EN LAS MANDÍBULAS DE UN COCODRILO
Publicado en
agosto 16, 2017
Las aguas del pantano se mancharon de sangre cuando el enorme saurio apresó por el brazo al muchacho. Peta-Lynn hizo a un lado el miedo y se lanzó a salvarlo.
Por Chris Pritchard.
AL SUBIR al camión aquella tarde luminosa de abril de 1981, Peta-Lynn Mann sintió una oleada de emoción. Hacía menos de una hora que había llegado de su escuela, sita en el puerto australiano de Darwin, a su hogar en el remoto Channel Point, 180 kilómetros al sudoeste, y se disponía a dar un paseo por la selva tropical que tanto le agradaba.
Sus padres, inmigrantes de Zimbabwe, habían organizado allí una empresa de excursiones de caza y fotografía, pues en la región abundaban el jabalí, el bisonte, el cocodrilo y una gran variedad de aves. En ausencia de los esposos Mann, Hilton Graham, socio de la empresa, quedaba al cuidado de la niña. Él tenía veintitrés años y ella doce, pero los unía una gran amistad. Esa tarde Graham había planeado una pequeña excursión para complacerla. "Cazaremos un jabalí en la isla y lo asaremos", le dijo mientras echaba a andar el camión y tomaba la vereda que conducía a Palm Springs. "La isla" quedaba a veinte kilómetros y era un pedazo de tierra rodeado prácticamente de aguas pantanosas; sólo una estrecha franja lo unía a tierra firme.
Se detuvieron en un claro, a la sombra de un baniano y cerca de donde solían guardar la chalana. (Era esta un bote pesado y de fondo plano, con la hélice muy por encima de la línea de flotación de modo que pudiera maniobrarse fácilmente en aguas de poca profundidad.) Alto y musculoso, Graham empujó la embarcación hacia las turbias aguas de la ciénaga. Se terció el fusil sobre la espalda y sujetó la chalana para que Peta-Lynn subiera. Costeó a paso lento la isla y después penetró en la maraña de juncos y enredaderas con la esperanza de sorprender algún jabalí. Peta-Lynn iba acuclillada en la proa; con la mirada fija en la vegetación, no se atrevía siquiera a levantar la voz.
A eso de las 5:30 el bote encalló en los bajos. Graham se quitó el fusil y saltó a la ciénaga para liberar la chalana. En eso, su pistola resbaló de la funda y cayó al fango. Como el agua le llegaba apenas a las pantorrillas, se arrodilló y se puso a buscarla a tientas. "Voy á amarrar la chalana para ayudarte", dijo PetaLynn, y se fue chapoteando hasta la orilla, a dos metros de allí.
¡Splas! Un ruido repentino espantó a Graham. A sus espaldas, un cocodrilo de casi cuatro metros de largo abría las gigantescas mandíbulas. El muchacho levantó el brazo izquierdo en un reflejo defensivo y, al hacerlo, las hileras de filosos dientes se cerraron. Graham sintió un dolor cáustico en todo el brazo.
El cocodrilo empezó a revolverse; luego, curiosamente, soltó a su presa. Hilton jadeaba angustiado: "¡Ayúdame, Peta! ¡Peta!", gritaba. Peta se hallaba petrificada de terror. De todas maneras, ¿qué puede hacer ella?, pensó desesperanzado.
Graham se puso de pie. El enorme reptil sacudió repetidas veces la cola antes de volver a atacar. Esta vez cerró las quijadas sobre el muslo derecho del joven. Los tirones eran más fuertes. Con el brazo sangrando a borbollones, Hilton trató desesperadamente de afirmar los pies en el cieno. O se agarraba de algo con firmeza o el cocodrilo lo arrastraría a aguas más profundas. No olvidaba que estos animales acostumbran revolcarse hasta ahogar a su presa, para luego devorarla.
Era increíble la fuerza del saurio. Graham, al ver que lo iba arrastrando, extendió el brazo derecho y gritó: "¡Peta, dame la mano!"
Vencido el miedo, Peta corrió hacia su amigo. "¡Resiste, Hilton!", le pedía. El agua le llegaba a las rodillas. Se estiró y alcanzó a sujetar el brazo de Hilton con ambas manos. Plantó los pies en el fondo, flexionó las rodillas y tiró con toda su fuerza. Sabía que su amigo moriría si no lograba sujetarlo.
El cocodrilo chapaleaba con renovada furia y los arrastraba implacablemente hacia las profundidades. Peta-Lynn advirtió horrorizada que estaban perdiendo la contienda.
Después de lo que pareció un largo rato —y que tal vez no pasó de ser uno o dos minutos—, el cocodrilo hizo a Graham dar una voltereta bajo el agua. La niña perdió contacto con el fondo y también ella fue arrastrada bajo las aguas. Comprendió que se ahogarían si no luchaba. Luego de enderezarse, buscó angustiosamente un apoyo en el fondo: enterró los dedos de los pies y tiró con toda su fuerza. Si pudiera aguantar un poco, quizá el cocodrilo abriera las quijadas lo suficiente para arrancarle a Hilton.
El agua le llegaba ahora a la cintura, pero ella no cedía. No le importaban los salvajes tirones del reptil, que nuevamente sumergió a Hilton en el agua. Peta-Lynn alcanzó a ver la desesperación marcada en el rostro del muchacho y pensó que todo estaba perdido; pero tomó una bocanada de aire y siguió forcejeando.
De repente el animal dejó de sacudir a su presa. Peta-Lynn perdió el equilibrio y cayó de espaldas al agua arrastrando consigo a Hilton. Este sacó la cabeza casi sin aliento. Cuando estaban a cinco pasos de la ribera, el cocodrilo lo soltó inexplicablemente y desapareció en el agua.
Peta-Lynn le tiró del brazo. "¡Vamos, Hilton! ¡Vamos a la orilla!" Este caminó tambaleante, aturdido; su inexpresiva cara tenía la palidez de la muerte, y de sus miembros chorreaba sangre.
No acababan de dar dos pasos cuando el saurio irrumpió de nuevo en la superficie con un ruidoso chapoteo. Esta vez mordió salvajemente la cadera derecha del joven y le desgarró la carne. La niña dio un fuerte tirón y el reptil soltó a su presa. La sangre teñía el agua, y la bestia los acechaba con sus ojos saltones.
Treparon ambos a la ribera. La chica condujo a Graham hasta un árbol que distaba unos cincuenta metros, lo suficiente —supuso ella—para que el cocodrilo no volviera a atacar.
Debilitado por la conmoción y por la pérdida de sangre, Graham apenas podía moverse. Peta-Lynn lo apoyó contra el tronco. La manga y el pantalón estaban hechos jirones. "Espérame aquí", le indicó. "Voy por el camión", y corrió dos kilómetros hasta encontrar el vehículo.
Por fortuna, cuatro años antes Graham le había enseñado a conducir en el campo. A toda prisa dirigió el camión a través del escabroso terreno.
El muchacho le salió al encuentro en el sendero. Iba cojeando. Con ayuda de la chiquilla trepó al asiento derecho y se extendió sobre el costado, con el muslo y la cadera heridos hacia arriba, y el brazo desgarrado colgando inerte.
Cuando enfilaron hacia Channel Point, el reloj marcaba las 6:05 y el cielo empezaba a oscurecer. Después de recorrer unos centenares de metros Graham perdió el conocimiento. Peta-Lynn no sabía si detenerse o seguir. Retiró una mano del volante y sacudió al herido, que gimió. "No te me vas a morir, ¿verdad?", le preguntó.
Aquel balbuceó una respuesta incomprensible y se desmayó de nuevo. Poco antes de llegar a Channel Point empezó a quejarse.
—¡No te mueras, Hilton! ¡No te mueras! —sollozaba Peta-Lynn.
La aflicción de la niña lo hizo reaccionar. Haciendo acopio de sus pocas fuerzas, le aseguró:
—¿Morirme yo? ¡Qué va!
No había nadie en Channel Point. Graham se arrastró como pudo hasta el radiotransmisor y llamó a Well-tree Homestead, que quedaba de allí a setenta kilómetros. "Estoy mal herido. Me atacó un cocodrilo", informó, "y debo ir a un hospital. Peta me llevará a Darwin. Avisen a Labelle que manden a alguien para que nos encuentre en el camino".
Labelle Homestead, donde vivía su novia, quedaba a no más de treinta kilómetros, pero una colina impedía tomar contacto directo por radio desde Channel Point.
En el cajón de las medicinas Peta-Lynn encontró un frasco de polvo antiséptico. Luego extrajo una sábana limpia del ropero. Roció abundante polvo sobre las heridas de Graham y lo envolvió en la sábana. Había decidido no perder tiempo en curarlo, pues urgía llegar al hospital.
Regresaron al camión y emprendieron el camino hacia Darwin. Graham iba recostado y con los ojos abiertos. De trecho en trecho la niña volteaba para cerciorarse de que seguía consciente. Por momentos temía que su amigo fuera a morir y entonces le preguntaba:
—¿Te sientes bien?
—Sí —respondía el otro cada vez.
Al cabo de un rato divisaron luces en la distancia. Eran la novia de Graham, June-Ellen Townsend, y su hermano Henry, que venían en una camioneta, seguidos de un vehículo similar. A las 7:45 se encontraron los tres vehículos y Hilton fue trasladado a una de las camionetas. Peta-Lynn se pasó también y se dirigieron a toda velocidad hacia Darwin.
Minutos después de las 11 de la noche entraron por la puerta de urgencias al Hospital Darwin. De inmediato condujeron al herido a la sala de operaciones; allí le aplicaron una trasfusión de 1,500 centímetros cúbicos de sangre y le inyectaron antibióticos, suero antitetánico y analgésicos. Le redujeron dos fracturas del brazo izquierdo. Las heridas del muslo, horribles desgarraduras de veinticuatro centímetros, fueron cuidadosamente limpiadas y despojadas de tejido muerto. A la semana, seguros ya de que no existía infección, procedieron a suturarlas. Hilton permaneció quince días en el hospital y a diario recibió la visita de PetaLynn, que para entonces ya había reanudado sus actividades escolares.
"Es una niña estupenda y valiente", comenta Graham. "Por sus lecturas y por nuestras conversaciones sabía lo mortalmente peligrosos que son los cocodrilos. Sin embargo, arriesgó su vida por mí".
Pese a que Graham ya se ha recuperado, aún lleva las cicatrices de aquella experiencia inolvidable. De vez en cuando regresa a la isla, pero jamás se le ha ocurrido volver a buscar la pistola. Bien sabe que los cocodrilos no abandonan sus dominios. Y aunque no ha vuelto a ver al que intentó matarlo, cuando la chalana se desliza sobre las aguas tranquilas y oscuras del pantano, a veces siente que alguien lo vigila.
Durante la visita oficial que en octubre de 1982 hizo a Australia, la reina Isabel II condecoró a Peta-Lynn con la Medalla de Oro Clarke que le otorgó la Real Sociedad Humana de Australia, por lo que el secretario de la sociedad llamó "el gesto de valentía más sobresaliente del país en 1981".
Ilustración: Connell Lee