Publicado en
agosto 22, 2017
Acaso nadie haya hecho más por moldear la política internacional de la Iglesia Católica desde la Segunda Guerra Mundial, que Agostino Casaroli. Presentamos aquí por primera vez una semblanza íntima de este hombre extraordinario.
Por Jeff Davidson.
EL CLIMAX de la triunfal visita del papa Juan Pablo a Polonia, en 1979, fue después de una conmovedora reunión de masas en Czestochowa, el santuario nacional de los polacos. En gesto desusado llamó a un hombre a compartir con él la aclamación de más de medio millón de personas. Una figura diminuta, en sotana oscura, se adelantó y sonrió tímidamente. "Este es el hombre", declaró Su Santidad, "que conoce los caminos de Roma al este de Europa". El hombre, habría podido añadir, a quien, después de él mismo, más se debía el haber hecho posible aquel viaje histórico.
Tal fue sólo una de tantas distinciones que ha recibido el cardenal Agostino Casaroli, quien, después del Sumo Pontífice, constituye la figura más poderosa de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Si bien su título es el de secretario de Estado de la Santa Sede, experimentados observadores de la Iglesia lo han llamado "el Vicepapa", "el Talleyrand de Juan Pablo" y "el Kissinger del Vaticano". Tal vez nadie haya hecho más por moldear el peso político global de la Iglesia desde la Segunda Guerra. Y sin embargo, ni siquiera uno entre mil se volvería a mirarlo en la calle.
Por lo que al cardenal respecta, este pasar inadvertido podría seguir así, pues, a pesar de estar en contacto permanente con los dirigentes mundiales, es un hombre de intensa vida privada. Por las mañanas, a las 7, se le puede ver leyendo y paseándose a solas entre el verdor y la serenidad de los jardines del Vaticano, como el cura de aldea que siempre anheló ser.
Una hora después ya está ante su escritorio, en el majestuoso Palacio Apostólico, centro nervioso de la Santa Sede. Bajo los cielorrasos con pinturas al fresco, las teleimpresoras traquetean, los cablegramas cifrados pasan por tubos neumáticos, y las valijas diplomáticas con el escudo de armas papal salen de los patios renacentistas rumbo al Aeropuerto Fiumicino de Roma.
Casaroli, el colaborador más allegado al Papa, coordina todas las actividades administrativas de la Iglesia Católica; desde la Curia Romana hasta las más remotas parroquias africanas. En su calidad de presidente de la Pontificia Commissione Vaticana, gobierna la ciudad-Estado soberana, responsabilidad que puede exigirle equilibrar un presupuesto o tratar con su sindicato de trabajadores laicos. Como prefecto del Consejo de Asuntos Públicos, dirige las relaciones públicas de la Iglesia con los gobiernos de todo el mundo.
Misionero de la época del avión reactor, ha hablado ante las Naciones Unidas, visitado a presos políticos en Filipinas y mediado entre facciones enfurecidas de Líbano en medio de las devastaciones de la guerra. El presidente Reagan ofreció en la Casa Blanca una comida en su honor y ha conferenciado con él en privado acerca de la ley marcial en Polonia. Cualquiera que sea la tarea que emprenda, Agostino Casaroli es impulsado por la convicción de que "el hombre está condenado a la paz, si no quiere verse condenado a la catástrofe".
"La carta poderosa —y única— de la Santa Sede es su fuerza moral", sentencia el cardenal. La Iglesia mantiene unas 130 misiones diplomáticas ante gobiernos extranjeros y agencias internacionales diseminados en todo el mundo, y su labor, bajo la dirección de Casaroli, consiste en convertir esa fuerza moral en influencia tangible. Esto acaso signifique organizar la asistencia a refugiados de Chad, lograr que a los presos políticos de Polonia se les permita asistir a misa, apoyar una campaña alfabetizadora en la República del Ecuador o prestar servicios a la Agencia Internacional de Energía Atómica. Los diplomáticos de la Iglesia toman parte en conferencias mundiales que van, desde la utilización pacífica del espacio y el desarrollo de nuevas fuentes de energía, hasta la observación de las estrellas variables.
Dotado de un intelecto brillante y de una memoria comparable a un archivo, este prelado parece haber nacido para su cargo. Habla diez idiomas, y ha conversado con la reina Isabel en inglés, con Francois Mitterrand en francés, con Fidel Castro en español y con Karl Carstens en alemán. En las exequias del cardenal Wyszynski, en Varsovia, ofició en polaco. Y sus ayudantes cuentan que, en ocasiones, ha interrumpido a intérpretes checos o yugoslavos para corregir alguna traducción poco fiel. "En toda circunstancia, siempre se siente la potencia de su intelecto y la vastedad de su cultura", afirma Kazimierz Szablewski, ex representante de Polonia ante la Santa Sede. "Nos ayuda a ver más allá de las minucias del momento, hacia el gran lienzo de la historia".
Su exquisita cortesía a menudo le ofrece una sutil ventaja en la mesa de conferencias. Va deslizándose tan gradualmente hacia la confrontación que, al principio, parece estar cediendo en cada punto. "Su toque es tan fino, que los demás salen del recinto muy manipulados, pero también del todo satisfechos", comentó cierto participante en unas negociaciones efectuadas no hace mucho.
Esta mezcla especial de fuerza y finura ha sido vital en el principal logro diplomático de su carrera: el establecimiento de mejores relaciones entre la Santa Sede y los regímenes comunistas de Europa Oriental. Durante el decenio posterior a la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia estaba muriendo poco a poco en Europa Oriental, donde los gobiernos marxistas hacían todo lo que tenían en su poder absoluto para apresurar aquella muerte. Confiscaron las propiedades de la Iglesia o las convirtieron en fábricas, y clausuraron los seminarios. Se acusó a obispos y cardenales de delitos contra el régimen; se les encarceló y vejó. Prohibieron a los católicos practicantes el acceso a la educación superior y todo avance en sus carreras, y sus hijos fueron objeto de mofa en las aulas. Expulsaron a emisarios del Vaticano como espías, y la diplomacia quedó congelada.
Entonces, el 25 de noviembre de 1961, el papa Juan XXIII abrió su correspondencia y encontró una felicitación, por cumplir ochenta años, del primer ministro ruso, Nikita Khruschev. Al parecer, los soviéticos habían descubierto que la Iglesia tenía raíces profundas y resistentes, y que no era posible hacer olvidar a los setenta millones de católicos que había tras la Cortina de Hierro. "La Iglesia empezó a recibir una serie de señales del Este", explica Casaroli, "como leves terremotos". A un grupo de obispos de Polonia se les permitió asistir en Roma al Concilio Vaticano Segundo. Se libertó a un prelado ucranio tras diecisiete años de confinamiento en cárceles y campos de concentración soviéticos.
El papa Juan escogió a Casaroli para dar las primeras discretas respuestas a aquella apertura. Al principio, la tarea más pareció contra-espionaje que diplomacia. En 1963, Casaroli abandonó subrepticiamente una conferencia de la ONU en Viena y, en traje de calle, hizo una visita secreta a Europa Oriental. Con el tiempo, entabló tratos con todos los dirigentes de los partidos y jefes de Estado comunistas. Los resultados tardaron en llegar: un concordato entre la Santa Sede y el gobierno húngaro, un intercambio de embajadores con Yugoslavia tras la ruptura de diecisiete años, y el nombramiento de los primeros obispos checos en dos decenios.
Luego, en febrero de 1971, Casaroli traspuso los muros del Kremlin donde, en nombre de la Santa Sede, firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. Anunciado en todas partes como el arquitecto de la política de la Iglesia con el Este, en los ocho años siguientes ascendió a secretario de Estado.
Agostino Casaroli nació en 1914 en el poblado lombardo de Castel San Giovanni. Su padre era sastre, pero dos tíos suyos se distinguieron en la Iglesia, y Agostino pronto se sintió atraído por los estudios teológicos. Joven sacerdote con ambiciones, logró llegar a Roma, donde lo aceptó la Pontificia Accademia Ecclesiastica del Vaticano, selecto centro docente de preparación para la diplomacia de la Iglesia, del que han salido no pocos papas en sus 282 años de existencia.
En 1940, a la edad de veintiséis años, fue asignado a un cargo de principiante en la Secretaría de Estado. Desde entonces no ha salido de allí, y el 30 de junio de 1979 Su Santidad lo nombró cardenal. "Los ascensos", comenta, burlándose característicamente de sí mismo, "llegaron con el proceso natural del envejecimiento".
Casaroli se vale a menudo de su ingenio para restaurar la dimensión humana al estirado mundo protocolario. Una vez, un joven diplomático estadunidense, recibido por el cardenal en el suntuoso salón de audiencias del Palacio Apostólico, estaba anotando con la debida seriedad las observaciones del cardenal, cuando de pronto la antigua silla en que se sentaba se partió y lo hizo caer. "Ya veo", ironizó Casaroli, al ayudarlo a levantarse, "que mis palabras lo han conmovido mucho".
Tras el estadista y administrador se oculta un sereno y apacible filósofo que suele citar ante sus huéspedes a Dante y a Goethe y lo lee todo: desde poesía de Miguel Ángel, hasta novelas policiacas o el guión de una película cuyo productor ha solicitado autorización para filmar unas tomas exteriores del Vaticano. Apasionado melómano, no se limita a oír música de Bach mientras labora, sino que con frecuencia se le ha encontrado meditando sobre su breviario con los audífonos adosados a las orejas.
Sin embargo, en 1981 se quebrantó el ordenado ritmo de la vida del cardenal. El 13 de mayo por la tarde, Casaroli iba en avión rumbo a Estados Unidos, cuando la radio anunció la noticia del atentado contra la vida del papa Juan Pablo II. Los reporteros lo rodearon al aterrizar el aparato en Nueva York.
—¿Está usted ahora al frente de la Iglesia? —gritó uno de ellos.
—Mi deber consiste en estar al lado de Su Santidad —respondió el diplomático. Y tomó el siguiente avión de regreso a Roma.
Durante días, Casaroli fue la única persona a quien los médicos permitieron permanecer a la cabecera del Papa herido. Pareció entonces estar en todas partes a la vez, como principal responsable de las actividades diarias del Vaticano. Y en todo ello sostuvo la clara imagen de una Iglesia intacta y vigorosa bajo la firme guía de su Papa.
No es de sorprender que la influencia de Casaroli esté hoy en su punto más alto, y el mecanismo más importante de la Iglesia Católica tal vez sea el ascensor privado que comunica su estudio con los aposentos pontificios.
A él recurrió el Santo Padre para intervenir en el explosivo escándalo causado por supuestas prácticas delictuosas del Banco Ambrosiano de Italia, cuyo presidente había tenido que ver con el propio banco del Vaticano, el Instituto de Obras Pías. Para acallar los rumores de que el Vaticano tenía algo que ocultar, Casaroli llamó a un equipo de especialistas del exterior a hacer una auditoría de las operaciones del Instituto, tradicionalmente secretas. Por indicación de los especialistas, se nombró en diciembre pasado una comisión italo-vaticana para hacer investigaciones más detalladas. Está resuelto a llegar a la verdad sin dejar de salvaguardar la soberanía del Vaticano ante los tribunales italianos. Esta es la clase de tarea delicada que el cardenal desempeña con maestría.
No obstante vivir entre alfombras rojas y guardias suizos, Casaroli se empeña en conservar un contacto privado con el mundo de la pobreza, las drogas y la delincuencia. Desde su época de recién ordenado sacerdote, ha trabajado como afiliado a un organismo llamado Voluntari Canolici, en la cárcel de la ciudad para infractores jóvenes. Fundó después la Villa Agnese, hogar para muchachos abandonados o delincuentes, a los que lleva a acampar, o a los conciertos nocturnos de la Filarmónica de Roma.
Una tarde, fuimos a la penitenciaría de Casal del Marmo, situada en los límites de Roma, al norte de la ciudad. Allí, Casaroli vestía la sotana de un cura modesto y gran cantidad de esos muchachos sólo tenían una vaga idea de quién era. "¡Padre Agosti!", le gritaron al vernos llegar, y hasta lo tuteaban. Algunos le mostraron sus brazos, libres de toda marca de aguja hipodérmica; otros le pidieron conversar en privado.
Casaroli ha ayudado a cientos de adolescentes a llevar vidas útiles al llegar a la edad adulta, y ellos nunca lo han olvidado. "Conozco familias enteras que por él caminarían sobre fuego", confía un viejo conocido suyo del Vaticano. "Él sabe darles una sencilla presencia humana", asevera el subdirector de Casal del Marmo, Aristide Giordano. "Advierten que no les pide nada, pues sólo viene a dar".
Aquella noche Casaroli se entrevistaría con el presidente Karamanlis, de Grecia. Pero esa tarde vi al secretario de Estado conferenciando con una instructora de la cárcel acerca de la compra de huevos de Pascua. Dedica a los dos mundos la misma energía y entusiasmo, y cada uno mejora algo a su paso.
La Santa Sede necesitará todas las cualidades de Agostino Casaroli en este decenio. Necesitará su tacto para lograr una renovada tolerancia de la Iglesia por parte del gobierno chino. Tendrá que poner en juego todos sus recursos para adaptarse a las nuevas formas de catolicismo que están surgiendo en África. Habrá menester de toda su flexibilidad al tratar a una Iglesia Católica latinoamericana cada vez más atraída por el activismo político. No faltan los problemas. La influencia del Vaticano en los asuntos mundiales dependerá, en gran parte, del éxito de Casaroli en su intento de resolverlos. Para el embajador más importante de la Iglesia, tal es una solemne misión.