho la consulta nos hemos sorprendido enormemente. Claro que su identificación era correcta y además la descripción que nos ha hecho el empleado coincidía exactamente con usted. Bien, pero todo esto no importa. Ya me dijo usted en una ocasión que quería hacerlo de este modo porque lleva siempre tantos asuntos entre manos y es además tan desmemoriada… —Agitó la cabeza en un gesto de comprensión—. Venga conmigo. Ha traído la llave, supongo.

    Isabelle asintió. El hombre se encaminó hacia una puerta del fondo de la estancia que tenía todas las apariencias de ser blindada. Isabelle y David le siguieron. A medio camino el hombre se volvió y le frunció el ceño a David.

    — Perdone, señorita Dorléac, pero ya conoce usted las normas. Solamente los titulares pueden acceder…

    Isabelle adoptó una actitud de fastidio.

    — Oh, vamos. El señor Cobos es precisamente quien tiene que llevarse los documentos que he venido a buscar. No vamos a dejarle fuera esperando, ¿verdad?
    — Esbozó su sonrisa más encantadora—. Además, tiene toda mi confianza.

    El hombre dudó.

    — Está bien. Estoy infringiendo las normas, pero —le dirigió a Isabelle su sonrisa más lobuna— a usted no puede negársele nada. Vengan por aquí.

    Cruzaron la puerta, que por supuesto era blindada, y tuvieron que firmar en un registro: primero Isabelle, luego David, y después de nuevo Isabelle avalando la firma y la presencia de David. Tuvieron que atravesar otras tres puertas de seguridad antes de acceder a una amplia bóveda acorazada con una gran mesa en el centro y las paredes llenas de pequeñas puertecitas metálicas parecidas a nichos de bebes, cada una con su número correspondiente. David observó que el tamaño de las puertas no era igual en todas las paredes: a la izquierda eran más grandes, al fondo medianas, a la derecha más pequeña y a su espalda, enmarcando la única puerta de entrada, realmente diminutas.

    El hombre del banco se dirigió a la derecha, buscó (no demasiado) el número, e insertó su llave en la cerradura. Dio media vuelta a la llave y se apartó.

    — Adelante, señorita Dorléac.

    Isabelle insertó su propia llave, con el corazón latiéndole fuertemente, en la otra cerradura. La hizo girar, oyó un ligero chasquido de mecanismo bien equilibrado, y la puerta se abrió unos milímetros.

    — Bien, les dejo —dijo el empleado discretamente—. Cuando me necesite de nuevo ya sabe cómo llamarme, señorita Dorléac.

    Isabelle no sabía en absoluto como llamarle, pero no dijo nada. Dejó que saliera de la cámara cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas, y lanzó un largo suspiro. Se volvió hacia David.

    — Bueno, parece que ya lo tenemos.

    David estaba yendo a lo práctico. Había acabado de abrir la puerta, y sacó la caja del interior del angosto y largo nicho. La depositó sobre la mesa, tomó la llave de oro de manos de Isabelle y la abrió. Alzó la tapa de la caja interior y la dejó caer hacia atrás; produjo un ruido sordo en las paredes metálicas de la bóveda al golpear ligeramente contra el sobre de la mesa. Examinó su contenido.

    Papeles. Como había supuesto.

    Los sacó. Formaban como una especie de cuadernos, y estaban numerados. En la cubierta de cada uno de ellos había un nombre, mejor dicho, una firma: Marcel Dorléac.

    — Es la firma de mi padre —dijo Isabelle, con un hilo de voz.

    David los pasó rápidamente. Había quince, numerados desde el uno. Hojeó rápidamente un par: estaban escritos a mano, sin dejar apenas márgenes, llenos con una letra picuda y apretada, la letra del científico antiguo que sabía que tenía que condensar el mayor número de pensamientos en el mínimo espacio posible porque el papel era un bien escaso y caro. Su grosor variaba: un par de ellos tenían apenas media docena de hojas, otros más de cincuenta. En el margen inferior izquierdo cada uno tenía una fecha, correlativa en el tiempo de acuerdo con la numeración general. La más antigua databa de más de treinta años.

    — Mucho antes de que me diera la llave —observó Isabelle.
    — Está bien —dijo David—. Vámonos.

    En previsión de lo que pudieran encontrar, habiendo comprado un pequeño maletín por el camino: David aun era reacio a fabricar lo que necesitaba si no era estrictamente imprescindible. Metió los cuadernos dentro, volvió a cerrar la caja, lo metió dentro de su correspondiente nicho. Luego miró a su alrededor.

    — ¿Cómo se avisa a ese hombre?

    Sobre la mesa había un videófono. Era el método más lógico. Isabelle pulsó el botón de llamada.

    La pantalla se iluminó. El rostro del empleado que les había acompañado hasta allí le sonrió desde el otro lado.

    — Ya hemos terminado —dijo Isabelle.
    — Espléndido. Ahora mismo vengo. —La pantalla se apagó.

    Dos minutos más tarde lo tenían a su lado. Comprobó que Isabelle cerraba la puerta de su caja de seguridad con su llave, luego empleó la suya, y les acompañó hasta la salida. Se detuvieron ante su gran y lujoso escritorio.

    — Ha sido usted muy amable —dijo Isabelle, dispuesta a marcharse.

    El empleado carraspeó. Parecía incómodo.

    — Bien… supongo que desea seguir conservando usted su caja de seguridad, ¿no es así, señorita Dorléac?

    Isabelle le miró desconcertada.

    — Por supuesto, no tengo intención de dejarla por el momento. ¿Por qué?
    — Bueno, la renovación del contrato…

    Isabelle comprendió. Estuvo a punto de echarse a reír.

    — Oh, sí, por supuesto. Disculpe: como le he dicho siempre, tengo tantas cosas entre manos y soy tan desmemoriada… —Sacó su pluma y su talonario del bolso—. ¿Qué papeles hay de firmar, y cuál es el importe?


    7


    Aquella noche no durmieron.

    Hicieron el viaje de regreso a Roissy a toda la velocidad que permitían las habilidades de Isabelle, el tráfico y la prudencia. Apenas hablaron por el camino. En el fondo, la muchacha se sentía abrumada por lo ocurrido en el banco. Lo ocurrido ahí había sido la losa definitiva que cerraba el ataúd de su padre. El hecho de que la caja de seguridad y su contenido existieran todavía, pero que la caja figurara únicamente a su nombre y el empleado afirmara que la había visto otras veces antes, a ella que nunca se había acercado por ahí y que ni siquiera conocía la existencia de aquella caja de seguridad, eran la prueba última de la definitiva desaparición de su padre. Evidentemente, Marcel Dorléac debía haber puesto la caja de seguridad a nombre de ambos, y su firma y sus datos y su propio nombre se habían desvanecido en la nada con su desaparición, y solamente había quedado el de ella, y la realidad se había reacondicionado, y el empleado tras su lujosa mesa de madera recordaba haberla visto otras veces, a ella que jamás había puesto los pies allí.

    Cuando subieron al aerocoche, David pensó por un momento que fueran al apartamento del St. Mich. Estaba mucho más cerca, llegarían antes. Pero algo le contuvo. El apartamento nunca había pertenecido ni había sido compartido por el padre de Isabelle, pensó. Su casa estaba en Roissy. La muchacha querría examinar los papeles allí, en aquel mausoleo de la vida de su padre desaparecido. No podía negarle aquello.

    De modo que no dijo nada, y ella, sin decir nada tampoco, tomo el camino de Roissy.

    Llegaron cuando empezaba a oscurecer. Dejaron el aerocoche frente a la casa, encendieron las luces, y se sentaron en el sofá del salón, uno al lado del otro, y David depositó el maletín sobre la mesita baja que tenían delante y lo abrió, y sacó los cuadernos. Cerró el maletín, ordenó los cuadernos del uno al quince, los dejó sobre el maletín y tomó el primero. Lo abrió.

    Isabelle se arrimó a él. Empezaron a leer.

    Terminaron la lectura a las cinco y media de la madrugada.

    David se dejó caer hacia atrás en el sofá con un profundo suspiro. Isabelle permaneció inmóvil, sin decir nada. Parecía demasiado anonadada.

    — Bien, así que es esto —murmuró David—. Bendito sea Dios. —E inmediatamente pensó: ¿Existe realmente Dios?

    Marcel Dorléac había ido escribiendo sus cuadernos a lo largo de los años, cada vez que sus investigaciones sobre el poder le ofrecían nueva información o algo que creía valía la pena reflejar para la posteridad. Con la frialdad típica del científico, había examinado los hechos, los había cribado, calibrado, y había sacado sus conclusiones. Muchas veces esas conclusiones se habían revelado erróneas, y en cuadernos sucesivos las invalidaba o rectificaba. Pero, en su conjunto, la información global era coherente.

    El padre de Isabelle no sabía demasiado de ellos ni del poder, y gran parte de la información que daba en los cuadernos eran meras suposiciones, y él era el primero en dejar bien clara aquella condición. El primer cuaderno, de unas veinte hojas, empezaba hablando del descubrimiento de sus «habilidades» era una sorprendente maravilla de lucidez y de objetividad. Sin dejarse llevar por entusiasmos, temores ni ilusiones, diseccionaba su poder con espíritu crítico, viendo sus fallos al mismo tiempo que sus virtudes. Al igual que le había ocurrido a David, al principio lo había considerado como una simple habilidad paranormal, del tipo de la telequinesis. Pero pronto había observado que existía algo más. «Algo que todavía no sé lo que es, pero que pienso averiguar tan pronto como me sea posible.»

    El primer cuaderno era distinto de todos los demás, en tamaño, encuadernación e incluso escritura. El segundo estaba fechado seis años más tarde. Empezaba con una frase escrita con rotulador grueso, cruzando toda la página, lapidaria como solo lo son las frases capaces de cambiar la vida de un hombre: «He descubierto finalmente cual es mi poder. No puedo cambiar las cosas a mí alrededor: puedo cambiar la realidad a mí alrededor. TENGO MIEDO.»

    Las páginas siguientes, casi cincuenta, describían con gran minuciosidad las principales características que había ido descubriendo de su poder. David las conocía ya casi todas, pero se sintió fascinado leyéndolas escritas por otra mano, diseccionadas con una precisión de laboratorio. Eran las mismas características de las que, años más tarde, sería víctima: eliminación de toda la realidad concomitante a la realidad primaria eliminada, acomodación de la realidad subjetiva de los testigos (personas) a la nueva realidad transformada, etc. Pero lo más importante era su conclusión final: «Creo que el poder no se limita a cambiar cosas ni acontecimientos, sino que cambia la estructura misma de la realidad. Es decir, puede cambiar el mundo a voluntad de quien lo posea. Mi poder es pequeño y muy limitado: se circunscribe solamente a cosas muy cercanas a mí o muy directamente relacionadas con mi persona, de modo que los cambios son muy escasos y a nivel local. Me pregunto qué ocurriría si existiera alguien que poseyera un poder capaz de influir en cosas que ocurren en sus antípodas. El poder de un hombre así sería ilimitado».

    Y el cuaderno se cerraba con una frase lapidaria: «me pregunto si existe ese hombre». No había respuesta.

    Por aquel entonces Marcel Dorléac tenía veintisiete años. El tercer cuaderno hablaba de su matrimonio, aunque muy tangencialmente. Su principal preocupación, por aquel entonces, era saber si él era un caso único en el mundo, «el primero de una nueva especie» lo llamaba, o existían otros seres semejantes a él. Se argumentaba a sí mismo que si existieran tales hombres hubieran debido manifestarse de alguna forma, al menos a sus ojos. Luego lo dudaba. El poder era algo demasiado extraño como para someterlo a la luz pública, decía. Pero debía averiguar si había en el mundo otros seres como él.

    Lo más importante era la descripción del primer uso «público» que Marcel Dorléac había hecho de su poder. Oficialmente era un simple empleado de banco, que ganaba lo suficiente para vivir, pero no demasiado. Su obsesión por aquel entonces era hallar a una mujer que tuviera también poderes, aunque fueran embrionarios, pues tenía la certeza de que su habilidad podía ser hereditaria, y quería dar todas las posibilidades de transmisión a su descendencia. Había conocido a una muchacha que reunía esas condiciones, la madre de Isabelle con la que luego se casaría, y deseaba avanzar en su posición. Aquella fue la primera vez (luego vendrían otras) en que pensó en hallarle una utilidad práctica a su poder. No sabía si funcionaría, pero probar no costaba nada. Adquirió un billete de la lotería nacional, y se concentró en desear que aquel fuera el número que apareciera premiado en el sorteo. Su idea no era demasiado descabellada: el sorteo se celebraba en París, y él vivía en París también, de modo que existían posibilidades de que el sorteo se hallara dentro de lo que el llamaba su «área de influencia». Para mayor seguridad decidió asistir al acto del sorteo, que era público. Durante todo el tiempo estuvo concentrado en su número, asociándolo con el número del primer premio. No se sorprendió demasiado cuando, efectivamente, su número fue cantado como el ganador. Más bien sintió un poco de orgullo. Era capaz de hacer cosas realmente grandes, se dijo.

    Invirtió todas sus ganancias en un número para el siguiente sorteo, y repitió el proceso. Se vio dueño de una pequeña fortuna. No podía invertirla toda a un solo número, y por otro lado temía que su buena suerte despertara sospechas en algún lado, si se llevaba algún control de las personas agraciadas con los premios mayores. De modo qué decidió dejar el asunto por un tiempo. Sabiendo que el sistema funcionaba, podía repetirlo a voluntad en cualquier momento en el futuro, y por ahora tenía suficiente dinero para casarse y pasar una temporada sin preocupaciones económicas. Eso hizo.

    Y entonces vino el primer golpe: ellos entraron en contacto con él.

    El padre de Isabelle dedicaba todo el resto del cuaderno a detallar ese primer encuentro. Fue, por supuesto, una sorpresa anonadante. Se había casado hacía poco, y acababa de volver con su esposa de su luna de miel. Con parte del dinero conseguido con la lotería había adquirido una casa en Roissy, la misma donde estaban ellos ahora, pues no le gustaba vivir en París. Ya había planificado su futuro. Realizaría su «truco» (así lo llamaba) de tanto en tanto, solo lo suficiente para mantener boyantes sus finanzas; invertiría el dinero ganado en inversiones seguras, aunque fueran de escasa rentabilidad, para disponer de una fachada de honorabilidad financiera. Y se dedicaría de lleno a la investigación. Del poder, naturalmente.

    Y entonces, de pronto, un día, recibió una visita inesperada.

    Era un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años, con toda la apariencia de un ejecutivo. Llevaba un gabán gris, un sombrero de fieltro, unos relucientes zapatos negros que parecían recién salidos de la tienda. Bajo el gabán, que se quitó apenas entrar en la casa, su traje de lana inglesa era de corte impecable, indudablemente hecho a la medida, y por un sastre que conocía su oficio en unos tiempos en que la confección había relegado a los sastres al ostracismo. Miró a Marcel Dorléac profundamente a los ojos.

    — El señor Dorléac —dijo en la puerta, no como una pregunta sino como una afirmación—. Necesito hablar con usted sobre los premios que ha ganado a la lotería.

    Por unos momentos el padre de Isabelle pensó que su maniobra había llamado la atención de la agencia nacional de loterías; pero inmediatamente se dijo que el hecho de ganar dos premios importantes seguidos no podía hacer entrar en sospechas a nadie: los golpes de suerte funcionaban así. El visitante, por su parte, se apresuró a sacarle de dudas. No tenía nada que ver con la lotería nacional, le dijo. Su misión era otra muy distinta.

    Así supo Marcel Dorléac que existían ellos, y confirmó su teoría de que él no era la única persona en el mundo que poseía el poder. El hombre fue franco desde un principio. Lo habían detectado enseguida, por supuesto, porque siempre estaban atentos a la aparición de cualquier persona en el mundo que poseyera el poder.

    ¿Cómo? Era muy sencillo: su cambio del número ganador del sorteo había pasado desapercibido para todo el mundo, evidentemente, pero no para ellos. Aquellas personas que poseían el poder captaban todo cambio de la realidad que tuviera una cierta relevancia. Al igual que la desaparición de un objeto traía consigo la desaparición del recuerdo de la existencia de dicho objeto en todos los que lo habían visto con anterioridad, pero no en aquellos que poseían el poder, la manipulación del poder no cambiando la realidad de lo ya existente sino forzando la realización de un hecho creaba como una señal de alarma para aquellos que estaban atentos a tales acontecimientos. Marcel Dorléac podía hacer por ejemplo que una persona que pasaba por su lado y deseaba seguir en línea recta torciera a la derecha, y esa misma persona jamás sabría que había sido obligada a cambiar de dirección, y lo máximo que haría sería detenerse perpleja unas cuantas manzanas más adelante, preguntándose por qué había girado cuando deseaba seguir recto. Pero una persona con el poder que estuviera en las inmediaciones del hecho captaría inmediatamente que aquella persona había sido obligada a girar contra su voluntad, y descubriría al autor. Por supuesto, la magnitud de esta detección dependería de la magnitud del hecho en sí, por lo que el hacer girar a una persona por una calle lateral cuando quería seguir recto era una variación sin importancia que se difuminaba en un radio de pocos metros. Pero la lotería nacional francesa era un acontecimiento de alcance nacional, cuyas repercusiones alcanzaban todo el país, y su eco era mucho más intenso. Lo habían detectado enseguida.

    ¿Quiénes?, se había apresurado a preguntar el padre de Isabelle. No había obtenido respuesta a su pregunta. El hombre no se había identificado en ningún momento. Formaban un grupo de poseedores del poder, fue lo único que dijo, que velaban porque el poder fuera usado convenientemente. ¿Qué entendía él por convenientemente?, había preguntado el padre de Isabelle. El hombre se había limitado a sonreír. No quería decir que lo que había hecho fuera estrictamente censurable, admitió, puesto que aquellos que hubieran debido ganar el premio y no lo habían ganado no se enterarían nunca de su suerte pérdida. Si había acudido a verle era simplemente para advertirle. No debía alarmarse por ello: no iban a interponerse en su vida. Pero querían que supiera que iba a estar vigilado. No estaban dispuestos a tolerar transgresiones de su código. Podía utilizar su poder para beneficiarse económicamente si así lo deseaba, para ayudar a alguien, para conseguir pequeños logros. Pero todo ello dentro de un alcance limitado. Acorde, remachó, al coeficiente de poder del que disponía. No debía intentar nunca ir más allá: no se lo permitirían.

    Pero él no quería permanecer solo, había dicho el padre de Isabelle. Desde un principio había intentado hallar a otros como él. ¿Cómo podía reunirse con ellos, pasar a formar parte de su círculo?

    El hombre había agitado pesaroso la cabeza. No, no podía. Su círculo era muy restringido. Tendría que seguir solo. Pero debía recordar también de que nunca estaría solo tampoco. Siempre habría alguien atento a sus acciones, dispuesto a intervenir si era necesario. Y por su propio bien, era mejor que no tuvieran que volver a contactar nunca con él. Era un consejo leal.

    Y el hombre se había marchado. Cuando ya se iba, Marcel Dorléac intentó sondearle, influir en él con el poder. Fue como chocar contra una invisible pared de acero. El hombre se volvió y le sonrió.

    — No lo intente nunca —dijo—. No con alguien que posea un poder mayor que usted. —Y se fue.

    Aquel encuentro había cambiado todas las perspectivas de Marcel Dorléac. Ahora sabía no sólo que no era el único ser en el mundo dotado de un poder especial, sino que existía una autentica organización, cuyas finalidades se le escapaban, de poseedores de aquel mismo poder. También había averiguado que el poder no era uniforme, sino que en algunas personas era mayor y en otras (suponía) menor. ¿Dónde se hallaba situado él dentro de la escala? Lo ignoraba, pero suponía que en los primeros escalones inferiores. Pero no importaba. Tal vez pudiera mejorar…

    El cuaderno terminaba con su decisión de seguir investigando. Estaba decidido a descubrir todo lo relacionado con su poder y con aquella mafia de hombres desconocidos, cuya importancia y alcance mundial desconocía, y a los que empezó a llamar ellos. Una palabra que Isabelle adoptaría pronto, y que David había hecho también suya, como definición de algo cuya naturaleza exacta ignoraba todavía.

    Los cuadernos de Marcel Dorléac proseguían con sus investigaciones y los a menudo decepcionantes resultados de sus pesquisas. Había seguido actuando ocasionalmente sobre los juegos de azar para conseguir una posición económica sólida, alternándolos para no despertar sospechas de los que llamaba las personas normales. La ruleta, las carreras de caballos, los juegos de carta, le habían proporcionado lo necesario para vivir holgadamente. Nunca se había mostrado excesivamente ambicioso, ni se había prodigado en ninguno de ellos. Y siempre flotaba el temor de que acudiera de nuevo a visitarle el hombre del gabán y el sombrero de fieltro o algún otro compañero suyo, para decirle que se había excedido en sus atribuciones. Pero aquello constituía también una excitación.

    Siempre iba un poco más allá de la vez anterior, con la esperanza de descubrir cuál era realmente su límite, si se hallaba dentro de sus capacidades.

    El sexto cuaderno estaba dedicado casi enteramente a Isabelle. Su nacimiento y su primera infancia no habían tenido nada de particular. No fue hasta los seis años que empezó a demostrar que también poseía el poder. Primero fueron cosas sin importancia, los típicos trucos que emplean instintivamente los niños para conseguir lo que desean. Pero para los atentos ojos de su padre eran trucos reveladores. A partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma a su hija. Pronto llegó a la conclusión de que el poder de Isabelle era mucho más embrionario aunque el suyo. Pero existía, y eso era lo más importante. Intentó educarlo, con la esperanza de poder ampliarlo lentamente a través del entrenamiento. Pronto llegó la decepción: el poder era algo que se llevaba dentro, a un cierto nivel, y permanecía inamovible a lo largo de los años. Podía educarse, pero no aumentarse: ya lo había comprobado consigo mismo, y su hija le proporcionó la confirmación definitiva. Como había supuesto tras la visita del desconocido, ambos se hallaban en la parte más baja de la hipotética escala.

    Pero no podía dejar que aquello le desanimara. Si no podía conseguir nada para sí mismo, podía al menos proyectar para el futuro. Así se inició su ambicioso plan.

    Sin presiones económicas que le atribularan (sus inversiones le proporcionaban lo suficiente para vivir con holgura, y de tanto en tanto realizaba una «acumulación de capital» —un eufemismo que parecía complacerle— para redondear sus ingresos), podía dedicar todo el tiempo, esfuerzos y capital necesarios a sus investigaciones. Se sumergió en la biología, luego en la genética. No obtuvo nada concreto, pero llegó a la conclusión de que el poder tenía que ser algo innato y era probable que fuera hereditario. Era una hipótesis, como tantas otras, basada más en sus propias esperanzas que en hechos concretos, pero se aferró a ella con gran fuerza, porque le proporcionaba una perspectiva de futuro. Se sentía movido, en el fondo, por la misma ansia de perpetuidad que hace que un hombre desee tener hijos para continuar la estirpe. Pero iba un paso más allá. Quería que su descendencia siguiera poseyendo el poder. Y lo aumentara.

    Naturalmente, sabía que los caracteres hereditarios suelen resurgir en generaciones alternas. En consecuencia, cabía prever que los hijos de Isabelle poseyeran el poder al menos al mismo nivel que él. Pero podían mejorarse las perspectivas. Si conseguía que su hija se uniera a alguien también poseedor del poder, las posibilidades de intensificación serían superiores…, si no en la primera generación, sí al menos en la segunda.

    Como en todo lo demás, Marcel Dorléac enfocó este asunto desde un punto de vista estrictamente científico. Leyendo el cuaderno, David se preguntó cómo podía un hombre pensar en su propia hija de aquella manera, como si se tratara de un simple conejillo de indias. Miró varias veces de reojo a Isabelle, pero ésta leía con una extraña intensidad, como cautivada por aquellas palabras de alguien a quien había estado muy unida y que sabía que ahora había desaparecido por completo y para siempre, como si nunca hubiera existido. David tuvo la convicción de que un lazo muy profundo debía haber unido a aquella mujer con su padre, un lazo que iba más allá de los lazos afectivos, de sangre y de carácter. Tal vez fuera otra de las características anejas al poder.

    Los planes de Marcel Dorléac respecto a su hija iban muy lejos y, por lo relatado en aquel cuaderno, cuando lo escribió esperaba vivirlos, e incluso, en cierto modo, provocarlos. Nunca había perdido la esperanza de hallar, más allá del cerrado círculo de ellos, a alguien que poseyera el poder y a quien pudiera atraer hacia su esfera de influencia, unirlo a su hija, esperar los resultados y trabajar sobre ellos. A medida que iba avanzando en los cuadernos, David se daba cuenta, aunque Marcel Dorléac jamás lo expresara explícitamente, que el temor a una nueva intervención de ellos iba menguando poco a poco en la mente del padre de Isabelle, hasta convertirse en un elemento remoto dentro del complejo de ansias, intereses y expectativas de su obsesión. A medida que transcurrían los años, Marcel Dorléac parecía afianzar su convencimiento de que la ignota organización se había despreocupado de él, considerándolo sin duda inofensivo a causa de lo escaso de su poder. Pero en toda sociedad existen los prácticos y los teóricos, los que actúan y también los que piensan. En su mente, y eso rezumaba en cada página aunque nunca estuviera expresado claramente, Marcel Dorléac albergaba la esperanza de poder vencerlos, a todos ellos, con su inteligencia antes que con el poder.

    Dentro de aquel cuadro, Isabelle parecía haber aceptado su papel pasivo y en cierto modo de sujeto experimental sin ninguna protesta. De hecho, parecía compartir las ideas de su padre. Esto había quedado reflejado ya en algunas de sus conversaciones anteriores con David, y surgía de una forma clara de los cuadernos de Marcel Dorléac. Compartía tanto sus puntos de vista como sus anhelos. David no dejaba de maravillarse ante ello. Pero en cierto modo no se sorprendía. Al fin y al cabo, pensaba, quizá en su caso, y bajo sus circunstancias, él también hubiera hecho lo mismo.

    A medida que avanzaban en la lectura de los cuadernos, David empezó a darse cuenta de que, a partir de un determinado momento, Marcel Dorléac parecía hallarse de pronto frente a un muro de hormigón que le bloqueaba el paso. A partir del séptimo y octavo cuadernos, el repertorio de los fracasos en sus investigaciones, los callejones sin salida y los desvíos que no conducían a ninguna parte se mezclaba cada vez más con la elaboración de nuevas teorías e hipótesis a cual más atrevida. Ante la ausencia de hechos concretos que pudieran sustentar sus creencias, el padre de Isabelle elucubraba, y cada vez se dejaba llevar más por una fantasía que pretendía ser científica pero estaba basada en la mera imaginación. David creyó ver en aquel decantarse el lento camino declinante de un hombre que, obsesionado por una idea a la que no podía hallar solución, intentaba por todos los medios justificar la prosecución de unas investigaciones que, cada vez más, se movían en círculo. Las alusiones a su hija y a sus esperanzas de que ella prolongara «la raza» eran constantes. Su incesante y casi desesperada búsqueda de alguien que poseyera también el poder y no formara parte de ellos. A veces unía ambos conceptos y deseaba ver a su hija dándole la descendencia que anhelaba de ese hombre. Otras veces se contentaba solamente con que Isabelle le diera descendencia. Uno de los fragmentos más patéticos de su narrativa describía cuando su hija había decidido dedicarse a la decoración y establecerse en París, independizándose así un poco del enclaustramiento al que había aceptado someterse durante tantos años en la casa de Roissy. Otro de los fragmentos más morbosamente amargos era el relativo a la muerte de su esposa, «esa mujer de la que tanto esperaba y que solo ha conseguido darme una hija», en un estúpido accidente de circulación, lejos de casa. Un párrafo rezumaba pura desesperación: «Si al menos hubiera caído enferma, yo hubiera podido hacer algo. Pero solamente puedo actuar sobre hechos por ocurrir o que están ocurriendo, nunca sobre hechos ya ocurridos. No puedo volver el tiempo atrás. En mis investigaciones he intentado la revivificación y la recreación de cuerpos, incluso en animales pequeños. Todavía está fuera de mi alcance.» Parecía como si todavía confiara en mejorar su poder, pese a sus constantes afirmaciones de haber comprobado de una forma definitiva que el poder actuaba en cada persona a un nivel invariable, que podía educarse pero no aumentarse.

    David fue pasando rápidamente por todo aquel conjunto final de cuadernos. Tenía la impresión de estar penetrando él también en un callejón sin salida. No iba a sacar nada en limpio de todo aquello. Empezaban a dolerle los ojos. Isabelle se había levantado dos veces para preparar café y té, y luego proseguido su lectura conjunta. Apenas hablaban entre sí, no hacían ningún comentario sobre lo que leían. Cada vez que aparecía una alusión a Isabelle, a las esperanzas de su padre de conseguir descendencia de ella, David la miraba de reojo, pero la muchacha seguía leyendo, inmutable. Se preguntó si alguna vez habría pasado por la cabeza de su padre la idea del incesto. Era probable, pero estaba seguro también de que, si se había dado el caso, si en alguna ocasión había hecho realmente algún avance de aquel tipo, ella lo habría rechazado: no era una mujer que se prestara a algo así. Y el espíritu científico e investigador de su padre debió poner barreras también a tales pensamientos, si alguna vez se presentaron: no por repugnancia a transgredir unas barreras morales, sino por simples razones genéticas de consanguinidad. Marcel Dorléac, pese a todos sus sueños, había sido toda su vida un hombre eminentemente práctico.

    Las teorizaciones del padre de Isabelle sobre el poder y la naturaleza y el alcance de ellos ocupaban las dos terceras partes de los últimos cuadernos, y su variedad solo era superada por su número. A menudo se contradecían. La base para la elaboración de una nueva teoría era a veces tan nimia como una noticia aparecida en la última página de un periódico, y que aparentemente no tenía nada que ver con el asunto. Cuando quedaban solamente dos cuadernos David sintió deseos de abandonar la lectura, o al menos postergarla. Deseaba echarse, cerrar los ojos y dejar correr por su cuenta la imaginación. Llevaba demasiado rato permitiendo que otra persona tirara de las riendas. Pero Isabelle cogió el penúltimo cuaderno cuando él cerró el anterior, y lo abrió. Siguieron leyendo.

    Aquel cuaderno estaba fechado dos años antes; no era muy grueso, y no contenía nada de interés excepto nuevas elucubraciones, más atrevidas que las anteriores, y un enigmático párrafo: «He descubierto algo en Suiza. Creo que estoy tras la pista de ellos». Pero nada más, ningún otro indicio. David se sintió más decepcionado que nunca.

    El ultimo cuaderno era aún más delgado, tan solo ocho páginas. Llevaba la fecha de una semana antes, lo cual hizo suponer a David que el padre de Isabelle había fechado los cuadernos, o al menos algunos de ellos, (los últimos al menos, no creía que hiciera treinta años que tenía alquilada aquella caja de seguridad), con la fecha en que los depositaba en la caja. La primera frase era un shock:

    «He leído en los periódicos el rescate de un tal David Cobos, que fue descubierto en las inmediaciones de la Tierra cuando según él mismo su nave fue destruida por una explosión cuando se hallaba a más de cien parsecs de distancia de ella. Creo que finalmente he hallado a la persona que buscaba. Alguien que puede saltar cien parsecs en un abrir y cerrar de ojos tiene que poseer un poder extraordinario. Debo contactar con él antes de que lo hagan ellos. Aunque me temo que mis posibilidades sean pocas».

    El cuaderno estaba casi exclusivamente dedicado a él. Describía sus intentos de establecer un contacto, sin que pudiera conseguirlo, primero por el bloqueo que habían establecido en torno a su persona las autoridades militares, y luego porque él no había permanecido demasiado tiempo inmóvil en un mismo sitio, sino que había estado viajando de un lado a otro. Y también, suponía, por otra razón: «Creo que ellos están bloqueándome. No desean que lo contacte. Si es así, el pobre muchacho está perdido. Lo atraparán irremediablemente.»

    — Nunca han intentado atraparme —murmuró David —. Ni siquiera han entrado en contacto conmigo. La primer evidencia que tuve de ellos un intento de asesinato.

    Isabelle no dijo nada. Siguieron leyendo. Marcel Dorléac continuaba formulando hipótesis. Calculaba que el poder de David Cobos tenía que ser «enorme». Ponía un ejemplo que hizo estremecer a David hasta la médula de los huesos.

    »Según los primeros indicios, David Cobos recorrió cien parsecs de distancia estelar en un parpadeo por la pura fuerza de su voluntad. Pero unas declaraciones hechas por él, y que han pasado completamente desapercibidas, me han hecho recapacitar, y la conclusión que se deduce de ellas me asusta. Cobos dijo a un periodista que lo entrevistó que había visto, sorprendido, que el cielo actual de nuestro planeta no es como él conocía, sino que parece deformado, cito sus propias palabras…, como si la Tierra se hubiera visto desplazada cien parsecs en el espacio en dirección a Argos. Ignoro si esto es cierto o no: yo recuerdo haber visto el cielo siempre igual, aunque puede que esté equivocado. Pero me inclino a creer que ese Cobos tiene razón.
    » ¿Cómo este desplazamiento de todo el cielo de la Tierra ha huido de mis recuerdos, como si yo fuera una persona normal? Tengo una teoría al respecto: aunque aquellos que poseemos el poder no nos vemos afectados por el reacondicionamiento de la realidad que nos rodea y recordamos las cosas como eran antes pese a que ahora sean distintas y todos los demás las acepten como si siempre hubieran sido así, cuando el cambio es de una magnitud mayor que el límite de nuestro poder, nos vemos atrapados por la corriente común y perdemos la conciencia del cambio. No he podido comprobar nunca esta teoría, la diferencia de poder entre mi hija, mi único sujeto de experimentación, y yo es demasiado pequeña como para que este fenómeno sea detectable, pero hay algo que me hace suponer la lógica de mi razonamiento: puesto que existen ellos, tiene que haberse producido algún cambio en el mundo. Si ellos fueron capaces de detectar mis primeros ensayos con la lotería nacional francesa, ¿por qué yo nunca he sido capaz de detectar sus cambios? No puedo concebir que jamás hayan provocado ninguno.
    »La única explicación que se me ocurre es que yo me hallo demasiado por debajo de ellos como para captar sus manipulaciones, del mismo modo que he sido incapaz de captar el cambio en el cielo provocado por David Cobos. He sido arrastrado por la corriente general.
    »Pero este hecho es terriblemente importante en sí mismo, aparte sus muchas implicaciones. Si lo que dijo Cobos a aquel periodista es cierto, eso significa que él no viajó cien parsecs de espacio que lo separaban de nuestro planeta en un abrir y cerrar de ojos, sino que hizo que no solo la Tierra, sino todo el sistema solar viajara esos cien parsecs por el espacio hasta él. Y todo ello de forma instintiva, ante el peligro inminente de su muerte. Esto significa que su poder no es grande, sino inconmensurable.
    »Y significa que también ellos tienen que haberlo detectado inmediatamente. ¿Cuánto tiempo tardarán en actuar?»

    David suspendió la lectura del cuaderno; apoyó una mano sobre la hoja, cubriéndola, y miró a Isabelle.

    — ¿Crees que tu padre pudo tener razón en esto? Ella agitó la cabeza.
    — No lo sé, David… Sí parece que tu poder es grande, aunque esté poco… educado, como él decía. Pero si quieres saberlo con exactitud tendrás que comprobarlo por ti mismo.
    — Oh, no puedo ir por ahí aplanando montañas, levantando cordilleras y lanzando la Luna tras la órbita de Mercurio. Isabelle, estoy desconcertado. Lo único que deseo es saber. Y las cosas se me presentan cada vez más oscuras.

    Ella señaló el cuaderno.

    — Ya estamos llegando al final. Sigamos leyendo. Tal vez encuentres algo más que termine aclarando tus ideas.

    David asintió. Retiró la mano. Siguieron leyendo.

    Marcel Dorléac había seguido de la mejor manera posible las andanzas de David Cobos por la Tierra. David ignoraba cómo había conseguido la información, pero no había perdido ni por un momento su rastro. Sin embargo, en todos sus intentos de contactarle, siempre había llegado demasiado tarde. ¿O había sido bloqueado por ellos, como había apuntado el mismo?

    Luego venía la anotación de que había averiguado que iba a acudir a París, a ver al doctor Henri Payot. A partir de ese hecho trazaba sus planes. Él también acudiría a la consulta del doctor Payot. Pero no subiría. No quería ponerse demasiado en evidencia. Aguardaría en la calle, observaría entrar a David Cobos, y esperaría a que saliera. Entonces le abordaría. Su intención era contarle todo lo que sabía y pedirle su ayuda. Si aceptaba unirse a él, con su experiencia y el poder de Cobos podrían hacer grandes cosas. Quizá incluso pudieran derrotarles a ellos.

    El cuaderno terminaba:

    «No sé si mi plan tendrá éxito o no. Puede que ellos estén sobre aviso e intenten eliminarme. Quizá lo consigan: nunca he hecho nada tan arriesgado. De ser así, es necesario que alguien continúe mi labor. No sé si ese David Cobos querrá hacerlo o no, pero debo intentar convencerle de algún modo. Guardaré este último cuaderno en la caja de seguridad, con los demás, y le dejaré a mi hija una nota para que ella contacte a Cobos si yo no lo consigo. Ignoro si ellos saben de mi hija o le han prestado alguna importancia; aunque siempre he procurado mantenerla tan al margen de todo esto como he podido, desconozco hasta donde llega su conocimiento de mí y de mi entorno. Tal vez la ponga en un terrible peligro, ese mismo peligro que he intentado apartar de ella durante todos estos años, pero es necesario. Espero que ella prosiga mi labor, y espero también que la llave que lleva colgada al cuello la conduzca hasta esta caja de seguridad. Tal vez lo que hay en ella no le sirva de nada, o quizá sí, si Cobos accede a ayudarla. Pero es el resumen de toda mi vida. Es la escasa huella que he conseguido dejar en el mundo. No querría que se perdiera.
    »Si lees alguna vez estos cuadernos, Isabelle, espero sepas comprender y quizá incluso perdonar a tu padre por todo lo que ha hecho. Todo fue motivado por amor.»

    Parecía una despedida definitiva, como si estuviera seguro de lo que le aguardaba. David vio lágrimas en los ojos de Isabelle. Pasó la última página.

    En la tapa, por la parte interior, había garabateadas unas palabras. David las leyó.

    «Escribo esto cuando voy a guardar ya este cuaderno en la caja de seguridad, en la bóveda acorazada del banco. Si te sirve de algo, Isabelle, lo único que he logrado averiguar de ellos en todos estos años, y lo he descubierto muy recientemente, es un apellido, Bernstentein, una dirección, el 120 de la avenida de los Franceses, en Ginebra, y el nombre de una empresa de inversiones, IVAC. Ignoro qué conexión puedan tener con nuestro asunto, no he logrado penetrar más allá de ahí. Confío que tal vez tu tengas más suerte.»

    David alzó unos ojos enrojecidos hacia Isabelle. Más de cuatrocientas páginas de letra menuda, a veces garabateada, a veces difícil de leer, para llegar a aquello, el único dato concreto, real y útil de todos los cuadernos, escrito en el último momento en la contratapa del ultimo. Sintió deseos de echarse a reír.

    — ¿Quieres un poco más de café? —preguntó la muchacha. Negó con la cabeza.
    — Supongo que en Nuevo Orly habrá un servicio permanente de información. Lo que quiero es saber a qué hora parte hoy el primer avión para Ginebra.


    8


    El primer avión para Ginebra salía a las diez cuarenta y cinco. David reservó dos billetes a su nombre. Luego consultó el reloj.

    — Tenemos el tiempo justo —dijo.

    Se ducharon rápidamente y se cambiaron de ropa. David recogió los cuadernos de Marcel Dorléac y volvió a meterlos en el maletín.

    — Será mejor que los dejemos de nuevo en la caja de seguridad. Ahora ya sabemos todo lo que nos interesaba.

    Para llegar a Nuevo Orly había que atravesar todo París. Por el camino se detuvieron en el Crédit Lyonnais y bajaron a las bóvedas acorazadas. El encargado se mostró tan obsequioso como el día anterior. Metieron los cuadernos de nuevo en la caja. David indicó al hombre que no se fuera mientras los guardaban: tenían prisa. Tras cerrar la caja con la doble llave, Isabelle volvió a colocarse su llave de oro en el cuello, esta vez con una cadena normal, con cierre: la otra había quedado inutilizada. Cinco minutos más tarde estaban de nuevo en la calle.

    En Nuevo Orly cerraron sus reservas y aguardaron en la cafetería. Aprovecharon el tiempo para desayunar. Apenas hablaron. Isabelle permanecía extrañamente silenciosa y pensativa. Sin duda la lectura de los papeles de su padre, que para ella era, más que un diario, el testamento de un hombre que no había muerto, pero que ya no existía, la había impresionado profundamente. David respetó su silencio. Cuando anunciaron el embarque de su vuelo se dirigieron a la puerta indicada por los altavoces.

    No llevaban equipaje. Ignoraban si iban a permanecer unas horas en Ginebra o varios días, quizá varias semanas, pero ninguno de los dos había pensado en coger una maleta, unas mudas de ropa, ni siquiera útiles de aseo.

    David pensó que, en último caso, podía fabricar todo lo que necesitase. En realidad, no sabía muy bien que iban a hacer a Ginebra. Por supuesto, ir a la dirección señalada por el padre de Isabelle, encontrar la empresa llamada IVAC, y localizar en ella a un hombre llamado Bernstentein. ¿Existirían realmente en Ginebra una compañía llamada IVAC y un hombre llamado Bernstentein? David no estaba muy seguro. Pero era lo único que tenían. En realidad, era lo que habían estado buscando: un camino que los condujera hasta ellos. Era seguir aquel sendero o quedarse en Roissy o en el apartamento de Isabelle o en el hotel Imperial Concorde o en cualquier otro sitio, y aguardar. David no tenía intención de aguardar.

    Ocuparon dos asientos en la parte de cola. David aceptó un periódico francés de la mañana e Isabelle una revista. La salida se demoró diez minutos de la hora prevista, sin que, como suele ser habitual, nadie diera ninguna explicación. El avión estaba lleno en sus tres cuartas partes. El ligero murmullo de las conversaciones era un zumbido de fondo casi adormecedor.

    David ojeo el periódico sin hallar nada interesante. Isabelle tenía la revista abandonada sobre su regazo, y miraba fijamente los letreros de «no fumar. Abróchense los cinturones», ahora apagados. El avión empezó a moverse por la pista, a una velocidad parsimoniosa. Giró para enfilar la pista de despegue, y pareció detenerse unos instantes. Los letreros se iluminaron. La voz de la azafata reiteró por los altavoces que no fumaran, se abrocharan los cinturones y colocaran los respaldos de sus asientos en posición vertical. Luego empezó a desgranar cansinamente las normas de seguridad para emergencias, mientras otra azafata señalaba no menos cansinamente las salidas de socorro al compás de la voz de su compañera. David, sin saber por qué, sintió un ligero estremecimiento en la espina dorsal.

    El avión aceleró motores y empezó a moverse a velocidad creciente por la pista. David sintió que la tensión aumentaba en él. Tendió una mano hacia Isabelle.

    — Dame la mano.

    Ella le miró interrogadoramente, pero dejó que él se la sujetase fuertemente. El avión dio una ligera sacudida y se elevó en un ángulo pronunciado, produciendo esa leve sensación característica en la boca del estómago. David dijo:

    — Las recomendaciones de rutina de la azafata me han hecho pensar que no hay mejor sitio para provocar un accidente mortal que un avión. Una explosión en pleno aire puede ser algo definitivo. No me gustaría en absoluto.

    Isabelle no pudo evitar una sonrisa.

    — ¿Y como piensas evitarlo si se produce?
    — No lo sé. Pero voy a permanecer atento durante todo el viaje, y al menor asomo de cualquier tipo de peligro actuaré. No se como tampoco: yendo a otro lado o… no sé. Pero sea como sea, si se produce algo no quiero perderte. Tal vez la proximidad sea suficiente, pero prefiero el contacto físico.

    Ella asintió. A través de los altavoces el capitán se presentó, dio la información de rutina respecto a la duración del viaje y la velocidad y altitud del vuelo, y les agradeció haber escogido aquellas líneas aéreas para su viaje. Luego una suave música ambiental ocupó la cabina de pasajeros.

    El vuelo duró algo menos de una hora. No se produjo nada anormal, excepto la rabieta de un niño de corta edad que viajaba solo al lado de las azafatas y se puso a berrear en ingles que quería volver a casa con su mamá. David, no obstante, permaneció atento cada segundo del vuelo, dispuesto a abortar o al menos intentarlo, cualquier acción contra ellos o el aparato. Luego la música se interrumpió, el capitán comunicó que en cinco minutos aterrizarían en Ginebra, los letreros frente a sus asientos se encendieron de nuevo, y David pudo ver la serpenteante cinta azul del Ródano y la resplandeciente masa del Lago Leman allá delante, con la aglomeración de Ginebra a su alrededor, entre huertas y viñedos, mientras el avión trazaba un amplio círculo para enfilar la pista de aterrizaje del aeropuerto de Cointrin.

    El momento del aterrizaje era el más peligroso…, el más idóneo para cualquier tipo de acción destructiva. Hubo un momento en que David sintió que la tensión se le hacía insoportable. Luego las ruedas lanzaron su primer chillido contra el cemento, el aparato dio un par de pequeños botes hasta que se estabilizó sobre la pista, y los reactores de freno entraron en acción a toda potencia. Cuando el avión se detuvo finalmente, David sintió un alivio casi insoportable. Miró a Isabelle: su rostro estaba más pálido que la cera.

    Le sonrió animosamente.

    — No ha pasado nada —dijo con voz alegre—. Quizá hayan decidido dejarnos tranquilos. O tal vez nos tengan miedo.
    — O puede que hayan cambiado de planes. David la miró desconcertado.
    — ¿Qué quieres decir?
    — La verdad es que no lo sé exactamente. Pero creo que finalmente vamos a conseguir lo que mi padre intentó durante tantos años sin lograrlo: vamos a entrar en contacto con ellos. Y me temo que sea porque ellos quieren.

    Tomaron un taxi hasta el centro de la ciudad. La avenida de los Franceses bordeaba el lago, frente a la rada y el surtidor. La avenida había sido remodelada sobre un antiguo paseo, derribando toda la hilera frontal de casas y convirtiéndola en un auténtico paseo marítimo de enorme amplitud, y los viejos edificios de segunda línea habían sido derruidos y cambiados por grandes, aunque no muy altas, estructuras de acero y cristal. De tanto en tanto, enmarcado entre dos calles transversales, se divisaba el anacronismo de algún edificio antiguo cuya función o interés histórico había salvado de la picota. El viento lanzaba el chorro del alto surtidor hacia el centro del lago, en una elegante curva. David imaginó que no tardarían en cortarlo, si el viento cambiaba de dirección.

    El ciento dos de la avenida de los Franceses era un edificio comercial de ocho plantas, ancho, resplandeciente y frío, dotado con todas las comodidades interiores y una aséptica, lisa y fea línea exterior. Sus cristales color bronce reflejaban la luz del sol como los cristales de unas multifacetadas gafas de sol. Sobre su tejado se alzaba una larga y enhiesta antena de comunicaciones.

    El taxista detuvo su aerotaxi junto a la acera y señaló el agazapado monstruo arquitectónico.

    — Aquí es. Son veintisiete francos, señor.

    David pagó, y bajaron. Por unos instantes examinó el edificio desde la acera. Luego tomó de nuevo a Isabelle de la mano, y entraron.

    El amplio vestíbulo se bifurcaba en dos escaleras, con dos baterías de ascensores en las paredes laterales. En la pared del fondo, encima del amplio mostrador del conserje, estaban los directorios de ambas escaleras. David les echó una mirada superficial. Había demasiados despachos para andar buscando. Se dirigió directamente al conserje.

    — Busco la compañía IVAC.

    El hombre al otro lado del mostrador, uniformado casi como un general, le miró con severa eficiencia.

    — Escalera B, despacho 603. ¿A quién anuncio, por favor?
    — Quiero ver al señor Bernstentein.

    El conserje frunció ligeramente el ceño.

    — ¿Tiene cita concertada?
    — No. Pero dígale que está aquí David Cobos.
    — Me temo que no va a poder recibirle, señor. El señor Bernstentein está siempre muy ocupado. Un momento, por favor.

    Pulsó un botón en el gran panel que tenía en la parte frontal de la mesa, tras el mostrador. Una de la batería de pantallas que tenía ante él, invisibles al que estaba al otro lado excepto por su débil reflejo, parpadeó y cobró imagen. Una voz femenina dijo algo.

    — Preguntan por el señor Bernstentein. El señor —miró brevemente a David— David Cobos.

    Escuchó unos instantes. Luego alzó de nuevo la vista.

    — ¿De qué asunto se trata, señor Cobos?
    — Es un asunto personal con el señor Bernstentein. Estoy seguro de que si le comunican mi nombre me recibirá inmediatamente.

    Era una suposición muy aventurada, pero no se le ocurría otra cosa. El conserje volvió a hablar a la pantalla. Aguardó unos instantes. Luego, la voz femenina dijo algo de nuevo.

    — Lo siento, pero como me temía el señor Bernstentein está muy ocupado. No puede recibirle hoy. Su secretaria dice que si lo desea puede concertarle una cita.

    David se inclinó sobre el escritorio.

    — Mire, dígale a la secretaria del señor Bernstentein que consulte con el señor Bernstentein. Es un asunto importante. Seguro que si sabe que estoy aquí me recibirá ahora mismo.

    El conserje suspiró resignadamente. Todo el mundo se cree muy importante, debía estar pensando.

    — Está bien. —Retransmitió las palabras de David, aguardó unos instantes. Tras oír lo que le decía la voz femenina, su cara adoptó el aire de satisfacción que solo adoptan los conserjes de los edificios cuando se sienten con la autoridad suficiente para negarle a alguien el paso a sus dominios—. La secretaria del señor Bernstentein dice que ha consultado con el señor Bernstentein, y que como temía no puede recibirle ahora. Dice que puede concertarle una entrevista para dentro de dos días.

    David sintió que le hervía la sangre.

    — Escuche, pedazo de estúpido. Acabamos de llegar de París con el único fin de ver al señor Bernstentein, y vamos a verlo ahora. Así que dígale a su secretaria que subimos.

    Dio bruscamente la vuelta y se encaminó hacia la batería de ascensores de la derecha, seguido por Isabelle. Al entrar había visto que aquella era la escalera B. Dos de los cuatro ascensores estaban en la planta y tenían las puertas abiertas. Dejó pasar a Isabelle, entró, y pulsó el botón del sexto piso. Mientras las puertas se cerraban ante él vio al conserje observándole desde detrás de su mostrador. No se había movido de su sitio, y le miraba con un claro aire divertido.

    Las puertas volvieron a abrirse en el sexto piso. Al otro lado les aguardaban dos hombres de aspecto fornido con el inconfundible uniforme de los guardias de seguridad.

    Entraron en el ascensor sin darles tiempo a David e Isabelle de salir de él.

    — Miren, amigos, no queremos problemas —dijo el más alto de los dos, con esa voz suave que refleja una dureza a punto de saltar en cualquier momento—. Así que vuelvan abajo con nosotros y váyanse pacíficamente, y no será necesario emplear la fuerza.

    David apenas dudó una fracción de segundo. Fue como un parpadeo. De pronto se encontró junto con Isabelle fuera del ascensor, en el amplio rellano del sexto piso, de paredes y suelo de mármol, mientras los dos guardias jurados miraban alelados, sentados en el suelo al fondo del ascensor, cómo las puertas de éste se cerraban inflexiblemente ante ellos.

    — Vamos —dijo David a Isabelle. La muchacha sonrió.
    — Estas progresando a pasos de gigante —dijo. Le siguió.

    La verdad era que David no sabía como lo había hecho exactamente: simplemente había deseado que aquel par dejaran de molestarles y poder seguir su camino en busca de Bernstentein. El resultado no había podido ser más satisfactorio.

    La puerta 603 estaba al final del amplio rellano, a la izquierda. Sobre la madera noble había una gran placa de metal dorado mate: «IVAC — Inversiones Internacionales». Empujó. Estaba cerrada.

    No se molestó en llamar. La conversación con el conserje y las palabras del guardia jurado le habían inspirado. Miró la cerradura: sonó un ligero clic, y la puerta se entreabrió. Empujó. Oyó una ligera risita a sus espaldas.

    Al otro lado había una amplia y confortable sala de espera con una recepcionista cuya mayor virtud era su espectacularidad. Los miró sorprendida.

    — ¿Cómo han entrado?
    — Por la puerta. Soy David Cobos. Queremos ver al señor Bernstentein.
    — El señor Bernstentein no recibe… —dudó. Miró un cuaderno que tenía ante ella—. Sí, señor Cobos. Le está esperando. —Se levantó y se dirigió a una puerta—. Pasen por aquí, por favor. Aguarden un segundo.

    Era otra sala de espera, privada ésta, algo más pequeña, con amplios sillones y una mesita con revistas no atrasadas. El amplio ventanal del fondo daba directamente al lago.

    Isabelle enarcó la ceja.

    — ¿Cómo lo has conseguido? David sonrió.
    — Alguien que puede trasladar todo el sistema solar cien parsecs en el espacio en menos de un segundo, ¿crees que puede tener algún problema en incluir su nombre en un dietario de citas?

    Isabelle sintió deseos de echarse a reír. Se contuvo.

    — Nunca me detuve a considerar los aspectos prácticos del poder —dijo David, un tanto pensativamente—. ¿Sabes?, creo he estado haciendo el idiota durante mucho tiempo.
    — Bueno, supongo que es la inexperiencia —admitió Isabelle—. Pero ve con cuidado. Mi padre decía siempre que es muy fácil excederse. —La mención de su padre ensombreció nuevamente su rostro.

    La sala de espera tenía dos puertas: aquella por la que habían entrado y otra. La segunda puerta se abrió silenciosamente. Una mujer de mediana edad, con el aire austero y eficiente que retrata a las secretarias de los altos ejecutivos, les miró desde el umbral.

    — El señor Bernstentein no tenía previsto recibirles, pero ha accedido a ello. Pasen, por favor.

    Aquellas palabras hubieron debido poner en guardia a David, pero se sentía demasiado eufórico por sus últimas hazañas. Cedió el paso a Isabelle, luego la siguió.

    La oficina al otro lado de la puerta solo podía ser calificada de suntuosa. Paredes enteramente forradas de madera noble, excepto una que era una gran cristalera mirando al lago Leman y al surtidor. Al fondo, un gran escritorio de caoba, con dos cómodos sillones delante y un gran sillón de ejecutivo detrás. A un lado, junto a la cristalera, una amplia mesa redonda de madera con ocho sillas a su alrededor. Un par de lámparas de pie estratégicamente situadas, aparte de la lámpara de sobremesa encima del escritorio. Ninguna librería, ningún mueble auxiliar: eso quedaba para los despachos de los subalternos. La habitación reflejaba una cálida elegancia clásica que contrastaba con la austera modernidad del edificio. Y, tras el escritorio, sentado en su imponente sillón, un hombre.

    David se sintió sorprendido por su apariencia. Esperaba algo más del «señor Bernstentein». No era que su aspecto fuese insignificante, pero todo él emanaba un aura de… vulgaridad. Era bajo, rechoncho, medio calvo, con gruesas gafas y cara de luna llena, un tipo que pasaría desapercibido en cualquier lugar. Solo resaltaba su presencia el ambiente que le rodeaba, y lo hacía a través de una profunda incongruencia. No se levantó de su asiento al verles. Aguardó a que estuvieran frente al escritorio, y les señaló los sillones al otro lado.

    — Su visita es un tanto irregular —dijo como bienvenida.
    — Todo aquí es un tanto irregular —reconoció David—. Pero necesitábamos hablar con usted lo antes posible.

    El hombre alzó la tapa de una cajita de madera taraceada que tenía sobre su escritorio y extrajo un cigarrillo. No les ofreció ni a Isabelle ni a David. Este pensó que ni ella ni el fumaban, y el pensamiento se disolvió en el aire como una voluta de humo.

    El hombre encendió el cigarrillo con un encendedor de sobremesa dorado, probablemente de oro.

    — Bien —murmuró, arrojando una nube de humo al aire—. ¿Qué desean exactamente?
    — Obtuvimos su nombre a través de Marcel Dorléac —dijo David. Aguardó la reacción del otro. Ningún músculo de su rostro se movió.

    Hubo una larga pausa. Luego Bernstentein dijo:

    — No conozco a ningún Dorléac. ¿Debería?
    — Creo que sí —dijo David. Dudó unos instantes antes de continuar. Señaló a Isabelle—. Ella es su hija.

    El hombre tras el escritorio desvió un poco su vista hacia la muchacha, enarcó ligeramente una ceja.

    — Encantado. ¿De qué debería conocer yo a su padre? Isabelle hizo una profunda espiración.
    — ¿No es usted en parte responsable de su desaparición? Bernstentein pareció sorprendido.
    — ¿Acaso ha desaparecido?
    — Completamente —dijo David, y su tono era duro. El hombre suspiró.
    — Entonces creo que lo más sensato es que acudan a la policía.

    David se inclinó sobre el escritorio.

    — ¿Por qué no hablamos claramente? —dijo—. Usted es uno de ellos.

    Bernstentein pareció evidenciar una genuina sorpresa.

    — ¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?

    David suspiró irritadamente. Sus ojos se clavaron en el grande y pesado escritorio.

    — Tal vez esto le dé una idea —murmuró. Se concentró para que el escritorio, con todo lo que había encima, desapareciera.

    Hubo algo parecido a un parpadeo, una oscilación, como una vibración en el aire. El escritorio siguió en su sitio.

    — ¿Decía? —murmuró suavemente Bernstentein.

    David contuvo el aliento unos instantes, luego expelió el aire con lentitud.

    — El conserje, abajo, nos dijo que su secretaria le había comunicado que tenía usted todas sus citas completas hasta dentro de doce días. ¿Por qué nos ha recibido?

    El hombre sonrió beatíficamente.

    — Bueno… su insistencia me ha llamado la atención. ¿Sabe?, muy pocos visitantes consiguen llegar hasta aquí sin cita previa.
    — ¿Sabe como lo hemos conseguido nosotros?
    — No, y la verdad es que me gustaría saberlo.
    — Me deshice de los dos guardias jurados que nos esperaban en el piso enviándolos abajo, desconcertados, sentados en el suelo del ascensor, sin saber si quiera lo que les había ocurrido. Luego hice que mi nombre apareciera incluido en la agenda de citas de su recepcionista de la entrada.
    — ¿De veras? —Bernstentein frunció el ceño. Se inclinó hacia un interfono, pulsó una tecla—. Hélène, tráigame la libreta de citas de Josephine, por favor.

    Aguardó, mirando alternativamente a sus dos visitantes. La secretaria que los había introducido hasta ahí entró en la habitación trayendo una agenda en la mano. Se la tendió a Bernstentein. Éste la examinó brevemente, se la tendió a David.

    — Aquí no veo anotado su nombre, señor… ¿Cobos, ha dicho?

    David miró la agenda. En la página de aquel día, junto a las distintas horas, figuraban varios nombres. Ninguno era el suyo.

    Alzó la vista hacia Bernstentein. Bien, así que estaban jugando al gato y al ratón. Aquel hombre también poseía el poder, y estaba utilizándolo para neutralizarle. Primero lo había hecho con el escritorio ahora con la agenda.

    — ¿Qué pretende con esto, señor Bernstentein?

    El hombre al otro lado de la gran mesa enarcó las cejas.

    — Creo que debería ser yo quien preguntara que pretende usted.

    David miró a la secretaria, que permanecía eficientemente inmóvil al lado de su jefe, aguardando instrucciones. Este le hizo una seña despidiéndola. En silencio, la mujer recogió la agenda y se fue, cerrando suavemente la puerta tras ella.

    — Hablemos claro, señor Bernstentein —dijo David—. Ignoro quienes son ustedes y que fines pretenden. Pero si sé que han intentado matarme dos veces, y han hecho desaparecer al doctor Payot y al padre de Isabelle. Marcel Dorléac dejó unos cuadernos que ustedes no pudieron hacer desaparecer, en los que figuraba su nombre y el de ésta compañía como relacionados con el… grupo, organización o como quiera llamarle que hace años contactó con él para amenazarle con respecto al uso que pudiera hacer de su poder. —hizo una breve pausa—. Sabe lo que es el poder, ¿verdad? Lo acaba de utilizar dos veces en muy poco tiempo.

    El hombre se echó a reír. Juntó las yemas de los dedos ante su boca.

    — Mi querido señor Cobos. Ésta es una honorable compañía de inversiones.

    ¿Está acusándonos de algo ilegal?

    David se mordió los labios. Se dio cuenta de que no iba a conseguir nada hablando con aquel hombre: los circunloquios podían seguir durante toda una eternidad. Volvió a clavar los ojos en la mesa. Pensó en todo lo que decían los cuadernos de Marcel Dorléac sobre el poder, sus diversos grados y potencialidades. Coeficientes, lo había llamado el misterioso visitante. Recordó aquella frase relativa a él: «su poder tiene que ser inconmensurable». No sabía cuál era su poder; no sabía tampoco cuál era el poder del hombre que tenía ante sí, aunque estaba seguro de que lo tenía. Bien, su primer intento había pretendido ser una descuidada muestra de sus habilidades, pensada únicamente para impresionar. Tal vez ahora un pulso lograra algo más concreto.

    Con el rabillo del ojo vio envararse al hombre. Se concentró en la mesa, forzando al máximo su voluntad. El hombre se agitó.

    Le costó menos esfuerzo de lo que esperaba. La mesa, con todo lo que tenía encima, se volatilizó en el aire.

    Isabelle lanzó una ahogada exclamación.

    El señor Bernstentein, frente a ellos, pareció ahora más pequeño que antes. El sillón donde estaba sentado era un poco más alto de lo normal para paliar su baja estatura. Debido a ello, sus pies no llegaban al suelo sino que reposaban sobre una pequeña tarima de madera.

    David sintió deseos de echarse a reír. Su interlocutor estaba blanco.

    — ¿Qué pretende con esto? ¿Qué ha hecho con… con mi escritorio?
    — Simplemente quiero que se sincere usted conmigo, señor Bernstentein.
    — Voy a… —El hombre estaba francamente lívido—. Voy a…
    — Sí, por supuesto. Llamar a su secretaria. A los guardias de seguridad. A la policía. ¿Con qué interfono? ¿Con qué teléfono? Sea realista, señor Bernstentein. El juego ha terminado. ¿O prefiere que lo continuemos?

    Se concentró de nuevo. Esta vez no se preocupó tanto como la anterior: ya había medido su superioridad. Silla y tarima desaparecieron. Bernstentein cayó más ridícula que violentamente al suelo. David se levantó, se le acercó y le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Instintivamente, el otro la aceptó. Puesto en pie, le llegaba a David a la altura del cuello.

    — Bien, señor Bernstentein. Puede seguir jugando si quiere. Pero acaba de comprobar que su poder no tiene nada que hacer frente al mío. Piénselo: al igual que he hecho desaparecer la mesa y la silla puedo hacerle desaparecer a usted, como ustedes hicieron desaparecer a Marcel Dorléac. Y no dude que voy a hacerlo, a menos que responda honestamente a todas mis preguntas. Así que decídase. No voy a esperar mucho. Tiene usted… —consultó su reloj— treinta segundos.

    El hombre tragó ostensiblemente saliva.

    — No, espere…, no se precipite. Está bien. Pero no se ponga nervioso. Le diré todo lo que quiere saber. Pero piense que mi situación es delicada.
    — Muy delicada —admitió David. Se sentía henchido por una nueva confianza en sí mismo. Se concentró de nuevo, esta vez casi sin preocuparse de lo que estaba haciendo, con la seguridad de que iba a lograrlo. El escritorio y la silla reaparecieron en su lugar. Bernstentein estaba sentado de nuevo en su sitio. Pero David no había podido resistirse a dos tentaciones. El teléfono y el interfono no volvieron a aparecer. Y la silla del otro no era ahora más alta de lo normal. Su corta estatura quedaba acentuada por el tamaño de la mesa que tenía ante sí.
    — Está bien. Hablemos. ¿Quiénes son exactamente ustedes?
    — Formamos una organización de control del poder. Nos llamamos la hermandad. La compañía de inversiones y sus distintas sucursales son solo una pantalla y una forma de legalizar nuestro dinero. Nuestra verdadera misión es cuidar que el poder no sea usado para fines impropios ni abusivamente.
    — Entonces, hay muchas personas en el mundo que lo poseen. El hombre dudó, luego negó con la cabeza.
    — A un nivel lo suficientemente alto como para merecer ese nombre, no tantas. Pero si no estuvieran organizadas y controladas podrían hacer mucho daño.
    — ¿Cómo cuantas? Carraspeó.
    — No lo sé exactamente. Cien. Doscientas quizá. No son muchas, si tenemos en cuenta el total de la población mundial. Y estamos muy esparcidas físicamente.

    David se inclinó hacia delante. Hacía mucho tiempo que aquella pregunta ardía en sus labios.

    — Dígame, ¿qué es exactamente el poder?


    9


    Bernstentein dudó. Era evidente que se trataba de una pregunta difícil.

    — No sé cómo explicárselo. Es muy difícil definirlo en pocas palabras. Creo que ni siquiera nosotros lo sabemos exactamente. Hay teorías, por supuesto, pero…
    — Déjese de rodeos. Ya he leído suficientes teorías en los cuadernos del padre de Isabelle. Quiero hechos concretos.

    El hombre tragó saliva.

    — Bien, intentaré… hacérselo comprender. Como principio, hay que aceptar el hecho de que la realidad, como tal, no existe.

    David guardó silencio. El otro esperó unos instantes, como si esperase alguna objeción. Luego, al ver que David no decía nada, prosiguió:

    — Cuando digo realidad no me refiero únicamente a la realidad tal como la captamos. No quiero decir que la realidad sea otra y nosotros estemos viendo una pantalla que la recubre. Me refiero a la realidad en sí. A toda la realidad. A la realidad como concepto. El mundo, el universo me atrevería a decir, es una cosa amorfa. Maleable. En él hay algunos hombres que tienen el don de poder moldear esa cosa amorfa. A su antojo. Dentro de un cierto grado, que puede variar de unos a otros.

    »Ésta es la base. El mundo que conocemos es el resultado de un número inconcreto, pero evidentemente muy numeroso, de esos moldeos sucesivos. Y en él hay todavía algunos seres que, teniendo esa facultad, ese poder, hemos convenido en llamarlo, siguen modelando. Cambian la realidad a su alrededor. A su antojo, y dentro de los límites que desean, hasta el techo que les permite su poder particular. Usted puede hacer desaparecer esta mesa y esta silla, o toda una sección militar encargada de estudiar su caso, o trasladar cien parsecs todo el sistema solar para que venga a recogerle cuando está en peligro de muerte. Esto es el poder.

    David seguía guardando silencio. El hombre se humedeció los labios. De pronto apareció entre sus manos un vaso con un líquido ambarino. Lo bebió de un sorbo.

    — Disculpe —dijo. Lo hizo desaparecer—. Para que le entienda mejor, permítame ofrecerle una visión más global, que abarca desde un principio. Es una teoría, por supuesto, y verá que tiene muchos puntos de contacto con la mayor parte de las religiones. Pero está basada en la lógica, no en la fe, y por eso quizá es la que tiene más aceptación entre todos nosotros.

    »En un principio, el universo era esa masa amorfa y maleable de que le he hablado, una oscuridad y un vacío puros. Pero ese universo contenía una entidad que poseía el poder. Esa entidad no quería estar a oscuras y en medio del vacío, de modo que decidió crear el universo tal como lo vemos ahora. Y creó los soles, y los planetas, y la vida en esos planetas. Quizá al principio fue como un juego, pero pronto se sintió interesado por su creación, del mismo modo que un niño se siente interesado por los juguetes que va moldeando con su plastilina.
    »Muchos de nosotros identificamos a ese ser primigenio, a ese poder original, con Dios. Por supuesto, no se trata del Dios de luengas barbas con las tablas de la ley bajo la mano, omnipotente, omnisciente y eterno, en que nos ha hecho creer la religión católica. Es un dios más cercano a los racionalistas: veleidoso, a veces irritable, seguramente mortal, que creó este universo, trasteó un poco con él, y cuando se cansó lo abandonó a su suerte, como un niño que abandona un juguete del que se ha cansado. ¿Dónde está ahora ese dios? Nadie lo sabe. Tal vez haya muerto. Quizá se haya ido a otro universo maleable para probar de nuevo su obra de creación. Puede que esté dedicado a sus propios asuntos, sean éstos los que sean, y se limite de tanto en tanto a echarnos una ojeada distraída para ver si seguimos y como seguimos. Pero eso no importa ahora.
    »Lo que importa es que, con su creación, dejó algo de su semilla. Quizá lo hizo conscientemente, o tal vez fuera un mero azar. Algunos opinan que se trata de algo que forma parte de la naturaleza misma de las cosas, y que al crear su universo no pudo evitar el dejar algo de su esencia en él. Sea como fuere, desde el principio de los tiempos empezaron a surgir entre los hombres individuos que tenían destellos de ese poder original. Podían hacer cambiar las cosas a su alrededor. Supongo que muchos ni siquiera se dieron cuenta de la existencia en ellos de ese poder, y transcurrieron sus vidas sin llegar a conocer su potencial. Otros si se dieron cuenta, e hicieron cosas: así surgieron los videntes, los profetas, los que hacían milagros. Otros finalmente no consiguieron nunca controlar sus acciones, y en ocasiones causaron auténticos desastres que luego no supieron cómo arreglar.
    »Por supuesto, jamás sabremos con exactitud quienes fueron esos hombres en la antigüedad, aunque las obras de algunos de ellos nos permiten suponer que dispusieron de él. Grandes figuras de la historia debieron juguetear durante toda su vida con esa maleabilidad del mundo que les rodeaba. Aunque nunca tendremos la certeza de ello porque, como supongo que habrá observado, cuando algo cambia lo hace enteramente, sustituyendo a lo anterior de tal modo que su recuerdo desaparece incluso de la memoria de aquellos que vivieron la otra realidad.

    David alzó una mano.

    — Eso es algo que nunca he comprendido. Bernstentein suspiró.
    — Bien, en realidad nadie lo comprende. Sabemos que ocurre así, y punto. Uno de nosotros lo comparó una vez con la reescritura de la historia que han efectuado a lo largo de los tiempos muchos países totalitarios. Cuando alguien cae en desgracia, no solo se le destruye físicamente: se le elimina del pensamiento de los demás. Se queman sus obras, se borra su mención en los libros de historia, se tacha su nombre en los anales. Aquí sucede algo parecido, pero en el mundo real y de una forma automática. Es algo que tiene que obedecer a alguna ley oculta de equilibrio de la naturaleza. Otro de mis compañeros de hermandad lo ha comparado con la ejecución de un largo y complejo programa de ordenador. El programa es el mundo, el operador es el hombre que posee el poder, y los datos que introducimos en la máquina la realidad que nos circunda. Cuando efectuamos alguna variación en la ejecución del programa, este modifica automáticamente todos los elementos de cálculo relacionados con esta variación, sin que nosotros tengamos que preocuparnos de ir haciéndolo manualmente uno por uno. Luego, cuando acudimos al dato en cuestión, encontramos el nuevo valor: el antiguo ha desaparecido por completo. Como si no hubiese existido nunca.

    Isabelle dejó escapar una leve exclamación. David la miró con el rabillo del ojo, pero estaba demasiado absorto en las palabras del otro hombre.

    — Está bien. Prosiga.
    — Ya no hay mucho que añadir. Hasta hace unos pocos años, todos aquellos que poseían el poder actuaban por su cuenta, muchas veces sin saber exactamente qué hacían, como quien toca de oído. A finales del siglo pasado fue cuando se produjo el cambio. Uno de los poseedores del poder, el profesor Heinrich Boher, se dio cuenta de que había algo fuera de lo común dentro de su cabeza. Era una mente eminentemente científica, dada más al análisis y a la especulación que a la acción. Se dedicó a investigar el fenómeno. Resultó que su coeficiente de poder era enorme, y lo fue educando y puliendo al tiempo que lo analizaba, como quien efectúa una vivisección. Sus investigaciones le pusieron pronto ante la evidencia de que existían otros hombres en sus mismas condiciones en el mundo. No tardó en crear toda una red de corresponsales para buscar a esos otros hombres. Esos corresponsales, por supuesto, no sabían nada de lo que estaban buscando realmente: su misión era simplemente informarle de todos los hechos que se apartaban de lo normal en cualquier parte del mundo. Eso le creó una cierta fama de buscador y coleccionador de hechos insólitos y malditos, y muy pronto se encontró con legiones de corresponsales espontáneos que se unieron voluntariamente a las filas de sus buscadores. El análisis de todos los casos que le eran sometidos le permitía desentrañar cuales eran resultado de la actuación de personas que, como él, poseían el poder. Contactaba con ellas, las llamaba a su lado. Muy pronto creó a su alrededor una escuela de hombres y mujeres que poseían sus mismas cualidades, y con ello formó una especie de Academia de élite.

    »El mundo, por supuesto, no supo cuál era la auténtica naturaleza de esa Academia y de sus miembros. Se le llegó a conceder el premio Nóbel de la paz «por su lucha por la unión en todo el mundo de las grandes mentes de buena voluntad», poco antes de que los premios Nóbel fueran definitivamente abolidos. Y él siguió calladamente con su labor.
    »A su muerte, sus discípulos siguieron la tarea emprendida. En la primera década de este siglo, como saben ustedes, se produjo la famosa reacción contra la ciencia y la tecnología en general que motivó que muchos científicos, intelectuales y técnicos resultaran muertos, otros huyeran y la mayoría se refugiaran en el mundo de la clandestinidad. Los seguidores de Boher se refugiaron en el mundo de la clandestinidad. ¿Por qué no actuaron cambiando la situación con su poder y situando las cosas al nivel que estaban antes? Bueno, todavía se hallaban en un estadio de asentamiento de sus poderes y carecían de la coordinación necesaria para emprender una tarea de tanta envergadura. Se habían dedicado más a la investigación del alcance de sus poderes que a sus posibilidades prácticas. En general, su coeficiente de poder no era muy alto. Y tampoco habían llegado todavía a la realización de que, uniendo sus respectivos poderes, podían llegar a techos mucho más altos. Fue este movimiento anticientífico el que les hizo pensar en todos estos aspectos y dar un giro espectacular a sus líneas de actuación.
    »En consecuencia, la Academia de Heinrich Boher se convirtió en su camino a la clandestinidad en una serie de empresas privadas unidas entre sí. La fachada de esas empresas servía, mediante utilizaciones cuidadosamente estudiadas del poder, para proporcionar ingresos al grupo a fin de conseguir su estabilidad económica y procurarles fondos para continuar con sus estudios e investigaciones. Así, poco a poco, estas compañías fueron cambiando, aglutinándose, hasta formar lo que son ahora: el grupo IVAC, una empresa de inversiones que posee sucursales y delegaciones en las principales ciudades del mundo.

    Bernstentein hizo una larga pausa. El vaso volvió a aparecer en sus manos. Lo apuró. Sonrió como disculpándose.

    — Perdonen, pero lo necesito. ¿Quieren beber algo también?
    — Si lo queremos podemos procurárnoslo por nosotros mismos —dijo David—. Siga. El hombre asintió con la cabeza. Hizo desaparecer el vaso.
    — En realidad, ya está dicho todo —señaló—. Esto es en líneas generales todo lo que sabemos del poder y la forma en que actúa, y por qué existe nuestra hermandad. ¿Qué más quieren saber?
    — Muchas cosas más —dijo David—. En primer lugar, ¿cuáles son los fines reales de esta falsa hermandad? Su versión de cuidar y vigilar el buen uso del poder es un cuento de hadas muy hermoso.

    El hombre sonrió.

    — Creí que había quedado claro ya con lo que les he explicado. Durante todo el tiempo en que aquellos que poseían el poder actuaron independientemente y según sus respectivas personalidades, se produjeron muchos cambios importantes en el mundo. En realidad, no sabemos cómo sería nuestro planeta hoy si no hubieran existido. Algunos de nuestros miembros se han dedicado a un estudio exhaustivo de la historia bajo esta nueva luz. Están convencidos de que personalidades históricas tan importantes como Atila, Napoleón o Hitler poseían el poder en un grado elevado, y solamente fueron vencidos cuando alguien con un poder superior a ellos, o quizá varios poseedores del poder unidos, consiguieron derrotarles. En el caso de Hitler por ejemplo, uno de nuestros compañeros ha estudiado profundamente el tema, y ha llegado a la conclusión de que fue derrotado solamente cuando varios oficiales de la Wehrmacht, poseedores del poder y contrarios a la ideología hitleriana, unieron sus esfuerzos en secreto para derrotarle. Incluso hay un miembro de la hermandad que afirma que América no existía hasta que Colón la creó de la nada, de forma inconsciente, para librarse del trauma de su fracaso de no hallar el camino a las Indias Orientales. Pero esto, por supuesto —sonrió—, es una hipótesis bastante discutible.

    »Lo que quiero decirles es que la creciente complejidad del mundo hace que cualquier intervención importante en la realidad circundante pueda tener alcances insospechados. Piense en sus propias acciones, señor Cobos. Sin pretenderlo, ha movido usted todo nuestro sistema cien parsecs en el universo. Ha eliminado toda una sección militar, lo cual ha significado, se lo puedo decir con exactitud, la desaparición de ochocientos treinta y seis personas, con las correspondientes familias. Piense que una actuación incontrolada del poder es como una bola de nieve. Actúa en cascada, y a veces su final es imprevisible. No podemos correr este riesgo.
    »Nuestra hermandad, que se lo diré antes de que me lo pregunte, no tiene nombre más allá de esta pantalla de la IVAC, sencillamente porque no lo necesita, pretende evitar que alguna acción incontrolada del poder cree algún desastre que tal vez dio origen al diluvio universal. Nuestros miembros jamás utilizan por su propia cuenta el poder más allá de un límite que podríamos llamar doméstico. Cualquier actuación importante es decidida en asamblea y cuidadosamente controlada. Una de nuestras misiones más importantes, precisamente es la vigilancia y detección de aquellos que se revelan como poseedores del poder.

    — El hombre que acudió a visitar a mi padre —dijo Isabelle con un hilo de voz.
    — Exacto. Era uno de nuestros miembros.
    — ¿Por qué no le explicaron entonces todo lo que nos está contando usted ahora? —protestó Isabelle—. ¿Por qué lo dejaron fuera?

    Bernstentein frunció los labios.

    — Bien… existen muchas otras personas poseedoras del poder en la Tierra, aparte esos cien o doscientos que les he dicho; pero su poder es tan escaso y limitado que no es operable más allá de ese límite doméstico al que me he referido. Muchos de ellos transcurren toda su vida sin siquiera darse cuenta de que lo poseen. Son esas personas que decimos que tienen suerte en la vida, que «todo les sale bien». Influyen a su alrededor, pero a un nivel tan ínfimo que su influencia no tiene repercusiones más allá de su entorno más directo, y ni ellos mismos se dan cuenta de que están ejerciendo esa influencia. Como usted, señorita, si no hubiera sido entrenada desde niña en el poder de su padre.

    Pareció arrepentirse de haber dicho aquello. Se agitó en su asiento.

    — Miren, nosotros no podemos convertirnos en una especie de sociedad protectora de gente con poderes en ciernes. Desde un principio tuvimos que establecer un límite. Mejor dicho, dos límites. El primero nos señala quienes, de entre los poseedores del poder, merecen nuestra atención. Los que se hallan por debajo de este límite son desechados como… inofensivos, podríamos decir. Los que se hallan por encima de él merecen nuestra atención, pero si no llegan al segundo límite no pueden entrar a formar parte de nuestra hermandad, porque su poder no es lo suficientemente intenso como para provocar cambios importantes en el mundo. El caso de su padre, señorita era uno de ésos. Algunos intentan pese a todo rebelarse, y entonces tenemos que intervenir. La mayoría, sin embargo, saben mantenerse a raya.

    »Solamente aquellos que poseen un poder lo suficientemente intenso como para ocasionar cambios importantes en el mundo merecen nuestra atención. Ellos son los que pueden entrar a formar parte de nuestro grupo… siempre que acepten nuestras reglas y se sometan a ellas.

    — ¿Y si no lo hacen? —preguntó Isabelle. El hombre suspiró.

    Entonces, muy a nuestro pesar, nos vemos obligados a anularles.

    El eufemismo no dejaba de ser irónico. Sin embargo, David no se rio.

    — Entonces —quiso saber—, ¿por qué pretenden eliminarme sin siquiera darme la oportunidad de decidir si quiero entrar o no a formar parte de esta hermandad de ustedes?


    10


    Hubo un largo silencio. Bernstentein se humedeció los labios. Parecía hallarse acorralado. Miró hacia el gran ventanal, como si buscara apoyo en el alto chorro del surtidor del lago. Pero el viento había cambiado de dirección, y había sido cortado. Aquello pareció acabar de deshincharle.

    — Porque le teníamos miedo —admitió con voz apagada.
    — ¿Miedo? —David frunció el ceño.
    — Mire, yo no me considero un prodigio con el poder —dijo Bernstentein—. Pero mi coeficiente es bastante grande. Podría hacer desaparecer esta ciudad entera si quisiese, y borrar su existencia de todos los libros de historia. Sabe lo que significaría esto: es una ciudad con mucha historia. Sin embargo, tras un primer intento en que le pillé por sorpresa, no pude impedir que usted hiciera desaparecer mi mesa y mi silla y me sentara ridículamente en el suelo. No pude.
    — Su voz era casi un lamento.
    — ¿Quiere decir…? —David no terminó la frase. No encontró las palabras.
    — Un hombre que puede desplazar todo el sistema solar treinta billones de kilómetros en el espacio en una millonésima de segundo —dijo Bernstentein—. Nadie ha intentado algo así hasta ahora, por supuesto, pero no creo que nadie de nosotros pueda hacerlo.

    David empezaba a comprender.

    — Y yo lo hice —murmuró.
    — Exacto. Usted lo hizo, sin haber recibido ninguna educación, sin saber siquiera que poseía el poder, solo con la fuerza de su compulsión ante una muerte inminente. El hecho nos sumió en el pánico.

    David se echó hacia atrás en su silla. Pensó en la forma como se había librado de los dos guardias jurados, la facilidad con que había incluido su nombre en la agenda de la recepcionista, aunque luego Bernstentein lo borrara en un fútil intento. Recordó las palabras de Isabelle: «Estás mejorando». ¿Lo estaba realmente?

    — Pero esto no es motivo para matar —dijo.
    — Tal vez no. Pero a veces el instinto de supervivencia anula todas las demás consideraciones. Hemos tenido muchos problemas con otros poseedores del poder antes de ahora. Algunos realmente graves. Cuando supimos de su existencia nuestra primera pregunta fue: ¿qué puede llegar a hacer este hombre con un poder salvaje de límites inconcebibles que no sabemos cómo va a emplear? La respuesta era simple y aterradora: puede llegar a destruir la Tierra. A partir de ahí se disparó el mecanismo de autoprotección.
    — Y decidieron que la mejor incógnita es la incógnita muerta. El hombre asintió lentamente.
    — Bien —dijo David—. No estoy muerto pese a que lo han intentado dos veces…, la segunda, por cierto, de un modo un tanto rocambolesco. ¿Ahora qué?
    — Ahora no sé. Yo soy solamente un miembro dentro de nuestra hermandad. No puedo decidir. Hay un consejo para ello.
    — Quiero hablar con ese consejo.
    — Imposible. Sus sesiones son absolutamente privadas.
    — ¿Usted forma parte de ese consejo? Bernstentein dudó.
    — S… sí.
    — Está bien. Ahora ya sé quién es usted. ¿Ha pensado que me costará muy poco seguirle el rastro y dejar que usted me lleve hasta los demás?
    — Imposible. Nuestra forma de reunirnos es un tanto especial. Cuando celebramos una reunión no tomamos un avión y nos juntamos todos en un lugar determinado. Creamos este lugar y nos trasladamos allí utilizando el poder. Un lugar fuera de este mundo.
    — Como los que elaboran para mí, pero sin sus desagradables ocupantes. Bernstentein agitó pesaroso la cabeza.
    — Usted posee el poder, pero pese a lo que le he dicho sigue sin comprender nada de él. Permita que no responda a su observación.
    — No le permito nada. Escuche, quiero llegar al fondo de este asunto. Si es necesario, estoy dispuesto a no reparar en medios.
    — ¿Qué puede hacer contra nosotros? Sí, es cierto, puede matarme. O eliminarme, por emplear una palabra más ajustada al concepto. Pero con eso sólo conseguirá cerrar la puerta de acceso hacia los demás. Piense, que si nos vemos amenazados, podemos hacer desaparecer esta compañía en un abrir y cerrar de ojos y crear en un momento otra red que sea totalmente inaccesible para usted. Cierto, puede que tras mucho tiempo y numerosas investigaciones llegue a descubrirla también, pero entonces lo único que tendremos que hacer es repetir el proceso y volver a empezar de nuevo. No: si nosotros no queremos, usted no puede alcanzarnos.
    — Pero le tengo a usted. Hay otros medios más sutiles de convencerle. No necesito eliminarle. Puedo… torturarle. Usted mismo ha reconocido que mi poder es superior al suyo. Está indefenso en mis manos. Puedo arrancarle los miembros uno a uno. Hacer arder astillas en las uñas de sus manos y pies, mientras le inmovilizo para que no pueda defenderse. Desventrarle y esparcir sus entrañas sobre esta mesa, bajo un potente foco para que se vayan secando lentamente, mientras cauterizo todos sus vasos sanguíneos para que no desangre. Puedo…

    Isabelle reprimió una exclamación. Bernstentein alzó una mano. No se había inmutado en lo más mínimo.

    — No sea truculento. No le creo capaz de todo esto que alardea, y aunque lo fuera no lo podría llevar a la práctica. Cierto, mi poder es inferior al suyo, pero está educado. Usted, a mi lado, es poco más que un salvaje. ¿Ha pensado que nosotros, los que poseemos el poder, disponemos de un medio infalible de salvarnos de cualquier peligro, si lo vemos a tiempo? Basta con que nos retiremos. Todos tenemos un lugar propio nuestro, una nada que nadie sabe dónde está, ni siquiera si está en algún lugar, pero que existe y nos ofrece un refugio inviolable. Lo llamamos el limbo, y es particular para cada uno de nosotros. Nadie puede entrar en él excepto su propietario y quien él quiera llevar consigo, porque nadie posee sus llamémosle coordenadas, y hay la teoría que nadie las posee porque el limbo es una invención del cerebro, y cuando nos retiramos a él lo hacemos a un lugar distinto cada vez, si realmente es un lugar, una localización aleatoria que no está en ninguna parte estando en todas partes a la vez. No intentaré explicárselo porque seguramente no lo comprendería. En el momento en que usted intentara hacer algo contra mi persona, descubriría que he desaparecido. Y desde el limbo puedo trasladarme de vuelta a cualquier sitio que desee… solo tengo que pensarlo. Estaría fuera de su alcance antes de que usted se diera cuenta de ello, y no podría volver a localizarme nunca. Mientras que yo, todos nosotros, le tendríamos a usted constantemente bajo nuestra vigilancia.

    Hizo una pausa. David se dio cuenta de que todo el nerviosismo y el temor del hombre al principio habían desaparecido. Como si alguien, desde algún lugar, le hubiera insuflado una nueva confianza en sí mismo. ¿Se había puesto en contacto con sus compañeros de logia, y ellos le habían transmitido nuevas fuerzas? Tal vez en estos momentos se estuviera arrepintiendo de todo lo que le había dicho.

    — No, señor Cobos. No puede hacer nada contra nosotros. Puede que individualmente nos pudiera vencer a todos uno a uno, pero como organización, como hermandad, está indefenso. ¿Quiere saber una cosa? Nuestra primera reacción ante usted fue de temor, es cierto. Hicimos un primer intento de eliminar su cuerpo físico, y fracasamos. Hicimos un segundo intento de desterrarle a un mundo hostil donde sus aún crudos poderes no pudieran evitar su muerte, y también fracasamos. Fueron dos errores. Pero esto nos hizo ver las cosas desde una nueva óptica. Ahora ya no le tememos.

    El cerebro de David trabajaba a toda presión. Se daba cuenta de que el otro estaba intentando acorralarle, aunque no podía ver para qué.

    — Pero tengo otro recurso. Usted mismo ha dicho que soy un talento salvaje. Piénselo: podría destruir el mundo.
    — Cierto. Pero no puede destruirnos a nosotros. Mire, aunque mi afirmación le parezca un tanto henchida de soberbia, somos como dioses. Dioses pequeños, es cierto, pero dioses al fin y al cabo. Todo lo que podemos ver a nuestro alrededor es obra nuestra. Una obra compleja formada por la acumulación de un gran número de voluntades a lo largo de mucho tiempo, pero obra nuestra. Puede que lo que voy a decirle le parezca brutal, pero es cierto. Este mundo que vemos a nuestro alrededor no existe. Ni las personas que lo pueblan. Son simples creaciones, personajes de una novela, o mejor de un film tridimensional. Son prescindibles.

    Meros objetos. Marionetas. Comparsería. Tan solo nosotros existimos, y existimos únicamente hasta el grado que nos marca nuestro poder. Puede usted destruir el mundo, es cierto. Pero destruirá a los comparsas. Nosotros seguiremos. Y podremos volver a crearlos. No será igual a éste, es cierto, pero seguirá siendo nuestro mundo. Y procuraremos que usted no esté en él.

    Hubo un largo y tenso silencio. David buscó algo que decir. Fue Isabelle quien habló:

    — ¿Por qué eliminaron a mi padre? Él no les había hecho nada. Bernstentein suspiró.
    — Puede que mis palabras le parezcan crudas, señorita Dorléac. Pero hay que ser realistas. Aquellos que poseen un poder insignificantes son meros peones en este juego. A veces hay que sacrificarlos. En el caso de su padre, podía contarle al señor Cobos demasiadas cosas. No nos interesaba que lo hiciera.
    — Pero ahora ya lo sabe todo, usted mismo se lo ha dicho, de modo que su desaparición es inútil. ¿No pueden hacerlo volver?
    — Crea que nos gustaría, pero es imposible. Los efectos del poder son irreversibles. Uno no puede volverse atrás.
    — Pero David ha devuelto esta mesa y esta silla…
    — Oh, sí. Pero hablamos de cosas inanimadas. Ya les he dicho que buena parte del poder actúa de forma automática. El señor Cobos tenía la imagen de la mesa que había hecho desaparecer, y no tuvo ningún problema en restituirla con el poder. En restituir su imagen externa. Pero no es la misma mesa que antes. Recuerdo que mi mesa tenía una entalladura en una esquina… ahora no está. Es muy posible que el contenido de sus cajones haya variado. Y si pudiéramos compararlas microscópicamente veríamos que no están formadas por la misma madera. Hemos hecho experimentos al respecto y puedo asegurárselo. Y no olvidemos que una persona es algo mucho más complejo que una mesa. Oh, sí, por supuesto, podríamos devolverle a un hombre que tuviera la apariencia de su padre. Tendría también su nombre, buena parte de su historia, su registro civil y sus antecedentes. Incluso sus recuerdos o la mayoría de ellos. Pero no sería el mismo hombre de antes. Se trataría de un sosías. No creo que usted quiera esto, señorita Dorléac.

    Isbelle se mordió los labios. Miró a David. Este luchaba aún por controlar sus pensamientos.

    — No —murmuró—. Creo que no lo querría. Bernstentein iba recuperando cada vez más su aplomo.
    — Dese cuenta de la situación señor Cobos —dijo—. Hemos fracasado dos veces, pero cada vez le conocemos mejor. Le confieso que en su entrada aquí me sorprendió al primer momento. Ignoro cómo pudo averiguar mi nombre, aunque supongo que debió tratarse de su padre, señorita Dorléac. Era un hombre curioso Marcel Dorléac. La IVAC tenía delegación en París, por supuesto, y Dorléac estuvo haciendo investigaciones sobre ella, incluso en una ocasión se presentó allá con el pretexto de pedir asesoramiento sobre unas inversiones y estuvo haciendo un montón de preguntas. Pero no sabía nada concreto sobre nosotros. Supongo que debió existir alguna razón para que le hiciera encaminar hacia mí en vez de hacía Monsieur Despierres, nuestro delegado en París, que por supuesto es otro miembro de nuestra discreta hermandad. Sí, puede suponerlo y acertará: todos los delegados de la IVAC a lo largo y ancho del mundo son miembros activos. Pero no crea que esto va a servirle de nada: ahora ya están prevenidos, y no podrá tomarles por sorpresa como hizo conmigo al primer momento. E imagino la pregunta que está rondando por su mente: no, ésta de Ginebra no es nuestra delegación principal. De hecho, si alguien se le ocurriera investigar a fondo nuestra compañía, descubriría con sorpresa que no existen unas oficinas centrales. Oh, claro que fiscalmente existe una sede central en cada país, pero nuestras transacciones internacionales forman una malla inextricable de la que no puede deducirse nada, y por supuesto —sonrió— ninguna inspección fiscal encuentra nunca nada anormal en nuestras contabilidades. En este sentido somos una empresa realmente modélica.

    David adelantó su cuerpo en su asiento, envarándose ligeramente.

    — Pero tienen un jefe, ¿no? Un director, un caudillo, un líder, como quieran llamarlo. Alguien que toma las últimas decisiones.

    Bernstentein se alzó ligeramente de hombros.

    — Es posible que en algún momento determinado haya prevalecido la opinión de alguien sobre la de los demás. Pero desde la muerte del profesor Boher nunca ha habido un jefe nominal. Jamás hemos tenido un líder elegido.
    — ¿El consejo lo forman todos los miembros?
    — No, por supuesto. Solamente aquellos con el coeficiente más alto.
    — Entonces existe una élite.
    — Puede llamarlo así si lo desea.
    — ¿Cuántos forman este consejo?
    — Su número varía según las circunstancias. Aparecen algunos, desaparecen otros… en estos momentos somos una veintena.
    — Pensé que la posesión del poder podía liberarles de la desaparición y de la muerte — dijo de pronto Isabelle.
    — Bien, puedo decirle que a partir de un determinado coeficiente de poder somos, en efecto, virtualmente inmortales. Al menos en teoría. El poder nos otorga dominio casi total sobre nuestro cuerpo. Jamás necesitamos acudir al médico, por ejemplo: podemos detectar nuestras dolencias y curarlas fácilmente. Incluso cualquier herida es susceptible de curar en unos segundos sin dejar el menor rastro
    — David recordó su pie roto, hinchado y dolorido en medio de la herbosa llanura, allá en su pesadilla de realidad—. Pero no podemos prever los accidentes. Entre las facultades que nos otorga el poder no existe la precognición. Cualquiera de nosotros puede morir irrecuperablemente si el avión en el que viaja estalla repentinamente en el aire, sin darle tiempo a tomar ninguna acción. Todos los que morimos lo hacemos por accidente, es una eventualidad que aún no hemos podido prevenir…, aunque estamos en ello.

    David pensó en su vuelo hasta Ginebra y la tensión que había mantenido durante todo el camino. El otro hombre pareció adivinar su pensamiento. Sonrió.

    — Sí… hubiéramos podido eliminarle físicamente mientras venía hacia aquí. No lo hicimos. Se preguntará por qué. Bien, creo habérselo dicho ya. Ya no le tememos.

    Se puso en pie; tuvo que dar un pequeño saltito para alcanzar el suelo. Rodeó su escritorio y se acercó a David.

    — Escuche. En el fondo creo que podría formar parte usted de nuestra hermandad. Pero, como le he dicho, yo no puedo decidir por todos los demás. Pese a la mala jugada que me hizo presentándose aquí más bien violentamente y quitándome la mesa y —sonrió— acortándome la silla, me empieza a caer usted bien. ¿Sabe?, reconozco que, cuando me di cuenta de que tenía el poder, hasta que mis camaradas me contactaron, yo era un poco como usted. Quizá por eso le comprenda. ¿Por qué no hacemos una cosa? No puedo garantizarle nada, por supuesto, pero puedo intentarlo. Déjeme ponerme en contacto con los demás miembros del consejo. Pediré una reunión. Expondré su caso. Les diré que quiere usted entrar a formar parte del grupo, y que desea conocerlos a todos ellos. Que esta dispuesto a aceptar en principio nuestras condiciones. Sé que voy a encontrar muchas reticencias. Pero tal vez consiga algo. Entonces le avisaré.
    — Me está pidiendo que dilatemos el caso.
    — Sí, lo sé. Pero hay cosas que no pueden hacerse al instante. Primero tengo que convencerles, y sé que con tres o cuatro de ellos voy a tener que emplearme a fondo. ¿Confía en mí?

    David le miró directamente a los ojos.

    — No.

    Bernstentein se echó a reír.

    — No me podía esperar otra cosa. Y no se lo reprocho. Pero creo que es la única alternativa que le queda. Olvidemos todo lo pasado. Quiero ser su amigo, de veras. Piénselo. Puede aceptar mi propuesta…, o lanzarse pendiente abajo. Es su elección. Yo no puedo tomar la decisión por usted.

    David miró a Isabelle. La muchacha parecía como ensimismada. Se dio cuenta de que había hablado muy poco durante toda la entrevista, y solamente de asuntos que la atañían directamente.

    — Está bien. —dijo—. ¿Cuánto tiempo necesita?
    — Veinticuatro horas. El tiempo de contactar con los demás, tener una reunión de urgencia y llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece si vuelve aquí mañana a las cinco? Y no hace falta que se moleste en incluir su nombre en el dietario de la entrada: ya me encargaré yo de ello.


    11


    Nos ha estado engañando —dijo Isabelle.

    Habían salido de las oficinas de la IVAC y del edificio de acero y cristal.

    David se sentía exultante pero al mismo tiempo inquieto. Habían conseguido lo que buscaban al acudir allí, pero un rincón de su cerebro le decía que algo no encajaba como debería.

    — ¿Qué quieres decir?

    Se habían sentado en la terraza de un café, en la misma acera del edificio, un poco más allá. En aquel punto la avenida formaba una curva, siguiendo la orilla del lago, de modo que desde allí podían ver toda la fachada del inmueble. Los dos necesitaban algo fuerte para reponerse un poco. David pidió coñac, aunque tenía el estómago vacío. Isabelle se limitó a su habitual té con limón.

    — No puedo definirlo exactamente —dijo la muchacha—. Hay algo raro en su actitud. Ha estado lleno de contradicciones. Siguiendo una especie de camino sinuoso, como si fuera adaptándose a las circunstancias…, o como si estuviera recibiendo instrucciones mientras hablaba.

    David contemplaba fijamente la gran puerta del edificio de IVAC. Las enormes láminas de cristal se abrían y cerraban constantemente. La gente entraba y salía, personas a las que nunca habían visto y que probablemente nunca volvería a ver. Había muchas oficinas en el inmueble, pensó. La IVAC solamente ocupaba un pequeño espacio en uno de los pisos, la forma ideal de pasar desapercibida.

    — Sí, yo también tengo la misma sensación; pero no acabo de captar… Isabelle dio un sorbo a su humeante té.
    — Sus cambios de actitud fueron demasiados y demasiados bruscos. Y algunas de las cosas que dijo no encajan entre sí. Al principio actuaron contra ti porque te tenían miedo. Muy bien. Luego el miedo se les pasó, y decidieron dejar de perseguirte. Muy bien también. Mientras acudíamos en avión a Ginebra hubieran podido eliminarnos fácilmente, según sus palabras: no lo hicieron porque ya no lo consideraron necesario. Entonces, me pregunto, ¿por qué le sorprendió tanto nuestra presencia cuando aparecimos en su despacho? ¿Por qué al principio intentó negar toda conexión con ellos y luego se abrió de plano? Es indudable que sabían que veníamos aquí, y aunque no sospecharan al principio que nuestra intención era acudir a la IVAC, nuestra presencia en la oficina de Bernstentein no hubiera debido pillarle por sorpresa. ¿Sabes qué creo? No esperaban que viniéramos aquí, o pensaban que, aunque lo hiciéramos, no conseguiríamos franquear las barreras hasta Bernstentein. Y tu truco con la mesa y la silla les acabó de convencer que la cosa era más seria de lo que parecía.

    David iba bebiendo su coñac a pequeños sorbos, haciendo girar lentamente el líquido dentro de su copa. Parecía ensimismado en sus pensamientos. Isabelle prosiguió:

    Tal vez sea demasiado dada a las elucubraciones, como mi padre, pero déjame hacer un poco de resumen hipotético de la situación. Imagino, pese a lo que nos ha dicho Bernstentein, que cuando descubrieron por primera vez tu existencia menospreciaron un tanto tu importancia. Creyeron que podrían dominarte fácilmente… eliminarte, quiero decir. Luego, tras sus primeros fracasos, empezaron a ser conscientes de la realidad. Se dieron cuenta de que eras mucho más de lo que habían supuesto. Y entonces fue cuando empezaron a tener miedo.

    »David, creo que Bernstentein es simplemente un peón, como los que él mismo mencionó. Por eso le sorprendió nuestra aparición en su oficina. Son otros los que dirigen toda la operación. Esos mismos a los que dice que tiene que consultar.

    — Sí, yo también he pensado lo mismo. Pero me pregunto: si realmente me temen todavía, ¿por qué no acabaron con nosotros en el avión? Hubieran podido hacerlo muy fácilmente; cada vez me doy más cuenta de ello.
    — No, David. Ese creo que es el punto fundamental de la cuestión. No podían. ¿Te has detenido a pensar en algún momento en lo grande que puede que sea realmente tu poder?

    David la miró en silencio por unos instantes. Su copa de coñac estaba vacía. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Llamó al camarero.

    — ¿Adónde quieres ir a parar?
    — David, ¿Recuerdas los cuadernos de mi padre? Están llenos de hipótesis, a cual más descabellada. Pero cada vez pienso más que no son tan descabelladas. Conocía muy bien a mi padre, y no era una persona que se dejara llevar por la fantasía. Cuando deducía algo, por absurdo que pudiera parecer a primera vista, era porque tenía bases suficientes para sustentarle.
    — No te lo discuto, pero…
    — Escucha: si recuerdas todas las alocadas suposiciones que puso mi padre en los cuadernos, y piensas en todo lo que nos ha dicho Bernstentein, verás que buena parte de lo que acabamos de saber no hace más que confirmar lo que mi padre había imaginado que podría ser. No iba tan desencaminado. De hecho, creo que no iba nada desencaminado.

    El camarero se les acercó. David miró interrogativo a Isabelle. Ésta se alzó de hombros. David pidió dos bistecs con patatas fritas y una botella de vino. El camarero se fue.

    — David, estoy pensando en el aura descrita por mi padre. ¿Recuerdas? Esa especie de halo que al parecer nos envuelve a todos los que tenemos el poder, y que alcanza una distancia mayor o menor según sea nuestro… ¿cómo lo dijo Bernstentein?… coeficiente de poder. La mía alcanza apenas un metro; la de mi padre más. La tuya… bien, de momento lo ignoramos. Pero hay que suponer que existe, y que es mucho más poderosa que las nuestras.

    »Esta aura forma como una capa de protección en torno a nosotros. Gracias a ella yo sigo recordando todo lo referente a mi padre aunque el resto del mundo lo haya olvidado completamente. Gracias a ella también no desapareció la nota que él me dejó advirtiéndome de tu llegada y de lo que le podía pasar, ni la llave de la caja de seguridad y en consecuencia los papeles que había allí. Y gracias a ella también, tu mismo lo dijiste, mientras yo permanezca dentro de la influencia de la tuya me hallo a salvo, mientras que mi padre y el doctor Payot, cuando se salieron de su radio, se hallaron a merced de… ellos —se resistía a llamarlos «la hermandad»—. Recuerda una de las hipótesis de mi padre: la fuerza de esta aura no reside solamente en su extensión, sino también en su intensidad. Ignoro si esto fue algo que simplemente supuso o bien hizo alguna prueba para confirmarlo. Pero tiene que ser cierto, puesto que mi padre desapareció a pocos cientos de metros de ti. Así que podemos suponer que no se trata de que tu aura alcance hasta más lejos que la mía, sino que es mucho más intensa.

    — Muy bien, no te lo discuto. ¿Y?
    — Déjame seguir las huellas de mi padre y teorizar un poco más allá de lo que él lo hizo. Esta aura tiene que constituir también una fuerza de protección. Supongo que impide que ellos puedan penetrar hasta ti. Esto implica el que no pueden eliminarte. Estoy convencida de que, si en el avión no han intentado nada contra nosotros, no ha sido porque no quisieran, sino simplemente porque no pudieron. Del mismo modo que Bernstentein no pudo impedir pese a que lo intentó que hicieras desaparecer su mesa y su silla.

    El camarero trajo los dos bistecs —gruesos y saignants, como le gustaban a David— y un Côtes du Rhône. David jugueteó unos instantes con tenedor y cuchillo antes de dar el primer corte. Se dio cuenta de que, de pronto, tenía un hambre atroz.

    — Es posible —murmuró, metiéndose el primer trozo de carne en la boca.
    — Es seguro —dijo Isabelle—. Estoy convencida. Así como del hecho de que quien maneja toda la operación no es Bernstentein, que no es más que un peón dentro de la organización de ellos, aunque pertenezca al cacareado consejo. Ginebra tiene que ser una sucursal más de la IVAC (de ellos, de la hermandad), sin más relevancia que París, Atenas o Nueva Delhi. Supongo que mi padre se limitó a coger al vuelo y seguir las pistas que consiguió, fueran cuales fuesen, y estas le llevaron a Ginebra y a Bernstentein como hubieran podido llevarle a Lausana y al señor X y o a Moscú y al señor Y. Supongo que el buscaba hombres y no empresas, y por eso su atención estaba centrada en Bernstentein y no en la IVAC, y estoy segura también de que su visita a la delegación de París fue siguiendo la pista de Bernstentein y no de la empresa. Lástima que las cosas se precipitaran al final: no tuvo tiempo de completar su investigación. —Hizo una pausa significativa.

    David alzó la vista de su plato. La mitad de su bistecs había desaparecido ya.

    — ¿No comes? —preguntó. Isabelle sonrió.
    — Supongo que el uso del poder consume energía. No me sorprende que tengas hambre. Pero yo no he utilizado el mío.

    David enrojeció ligeramente. Dejó a un lado cuchillo y tenedor.

    — Creo que tienes razón en lo que dices. Eso explica la actitud de Bernstentein y sus cambios a lo largo de la entrevista. Supongo que tiene que existir algún tipo de comunicación instantánea entre ellos, telepática o lo que sea, y a través de la cual Bernstentein ha estado en contacto permanente con los otros mientras hablaba con nosotros, y esto le ha permitido ir orientando la conversación según las circunstancias. Esto explica también sus aparentes contradicciones. Durante todo el tiempo ha estado representando un papel.
    — Exacto. —Isabelle atrajo su plato hacia ella y tomó el tenedor y el cuchillo—. La carne tiene muy buen aspecto.

    Aquellos giros en la conversación de la muchacha desconcertaban a David. Miró su plato.

    — Sí. Realmente, está muy buena. —Volvió a coger los cubiertos.

    Isabelle habló con un trozo de carne suspendido en el aire, pinchado en su tenedor.

    — David, estoy convencida de que no es cierto que ellos hayan perdido su miedo hacia ti. Al contrario: creo que ahora te temen más que nunca. Porque han podido evaluar exactamente el alcance de tu poder.

    David frunció el ceño.

    — ¿Y cuál es el alcance de mi poder? Isabelle se llevó el trozo de carne a la boca.
    — Me gustaría saberlo —dijo, pensativa—. Pero tiene que ser muy grande para preocuparles de esta forma.

    La gente ya casi había dejado de entrar y salir por la puerta del edificio de la IVAC. Era pasada la hora de cierre de las oficinas, y los que salían ahora eran los empleados de las distintas dependencias del inmueble. David vio salir a la recepcionista, luego a la secretaria de Bernstentein. Pero éste no salió.

    Quizá se hubiera marchado directamente en su escoba voladora, pensó.

    Tras el bistec había pedido un café bien cargado, y luego otro. Isabelle había seguido con su té, ahora ya frío.

    — Temo lo que pueda ocurrir mañana —dijo la muchacha, contemplando pensativa el poso de su taza—. Puede que se trate de una trampa. No creo que tengan intención de admitirte en su… circulo.

    David encontró exageradas las palabras de Isabelle. Pero había aprendido a confiar en la intuición de las mujeres.

    — Es posible —admitió—. Pero no debemos preocuparnos por ello. Si mi poder es tan grande como parece, puedo vencerlos fácilmente. Incluso es probable que no se atrevan a intentar nada contra mí. Quizá solo quieran negociar.
    — Esperemos que así sea. —Isabelle no sonaba demasiado convencida.

    David miró su reloj. Eran ya las siete de la tarde. El viento había cesado, y el surtidor del lago volvía a lanzar su alto chorro hacia el aire, en un perenne e infructuoso intento de alcanzar la bóveda del cielo.

    — Creo que será mejor que busquemos un hotel. Y tenemos que comprar algo de ropa y útiles de aseo personal antes de que cierren las tiendas. Nos hemos venido con lo puesto.

    Isabelle asintió con la cabeza. Era curioso cómo las necesidades prácticas de la vida se anteponían muchas veces a los problemas más trascendentales, pensó. Aunque en las novelas de aventuras no se prestara demasiada atención a esos detalles nimios, ¿podía el héroe de turno enfrentarse adecuadamente a los mil peligros que le acechaban si no había podido ducharse y afeitarse por la mañana? Sonrió ante aquel pensamiento.

    — Siempre te queda el recurso de fabricar lo que necesites —dijo alegremente, sabiendo que a él, ignoraba por qué, le repugnaba utilizar el poder para aquellas nimiedades.

    Pagaron y se fueron. Había un hotel a una manzana de distancia; reservaron una habitación. David se registró como «señor y señora Cobos». Isabelle no pudo evitar una ligera sonrisa divertida. Luego, en unos grandes almacenes, no muy lejos, compraron todo lo necesario: jabón, ropa, peines, cepillos de dientes. Regresaron al hotel y lo dejaron todo en la habitación. Luego salieron de nuevo: era demasiado pronto para retirarse.

    Fueron a la ciudad vieja, y durante un tiempo pasearon por las tortuosas y agradables calles empedradas. Cada cual estaba sumido en sus pensamientos, y no necesitaban compartirlos: eran los mismos. Entraron en una de las muchas tabernas típicas y pidieron una fondue de queso. El vino de la fondue más el acompañamiento alegró sus espíritus. La cálida atmósfera levantó sus ánimos. Cuando salieron, ya oscurecido, veían las cosas de una manera más optimista.

    Volvieron al hotel. En la habitación, Isabelle ordenó las cosas que habían comprado de esa forma que solo las mujeres saben hacer. Luego, en la cama, desnudos puesto que entre sus adquisiciones no habían previsto los pijamas, Isabelle dijo:

    — ¿Sabes?, no puedo dejar de pensar en el gran proyecto en que mi padre soñó toda su vida. Sobre todo ahora, después de lo que sabemos.

    David jugueteando distraídamente con su pezón izquierdo, la miró interrogador.

    — ¿Qué proyecto?
    — La de una nueva raza basada en el poder —dijo ella—. Como en muchas otras cosas, no estaba simplemente soñando. Creo que tenía razón. Si el mundo funciona a base de la selección natural, ese es el camino.

    David frunció el ceño.

    — Parece como si estuvieras hablando de un experimento científico.
    — Hay experimentos científicos muy gratificantes —dijo Isabelle sonriendo—. No sé las potencialidades que pueda haber en mí, pero las tuyas parecen dignas de ser tomadas en cuenta. Estoy segura de que mi padre diría que es una locura dejar pasar la ocasión. Y por mi parte —había un brillo especial en sus ojos— debo confesar que no me disgustaría intentarlo.

    David fue a decir algo, pero en aquel momento una idea golpeó su mente. La misma idea debió pasar también por la cabeza de la muchacha, pues de repente su rostro se ensombreció.

    — Me pregunto —dijo Isabelle, con el ceño fruncido— si esa idea no se les habrá ocurrido ya a ellos.


    12


    Al día siguiente, tras una noche decepcionante en muchos sentidos, salieron temprano del hotel. No tenían nada que hacer hasta las cinco de la tarde, pero David quería efectuar algunas comprobaciones. No le dijeron nada nuevo más allá de lo que ya sabía. IVAC, empresa de inversiones, figuraba registrada en Suiza como una filial de IVAC, inversiones internacionales, con sede central en Nueva York. Movido por un súbito impulso, David hizo uso de su poder de una forma que no había ensayado nunca y que no sabía si y cómo iba a funcionar. Funcionó, y bien. En un abrir y cerrar de ojos Isabelle y él estaban en Nueva York, y tras una serie de tanteos que le llevaron doce minutos averiguó que en Estados Unidos la IVAC era una empresa de inversiones con sede central en Estocolmo y con sucursales en las principales ciudades del país. Un viaje de cinco segundos y un tanteo de siete minutos (iba adquiriendo práctica) le revelaron que la IVAC sueca tenía su sede central en Bruselas. Decidió que no valía la pena seguir por aquel camino.

    De nuevo en Ginebra, el siguiente paso fue dirigido a Bernstentein. Isaac Bernstentein era ciudadano suizo: casado, dos hijos, con domicilio en Chêne-Bourg, un barrio residencial en las afueras de la ciudad. Un ciudadano anodino, miembro activo de Padres de Alumnos de la escuela donde iban sus hijos, cristiano practicante y colaborador frecuente en las actividades cívicas de su comunidad. Un ciudadano modelo.

    Todos los caminos estaban muy efectivamente bloqueados. Ellos no dejaban ningún resquicio a una investigación en profundidad. Por supuesto, habían tenido años para prepararse.

    Se preguntó cómo habría conseguido Marcel Dorléac la pista que le había llevado hasta Bernstentein. Bueno, pensó, un descuido lo puede tener cualquiera. Y el padre de Isabelle se estaba revelando, cada vez más, como un espíritu muy metódico e inquisitivo.

    Así que no les quedaba otro camino más que esperar. Eran ya las doce. Solo faltaban cinco horas.

    Comieron en un restaurante tranquilo de la ciudad vieja. David no quería volver junto al lago hasta que fuese la hora. Pasearon un poco por entre las tiendas de anticuarios, admirando las muestras de un pasado ido que eran ofrecidas ahora como objetos de lujo para diletantes ociosos. Isabelle se enamoró de un viejo lavamanos de porcelana decorada en azul con una base de madera oscura ostensiblemente restaurada hasta el punto de parecer nueva, excepto por las huellas de la carcoma. Las líneas del aguamanil eran delicadamente femeninas, rotundas, como una antigua diosa de la fertilidad. La jofaina estaba ligeramente resquebrajada por un lado, como corresponde a toda buena antigüedad que se precie. El conjunto reflejaba ese encanto particular de las cosas creadas no por su utilidad sino por su belleza, y que en la actualidad no servían para nada pero parecían imprescindibles para llenar un rincón vacío y muerto en una habitación falsamente clásica, junto a la puerta del cuarto de baño.

    A las cinco menos veinte estaban sentados en la terraza del café junto al edificio de la IVAC. David pidió u coñac; Isabelle un té con limón. A las cinco menos cinco pulsaban el botón del sexto piso en el ascensor de la escalera de la derecha del amplio vestíbulo del edificio. El conserje les miró indiferente desde la fortaleza de su mostrador, al fondo.

    En el rellano del sexto piso no les aguardaba nadie. La recepcionista de la IVAC les lanzó una mirada tan indiferente como la del conserje.

    — Un momento, señor Cobos —dijo apenas verles, sin siquiera consultar su agenda—. El señor Bernstentein les recibirá en seguida.

    La puerta del fondo se abrió. La secretaria de Bernstentein les hizo señas de que pasaran.

    Bernstentein les estaba aguardando sentado tras su mesa. El sillón había recuperado su altura normal, y el teléfono y el interfono ocupaban su lugar en el sobre de la mesa. La sonrisa que le dirigió a David hubiera podido servir de modelo a un nuevo retrato de la Mona Lisa.

    — Bien, todo está resuelto. Acceden a mantener una reunión con usted. Todavía no están convencidos, por supuesto: siguen opinando que es usted un peligro. De modo que ahora es misión suya hacerles cambiar de opinión. Yo ya no puedo hacer nada al respecto.

    David miró suspicaz a su alrededor. La habitación parecía inofensivamente pacífica.

    — Muy bien. ¿Cuándo es la reunión?
    — Ahora. Nos están aguardando. David frunció el ceño.
    — Espere. ¿No va a ser aquí?

    Bernstentein dudó tan solo una fracción de segundo.

    — No, por supuesto. Siempre hemos eludido llamar la atención sobre nuestras actividades. Se ha habilitado un lugar especial para la reunión.
    — ¿Dónde?

    Bernstentein carraspeó.

    — No puedo revelárselo. Es una de las condiciones que impusieron para aceptar que la reunión se celebrara. Velan por su seguridad, compréndalo.
    — Yo también debo velar por la mía. No confío en ustedes. La sonrisa de Bernstentein se hizo beatífica.
    — Por supuesto, lo comprendo. Pero no le puedo hacer nada. Tendrá que confiar en nosotros. Lo único que puedo hacer es garantizarle que nadie intentará nada contra usted, siempre por supuesto que no vean su vida amenazada. Pero, claro, se trata solo de mi palabra. No puedo ofrecerle nada más.

    David dudó. Miró de reojo a Isabelle. La muchacha permanecía atenta, con el ceño ligeramente fruncido, examinando a Bernstentein como si quisiera taladrarlo hasta lo más profundo de su alma.

    — Está bien —dijo—. ¿Cómo iremos hasta allí? Bernstentein se levantó de su asiento.
    — Simplemente sígame. Mejor dicho, déjese llevar.

    El fruncimiento del ceño de David se hizo más profundo. Pero luego pensó lo que habían hablado él e Isabelle con respecto al halo de protección que le confería su poder. Aquel trayecto no sería más peligroso que el vuelo en avión, pensó, si estaba atento y precavido. Esperaba al menos.

    Se levantó y tendió la mano a Isabelle.

    — Vamos.

    Bernstentein se detuvo en seco.

    — Espere. La entrevista es con usted solo. La señorita debe esperar aquí. David notó que su irritación iba en aumento.
    — No pienso separarme de ella en ningún momento. Viene con nosotros o no va nadie.
    — Pero su poder…
    — Al diablo su poder. Escuche, si quieren hacer negocios conmigo van a tener que hacerlos con ella también. Métase esto en la cabeza. Si no les gusta, dígalo ahora y nos marchamos.

    Bernstentein dudó. ¿Estaba consultando con alguien? Permaneció unos momentos inmóvil, como escuchando. Finalmente asintió con la cabeza.

    — Está bien —dijo—. Pero esto va a complicar las cosas. David se permitió una sonrisa.
    — No creo que las complique más de lo que están ya.

    Se dejó llevar, no sin ciertos recelos y una tensión interior que supuso que hizo el viaje un tanto fluctuante. Al menos, parecieron derivar un poco antes de aparecer al otro lado, fuera donde fuese. Pero Bernstentein no dijo nada, y David se abstuvo también de hacer ningún comentario.

    Fue una sensación extraña aquel viaje. David nunca había utilizado el poder para trasladarse conscientemente de sitio (en su primera «traslación» —se estremeció ligeramente al recordarlo— había sido la Tierra la que se había movido, y no sabía lo que había ocurrido exactamente cuando regresaron al apartamento de Isabelle desde la pesadilla) hasta el día anterior, cuando viajó a varias ciudades para comprobar la situación de la compañía IVAC en ellas. Aquellas traslaciones habían resultado de lo más anodino: un ligero cosquilleo en la espina dorsal, algo así como un parpadeo, y allí estaba, en el nuevo lugar deseado. La cualidad automática del poder, y eso no dejó de sorprenderle, se revelaba en el hecho de que siempre había aparecido en las inmediaciones del lugar donde estaba situada la IVAC en aquella ciudad, pese a que desconocía completamente su ubicación. También era revelador, aunque ya no tan sorprendente, el hecho de que apareciera de repente en medio de una calle, a veces muy transitada, sin que nadie prestara la menor atención al hombre que, de repente, se materializaba de la nada delante de sus narices. El caso más espectacular había sido en Estocolmo, donde aparecieron en medio de la Storget, cortándole el paso a una decidida y gruesa matrona nórdica, rubia y alta y cuadrada como si todas las suecas tras cumplir los cuarenta años. La mujer, incapaz de frenar su impulso, chocó contra él; lo miró unos momentos, se ajustó maquinalmente la chaqueta del traje, pronunció por lo bajo algo que muy bien podía ser una disculpa, y siguió tranquilamente su camino.

    Ahora, en cambio, fue diferente. Transcurrieron algunos segundos, quizá cinco o seis, antes de que aparecieran al otro lado. David se vio envuelto por una especie de neblina gris, con volutas más oscuras girando perezosamente a su alrededor, y sin ninguna sensación de movimiento. Aquello le hizo temer por unos instantes que Bernstentein les hubiera engañado de nuevo y les hubiera lanzado a algún limbo particular con la esperanza de abandonarles allí; una estupidez, pensó, pues había demostrado ya en una ocasión que sabía volver a casa, le llevaran donde le llevaran. Por unos instantes pensó en actuar y regresar inmediatamente al punto de partida, pero Bernstentein merecía un cierto margen de confianza.

    Aguardó, sin soltar ni por un instante la mano de Isabelle.

    De pronto, el grisor se esfumó de su alrededor. Estaban en una amplia sala, una especie de anfiteatro. Había como un estrado, no muy alto, con una mesa larga y media docena de sillas detrás. Ante él, formando un amplio semicírculo, un par de docenas de hileras de asientos, amplios y mullidos, con un brazo abatible donde apoyar papeles y escribir. Se trataba, evidentemente, de una sala de conferencias.

    En ella había una veintena de personas.

    David las examinó atentamente. Había hombres y mujeres, aunque los primeros superaban a las segundas en la proporción de dos tercios a uno. Su edad oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años, aunque había un par o tres que parecían más jóvenes y uno, en una esquina, en la última fila, algo separado de los demás, indudablemente mucho más viejo. Ningún rasgo los distinguía particularmente. Ni sus ropas, elegantes pero clásicas y discretas, ni sus rostros, más o menos agraciados por la naturaleza pero sin caer en ningún caso en la belleza o la fealdad extremas, ni sus actitudes. No había ninguna aureola que los rodeara, distinguiéndolos del resto de los mortales. No al menos de forma visible. David lanzó una discreta sonda de su poder. Ante el estrado había una especie de barrera, invisible e impenetrable, que los aislaba de los demás.

    Bernstentein estaba junto a él, al otro lado de Isabelle, que seguía sujetando fuertemente su mano.

    Avanzó unos pasos hacia la concurrencia.

    — Bien, éste es David Cobos. Todos, más o menos, ya lo conocéis. Quiere formar parte de nuestro grupo. En vuestras manos está decidirlo.

    Siguió avanzando, y atravesó sin dificultad la barrera que David había detectado. Fue a sentarse en la primera fila, a un lado, dando a entender así que David iba a tener que enfrentarse a solas con el consejo.

    — ¿Qué hace aquí la mujer? —preguntó uno de los reunidos, un hombre de unos cincuenta años, alto, delgado y cetrino, vestido con un traje de sarga que lo hacía parecer más delgado todavía.

    Su pregunta iba dirigida a Bernstentein, pero David decidió que ya era hora de intervenir. Avanzó unos pasos, hasta que su poder le indicó que estaba a unos pocos centímetros de la barrera.

    — La mujer viene conmigo —dijo con voz fuerte—. ¿Tiene alguien algo que oponer? Hubo un largo silencio. Luego, una mujer del fondo dijo: —Lo miserable de su poder no la hace apta para estar aquí. No debía haber sido traída.

    David sintió que la furia hervía en su interior. Miró fijamente a la mujer que había hablado. De pronto notó como si en la barrera que lo separaba de los demás se produjera un orificio que se iba agrandando, como cuando alguien quema una hoja de papel con la punta de un cigarrillo. Tuvo la idea de que él era el causante de aquel agujero, aunque no sabía cómo. Pero su furia se vertió por allí. La mujer pareció recibir un tremendo golpe que la envió hacia atrás, haciéndola rodar por encima de tres hileras de sillas. Quedó allá tendida, a todas luces inconsciente.

    David miró a los demás.

    — Mi poder suple todo el que pueda faltarle a ella. ¿Tiene alguien más algo que decir?

    Hubo un ligero murmullo sostenido. Varias miradas se clavaron acusadoras en Bernstentein. Éste se agitó inquieto en su asiento.

    — Pedí vuestra autorización —murmuró agriamente—. Me la disteis. No me culpéis ahora.
    — Hablemos de asuntos importantes —interrumpió David—. Hasta ayer desconocía la existencia de esta… hermandad. Ignoro todavía cuál es su finalidad en el mundo. Se me ha hablado que debo unirme a ella o… perecer. Ninguna de las dos cosas me satisface, por el momento. Pero puedo cambiar de opinión. Necesita saber más.

    Observó que la pantalla invisible que lo separaba de los demás había sido rápida y cuidadosamente restablecida. Pensó que le costaría muy poco volver a abrir un agujero en ella, pero no lo hizo. Todavía no.

    Uno de los hombres de la primera fila se puso en pie. Era de una edad indefinible, entre los cuarenta y los sesenta: pelo canoso, mirada penetrante, gafas de montura dorada (no las necesita, dijo una vocecilla dentro de David: los cristales no tenían ninguna dioptría), manos pausadas pero enérgicas. En el mundo de los negocios debía estar calificado como un ejecutivo de éxito.

    — Nuestra misión es salvaguardar el mundo tal como es —dijo—. Impedir que gente como usted pueda alterarlo inconsciente o arbitrariamente más allá de limites reconocibles o permisibles.

    Otro hombre, dos filas más atrás, se puso también en pie. Su rasgo más sobresaliente era su rostro de halcón.

    — Lo que hizo desplazando cien parsecs la Tierra y todo el sistema solar fue algo estúpido como gratuito. —Miró de pronto a la mujer que había recibido el golpe de David, aun tendida entre las sillas, inconsciente, y tragó saliva. Se sentó con más brusquedad de lo normal.
    — Todo lo que haya hecho hasta ahora ha sido fruto de la inexperiencia — hizo notar David—. Hace muy pocos meses que descubrí que tenía eso que ustedes llaman el poder. Ustedes mismos dicen que es necesario educarlo; yo todavía no he tenido oportunidad ni maestros. No pueden culparme por lo que haya hecho.

    Hizo una breve pausa, miró a los hombres y mujeres reunidos ante él.

    — Pero ustedes sí eran conscientes de lo que hacían cuando intentaron matarme en dos ocasiones, la segunda vez con reiteración. Fue una acción premeditada, y por ello doblemente condenable. ¿Qué tienen que decir al respecto?

    El primero que había hablado seguía en pie. Parecía haberse erigido en el portavoz del grupo. Quizá lo fuera realmente.

    — Creo que Bernstentein ya le explicó los motivos que nos impulsaron a esas… lamentables acciones. Lo sentimos. Creemos que lo mejor ahora es olvidad todo lo sucedido e intentar empezar de nuevo.
    — Muy bien —dijo David—. Empecemos de nuevo. Por lo que he comprendido hasta aquí, pretenden convertir esa… hermandad en un monopolio.
    — ¿Perdón? —el otro hombre frunció el ceño.

    David creyó que aquel era el momento para un golpe de efecto. Esperaba conseguirlo.

    — Miren, creo que estamos planteando mal esta reunión. Ignoro quien ha pensado en este decorado para nuestra entrevista, pero no han sabido elegir bien. Yo no soy un conferenciante, ni ustedes un auditorio. Una mesa redonda quizá hubiera sido más apropiada, aunque por supuesto con tanta gente hubiera tenido que ser demasiado grande. Pero este estrado es una estupidez. Creo que lo mejor que podemos hacer es eliminarlo.

    Actuó rápidamente, antes de que nadie pudiera captar o prevenir sus intenciones. La pantalla divisoria chisporroteó brevemente, causando un centenar de diminutos destellos, y desapareció. Al momento siguiente David estaba sentado abajo, en una silla materializada de la nada frente a las hileras en semicírculo; Isabelle estaba a su lado en otra silla semejante.

    — Bien, esto está mejor. Creo que ahora podremos hablar en mayor igualdad de condiciones.

    Hubo un leve jadeo continuado de sorpresa que flotó por unos instantes como una losa sobre los reunidos. Luego, con un poderoso esfuerzo, se recuperó la compostura.

    — De modo, señoras y caballeros, que sigamos con el problema que nos ocupa. Según yo lo entiendo, y si ves que digo algo inadecuado corrígeme, por favor, Isabelle —miró a la muchacha, dando a entender claramente a todos que ella estaba allí con él y que no podía prescindirse de su presencia—, el poder es algo que ha sido monopolizado aquí en la Tierra. Ustedes lo han monopolizado. Por supuesto, las razones que aducen son altruistas: hay que evitar que algún loco incontrolado destruya inadvertidamente el mundo. Yo diría mejor: destruya su mundo. En cierto modo, la política de ustedes es la misma que la de los dictadores: su poder es absoluto, no admiten oposición. Si esa oposición se presenta, se elimina y resuelto el asunto.

    »Sinceramente, debo confesarles que comprendo su punto de vista. Quizá, en sus circunstancias, yo actuaría igual. De hecho, creo que también estoy actuando así. Lo malo es que nuestros puntos de vista no son convergentes.

    El que parecía haberse erigido en portavoz del grupo tironeó nerviosamente de las puntas de su impecable chaqueta de ejecutivo.

    — Señor Cobos, su… esto… demostración de fuerza ha sido una buena actuación, y confieso que nos ha impresionado. Pero solo por un momento. Su poder es interesante, pero no es más que fuegos de artificio. Carece de profundidad.
    — Cierto. Admito que me falta educación. Pero hace solamente cuatro días que llegué a lo que podríamos llamar el fondo de mi poder, y todavía no he tenido tiempo de practicarlo ni de acostumbrarme a él. Aun estoy aprendiendo. Pero suelo aprender rápido: siempre he sido un alumno aventajado. Estoy seguro de que mejoraré.

    »Miren, creo que la mejor relación que podemos establecer entre ustedes y yo es la sinceridad. Hasta ahora hemos estado contándonos maravillosos cuentos de hadas. ¿Por qué no somos realistas por una vez?

    — Nuestra posición es clara.
    — Cierto. La mía también. Ustedes forman un poder establecido. Lo podríamos llamar, y perdónenme la redundancia, el poder establecido del poder. Han construido un mundo a su imagen y semejanza, y no deseo darle implicaciones teológicas a la frase. No quieren que cambie. Supongo que les habrá costado muchos años de esfuerzos y trabajo conseguir que el mundo sea tal cual es. Admito su esfuerzo. Acepto que, en estas condiciones, no estén dispuestos a tolerar que nadie interfiera en su obra. Son unos dioses celosos. Unos pequeños dioses celosos.

    Sonrió a su audiencia, que se agitaba inquieta en sus asientos. Cada vez se sentía más seguro de sí mismo. Se daba cuenta de que aquellos hombres y mujeres aun le tenían miedo, pese a todas las afirmaciones de Bernstentein. El temor de los demás es la seguridad de uno mismo.

    — Y de pronto aparezco yo —prosiguió—. Un talento salvaje. Susceptible de echar por tierra ese hermoso mundo que se han creado, su mundo. Es probable que sientan temor hacia mí, al menos al principio, pero lo que les motiva a actuar en mi contra no es el miedo. Quieren preservar su obra. Por encima de todo. Y la mejor forma, la más definitiva, es eliminar al intruso.

    »Sin consultarle, por supuesto.
    »De hecho, creo que las nobles finalidades que atribuyen a su hermandad, discutibles en sí mismas, no son más que una endeble fachada que han puesto ante los ojos de los demás, o tal vez ante los suyos propios. El auténtico objetivo de ustedes es mantener la inamovilidad de las cosas que han creado. Mantener el status quo. Luchar contra todos aquellos que pueda poner en peligro la frágil estabilidad de su concepción del mundo. Cuando aparece alguien con el poder, lo ignoran si es demasiado débil, lo absorben si les conviene, o lo destruyen si es lo bastante fuerte como para causarles problemas. No preguntan. Se atienen estrictamente a la máxima del «dispara primero».

    El portavoz esbozó una ligera sonrisa que podía ser de suficiencia.

    — Todo el mundo vela por sus propios intereses. No puede culparnos por ello.

    El hombre del fondo a la izquierda, el que parecía mayor que los demás, habló. No se levantó de su asiento para hacerlo.

    — Señor Cobos, no ha venido usted aquí para juzgarnos. Hemos aceptado esta reunión porque el señor Bernstentein nos convenció de que podía ser útil para todos el llegar a una alianza. Al parecer, usted desea unirse a nosotros.

    David se sintió momentáneamente desconcertado. Miró a Isabelle. La muchacha parecía muy atenta a los rostros de los reunidos, como si quisiera desentrañar sus pensamientos a través de sus expresiones.

    — Nunca dije quisiera unirme a ustedes. Lo único que quiero es que me dejen tranquilo.

    Hubo una ligera pausa.

    — Sabe muy bien que eso es imposible —dijo el hombre de mayor edad.
    — Usted ha pedido franqueza —dijo el portavoz—. Muy bien seamos francos. Olvidemos ideologías y metas y finalidades y objetivos. Vayamos a los hechos. Usted está aquí. Es una realidad. Y constituye un peligro para la estabilidad del mundo. Mientras siga actuando por su cuenta. Ante nosotros tenemos solamente dos caminos. Puede integrarse a nuestra hermandad, y entonces el peligro desaparecerá. O puede negarse a ello, y entonces tendremos que combatirle. No hay otra alternativa.
    — ¿Qué ocurrirá si elijo unirme a ustedes?
    — Deberá aceptar nuestras condiciones. Y le advierto que son duras y estrictas. Y que el castigo a las transgresiones es siempre la destrucción.
    — ¿Es así como renuevan sus rangos? —dijo Isabelle. Sus palabras sorprendieron a todos, incluso a David.

    El portavoz se limitó a enarcar una ceja. Fue otro de los reunidos, una mujer ya entrada en años, más bien gruesa, quien respondió:

    — Explíquese mejor.
    — El señor Bernstentein nos dijo que el poder concede a quienes lo poseen una inmortalidad de hecho, sujeta solamente a accidentes imprevistos. Calculo que, tras tantos años, con la cantidad nueva de gente que debe haber ido apareciendo, su hermandad tendría que estar un tanto repleta. ¿Cómo han mantenido controlada la explosión demográfica? Supongo que empleando la máxima del dispara primero y pregunta después, fundamentalmente, pero no excluyo que algunos de los recién llegados tienen que haberles interesado hasta el punto de reclutarlos, de modo que su grupo debe haber ido aumentando a un cierto ritmo. ¿Qué han hecho entonces para mantener el número de socios y evitar los problemas de las asociaciones demasiado numerosas? ¿Revisar las antiguas listas de personal e ir señalando los miembros que ya les eran inútiles? ¿Librarse de los elementos que les inspiraban menos confianza? ¿O simplemente ir eliminando a los miembros potencialmente peligrosos a medida que eran detectados? Ustedes mismos han dicho que son estrictos. Sí, estoy segura de que lo son.

    Se produjo un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en Isabelle. David pensó que hasta entonces no se le había ocurrido pensar en aquello, pero que era lógico.

    — ¿Quiénes de los que están aquí tienen la vida sentenciada para dentro del próximo año? —terminó Isabelle, remachando el clavo.

    David pensó que era el momento de volver el agua a sus cauces.

    — Vamos a mi caso en particular —dijo—. Yo no quiero unirme a ustedes, pero parece que no tengo otra alternativa, ¿verdad? ¿Qué me ofrecen?
    — Entrar a formar parte de nuestra hermandad. Creo que es suficiente.
    — ¿Y qué me piden a cambio?
    — Que se atenga absolutamente a nuestras reglas.
    — ¿Cuáles son esas reglas?
    — Oh, hay muchas, pero todas pueden resumirse en una: jamás hacer uso del poder (a partir de un cierto nivel, por supuesto) sin el consentimiento de los demás. Es decir, no actuar nunca por su cuenta.
    — Entiendo. —David intentó ver hasta qué punto ocultaban algo aquellas palabras—. Pero puedo prometer esto, y mucho más, y luego no cumplirlo. ¿Qué garantías tienen de que cualquier nuevo miembro se atendrá a lo prometido?
    — La nuestra es realmente una hermandad. Cuando nuevo miembro es aceptado en ella, se pone en manos de todos los demás. Sin reservas.
    — ¿Está dispuesto a aceptar esto, hermano? —era de nuevo el más anciano.
    — Todavía no confío lo suficiente en su sinceridad —admitió David—. Me han dado demasiadas pruebas de falsedad en sus actuaciones.

    El hombre suspiró.

    — Entonces lo sentimos. Por usted, principalmente. Aunque por nosotros también. Su caso no dejaba de ser interesante.

    Había un tono ominoso en sus palabras. David miró al hombre, luego miró al portavoz. Ambos tenían los ojos clavados en él. Observó que todos los demás también. Sintió un extraño escalofrío.

    En aquel momento Isabelle gritó con voz agudamente excitada:

    — ¡David, es una trampa!

    Y el mundo estalló a su alrededor.

    Apenas tuvo tiempo de lanzar su mano adelante y sujetar la de la muchacha. Se vio envuelto en llamas. Gritó. Sintió que sus ropas ardían. Su pelo también. Pero algo en su interior le decía que todo aquello tenía que ser subjetivo. En ningún momento había relajado su poder. No podían haberle alcanzado.

    ¿O sí?

    Algo en su interior le dijo que la suma de muchos poderes individuales hacen un poder enormemente mayor. ¿Era para eso que lo habían atraído allí? ¿Para tenerlo al alcance de su fuego concentrado? ¿O habían conseguido debilitar de alguna forma su poder? Pero había anulado fácilmente su estúpida pantalla protectora. Que tal vez hubieran puesto como un señuelo para confiarlo.

    Pero ahora no era momento de consideraciones teóricas. Su poder estaba actuando ya de forma automática… una característica que tendría que investigar… cuando tuviera un momento. De pronto, el fuego fue sustituido por el hielo. Se vio sumergido en una suave luminosidad azul, de una cualidad casi líquida. Al principio fue un alivio. Luego empezó a tiritar.

    Sus ropas no se habían quemado, su pelo tampoco. Seguía aferrando firmemente la mano de Isabelle.

    Intentó hablar. Moduló las palabras, pero ningún sonido brotó de su boca. ¿Había sido él quien había causado aquella inmersión en hielo, como una reacción automática al fuego que lo consumía? ¿O era un nuevo ataque de ellos?

    Fuera como fuese, tenían que salir de allí.

    Se concentró en ello. Sentía los miembros entumecidos; no podía esperar mucho tiempo. Sus oídos captaron como un crepitar de cristales rotos, un sonido parecido al que se produce cuando arrojas unos cubitos de hielo en una bebida demasiado caliente. El azul a su alrededor se oscureció.

    Debían salir de allí. Pero le tenía miedo a la profunda oscuridad negra que había conocido ya una vez. No quería volver allá.

    La temperatura a su alrededor aumentó. Había como un brillo rojizo allá a lo lejos, como si fuera un sol lejano, pero no se divisaba ningún disco, solo una luminosidad difusa que se esparcía por todo el lejano horizonte. Estaban tendidos en una superficie carmesí oscuro, lisa, casi elástica. Se dio cuenta de que respiraba dificultosamente.

    — ¿Te encuentras bien, Isabelle?

    Su voz tenía una extraña resonancia blanda. Miró a la muchacha, tendida a su lado. Isabelle asintió con la cabeza, jadeante. Tenía el rostro desencajado.

    — Ha sido horrible —murmuró—. Me di cuenta, vi… no sé, algo que me puso los pelos de punta. Por eso te grité. Y luego todo estalló en llamas.

    David asintió. Tenía la garganta seca.

    — Eso nos salvó. Aunque me di cuenta cuando ya casi era demasiado tarde. Isabelle miró a su alrededor.
    — ¿Dónde estamos ahora? ¿Qué es esto? ¿Otro de sus escenarios diabólicos?
    — No lo creo. Juraría que es esto obra mía. No me preguntes cómo lo he hecho ni qué es. Estaba tan descontrolado que supongo que actué por puro instinto. Tal vez sea ese limbo particular del que hablan, la materialización de algo que siempre he llevado en mi subconsciente: un lugar amorfo, yermo, solitario y seguro donde retirarme. ¿Sabes?, el rojo siempre ha sido mi color preferido.

    Tras la tensión de los últimos momentos sentía en todo su cuerpo una extraña lasitud. Isabelle no pudo evitar una sonrisa.

    — ¿Crees que estamos fuera de su alcance?
    — Me gustaría saberlo. Pero de todos modos no estamos peor que en aquel anfiteatro. Lo único que necesitamos ahora es saber como volver a casa.

    Miró atentamente el suelo, como si buscara algo. Al cabo de unos breves instantes se formó en la elástica blandura una pequeña protuberancia y de su punta emergió un chorrito de agua. El agua se deslizó serpenteante por la superficie y se alejó.

    David hizo un gesto con la mano.

    — ¿Desea beber un poco, señorita?

    Isabelle bebió. David la imitó. El agua tenía un ligero sabor áspero. Bien, uno no podía hacerlo todo perfecto.

    Miraron a su alrededor, como buscando algo, no sabían el qué. Todo parecía tranquilo y desierto. El cielo (si realmente era un cielo) era un poco más luminoso ahora, más claro en el horizonte, completamente plano. El suelo también parecía haber adquirido un tono carmesí más vivo, distinto del color sangre oscuro que había tenido al principio.

    — El lugar es muy agradable para un picnic, pero nos dejamos la cesta de la comida en casa. ¿Volvemos?

    Isabelle asintió.

    — Sí, creo que sí. Si podemos, claro.
    — No lo dudes.

    David era el primero en dudarlo. Podían intentarlo, por supuesto, pero no le atraía en absoluto la posibilidad de aparecer de nuevo en aquel anfiteatro. Tampoco le hacía mucha gracia volver a la oficina de Bernstentein. Pensó: un lugar seguro, no importa donde ni cual. Cerró fuertemente los ojos, como si aquello pudiera ayudarle en su concentración. Sujetó fuertemente la mano de Isabelle.

    La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa.

    David abrió los ojos y miró. El apartamento de Isabelle, en el boulevard Saint Michel, le devolvió la mirada.

    Es lógico, pensó. Allí era donde había conocido realmente por primera vez a Isabelle, y en las profundidades de su mente el lugar estaba asociado a paz, tranquilidad, relajación. A nivel inconsciente, era el sitio ideal donde ir.

    Todo estaba tranquilo en el apartamento. Las luces se habían encendido automáticamente ante su presencia, aunque no habían entrado por la puerta. La suave música de la cadena de alta fidelidad empezó a difundirse en el aire.

    Se volvió a Isabelle.

    — Bien, creo que…

    El infierno se desató a su alrededor.

    La muchacha chilló. David se volvió en redondo, contemplando desorbitado como todo el apartamento entraba en una erupción ígnea. No se trataba de un incendio: un mueble, unas cortinas, un tapizado, prendiéndose y transmitiendo las llamas a otros elementos hasta formar un fuego de grandes proporciones. Todo el apartamento entró simultáneamente en ignición: muebles, cortinas, tapizados, paredes, cuadros, suelo… con una brusquedad tan asombrosa como imposible.

    Y este fuego era real.

    El grito de Isabelle resonaba aún en los oídos cuando actuó. El espantoso calor estaba empezando a sofocar sus sentidos; sintió un vahído, intentó sobreponerse, las cosas empezaron a girar a su alrededor, se dio cuenta de que mantenía todavía la mano de Isabelle fuertemente aferrada y aquello le alivió, pues en el shock no había pensado siquiera en mantener el contacto, el calor menguó pero no hubo hielo esta vez, el frescor fue como un bálsamo, y se encontraron de nuevo de pie en un recinto cerrado, esta vez en penumbras, con solo rendijas de luz atravesando las cerradas ventanas que daban a la calle.

    Reconoció el lugar: el salón de la casa de Roissy. Otro lugar de refugio para su mente inconsciente. Quizá allí…

    La oscuridad se iluminó con repentinas llamas a su alrededor, el salón se convirtió en un infierno de fundentes muebles, crepitantes alfombras, paredes que parecían querer desmoronarse, ígneas, sobre él.

    — Oh, ya basta —gimió en voz alta. Sus palabras se perdieron en el repentino rugir que brotaba en torno suyo.

    Esta vez no se trataba tampoco de una ilusión: el fuego era real. El peculiar olor a quemado que se desprendía de sus ropas, del vello chamuscado del dorso de sus manos, era inconfundible. Tenían que huir inmediatamente de allí si no querían morir abrasados.

    Pero no se puede huir eternamente, dijo con determinación algo dentro de él.

    Así que fue de nuevo el vahído, el vértigo, la sensación de permanecer unos instantes suspendidos al borde de la nada, con la mano de Isabelle aún firmemente sujeta en la suya, un leve atisbo de rojo y carmesí y blandura y suavidad que se esfumó rápidamente, y allí estaban de nuevo. En el anfiteatro.

    David parpadeó.

    Estaban todos, casi en las mismas posiciones en que los habían dejado. Quizá no hubieran transcurrido ni un segundo desde que huyeran de aquel lugar, aunque podían haber pasado horas. Pero, de alguna forma, el tiempo parecía haberse inmovilizado en aquel lugar, como a la expectativa, aguardando su regreso. Todavía resonaban las últimas palabras del viejo, antes del grito de Isabelle:

    — Entonces lo sentimos. Por usted, principalmente. Aunque por nosotros también.

    Parecía como si el portavoz quisiera decir también algo. Antes, el estallido de las llamas ficticias y una reacción automática de huida ante ellas las había cortado en seco. Ahora…

    Ahora la situación era muy distinta. El olor a humo que impregnaba sus ropas era real. El vello chamuscado de sus manos también. La ardiente suela de sus zapatos irradiaba aún hacia sus pies el calor que había absorbido de los suelos incandescentes del Boul. St. Mich. y de Roissy. Todo aquello había sido real, la intención clara.

    David no dudó. Los miembros reunidos de la hermandad seguían contemplándole fijamente, como cuando el primer fuego ficticio lo había lanzado en una instintiva autodefensa a su limbo particular. Ahora, por una fracción de segundo, aquellos ojos se desorbitaron y reflejaron un indecible terror, el terror que solo puede nacer del conocimiento real e ineludible de lo que va a venir a continuación. Fue un instante pasajero, cortado cuando veinte antorchas brotaron entre las hileras semicirculares de asientos.

    Hubo un grito unánime, que ahogó el grito de sorpresa y pánico de Isabelle. Pero David seguía sujetando fuertemente su mano, y apretó más fuerte aun, transmitiéndole confianza. Sus ojos estaban fijamente clavados en la veintena de repentinas antorchas humanas, y en ellos brillaba la ira, el odio y la determinación. Más tarde dudaría de si aquella había sido una decisión consciente o un mero arrebato de su mente inconsciente ansiosa de aplicar la ley del talión. De todos modos, la diferencia no era mucha. Se sentía demasiado furioso por todo lo ocurrido como para que sus sentimientos conscientes se apartaran mucho de los inconscientes. Nada más lógico, justo y normal que el de los autores de lo que les había ocurrido pagaran con su misma moneda. Mientras contemplaba la veintena de antorchas humanas retorcerse y gritar y derrumbarse y consumirse, sintió una satisfacción que más tarde le produciría estremecimientos. Pero se mantuvo firme, contemplando su justicia vengadora, mientras a su lado Isabelle se debatía e intentaba liberarse de la mano que la sujetaba, y luego abandonaba sus intentos y contemplaba con ojos alucinados el espantoso espectáculo que se desarrollaba ante ella.

    No tardaron mucho en arder y consumirse, como si fueran leños secos. El anciano de la esquina fue el último en convertirse en humeantes pavesas, como si fuera el que más se hubiera resistido a la incineración. Y luego hubo un instante de silencio antes de que el tapizado de los asientos empezara a crepitar, alcanzado por el fuego transmitido por los cuerpos que ya no desprendían llamas pero seguían ardiendo, presagiando un incendio que iba a generalizarse por toda la gran habitación.

    A David no le importaba. Aquél podía ser un lugar ilusorio o real, pero merecía ser destruido hasta sus cimientos. Y lo sería.

    Contempló con hosca satisfacción como el fuego iba prendiendo en los asientos y generalizándose. Isabelle seguía a su lado, inmóvil, como alucinada, mirando sin ver el anfiteatro ante ella. Las llamas iban haciéndose cada vez más altas a medida que se extendían.

    — Esto ya ha terminado —dijo de pronto David. Su voz era dura—. Ya podemos irnos.

    No hizo ningún esfuerzo especial, no al menos de forma consciente. Su poder parecía estar funcionando cada vez de forma más automática según sus deseos. La imagen del anfiteatro osciló, pareció doblarse sobre sí mismo como el dibujo de un papel que se arruga y se oscurece ante la proximidad de una llama. Hubo una breve pausa ingrávida, y luego hombre y mujer se hallaron de pie sobre la mullida superficie carmesí, bajo el cielo rojo naranja que no era un cielo exactamente, con el pequeño chorro de agua brotando a su lado como un inverosímil manantial sin cauce, cuya agua se esparcía sin rumbo ni velocidad por la completamente plana superficie, formando someros charcos que resplandecían como manchas de sangre fresca en medio de una gran extensión de sangre coagulada.

    — Aquí estarás segura —dijo David, sabiéndolo ahora con certeza, aunque no pudiera racionalizar el porqué—. Todavía tengo algo que hacer. Vuelvo en un momento.

    Desapareció antes de que Isabelle pudiera abrir la boca para decir algo. La muchacha miró a su alrededor, y de pronto se sintió absolutamente sola y desamparada en aquel extraño lugar inhóspito y lúgubre del que no sabía como escapar. Pensó que tal vez David no regresará nunca, que podían estarle esperando allá donde iba y terminar definitivamente con él. El pensamiento le produjo una angustia insoportable, que no pudo apartar de sí. Sintió deseos de llorar, gritar, golpear aquel blando suelo elástico que no respondía a ninguna creación de la naturaleza. No hizo nada de aquello. Se sentó junto al manantial, en un lugar desprovisto de charcos, apretó las rodillas contra su barbilla, sujetándolas entre sus brazos, y aguardó, notando como sus dientes castañeteaban.

    No tuvo que aguardar mucho. David reapareció unos pocos momentos más tarde, aunque la ausencia de toda forma de medir el tiempo en aquel lugar y su propia angustia le dieron la impresión de que había transcurrido media eternidad. Estaba enormemente pálido, pero la línea de su mandíbula reflejaba una decisión como nunca hasta entonces había visto en él. Se sentó a su lado.

    — Ya está todo hecho —dijo, con una voz que era apenas un susurro. Se echó hacia atrás, se tendió en el elástico suelo—. Necesito dormir —murmuró. Cerró los ojos.

    Isabelle no dijo nada. Contempló el cuerpo del hombre tendido a su lado, mirándole con una mezcla de ternura y horror. Aguardó.

    David tardó mucho tiempo en volver a abrir los ojos. Su cuerpo se agitaba ocasionalmente, como sacudido por demonios interiores. De tanto en tanto gritaba. Sus gritos eran gritos de angustia.


    13


    Estaban tumbados en la amplia terraza de la casa, contemplando el mar. David se sentía henchido por una paz interior que muy pocas veces había experimentado y que llenaba toda su alma de sosiego. Por fin había acabado la pesadilla. Aunque Isabelle, a su lado, no pareciera haberse repuesto aún enteramente de ella.

    Habían transcurrido quince días desde la reunión en la oficina de Bernstentein y luego el anfiteatro y todos los hechos subsiguientes. David había permanecido interminables horas tendido en el elástico suelo carmesí, con los ojos cerrados, no dormido ni inconsciente pero tampoco completamente consciente, intentando recuperarse del shock de lo que había hecho, luchando por reajustar su yo interno y someterlo al control entero de su voluntad.

    Lo ocurrido en el anfiteatro le gritaba sin lugar a dudas que el poder, a veces, podía manifestarse por sí mismo, sin intervención de la voluntad. Éste era un rasgo que había que dominar. La ejecución de los veinte miembros de la hermandad había sido una acción puramente instintiva, brotada de un deseo visceral de venganza. No había apelado a una desaparición pura y simple, había exigido el acto material de la venganza física: ojo por ojo. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de los gritos de los hombres y mujeres convertidos en antorchas vivientes, aún veía sus cuerpos retorcerse y encogerse y hacerse pequeños y derrumbarse sobre sus sillas, iniciando un fuego que terminaría destruyendo todo el anfiteatro. Todo aquello había sido un acto instintivo de su poder.

    Pero no había sido instintiva su siguiente acción, cuando, deliberada y conscientemente, había dejado a Isabelle en aquel limbo naranja, rojo y carmesí donde sabía que estaría segura, y había vuelto al mundo de la realidad para terminar su obra. Había necesitado una profunda concentración, pero no demasiado tiempo. Su objetivo era lo suficientemente preciso como para que no comportase problemas. Cuando hizo la verificación para asegurarse de que realmente se había cumplido lo deseado, la compañía IVAC había desaparecido de un plumazo de todo el mundo, sus registros legales tan eliminados como si no hubiera existido nunca, su personal esparcido en otras compañías o también desaparecido, no importaba. Las oficinas del sexto piso del edificio en Ginebra estaban ocupadas ahora por una compañía de seguros que llevaba quince años allí, las de París por alquilar después de que la empresa de importaciones que la ocupaba se hubiera trasladado a otras dependencias más grandes, las de Nueva York ocupadas por un departamento gubernamental de educación, y así todas las demás. Las huellas de la IVAC y lo que representaba en el mundo habían desaparecido por completo.

    David ignoraba la extensión de las ramificaciones de la hermandad (se había acostumbrado ya a personalizarla con este nombre abandonando la designación más genérica y ambigua de ellos, ahora que sabía —o al menos eso creía— quienes eran), pero suponía, basándose en la lógica, que una vez descabezada, eliminado su consejo rector, el peligro que representaba era despreciable. Por supuesto, los miembros de la hermandad con poderes inferiores que debían pulular por todo el mundo se habrían encontrado de pronto desconcertadamente perdidos. Al contrario del resto del mundo, ellos no olvidarían la existencia de la IVAC, y aunque no supieran lo ocurrido a su consejo rector (si su final no les había sido transmitido de alguna forma) y a sus múltiples oficinas, se preguntarían que extrañas fuerzas habían actuado para forzar un cambio tan bruscos y radical en la realidad que a ellos atañía. Bien, aquello era un problema a tener en cuenta. David no dudaba de que, entre los poseedores del poder supervivientes esparcidos por todo el mundo, no tardarían en producirse intentos de contacto —si no existían ya— para crear un sustituto al IVAC y restablecer la hermandad. Bueno, tendría que ocuparse de aquello a su debido tiempo. Había que impedir que la hermandad renaciera de las cenizas, o al menos canalizarla si lo hacía.

    Aquel pensamiento le había sumido en profundas meditaciones en los días siguientes a la ejecución (buscaba otra palabra que hiriera menos en su interior, sin encontrarla) de las cabezas visibles de la hermandad. ¿No estaba pretendiendo él, ahora que no existía oposición, convertirse en el dictador de una nueva hermandad sustituta? ¿No quería que todos los poseedores del poder en el mundo se doblegaran a su voluntad, del mismo modo que había hecho indudablemente el anterior consejo? ¿Qué pretendía exactamente, cambiar un amo por otro?

    No había dormido mucho en aquellos quince días transcurridos. El insomnio es una de las principales secuelas de las grandes preocupaciones. Sobre todo porque, en la oscuridad y la inmovilidad, la mente da rienda suelta a los pensamientos que ha refrenado durante el día.

    Cuando, en el suelo elástico y carmesí de su limbo particular, se sintió con fuerzas suficientes para enfrentarse de nuevo con la realidad y abrió otra vez los ojos, Isabelle seguía aguardándole pacientemente, sentada a su lado junto al absurdo chorrito de agua del pequeño manantial, inquieta por él pero incapaz de hacer algo para sacarle de su sopor. Intentó sonreírle, pero su sonrisa fue lastimosa. Agitó la cabeza. Lo único que se sintió capaz de decir fue: —Lo siento.

    Ella atrajo su cabeza hacia su pecho y lo abrazó fuertemente, y así permanecieron largo rato, en silencio, pero transmitiéndose todas las cosas que no podían decirse con palabras.

    Luego volvieron al mundo de los vivos. El segundo y el tercer fuego habían sido efectivamente reales. El apartamento del boulevard Saint Michell y la casa de Roissy habían ardido completamente. La policía no se explicaba el hecho, puesto que el fuego no se había iniciado en un lugar concreto y luego se había extendido al resto de la vivienda, sino que toda la vivienda había empezado a arder simultáneamente, como si tuviera una batería de quemadores bajo el suelo. El edificio del Boul. St. Mitch. Había ardido casi por completo, afectando a otros diecisiete apartamentos. La casa de Roissy, aislada de las demás por su jardincillo, había ardido en solitario hasta convertirse en pavesas. Como los veinte miembros del consejo, pensó David. Había sido una justicia ecuánime, dijo para convencerse a sí mismo.

    Lo que más desconcertaba a la policía era el hecho de que ambas viviendas, que habían ardido con escasos minutos de diferencia, estuvieran a nombre de una misma persona, Isabelle Dorléac, que había desaparecido y no había podido ser hallada por parte alguna. No, los restos de su cuerpo no habían aparecido entre los escombros. Se suponía algún tipo de venganza, la acción de una mafia local.

    — ¿Qué hacemos ahora? —había preguntado Isabelle al saber las noticias. No parecía angustiada; solamente desconcertada.
    — No lo sé —dijo sinceramente David.

    Habían deambulado por París durante todo el día, y por la noche habían tomado una habitación en un hotel del centro. David se había registrado como Monsieur et Madame Dupont, y el recepcionista no había puesto ninguna objeción, como era de esperar. En la cama, David se había dormido casi inmediatamente, para despertarse a media noche atormentado por una alucinación, gimiendo y temblando ante veinte hogueras que le rodeaban y avanzaban hacia él como si quisieran englobarle y transmitirle su fuego. Isabelle le abrazó fuertemente e intentó calmarle, y consiguió que al final se durmiera de nuevo. Pero no dejó de agitarse y murmurar durante todo el resto de la noche.

    Al día siguiente decidieron abandonar París. Ya no había nada allí que retuviera a Isabelle, excepto la caja de seguridad en el Crédit Lyonnais, y era una imprudencia intentar ir a buscar su contenido. Cosa que, dijo David, podía hacer él en cualquier momento utilizando su poder.

    Un poder que, se daba cuenta, dominaba cada vez más y con mayor facilidad. Aquello le daba nuevos alientos pero también le asustaba. Habían decidido ir a España, y aunque podía hacer que se trasladaran en un abrir y cerrar de ojos a cualquier lugar de la península, eligió efectuar el viaje en un medio tan lento y anacrónico como el tren. Aquello le daba la sensación de que pese a todo seguía siendo todavía una persona normal. Isabelle no puso ninguna objeción. En el compartimiento, reservado para ellos solos, leyeron periódicos y revistas y pensaron; hablaron muy poco. En la frontera nadie puso impedimento a sus pasaportes que los identificaban como el de señor y señora Rodríguez, unos pasaportes completamente legales por otra parte: David se había ocupado de ello. No había querido utilizar su auténtico nombre por miedo de que, en París, la policía hubiera relacionado de algún modo su nombre con el de Isabelle, aunque fuera a través de un lazo tan tenue como el botones del hotel Imperial Concorde que había traído su equipaje a Roissy. Por ese mismo motivo, David no sentía deseos tampoco de regresar a su casa en Madrid. Además, no quería reanudar los contactos con su pasado. Tenía la impresión de que lo mejor que podían hacer era intentar emprender una nueva vida.

    Bajaron del tren en Gerona, y David alquiló un aerocoche. En Figueras retiró todo el dinero que tenía a su nombre en Madrid y lo cobró en efectivo, borrando después cuidadosamente, con su poder, toda huella de la transacción. Siguieron camino hacia Tossa de Mar, donde David había pasado algunos veranos felices en su infancia. Allí abrió una cuenta a nombre de David e Isabelle Rodríguez en un banco de la localidad, donde ingresó todo el dinero que había retirado en Figueras, y se dirigió a una agencia inmobiliaria. Aquel mismo día había alquilado una casa entre Tossa y Sant Feliu, un precioso chalet en la parte superior de un acantilado que dominaba una pequeña calita aislada a la que se podía acceder por una escalera tallada en la roca, cuatrocientos peldaños. El dueño de la casa había querido instalar un ascensor, les dijo el agente de la propiedad, pero el precio de la instalación resultaba prohibitivo. David dijo que no importaba: el ejercicio sirve para despejar la mente. Y eso era lo que más necesitaba.

    De modo que se habían instalado en la casa, dispuestos a recuperarse de todo lo ocurrido, descansar y, a ser posible, olvidar. David no estaba muy seguro de esto último.

    Los periódicos y la televisión desgranaban las noticias habituales. Cada mañana, Isabelle y David bajaban a la calita, tomaban una lancha neumática con motor fuera borda y se adentraban en el mar para practicar uno de los deportes favoritos de David: la inmersión con escafandra autónoma. Era algo que le recordaba el espacio, un lugar al que, por ahora, aún no se atrevía a volver, habían ocurrido allí demasiadas cosas. Luego iban a comer a algún restaurante, daban una vuelta por la tarde, y regresaban a casa al anochecer. Cenaban, y leían un poco o veían la televisión. Luego se acostaban. Cada noche hacían el amor.

    David recordaba muy bien las palabras de Isabelle y ahora, en cierto modo, las compartía. Todo hombre siente ansias de inmortalidad. ¿Por qué no fundar una casta de poseedores del poder? Se veía a sí mismo como el gran patriarca, asentado en su virtual inmortalidad, gobernando sobre todos sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Puede que no toda su descendencia tuviera el poder, pero si era necesario se haría una selección. Y, ¿No podría él, utilizando su propio poder, hacer que todos sus descendientes tuvieran también el poder? Aquel era un asunto que valía la pena estudiar. A veces lamentaba no tener la mente analítica del padre de Isabelle.

    Hacían el amor lentamente, con parsimonia. Como queriendo gozar de todo el tiempo del mundo. O quizá como queriendo extraerle el cien por cien de jugo a cada segundo. Lo hacían en silencio, sin suspiros ni gemidos. También sin palabras. No necesitaban comunicarse nada: el fluido vital de la plena comprensión circulaba libremente entre ellos.

    Luego dormían. Y el insomnio acudía a David. Y las pesadillas.

    Intentó mil formas de librarse de aquello, sin conseguirlo. Isabelle quiso ayudarle, pero sus esfuerzos también resultaron inútiles. Por las mañanas, un poco más ojeroso que el día anterior, se sumergía en la pura profundidad azul del mar y se aislaba en otro mundo, olvidando todos sus pensamientos entre la flora y la fauna de un rincón del Mediterráneo que había conseguido no ser todavía un estercolero. Era como sumergirse en su limbo particular, pero con algo ante sus ojos que admirar.

    Un día decidió ir con Isabelle al limbo, con la esperanza de poder relajarse allí. Recordaba su período de semiinconsciente recuperación tras el shock del anfiteatro, y pensó que tal vez sirviera. Fueron a la superficie gomosa y escarlata, donde aún seguía manando el pequeño chorro de agua. David lo eliminó, y aprovechó los charcos para desear algo de vegetación. Brotó una vegetación casi submarina, una tímida replica de las ondulantes plantas que poblaban el fondo del Mediterráneo. Pero el verde y el azul se habían trocado en rojos y anaranjados, y su aspecto era tétrico. La eliminó.

    Hicieron el amor allá en el limbo, y fue una experiencia satisfactoria pero tensa. Luego David se relajó e intentó dormir. Lo logró por un tiempo más largo de lo habitual, supuso, pero el insomnio terminó asomando su estúpida cabezota. Aunque las pesadillas no aparecieron.

    Regresaron a la casa sobre el acantilado. Era de noche. Se acostaron e hicieron de nuevo el amor, y David se descubrió poseedor de una furia que nunca antes había conocido. Isabelle lanzó un grito de dolor, y David se apartó, desconcertado y contrito.

    — Me has hecho daño —dijo la muchacha—. ¿Qué te ocurre, David?
    — No lo sé. Me gustaría saberlo. Creo que ir al limbo ha sido contraproducente. Me ha cargado de excitación.

    Isabelle adelantó los brazos, lo atrajo de nuevo hacia ella, y casi lo acunó con su cuerpo.

    — Tranquilízate. Fue una experiencia muy fuerte. Necesitas un tiempo para adaptarte. Pero pasará.

    David lo esperaba. En realidad, se decía cuando lo examinaba fríamente, no había motivo ni para el insomnio ni para las pesadillas. Se habían librado de todos los peligros, ahora estaban seguros. Podían trazar un futuro para sus vidas, hasta el lejano horizonte. Nada iba a enturbiarlo. La experiencia había sido traumática, era cierto, pero ya había pasado, y lo que debía hacer ahora era colaborar en cicatrizar las heridas. Pero aquello no hacía más que hurgar en ellas.

    No podía definir exactamente las pesadillas. Eran algo informe, nuevo y distinto cada vez. Como miles de pequeños insectos hurgando en su cerebro. Pinchándole con sus pequeños y afilados aguijones, que depositaban el veneno de una extraña comezón. A veces eran unos pocos, a veces acudían en masa. A veces era uno solo. Su aguijón no era mayor que el de los demás, pero su picadura resultaba mucho más… no dolorosa: inquietante. Inoculaba dudas, intranquilidad, desazón… y temor.

    Y ahora estaban aquí, tumbados en la terraza de la casa sobre el acantilado, contemplando el mar azul y el cielo puro sin una nube, y el sol irradiando su bendito calor sobre sus cuerpos bronceados. Iban desnudos, una costumbre que habían adquirido para ir por la casa, bajar a la playa y bañarse, puesto que no había nadie en kilómetros a la redonda, y el camino de tierra que llevaba a la casa serpenteaba durante tres kilómetros antes de alcanzar la carretera general, y en su embocadura había una cadena atravesándolo y un letrero: Propiedad privada. Prohibido el paso, junto con la señal internacional. Habían ido a comer al Estartit, una parrillada de pescado cogido aquella misma mañana, y después habían decidido no dar un paseo sino volver a casa y relajarse y descansar. David tenía la impresión de que debían hacer algo, que no podían pasarse todo el resto de sus vidas allí, sin hacer nada, contemplando el mar. Se lo dijo a Isabelle, tumbados allá en colchonetas en la terraza, y ella se rio y se giró sobre él, y le hizo cosquillas en el vello del pecho con sus pezones.

    — Nunca más vamos a tener problemas financieros, así que, ¿por qué preocuparnos?
    — No se permanecer ocioso —murmuró David—. Lo siento. Ella rio.
    — Yo puedo darte todo el entretenimiento que me pidas —observó. David agitó la cabeza.
    — No me refiero a eso. No quiero pasarme la vida aquí, mirando al mar. Necesito algo más.
    — Está bien —dijo Isabelle. Se había puesto seria. Se apartó un poco de él— Hagamos un trato. Esto es como nuestra luna de miel. Vamos a disfrutarla. El día que te diga que estoy embarazada nos replantearemos la situación y decidiremos lo que debemos hacer. Hasta entonces, holgazanearemos.
    — No me das mucho tiempo para holgazanear —dijo David.

    Ella se rio, se montó sobre él, se inclinó y le besó fuertemente en los labios. David respondió como se esperaba.

    Alguien carraspeó detrás de ellos.

    — Perdonen —dijo una voz masculina, grave y segura de sí misma—. Lamento molestarles. Buenas tardes.

    Isabelle alzó bruscamente la cabeza. David, tendido de espaldas, estaba en mala posición para mirar hacia atrás.

    — Disculpen la interrupción —siguió la voz—, pero necesito hablar con ustedes.

    Isabelle se apartó de David y recogió su bata, tirada en el suelo al lado de su colchoneta. David tenía su traje de baño al alcance de su mano pero no lo recogió. Se puso en pie y se enfrentó con el ceño fruncido a su inesperado visitante.

    — ¿Cómo ha entrado? La cadena está puesta en la carretera. Y no hemos oído ningún coche.
    — No he venido en coche —dijo el hombre—. ¿Podemos pasar al interior de la casa? Me molesta la luz del sol. Y por favor, señor Cobos, vístase: nunca han sido de mi agrado los hombres desnudos.

    Se dio la vuelta y entró en el salón por la amplia cristalera abierta. David miró a Isabelle, boquiabierto, y ésta le devolvió una mirada de incomprensión. David se puso el bañador y entró en la casa tras el hombre, seguido por la muchacha.

    El desconocido se había sentado en uno de los sillones, dejando evidentemente el sofá para la pareja. Era alto, de edad indefinida y terriblemente delgado. Llevaba un elegante traje de lanilla gris jaspeada, de tela demasiado gruesa para aquel lugar y aquella época del año, una camisa blanca impecable de pechera rizada, con un lazo de tafilete gris al cuello, con los extremos colgando hasta medio pecho a la última moda, unos resplandecientes zapatos negros que no podían haber hollado ni un metro del polvo del camino que conducía a la casa, y unos grandes gemelos de oro en los puños de la camisa, que sobresalían cuatro dedos de las mangas de su chaqueta. Las gafas oscuras que ocultaban sus ojos confirmaban que le molestaba la luz del sol. Se desabrochó la chaqueta para sentarse, tiró ligeramente hacia arriba de sus pantalones a la altura de las rodillas para conservar el pliegue, y les miró con su mirada oculta.

    — Bien —dijo David, con un tono más bien beligerante—, ¿puede explicarme…?
    — Creo que hablaremos mejor con una copa de buen coñac en la mano — dijo el hombre—. ¿Les apetece? Es francés auténtico, Napoleón, cosecha del veintitrés: uno de los mejores años, puedo garantizárselo.

    David contempló con ojos muy abiertos la mesita octagonal de madera que había aparecido de repente delante del hombre, con una bandeja de plata, tres grandes copas de coñac y una botella aún precintada. Mientras el hombre descorchaba la botella, con una maliciosa sonrisa en los labios, se dejó caer en el sofá, sintiendo que el mundo se derrumbaba a su alrededor.


    14


    — Es usted un dios idiota, señor Cobos —dijo el desconocido, sirviendo coñac en las tres copas y haciendo un gesto para que las tomaran—. Y le ruego que no interprete mis palabras como un insulto.

    David estaba demasiado anonadado como para interpretar nada. Sus ojos no se apartaban de la mesita octagonal y la bandeja de plata y las grandes copas y la botella de coñac. El desconocido tomó una copa y la hizo tintinear ligeramente con la punta de la uña. El sonido fue de puro cristal.

    — Hay quien no sabe apreciar las cosas —dijo—. Un buen coñac debe tomarse siempre en una buena copa. Y servirse la medida exacta. Así —inclinó la copa hasta ponerla horizontal—: que el licor llegue al borde, pero no se derrame. Se necesita saber para hacer las cosas como corresponde.

    David se extrajo con un esfuerzo de su anonadamiento. Aquel hombre tenía el poder, y sabía utilizarlo. Dios, todo empezaba de nuevo.

    Pensó en sus pesadillas.

    — ¿Quién es usted? —consiguió articular—. ¿Y qué quiere de nosotros?

    El desconocido se llevó la copa a los labios. Bebió un pequeño sorbo, lo suficiente apenas para mojar su lengua. Paladeó.

    — Realmente, el veintitrés fue un año magnifico para el coñac. Me llamo Andreas de Veer, aunque mi nombre no les dirá nada. Y sí, tengo el poder. Desde hace más de mil doscientos años. Y sé utilizarlo en todas sus más delicadas sutilezas.
    — ¿Qué es lo que quiere de nosotros? —repitió David. Tenía la boca seca. Tomó la copa de coñac y bebió un largo sorbo. El licor quemó su garganta antes que aliviarla.

    El hombre movió reprobadoramente la cabeza.

    — Así no se bebe un buen coñac. Veo que usted todo lo hace de una forma excesivamente… cruda. Es una pena. Podría ser un buen diletante, si se lo propusiera.
    — Pertenece usted a la hermandad —dijo Isabelle. Parecía haberse recobrado antes que David. Tenía los ojos ligeramente entrecerrados, como escrutando a su visitante. Se dio cuenta de que su bata se le había abierto por encima de las rodillas y la cerró con una mano, que dejó descansando sobre su pierna. Había hecho una afirmación, no una pregunta.

    De Veer estaba haciendo girar lentamente el coñac en el fondo de su copa. Interrumpió el movimiento y contempló el líquido hasta que su superficie se calmó. Dio otro pequeño sorbo.

    La pausa fue insoportablemente larga.

    — No —dijo—. Además, la hermandad ya no existe. Gracias a usted —hizo una inclinación de cabeza hacia David.
    — ¿Está acusándome de algo? —dijo éste, poniéndose a la defensiva. El hombre se alzó de hombros.
    — No es misión nuestra acusar a nadie —dijo—. Nosotros solamente actuamos o no actuamos, según las circunstancias.

    Isabelle se envaró.

    — ¿Nosotros?

    De Veer se permitió una ligera sonrisa condescendiente.

    — El fallo de ustedes, mis queridos amigos, es que creen que el mundo es una cosa sencilla que puede comprenderse a la primera ojeada. No les culpo por ello. Los primitivos también creían lo mismo. Luego vinieron los científicos y lo complicaron todo, y nos demostraron que el universo es algo infinitamente más complejo que unas cuantas hogueras ardiendo en el cielo y cuatro elementos base sobre los que apoyar nuestros pies, y unos dioses orquestando todo el conjunto. Lo último es cierto, debo admitirlo, pero no en la forma que ellos lo creían.

    Hizo una breve pausa. Miró a Isabelle.

    — Preferiríamos que se explicara claramente —dijo David. Su tono seguía siendo beligerante.

    El visitante hizo un gesto con las manos.

    — Está bien. Señor Cobos, es usted un peligro para nosotros.
    — ¿Y quiénes son ustedes?
    — Resulta difícil de explicar. Digamos que somos el mundo. El verdadero. El único. El que cuenta.
    — El real —dijo Isabelle, en un impulso. El hombre asintió con la cabeza.
    — Es usted mucho más perceptiva que su compañero, señorita. La felicito. Usted, señor Cobos —hizo un gesto con su copa hacia él—, sigue pensando en la hermandad. Olvide eso, por favor. No comprende nada de lo que ocurre a su alrededor. Ni siquiera ese poder que tiene en su interior, y que tantas complicaciones ha causado a tanta gente, empezando por usted mismo.

    Suspiró.

    — Supongo que voy a tener que explicarme un poco más, para llenar las lagunas que hay todavía en su mente. Usted imaginó una serie de cosas. Su padre, señorita Dorléac —hizo una inclinación de cabeza hacia ella—, imaginó otras, bastante más acertadas por cierto. Lástima que su poder fuera tan escaso. Luego, el señor Bernstentein, ese miembro de la hermandad que en el fondo era casi tan estúpido como ustedes (y les ruego, repito, que no vean un insulto en esa palabra), les contó algo más. Todo eso es cierto, nunca lo negaría, pero refleja solamente una parte de la realidad de lo que nos rodea, digamos el estrato inferior, no el conjunto.
    — ¿Y cuál es ese conjunto? —preguntó David. De Veer suspiró.
    — Bueno, supongo que lo mejor es que aclare todas sus dudas. De hecho, mi visita aquí no tiene objeto si antes no les planteo la realidad.

    »Lo que les contó Bernstentein es superficialmente cierto, así que podemos tomarlo como punto de partida. Durante toda la historia de la Tierra ha habido hombres poseedores del poder. De hecho, y supongo que eso le sorprenderá, el poder es tan antiguo como la propia humanidad. Es un atributo inherente a la naturaleza humana, heredado del primer creador, pero en cierto modo atrofiado. El primer creador, el constructor de nuestro universo, un hombre que gozaba del poder a su nivel más alto, creó el hombre a su imagen y semejanza, pero no dejaba de ser un egoísta. Antes de que me lo pregunten: no, no sabemos quién fue, su recuerdo se pierde en una nebulosa en la noche de los tiempos…, una mera hipótesis, pero confirmada por los hechos. No quiso que sus criaturas pudieran alzarse contra él, tuvo miedo de perder su ascendencia sobre ellas, y las creó según su mismo modelo, pero imperfectas. Algunos de nosotros teorizan que al principio cometió la ingenuidad de crearlas exactamente a su imagen y semejanza, y se le rebelaron, y tuvo que actuar contra ellas y destruirlas, y en todo ello creen ver el origen ancestral del mito de los ángeles y los ángeles caídos y los demonios: dicen que algunos consiguieron escapar, y aún siguen vagando por el universo. Pero eso, por supuesto, son teorías vanas.

    Dio un nuevo sorbo a su coñac, lo paladeó, chasqueó la lengua con deleite. David tuvo la impresión de que no bebía realmente, de que todo aquello no era más que una pose.

    — Pero volvamos a nuestra historia. Pese a la imperfección con que fue creada la humanidad, el poder existe, per se, en la naturaleza humana: puede soterrarse, pero no extirparse. Así pues, poco a poco, con el paso de los siglos, va aflorando de nuevo, lentamente, a la superficie.

    »Eso es al menos lo que demuestran los hechos. Cada vez aparecen en el mundo más personas poseedoras, en mayor o menor grado, de un cierto asomo del poder. Por si les interesan las estadísticas, les diré que según nuestras investigaciones en el siglo XIV aparecía por término medio un poder por cada cinco millones de habitantes. En el siglo XVIII la cifra era de uno por cada tres millones. En la actualidad está rebasando ya la cifra de uno por cada millón. Esto nos hace suponer que, en unos quince a veinte siglos más, todo el mundo puede nacer con el poder a nivel operativo, aunque por supuesto en un grado muy embrionario.
    »Pero vayamos a los hechos. El noventa y nueve por ciento de los poderes que existen en la actualidad lo son a nivel ínfimo. Su poseedor, como les dijo muy bien Bernstentein, ignora incluso que lo posee, de lo único que se da cuenta es que tiene suerte, todo le sale bien. Muy pocos llegan al nivel que alcanzó el padre de la señorita Dorléac. Muchos menos aún al nivel de los componentes de la hermandad. Y por supuesto, una absoluta minoría al nivel de usted, o al nuestro.

    Hizo una nueva pausa, esta vez para estudiar la reacción de sus palabras en sus dos interlocutores. Añadió, con una observación marginal:

    — De hecho, puedo decirles que el caso de la señorita Dorléac pertenece al primer grupo. Su poder ha adquirido una cierta operatividad solamente gracias a la insistente educación que recibió de su padre. Un caso que nos ha interesado enormemente y que hemos seguido de cerca…, pues nos ha demostrado que el poder es susceptible de ser llevado, dentro de su correspondiente nivel, a una operatividad plena mediante una correcta educación…, lo cual no resulta tarea fácil, pueden estar seguros de ello.

    Bebió otro sorbo de coñac. Su copa, sin embargo, parecía tener el mismo nivel de licor con que la había llenado. Un simple paladeo cada vez…, o una forma de marcar las pausas que le interesaban.

    — Sigamos con nuestro asunto. —Sonrió ligeramente—. A mediados del siglo pasado, algunos poderes de grado intermedio, podríamos decir, se pusieron en contacto entre sí y decidieron, ante la proliferación de otros poderes, unir sus esfuerzos para mantener un control sobre el poder en el mundo. Su filosofía ya les fue expuesta por ellos mismos. No dejaban de tener sus razones. En la primera mitad del siglo, la actuación de algunos poderes incontrolados causó terribles trastornos en todo el mundo. No es fácil ejercer el poder a gran escala, uno no puede simplemente cambiar la realidad a su gusto prescindiendo de todas las consecuencias colaterales. Su idea, al principio, fue buena. El mundo ganó una cierta estabilidad, al menos una estabilidad controlada. Por supuesto, algunas personas se dieron cuenta de que algo pasaba. De ahí algunas teorías que surgieron respecto al control de la historia y otras simplezas, y que tuvieron gran auge a finales del siglo. Pero nadie supo ver nunca lo que ocurría en realidad, porque se hallaba fuera de su alcance: cuando algo cambiaba radicalmente, cambiaba para todo el mundo, y nadie se daba cuenta del cambio. De modo que nunca pudo demostrarse nada.
    — Todo esto está muy bien —dijo David, apretando los dientes más de lo necesario—. ¿Pero dónde entran ustedes en todo esto?
    — Ésta es la cuestión: nosotros no entramos. Nosotros simplemente estamos. Hemos estado desde el principio y seguiremos estando hasta el final. Sea cual sea éste.

    Miró su copa de coñac, como si de pronto se diera cuenta de que la tenía entre las manos. Sonrió ligeramente.

    — Tiene usted razón, señor Cobos —dijo, como si todo el rato hubiera estado leyendo sus pensamientos—. Esta copa de coñac es solo un pretexto. ¿Sabe?, nunca he sabido que hacer con mis manos cuando hablo con alguien. Y darle un sorbo al coñac ayuda, cuando quieres pensar en algo o echarle un vistazo a tu interlocutor.

    Depositó la copa en la bandeja.

    — Pero creo que ahora ya no es necesario. Su error, señor Cobos, mejor dicho, uno de sus muchos errores, ha sido creer que la hermandad representaba la cúspide del poder en este planeta. Cuando en realidad los poderes de que hacían gala eran más bien escasos…, usted mismo pudo darse cuenta de ello, puesto que los venció tan fácilmente. El nacimiento de la hermandad nos causó un cierto regocijo, lo reconozco, pero después de estudiar la situación pensamos que podían sernos útiles. Y de hecho lo han sido durante muchos años. Han actuado como filtro para nosotros. Nos han evitado el tener que preocuparnos de casos ínfimos, han hecho el trabajo de base por nosotros. Resulta mucho más fácil controlar una asociación establecida y reglamentada que vigilar la aparición de una serie de poderes incontrolados que la mayor parte de las veces ni siquiera merece atención. El caso de Marcel Dorléac, por ejemplo. Y otros muchos como él, a muy distintos niveles. La lástima es que ahora nos ha privado usted de esta facilidad. Vamos a tener que crear otra hermandad que sustituya a la desaparecida…, y no crea que va a ser fácil. Tendremos que aguardar muchos años e irla formando lentamente y con cuidado. Porque, como ellos le dijeron muy bien, cuando el poder actúa, lo que provoca es irreversible. Usted puede escapar de la muerte o del destierro si consigue frenar a tiempo el golpe con su propio poder, pero si llega demasiado tarde es demasiado tarde. Ellos no pudieron vencerle cuando los destruyó, y ahora son irrecuperables. Una verdadera lástima.
    — Intentaron matarme —dijo David, a la defensiva—. Varias veces.
    — Lo sé. No le reprocho lo que hizo. Es probable que en su caso yo lo hubiera hecho también. Solo que de distinta forma. Quizá de un modo algo más… civilizado.

    Agitó una mano, como echando a un lado el asunto.

    — Pero olvidemos eso, puesto que ya no podemos hacer nada para remediarlo. Hay cosas más importantes que resolver. En primer lugar, su caso.

    David le miró con ojos llameantes.

    — ¿Pretenden ustedes también matarme… sean quienes sean? —Se puso automáticamente a la defensiva.

    De Veer lanzó una franca carcajada.

    — Por favor, señor Cobos. Nosotros somos civilizados. No matamos. Nunca. La vida es sagrada para nosotros.
    — Entonces, ¿a qué se dedican ustedes? ¿Quiénes son? —Hubo un asomo de ironía en las palabras de Isabelle.

    De Veer se volvió ligeramente hacia ella.

    — Vivimos en nuestro Olimpo. Y contemplamos discurrir la vida a nuestros pies. Somos los dioses del antiguo panteón humano, si me permiten el símil. Y solamente intervenimos directamente cuando es estrictamente necesario. Como en su caso.

    David se puso en pie. De pronto se sintió ridículo con su traje de baño ante la atildada elegancia del otro hombre. Pero no quiso darle a De Veer la satisfacción de ponerse otra ropa más acorde, aunque podía hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. El otro parecía saber muy bien hasta donde llegaba su poder.

    — Dejémonos de circunloquios. ¿Para qué han venido exactamente aquí? ¿Y a quienes representa? De Veer suspiró.
    — Una de las peores virtudes de la humanidad es su precipitación. No quiere escuchar, solo saber. Y su ansia desmesurada de adquirir nuevos conocimientos cuando aún no estaba preparada para ellos es lo que le ha traído todos sus problemas.

    »Muy bien, siéntese. Vayamos al fondo de la cuestión. La aparición de usted ha sido algo que nos ha sacudido a todos. Desde hace mil doscientos años (yo), no se había producido un caso semejante. Oh, sabemos que es posible. Yo soy un ejemplo de ello. Y mis otros compañeros también.
    » ¿Quiénes somos exactamente? Bien, digamos que aquellos que poseen el grado máximo de poder…, o al menos el máximo conocido. Es un hecho que ocurre muy raramente, y cuando ocurre pasa desapercibido al resto del mundo. Solamente los poderes mediocres dejan su huella en la historia arrastrando el mundo, como Napoleón o Hitler. Los auténticos poderes se retiran. Un Dalai—Lama por ejemplo.

    Un Buda. Un Cristo. Incidentalmente, la muerte de Cristo fue uno de los actos de prestidigitación del poder más buenos que se haya visto nunca en el mundo, aunque yo por supuesto no lo vi. Los auténticos poderes no intervienen en la modelación del mundo. En general, el poder, a su nivel máximo, aparece solamente en seres muy especiales, seres que, usando una terminología mundana, anteponen el espíritu a la materia. Son seres que pueden aceptar su destino en el universo y retirarse a su nivel superior. Son dioses, evidentemente, en el sentido que la gente normal le da a la palabra, pero dioses contemplativos. Nuestra máxima es que el mundo debe seguir su propio camino, y si este camino conduce a la destrucción es su destrucción, la elegida por ellos. No aceptamos el dirigismo en la historia. Dejamos que siga su curso.

    — Pero admitieron la existencia de la hermandad —dijo Isabelle, como una acusación.

    De Veer suspiró.

    — Cierto. Fue una concesión necesaria por su utilidad. Y de todos modos su actuación fue buena, puesto que en la limitación de sus poderes y el hecho de ser una entidad corporativa se bloqueaban a si mismos de producir cambios grandes y desastrosos en el mundo. Además, teníamos también lo que podríamos llamar un representante entre ellos, alguien que nos servía, aunque él no lo supiera exactamente, de lazo de unión. Sí —hizo una inclinación de cabeza hacia David—, el hombre más viejo en el rincón del anfiteatro. Su poder era superior al de los demás, aunque no alcanzara el nuestro, y en consecuencia su ética también, y por eso sus opiniones eran respetadas por los otros. Era nuestro filtro, que nos garantizaba un buen uso del poder por parte de los más exaltados. Gracias a todo ello el mundo alcanzó una cierta aunque precaria estabilidad a partir de la segunda mitad del siglo pasado, sin los tremendos trastornos de toda índole que sacudieron la primera. Solamente un hecho escapó de nuestras manos: la crisis del petróleo, obra de un poder loco que escapó a nuestro control hasta que fue demasiado tarde, y que necesitamos más de una década en reparar. Pero eso le enseñó a la hermandad a ser más cauta en el futuro…, y a nosotros también.
    — Todo esto está muy bien —dijo David—. ¿Pero qué pinto yo en este cuadro?
    — Mucho —dijo De Veer—. Todos nosotros (somos siete, ¿no le dice nada este número?) descubrimos que poseíamos el poder en nuestra infancia, y lo fuimos puliendo y educando a lo largo de nuestras vidas hasta su madurez. Usted entró en posesión de él de una forma traumática. El peligro de una muerte inminente lo trajo a la superficie con toda su potencia, pero sin ningún control. No dudamos que su caso tuvo ocasiones de producirse otras veces con anterioridad, pero ninguno de esos poderes potenciales dispuso de la oportunidad o el tiempo suficiente para despertar. Un condenado a muerte siempre tiene la esperanza de librarse de su suerte y por lo tanto carece de compulsión necesaria. Un enfermo confía en que la irreversibilidad dictada por el médico sea un error clínico. En otros casos la muerte ocurre de una manera demasiado súbita como para dar tiempo al poder a manifestarse. Pero usted tuvo veinticuatro horas enteras para pensar y desesperarse ante la inevitabilidad de su destino. Su caso fue uno de esos casos que se producen una vez cada mil millones.

    »Y adquirió usted el poder. Un poder absoluto, solo equiparable al nuestro. Pero de una forma salvaje. Loca, me atrevería a decir. Su poder es un poder nacido de la locura y la desesperación, no del razonamiento y la consciencia interior. Su poder es incontrolable.

    Hizo una larga pausa, mirando fijamente a David. Sus manos se agitaban levemente ante él, como movidas por un impulso propio. David reconoció que realmente necesitaba tener algo entre ellas.

    — Pero lo domino perfectamente —dijo—. Hasta ahora al menos.
    — Domina unas manifestaciones menores. Pero en el anfiteatro quedó bien clara su naturaleza salvaje. Hizo arder a veinte personas como teas en apenas un parpadeo.
    — ¡Pero ellos intentaron matarnos! —exclamó Isabelle—. ¡Tenía que defenderse!
    — Y luego destruyó metódica y completamente, toda huella de la hermandad. Esa fue la primera vez que empleó su poder a fondo, aparte su primera manifestación en el espacio. Y lo hizo conscientemente. Sabiendo a la perfección lo que hacía. No hubo ningún instinto desbocado.
    — Necesito controlar mi poder, de acuerdo —admitió David—. Es solo cuestión de tiempo.

    De Veer negó con la cabeza.

    — No. Desde que ocurrió lo del anfiteatro hemos estado sondeándole a fondo. Tal vez le hayamos causado insomnio y pesadillas; lo siento. Pero teníamos que hacerlo. Siempre nos aseguramos antes de dar un paso. Su poder posee una cualidad esquizofrénica irreversible. Jamás podrá dominarlo por completo. Y eso es lo que lo hace peligroso y le impedirá poder unirse alguna vez a nosotros.

    David se pasó la lengua por los labios. Tuvo la impresión de que ahora si necesitaba el coñac. Pero se contuvo.

    — Muy bien —dijo—. Ya me ha dicho cuál es su opinión sobre el caso. ¿Debo considerarlo como un veredicto?
    — Más bien como un diagnóstico. Lo suyo puede ser calificado de enfermedad. David se echó a reír.
    — ¿Y cuál es el tratamiento?

    De Veer dudó. Adelantó una mano y volvió a tomar la copa de coñac. Se puso a juguetear lentamente con ella, haciendo rodar el líquido de su interior. David sintió deseos de arrebatársela de un manotazo, luego pensó en emplear el poder, pero no se atrevió. No quería enfrentar su poder al del otro: podía perder, como había perdido Bernstentein con él.

    — Somos muy celosos de no trabar la marcha del mundo —dijo finalmente De Veer—. Usted lo haría, consciente o inconscientemente. —Levantó una mano, y la otra, la que sujetaba la copa de coñac, tembló ligeramente—. No, no me diga nada. Sabemos que ya ha tenido pensamientos al respecto. Además, tenemos miles de años de experiencia a nuestras espaldas. Puede jurarme lo contrario, pero sabemos que llegaría un momento en que hallaría algo que no le gustaría, o se creería capaz de mejorar alguna cosa, y tarde o temprano caería. La tentación de jugar a dios es muy fuerte: la hermandad sabe mucho de esto, nos ha dado bastantes ejemplos dentro de sus limitaciones. Quizá tardara usted un año, o quince, o cien. Pero caería.

    »No lo podemos permitir. David se mordió los labios.

    — ¿Y cómo piensan impedirlo?
    — Éste es el problema. No aceptamos los métodos de la hermandad. La vida es algo sagrado para nosotros; por eso no intervenimos en el mundo más que en casos de estricta necesidad. Pero hay otras soluciones.

    Había un tono de fariseísmo en su voz. Nadie que considere la vida como algo sagrado puede intervenir en los asuntos del mundo sabiendo que eso eliminará inevitablemente vidas, pensó David.

    De Veer parecía leer sus pensamientos.

    — Solamente actuamos cuando las vidas que pueda hacer desaparecer nuestra acción son infinitamente inferiores de las que desaparecerían si no actuáramos. En cierto modo, lo que decía la hermandad es cierto: los hombres, a nivel general, son meros comparsas en este mundo. Marionetas. A nivel mundial, es preciso aplicar la ley de los grandes números.

    David no tuvo que esforzarse mucho para captar el cinismo inherente en aquella frase. Pero estaba demasiado preocupado por otras cosas como para concederle excesiva importancia.

    — Me gustaría que fuera más explícito —señaló, endureciendo los músculos. De Veer notó su actitud—. ¿Insinúa acaso que mi muerte puede ser justificada según sus altos estándares por el ahorro de otros miles de futuras e hipotéticas muertes?

    El hombre negó con la cabeza.

    — Ya le he dicho que su muerte física repugnaría a nuestras conciencias. Nunca podríamos llevarla a cabo.
    — Entonces, ¿qué propone para mí? ¿una lobotomía?
    — Ninguna lobotomía puede anular el poder. —Lo dijo como si ya hubieran intentado alguna vez aquel método—. No existen métodos físicos de anular el poder, excepto anulando a la persona.
    — Lo cual nos devuelve al principio. ¿Qué le ha impulsado a venir aquí?
    — Nuestra necesidad de resolver esta cuestión de alguna manera. No podemos permitir, sobre todo ahora que la hermandad ya no existe, su presencia en este mundo, con todos los riesgos que ello comporta. Su muerte nos repugna. Así pues, solo queda otra solución.
    — ¿Cuál? —la voz de David era tensa.
    — El exilio.

    Hubo un largo momento de silencio, en el que David no supo si echarse a reír o lanzarse contra el hombre. Intentó una breve sonda: había como una barrera rodeando la alta, delgada y elegante figura sentada frente a él, invisible y dura como una roca. El hombre había dicho que sus poderes eran parejos, y no tenía por qué haber mentido.

    — Explíquese mejor —dijo David, intentando mantenerse controlado.
    — Es muy sencillo. El universo fue creado originalmente solo para el hombre. Ya sé que desde hace años se habla de la pluralidad de los mundos habitados y de que no estamos solos en el universo. No es cierto. Estamos realmente solos en el universo, como lo están demostrando las constantes expediciones galácticas. En numerosos planetas se ha hallado vida en los más distintos estadios de su evolución, pero en ninguno vida inteligente. El alma es una creación humana, y como tal fue insuflada, por el primer creador del universo, exclusivamente a la humanidad de la Tierra. Todo lo demás no es otra cosa que mero decorado…, un subproducto automático del acto de la creación.

    »Pero este universo—decorado es enorme, y contiene centenares de miles de planetas idénticos a la Tierra. Un hombre con el poder podía convertir cualquiera de ellos en un paraíso terrenal en un abrir y cerrar de ojos. El hombre que arrastró a lo largo de cien parsecs todo el sistema solar para salvar su vida podría hacerlo perfectamente.

    David frunció el ceño.

    — ¡Está usted loco!
    — En absoluto. Estoy hablándole completamente en serio. Piénselo. La idea es atractiva. Sabemos cuáles son sus planes…, o al menos los de la señorita Dorléac. —hizo una breve inclinación de la cabeza hacia la muchacha—.Nosotros también hemos teorizado al respecto, pero nuestra postura es que no hay que forzar la evolución. En su mundo, ustedes podrían hacerlo. Si no quieren estar solos podrían llevarse consigo a gente de la Tierra, o simplemente crearla allí, a su gusto y conveniencia. Y si no les gustaba el resultado podrían borrarlo todo en cualquier momento y empezar de nuevo a partir de cero.
    — Lo que usted propone es monstruoso —dijo Isabelle con un hilo de voz.
    — Solamente lógico, mi querida señorita. Les ofrezco una salida honorable a esta situación. Es más de lo que les ofrecería mucha gente. Es más de lo que les ofreció la hermandad.
    — ¿Y si nos negamos? —dijo David secamente.
    — Entonces el problema será más difícil de resolver. Quizá debamos recurrir a procedimientos que nos repugnen. Mire, señor Cobos, su poder es grande, pero resulta fácilmente superable por los poderes de nosotros siete unidos en uno solo. En este mismo momento podríamos cogerle y proyectarle a través del espacio hasta cualquiera de los mundos que pueblan el firmamento. Pero esta solución no nos sirve, porque podría regresar aquí en cualquier momento gracias al poder. Podríamos lanzarle a la superficie de un planeta devastado por una terrible guerra creada apresuradamente en su beneficio, como hizo un exaltado miembro de la hermandad, y esperar que esa guerra lo matase para no tener que mancharnos directamente con su sangre, pero seguiría siendo un asesinato. Podemos, por supuesto, aplastarle aquí mismo como si fuera un insecto desagradable y reducirle a una masa informe y sanguinolenta con nuestros siete poderes concentrados, pero puede estar tranquilo al respecto: no lo haremos, ya le he explicado los motivos.
    — Pero yo sí podría hacerlo con ustedes —dijo David en tono amenazador.
    — Ciertamente, podría terminar con nuestras vidas, uno a uno, utilizando el poder, si nos atrapara desprevenidos y supiera como localizarnos. Por eso precisamente he venido aquí de esta manera: para no ofrecerle indicios de nuestra identidad y situación. No puede atacarnos si no puede llegar hasta nosotros, y no puede llegar hasta nosotros si no sabe quiénes somos y donde estamos. Es precisa una localización exacta de la persona para poder seguir su rastro. Los de la hermandad sabían cómo hacerlo, llevaban años practicándolo, era la base de su operatividad; pero usted aún desconoce la técnica. Yo puedo desaparecer de aquí en este mismo momento y usted no sabrá jamás donde localizarme, y mi nombre se lo aseguro, no va a decirle nada: ni siquiera sabe si es el verdadero. En cambio, nosotros le tenemos siempre en nuestro punto de mira. Podemos alcanzarle en cualquier momento. Y somos siete contra uno.
    — Pero lo que nos propone es ridículo —dijo Isabelle—. Suponga que aceptamos su absurda proposición de ir… a colonizar un lejano planeta. ¿Qué seguridad tienen de que no volveremos a la Tierra en cualquier momento, cuando deseemos hacerlo?

    De Veer (o cual fuera su nombre) sonrió.

    — No podrían, porque desconocerían las coordenadas.
    — Esto es absurdo —dijo David—. Si eso es así, y si tienen el poder que dicen sobre mí, ¿por qué entonces no nos envían directamente donde les plazca, sin pedir nuestro consentimiento y sin darnos posibilidad de retorno?
    — Ya le dije al principio que el mundo no es tan sencillo como parece. Nuestro poder posee una especie de radar interno, disculpen la comparación pero es la que mejor entenderán ustedes, que nos mantiene siempre orientados con respecto a unas coordenadas base. Piense que gracias a esa especie de radar pudo usted volver a la Tierra tras el intento de la hermandad de alejarle de ella a otros mundos extraños, y gracias a él también pudieron huir del anfiteatro a las dos localizaciones de la señorita Dorléac en París y Roissy y luego regresar al anfiteatro. Este mecanismo es automático, y funciona independientemente de nuestra voluntad o nuestra consciencia.
    — ¿Entonces?
    — Para llevar a cabo ese exilio del que le he hablado precisamos de su aquiescencia. Necesitamos que usted se abra a nosotros para poder bloquear este localizador durante el trayecto. Solamente de esta forma sabremos que no podrá regresar luego a la Tierra.

    David lo miró fijamente.

    — Está usted loco —fue su único comentario. El visitante suspiró.
    — No, en absoluto. Simplemente, hemos estado meditando mucho su caso, y ésta es la única solución que le vemos al asunto.

    David inspiró profundamente.

    — Será su solución. Para mí hay otra mucho más sencilla. De Veer alzó una ceja inquisitiva.
    — Yo no quise este poder —dijo David—. Tampoco lo rechazo, por supuesto, pero no hice nada por conseguirlo. Si lo tengo, y me es útil, bienvenido sea. Todavía no sé qué voy a hacer con él, o si voy a emplearlo alguna vez para otra cosa que no sean las nimiedades normales de la vida cotidiana. Todo lo que he hecho hasta ahora con él ha sido defenderme de los ataques que he sufrido, y casi siempre de un modo instintivo. Yo no busqué nada de lo ocurrido. Ahora necesito tiempo para reflexionar. Todavía estoy algo aturdido. Y usted no ha venido a arreglar las cosas precisamente.
    — Lo sé. Pero esto no es algo que pueda demorarse. Ha de tomar una resolución.
    — ¿Qué resolución? No deja usted ninguna alternativa. «Exilio». Suena casi como si hubiera dictado sentencia.
    — ¿Qué ocurrirá si nos negamos? —dijo de pronto Isabelle. Sus ojos parecían clavados en la distancia.
    — Yo no les aconsejaría que lo hiciesen —dijo el hombre. Se levantó en un solo movimiento fluido—. Consideren esto como un aviso leal. Piensen en lo que les he dicho, y decidan lo que es mejor. Todo lo que sigamos hablando a partir de ahora es superfluo. Volveré dentro de unos días a recoger su respuesta. Por su bien, espero que sea afirmativa.
    — ¡Aguarde! —dijo David, adelantando una mano. Pero el hombre desapareció, se esfumó en el aire, dejando un aroma indefinible como a ozono y algo más, un efluvio imposible de identificar.

    Junto a ellos quedaba la mesita octogonal, la bandeja de plata, las copas y la botella, como prueba tangible de la realidad de todo lo que acababa de ocurrir.


    15


    David permanecía tendido en la oscuridad, mirando fijamente al invisible techo de la habitación. Isabelle, a su lado, respiraba pausadamente, sumida en un profundo sueño. Al menos ella podía dormir, pensó, no sin una cierta envidia.

    Habían transcurrido tres días desde la inesperada visita de De Veer. Había sido como un mazazo para la pareja. Un nuevo giro de ciento ochenta grados a toda la realidad a su alrededor.

    — Todo es una sarta de mentiras —había dicho Isabelle, casi furiosa—. El Dalai—Lama, Buda, Cristo… ¿cómo puede concebirse algo así?

    Y luego, un poco más tarde:

    — Siete. Los siete días de la creación. Las siete iglesias, los siete ángeles, los siete sellos y las siete plagas del apocalipsis. Los siete sacramentos, los siete pecados capitales. Los siete sabios de Grecia. Las siete maravillas del mundo. Los siete metales de los alquimistas.

    Lo había mirado con ojos brillantes.

    — David, todo es un bluff. No sé lo que ha pretendido ese hombre, pero intenta engañarnos de algún modo. Intenta engañarte. No podemos confiar en él.

    David estaba de acuerdo. Pero, ¿qué podían hacer? Una de las cosas que había dicho el hombre, al menos, era cierta: le tenían localizado a él, mientras que él no podía localizarles a ellos. Eso marcaba una gran diferencia.

    No creía tampoco en su declaración de principios contra la muerte y la violencia. Si realmente eran tan poderosos como afirmaban, si podían acabar con él de un plumazo, ¿por qué no lo habían hecho ya? Si no les importaba enviarle al exilio eterno, no debía importarles tampoco eliminarle de cualquier otra forma. Sobre todo teniendo en cuenta su peculiar filosofía sobre los individuos y las masas.

    No, la respuesta era obvia. No podían eliminarle. Como no habían podido hacerlo los miembros de la hermandad. Por eso habían urdido aquel estúpido plan. Querían que les abriera la puerta de atrás. Conseguir que les dejara entrar, se abandonara. Un golpe rápido, y todo habría acabado. Un final limpio y satisfactorio.

    Estaban locos si pensaban que iba a acceder a sus pretensiones.

    Pero esto no resolvía el problema. Cuando ya creía que todo había terminado, se encontraba enfrentado a un nuevo peligro. Tan desconocido como el anterior. Y al parecer mucho más poderoso.

    Y tal vez no fuera el último. Aunque lo superara, ¿cuán alta era la escala del poder? ¿Hasta dónde llegaba? ¿Tenía realmente algún final?

    Aquel pensamiento le producía escalofríos. Era muy consciente de su condición. Era un intruso, que había aparecido arrasando en el mundo elitista del poder, como un bárbaro podría aparecer armado con una metralleta en medio de un ejército en plena parada militar. En eso también había tenido razón el visitante. Era un talento salvaje, que a duras penas podía controlar su poder, que ni siquiera sabía hasta dónde podía llegar con él. Muy lejos, indudablemente.

    ¿Cómo hasta descubrirles? ¿Fueran quienes fuesen y estuvieran donde estuviesen?

    Había un medio muy fácil de conseguirlo, pensó con una sonrisa. Bastaba con hacer desaparecer a todo el mundo sobre la Tierra. Los siete que quedaran serían ellos.

    Al instante siguiente el pensamiento le estremeció. ¿Sería capaz de hacer realmente algo así?

    Jamás se atrevería a intentarlo.

    El techo de la habitación era casi negro. La luna, a través de la ventana, era una delgada hoz que parecía querer cortar el cielo en una absurda diagonal. Lejos de las empañantes luces de la ciudad, el firmamento tenía un color negro purísimo, salpicado de millares de estrellas. Una de estas estrellas puede ser tu mundo, si quieres, se dijo. Se echó a reír suavemente.

    Isabelle se agitó a su lado. La atrajo hacia sí, buscando un poco la seguridad y el confort del calor de su cuerpo. El insomnio no le había abandonado. Ahora era peor que nunca. Y con razón, pensó.

    Isabelle se acurrucó un poco más contra su cuerpo y se puso a roncar suavemente, casi como un gatito. Ajena a sus pensamientos.

    Volvió a notar el hormigueo en su mente. Se envaró, pero procuró mantenerse calmado. En dos ocasiones antes, aquella misma noche, había captado idéntica sensación, que se había desvanecido rápidamente cuando se había puesto en estado de alerta. Era la misma sensación que había notado muchas noches antes, la que había provocado sus pesadillas. Las palabras de De Veer la habían identificado: eran ellos, hurgando en su cerebro. Lo habían hecho antes para escrutarle, para sonsacar todo lo posible de él, preparando así la visita de De Veer. Eran condenadamente listos y meticulosos. Y ahora debían seguir sondeándole para averiguar cuáles eran sus pensamientos. No querían correr ningún riesgo.

    Se mantuvo tan relajado como le fue posible, siguiendo con un hilo intrascendente de pensamientos. El hormigueo fue recorriendo su cabeza, como un pequeño insecto cavando túneles en su cerebro, una sensación no del todo desagradable y casi imperceptible si uno estaba pensando en otras cosas. Pero David permanecía atento. Había sabido que volverían, y se había preparado. Las dos primeras ocasiones no había podido mantener la sangre fría, pero ahora sí. Ahora estaba preparado para actuar.

    No le había dicho nada de aquello a Isabelle, por temor a que sondearan también la mente de ella y supieran así de sus planes. Lo había ido maquinando en secreto, procurando mantenerlo en un rincón apartado de su mente, casi oculto por otros pensamientos. No sabía si iba a conseguir algo o no, pero los ensayos que estuvo haciendo, a nivel experimental, durante aquellos tres días le habían hecho concebir esperanzas.

    Y ahora era el momento. El hormigueo seguía en su cabeza, leve, discreto, como temeroso de despertar sospechas, pero inquisitivo.

    Saltó.

    Hubo algo parecido a un grito sofocado. Un agitarse, un temblor, una vibración. Sintió vértigo. Se aferró con garras mentales. Algo quiso huir, y en su huida lo arrastró lejos de su cuerpo, lejos del mundo, lejos de todo. Resistió. No podía abandonar ahora. El mundo dio vueltas a su alrededor, se desvaneció y fue sustituido por escenas de pesadillas, colores abstractos girando en un torbellino infernal, rojos y malvas y violetas y naranjas y verdes y amarillos y rojos de nuevo, manchas que parecían estallar ante sus ojos como grumos de sangre multicolor, empapándole con su viscosidad lumínica, y luego un grisor uniforme, tétrico, que se fue haciendo más oscuro hasta convertirse casi en negro. Y seguía siendo arrastrado, y se dejó llevar porque aquella era la única posibilidad que le quedaba, ya no podía abandonar ahora.

    Forzó su mente, como nunca antes la había forzado. Creo un espacio a su alrededor, un sitio donde anclarse y resistir. La superficie blanda y elástica bajo él formó unas depresiones donde afirmar sus pies, y el cielo naranja y rojo pareció adquirir tonalidades triunfales. Estaba en su limbo particular, un lugar amigo, y la familiaridad de su entorno le hizo concebir nuevas fuerzas. Resistió a la tracción, tiró a su vez. Hubo un agudo chillido, el sonido de algo que se rasgaba, un chasquido como de madera quebrada. Llevó la fuerza de su poder hasta casi el límite, temiendo que la cabeza la estallara en cualquier momento. Hubo un resplandor que disolvió los colores del cielo en una lluvia de chispas blancas. El suelo bajo sus pies pareció encresparse. Resistió. Aplicó de nuevo su poder.

    De Veer estaba ante él.

    Ya no llevaba su elegante traje de corte clásico, sino una especie de mono de tela elástica plateada, muy ajustado a su cuerpo. Su rostro estaba lívido. Sus ojos ardían como brasas.

    — Bien —dijo David—. Creo que podemos reanudar nuestra conversación del otro día.
    — No hay nada que reanudar —dijo De Veer tensamente—. Hicimos nuestra oferta. No hay negociación posible.
    — Es una lástima —se lamentó David—. Creo que el asunto merece una discusión más en profundidad. Con todo su grupo.
    — No —la negativa fue tan seca como definitiva.

    Un sexto sentido advirtió a David de lo que iba a venir a continuación. Había conseguido tomar por sorpresa a De Veer reteniendo su sonda, se había aferrado a ella cuando el otro la retiraba apresuradamente, y lo había arrastrado hasta aquel lugar. Pero ahora De Veer estaba completamente alerta. Podía golpear.

    — No lo intente —dijo David. E hizo un movimiento mental instintivo para parar el golpe. No se trataba de un golpe mortal: solamente un intento de sacudirse su presa y quedar libre. Pero no estaba dispuesto a soltar a De Veer. No ahora que lo tenía atrapado—. No pienso soltarle hasta que hayamos aclarado algunas cosas.

    Los tizones de los ojos de De Veer se convirtieron en profundos pozos de rugiente fuego estelar. Por primera vez vio David el inmenso fuego del poder arder con toda su rabia. Por unos instantes sintió miedo, y retrocedió. Unos milímetros tan solo, pero fue suficiente. De Veer lanzó aquel mismo chillido que había oído antes y se desprendió del aura que lo retenía. David comprendió que iba a perderlo, y con él toda posibilidad de llegar a los demás. No podía permitirlo. Lanzó de nuevo su red mental, pero tropezó con la invisible barrera de acero que el otro había levantado apresuradamente. De Veer estaba retrocediendo, iba a desaparecer en cualquier momento. La furia cegó a David. Lanzó toda la fuerza de su poder contra el otro, en un intento desesperado de retenerlo. Vio los ojos de De Veer abrirse enormemente por la sorpresa cuando su cobertura defensiva se escindió con un tzing que sonó como un acorde múltiple en la lisa planicie escarlata. La frenética defensa de último recurso del hombre restalló como un látigo, y David sintió un profundo dolor en lo más hondo de su mente. Pero resistió, rechinando los dientes, y lanzó toda la andanada de su poder en bruto contra el otro. Esta vez el aullido de De Veer fue casi inaudible por lo agudo. Fascinado y horrorizado a la vez, David contempló como el cuerpo del hombre resplandecía, como animado por un fuego interior. Demasiado tarde, se dio cuenta de lo que había hecho, pero el proceso era ya irreversible. De Veer estalló en una furiosa llamarada, una lengua de fuego que borró su delgado rostro, con la boca y los ojos enormemente abiertos en una terrible mueca de absoluto horror. Duró apenas unos segundos, no la eternidad del hombre viejo en el anfiteatro. Luego, el fuego se desvaneció, y unas leves bolitas de humo ascendieron hacia el cielo, y unas pocas motas negras cayeron revoloteando hasta el suelo, y el limbo de David fue de nuevo un lugar liso, solitario, silencioso y frío, más naranja, rojo y carmesí que nunca.

    David necesitó unos instantes para controlar su temblor. Sentía que la frustración iba reptando como una insidiosa serpiente dentro de su cuerpo, intentando alcanzar su corazón y su mente. Era incapaz de luchar contra ella. Cerró los ojos, y se extrajo de su limbo en un violento arrebato.

    — David. Por todos los cielos, David. —Isabelle estaba sacudiendo su tembloroso cuerpo, intentando hacerle reaccionar.

    Abrió los ojos. El techo de la habitación seguía siendo casi negro, la luna una fina guadaña al otro lado de la ventana. El lejano rumor del mar era como una primigenia canción de cuna.

    Intentó controlarse.

    — Estoy bien —murmuró, aunque él era el primero en no creerlo—. No te preocupes.
    — ¿Qué te ha ocurrido? Temblabas como presa de un ataque epiléptico.
    — Una de esas pesadillas. Creí que ya me habían abandonado, pero… Isabelle le miró con ojos inquisitivos.
    — Me estás ocultando algo. ¿Qué ha ocurrido realmente?

    La maldita perspicacia de las mujeres. ¿Debía contárselo todo? Lo único que conseguiría sería preocuparla más aún. Pero el problema era lo suficientemente grave como para ser compartido. Ahora, con De Veer muerto, volvían a estar otra vez como al principio. Ninguna pista, ningún indicio que les indicara que hacer a continuación. Y el conocimiento de que ellos, fueran quienes fuesen, seguían estando allí.

    Como al principio, pero un peldaño más arriba.

    — Nada —musitó—. No ha ocurrido nada. Mis estúpidas pesadillas, te lo juro. Ya pasarán. Ven.

    La atrajo hacia sí. Las terribles tensiones habían despertado en lo más profundo de sus entrañas una insaciable hambre sexual. Y el sexo es un buen derivativo para las preguntas.

    Empezó a besarla, con un frenesí que nunca antes había conocido. Isabelle se mostró al principio sorprendida, luego se dejó arrastrar. Como él se había dejado arrastrar por De Veer, repicó un irónico rincón de su mente. Pero lo bloqueó. Necesitaba olvidarlo todo, mañana sería el día de enfrentarse de nuevo con la realidad, pero esta noche era el olvido. Se sumergió profundamente en Isabelle, intentando ahogar todas sus frustraciones, su rabia y su desesperación. Y entonces, cuando alcanzaba la cúspide del clímax, ocurrió.

    Las mujeres son más intuitivas: Isabelle se dio cuenta primero, y gritó. Pero su grito llegó demasiado tarde. Cuando David quiso reaccionar, aquella especie de capullo ígneo, un fuego que no quemaba, como el primero del anfiteatro, ya lo había envuelto. Una voz que sus oídos no captaron dijo:

    — Eres un dios estúpido, David Cobos. Eres un pigmeo que ha querido luchar con gigantes, y tu has perdido.

    Y, en una fracción de segundo, toda la verdad de lo ocurrido se derramó en su interior. Quiso gritar, pero ya no tenía voz. Quiso llorar, pero le faltaban las lágrimas. Quiso sujetar la mano de Isabelle, pero Isabelle ya no estaba allí. Supo, en aquella brevísima fracción de segundo, que había perdido la partida. Y que su pérdida era irremediable.

    Luego el capullo ígneo que lo rodeaba desapareció, y solo quedó la oscuridad.


    Epílogo


    Tardó mucho tiempo en recobrarse del shock.

    La oscuridad era absoluta a su alrededor. Esa oscuridad que solo emana de la no—existencia, de la no—materia, del no—tiempo. Estaba encapsulado en un capullo de nada, y sabía que jamás iba a poder salir de allí.

    Ellos habían tenido razón. Les repugnaba la muerte. Jamás matarían a nadie. Pero, cuando él eliminó a De Veer, a su manera torpe y salvaje, su cólera había abrumado parte de su razón. No lo habían matado como él había hecho con su compañero, porque eran incapaces de matar, pero habían dictado inmediata e inexorablemente, su inapelable sentencia. Lo habían exiliado, no a un planeta lejano, sino al exilio más profundo y absoluto que jamás pueda llegar a imaginar un hombre: el exilio de la nada.

    Pero, en su inflexibilidad, habían sido compasivos. Y, en el último segundo, habían derramado todo el conocimiento en él. Aunque quizá no fuera compasión.

    ¿Era compasivo ofrecer el conocimiento cuando ya se es demasiado tarde, cuando ya no puede ser utilizado?

    Ellos habían sido los únicos sinceros en toda la cadena. Eso no quería decir que los demás hubieran actuado falsamente. De hecho, todos habían sido sinceros, a su nivel. Pero había distintos niveles de realidad. El universo está formado por estratos de realidad, y cada cual conoce el suyo, y lo acepta, y muy pocos saben ver por encima de él. Éste había sido su gran error, el que lo había conducido a la perdición.

    Pero ahora ya no servía de nada quejarse. Él mismo se había condenado, y ahora no podía lamentarse sobre un destino libremente elegido.

    Habían sido muy explícitos en aquel segundo final. Desde un principio habían actuado honestamente. Le habían dado su oportunidad. No tenían nada en particular contra él, pero no querían interferencias. Actuaban con la frialdad de la razón pura. Desde hacía siglos no había aparecido nadie con un poder como el suyo. Pero era un poder salvaje, como había dicho De Veer. Y ellos no querían problemas en su pacífico Olimpo. Eran unos seres eminentemente racionales y prácticos. Disfrutaban del mundo, que consideraban suyo, desde sus alturas, sin intervenir en nada, como unos dioses ociosos y benévolos. Dejaban que sus legiones de «ángeles», la hermandad, hicieran el trabajo sucio y desagradable por ellos. Y él había irrumpido de pronto en su idílico Edén como una tromba. Destruyendo y arrasando. No les gustaba. De acuerdo, había sido la hermandad quien lo había originado todo, pero eso no cambiaba las cosas. Los poderes intermedios habían visto en él solamente a alguien con un poder importante, quizá igual al suyo, quizá superior, que podía constituir una amenaza para ellos; no podían llegar a concebir que hubiera un poder infinitamente superior al suyo. Jamás habían sabido de la existencia de ellos, de los siete…, de los exquisitos.

    Su proposición de exilio había sido honesta. Esperaban que eso pudiera resolver el asunto, porque, sinceramente, no había otra alternativa. No podían

    Dejarle seguir vagando por el mundo, y sabían que nunca alcanzaría el refinamiento mental necesario para entrar a formar parte de ellos. Sabían, de todos modos, que no iba a aceptar. Lo habían sondeado lo suficiente como para estar seguros. No obstante, su ética les obligaba a intentarlo. Pero mientras, preparaban su plan alternativo. No era cierto (mejor dicho, era cierto solo en parte) que necesitaran su aquiescencia para enviarle a un mundo lejano sin posibilidad de retorno a la Tierra. Podían hacerlo, uniendo sus poderes, aun contra su voluntad. Pero necesitaban aguardar el momento propicio. Mientras, habían ido preparando el escenario. Habían creado un mundo idéntico a la Tierra, dentro de un sistema solar idéntico a nuestro sistema solar, pero todo ello encerrado en un universo ficticio distinto al nuestro, un universo—huevo con las estrellas «pintadas» en su cascarón interior y sus propias leyes físicas armónicas y coherentes. Era posible que alguna vez él se diera cuenta de la superchería, o tal vez no. Pero viviría allí con un mundo que podría manejar a su antojo, sin que nadie interfiriera, amo absoluto y señor de su Tierra. Como la habitación de juegos de un niño. Sería feliz allí, junto con su Isabelle, podrían incluso llevar adelante el sueño de crear una raza de poseedores del poder. Quizá, incluso para ellos, fuera una experiencia interesante echar de tanto en tanto una mirada a aquel universo ficticio. Cuando se tiene la eternidad ante sí, cualquier distracción es bienvenida.

    Pero su ataque contra De Veer y la muerte de su compañero habían precipitado las cosas. Ya no podían correr el riesgo de seguir aguardando. Así que habían actuado a la primera ocasión propicia, y esta vez no había falsa Tierra planificada ni ideas de benevolencia: había que encerrar al loco, como se encierra a un esquizofrénico en una jaula acolchada.

    Aquella era su jaula acolchada.

    Se movió, girando sobre sí mismo, ingrávido en aquella nada uterina, Sí, todos tenemos nuestro talón de Aquiles, y él hubiera debido darse cuenta cuando la hermandad lo atrapó por primera vez y lo envió a un lugar lejano sumido en una guerra destructora. El cuerpo se relaja en el momento del éxtasis del amor, el orgasmo es el talón de Aquiles del poder. Por eso el pleno dominio trae consigo, necesariamente, el celibato. Él no lo sabía, por supuesto, y así había caído en su propia trampa. Individualmente había podido vencer a De Veer, pero jamás podría oponerse a la fuerza conjunta del poder experimentado de los otros seis. Había sido solo un instante de relajación, pero había bastado. Y aquí estaba ahora, cogido en su propia trampa, encerrado en su jaula de nada por toda la eternidad. No moriría, puesto que no necesitaba alimentarse, ni beber, ni respirar. En su nuevo estado ya no tenía cuerpo. Su cuerpo material había sido destruido en el fuego de la transición, pero no su mente. En eso había tenido más suerte que De Veer. Se miró a sí mismo. No podía verse porque no había nada que ver. Claro que podía fabricarse un cuerpo si lo deseaba, o el fantasma de uno, pero ¿de qué le serviría? Era mejor así: puro espíritu.

    Isabelle… Bien, ella no era culpable de nada, no merecía compartir su castigo. Había quedado allá abajo, abrazando primero una llama que no quemaba, luego el vacío. Sabría lo que le había ocurrido; ellos se encargarían de decírselo. Lloraría un poco, es cierto. Pero tenían una misión que darle. Había que reconstruir la hermandad. En el mundo seguían apareciendo poderes, pequeños y medianos. Ella se encargaría de aglutinarnos en una nueva hermandad. Sería su sagrada misión, y la ejecutaría en memoria suya. La ayudarían al principio, hasta encarrilar las cosas. Su poder no era tan pequeño como ella creía; solo necesitaba un poco de educación profunda y adecuada. Sería una buena colaboradora.

    Pero él no. Él ya no. Había perdido su oportunidad, y sido desgajado definitivamente de su mundo original. No hacía falta que intentara volver a él. Nunca podría. En toda una eternidad.

    Era un castigo duro, lo sabían. Pero era un castigo merecido.

    David Cobos flotó en su vacío uterino, meditando en aquel torrente de palabras no expresadas que habían invadido su mente en la escasa fracción de segundo en que fue arrancado del mundo y llevado a aquella no—existencia. Ahora se daba cuenta de sus muchos y estúpidos errores. Tal vez las cosas hubieran podido ser muy diferentes si hubiera sabido enfocarlas de distinto modo. Pero estaba condicionado por demasiadas cosas. Todo su pasado, el mundo que le rodeaba, la forma en que había adquirido el poder. Sí, ellos tenían razón. Jamás hubiera podido llegar a formar parte de su grupo. Era el salvaje sentado a los controles de una nave espacial. El analfabeto intentando leer la Biblia. El ciego queriendo captar todos los tonos del azul.

    Pero aún podía enmendarse. Tenía toda la eternidad ante sí. Y quizá, algún día, pudiera hacerse valer a los ojos de quienes lo habían desterrado tan implacablemente a aquel no—lugar.

    Eso era soñar en lo imposible, se dijo a sí mismo. Había sido abandonado allí, como un náufrago en una isla desierta. Ellos no iban a volver su inquisitiva mirada ni una sola vez hacia él, estaba seguro. Era probable que incluso hubieran borrado de sus mentes la localización de aquel no—lugar. Tal vez se habían visto forzados a hacerlo, para evitar que él pudiera rastrear su camino de vuelta a través de ellos.

    Estaba perdido en una nada sin nombre, y jamás podría salir de allí.

    Flotó. Giró sobre sí mismo, y volvió a flotar. Giró sobre sí mismo, y volvió a flotar. Flotó.

    Al principio pensó en Isabelle, y la pena y la nostalgia mordieron su alma, y casi lloró, pese a que no tenía ojos materiales para hacerlo. Aquello le hizo pensar que tal vez la oscuridad que le rodeaba fuera tan solo una consecuencia de su ausencia de ojos. Para asegurarse, usó su poder para encender unas ascuas ante él. Un punto de luz brilló por unos instantes ante sus ¿ojos? y se apagó.

    Pasó el tiempo. Quizá fueron horas, o tal vez días. O semanas. O quizá meses. Era difícil calcular el tiempo en el silencio y la oscuridad. Revisó varias veces todo lo sucedido desde que la Pólux II estallara hasta aquel mismo momento, analizando todos sus actos y enjuiciando todos sus errores. Pronto empezó a aburrirse de ello. Ni siquiera el pensamiento de Isabelle agitaba ya algo en él. La recordaba en su último abrazo, antes de que el capullo de fuego lo envolviera, y lo único que podía sentir era pesar.

    Empezó a usar el poder para distraerse. Creó figuras geométricas a su alrededor. Esferas, cubos, poliedros. Flotaban en torno a él como pequeños satélites. De tanto en tanto los cogía, los palpaba y los identificaba. Los dotó de luz interna para poder verlos. Resplandecían ante él arrojándole su luz, y aquello confirmó su ausencia de cuerpo, pese a que podía ver, y tocar, y aunque no necesitaba comer ni beber ni respirar la sensación de tener pulmones era vívida, y si quería le bastaba apelar al poder para reproducir el sabor de un buen asado, o una jugosa fruta, o una copa de licor.

    Luego se hartó e hizo desaparecer todos los poliedros que orbitaban a su alrededor, y la oscuridad y el silencio se adueñaron de nuevo de su no—entorno.

    Hizo brotar música. Las más exquisitas sinfonías que recordaba, interpretadas por los más precisos instrumentos en una invisible caja de insuperable sonoridad. Luego pasó a los ritmos más violentos, golpear de tam-tams y gritos desaforados, percusión en su estado más puro. Pronto se hartó también de ello. Lo borró de sus inexistentes oídos, y de nuevo se encontró viendo, palpando y escuchando la nada y la oscuridad.

    Y aquello durante toda una eternidad, pensó. ¿Cuánto tiempo es una eternidad?

    — ¡Hey, vosotros! —gritó. Ningún sonido reverberó en sus ausentes oídos—.

    ¿Me escucháis? ¿cuánto habéis planeado que dure mi castigo? No hubo ninguna respuesta.

    La idea fue germinando lentamente, como suelen germinar las ideas demasiado enormes para ser imaginadas de una sola vez.

    No sabía el tiempo que llevaba ya en aquel no—lugar, pero sí había llegado al convencimiento de que aquello iba a ser definitivo, irreversible… y eterno. Había sido desgajado de su mundo, y jamás podría volver a él. Había sido despojado de su cuerpo, pero aún tenía el poder. Y había comprobado que operaba. Hizo brotar media docena de esferas ante él y jugueteó unos instantes con ellas, como un malabarista.

    Puesto que había sido despojado de su mundo, se dijo, ¿por qué no crearse un mundo propio para él? Al fin y al cabo, eso era lo que al parecer habían pretendido ellos al principio, para él y para Isabelle: una Tierra propia, donde pudieran ser amos y señores.

    ¿Por qué no hacer lo mismo, solo para él?

    La idea era tentadora. Por unos instantes se imaginó creando un sosías de la Tierra, y a Isabelle en ella. Podría acercársele y decirle: «Mira, estoy de vuelta»… claro que para ello tendría que volver a crearse primero un cuerpo, idéntico al anterior. Pero eso no iba a ser ningún problema.

    Plop, plop, plop, plop… Las esferas estallaron en sus manos como pompas de jabón.

    No, no era posible. Bernstentein lo había dicho muy claro: no puedes volver a crear lo que has perdido. Isabelle seguía su vida en algún lugar llamado Tierra, no sabía dónde, quizá llorándole, y colaborando con ellos a reconstruir lo que él había destruido. Lo máximo que podría conseguir sería crear un sosías de Isabelle: una mujer que tuviera su misma apariencia, algo de sus recuerdos, algo de su personalidad, pero nunca sería ella. Un cascarón hueco.

    Jamás le habían gustado las muñecas hinchables.

    Pero la idea en sí seguía siendo buena. No podía pasarse toda la eternidad flotando en aquel cascarón de nada construido especialmente para él, lamentando su desgracia y lamiéndose sus invisibles heridas. Tenía que hacer algo.

    Y entonces recordó las palabras de ellos, en aquel flash de pensamiento que le habían lanzado a través del capullo de fuego, su mensaje de despedida antes de enviarle a través del infinito hacia un limbo de no retorno: «Ahí podrás crearte, si quieres, tu propio futuro, y ser feliz en él».

    Sí, eso era. Los muy malditos lo habían planeado todo de una forma maquiavélicamente perfecta. El suyo era un experimento, ahora estaba seguro. Y ellos debían estar observándole, no le habían olvidado. «Cuando se es eterno, cualquier distracción es bien recibida».

    Jodidos diletantes. Ahora lo veía todo claro. Un experimento científico, en la tradición perfecta de Marcel Dorléac, solo que a un nivel mucho más elevado. Muy propio de ellos.

    — ¡De acuerdo, me parece muy bien! —gritó a la nada, en un grito inaudible—. ¡Si eso es lo que queréis, voy a complaceros!

    Pero no iba a hacerlo como esperaba. Ya no iba a ser el salvaje atolondrado que lo arrasa todo en su camino. Iba a actuar paso a paso, sin precipitarse. Iba a ser metódico, concienzudo, científico. Les demostraría como se hacen las cosas, a lo grande. Le admirarían.

    Y al mismo tiempo iba a divertirse enormemente. Miró la oscuridad a su alrededor. Se echó a reír.

    — Ahora vais a ver, estúpidos diletantes, como se hacen bien las cosas —exclamó.

    Iba a tomarle mucho tiempo, se dijo. Pero no importaba. No tenía prisa: la eternidad se extendía infinita ante él. Iba a hacer una obra bien hecha. Y grandiosa.

    Ya era hora de empezar.

    — La tierra era yerma y vacía y las tinieblas cubrían la superficie del océano — recitó, extendiendo unas invisibles manos—, mientras el espíritu de Elohim se cernía sobre las aguas.

    Apeló al poder.

    Hágase la luz, ordenó. Y la luz se hizo.


    Fin



    El autor

    Domingo Santos es el autor de ciencia ficción más conocido tanto en el ámbito de habla hispana como internacionalmente. Es el autor de más de una decena de novelas y casi un centenar de relatos cortos, sin contar sus estudios, ensayos y obras de divulgación. Parte de su obra ha sido traducida al francés, inglés, italiano, portugués, ruso y japonés. Sin embargo, en los últimos años, y debido a sus otras ocupaciones de traductor, asesor y director de colecciones de ciencia ficción, su faceta literaria había quedado algo relegada. Ahora vuelve sin embargo con plena fuerza, con una novela digna de los mejores maestros del género y con la que Ultramar Editores tiene la intención de iniciar la publicación de una serie de obras de ciencia ficción de autores hispanos digna de figurar en las mejores bibliotecas del género.

    Domingo Santos es sin duda el más prolífico de los autores de ciencia ficción del país. Nació en Barcelona en 1941 y escribe ciencia ficción desde que tenía 16 años.

    Pere Domingo Mutiñó, que es su verdadero nombre, publicó su primera novela en 1959 y desde entonces ha alternado las actividades de escritor, editor, recopilador, director de colecciones o traductor, siendo uno de los máximos promotores del género. Entre sus actividades destacó su iniciativa como editor de la revista Nueva Dimensión.

    Autor de más de una veintena de novelas, entre sus obras destaca Gabriel, una de sus mejores, donde relata la historia de un robot demasiado humano que se encuentra en una especie de cruzada. Gabriel fue publicada en la colección Nebulae en los años 60 y traducida a diversos idiomas, constituyéndose en la única novela de este género que ha traspasado las fronteras españolas.

    El visitante, El mito de los Harr, El bárbaro, y La niebla dorada son otras obras de este barcelonés, cuyo nombre está ligado al Concurso Domingo Santos, que cada año organiza el congreso español de ciencia ficción (HISPACON), a instancias de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción. Fue jurado del Premio UPC de Ciencia ficción durante los primeros cinco años de vida, y posteriormente ha sido finalista del galardón (1996) y ganador de la mención de la edición de 1997.


    Bibliografía - Novelas

    ● VOLVERÉ AYER. Ediciones Edhasa, col. Nebulae. (1961)
    ● LA CÁRCEL DE ACERO. Ediciones EDHASA, col. Nebulae. (1962) GABRIEL. Ediciones EDHASA, col. Nebulae. (1962)
    ● CIVILIZACIÓN. Ediciones Cénit, col. Selecciones de Ciencia Ficción (1964)
    ● PELIGRO PARA LA TIERRA. Ediciones Cénit, col. Selecciones de Ciencia Ficción. (1964) (Novela impresa pero no publicada)
    ● BURBUJA. Novela. Ed. Ferma, col. Infinitum. (1965) EL VISITANTE. Ed. Ferma, col. Infinitum. (1965)
    ● MUNDO DE AUTÓMATAS. Ed. Ferma, col. Infinitum. (1966)
    ● GABRIEL. Producciones Editoriales, col. Infinitum Ciencia Ficción. (1975) EL EXTRATERRESTRE ROSA. Ed. Cumbre, col. Hache. (1983)
    ● HACEDOR DE MUNDOS. Ultramar Editores, col. Grandes Éxitos de Bolsillo/Ciencia Ficción. (1986) Y en colaboración con Luis Vigil:
    ● NOMANOR 1 / EL MITO DE LOS HARR. Buru Lan, col. Fantasía. (1971) NOMANOR 2 / EL BÁRBARO. Buru Lan, col. Fantasía. (1971) Colecciones de relatos o novelas cortas
    ● LOS DIOSES DE LA PISTOLA PREHISTÓRICA. Ed. Ferma, col. Infinitum. (1966) EXTRAÑO. Ed. Ferma, col. Infinitum. (1967)
    ● FUTURO IMPERFECTO. EDHASA, col. Nebulae. (1981) METEORITOS. EDHASA, col. Nebulae. (1965)
    ● NO LEJOS DE LA TIERRA. Ediciones Orbis, col. Biblioteca de Ciencia Ficción. (1986) Como antologista
    ● ANTOLOGÍA ESPAÑOLA DE CIENCIA FICCIÓN. EDHASA. (1969)
    ● LO MEJOR DE LA CIENCIA FICCIÓN ESPAÑOLA. Ediciones Martínez Roca, col. Super Ficción. (1982)
    ● LO MEJOR DE LA CIENCIA FICCIÓN ESPAÑOLA. Ediciones Orbis, col. Biblioteca de Ciencia Ficción. (1986)
    ● Fuente texto sobre el autor: PremiosUPC 1997
    ● Fuente bibliografía: Esbozo de una bibliografía de la CF española, por Armando Boix (Ad Astra nº 13) y
    ● Base de datos ISBN


    ©1986 by Domingo Santos
    Portada: Antoni Garcés.
    1º Edición: Noviembre 1986
    © Ultramar Editores S.A., 1986
    Mallorca 49, ( 321 24 00. Barcelona—08029
    ISBN: 978-84-7386-414-5
    Depósito legal: NA-856-1986
    Fotocomposición: Fénix, Servicios Editoriales / Master—Graf S. A.
    Impresión: GraphyCems, Morentín (Navarra), 1990.
    Printed in Spain
    Grandes Éxitos Bolsillo (Ciencia Ficción) nº 37

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