DIOS MICROCÓSMICO (Theodore Sturgeon)
Publicado en
agosto 31, 2017
Este es un relato acerca de un hombre que tenía demasiado poder y de otro hombre que se apoderaba de demasiado dinero, pero no se preocupen; no me voy a poner politiquero con ustedes. El hombre que tenía el poder se llamaba James Kidder, y el otro era su banquero.
Kidder era todo un tipo. Era un científico y vivía en una pequeña isla cerca de la costa de Nueva Inglaterra, solo, por su cuenta. No era el diminuto duendecillo de científico loco popularizado por las novelas.
Su manía no era el beneficio personal y tampoco era un megalómano con nombre ruso y ningún escrúpulo. No era insidioso y ni siquiera tenía nada de subversivo. Llevaba el cabello bien cortado y las uñas limpias y vivía y pensaba como un ser humano razonable.
Se hallaba levemente del lado de los cara-de-niño; sentía propensión a ser ermitaño; era de corta estatura, regordete y... brillante, talentoso. Su especialidad era la bioquímica, y siempre le llamaban «Mister» Kidder. Nada de «Doctor». Ni «Profesor». Simplemente Mr. Kidder.
Resultaba un raro ejemplar y siempre lo había sido.
Nunca se graduó en ningún colegio o universidad porque consideraba a estas instituciones demasiado lentas para él, y demasiado rígidas en sus acercamientos a la educación cultural.
No pudo acostumbrarse a la idea de que tal vez sus profesores supieran de lo que estaban hablando. Esto se refería también a sus textos. Siempre estaba haciendo preguntas y no le importaba mucho si resultaban embarazosas.
Consideraba a Gregor Mendel un chapucero mentiroso, a Darwing un divertido filósofo y a Luther Burbank un sensacionalista. Nunca abría la boca sin dejar a su víctima jadeante y boquiabierta.
Si hablaba con alguien que tenía conocimientos, penetraba en ellos y los captaba. Si hablaba con alguien cuyos conocimientos ya estaban en su posesión, sólo preguntaba reiteradamente:
—¿Cómo puede usted estar seguro?
Su placer más deleitoso lo conseguía al cortar en tiras conversacionales a un fanático especialista en eugenesia. Por todo lo cual la gente le dejaba en paz y nunca, nunca le invitaban a tomar el té. Era cortés, pero no cortesano.
Tenía un poco de dinero propio y con ello pudo arrendar la isla y construirse un laboratorio. Ya mencioné que era un bioquímico. Pero siendo como era, no podía conformarse con meter las narices solamente en su propio terreno.
No fue excesivamente notable por consiguiente que realizase una excursión intelectual lo bastante amplia para perfeccionar un método para cristalizar la Vitamina B1, lucrativa por tonelada... si alguien la quería por toneladas. Consiguió un montón de dinero con este asunto.
Acto seguido compró la isla y puso a ochocientos hombres a trabajar en tres cuartos de hectárea de sus terrenos, ampliando su laboratorio y construcciones accesorias. Le dio por ocuparse en fruslerías con la fibra del sisal, descubrió como fundirla, y provocó una repentina prosperidad en la industria platanera, al producir un ligamento prácticamente irrompible para empaquetar la mercancía.
¿Recuerdan la demostración divulgadora que montó en el Niágara, verdad?
Aquel truco sin trampa de tender su cuerda nueva de ribera a ribera sobre los rabiones y suspender un camión de diez toneladas en el centro mediante grapas formadas por filos de navajas gigantescas apoyándose en la cuerda.
Esta es la razón por la que los barcos amarran ahora con cables no más gruesos que un lápiz y que puede ser enrollado en carretes semejantes a los carreteles de manguera de jardín.
Kidder le sacó también algún dinero de bolsillo a esto. Salió de la isla para comprarse un ciclotrón con parte de los nuevos ingresos.
A partir de entonces el dinero ya no era más dinero. Eran grandes cifras en libros pequeños. Kidder solía emplear pequeñas cantidades para conseguir que le enviasen provisiones y avíos, pero poco después esto cesó también.
Su Banco envió un mensajero por acuaplano para averiguar si Kidder seguía con vida. El hombre regresó dos días después en un estado de profunda abstracción, pasmado por una especie de reverente terror ante las cosas que allá había visto.
Kidder estaba vivo, bueno, y estaba produciendo un superávit de excelentes alimentos en una forma asombrosamente sintética y simplificada.
El Banco escribió inmediatamente y quería saber si Mister Kidder, en su propio interés, estaba dispuesto a ceder el secreto de su producto agrícola limpio de polvo y paja.
Kidder replicó que le complacía mucho hacerlo, y adjuntó las fórmulas. En el P. S. dijo que no había enviado la información a la costa debido a que no se dio cuenta que podía interesar a alguien. Esto manifestaba el hombre que era el responsable del mayor cambio sociológico en la segunda mitad del siglo veinte... la agricultura en fábricas.
Le convirtió en más rico; quiero decir que hizo más rico a su Banco. A él le importaba un bledo.
Pero Kidder verdaderamente no empezó a funcionar hasta unos ocho meses después de la visita del mensajero del Banco. Para un bioquímico que ni siquiera podía ser llamado «Doctor» se las apañaba bastante bien. Ahí va una lista parcial de las cosas que expelió:
Un plan comercialmente factible para hacer una aleación de aluminio más fuerte que el mejor acero de modo que pudiera ser empleado como metal para estructuras.
Un dispositivo que él llamaba una bomba de luz, el cual funcionaba sobre la teoría de qué la luz es una forma de la materia y por consiguiente sujeta a leyes físicas y electromagnéticas. Ciérrese un cuarto con una simple fuente de luz, tiéndase un campo magnético cilíndrico y vibratorio hacia el cuarto desde la bomba, y la luz será conducida campo abajo. Ahora pásese la luz a través del «lente» Kidder..., un anillo que perpetúa un campo eléctrico a lo largo de los contornos de un obturador de alta velocidad del tipo—iris de cámara. Debajo está el núcleo de la bomba de luz..., un absorbente de luz eficiente en un noventa y ocho por cien, cristalino, el cual, en un sentido, «extravía» la luz en sus facetas internas. El efecto de oscurecer el cuarto con este aparato es débil pero mensurable. Perdonen mi lenguaje de lego en la materia, pero más o menos esta es la idea general.
Clorofila sintética..., a barriles.
Un propulsor para aviones eficiente a ocho veces la velocidad del sonido. Un líquido barato que usted aplica con brocha gorda sobre la pintura vetusta, deja endurecer, y luego pela como si fueran franjas de tela. La pintura añeja se desprende con las peladuras. Este invento sirve también para hacerse rápidamente numerosas amistades.
Una auto alimentada desintegración atómica del isótopo uranio 238, la cual es doscientas veces tan fértil como el viejo, pero de toda confianza, U—235.
Por el momento creo que con esto basta. Si me es permitido repetirme diré que para un bioquímico que ni siquiera tenía derecho a llamarse «Doctor», se las apañaba bastante bien.
Kidder estaba aparentemente inconsciente del hecho de que tenía bastante poder en su pequeña isla para convertirse en amo del mundo. Su mente simplemente no le impulsaba a cosas como osta. Mientras que le dejasen en paz con sus experimentos, él estaba más que contento con dejar al resto del mundo afanándose en sus propios inventos chapuceros y primitivos.
Solamente podía comunicarse con él mediante un radiófono de su propia concepción, y su única contrapartida estaba encerrada en una bóveda de su Banco de Boston. Solamente un hombre podía hacerlo funcionar —el presidente del Banco.
El transmisor extraordinariamente sensitivo reaccionaría únicamente a las vibraciones del propio cuerpo del Presidente Conant. Kidder había dado instrucciones a Conant para que no fuera importunado excepto en caso de mensajes de la mayor importancia. Sus ideas y patentes, cuando Conant podía apalancarle alguna de ellas, eran cedidas bajo seudónimos conocidos únicamente por Conant..., a Kidder le tenía sin cuidado.
El resultado, naturalmente, se tradujo por una infiltración de los más asombrosos avances desde el alba de la civilización. La nación se benefició —el mundo se benefició—. Pero principalmente, el Banco se benefició. Comenzó a adquirir un volumen mayor que el normal. Comenzó a introducir sus dedos dentro de otros pasteles. Le crecieron más dedos y tuvo que hornear más pasteles metafóricos. A los pocos años era tan enorme que, haciendo uso de las muchas armas de Kidder, casi igualaba a Kidder en poder.
Casi.
Ahora permanezcan cerca mientras aplasto a aquellos camaradas de la esquina izquierda inferior que han estado diciendo todo ese tiempo que Kidder es levemente improbable; que ningún hombre pudo nunca perfeccionarse de tantas maneras en tantas ciencias.
Bien, tienen razón. Kidder era un genio —de acuerdo—. Pero su genio no era creativo. Él era, en esencia y hasta el núcleo, un estudiante. Aplicaba lo que sabía, lo que vio, y aquello que le enseñaron.
Cuando empezó por vez primera a trabajar en su nuevo laboratorio en su isla razonó más o menos del modo siguiente:
«Todo lo que sé es aquello que me han enseñado los dichos y escritos de gente que han estudiado los dichos y escritos de gente que han... y así sucesivamente. De tanto en cuando alguien tropieza con algo nuevo y él o alguien más listo hace uso de la idea y la disemina. Pero por cada uno que encuentra algo realmente nuevo, un par de millones recogen y transmiten información que ya es corriente. Sabría más si pudiese dar el brinco en direcciones evolutivas. Lleva mucho tiempo esperar los accidentes que acrecientan los conocimientos del hombre; mis conocimientos. Ahora bien, si yo tuviera la suficiente ambición como para calcular el modo de viajar con anticipación al tiempo, podría desnatar la superficie del futuro y zambullirme dentro cuando viera algo interesante. Pero el tiempo no es así. No puede ser dejado atrás ni empujado hacia adelante. ¿Qué otra cosa queda?
«Bien, cabe el postulado de acelerar la evolución intelectual de modo que pueda observar lo que se trama. Esto parece un poco ineficiente. Implicaría más tarea disciplinarlas mentes humanas con aquella finalidad que la que supondría simplemente aplicarme yo mismo en esta dirección. Pero no puedo consagrarme yo mismo en este sentido. Ningún hombre puede.
«Estoy vencido. No puedo acelerarme yo mismo, ni puedo acelerar las mentes de otros hombres. ¿No existe en ello una alternativa? Tiene que haberla; en alguna parte, de algún modo, tiene que haber una respuesta.»
O sea que fue en esto, y no en eugenesia, ni bombas de luz, o botánica, o física atómica, donde James Kidder se aplicó esmeradamente. Para un hombre práctico, el problema se hallaba ligeramente en el terreno metafísico, pero él lo atacó con típica entereza y minuciosidad, empleando su propia y peculiar marca de lógica.
Día tras día vagabundeó por toda la isla, arrojando conchas impotentemente a las gaviotas y echando ternos copiosamente. Después vino un período en que permaneció bajo techo, sentado e incubando. Y solamente entonces llegó el momento en que se puso febrilmente a trabajar. Trabajó en su propio campo, la bioquímica, concentrándose principalmente en dos cosas: genética y metabolismo animal. Aprendió, y acumuló en su insaciable mente, muchas cosas que no tenían nada que ver con el problema en cuestión, y muy pocas de aquello que necesitaba.
Pero amontonó aquellas pocas con lo poco que sabía o adivinaba, y en su debido momento tuvo una buena colección de factores conocidos con los cuales pasar a las operaciones de cálculo. Su sistema de aproximación fue característicamente heterodoxo. Hizo cosas por el estilo de reproducir peras como multiplicando, y nivelar ecuaciones por el sistema muy -1 a un lado y 00 al otro. Cometió errores, pero sólo uno personal de añadir log de un género, y más tarde, solamente uno de una especie.
Consumió tantas horas sobre su microscopio que tuvo que abandonar sus tareas por dos días para lograr librarse de una alucinación en la que su corazón estaba bombeando su propia sangre a través del lente objetivo. No hizo nada por el método de la prueba y el ensayo porque lo desaprobaba considerándolo por chapucero. Y obtuvo resultados.
En primer lugar, tuvo suerte, y todavía fue más afortunado cuando formuló la ley de probabilidades y la redujo a términos tan bajos que supo casi al detalle cuáles experimentos eran los que no debía intentar.
Cuando el turbio y viscoso semifluido en la platina de observación comenzó a moverse por sí mismo supo que estaba en la buena pista. Cuando empezó a buscar alimento en su propia materia, empezó a excitarse. Cuando se dividió, y en pocas horas subdividió, y cada parte creció y se dividió de nuevo, sentíase victorioso. Había creado vida.
Cuidó los hijos de su cerebro, sudando y agotándose en sus atenciones, y concibió baños de diversas vibraciones para ellos, inoculándolos, dosificándolos y rociándolos. Cada progreso que lograba le enseñaba la senda para el próximo.
Y de sus depósitos, cubetas, tubos e incubadoras surgieron criaturas análogas a las amebas, y luego animálculos ciliados, y con creciente rapidez produjo animales con manchas—ojos, quistes—nervios, y después —victoria de victorias—un verdadero blastópedo poseído de muchas células en vez de una sola.
Más lentamente desarrolló un gastrópodo, pero cuando lo consiguió, no le resultaba muy difícil, a él, darle órganos, cada uno con una función específica, cada función heredable.
Entonces vinieron los cultivos de cosas semejantes a moluscos, y criaturas con agallas cada vez más perfeccionadas. El día en que una cosa indescriptible serpenteó hacia arriba de un depósito asomándose, vibrantes unas aletas sobre sus agallas y débilmente aspiró aire, Kidder abandonó la tarea, se dirigió al otro extremo de la isla y se emborrachó indecorosamente, y muy a gusto.
Con resaca y todo, estuvo pronto de regreso a su laboratorio, olvidándose de comer, olvidándose de dormir, rasgando los últimos velos de su problema.
Consiguió por un camino desviado un sistema científico y fue dándole cuerda a su otro gran triunfo; metabolismo acelerado. Hizo extractos y los refino, de los factores estimulantes del alcohol, coca, heroína, y del campeón de los narcóticos de Madre Naturaleza, el «cannabis indica».
Al igual que el científico que al analizar los variados agentes de coagulación para los tratamientos de la sangre, descubrió que el ácido oxálico era el factor activo. Kidder aisló los aceleradores y retardadores, los estimulantes y soporíferos, en cada sustancia que en cualquier tiempo debilitó la moralidad del hombre y/o dio origen a un «noble experimento».
En el proceso descubrió una cosa que necesitaba sobremanera, un elixir incoloro que suprimía el sueño, este gran despilfarrador de tiempo. Entonces pudo proseguir su tarea a base de un turno completo de veinticuatro horas por jornada.
Sintetizó artificialmente las sustancias que había aislado, y al lograrlo descartó una gran cantidad de componentes inútiles.
Prosiguió su búsqueda a lo largo de las líneas de radiaciones y vibraciones. Descubrió algo en los glóbulos rojos que, al ser proyectado mediante un vaso conductor Heno de aire vibrando a velocidades supersónicas, y luego polarizado, aceleraba el latido cardíaco de pequeños animales en veinte veces más. Comían veinte veces más, crecían veinte veces más deprisa, y... morían veinte veces más pronto de lo que les correspondía.
Kidder construyó un enorme habitáculo, herméticamente cerrado. Encima había otra sala, del mismo largo y ancho, pero no tan alta. Esta era su cámara de control.
La sala mayor estaba dividida en cuatro secciones cerradas, cada una con su calefacción individual y controles atmosféricos. Sobre cada sección había mini—grúas y mini—cabrias que manipulaban maquinaria de todas clases. También había compuertas con llaves de cierre de aire, y válvulas y tuberías yendo desde la cámara superior a la inferior.
Por entonces el otro laboratorio había producido un cuadrúpedo de sangre caliente y piel escamosa con un asombroso ciclo de vida; una generación cada ocho días, un lapso vital de unos quince. Como la equidna, era ovípara y mamífero. Su período de gestación era de seis horas; los huevos incubaban en tres; los recién nacidos alcanzaban la madurez sexual en otros cuatro días.
Cada hembra ponía cuatro huevos y vivía justamente lo preciso para cuidar de su cría tras la salida del cascarón. Los machos morían generalmente a las dos o tres horas del apareamiento. Las criaturas eran altamente adaptables. Eran pequeñas —no más de tres pulgadas de ancho, y dos del hombro al suelo—. Sus patas delanteras tenían tres dígitos y un pulgar de triple articulación. Estaban acordados para vivir en una atmósfera con un amplio contenido de amoníaco.
Kidder engendró cuatro de las criaturas y colocó un grupo en cada sección del cuarto sellado.
Entonces ya estaba preparado. Con sus atmósferas controladas, varió temperaturas, contenido de oxígeno, humedad. Las mataba como a moscas con excesos de, por ejemplo, dióxido de carbono, y los supervivientes inoculaban su resistencia física a la generación siguiente.
Periódicamente cambiaba los huevos de una sección sellada a otra para mantener variables los sometimientos a esfuerzo. Y rápidamente, bajo aquellas condiciones controladas, las criaturas empezaron a evolucionar.
Esta era pues la respuesta y solución a su problema. No podía acelerar lo suficiente el avance intelectual de la humanidad para que le enseñase a él las cosas que su prodigiosamente anhelaba saber. Tampoco podía él acelerarse a sí mismo.
Por consiguiente creó una nueva raza, una raza que se desarrollaría y evolucionaría tan aprisa que sobrepasaría a la civilización del hombre; y de ellos aprendería.
Estaban completamente en poder de Kidder. La atmósfera normal de la tierra los envenenaría, como se cuidó de demostrar a cada cuarta generación. Así no harían el menor intento para escapar de él.
Vivirían sus vidas y progresos y harían sus pequeños experimentos en tanteos y ensayos cientos de veces más aprisa que el hombre. Le llevaban ventaja al hombre porque tenían a Kidder para orientarles. Al hombre le costó seis mil años descubrir verdaderamente la ciencia, y trescientos para realmente ponerla en acción. A las criaturas de Kidder les costó doscientos días igualar las adquisiciones mentales del hombre.
Y a partir de este momento, la irregular producción de Kidder hizo que el difunto y gran Tom Edison pareciera por comparación un artesano casero.
Los llamó Neotericos, y los embromó induciéndoles a trabajar para él. Kidder era inventivo de un modo ideológico; es decir, podía forjar propósitos imposibles con tal de que no tuviera que trabajar para llevarlos a la práctica. Por ejemplo, quería que los neotericos resolviesen por ellos mismos como construir refugios valiéndose de un material poroso.
Creó la necesidad de tales refugios sometiendo a una de las secciones a una tormenta de lluvia de alta presión que aplastó a sus habitantes. Los neotericos prontamente inventaron refugios a prueba de agua valiéndose del escaso material a prueba de agua que él apiló en una esquina.
Inmediatamente Kidder derrumbó las frágiles estructuras con estampidos de aire frío. Construyeron otras que pudieran resistir a la vez lluvia y viento. Kidder rebajó la temperatura tan bruscamente que no pudieron adaptar sus cuerpos a ella. Calentaron sus refugios con diminutos braseros. Velozmente Kidder elevó la calefacción hasta que empezaron a asarse. Después de varias defunciones, uno de sus muchachos talentudos resolvió cómo construir una casa reciamente aislante empleado un derivado de caucho en triple capa, con la sección central perforada miles de veces para crear pequeñas bolsas de aire.
Empleando tácticas similares, Kidder les forzó a desarrollar una pequeña cultura altamente avanzada. Provocó sequía en una sección y un superávit de líquido en otra, y luego abrió la partición entre ambas. Se produjo una guerra formidablemente espectacular, y las libretas de anotaciones de Kidder se llenaron con información acerca de armas y tácticas militares.
Luego hubo la vacuna que consiguieron contra el resfriado común; motivo por el cual esta plaga ha sido absolutamente barrida en el mundo actual ya que fue una de las cosas a las que Conant, el presidente del Banco, pudo meter mano. Le habló a Kidder por el radiófono una tarde de invierno con una voz tan roca por culpa de una laringitis que Kidder le envió un envase de vacuna y le dijo enérgicamente que nunca más volviese a llamarle en un estado tan asqueroso de baja calidad inaudible. Conant hizo analizar la vacuna y nuevamente la cuenta corriente de Kidder —y la del Banco—se hincharon.
En un principio Kidder meramente suministraba los materiales que pensaba podían necesitar los neotericos, pero cuando desarrollaron una inteligencia equivalente a la tarea de fabricar sus propios materiales con los elementos que tuviesen a mano, dio a cada sección un surtido de materia prima.
El procedimiento para la obtención de un aluminio realmente recio se perfeccionó en grado sumo cuando Kidder construyó un enorme émbolo en una de las secciones, que abarcaba de pared a pared y estaba diseñado para bajar a una velocidad de ocho centímetros por día hasta que trituraba todo lo que estaba al fondo.
Los neotericos, en legítima defensa, emplearon toda clase de material fuerte que tenían al alcance para detener la muerte inexorable que les amenazaba. Pero Kidder ya se había preocupado de que solamente dispusieran de óxido de aluminio y un desperdigamiento de otros elementos, además de abundante energía eléctrica.
Primero elaboraron docenas de pilastras de aluminio; cuando fueron machacadas, intentaron modelarlas de forma que el blando metal pudiera resistir mayor peso. Cuando también estas columnas fallaron construyeron rápidamente otras más resistentes; y cuando el émbolo fue detenido, Kidder extrajo una de las columnas y la analizó. Era aluminio endurecido, más duro y firme que el acero de molibdeno.
La experiencia le enseñó a Kidder que tenía que introducir determinados cambios para acrecentar su poder sobre sus neotericos antes que empezasen a ser demasiado ingeniosos. Había cosas que se podían hacer con energía atómica y por las cuales sentía curiosidad; pero no estaba dispuesto a confiarle a sus pequeños supercientíficos una cosa semejante a menos que pudiera estar seguro que ellos la emplearían estrictamente de acuerdo a Hoyle. O sea que instituyó un régimen de terror.
El punto de partida más elemental del que consideró el modo adecuado para que ellos hiciesen las cosas bien dio como resultado la muerte instantánea de media tribu.
Por ejemplo, si él estaba intentando desarrollar una planta de energía del tipo Diésel que pudiese funcionar sin volante de arranque, y un talentoso joven neotérico hacía uso de cualquiera de los materiales empleándolo con fines arquitectónicos, inmediatamente moría media tribu.
Naturalmente, habían puesto a punto un lenguaje escrito; el de Kidder. El teletipo encerrado en el área acristalada de una esquina de cada sección era algo sagrado. Cualquier orden que allí apareciese tenía que ser obedecida, o en caso contrario...
Después de esta innovación, la tarea de Kidder resultó mucho más sencilla. Ya nadie sentía necesidad de dar rodeos ni comportarse torcidamente. Cualquier cosa que quería que fuese hecha, era hecha. No importaba que sus órdenes fueran del género imposible, ya que tres o cuatro generaciones de neotericos daban finalmente con el medio de llevarlas a cabo.
La cita textual que sigue procede de un documento que una de las cámaras telescópicas de alta velocidad de Kidder descubrió cuando era distribuido entre los neotericos más jóvenes. Ha sido traducido de la escritura altamente simplificada de los neotericos.
«Los edictos serán acatados por cada neotérico bajo pena 'de muerte, cuya ejecución será infligida por la tribu sobre el individuo para proteger a la tribu contra él.
»Se concederá una prioridad de interés y todo el esfuerzo tribal e individual a las órdenes que aparezcan en la máquina de palabras.
«Cualquier mala dirección de material o energía, o su uso para cualquier otra finalidad que no sea la de llevar a cabo las órdenes de la máquina, a menos que no aparezca contraorden que lo justifique, será castigada con pena de muerte.
«Cualquier información referente al problema a resolver, o ideas y experimentos que puedan de un modo concebible ayudar a su resolución, se convertirán en propiedad de la tribu.
«Cualquier individuo que falle en cooperar en el esfuerzo tribal, o pueda ser calificado como culpable de no desarrollar su máximo rendimiento en el trabajo; o incurra en sospecha de lo antes mencionado, será sometido a la pena de muerte.»
Tales son los resultados de un dominio completo.
Este documento impresionó a Kidder por cuanto era completamente espontáneo. Era el propio credo de los neotericos, desarrollado por ellos mismos en acatamiento a su propio dios.
Y así, por fin, Kidder logró colmar su realización. Agazapado en el cuarto superior, yendo de telescopio a telescopio, proyectando con movimiento retardado las películas de sus cámaras de alta velocidad, se encontró dueño de una dinámica y manejable fuente de información. Alojado en el gran edificio cuadrado con sus cuatro secciones de medio acre, había un nuevo mundo del cual era dios.
La mente del Presidente Conant era similar a la de Kidder en qué su acercamiento a cualquier problema era por la distancia más corta entre dos puntos cualesquiera, haciendo caso omiso de si el acercamiento era a lo largo de la línea de mayor o menor resistencia.
Su ascenso a la presidencia del Banco era una historia de movimientos despiadados cuya única justificación era que le dieran aquello que quería. Al igual que un general súper eficiente nunca vencía a un enemigo solamente por la fuerza superior de los números. También flanqueaba a su enemigo astutamente, no por un solo lado, sino por ambos. Los inocentes circundantes eran criaturas que no merecían consideración alguna.
Por ejemplo, la vez en que se apoderó de cierta propiedad de mil acres de un hombre llamado Grady, no estuvo satisfecho con solamente el título de propiedad. Grady era propietario de un aeropuerto —lo había sido toda su vida, y su padre antes que él—.Conant ejerció toda clase de presiones sobre Grady y le encontró inconmovible. Finalmente unas persuasiones atinadas impulsaron a las autoridades municipales a excavar una red de cloacas a través del centro del campo de aterrizaje, lo cual bastó para arruinar el negocio de Grady.
Sabedor de que esto le proporcionaría a Grady, que era un hombre acaudalado, motivos para vengarse, Conant se hizo cargo del Banco de Grady adquiriéndolo por su cuenta líquida y llevándolo a la quiebra. Grady perdió hasta su último centavo y terminó su vida en un asilo. Conant estaba muy orgulloso de sus tácticas.
Al igual que muchos otros que han atrapado el becerro de oro por la cola, Conant no sabía cuándo debía soltarla. Su vasta organización le producía más dinero y poder que cualquier otra empresa en la historia mundial, y sin embargo no estaba satisfecho.
Conant y el dinero eran como Kidder y la sapiencia. Las actividades de Conant acumulándose en pirámides eran para él lo que los neotericos eran para Kidder. Ambos se habían hecho su mundo privado; cada uno lo usaba para su instrucción y provecho. Aunque Kidder, sin embargo, no fastidiaba a nadie salvo a sus neotericos.
De todos modos, Conant no era un malvado completo. Era un hombre astuto y había descubierto muy pronto el valor de agradar a la gente. Ningún hombre puede robar con éxito años y años sin agradar a la gente a quien roba. La técnica para lograrlo es altamente complicada, pero domínela y ya puede montar su propia Casa de la Moneda.
El único gran temor de Conant era que Kidder se tomase algún día interés en los acontecimientos del mundo y empezase a ponerse terco. ¡Santo Cielo! ¡Qué gran poder en potencia poseía! Una menudencia como influir en unas elecciones podría ser resuelta por un hombre como Kidder con la misma facilidad con la que se cambiaba de lado en la cama.
Lo único que podía hacer era llamarle periódicamente y ver si había algo, lo que fuese, que necesitara Kidder para mantenerse siempre atareado. Kidder apreciaba esta atención. Conant, de vez en cuando, le sugería algo a Kidder que le intrigaba, algo que le mantendría muy metido en su ermita durante unas cuantas semanas.
La bomba de luz fue uno de los resultados de la imaginación de Conant. Este le apostó que no podría hacerla. Kidder la hizo.
Una tarde oyó Kidder el agudo chillido de la llamada del radiófono. Lanzando juramentos entre dientes, paró la proyección de la película que estaba viendo y atravesó el recinto hasta llegar al viejo laboratorio. Se dirigió al radiófono, insertando una clavija. El chillido cesó.
—¿Diga?...
—¿Qué tal, Kidder? —dijo Conant—. ¿Ocupado?
—No mucho —dijo Kidder.
Estaba encantado con las fotos que su cámara había captado, revelando el hábil trabajo de una panda de neotericos obteniendo de puro sulfuro caucho sintético. Le habría gustado explicárselo a Conant, pero por lo que fuera nunca se le había ocurrido hablarle a Conant de los neotericos, y no veía la razón por la cual iba ahora a hacerlo.
Conant dijo:
—Eso... Kidder, estuve el otro día en el club y unos cuantos socios nos dedicábamos a pasar la velada charlando de todo un poco. Salió a relucir algo que podría interesarle.
—¿Qué era?—Discutían un par de muchachos de los servicios públicos. Usted ya conoce la distribución de la fuerza motriz en esta nación ¿no es así? ¿Treinta por cien atómica, el resto hidroeléctrica, Diésel y vapor?
—No me había enterado hasta ahora —dijo Kidder que tenía la inocencia de un rorro con respecto a los acontecimientos normales.
—Bien, pues nos encontramos arguyendo sobre la posibilidad que podía tener una nueva fuente de energía. Uno dijo que sería más atinado producir la nueva energía y luego hablar de ella. Otro repudió esta teoría; dijo que no podía producir esta nueva energía, pero sí describirla. Dijo que tendría que poseer todo lo que las presentes fuentes tienen, más un par de complementos nuevos. Por ejemplo, podría ser más barata. Podría ser más eficiente. Podría superar a las demás siendo más fácil de transportar desde la planta productora al consumidor. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? Cualquiera de estos factores resultaría en una superación competitiva de la actual energía. Lo que me gustaría ver es una nueva fuerza motriz con «todos» esos factores. ¿Qué opina?
—No es imposible. —¿Opina que no?—Lo intentaré. —Téngame al corriente.
El transmisor de Conant emitió el chasquido de cierre. La clavija de cierre era solamente una pieza simulada, detalle que Conant ignoraba. El aparato se cerraba automáticamente cuando Conant se alejaba.
Después del chasquido de la clavija de cierre, Kidder oyó al banquero murmurar:
—Si lo logra, estaré preparado. Si no, por lo menos el estúpido loco seguirá ocupadísimo en la is...
Kidder ojeó el radiófono durante un instante, enarcadas en alto las cejas y luego las volvió a bajar a la vez que sus hombros. Era plenamente evidente que Conant tenía algo preparado en secreto, pero eso no le preocupaba a Kidder. ¿Quién diablos en la tierra iba a desear fastidiarle? El no importunaba a nadie. Regresó a su alojamiento de neotericos, impregnado con la idea de la nueva energía.
Once días más tarde Kidder llamó a Conant y le dio instrucciones específicas sobre cómo equipar su receptor de modo que a Kidder pudiera enviarle material escrito por el éter.
Tan pronto como esto quedó hecho y Kidder informado, el bioquímico por una vez en su vida habló con bastante profusión.
—Conant... usted coligió que una nueva fuente de energía que resultase más económica, más eficiente y más fácil de transmitir que las actuales no existía. Tal vez le interese el pequeño generador que acabo de montar. Tiene energía, Conant, una potencia increíble. Bien, ahora esté atento a su grabadora de facsímiles.
Kidder deslizó una hoja de papel bajo las grapas de su transmisor y el diseño apareció en la pantalla registradora de Conant.
—Este es el diagrama del circuito para un receptor de energía. Ahora escuche. El rayo de fuerza motriz es tan compacto, tan altamente dotado de autonomía directriz que ni siquiera tres milésimas del uno por ciento de la potencia se perderían en una transmisión de dos mil millas. El sistema es cerrado. Es decir cualquier drenaje en la irradiación produce a la vez una señal que regresa al transmisor, el cual automáticamente eleva en exacta compensación el envío de energía. Tiene un límite, pero puede enviar ocho diferentes irradiaciones con un total en caballos fuerza de unos ocho mil por minuto y por destello. De cada destello puede sacar fuerza suficiente para volver la página de un libro o mantener en vuelo un avión en la súper estratosfera. Espere, que todavía no he terminado. Cada rayo como antes le dije, devuelve una señal del receptor al transmisor. Esto no solamente controla la energía producida por el rayo sino que la dirige. Una vez se establece el contacto, el rayo radiogonométrico nunca cesa. Seguirá al receptor a cualquier parte. Puede así dar energía a vehículos de tierra, mar y aire con ello, lo mismo que a cualquier planta estacionaria. ¿Le gusta?
Conant, que era un banquero y no un científico se secó la reluciente frente con el dorso de la mano y dijo:
—Que yo sepa usted nunca me ha timoneado equivocadamente, Kidder. ¿Qué hay sobre el costo de este aparato?
—Elevado —replicó Kidder de inmediato—. Tan elevado como el de una planta atómica. Pero no hay tendidos de alta tensión, ni cables, ni tuberías de conducción, no hay nada. Los receptores son tan sólo un poco más complicados que los de una radio. El transmisor es... bueno, es realmente dificultoso.
—A usted no le tomó mucho tiempo hacerlo —dijo Conant.
—No —dijo Kidder—, ¿verdad que no?
Representaba la obra total de la vida de unas mil doscientas criaturas sumamente cultivadas, pero Kidder no iba a entrar en estos detalles.
—Naturalmente, el transmisor que tengo es tan solo una muestra a escala pequeña. La voz de Conant evidenciaba mucha tensión repentina.
—¿Una... muestra? ¿Cuánto rinde?
—Unos sesenta mil caballos fuerza —dijo Kidder gozosamente.
—¡Santo Cielo! En una máquina de tamaño natural un transmisor sería suficiente para...
Las posibilidades del artefacto atragantaron a Conant por un momento.
—¿Cómo es abastecido?
—No lo es —dijo Kidder—. No voy a empezar a explicárselo o no terminaríamos nunca. He conectado una fuente de energía de fuerza inconmensurable. Es... bueno, es enorme. Tan enorme que no debe hacerse mal uso de ella.
—¿Cómo? —ladró Conant—. ¿Qué pretende decir con eso?
Kidder levantó una ceja. Conant se traía «algo» entre manos, entonces. Y ante este segundo indicio, Kidder, el menos receloso de los hombres, empezó a ponerse en guardia.
—Pretendo sencillamente decir lo que he dicho —manifestó suavemente—. No se esfuerce demasiado en comprenderme—porque apenas lo logro yo mismo. Pero la fuente de esta energía es la resultante monstruosa causada por el desequilibrio de dos fuerzas previamente igualadas. Estas fuerzas igualadas son cósmicas en cuantía. De hecho, son las fuerzas que hicieron soles, estallaron átomos al modo como trituraron aquellos que componen el cortejo de Sirio. No es algo con lo cual se pueda jugar.
—Yo no acabo de... —dijo Conant y su voz se ahogó en perplejidad.
—Le facilitaré una analogía —dijo Kidder—. Supongamos que usted coge dos cañas de pescar, una en cada mano. Coloque sus puntas juntas y empuja. En tanto presione directamente en el sentido de sus ejes, la presión está igualada; las manos diestra y siniestra se anulan una a otra. Ahora llego yo; alargo un dedo y toco las cañas lo más ligeramente posible allá donde se unen. Restallan fuera de la línea violentamente; usted se rompe un par de nudillos. La fuerza resultante está en proporción directa a la fuerza original que usted ejerció. Mi transmisor de fuerza se basa en el mismo principio. Basta una cantidad infinitesimal de energía para sacar a estas fuerzas de sus casillas. Es bastante fácil cuando usted sabe cómo hacerlo. La cuestión fundamental e importante es si usted puede o no controlar la resultante cuando la obtiene. Yo puedo.
—Ya... comprendo —y Conant se deleitó por un instante pensando en el mal ajeno—.El cielo ayude a las compañías suministradoras de energía. Yo no pretendo hacerlo. Kidder... quiero un transmisor tamaño natural.
Kidder cloqueó en el radiófono. —Es usted ambicioso ¿eh? Aquí no tengo personal, Conant, usted ya lo sabe. Y no se puede esperar que a solas construya cuatro o cinco mil toneladas de instrumentos.
—En cuarenta y ocho horas le enviaré quinientos ingenieros y operarios.
—No lo haga. ¿Por qué molestarme con tanta gente? Soy completamente feliz aquí, Conant, y una de las razones es que no tengo a nadie fastidiándome.
—Vamos, vamos, Kidder, no sea así. Le pagaré.
—No dispone de tanto dinero como para eso —dijo Kidder aprisa. Incrustó la clavija en su aparato. La «suya» funcionaba. Conant estaba furioso. Gritó varios minutos en el micro, y luego empezó a reclinarse en el botón de llamada. En su isla, Kidder dejó chillar la señal y regresó a su cuarto de proyección. Lamentaba 'haber enviado el diagrama del receptor a Conant. Hubiera sido interesante abastecer un avión o un coche con la muestra de transmisor que les quitó a los neotericos. Pero si Conant iba a ponerse terco con aquello —bueno, de todos modos, el receptor no servía para nada sin el transmisor. Cualquier ingeniero en radio sabría interpretar el diagrama, pero no la fuerza que activaba el circuito. Y Conant no la obtendría nunca.
La pena es que no conocía suficientemente a Conant.
Las jornadas de Kidder se componían de interminables incursiones por la ciencia. Nunca dormía, ni tampoco sus neotericos. Comía regularmente cada cinco horas, haciendo ejercicio durante media hora cada noche. No tenía noción del tiempo que transcurría, porque no significaba nada para él.
Si hubiese querido saber la fecha, mes o año, le bastaría con llamar a Conant para enterarse. Pero le tenía sin cuidado. El tiempo que no consumía en observación lo empleaba en presentarles nuevos problemas a los neotericos. Ahora sus pensamientos iban por la senda de la defensa.
La idea nació de su conversación con Conant; la idea era primaria y su motivación algo sin importancia. Los neotericos estaban trabajando en un campo de vibración de naturaleza cuasi—eléctrica.
Kidder no le veía mucho valor práctico —un muro invisible que mataría a cualquier ser viviente que lo tocase—. Pero de todos modos, la idea era intrigante.
Se distendió apartándose del telescopio a través del cual había estado vigilando sus criaturas en plena faena. Era profundamente feliz allí en su amplia estancia de control. Abandonarla para ir al viejo laboratorio en busca de cualquier cosa para nutrirse era algo que aborrecía. Sentíase casi tentado de enviar un «adiós» cada vez que salía y saludar con un complacido «hola» cuando regresaba. Casi burlándose de sí mismo en plácida diversión, salió.
A pocas millas de la isla había una burbuja negra —una canoa automóvil—. Kidder sede tuvo y la contempló con desagrado. Un blanco pétalo de espuma de mar se adhería a cada lado del negro casco, que acudía hacia Kidder.
Kidder bufó al recordar la vez que un yate cargado de ociosos majaderos ancló por pura curiosidad cierta tarde, desparramándose por su bienamada isla, acribillándole con preguntas propias de cerebros tarados, y desmontándole el engranaje de su equilibrio nervioso. ¡Cómo aborrecía a la grey llamada gente!
Los pensamientos desagradables procrearon otros dos que germinaban semiconscientemente en sus lóbulos cerebrales mientras entraba en su viejo laboratorio. Uno de los nuevos pensamientos era el de que tal vez sería sensato circundar sus alojamientos con un campo de fuerza de alguna clase y colocar rótulos con advertencias para los intrusos.
El otro pensamiento se relacionaba con Conant y la vaga inquietud que el hombre le había emitido a través del radiófono en las últimas semanas. Su sugerencia, dos días antes, de una planta de energía motriz siendo construida en la isla, en su isla, ¡vaya idea más horrenda!
Conant se levantó de la banqueta del laboratorio al entrar Kidder. Se miraron el uno al otro silenciosamente durante un largo rato. Kidder no había visto al presidente del Banco hacía años. La presencia de aquel hombre le produjo hormigueo en el cuero cabelludo.
—¿Qué tal? —dijo Conant cordialmente—. Tiene aspecto de hallarse en buena forma. Kidder gruñó. Conant descansó de nuevo su incómodo cuerpo en la banqueta y dijo: —Para ahorrarle el trabajo de hacer preguntas, míster Kidder, le diré que llegué hace dos horas en un bote. Un pésimo medio de viajar. Quise darle una sorpresa; mis dos tripulantes remaron el último par de millas para desembarcarme. No está muy bien equipado para la defensa de su propiedad ¿no es cierto? Cualquiera podría deslizarse y sorprenderle como he hecho yo.
—¿Y quién, y para qué, iba a hacerlo? —refunfuñó Kidder.
La voz del banquero le aguijoneaba en forma fastidiosa dentro de su cerebro. Hablaba demasiado ruidosamente; por lo menos, los oídos de eremita de Kidder percibían esta impresión. Kidder encogió los hombros y fue a prepararse una ligera colación.
El banquero extrajo una cigarrera de platino.
—¿Le importa que fume?
—Sí. Mucho —dijo Kidder ásperamente—. No fume. Conant rio con suavidad y volvió aguardarse la cigarrera. Dijo:
—Tal vez necesite instarle para que me deje montar la estación de energía motriz en esta isla.
—¿No funciona el radiófono?
—Oh, sí. Pero ahora que estoy aquí no puede usted cortarme la comunicación. Bien, ¿qué ha decidido?
—No he cambiado mi manera de pensar.
—Oh, pero debe hacerlo, Kidder, debe hacerlo. Piense en ello, piense en el beneficio que representaría para las masas que están pagando facturas exorbitantes de suministro de fluido.
—¡Detesto las masas! ¿Por qué tiene que edificar aquí?
—Oh, es que este sitio es ideal. Usted es dueño de la isla; los trabajos podrían comenzar aquí sin provocar ningún comentario, la planta irrumpiría completamente acabada en los mercados de energía motriz de la nación, al haber sido montada en secreto. La isla puede hacerse inexpugnable.
—No quiero ser importunado.
—No le importunaríamos. Haríamos la instalación en el extremo norte de, la isla, a una milla y cuarto de usted y su laboratorio. ¡Ah!, por cierto, ¿dónde está la muestra del transmisor de potencia?
Kidder, llena la boca de alimento sintetizado, ondeó la mano hacia una mesita sobre la cual se hallaba el modelo. Un asombroso aparato intrincado, de apenas un metro cuadrado de plástico, acero y minúsculas bobinas.
Levantándose, Conant fue a verlo de más cerca.
—¿Funciona, verdad? Suspiró hondamente y agregó: —Kidder, de veras me sabe mal lo que voy a hacer, pero necesito construir esta planta urgentemente. ¡Corson! ¡Robins!
Dos individuos de cuello de toro salieron de sus escondites en las esquinas de la sala. Uno de ellos hacía oscilar indolentemente un revólver por la guarda del gatillo.
—Estos caballeros seguirán mis órdenes sin la menor reserva, Kidder. Dentro de media hora un grupo desembarcará, ingenieros y contratistas. Empezarán a deslindar la punta norte de la isla para la construcción de la planta. Estos dos muchachos aquí presentes opinan aproximadamente lo mismo que yo por lo que a usted se refiere. ¿Ponemos manos a la obra con su cooperación o sin ella? Es algo sin importancia para mí el que usted siga vivo o no por lo que a mi proyecto se refiere. Mis ingenieros pueden duplicar su modelo.
Kidder no replicó. Había dejado de masticar cuando vio a los pistoleros, y recordó de pronto que tenía que deglutir. Siguió sentado, inclinado sobre su plato, sin moverse ni hablar.
Conant truncó el silencio dirigiéndose hacia la puerta.
—Robins, ¿puede transportar aquel modelo?
El hombretón enfundó su arma, alzó delicadamente el aparato y dio una cabezada aprobatoria.
—Llévalo a la playa y aguarde la otra lancha. Dígale al ingeniero Johansen, que éste es el modelo sobre el cual ha de trabajar.
Robins salió. Conant se volvió hacia Kidder.
—No es preciso que nos enfademos —dijo untuosamente—. Creo que usted es obstinado, pero no se lo tomo en cuenta. Comprendo lo que siente. Le dejaremos tranquilo; le doy mi palabra de honor. Pero pretendo seguir adelante con este asunto, y una cosa insignificante como la vida de usted no puede interponerse en mi camino.
Kidder dijo:
—¡Lárguese, fuera!
Dos venas hinchadas palpitaban en sus sienes. Su entonación era baja y trémula.
—Muy bien. Buenos días, míster Kidder. Oh, por cierto, es usted un diablo. Un diablo mañoso.
Nadie había calificado nunca de aquel modo al escolástico míster Kidder hasta entonces.
—Me doy cuenta de la posibilidad de que usted intente hacernos volar por los aires fuera de su isla. No lo haría si estuviese en su lugar. Estoy dispuesto a darle lo que usted quiera, aislamiento. Quiero lo mismo a cambio. Si me sucediese cualquier cosa mientras esté aquí, la isla sería bombardeada por alguien que está a mi servicio. Voy a admitir que pueda fallar mi piloto. Si fuera así, el Gobierno de los Estados Unidos intervendría. Usted no lo deseará ¿verdad que no? Sería algo demasiado poderoso para que un hombre solo pudiera hacerle frente. Lo mismo ocurrirá si la planta es saboteada de cualquier modo después que yo regrese al continente. Podría usted hacerse matar. Más que seguro sería usted importunado interminablemente. Gracias por su... ¡ejem!... cooperación.
Sonriendo afectadamente el banquero salió, seguido por su gorila taciturno. Kidder permaneció sentado largo tiempo sin moverse Luego sacudió la cabeza, y la reclinó en sus palmas. Estaba enormemente asustado; no tanto porque su vida estaba en peligro, sino a causa de que su retiro y trabajo —su mundo—estaban amenazados.
Sentíase herido y azorado. No era un hombre de negocios. No sabía manejar hombres. Toda su vida había huido de los humanos y de lo que representaban para él. Parecía un niño asustado cuando los humanos se le acercaban, rodeándole.
Al irse enfriando un poco su sangre, trató de imaginar vagamente lo que ocurriría cuando la planta se inaugurase. Era indiscutible que el Gobierno se interesaría en la novedad. A menos..., a menos que por entonces Conant fuera el Gobierno.
Aquella planta era una fuente inimaginable de fuerza, y no solamente de la clase de fuerza que hacía girar ruedas.
Levantándose regresó al mundo que era su hogar, un mundo donde sus motivos eran comprendidos, y donde estaban aquellos que podían ayudarle. En la mansión de los neotericos, nuevamente volvió a escaparse del mundo de los humanos.
Kidder llamó a Conant a la semana siguiente, con gran sorpresa por parte del banquero. Sus dos días en la isla habían puesto bien en marcha las obras, y se fue cuando llegó el barco con el cargamento de obreros y material. Estaba en estrecho contacto por radio con Johansen, el ingeniero en jefe. Había sido una oferta de trabajo a ciegas para Johansen y todo el resto del personal en la isla. Solamente los infinitos recursos del Banco pudieron contratar a un hombre de la valía de Johansen, y al selecto personal bajo sus órdenes directas.
La primera reacción de Johansen cuando vio el modelo fue de éxtasis. Quiso contarles a sus amigos la maravilla de prodigio que era aquel prototipo; pero la única instalación de radio estaba sintonizada con el despacho privado de Conant en el Banco. Y los guardas armados de Conant, uno por cada dos trabajadores, tenían órdenes estrictas de destruir cualquier otro transmisor de radio apenas lo viesen.
Fue entonces cuando Johansen se dio cuenta de que era un prisionero en la isla. Su inmediata cólera amainó cuando se puso a meditar que ser un prisionero a cincuenta mil dólares por semana resultaba tolerable. Dos de los obreros y un técnico pensaron de modo distinto, y empezaron a mostrarse malhumorados un par de días después de su llegada. Desaparecieron una noche, la misma noche en que fueron disparados cinco tiros allá por la playa baja. Nadie hizo preguntas, y ya no hubo más conflictos.
Conant encubrió su sorpresa ante la llamada de Kidder y fue tan ofensivamente jovial como siempre.
—¡Vaya qué bien! ¿Puedo hacer algo por usted?
—Sí, puede —dijo Kidder. Su voz era baja, completamente desprovista de expresión—. Quiero que haga circular un aviso a sus hombres para que no pasen más allá de la línea blanca que he trazado a quinientos metros al norte de mis edificaciones, y que he tendido de litoral a litoral.
—¿Aviso? Pero, mi querido asociado, tienen órdenes de que usted no ha de ser molestado en modo alguno.
—Usted les ordenó. Muy bien. Ahora avíseles. Circundando mis laboratorios tengo un campo eléctrico que matará cualquier cosa viviente que lo penetre. No quiero tener asesinatos en mi conciencia. No habrá muertes mientras no haya transgresores de límites. ¿Informará debidamente a sus trabajadores?
—Oh, vamos, vamos, Kidder —reconvino el banquero—. Eso era totalmente innecesario. Usted no será molestado. ¿Por qué...?
Pero se encontró hablando con un micro inactivo. No iba a cometer la acción inútil devolver a llamar. En vez de ello conectó con Johansen y le explicó la novedad. A Johansen no le gustó el oculto tañido del aviso, pero repitió el mensaje y firmó la comunicación general.
A Conant le gustaba aquel hombre. Por un momento, se sintió algo apenado por Johansen que nunca llegaría vivo al continente.
Pero aquel Kidder..., empezaba a convertirse en un problema. Mientras sus armas fueran estrictamente defensivas no era una verdadera amenaza. Pero sería cuestión de ocuparse de él cuando la planta funcionase. Conant no se podía permitir el lujo de tener genios a su alrededor a menos que estuvieran indiscutiblemente a su servicio.
El transmisor de energía y los planes altamente ambiciosos de Conant estarían a salvo mientras Kidder campase a sus anchas. Kidder sabía que, por el momento, podía contar con su trato más comprensivo por parte de Conant que del lado de una horda de investigadores del Gobierno.
Kidder solamente abandonó su propia clausura una vez después que el trabajo comenzó en el extremo norte de la isla, y ello requirió toda su escasa diplomacia. Conocedor del origen de la energía de la planta, conocedor de lo que sucedería si fuese mal tratada, le pidió permiso a Conant para inspeccionar el gran transmisor cuando ya estaba casi terminado.
Asegurándose la vida al decidir que solamente informaría a Conant cuando estuviera a salvo en su propio laboratorio, desconectó su escudo protector y caminó hacia la puerta norte.
Contempló un espectáculo imponente. El modelo de un metro había sido duplicado aproximadamente unas cien veces. Al interior de una maciza torre de menor altura un espacio estaba relleno hasta casi la compacta solidez con la misma intrincada madeja de bobinas, y varillas y barras que los neotericos habían armado tan delicadamente en su aparto.
En la cúspide se hallaba un globo de bruñida aleación dorada, la antena transmisora. De ahí saldrían a chorros miles de apretados haces de energía que podrían ser conectados hasta cualquier grado con los correspondientes miles de receptores colocados en cualquier parte y a cualquier distancia.
Kidder se enteró que los receptores ya habían sido construidos, pero su informador, Johansen, sabía poco sobre aquel otro remate y decía menos. Kidder comprobó cada detalle de la estructura y cuando finalizó su examen, sacudió la diestra de Johansen admirativamente.
—No quería este objeto aquí —dijo tímidamente—y no lo quiero. Pero debo decir que es un placer haber visto esta clase de trabajo.
—Es un placer haber conocido al hombre que lo inventó.
Kidder irradió satisfacción.
—No lo inventé —dijo—. Quizás algún día le enseñe quién lo hizo. Yo..., bueno, adiós. Dio media vuelta antes de que se le ocurriera hablar demasiado y partió sendero abajo.
—¿Ahora? —dijo una voz al lado de Johansen. Uno de los guardas de Conant tenía el rifle preparado. Johansen empujó el brazo armado.
—No. —Conque esto es la misteriosa amenaza del otro extremo de la isla ¿eh? Pero ¡sí es un cacho de tipillo estupendo!
Edificada sobre las ruinas de Denver que fue destruida en la gran Batalla de los Rockies durante la Guerra del Oeste Occidental, se halla la más hermosa ciudad del mundo, la capital de nuestra nación, Nuevo Washington.
En una estancia circular en lo más hondo del corazón de la Casa Blanca, el presidente, tres militares y un paisano estaban reunidos en junta.
Bajo el despacho del presidente un dictáfono registraba sin ostentación cada palabra que se hablaba. A unas dos mil y pico de millas, Conant inclinado sobre un receptor de radio, sintonizó para recibir las señales del diminuto transmisor oculto en el bolsillo del paisano.
Uno de los militares habló:
—Señor presidente, las «demandas imposibles» que hizo para su producto este caballero son absolutamente verdaderas. Nos ha demostrado sin duda alguna cada párrafo de su folleto.
El presidente miró al paisano, y de nuevo al oficial.
—No aguardaré su informe escrito —dijo—. Díganme, ¿qué sucedió? Otro de los militares se secó el rostro con un pañuelo caqui.
—No puedo pedir que nos crea, señor presidente, pero de todos modos es verdad. Mister Whright aquí presente tiene en su portafolios tres o cuatro docenas de pequeñas... ¡ejem!... bombas.
—No son bombas —dijo Wright como de paso.
—Muy bien, de acuerdo. No son bombas. Mister Wright machacó dos de ellas en un yunque con un martillo pilón. No pasó nada. Colocó otras dos en un horno eléctrico. Se redujeron a cenizas como si fueran carboncillo vulgar. Dejamos caer una por el cañón de una pieza de grueso calibre y lo disparamos. Nada.
Hizo una pausa y miró al tercer oficial, que tomó el relevo. —Entonces empezamos realmente a movernos. Volamos al terreno de pruebas, dejamos caer uno de los objetos y nos remontamos a siete mil metros. Desde allí, con un detonador de mano no mayor que su puño de usted, señor presidente, míster Wright puso en acción el objeto. Nunca he visto nada parecido. Cuarenta acres de tierra subieron rectamente hacia nosotros, desmenuzándose en cadena explosiva. La conclusión fue terrorífica, usted debió notarla aquí, a cuatrocientas millas de distancia.
—La noté. Los sismógrafos al otro lado de la Tierra la registraron. —El cráter que dejó tenía una profundidad de un cuarto de milla en su centro. ¡Un avión cargado con estos objetos podría arrasar cualquier ciudad! ¡Ni siquiera hace falta tomar puntería!
—Todavía no lo ha oído todo —intervino otro oficial—. El automóvil de míster Wright está alimentado por una pequeña planta generadora similar a los objetos citados. Nos hizo la demostración. No pudimos encontrar huella de combustible de ninguna clase en el depósito, ni de ningún otro mecanismo conductor. Pero con una planta generadora no mayor de seis pulgadas cúbicas, este coche, transportando peso suficiente para darle tracción, remolcó un tanque del ejército.
—¿Y la tercera prueba? —dijo el tercero, excitado—. Colocó uno de los objetos en un modelo especial de bóveda blindada. Las paredes eran de tres metros de espesor, con hormigón, súper—reforzado. Controló el objeto desde una distancia de cien pasos. ¡Hizo...hizo volar aquella bóveda! No fue una explosión —fue como si una fuerza expansiva increíblemente poderosa rellenase el interior y evaporarse las paredes desde el interior. Se agrietaron, rajaron y redujeron a polvo, mientras los tensores y barras de acero volaron retorciéndose y silbando en fusión cómo... cómo... ¡fiuú! Después de esto, él insistió en verle. Sabíamos que no era lo acostumbrado, pero él dijo que tenía más cosas qué decir y solamente las diría en presencia de usted.
El presidente indagó gravemente:
—¿De qué se trata, míster Wright?
Wright se levantó, recogiendo su portafolio, abriéndolo, y sacando un pequeño cubo de unas ocho pulgadas por lado, compuesto de una especie de material rojo absorbente de luz. Cuatro hombres se apartaron nerviosamente, ladeándose.
—Estos caballeros —empezó—han visto solamente parte de las cosas que este dispositivo puede hacer. Voy a demostrarle a usted la escrupulosa sensibilidad de control que es posible obtener con esto.
Hizo un ajuste con un diminuto botón a un lado del cubo, colocándolo al borde de la mesa del presidente.
—Me han preguntado más de una vez si esto es invención mía o si estoy representando a alguien. Esto último es la verdad. También puede que les interese saber que el hombre que controla este hexaedro minúsculo se halla ahora mismo a varios miles de millas de aquí. El, y solamente él, puede evitar que esto haga explosión ahora que yo...
Había sacado su detonador del portafolios y presionó un botón.
—...he hecho esto. Explotará del mismo modo que lo hizo el que dejamos caer desde el avión, destruyendo por completo esta ciudad y todo, cuánto hay en ella, exactamente dentro de cuatro horas. También explotará...
Retrocedió incrustando una pequeña clavija en su detonador.
—...si cualquier objeto moviente se acerca a menos de tres pasos o si alguien abandona esta habitación, salvo yo. Si después de irme, soy interceptado, este objeto detonará apenas una mano me toque. Ninguna bala puede matarme lo suficientemente aprisa para evitar que yo ponga en acción este objeto.
Los tres representantes del ejército estaban silenciosos y quietos. Uno de ellos alzó muy levemente la mano para aflojarse un poco el cuello de la camisa, empapada en frío sudor. Los otros no se movieron. El presidente dijo llanamente:
—¿Cuáles son sus proposiciones?
—Una muy razonable. Mi patrón no opera abiertamente por motivos obvios. Lo único que quiere es que usted acepte sus órdenes; para nombrar los miembros del Gobierno que él designe, y emplear su influencia en cualquier sentido que él dicte. El público, el Congreso, cualquiera, no necesitan nunca saber nada de esto. Debo añadir que si usted acepta esta proposición, esta —bomba» como la llaman ustedes, no funcionará. Pero tengan la certeza absoluta de que miles de ellas están repartidas por toda la nación. Nunca sabrán si están cerca de una de ellas. Si usted desobedece, significará la instantánea aniquilación para usted y cualquier otra persona en un radio de tres o cuatro millas cuadradas.
—Dentro de tres horas y cincuenta minutos —es decir a las siete en punto —hay un programa de anuncios por radio en la Estación RPRS. Usted hará saber al anunciador que tras la señal de sintonía de su emisora, debe decir «De acuerdo». Pasará desapercibido para todos salvo para mi patrón. No servirá de nada hacerme seguir; mi tarea ya la he cumplido. Nunca volveré a ver ni entraré en contacto con mi patrón circunstancial. Eso es todo. Buenas tardes, caballeros.
Wright cerró su portafolios con un chasquido muy de hombre de negocios, se inclinó, y abandonó la estancia.
Cuatro hombres permanecieron petrificados contemplando fijamente el pequeño cubo rojo.
—¿Creen que pueda hacer cuánto dijo? —preguntó el presidente. Los tres asintieron mudamente. El presidente cogió su teléfono.
Había un fisgón escuchando cuánto iba sucediendo.
Conant, agazapado tras su gran mesa despacho en la bóveda, donde tenía su «sanctum sanctorum», no lo sabía. Pero a su lado estaba el bulto compacto del radiófono de Kidder. Su presencia lo ponía en funcionamiento, y Kidder, en su isla, bendijo el día que se le ocurrió aquel dispositivo.
Toda la mañana estuvo pensando en llamar a Conant, pero titubeaba. Su encuentro con el joven ingeniero Johansen le había impresionado fuertemente. El hombre era un científico cabal, poseído de un deleite tan completo en la tarea que hacía, que por vez primera en su vida, Kidder se encontró deseando finalmente ver a alguien.
Pero temía por la vida de Johansen si le traía al laboratorio, ya que el trabajo de Johansen tenía que ser efectuado en la isla, y Conant haría matar al ingeniero si se enteraba de la visita, temiendo que Kidder influyese en él para sabotear el gran transmisor. Y si Kidder iba a la planta probablemente le dispararían apenas le viesen.
Por fin se decidió a llamar a Conant. Afortunadamente no dio la señal, sino que aumentó el volumen de su receptor cuando la lucecita roja le indicó que el transmisor de Conant estaba funcionando.
Curioso, oyó todo lo que ocurría en la cámara presidencial a tres mil millas de distancia. Horrorizado, se dio cuenta de lo que habían hecho los ingenieros de Conant. Instalados dentro de pequeños recipientes había decenas de miles de receptores de energía. No tenían potencia por sí mismos, pero, por control remoto, podían atraer en uno o en todos, los billones de caballos de fuerza que la enorme planta de la isla estaba irradiando.
Kidder permaneció ante su receptor, alelado. No podía hacer nada. Si imaginaba algún medio de destruir la planta, el gobierno intervendría sin la menor duda ocupando la isla, y entonces, ¿qué sería de él y de sus preciados neotericos?
Otro sonido arañó brotando del receptor, un programa de radio, comercial. Unos compases de música y a continuación:
—Estación RPRS, voz de la capital de la nación, Distrito de Colorado del Sur.» La pausa de tres segundos era interminable. —«Son ahora exactamente las... «De acuerdo.» Son exactamente las siete «p.m.”. Hora exacta por cortesía de Montaña Standard.»
Entonces se oyó una carcajada semi—demencial. Le costó a Kidder creer que era Conant. Un teléfono tintineó. La voz del banquero:
—« ¿Bill? Todo en marcha. Despega con tu escuadrón y bombardea la isla. Ten cuidado con la planta, pero el resto lo reduces a añicos. Hazlo rápido y regresa.
Casi histérico de miedo, Kidder se abalanzó hacia la puerta, y salió corriendo para atravesar el recinto. Había quinientos inocentes trabajadores en barracones a un cuarto de milla de la planta.
El único lugar seguro para cualquiera era la propia planta, y Kidder no quería que fueran bombardeados sus neotericos.
Voló escaleras arriba y hasta el teletipo más cercano. Tecleó con estrépito: «Consíganme una defensa. Quiero un escudo impenetrable. ¡Urgente!» Las palabras brotaron debajo de sus dedos en la escritura funcional de los neotericos. Había hecho lo que podía. Ahora tenía que dejarles, y llegar a los barracones, para avisar a aquellos hombres. Corrió sendero arriba hacia la planta.
Un escuadrón de nueve aviones de alas recortadas y nariz-mosquito se elevó de una ensenada en el continente. No brotaba rumor de los motores, porque no había motores. Cada avión estaba abastecido de fuerza por un diminuto receptor y dirigía sus casi invisibles alas, absorbentes de luz, por el aire, con energía de la planta.
En cuestión de minutos se cernieron sobre la isla. El jefe del escuadrón habló enérgicamente por el micro.
—Primero los barracones. Arrasen. Luego calcinen el sur.
Johansen estaba a solas en una pequeña loma cerca del centro de la isla. Llevaba una cámara y aunque sabía que sus posibilidades de regresar jamás al continente eran prácticamente nulas, le gustaba tomar fotos de su torre desde diversos ángulos.
La primera noción que tuvo de los aviones fue al oír su silbido picando sobre los barracones. Permaneció paralizado, viendo bajar la ducha de bombas que convirtió los dos barracones en una aplastada ruina de madera astillada, metal y cadáveres.
La foto del rostro de buena fe de Kidder relampagueó en su mente. El pobre hombrecillo, si bombardeaban el sur de la isla el. ¡Su torre! ¿Iban a bombardear la planta?
Observó, completamente abrumado, como los aviones volaban hacia el mar, daban media vuelta y volvían a picar. Parecían concentrarse en el sur. Al tercer picado estuvo seguro de ello. No sabiendo que podía hacer, corrió no obstante hacia los alojamientos de Kidder.
Contorneó un viraje en el sendero y chocó violentamente con el pequeño bioquímico. El rostro de Kidder estaba escarlata de resultas del ejercicio, y tenía el aspecto de mayor terror que jamás viera Johansen.
Kidder ondeó la mano hacia el norte.
—¡Conant! —gritó para hacerse oír sobre el estruendo—. ¡Es Conant! ¡Nos va a matar a todos!
—¿Y la planta? —dijo Johansen, palideciendo.
—Está a salvo. ¡No tocará «aquello»! Pero... mis instalaciones... ¿y qué pasa con todos aquellos hombres?
—¡Demasiado tarde! —gritó Johansen. —Tal vez yo pueda... ¡Venga! —invitó Kidder, y ya estaba bajando por el sendero, dirigiéndose al sur.
Johansen andaba pesadamente tras él. Las cortas piernas de Kidder se convirtieron en un trazo borroso al pasar sobre ellos el escuadrón, poniendo sus huevos en el lugar donde se habían tropezado ellos dos.
Al salir del bosque, Johansen aceleró, emparejando con el científico y derribándole al suelo a menos de seis pasos de la línea blanca.
—Pero...ro...—¡No avance más, majadero! ¡Su propio y condenado campo de energía... le matará!
—¿Campo de fuerza? Pero... pasé a través cuando iba arriba... Vaya. Espere. Si puedo...
Kidder empezó a escarbar furiosamente por la hierba. En unos segundos corrió hacia la línea, agarrando un gran saltamontes en la diestra. Lo arrojó al otro lado de la línea. Cayó inerte.
—¿Ha visto? —dijo Johansen—. Se ha...
—¡Mire! ¡Saltó! ¡Vamos! No sé qué es lo que falló, a menos que los neotericos lo desconectasen. Ellos generaron este campo. Yo no.
—¿Los neo qué?
—Olvídelo —atajó el bioquímico, y echó a correr. Ascendieron jadeantes las escaleras entrando en el cuarto de control de los neotericos. Kidder adhirió sus ojos a un telescopio y chilló alegremente:
—¡Lo consiguieron! ¡Lo consiguieron!
—¿Quiénes...?
—¡Mi pequeño pueblo! Los neotericos! ¡Han fabricado el escudo impenetrable! ¿No lo ve? ¡Atraviesa las líneas de energía que suben hacia arriba en el campo de ahí fuera! ¡Su generador sigue manando hacia arriba, pero las vibraciones no pueden salir! ¡Están a salvo! ¡Están a salvo!
Y el sobrexcitado ermitaño empezó a llorar Johansen le contempló compasivo y meneó la cabeza.
—Claro, claro, sus hombrecillos están la mar de bien. Pero nosotros no —agregó al estremecerse el suelo a efectos de la detonación de una bomba.
Johansen cerró los ojos, logró equilibrarse y dejó que su curiosidad superase a su miedo. Avanzó hacia el telescopio binocular, y aplicó los ojos.
Allí abajo no había nada sino una lámina incurvada de material gris. Nunca había visto un gris como aquel. Era absolutamente neutro. No parecía blando y no parecía duro, y mirarlo hizo que su cerebro girase en devanadera. Apartó los ojos, alzándolos.
Kidder estaba tecleando en un teletipo, acechando ansiosamente la cinta amarilla. —No consigo llegar hasta ellos —gimoteó—. Ignoro lo que está pasan... ¡Ah, «claro»!
—¿Qué?
—¡El escudo es totalmente Impenetrable! ¡Los Impulsos del teletipo no pueden atravesarlo o sino podría conseguir que ellos extendiesen el biombo sobre el edificio...sobre toda la isla! ¡No hay nada que esta gente no pueda hacer!
—Está loco —dijo Johansen en voz bajísima—. El pobrecillo.
El teletipo empezó a tintinear agudamente. Kidder se abalanzó encima, casi abrazándolo. Fue leyendo la cinta a medida que iba saliendo. Johansen vio los caracteres, pero no significaban nada para él.
«Todopoderoso —leyó Kidder trémulo —te rogamos tengas misericordia de nosotros y seas benévolo hasta que hayamos dicho lo que tenemos que decir. Sin órdenes hemos bajado la pantalla defensiva que nos ordenaste erigir. Estamos perdidos, ¡oh magno Uno! Nuestra pantalla es en verdad impenetrable, y por ello nos corta la comunicación de tus palabras en la máquina de palabras. Nunca nosotros, en la memoria de ningún neotérico, hemos estado sin tu palabra antes de ahora. Perdónanos nuestra acción. Esperaremos ansiosamente tu respuesta.»
Los dedos de Kidder bailaron sabré las teclas. —Ahora ya puedes mirar —jadeó—. ¡Vamos..., el telescopio! Johansen, tratando de ignorar el silbido de muerte segura que caería de lo alto, miró. Vio lo que parecía como tierra... fantásticos campos cultivados, un poblado más o menos, fábricas, y seres. Todo se movía con increíble rapidez. No pudo ver ni a uno de los habitantes, excepto como rayas blanco—sonrosadas flechándose en todas direcciones.
Fascinado, contempló durante un largo minuto. Un sonido a sus espaldas le hizo girarse. Era Kidder frotándose las manos enérgicamente. Una ancha sonrisa dilataba su rostro.
—Lo hicieron —dijo alegremente, dichoso—. ¿Lo vio?
Johansen no lo vio hasta que empezó a darse cuenta de que en el exterior había un silencio de muerte. Corrió a una ventana. Fuera era de noche —la más negra de las noches—cuando tenía que ser crepúsculo.
—¿Qué sucedió?—Los neotericos —dijo Kidder, y rio como un niño—. Mis amigos allí abajo. Tendieron a lo alto el escudo impenetrable sobre la isla entera. ¡Ahora somos intocables!
Y ante las atónitas preguntas de Johansen, se zambulló en la descripción de la raza de seres bajo ellos.
Fuera de la concha, ocurrían cosas. Nueve aviones súbitamente se convirtieron en pesos muertos. Nueve pilotos planearon hacia abajo, impotentes, sin fuerza motriz, y algunos cayeron al mar, y otros golpearon la milagrosa concha gris que descollaba en lugar de una isla.
Y en el continente, un hombre llamado Wright se sentaba en un coche, medio muerto de miedo, mientras hombres del gobierno le rodeaban, aproximándose cautelosamente, desafiando una muerte instantánea procedente de una fuente. Una fuente que ya había muerto.
En una estancia muy adentro de la Casa Blanca, un oficial del ejército, de alta graduación, chilló:
—¡Ya no lo puedo aguantar más! ¡No puedo!
Y saltando, arrebató un cubo rojo de encima de la mesa del presidente, reduciéndolo a un montoncito de objetos ineficaces bajo sus relucientes botas.
Y pocos días después sacaron del Banco a un arruinado anciano albergándolo en una casa de beneficencia donde murió a la semana.
El escudo, como saben, era en verdad impenetrable. La planta generadora quedó intacta y enviaba sus irradiaciones; pero no podían salir fuera, y cualquier cosa potenciada desde la planta quedó sin uso, inactiva.
El asunto nunca se hizo público, aunque durante algunos años hubo una acrecentada actividad naval por las aguas de la costa de Nueva Inglaterra. La Armada, según la creencia general, tenía un nuevo blanco de tiro por allá, un gran semi-ovoide de material gris. Aquella diana fue bombardeada, torpedeada, machacada por baterías de máximo calibre, rociada con toda clase de rayos, y marchitaron todo lo que estaba en torno, pero nunca ni siquiera hicieron una abolladura en su lisa superficie.
Kidder y Johansen dejaron las cosas tal como estaban. Eran suficientemente felices con sus investigaciones y sus neotericos. Ni oyeron ni sintieron el machaqueo, porque el escudo era en verdad impenetrable.
Sintetizaron su alimento, luz y aire de los materiales a mano, y sencillamente todo lo demás les tenía sin cuidado. Eran los únicos supervivientes del primer bombardeo.
Todo esto sucedió hace muchos años, y Kidder y Johansen puede que estén hoy convida, puede que estén muertos. Pero esto no importa mucho.
Lo importante es que aquella gran concha gris continuará siendo vigilada. Los hombres mueren, pero las razas viven.
Algún día, los neotericos, después de innumerables generaciones de inconcebible avance, derribarán su escudo y saldrán.
Cuando pienso en esto, me asusto.
Fin