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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    LA ESTACIÓN X (George McLeod Winsor)

    Publicado en junio 10, 2017

    En una isla del Pacífico se encuentra la llamada Estación X, una base estratégica de gran importancia para el Reino Unido. Un día, mientras Alan Macrae realiza su trabajo rutinario con una emisora de radio secreta, recibe una señal procedente de Venus. La señal advierte del peligro de una invasión desde Marte.


    CAPÍTULO I
    EL NUEVO DESTINO


    Mientras las últimas luces del poniente desaparecían de Plymouth Hoe sobre el monte Edgcumbe, Alan Macrae marchaba contrastando grandemente con los estúpidos tipos del West Country que le rodeaban. Su elevada estatura, su mirada pensativa, sus movimientos nerviosos, le señalaban como extranjero. De sus pensamientos, aparentemente sombríos, le sacó un golpe en el brazo: una muchacha se le había acercado sin que él lo notara.

    Al encontrarse con su mirada, se desvaneció su melancolía.

    —Siento mucho haber llegado tarde, Alan —dijo ella alegremente—; pero ha sido un capricho del director.
    —¿Un capricho? —preguntó Macrae.
    —Sí, de trabajo —exclamó la muchacha—. Me encargó hacer unas cartas, sin importarle nada que esta fuera la última noche que pasamos juntos. Pero, paseemos.

    Ambos caminaron despacio a lo largo de Hoe. El contraste era notable: la viveza animada de May Trábeme hacía resaltar el sombrío humor de su compañera. Eran novios desde hacía un año, y sólo esperaban la sonrisa de la fortuna para acercarse al altar. May le había dicho: «Contigo, pan y cebolla»; pero «antes hay que asegurar este pan y esta cebolla».

    Macrae había obtenido por sus méritos un empleo en una estación radio del extranjero. Esto era lo único que sabía, aparte de que disfrutaría de un bonito sueldo. Al día siguiente debía partir para su ignoto destino, donde por espacio de seis meses iba a estar perdido para el mundo. No podría ni enviar ni recibir cartas, y había jurado no divulgar nada del sitio donde estaba ni de todo lo que viera.

    —Acaso ha sido una locura aceptar este empleo —dijo, mirando a su compañera con pesimismo y tristeza.
    —No, Alan —dijo la muchacha alegremente, decidida a quitarle su triste humor—. Estarás ahí hasta que podamos…

    Hizo una pausa.

    —Casarnos —acabó él—; pero piensa lo que serán seis meses sin ti, en un lugar del que no sé ni una palabra.
    —Animo, Alan —gritó May optimista—. Pasarán pronto. Has hecho bien en aceptar. Ya estoy cansada de Sales y Compañía, y más cansada aún de su director. Parece un gusano apolillado.
    —Bien; tienes razón, May. El tiempo será largo, sin duda; pero como me produce doble paga, no debo quejarme. Y como nos aproximará más a cierto día…
    —Mientras tanto —dijo May—, yo me imaginaré que vives en un faro, pensando en mí en las horas libres de servició.
    —Es verdad. De servicio y fuera de servicio, mis pensamientos serán sólo para ti, querida mía.
    —Ahora, Alan, dime por qué estás, o mejor dicho, estabas tan poco alegre esta noche. ¿Hay algo que te preocupe?
    —Puede que sean preocupaciones inútiles; pero se me ocurrió que algo importante va a suceder. No puedo decir qué sea; pero me parece que el futuro oculta algo negro y horrible.
    —Dime, Alan querido, ¿sabes algo de tus próximos trabajos que te sugiera idea de peligro para ti? ¿Vivirás entre salvajes? ¿A alguien de la estación le ha ocurrido algo? ¿O son solamente temores imaginarios?
    —No se basan en nada, pero…
    —Entonces, por el amor de Dios, nene querido, no te atormentes por nada —dijo May, tranquilizada—; respira esto brisa, y ella barrera todas esas telarañas de tu cabeza.

    Se estrechó más contra su amante y su mirada cayó sobre la estatua de sir Francia Drake.

    —¿Has oído hablar de Drake, Alan? —preguntó, pensando que ello sería muy improbable, dadas las lagunas que había en la cultura de su amado, y que ella se proponía llenar en lo futuro.

    Cuando se aproximaron a la estatua, May le habló de Drake, el héroe inmortal que jugó con el peligro, y le contó cómo el gran devoniano se negaba a escuchar a los mensajeros jadeantes que le querían apartar de sus empresas.

    —Cada hombre tiene su naturaleza propia —dijo Macrae—; no se puede suponer que todos tengan el mismo valor. Yo no puedo decir si en casos parecidos obraría del mismo modo: lo único que aseguro es que yo no hubiera sido capaz de terminar este juego de bolos. Todo es cuestión de nervios. Me parece que tú no lo entenderías: eres una muchacha de la ciudad y yo vengo del valle solitario. Hay cosas que no se pueden comprender si no se sienten. El bosque, el torrente, las rocas y la montaña pueden enseñar algo al niño que no pudo estudiar bastante. Es una especie de sexto sentido que algunos tenemos. Yo puedo sentir la proximidad de un nublado. Cuando era niño, me gustaba mucho vagar solo, oír el mugido del torrente, trepar por los precipicios de las montañas, y muchas veces he presentido una tormenta, que infaliblemente venía acercándose, acercándose, hasta que me tragaba… Pues bien, queridísima May, ahora se está acercando un nublado destinado a tragarme: no es una masa luminosa como vellón de lana, sino negra y terrible, llena de obscuridad y de peligro, y no sé si podré librarme de su abrazo.
    —Alan querido, no me ocultes nada. Si conoces algún peligro en: relación con tu nuevo empleo, dímelo. Dices que aceptas esta oportunidad porque nos acerca a cierto día; yo debo confesar que la acepto por la misma razón. Cuando tu posición esté establecida, podremos ser felices juntos. Sin embargo, estoy dispuesta a renunciar a ello si: hay algún peligro especial.
    —Si existe, no sé nada de él —contestó Mac rae con una sonrisa—. Desgraciadamente, tú descubriste mi mal humor y me obligas tea referirte mis impresiones que, realmente, no se basan en nada. Pero —añadió apresuradamente— hablemos de otras cosas.

    May comprendió que hubiera sido inútil hablar más del asunto. Conocía el temperamento nervioso de Macrae, pero también sabía que en cualquier circunstancia estaba seguro de cumplir con su deber. No pudo comprender sus pronósticos; pero como el momento de la partida se iba acercando, no insistió más.

    Alan Macrae había sido un pobre muchacho, medio muerto de hambre, de Highlands, que por pura casualidad había revelado una extraordinaria capacidad en la estación Marconi de telegrafía sin hilos, que el Gobierno había establecido en la costa NE de Escocia. Había demostrado una disposición, un interés tal por el trabajo de la estación, que llegó a adquirir muchos conocimientos de ella. El provecho que sacó fue tan satisfactorio, que le sirvió de estímulo para perfeccionarse en estos conocimientos. Después de algunos años había llegado a ser uno de los más competentes técnicos del Estado Mayor de la T. S. H. Fue destinado a la estación telefónica sin hilos de Poldhu.

    Cuando la radiotelefonía estaba en su infancia, no era fácil percibir las palabras y era indispensable que el operador tuviera un oído agudísimo. Hasta cierto punto, todavía, a causa de algunas zonas que rodean a ciertas estaciones, donde se llega al límite de audibilidad; solamente la agudeza de oído marca la diferencia entre la posibilidad y la imposibilidad de comunicación.

    El don de Macrae en este respecto tenía algo de maravilloso, y esta fue la causa por la que se le llamó a la estación de Cornish para los despachos transatlánticos. Últimamente, esta circunstancia y su sólida instrucción y competencia habían hecho que el Gobierno lo llamara para el misterioso destino.

    Cuando llegó el momento de marchar al crucero que le había de transportar a su ignoto puesto, May Treherne le rogó que escribiera un diario a fin de que ella tuviera el placer de leerlo en algún tiempo futuro; pero la principal razón fue que tuviera una ocupación para su tiempo libre de servicio. Él lo prometió así, y después de una tierna despedida, marchó rápidamente al crucero que le estaba esperando.


    * * *

    Aquella noche hizo conocimiento con el capitán Evered, del Sagitta, que le presentó al teniente Wilson, que había de mandar la estación X, y de quien iba Macrae a ser subordinado. Conociendo cuánto habían de unirse las vidas de estos dos hombres, el capitán Evered esperaba ansiosamente se produjeran una favorable impresión el uno al otro; pero su instinto le dijo desde el primer momento que no había que pensar en ello. Wilson, al hablar aquella noche con los oficiales del navío, no disimuló su contrariedad:

    —¡Condenada suerte! —dijo—. ¡Estar encerrado seis meases con este miserable mecánico!

    Por su parte, Macrae no dijo nada, pero sintió instintivamente la absoluta falta de simpatía entre él y su futuro superior. Fue solamente después de haberse despedido del teniente Wilson cuando sintió en toda su magnitud el aislamiento que le esperaba. No experimentó resentimiento contra Wilson, ya que nunca podrían ser compañeros, y comprendió que una de las principales razones era su propia falta de cultura.

    El capitán Evered encontró una pronta oportunidad de empezar la tarea con Wilson, dándole algunos sanos concejos respecto a la responsabilidad de su puesto y a la concernencia de mantener buenas relaciones con su compañero, que llevaba menos ventajas que él, etc., etc. Sin embargó, mucho antes de que el viaje terminara, llegó a la conclusión de que jamás había visto él pareja más incompatible.

    El viaje transcurrió sin incidentes. En el océano Índico recogieron de otro crucero a un chino de Hong Kong, una criatura tranquila y metódica, que había sido contratado para actuar de sirviente en la estación.

    En la mañana del 7 de septiembre se avistó la isla sin nombre, conocida en el Almirantazgo por la Estación X. Poco tiempo se necesitó para el desembarco del personal y material. Antes de que el nuevo trío se hubiera dado cuenta de lo extraño de su situación, el Sagitta había desaparecido en el horizonte.

    Sin embargo, una de las primeras cosas que el teniente Wilson pudo comprobar después de tomar el mando de la estación fue que Macrae, a pesar de su humilde origen y escasa cultura, era un inteligentísimo y muy competente operador e ingeniero de T. S. H.


    CAPÍTULO II
    SE REALIZAN LOS PRESENTIMIENTOS DE MACRAE


    Trancurrió un mes, durante el cual se confirmaron plenamente los pronósticos del capitán Evered sobre la mutua antipatía entre Wilson y Macrae. No fueron visibles los efectos sobre este último, acostumbrado desde su infancia a la soledad pero en el teniente Wilson ocurrió de otro modo. Se tornó irritable, irrazonable, y casi permanentemente malhumorado. Su víctima fue el chino Ling, sobre el cual descargó su neurastenia, experimentando en ello un placer salvaje.

    En sus horas libres, Macrae gustaba de recorrer las rocas salvajes, sumido, en sus meditaciones o escribiendo el diario que May Treherne, con sabia previsión, le había encargado. Sus primeras anotaciones fueron la meticulosa descripción de los incidentes del viaje y las mil impresiones producidas en un espíritu tan sensible como el suyo.

    En el diario encontró un nuevo medio de expresión, un alivio a la melancolía de su infancia. Al principio experimentó gran dificultad para expresar sus ideas; pero poco a poco llegó a escribir con gran rapidez y facilidad. Un día, hojeando las páginas anteriores, le sorprendió la torpeza con que estaban escritas, y comprobó que no había reflejado, exactamente su vida. Ahora que lo podía hacer mejor, decidió empezar de nuevo, y adquirió con ello gran soltura para describir su vida en la Estación X.


    «5 de octubre.

    »No puedes imaginarte la dificultad de la tarea que me encargaste cuando me pediste que escribiera un diario. Pero siento un gran placer estampando en estas líneas todos mis pensamientos, pues ellos me traen a la imaginación tu rostro tan sereno. Es casi tanto como hablar contigo.

    »Ya te he dicho que me está prohibido hablar de este sitio y de mis deberes. Lo mismo que un soldado, nosotros, más que una fuerza activa, somos una reserva, dispuesta para cuando se la llame, pero, por una importante razón, utilizada lo menos posible. Cambiamos al día una o dos palabras solamente, para comprobar qué todo está en orden.

    »Temo que encuentres este diario poco interesante; pero comprenderás que tengo disculpa. Hasta el tiempo es invariable aquí. ¡Qué poco sabemos cuándo estamos en nuestras casas de los monótonos y perpetuos cielos azules que pueden existir!

    »Durante mis largas horas libres vengo a sentarme en estos rincones de las rocas que dominan el océano, escribiéndote, dormitando o mirando la azul extensión del agua. El lento oleaje parece un movimiento mágico, y hasta mis pensamientos son influidos por la armonía de este ritmo isócrono. Es en tales momentos cuando parece que se hace más real la penosa impresión del acercamiento de esa sombra de que te hablé.

    »He aprendido aquí que la sensación de aislamiento cuando uno está confinado con un compañero con quien no se congenia, es más abrumadora que cuando se está completamente solo. ¡Qué cosas más diferentes ocurrirían si el teniente Wilson tuviera otra manera de ser! Acaso me fuera mejor con un hombre peor que él; es muy rígido en cuestiones del servicio, demasiado rígido, creo. Bajo su férula no hay posibilidad de descuidarse un momento, y yo, por supuesto, no deseo descuidarme. Me trata con la más rígida cortesía; bajo la que adivino su antipatía. Comprendo la diferencia social que existe entre nosotros, y le dispenso, dándome cuenta de que echa de menos un compañero de su clase. Te quedarías sorprendida si vieras las pocas palabras que cambiamos en veinticuatro horas, y a menudo nos separamos por la noche, saludándonos sin decir una palabra…

    »Primeramente me pareció el chino muy curioso, porque más de una vez lo sorprendí mirándonos con sus ojillos de almendra, dando la impresión de una mueca que por un momento humanizaba su figura impenetrable.

    »Me admiraría que todos los chinos fueran como este. Es una imagen viviente de la inescrutabilidad y del silencio: sus pasos no producen ruido alguno. El teniente Wilson no lo puede soportar.

    »Los servicios del chino son durante el día, y los realiza muy metódicamente: no hace la menor demostración, de que le agraden o le desagraden. Yo pienso que es un filósofo que toma el servicio como tiempo que se pierde, pero que se paga bien. Como ya, te he dicho, el teniente Wilson le demuestra un profundo desdén; pero yo creo que el del chino hacia él es mayor todavía.

    »Y, sin embargo, este plácido individuo es el que va a volver loco al teniente Wilson.

    »Estoy convencido de que más que alguna falta cometida, por Ling, lo que ocurre es que el temperamento del teniente necesita una válvula de seguridad.

    »Ya comprenderás, naturalmente, que, aparte mi ligero servicio, tengo muy pocas cosas en que ocupar el tiempo, y estoy reducido a ser mi propio compañero. Por eso crece mi diario, que, además, me salva, del aburrimiento. Yo me pregunto si tú no pensabas en esto cuando me encargaste esta labor; creo que es para mí la más interesante, porque, aunque no puedo enviarte estas cartas, al fin y al cabo, te escribo. ¡Qué no daría yo, queridísima May, por poder estar unos minutos en tu compañía!».


    * * *

    «6 de octubre.

    »Si tuviera que vivir mucho tiempo en este sitio, llegaría a ser un astrónomo. Me está prohibido darte ningún detalle; pero puedes saber que estamos completamente aislados en el mar. Durante el día contemplo el océano que me rodea, y durante la noche, el océano de lo alto: ambos han llegado a serme tan familiares, que me parecen mis verdaderos compañeros, más próximos, a pesar de su inmensidad, que los dos compañeros humanos que la suerte me ha deparado. Creo que es en el misterio de las cosas donde reside su fuerza atractiva. Solamente los pájaros marinos son una perpetua maravilla; siempre recordaré con admiración y placer el águila en acecho pero estos pájaros marinos la sobrepasan en magnificencia. Llegan desde una lejanía invisible, navegan acá y allá, arriba y abajo, vuelven a perderse en el horizonte… No es un vuelo, sino una navegación, y todos mis conocimientos mecánicos no pueden traspasar su secreto.

    »Pero ¿qué son estos misterios comparados con los que se ocultan en la altura? Si tú me has oído lamentarme de la perpetua monotonía de los cielos azules, no me oirás hablar así de estas noches. Es entonces cuando siento el peso del fardo de mi ignorancia, contemplando cada noche la marcha de estos batallones de estrellas, entre las que no conozco ni a una sola por el nombre. Me propongo ser tu discípulo en esta como en otras materias, cuando llegue la ocasión, si llega. No hay duda de que este creciente deseo de conocer al ejército estrellado obedece en parte a que nunca supe una palabra de él. Aquí se ven diez estrellas por cada una que se ve en el cielo escocés, en el mejor tiempo. Pero la principal razón es que hacen pensar, porque he hecho otro descubrimiento: que un hombre ignorante aislado está más solo que otro instruido. Sin embargo, me atrevo a decir que los conocimientos del más sabio son muy poca cosa comparados con su ignorancia.

    »Si yo no pudiera dirigir mis pensamientos hacia ti, May querida, a veces pienso que casi perdería la razón. El sitia y las circunstancias de mi vida, que actúan sobre mis nervios, y una sombra o el más ligero ruido, me hacen saltar. Necesito hacerme fuerza y pensar en ti y en mi doble paga para librarme de estas preocupaciones «que no se basan en nada», como decías; «telarañas», como las llamabas.

    »Yo no quiero tenerte diferente de cómo eres para todo el mundo y la gran lucha de mi vida ha sido encontrarte. Con tu sentada cabecita y buen sentido para guiarme, ¿qué puedo temer?

    »Ya es la hora de relevar al teniente Wilson en la estación. Uno de nosotros debe estar siempre allí, al acecho de la señal de llamada. Nunca ha tenido que esperarme. Adiós, May querida, hasta mañana».


    «7 de octubre.

    »Si astas líneas estuvieran destinadas a ser leídas por ti alguna vez, yo no las escribiría solamente por el gusto de alarmarte. Algo ha ocurrido. Esta vez no son telarañas.

    Mis lamentables presentimientos han sido siempre tan vagos, que ahora ya no sé qué pensar. Nunca me ha ocurrido que el humor del teniente Wilson pasara de alguna inconveniencia; pero lo que ha sucedido hoy ha demostrado que al fiarme de la inmutable calma de Ling he estado edificando sobre arena. Estas dos cosas pueden parecer inconexas, puesto que el suceso de hoy sólo me atañe indirectamente; pero desde ahora viviré en un perpetuo terror de lo que pueda suceder.

    «Ling se retrasó unos minutos en el cumplimiento de determinada obligación, y, por lo tanto, se hizo acreedor a una reprimenda. Esta tomó la forma usual; pero dio la sensación de que se iba ya a romper la cuerda. Siempre procuro estar ausente en estas ocasiones; pero ocurrió que esta me sorprendió en el momento en que entraba en la habitación, y me asustó ver que por un momento se descorrió el velo de la calma permanente del chino. Una mirada que relampagueó en sus ojos transformó completamente su figura. No brilló más que un momento; pero fue lo bastante para revelarme la existencia de un insospechado volcán en su interior: después volvió a descender la máscara impenetrable. Pero esta mirada de odio demoníaco y vengativo fue bastante para demostrarme que mí idea de su carácter era errónea, y que, probablemente, aquí habrá una tragedia dentro de poco tiempo. Nunca más me lamentaré de los días monótonos.

    »Que cada día que pase sea tan monótono como hasta ahora, y cuando llegue el tiempo feliz en que vivamos juntos nos reiremos de todos mis temores. Nunca he tenido tanta necesidad de ti como ahora, May querida, porque si algo de lo que yo temo ocurriera, creo que sería el golpe de gracia para mis nervios destrozados».


    «8 de octubre.

    »¿Es posible que haya sido ayer cuando escribí las últimas líneas en este cuaderno? Por muy distantes que estén aquellas horas, parecen aún menos, porque no sé nada del transcurso de la mayor parte de ellas. La bomba ha estallado. Nunca más, May, volveré a sentarme y a escribirte mis pensamientos a la sombra de esta roca del acantilado que domina el océano. Pero ahora quiero, lo mejor posible, describir el espantoso acontecimiento y la extraña cosa que ha sucedido. No comprendo cómo han resistido mis nervios; y han resistido hasta un extremo que me parece maravilloso: hace unos momentos estaba demasiado aturdido para escribir.

    »Mi última carta la escribí, como de costumbre, sentado en mi lugar favorito de la roca escarpada. Habiendo cerrado mi diario con las siniestras palabras con que concluí mi escrito, me quedé medio dormido, soñando con algún pájaro marino, de tremendas alas, cuyo nombre me es desconocido, y admirándome perezosamente de su desprecio de las leyes de la gravitación, cuando fui repentinamente despertado, con más efectividad que por el ruido de una detonación, Siempre han dicho que tengo una agudeza de oído casi milagrosa, y no cabe duda de ello; pero el temor latente que desde el día anterior me poseía, unido a la excitación nerviosa que en mí era permanente, me hubiera permitido oír hasta un ruido sospechoso que se hubiera producido en la estación, distante una milla.

    »Lo que oí fue un grito, mezcla de sorpresa, rabia y algo que helaba la sangre: una mezcla momentánea de dos voces, un tiro de pistola, y esto fue todo. El silencio espantoso que sucedió aumentó el horror que me dominaba. Me había puesto en pie de un salto al oír el primer sonido, pero quedé sin aliento durante los pocos instantes en que continuaron los ruidos, y entonces a toda velocidad eché a correr hacia la estación.

    «Durante este minuto no pude aislar ninguna de las mil horribles posibilidades que se agitaban en mi imaginación. Temí encontrar muy gravemente herido a uno o a otro de mis compañeros, acaso a los dos; quizá Ling hasta hubiese muerto, porque yo conocía la fatal maestría del teniente Wilson con la pistola.

    »La realidad sobrepasó estas conjeturas. El pobre Wilson estaba sentado en la silla, inclinado hacia adelante, como en una reverencia. Su actitud y expresión eran demasiado espantosas para dudar: las últimas convulsiones de la agonía aran todavía perceptibles. En su espalda estaba la navaja del chino, hundida hasta el mango. El chino yacía en tierra, como dormido; pero en este caso se trataba de un sueño que no tendría despertar, con un rostro en el que estaba reafirmada su habitual calma, y una bala de pistola en el cerebro.

    «Mi querida May, no puedo hacerte historia del tiempo que sucedió inmediatamente a mí descubrimiento: ahí habrá siempre una laguna. No sé si perdí la consciencia al recibir el choque o no; pero mi memoria no recuerda lo que sucedió en un tiempo considerable. Me acuerdo de que me encontré en el mismo sitio, y al levantar la vista de la espantosa escena que tenía a mis pies me di cuenta de que el sol estaba ya en el Oeste, Estaba temblando como la hoja de un álamo. Batalló para ordenar mis ideas, dándome cuenta instintivamente de que había que hacer algo, y enseguida.

    »La idea de estos dos cuerpos asesinados yaciendo tan cerca de mí, a la pálida claridad de las estrellas, como guardianes del silencio de la noche, me fue intolerable. Decidí enterrarlos hasta que llegara el día, hasta que estuvieron tan profundos como pude conseguir, fuera de mi vista… ¡fuera de mi vista! No puedo describir, ni aun ahora, todos los detalles de esta labor. Los arrastré tan lejos cómo me fue posible de la estación, donde su sangre había formado un terrible charco, en el sitio en que cayeron, justamente detrás de la puerta… detrás, gracias a Dios.

    »Había decidido enterrarlos muy profundamente; pero el suelo era rocoso y mis herramientas no servían. Gracias a que tenía útiles de cavar pude finalmente dar cima a mí tarea. Confieso que la dureza de la tierra no fue la única dificultad, pues más de una vez abandoné el trabajo con la vivida impresión de que el rostro del chino, contorsionado como yo lo habla visto el día anterior, me miraba fijamente. Solamente la alternativa de tenerlo como compañero sobre tierra me dio las fuerzas necesarias para terminar mi trabajo. Cuando acabé, el breve crepúsculo se extendía ya por la isla. Tal era, sin embargo mi excitación, mi deseo furioso de borrar todos los rastros de la tragedia, que antes de que llegara la noche había hecho desaparecer hasta los charcos de sangre.

    »Al entrar en el edificio de la estación mi absoluta soledad se volvió contra mí y amenazó con arrollarme. Creo que fue más esta sensación que el deber de dar cuenta del suceso lo que me amarró a los instrumentos. Largo tiempo estuve tratando de oír la voz de mi compañero. En la mesa de los aparatos hay, para usarla en telefonía sin hilos, una pieza, un casco, que se coloca sobre ambos oídos, sin requerir el auxilio de las manos, que quedan libres para escribir el despacho, y que impide por completo que lleguen sonidos del exterior, permitiendo únicamente los que vienen a través del instrumento.

    »En cuanto me puse el casco sentí con enorme intensidad el esfuerzo físico y mental a que había estado sometido, y sufrí una curiosa sensación que no sé cómo describir: parecía ser mitad fatiga y mitad excitación. Hice la señal y hablé las palabras de llamada: casi salté de la silla al oír mi propia voz. Esta no debía llegar distintamente a mí oído, pues ya he dicho que los auriculares cierran el paso a todo sonido que no venga por las ondas; sin embargo, mi voz me pareció estruendosa.

    »Probé nuevamente hablando bajo, y ocurrió lo mismo.

    Después de esperar en vano una respuesta de mi vecina (mi vecina… ¡tres mil millas!) estación radiotelefónica, me quité el casco y me quedé sentado un momento. Entonces comprendí por qué mi voz me había parecido un rugido. Mis nervios estaban en un estado de exaltación extrañé. Aunque parezca increíble, llegaba a mis oídos el ruido de las minúsculas olas a más de una milla. La suavísima brisa me parecía silbar sobre el edificio. El crujido de una tabla era como un pistoletazo…

    »Otra vez me puse el casco e hice las señales, repitiéndolas inútilmente. El rechinamiento de estas señales de llamada en la estación receptora se oye perfectamente a cierta distancia: no es preciso tener colocado él casco para recibirlas. El hecho de que no contestaran probaba que no había nadie a la escucha en ese momento en ninguna de las dos estaciones con las qué yo podía comunicar. Es verdad que la ahora era intempestiva: puede, que esta fuera la razón por la que yo llamaba en vano, dado que en aquellas estaciones no existía la rigidez que en la nuestra. Comprendí que esto era, en cierto modo, vindicar los métodos del teniente Wilson, cuyas faltas, si las tuvo, no fueron ciertamente de blandura. Nadie nos hubiera llamado a cualquier momento, de «día o de noche, durante su mando aquí, que no hubiera recibido uña inmediata respuesta.

    »Quitándome el casco, esperé, llamando a intervalos.

    »Cuánto tiempo duró esto, no lo sé; pero al cabo ocurrió una cosa que sólo puedo explicar como consecuencia del estado de exaltación física que me dominaba. Mientras esperaba, me dormí. Apoyé la cabeza en la mesa de aparatos, y con él casco todavía puesto vino repentinamente sobre mí el sueño.

    »¡Al despertarme me pareció que adquiría, de pronto el dominio de mis sentidos, y en el acto me sorprendió que no fuera de noche!

    »No me ocupé por el momento de la tremenda negligencia del servicio en que había incurrido, e insisto en que creí que era una hora antes de amanecer cuando me desperté. Mi primer movimiento fue sacar el cronómetro. Mareaba las cuatro. Era absolutamente desconcertante que a las cuatro hubiera luz ya. Quitándome apresuradamente él casco, salí al exterior del edificio. El sol se aproximaba al horizonte del Oeste. No había más que una explicación: ¡había dormido veinte horas!

    »Recordando que todavía no se había enviado informe alguno de la tragedia del día anterior, y que era urgentísimo poner los hechos, en conocimiento del Almirantazgo, inmediatamente me volví a los instrumentos; Aquí me esperaba otra sorpresa, para comprender la cual te hace falta una explicación. Entre nuestras instrucciones hay una que ordena que cuando se telefonea sé escriban en taquigrafía todas las palabras que se hablan, y en escritura corriente todas las palabras qué se reciben. Esto proporciona al Almirantazgo dos informes de todo lo que ocurre, uno en cada estación, los críales deben coincidir exactamente.

    »Cuando abrí el libro registro, imagínate mi sorpresa al encontrar escritas, en mi propia taquigrafía, todas las palabras de una larga conversación con la estación de Queensland, en la cual había yo dado un informe completísimo de todo lo ocurrido, recibiendo respuestas e instrucciones. Quise acordarme de algo de esto, pero fue en vano. En mi memoria hay una laguna inmensa. La única explicación es que había hecho esto durante mi sueño, o en un estado parecido al sueño, arrastrado por la excitación anormal, que me había dominado en la tarde anterior.

    »Entonces se me ocurrió por primera vez que en mí se había operado un cambio notabilísimo. Habían aparecido señales increíbles e irrecordables, y sólo la evidencia de mis propias anotaciones podía convencerme de ello; casi fan extraña como esta especie de sueño era la evidencia del mismo. Mi condición nerviosa había desaparecido por completo; tenía los pensamientos más lúcidos que nunca; estaba completamente transformado y extrañado de ser el mismo individuo que había vivido las semanas anteriores, y especialmente los últimos días, en la constante tortura de sus pensamientos.

    »Parecía que la idea de la tremenda catástrofe me había librado de mis temores. Si alguien me hubiera dicho hace unos meses, por ejemplo, cuando te vi por última vez, que en estas circunstancias de horror, aislamiento, responsabilidad, iba yo a ser capaz de permanecer en esta calma, no le hubiera creído ni una palabra.

    »Un momento después sentí un hambre devoradora: esta necesidad apareció súbitamente, y nunca alimentó alguno ha sido tan bendecido como el bocado que en un instante me preparé. El libro registro contenía ciertamente en mi propia taquigrafía los despachos cambiados; pero ¿qué es lo que demostraba que todo esto no era un sueño? Abandonando mi comida, olvidada mi hambre, volví a los aparatos, y en menos de un minuto estaba hablando con Queensland. Inmenso fue mi alivio cuando mi colega me confirmó mis despachos. Habían recibido mi informe, y ahora me renovaron las instrucciones: permanecer constantemente de servicio hasta que se me agotaran las fuerzas.

    «Desde que terminé mi interrumpida comida, te estoy escribiendo esta narración, mientras espero la llegada de alguna señal de llamada. Es casi la misma hora que ayer cuando me dormí sobre el aparato. Esto no volverá a ocurrir; pero me voy a colocar el casco, porque siento qué llaman. Adiós, May querida; adiós, por ahora».


    CAPÍTULO III
    LO QUE DESCUBRIÓ EL «SAGITTA»


    Era la tarde del 11 de octubre. El crucero Sagitta había embarcado un equipo de radiotelegrafistas de Nueva Zelanda, que iban a hacer el relevo de la estación de Wei-Hai-Wei. Después de seis llamadas, se había recibido un radio cifrado de una estación de la Eastern Extensión Cable. «Embarque con toda urgencia un equipo para relevar a la Estación X. Han cesado todas las comunicaciones. Haga un informe a la llegada».

    Cuando el capitán Evered recibió esta comunicación, estaba todavía muy al norte del archipiélago de Bismarck. Cuando la leyó, su rostro se volvió muy grave, como a la proximidad de un tifón. En sentido figurado, esto fue precisamente lo que presintió.

    Bien pronto la proa de su «treinta nudos» apuntó al NE., y a toda velocidad atravesó entre las innumerables islas e islotes que forman los grupos de Carolinas y Marshall.

    El capitán comprendió qué había ocurrido algo extraordinario; pero el secreto del servicio no consentía preguntas. Además, era posible que Whitehall no supiera más que él. «Han cesado todas comunicaciones», era la frase, que bacía suponer enseguida qué había ocurrido algo grave. Dos hombres jóvenes y fuertes no pueden quedar incapacitados para el servicio al mismo tiempo: sí, algo grave había ocurrido.

    Pensando en estos dos jóvenes, sus pensamientos tomaron otro rumbo, y a juzgar por su expresión, este nuevo pensamiento no debió de ser muy agradable. Al encontrar al médico de a bordo; poco después de cambiar de rumbo, le dijo:

    —¿Qué piensa usted de este despacho, Anderson? ¿Tiene usted alguna idea?
    —Enfermedad, probablemente…
    —Probablemente —dijo el capitán en tono de duda—, o algo peor.
    —¿Pues qué piensa usted, capitán? ¿Cree usted que Alemania…?
    —Mi primer pensamiento fue que había estallado la tempestad —contestó el capitán Evered—; pero, en este caso el mensaje vendría redactado de otro modo. Vivimos en tiempos tan inseguros, que toda precaución es poca…; Pero creo que no es esa la explicación.
    —¿Entonces tiene usted alguna otra teoría?
    —No me gusta llamarlo teoría; pero el caso es que yo traje a esos muchachos de Inglaterra, y no puedo olvidar qué pareja tan incompatible formaban…

    El capitán Evered encendió un cigarrillo.

    —O, en otras palabras, ¿cree usted posible que haya habido disturbios? —preguntó el doctor.
    —Usted no iba con nosotros en aquel viaje y no los conoció. Wilson tenía el carácter muy agrio. Macrae, el ingeniero-operador, es más difícil de describir. Tenía buenas maneras, pero muy poca cultura, muy nervioso y con. Muy poca voluntad. Así, tenemos el indisciplinado temperamento del uno y el característico voluble carácter del otro, y acaso…
    —Espero que no haya habido choque entre ellos.
    —Probablemente, no; pero no me sorprendería nada. Lo único cierto es que ninguno de los dos está en su puesto, y cuanto más pienso en ello, menos probable me parece que haya habido influencia exterior. Tal cosa hubiera sido una abierta declaración de guerra, de la cual, por supuesto, ya tendríamos ahora más noticias.

    La Estación X estaba perfectamente equipada para radiotelegrafía, tan bien como para radiotelefonía incomparablemente distante. Cuando la distancia disminuyó entre el buque y la isla, el Sagitta insistió repetidas veces en sus llamadas a la estación, pero no obtuvo respuesta.

    En la mañana del 14 fue señalada la isla, una leve manchita en el océano. Cuando la distancia permitió observar con gemelos todos los detalles de la costa, el crucero dio la vuelta a la isla como medida de precaución; pero no se columbró el menor vestigio de vida, ni en la tierra ni en el mar. Entonces disparó un cañonazo para llamar la atención, pero en vano…

    El rostro del capitán Evered era la imagen de la estupefacción. ¿Qué le habría ocurrido al chino, aun admitiendo lo peor para Macrae y Wilson? Volviéndose hacia el primer oficial, le dijo:

    —Fletcher, tome la canoa y vaya, a tierra. Anderson irá con usted. Que los hombres permanezcan en la canoa mientras ustedes dos desembarcan. Si no encuentra usted rastro de ninguno, hágame señales. Tome su revólver, Tenga cuidado de no perturbar nada si algo ha ocurrido, y vuelva tan pronto como pueda.

    La canoa fue botada al agua y pronto enfiló la costa. Los dos oficiales desembarcaron y procedieron a escalar las rocas. Se detuvieron un momento cuando toda la superficie de la isla apareció ante sus ojos como un mapa. Desde el Sagitta se les acechaba con extraordinario interés. Con objeto de guardar el secreto de la Estación X, se habían tomado toda clase de precauciones para ocultar a los no comisionados la existencia de tal secreto y hacer creer a todos que se trataba de una de tantas estaciones periódicamente visitadas.

    Como siempre lo extraordinario es lo que produce sensación, el capitán Evered había intentado por todos los medios ocultar cualquier incidente que se descubriera en esta visita. Naturalmente, que no se podía ya mantener secreto que algo extraordinario había ocurrido en la estación; pero el capitán esperaba que bastaría con la sencilla explicación de que se trataba de una enfermedad de los habitantes de la isla. Esta fue la razón por la que dispuso que el doctor formara parte de la expedición.

    Se hizo la señal convenida indicando que no se veza, a nadie, y los dos hombres desaparecieron detrás de las rocas.

    —En la estación no se nota nada raro —dijo el doctor—; pero no se ven rastros de nadie. ¿Dónde diablos podrán haberse metido esos muchachos?

    Apresuraron el paso hacia el edificio y abrieron la, puerta, que estaba cerrada, pero no sujeta.

    En el suelo, caído de espaldas, yacía el cuerpo de Macrae, con una silla volcada detrás. Las apariencias indicaban que el pobre muchacho había estado sentado a la mesa frente a los aparatos, y que por una causa, inexplicable había caído de espaldas, dando con la cabeza en el suelo. No había signos de que hubiera realizado un esfuerzo posterior.

    —Muerto —dijo el doctor, después de un breve examen—; pero ¿dónde están los otros?

    Todas las habitaciones de la casa fueron cuidados ámenle registradas, sin que se encontrara rastro de los demás.

    —¿Puede usted explicar la causa de la muerte del operador, Anderson? —preguntó el teniente Fletcher.
    —No —contestó el doctor—. No hay signos de violencia. Es muy extrañó.
    —Acaso los papeles nos digan algo de lo que ha ocurrido —sugirió Fletcher—; pero creo que no debemos tocarlos, Vamos a volver al buque a informar. Sin duda, el jefe querrá venir a tierra.
    —Perfectamente —dijo el doctor, que había vuelto a examinar el cuerpo caído—; yo esperaré aquí su vuelta.

    El teniente Fletcher volvió a bordo, dio su informe, en vista del cual el capitán Evered decidió inmediatamente desembarcar y hacer una investigación personal en la isla.

    Al entrar en la casa, marchó directamente a la sala de aparatos, donde encontró, al doctor Anderson arrodillado ante el cuerpo de Macrae.

    —Fletcher y yo hemos pensado que usted querría ver el sitio antes de que se tocase a nada, capitán —dijo Anderson levantando la vista.
    —¿Está muerto? —preguntó el capitán, señalando a Macrae.
    —Eso creí en el primer momento.

    El capitán le lanzó una mirada interrogadora, porque en el tono y en las palabras habla notado algo.

    Contestando a esta mirada, dijo Anderson:

    —He realizado un examen posterior más minucioso, y ahora no estoy seguro de haber acertado en mi primera afirmación. Es verdad que no encuentro el menor indicio de vida, ni pulso, ni temperatura; pero también es verdad que no encuentro indicios de muerte. El cese de las señales indica que se halla en este estado desde hace cuatro días.
    —Pero —dijo el capitán— ¿es posible ese estado de muerte en vida?
    —Es difícil decir lo que es posible en este caso; lo único que asegura es que es el caso más extraordinario que he visto…
    —Entretanto, ¿qué se debe hacer?
    —Debe ser transportado a bordo cuanto antes, para someterle a tratamiento.

    El capitán Evered no contestó. Pensaba la cosa desde el punto de vista del servicio.

    —Bien —dijo por fin—; lo que es preciso, es preciso; es verdad que no estamos autorizados para llevárnoslo; pero de ningún modo podemos dejarlo aquí. Pero ¿qué hay de los otros? ¿Dónde están?
    —No hemos visto el menor, rastro, y en ausencia de usted Fletcher no quiso tocar el libro registro, que acaso proyecte un poco de luz en estas tinieblas.

    Defiriendo a este consejo, el capitán cogió el libro registro y empezó a leer. Lo primero que encontró, porque empezó por el final, fue que las últimas señales tuvieron lugar el 10 de octubre, o sea el día anterior al que le habían ordenado cambiar de rumbo. Volviendo atrás las hojas, llegó al informe de Macrae sobre la tragedia. Esto le hizo ver que el Almirantazgo estaba ya en posesión del relato de los hechos desde aquella fecha. El capitán comunicó los terribles detalles a sus compañeros, y les rogó que buscaran el sitio donde estaban enterrados los dos cuerpos.

    Mientras Anderson se ocupaba en esta tarea, el capitán cogió el diario de Macrae, cuyo examen encontró justificado en estas circunstancias. Empezando desde el principio, hojeó un poco aquí y allá, y pronto comprobó que era un escrito imprudente, que contenía machas indicaciones, que en ciertas manos hubieran sido peligrosas. Cuando llegó a la descripción que Macrae hizo de la muerte de sus compañeros y del efecto que le produjo, el capitán confirmóse en la idea que siempre había tenido de que Macrae nunca había sido hombre que se ajustara a esta clase de servicio.

    Cuando leyó el asombroso documento, llegó a la inevitable conclusión de que el cerebro del pobre muchacho, había quedado trastornado por los hechos ocurridos, y la última parte del diario eran más bien delirios de loco.

    Dejando la lectura cuando el doctor volvió a la sala, de aparatos, el capitán preguntó:

    —¿Encontraron ustedes la sepultura?
    —Sí, señor, he encontrado el boyo.
    —Entonces se confirma su relato. Pero es necesario que enviemos al Almirantazgo un informe de nuestra, llegada y descubrimientos. Yo creo que usted es mecánico, Anderson, y, sin duda, podrá usted cargar la máquina con petróleo y ponerla en marcha.

    Mientras el doctor Anderson se ocupaba de esto, el capitán escribió su informe: al terminar se volvió hacia el doctor:

    Que hubiera surgido un choque o algo por el estilo, no me hubiera sorprendido; pero encontrarlos a todos muertos es lo que sobrepasa mis peores presentimientos. ¿Qué va usted a hacer ahora con él?

    —Sólo puedo repetir lo que antes he dicho: debemos transportarlo a bordo, pero tengo pocas esperanzas.
    —Entonces, cuando esté enviado el informe y se haya realizado el relevo del equipo, usted lo embarcará en una camilla cubierta, lo más disimuladamente que pueda. Diga que está en estado comatoso y demasiado grave para permanecer aquí. Teniendo cuidado, no se divulgará su estado especial. De la ausencia de los otros no hay que decir nada, y con todo esto no se llamará mucho la atención de la tripulación.

    Dejando al doctor Anderson al cargo de la estación, el capitán Evered volvió a bordo. Explicó la situación al oficial que se había de encargar de la estación, y lo envió con el ingeniero-operador y el criado a tomar inmediata posesión de la isla, advirtiéndole que llamara a la Columbia británica y avisara que todo volvía a estar nuevamente en orden.

    Bajo la excusa de esperar que terminaran las reparaciones necesarias por «la reciente explosión en la estación», el Sagitta esperó hasta la noche. A la luz agonizante del crepúsculo, el operador herido fue colocado en una litera y conducido a bordo, bajo la vigilancia del doctor. Mucho antes, el Sagitta había recibido orden de levar anclas y marchar a Hong Kong.

    El capitán Evered se había quedado con el diario de Macrae y leía con extraordinaria atención la última parte de él. Estaba completamente convencido de la veracidad de la versión dada por Macrae del terrible suceso entre Wilson y el chino. Había muchas lagunas entre las fechas de los dos días siguientes. Lo del primero estaba escrito en taquigrafía, a modo de un despacho que se recibe, como, en realidad, pretendía él haberlo recibido, y estaba posteriormente traducido a lenguaje ordinario. Él relato del segundo día, el último del diario, estaba todavía únicamente en taquigrafía. Fue el primero el que indujo al capitán en la isla a declarar la completa locura del que lo escribió.

    En la primera oportunidad habló al doctor Anderson del asunto.

    —Quisiera examinar con usted estas notas. Parece que el pobre muchacho ha sufrido la más extraordinaria ilusión que se puede imaginar. ¿Qué hace usted ahora con él?
    —No hay absolutamente ningún cambio. En mi opinión, si no ocurre nada, terminará muriendo; si hay crisis, también morirá, aunque, probablemente, no sabremos exactamente el momento de la crisis. ¿Arrojan estas notas alguna luz en el asunto?
    —Hasta donde está escrito, no; pero hay una segunda parte en taquigrafía. No puedo descifrarla, y no me atrevo tampoco a poner esto en manos de alguno de a bordo que pudiera traducirlo.
    —Como usted se dispone a enseñarme estos papeles, veré si puedo yo hacerlo. Si son signos Pitman y están bien hechos, creo que podría traducirlos, y si usted quiere, se lo escribiré.
    —Gracias. Si fuera algo parecido a lo que está escrito el día anterior, confieso que me gustaría verlo, aunque sea un tremendo delirio. Tómelo y léalo. Desde el principio hasta el fin prueba cuán incapaz era el que lo escribió para el servicio secreto de una de estas estaciones. Dejo a su criterio averiguar cuándo empezó su locura. De todas maneras, el disparatado final demuestra una completa y espantosa chifladura.
    —¿Qué es lo que usted supone que le hizo perder la razón?
    —No me cabe la menor duda sobre ello. Era un muchacho dotado de una extraordinaria habilidad, pero tremendamente nervioso e imaginativo, incapaz de soportar la vida en semejante sitio, y cuando ocurrió el acontecimiento que lo dejó solo, en circunstancias que hubieran probado las condiciones de cualquiera, su cerebro, sencillamente, se dislocó. Sin embargo, lea la primera parte del diario, la que está en lenguaje claro, y deme su opinión.

    Nervios y cerebros desequilibrados habían sido siempre la especialidad de su carrera que más había atraído al doctor Anderson, autor de un estudio particular sobre las extravagancias da las imaginaciones anormales. Con científico interés empezó a revisar los escritos de Macrae. Después, de leer la parte que ya se ha repetido aquí, llegó al punto en que Macrae, en la sala de aparatos, terminó su carta cotidiana con la declarada intención de ponerse el casco receptor; para usar su propia expresión, «porque siento que llaman».


    CAPÍTULO IV
    LA VOZ MISTERIOSA


    He aquí lo que el doctor Anderson empezó a leer en su cabina:


    «No es muy agradable, mi querida May, escribirte que me parece inevitable que me creas completamente loco. ¿Será cierto que lo estoy? Esta es la pregunta que constantemente me dirijo. Sin embargo, todo lo que voy a escribirte ha ocurrido.

    »Después de terminar mi carta de ayer, me puse el casco, sin estar muy seguro de que lo hice. Casi inmediatamente después de cubrir mis oídos con los auriculares, oí una voz, que desde el primer momento me pareció una voz particularísima, muy agradable y musical, pero completamente diferente de todas las que he oído en mi vida. La voz dijo:

    »—Macrae, ¿estás ahí?

    »Después de contestar, me sorprendió que, pasado un corto tiempo, la voz repitiera la misma pregunta, cómo si no me hubiera oído. Entonces me ocurrió que yo había contestado en un tono muy bajo, a pesar de que nuestras ordenanzas dicen que se debe hablar más bien con voz bronca. Traté de contestar así, pero parecía que había perdido completamente la voz; sólo pude hablar tan bajo como la vez primera. Sucedió un minuto de silencio, al cabo del cual se repitió la misma pregunta. Mi torpeza para contestar era de lo más desconcertante, porque si continuaba este estado de cosas, yo llegaría a quedarme perfectamente inútil para la radiotelefonía. No habiendo nadie más que yo en la estación, la cosa se ponía seria. Haciendo un esfuerzo desesperado, gritó:

    »—Sí. Estoy esperando. ¿Quién es ahí?

    »Una vez más se repitió la pregunta. Mientras me quedaba pensando qué podría hacer, la Voz habló de nuevo. Me habían oído.

    »Y ahora, querida May, créeme, créeme, te lo suplico. ¿Imaginas que yo hubiera escogido estos terribles momentos para inventar una novela? No, no. Que esta grandiosa maravilla se haya realizado o no, yo necesito, necesito absolutamente contarlo.

    »Dijo la voz:

    »—Espera. Ahora, oye, y no trates de abandonar los aparatos por la sorpresa que vas a experimentar. También has de saber que deben transcurrir seis minutos antes de que te llegue la respuesta a las preguntas que hagas. Yo no te hablo desde ningún punto de vuestro planeta, sino desde vuestro más vecino mundo, el que llamáis Venus.

    »—Pero —interrumpí— ¡me has llamado por mi nombre!

    »—Esto —continuó la voz— es un acontecimiento en la historia de vuestro mundo, cuya inmensa importancia, más que tú, la comprenderán otros de tus semejantes. De grandísima importancia para vuestro mundo más que para él nuestro, dado que nosotros estamos mucho más adelantados que vosotros en inteligencia y conocimientos, y tenemos, por consiguiente, menos que aprender de vosotros que vosotros de nosotros. Hemos obtenido de ti todo lo que necesitábamos, y ahora, ahorrando explicaciones que te parecerán demasiado sabias, quiero darte algunos informes sobre nosotros y sobre el mundo desde el que te hablo. ¡Sí, te llamaré por tu nombre! Tú no te acuerdas, pero hemos tenido una conversación por espacio de veinte horas, él máximo que vuestra naturaleza puede resistir. Ya te explicaré esto en otra ocasión.

    »Lo que vosotros llamáis radiotelegrafía es el lanzamiento a través del espacio de impulsos etéreos que caminan indefinidamente en todas direcciones, partiendo del generador. El medio en que se propagan estos impulsos es universal. Al contrario que las ondas sonoras, que, propagándose en el aire, necesitan el medio conductor de la atmósfera, y no pasan de ella, estas ondas etéreas no encuentran frontera; son perfectamente recibidas aquí y mucho más lejos. Por consiguiente, vuestras radiocomunicaciones han sido oídas con avidez en mi mundo y han despertado un interés tan enorme que difícilmente comprenderás tú.

    »Desde hace mucho tiempo, miles de años antes de que empezara vuestra historia conocida, hemos deseado ardientemente conversar con vosotros. Durante todas estas edades hemos conseguido veros sin hablaros. La causa de este ardentísimo deseo ha sido no solamente poder ayudaros en lo futuro, sino tener el medio de resolver los mil problemas relativos a vuestra Tierra, y especialmente a vuestra desconcertante e incomprensible naturaleza «humana», según denotan vuestros actos. Así es que aun cuando el objeto de la mayoría de vuestros radiogramas tenga un interés trivial, la luz que ha arrojado sobre la mentalidad de vuestra especie terrestre da un interés inmenso a cada palabra vuestra.

    »Cuando por fin descubristeis la telefonía, comprendimos que no tardaría en llegar nuestra comunicación, e hicimos todo lo posible para llamaros la atención. Permanecisteis sordos a nuestras llamadas. Esto nos convenció de que vuestra agudeza de oído era insuficiente para el objeto de la comunicación interplanetario, que hubiera continuado siendo imposible, a menos de aplicar algún medio de establecer relación mental con alguno de vosotros. Confiamos, pues, en que podríamos explotar el estado exaltado de las facultades sensoriales, y especialmente la influencia hipnótica, y no perdimos la esperanza.

    »La dificultad, sin embargo, estribaba en encontrar este medio, cuando la casualidad nos dio la clave del problema. Esta casualidad dependió de un accidente de la naturaleza especial de tu carácter, trastornado por las circunstancias que, unidas a tu situación de aislamiento, te procuraron un estado mental, síntoma de una exaltación anormal de los ganglios sensoriales.

    »En la noche de lo que vosotros llamáis 7 de octubre, en estas condiciones de nerviosa exaltación y agotamiento físico, tú te quedaste dormido sobre los aparatos. El sueño es un fenómeno natural que todavía no comprendéis. Por ahora sólo te diré que tu subconsciencia estaba particularmente despierta y pudo oír mi llamada. Tú contestaste y el resto es fácil de comprender. Imponiéndote la sugestión hipnótica, estuve veinte horas en relación mental contigo. Este tiempo fue empleado, excepto pequeños intervalos en que yo te ayudé en la ejecución del trabajo de tu estación, en obtener de ti toda la información de las cosas, terrestres y humanas que fuiste capaz de darme. Tú nos has resuelto mil cuestiones que nosotros hemos estado debatiendo por espacie de milenios. Lamento mucho haber encontrado en ti tantas lagunas cuando me informabas sobre el estado de la ciencia entre vuestra raza. ¿Por qué no todo…? Pero dejemos esto para otra ocasión. Te agradará saber que, aunque en la Tierra seas un vulgar empleado, eres en este momento el individuo más célebre en Venus.

    »Cesó la voz, y puedes suponer, querida May, el estado en que me dejaron estas palabras. Más de cien pensamientos batallaban en mi mente, y el que persistía con más fuerza era este: «¿Pero es posible que esto sea real?». La voz había dicho: «vuestro vecino mundo». No sé lo que esto significa. Me asaltó la horrible idea de que todo esto había sido ilusión, locura. No puedo ofenderme de que tú, como cualquiera, llegues a esta conclusión. ¡Es más fácil suponer que he estado loco durante un momento, que creer que alguien me ha hablado desde las estrellas!

    »Después de un tiempo que no puedo precisar, encontré fuerzas para contestar. Al hablar noté que sólo podía hacerlo en voz tan baja como antes.

    »—¿Cómo puede ser que ahora consiga yo oírte, si dices que la otra vez te oí gracias a mí estado especial?

    »Fíjate en el hecho de que, a pesar de todos mis esfuerzos, no pude levantar la voz. Finalmente me quedé esperando y maldiciendo de mi impotencia. Al cabo de un momento la voz empezó a hablar… ¡a contestar! Me quedé estupefacto de que me hubieran oído.

    »—Porque estás todavía en el «estado especial» que dices, o sea bajo mi control hipnótico, establecido por mí en nuestra primera conversación. Obedeciendo a mí sugestión mantienes esta relación y me hablas en voz tan baja. Para hablar con los demás tendrás, la voz tan fuerte como desees. Aunque tu conciencia esté despierta y no sientas mi influencia, esta se ejerce, como le demuestra la pérdida de tu voz. He dispuesto esto en parte para hacer la prueba y también porque nuestra conversación debe ser secreta, para que ninguno de tus compañeros pueda oírte, y, naturalmente, sólo tú puedes oírme a mí.

    »—Entonces ¿cómo podrán los otros conversar contigo?

    »—Primeramente he pensado en ti; para los demás emplearé un medio que ya conocerás cuando llegue el momento oportuno.

    »—Pero nadie me creerá. Todos pensarán que estoy loco, antes de suponer que una voz humana ha llegado hasta mí desde tal distancia.

    »—Eso no será dificultad. Ahora, o en subsiguientes conversaciones, habrá en tus notas abundancia, de materias que demostrarán evidentemente que no han salido de tu imaginación. Pero no digas «voz humana»; de ningún modo Mc. supongas en vuestro ambiente humano.

    »—¿Quién eres tú entonces?

    »Querida May, no puedes hacerte idea del horrible escalofrío que corrió por mí espalda cuando hice esta pregunta. Había llegado a acostumbrarme un poco a la voz musical, y arrastrado por este encanto, había, inconscientemente, llegado a figurarme un compañero que me hablaba desde este otro mundo, no sin simpatía. Pero ahora se había desvanecido esta impresión: sólo me quedaba la evidencia de la espantosa imposibilidad de todo aquello.

    »—Yo soy —respondió la voz— uno de la raza que domina en Venus, lo mismo que tú eres uno de la raza que domina en la Tierra, y no debes sorprenderte ni ofenderte cuando te diga que si nosotros estuviéramos en la Tierra y fuéramos capaces de amoldarnos a sus circunstancias físicas, por virtud de nuestra mayor potencia mental, no tendríamos dificultad ninguna, en dominaros, como vosotros habéis dominado a vuestros caballos y perros.

    »Si esto es verdad, May, gracias sean dadas a Dios por el abismo de distancia que nos separa. Y a propósito de distancia, no olvides que en esta conversación había siempre un espacio de seis minutos entre pregunta y respuesta. Si, como supongo, esto es a causa de la distancia, me hago una idea de cuál debe ser. Hablando con Queensland o la Columbia Británica no existe intervalo de ninguna clase.

    »—Entonces ¿cómo puede ser? —pregunté— ¿que no siendo un ser humano me hables con voz humana?

    »—Esa es una pregunta muy razonable —dijo la voz— que demuestra une sabes que los sonidos de la palabra humana sólo pueden ser emitidos por los humanos, o por organismos que en cierto modo, tengan algo de humano. Pero la explicación es muy sencilla. Cuando inventasteis la radiotelefonía. O sea, cuando por primera vez oímos vuestra voz en nuestros aparatos. Inmediatamente aprendimos vuestros idiomas. El hecho de que tengáis más de uno prueba cuán primitiva es todavía vuestra organización social…: pero dejemos esto por ahora. Nuestro cuidado posterior fue construir el mecanismo que pudiera emitir los aludidos sonidos. Este mecanismo lo empleamos del mismo modo que vosotros tocáis un órgano, y él es el que produce los sonidos que tú estás escuchando.

    »Cuando oí estas últimas palabras, sentí como en un relámpago que todo ello era un horrible absurdo. Sentía la sospecha de mí propia a locura. Pero seguramente loco o sano, tales ideas no podían brotar espontáneamente de mi cabeza. Alguien, en algún sitio, estaba comunicando conmigo.

    »—Hasta que descubristeis la radiotelefonía, nosotros ignorábamos qué sonidos podíais producir para hablar; y parecen ser sonidos que sólo vosotros empleáis… ¡una limitación muy curiosa…!

    »—Pero —pregunté— ¿pudisteis vernos antes de eso? ¿Sabíais que este mundo estaba habitado?

    »—Hace cien mil años que le conocemos y durante este tiempo ha habido observadores interesadísimos en los acontecimientos de vuestro globo, colocado maravillosamente bien para nuestras observaciones. No estábamos todavía mucho más adelantados que vosotros y ya habíamos construido el instrumento que nos permitía veros. La causa por la que vosotros no habéis todavía conseguido lo mismo, es que vuestra mentalidad está constituida de una manera completamente diferente, que os inclina a emplear conocimientos y esfuerzos en otros menesteres. La observación de la naturaleza y del Universo en que todos vivimos, os parece de mucha menos importancia que las cosas que para nosotros son fútiles y triviales.

    »—Yo siento mucho no haber tenido tiempo para estudiar estas cosas —dije—; pero creía que Marte era el mundo más próximo a nosotros, y no Venus; y hasta he oído algo sobre que acaso esté habitado. Yo hubiera tomado la ciencia con un interés muy grande, pero no he tenido tiempo, me he visto obligado a luchar para ganarme la vida.

    »—Sin duda —dijo la voz—; pero vuestros sabios no se han fijado mucho en las distancias relativas de Venus y Marte. Sabéis más respecto de Marte porque está mejor colocado para vuestras observaciones. Puedo informarte que está habitado. Tenemos mucho que hablar de estas cosas, que son las de interés más vital para vosotros. Pero no entraremos ahora en ellas hasta mañana, porque el tiempo de nuestra actual conversación está terminando.

    »Naturalmente, esto me pareció muy sorprendente, y no puede comprender qué es lo que quería decir. No me parecía que las noticias sobre los habitantes de Marte pudieran tener para nosotros más importancia que la de información, sin beneficio práctico. Al oír que nuestra conversación iba a terminar, pregunté:

    »—¿Quieres o puedes darme alguna prueba que convenza a mis semejantes de que ha existido realmente esta conversación, y no es producto de un delirio de mi imaginación?

    »—¿Qué clase de prueba me propones?

    »—Algo que yo no pueda conocer en cualquier materia científica; por ejemplo, la explicación de cómo pudisteis vernos desde hace tanto tiempo, cuando no estabais más adelantados que nosotros. Nadie creerá que yo he inventado semejante cosa.

    »—Me parece muy bien. Como no podrás seguir toda la explicación que voy a procurar sea corta, escribe con cuidado las palabras que oigas, a fin de que los otros, puedan comprender, aun cuando tú no puedas.

    »Como sabe cualquier marino, el poder de un telescopio depende del área de su lente objetiva. Esta definición no es completa, pues la imagen que produce es capaz de mayor ampliación si está mejor iluminada. Pero pasados ciertos límites, las dificultades prácticas para conseguir más perfectas imágenes crecen en mayor proporción que él área. Por esta razón, nuestros sabios dirigieron sus investigaciones a intentar que un cierto número de objetivos, puestos en serie, produjeran una perfecta imagen del objeto.

    «Existen ciertos cristales, de los que probablemente no habrás oído hablar, que producen la doble refracción. Cuando un rayo de luz penetra en uno de estos cristales, en cierta dirección, se divide en dos, que toman caminos distintos, y lo que emerge son dos rayos. Si el rayo de luz que entra en el cristal lleva la imagen de algún objeto y las paredes de cristal están perfectamente pulimentadas, ambos rayos emergentes reflejan la misma imagen. Recíprocamente, si dos rayos entran en el cristal siguiendo las direcciones que se han dicho, pueden unirse y entonces emerge un solo rayo.

    »El resto es obvio. Se dispone una batería de objetivos a modo de cristales interventores. En cada cristal interventor mitran dos rayos siguiendo los caminos indicados en la dirección requerida, uno de los cuales viene directamente del objeto a través de uno de los objetivos y el otro emerge del cristal inmediato anterior en la serie y es la unión de los que vienen del objetivo y cristal inmediatos anteriores. De este modo el rayo que emerge del último cristal de la serie es la suma de los rayos unidos de todos los objetivos, y si la fabricación y el estado óptico del cristal son perfectos, puede producir una perfecta imagen del objeto, iluminada en proporción a la suma de las áreas de todos los objetivos; la colocación de las lentes pequeñas y el método de distribución por la polarización son tan sencillos para vuestros ópticos, que pueden omitirse.

    »—¿Qué es polarización? —pregunté.

    »—Ahora no es ocasión —contestó la voz— de más descripciones, y el hecho de que no conozcas ese vulgar fenómeno óptico da más valor a mí explicación para el objeto para que me la has pedido. Tu pueblo lo sabrá todo. Ahora debemos cesar en nuestra conversación y no podrás oírme hasta mañana a la misma hora que hoy, cuando vuelvas nuevamente a los teléfonos.

    »Así terminó nuestra conversación, y yo no dije más; en realidad, sentí una curiosa sensación que me prohibía hacerlo. Espero que pronto seré relevado de este lugar de pesadilla. El cuartel general me dice que el relevo viene lo más rápidamente posible. Nada tengo que decir contra, la voz amiga que he oído, ni contra la comunicación que ha establecido. Algo debo agradecerle, porque en nuestra primera conversación, durante mi sueño, evidentemente calmó mis nervios, cuando yo estaba probablemente a un paso de la locura. Es muy posible que ella me haya salvado la razón. Al mismo tiempo, no puedo olvidar que estoy a centenares de millas del hombre más próximo, y esta razón hace que no me seduzca mucho la idea de oír la voz de alguien que empieza por decirme que no es un ser humano ni mucho menos. Entonces, ¿qué es lo que puede ser? No me atrevo a pensar nada.

    »No he enviado ningún informe oficial de la precedente conversación. Par lo menos, ahora estoy seguro de la existencia de alguien que ha hablado conmigo. He sentido tremendamente su influencia personal; de esto no hay duda. Pero ello no prueba que sus palabras sean verídicas o que hable desde Venus. Acaso algún espíritu errante,… pero no quiero pensar en ello. ¡Qué no daría yo por salir de esta horrible roca que parece perdida en lo más remoto del océano! He tratado de subir otra vez al acantilado y recorrer el cerco del horizonte, buscando algo que rompa su línea, pero ahora tengo miedo. He resuelto no esperar al teléfono a la voz misteriosa. ¡Que sean otros quienes sostengan la próxima conversación aquí!».


    * * *

    Con unas cortas frases de amor, que expresaban principalmente el deseo de un pronto encuentro, terminaba el diario en este día. Debajo de la fecha del día siguiente, y precisamente a la hora marcada por la voz, estaba escrita una ulterior conversación, evidentemente a despecho de la resolución de Macrae. Estaba en taquigrafía, y cuando el doctor empezaba a traducir las primeras palabras, se abrió la puerta y entró el capitán Evered.

    —Bien, Anderson. ¿Qué piensa usted de las divagaciones de ese pobre muchacho? Delirio curiosísimo, ¿no?
    —Más que curioso; pero, de usted para mí, no me parecen delirios de ningún modo. Hay aquí un problema que en este momento me intriga muchísimo. Si Macrae hubiera sido un hombre de ciencia, aún resultaría curiosísimo este delirio; semejantes casos son bastante frecuentes y este no sería más que uno de ellos. Pero si fue únicamente el hombre inculto que usted me ha descrito, entonces este documento es la cosa más asombrosa que he visto en mi vida. Sin embargo, me parece que podemos aceptar su propia versión.
    —Bueno. Usted sabe de estas cosas más que yo; pero a mí sólo me parecen delirios de un loco.
    —¡Pero si no son delirios! Lo que ha escrito como palabras de la voz demuestra un conocimiento científico y si Mac rae no lo poseía, no se puede aceptar la idea de locura. Vamos a analizar un poco. O él poseía considerables conocimientos científicos cuando desembarcó…
    —Mi querido Anderson, yo lo conocí perfectamente durante nuestro viaje, porque intenté establecer buenas relaciones entre él y el pobre Wilson. Tuve bastantes conversaciones con él y puedo asegurar a usted formalmente que era un completo ignorante, un tosco montañés; pero muy imaginativo. Se dedicó con asiduidad a 3a parte práctica de la radiotelegrafía, y, por consiguiente, telefonía. No tenía la menor noción de teoría científica, pero era competente en la ingeniería y en el trabajo manual. De cultura general, no tenía nada absolutamente.
    —Acaso —dijo el doctor— se llevó libros y estudió en la isla.
    —Ningún libro fue desembarcado.
    —O Wilson le dio algunas lecciones en su tiempo libre.
    —Absolutamente absurdo. Wilson nunca se hubiera encargado de instruir a un patán.
    —Entonces pudo haber estado en comunicación radiotelefónica con alguien que le haya instruido en sucesivas conversaciones; esa es la única explicación de esto —dijo el Dr. Anderson señalando el manuscrito.
    —Solamente hay dos estaciones que puedan comunicar por teléfono con la Estación X. Ninguno de sus operadores, a menos de estar tan loco como Macrae, se hubiera aventurado a contravenir las ordenanzas con tal objeto. Usando el alfabeto Morse pueden recibirse las señales de algún buque que entre en su radio; pero está prohibido contestar. Sin embargo, si hemos de admitir que ha recibido mensajes de alguien, parece que debemos aceptar la versión de Júpiter, o lo que quiera decir.

    Anderson no coreó la carcajada del capitán.

    —Bueno —dijo este—, puesto que usted no quiere aceptar mi sencilla explicación, dígame entonces su opinión.
    —Ciertamente. ¿Ha leído usted esta descripción de un telescopio compuesto?
    —Sí; he leído por encima una descripción de algo por el estilo, ¿.Hay algo raro en ello?
    —No sé si es posible su construcción; en mi opinión, es imposible, pero es completamente verosímil, y la teoría está perfectamente. Las dificultades serán exclusivamente de construcción. La idea es completamente nueva. En manos de seres superiores, como estos Venerianos parecen ser, las dificultades mecánicas pueden anularse. Además, la primera parte de la historia está perfectamente, y la segunda no ha podido inventarla Macrae. Más todavía: mientras la leía, busqué la posición de Venas y calculé minuciosamente la distancia. Encontré que, dada la velocidad de las ondas hertzianas estas emplearían exactamente tres minutos en recorrer esta distancia. Resulta que los seis minutos de que habla Macrae coinciden con mis observaciones. Además hay opiniones de los supuestos Venerianos referentes a nuestro atraso social, al no adoptar un lenguaje universal, y otras cuestiones políticas. ¿.Puede usted suponer que esas ideas han salido de Macrae?
    —¡Caramba, Anderson, está usted en lo cierto! Ahora esto es realmente interesante. Acaso la taquigrafía que sigue pueda iluminarnos más. Y a propósito, espero que su última, hora no tardará en llegar. Va resultando muy difícil ocultarlo de la tripulación.
    —Celebro mucho que por fin esté usted interesado. Pero esto es una labor muy larga para mí. Hace tanto tiempo que no empleo los signos Pitman, que casi los he olvidado.

    Efectivamente, era muy avanzada la noche cuando el doctor terminó su traducción; pero estaba tan absorto en su contenido que no levantó la cabeza hasta dejarla terminada por completo.


    CAPÍTULO V
    EL AVISO DE UN PLANETA AMIGO


    A la mañana siguiente, el doctor Anderson entregó al capitán Evered su traducción de la taquigrafía de Macrae.

    —¿Qué piensa usted de ello? —preguntó el capitán.
    —No quisiera decir nada hasta que usted lo haya leído, capitán —respondió el doctor—, para que no me crea loco como a Macrae. Ahora me vuelvo a mí enfermo, porque aún no he terminado con él.

    Una vez solo, el capitán Evered abrió el manuscrito y, ansiosamente, empezó su lectura.


    «—¿Estás ahí, Macrae?

    »—Sí, aquí estoy, a pesar de que, pensando en nuestra conversación de ayer, había decidido no asistir hoy.

    »—¿Por qué?

    »—Decidí esperar a que hubiera aquí alguien conmigo. Desde que me dijiste que lo que yo oía no era una voz humana, todo esto me parece un horrible absurdo. Poco después de dejar los teléfonos, me asaltó la idea de que todo había sido una ilusión.

    »—De modo que decidiste no venir al aparato hoy; pero a medida que se iba acercando el momento cambiaste de idea, o más bien la idea te cambió, y decidiste acudir, ¿no es eso?

    »—Sí, eso fue exactamente lo que pasó.

    »—Bien. Mientras hablas conmigo, ¿tienes alguna duda sobre mi existencia?

    »—Ahora no. Experimento con toda claridad la sensación de que eres alguien, alguien que no soy yo.

    »—Exactamente. A través del abismo sientes mi influencia personal. Yo creo, Macrae, que, a pesar de tu temperamento impresionable te encuentras excepcionalmente adaptado al papel que estás desarrollando. Convéncete por completo de mi realidad; de ahora en adelante rechaza toda idea que te aparte de esta; no dejes que la duda, te asalte nuevamente. Respecto del otro punto que índicas, aunque nada sepas de las formas corporales de aquí no te dejes atormentar por la curiosidad. Esta, que sin duda existe entre tus congéneres respecto de nosotros, será completamente satisfecha más adelante. Por de pronto has de intentar convencerte de que el cuerpo en lo que menos importa; lo que más interesa es la vida alojada en él.

    «Desde el punto de vista que te estoy hablando, lo esencial es que fijes esto en tu imaginación, porque te ayudará a comprender. Por lo demás, míranos como amigos tuyos, amigos de tu raza. Pronto sabrás qué urgente necesidad tenéis los terrestres de nuestra asistencia, porque liemos decidido aquí, en vista de la maravillosa oportunidad de nuestra conversación, que, algún accidente puede cortar en cualquier momento, no demorar un día más el poner en vuestro conocimiento el hecho de que se trata. Como el mensaje no es para ti sólo, sino para todo tu mundo, escribe con mucho cuidado. Oye con atención.

    »Os amenaza un terrible peligro, del cual os salvaréis, si es posible, gracias al afortunado accidente que te puso en comunicación conmigo por vez primera.

    »Para que comprendas mejor lo que vas a oír, es preciso empezar por referirte acontecimientos pasados, relativos a la vida en otros mundos, aparte del tuyo y del mío.

    »El misterio del origen de la vida, como el de la materia, es un océano cuyo fondo ninguna criatura finita puede encontrar. Será suficiente para la escasez de tus conocimientos en este asunto mi afirmación de que no debes poner en duda la existencia de otras razas planetarias en nuestro sistema. Tú tienes ahora una prueba de que existe, por lo menos, otra, y debes creerme cuando te digo que no hay razón para que un planeta, en condiciones de temperaturas y otras que hagan posible la vida, permanezca estéril de desarrollo orgánico.

    »Pero ha habido tiempos en el pasado en que tales condiciones no se habían aún obtenido, porque varios miembros de nuestro sistema estaban todavía demasiado calientes para recibir la vida. A consecuencia del más rápido enfriamiento de los planetas menores, el primer teatro de la vida fue vuestro satélite, la Luna… Esto ocurrió hace millones de años y sus condiciones climatológicas eran muy distintas de las de ahora. Entonces tenía abundante atmósfera y humedad y llegó a ser un vivero de vida muchísimo tiempo antes de que tu mundo o el nuestro pudieran serlo.

    »Siguieron los resultados inevitables de estas condiciones. Sé cubrió de miríadas de especies vivientes, de las cuales finalmente emergió una que, en virtud de su superioridad mental y adaptamiento corporal, las dominó a todas. Obedeciendo a las leyes del desarrollo, esta raza fue ascendiendo cada vez más alto, llegando a una situación semejante a la vuestra en la Tierra o a la nuestra en Venus. Ahora imagínate el lapso de un inmenso período de tiempo, hasta que sobrevino la gran tragedia, de la que voy a hablarte.

    »En el transcurso de innumerables miles de años, los Selenitas desarrollaron sus fuerzas físicas y mentales mucho más que las vuestras y las nuestras actualmente. En aquel tiempo, en la Tierra y en Venus sólo existían las formas más rudimentarias de la vida, a consecuencia de su más reciente habitabilidad. El único lugar donde entonces la vida había llegado a un nivel más elevado era un planeta mucho más pequeño, Marte. En el tiempo en que la raza dominante en Marte llegaba a un estado mental semejante al vuestro actual, los selenitas estaban mucho más adelantados.

    »La Lona envejecía y se iba volviendo impropia para la vida de sus habitantes. Así como fue la primera en ser habitable, fue también la primera en ser inhabitable. Ahora no puedo entrar en las causas de esta decadencia; te las explicaré en otra ocasión. Los habitantes de vuestro satélite lo comprendieron. Los selenitas llegaron al momento en que cesó completamente su rotación diaria, se encogió su atmósfera y escaseó la humedad; no era posible continuar mucho más tiempo luchando. Las generaciones que se sucedían en estas circunstancias desfavorables fueron siendo cada vez más enérgicas. Al juzgar a los selenitas, es justo resaltar estos hechos.

    »La ciencia y la inteligencia de estos seres los llevaron a pensar un momento en las condiciones locales dominantes en los otros miembros del Sistema Solar, o, por lo menos, en las de los cuatro interiores. Empezaron a discutir la cuestión: ¿habría alguno entre estos que constituyera un hogar más grato y fuera abordable? Había uno: ¡Marte! Pero este estaba ya habitado por seres de alta inteligencia con los cuales los selenitas habían llegado a entablar relaciones. ¿Se podía llegar a Marte? Había un camino, tan horrible en su egoísmo, tan demoníaco en su indecible maldad, que la imaginación se encoge al pensar en él, aun después de un lapso de un millón de años. Pero es mi penoso deber hacerte el terrible relato.

    «Los selenitas conocían la doble imposibilidad de trasladarse a Marte; imposible atravesar los millones de millas a través del abismo, imposible continuar la existencia en el mundo nuevo, aun suponiendo que consiguieran llegar sanos a él.

    »Las condiciones de salud, como las de enfermedad, dependen de las formas microscópicas de la vida que viven en nuestros cuerpos o en sus alrededores. Gran número de ellas son inofensivas porque, acostumbrados a su acción, hemos adquirido la inmunidad. Pero estas bacterias son completamente diferentes en Marte de sus correspondientes de la Tierra y su satélite. El resultado es que ninguna forma de Ja vida animal de uno de estos mundos puede continuar su existencia en el otro; sería la víctima indefensa de nuevas innumerables enfermedades, cualquiera de las cuales podría ser fatal. Y sin embargo… había un camino.

    »¿Has pensado en el hecho de que te hallas ahora completamente bajo mi influencia? ¿Que me ha sido muy fácil comunicar contigo durante veinte horas sin que fe enteraras? ¿Que, sin saber por qué, sin conciencia de la influencia exterior, has acudido a esta conversación en el momento preciso… a despecho de tu resolución de no acudir? Lo que no has sabido es que no tenías opción. Esta es mía exclusivamente. Pero poderes tales como este mío (que, aunque indudablemente en más alto grado, acaso no son muy diferentes en la forma de los que conocéis en la Tierra) no son nada comparados con los poderes que tenían los selenitas en aquella época de que te hablo, cuando ni tu mundo ni el mío albergaban seres raciónales.

    »Era muy fácil para un selenita establecer, con mutuo consentimiento, una relación mental con un congénere, y no solamente intercambiar así sus ideas sin necesidad de medios físicos, sino hasta cambiar su personalidad, lo que prácticamente equivalía a cambiar sus cuerpos. Pero ni aun era preciso que los dos fueran selenitas. Este cambio podía hacerse con cualquier ser de un estado mental suficientemente elevado para colocarse en relación mental, y la distancia material no intervenía para nada. Tratándose de seres más débiles, no era necesario el consentimiento de estos. Una vez puesta en estado la comunicación con ellos por la influencia hipnótica para establecer esta relación, mandaban en su voluntad más débil. Así fue concebida la espantosa idea, inhumanamente puesta en práctica, de efectuar el cambio corporal con los infortunados marcianos de aquellos días.

    »No es necesario entrar en todos los detalles de este espantoso crimen. La ciencia de los selenitas, amplificada con el conocimiento de las condiciones locales marcianas por su relación con sus víctimas, les permitió adquirir de antemano todo lo que necesitaban para su dominio en las nuevas condiciones, a fin de que al tomar posesión de los, para ellos, nuevos cuerpos, no resultara el cambio fatal para ellos. Por el contrario, cada marciano despertó de su sueño hipnótico para encontrarse no a sí mismo en lo que concernía a su forma corporal, sino convertido en una extraña criatura, en un mundo del que nada conocía. Su razón no pudo resistir este, choque y murió en plena locura furiosa. Así perecieron seiscientos millones de seres de alta inteligencia y cultura. Esta es la mayor de las tragedias a que ha asistido nuestro Sol.

    »Los invasores habitaban ahora un mundo nuevo, lleno de vida y belleza, con fauna y flora de infinita variedad, esplendor y novedad, y las condiciones de su nueva vida hacían su existencia agradable y feliz. Pero todo en el Universo es un medio para llegar al fin, y el crimen no es una excepción y su final no es la felicidad. La esencia del crimen es el egoísmo. Él crimen de los selenitas, a los que de ahora en adelante llamaremos marcianos, era un crimen de raza. Personalmente, para ellos las ventajas fueron discutibles; el sacrificio, inevitable.

    »No se debe olvidar que cada uno de ellos, no menos que su víctima, habitaba ahora un cuerpo por lo menos desagradable para ellos, como el suyo lo era para los pobres infortunados que habían sido forzados a ello. Más todavía: la vieja e inmensamente superior civilización de las dos razas sufrió una degradación, a cansa de la forma corporal más primitiva y menos desarrollada, puesto que se habían modelado por efecto de las edades de adaptación. Sólo mencionaré en este aspecto la cuestión del lenguaje, que hubo de ser traducido íntegramente a los nuevos sonidos de la articulación. Únicamente el tiempo podía aligerar esta adaptación, que hubo de hacerse en el transcurso de muchas generaciones.

    »La excusa que los marcianos se dieron a sí mismos fue que las condiciones de vida en la Luna habían llegado a ser tan amenazadoras que imposibilitaban su bienestar corporal, disminuían sus poderes mentales y la espléndida inteligencia de la que, tan justamente, estaban orgullosos. Si ellos se defendían, una de las dos razas debía perecer; ¿por qué no había de sobrevivir, si ero justo, la más civilizada? Fíjate en que su argumento al hablar de las razas desdeña la parte física, y, sin embargo, en este aspecto, fue la más elevada la que mereció.

    »Y ahora he aquí la consecuencia. Más tarde llegaron a comprender que su anterior hogar no era tan inhabitable como les había parecido; que podían haber continuado en este hasta que su hermana, la esfera mayor, estuviera dispuesta para recibirlos; que las crecientes dificultades de la existencia lunar estaban exactamente calculadas, no para destruir, sino para estimular sus potencias físicas y mentales hasta que fuera posible su traslado material a la Tierra; que su ciencia progresiva hubiera pronto resuelto el problema de un modo legítimo, trasladando sus cuerpos a través de la pequeñísima distancia que relativamente los separaba de su meta terrestre, en donde hubieran conseguido vivir y progresar, porque las formas bacterianas de la vida son iguales en la Tierra que en su satélite.

    »En este momento ha llegado a tal grado su progreso científico, que han resuelto el problema de hacer el viaje y llegar sanos y salvos a la Tierra, no desde la Luna, sino desde Marte; pero, como ya he dicho antes, esto les sería fatal porque los organismos marcianos no pueden existir en la Tierra ni, esto lo digo con gran satisfacción, en Venus. De este natural y feliz desenlace se han hecho indignos para siempre, con gran pesar suyo. Comprenden ahora el error de la perversa acción de sus antepasados, pero no yen para escapar a sus consecuencias ningún camino menos perverso. Y están ansiosos por abandonar a Marte, tanto como sus antepasados lo estaban por llegar. Una razón es que, desde el momento de su llegada a Marte, han cesado de avanzar intelectualmente. Sólo en el terreno científico han hecho progresos, pero esto es una cosa muy diferente. La otra razón es que Marte está envejeciendo muy deprisa.

    «Antes de la malvada idea que asaltó a los selenitas, eran estos, en todos sentidos, una raza civilizada y noble; eran los herederos naturales de una magnífica herencia, cuya posesión ahora es muy discutible. Por todas partes del Sistema Solar por donde su mirada se extendiera, no encontraban ningún mundo igual a ellos. Su industria corría parejas con su inteligencia; su estupenda energía realzaba su lucha con la Naturaleza. La maestría con qué conquistaron su mundo y las condiciones de este sobrepasaba a toda alabanza. Cuando el agua y la atmósfera empezaron a faltar, construyeron enormes recipientes circulares, que son perfectamente visibles desde vuestra Tierra, enormes cilindros sin cubierta, arruinada por las edades, monumentos póstumos de su privilegiada inteligencia.

    »Y ahora es desesperante para los marcianos, todavía incomparablemente superior a nosotros, vernos progresando lentamente, pacíficamente, avanzando siempre en la carrera en que ellos se encuentran detenidos, condenados, según parece, a ser adelantados por todos. Desde los tiempos de la monstruosa iniquidad cometida por sus antepasados, su antigua nobleza parece muerta. Su inteligencia, que sobrepasa a la nuestra, no parece armonizada con altos ideales, sino con la maldad, que es la probable razón por la que está estancada.

    »Y ahora llegamos a vuestro, peligro, y como ya te be preparado con la historia de los hechos que has oído, este puede, ser expresado en una sencilla frase: así como trataron a los antiguos marcianos, así…».


    * * *

    Aquí se cortaba bruscamente el manuscrito taquigráfico. Era evidente que en este momento había acaecido el suceso, cualquiera que fuera, que había motivado, no solamente el final brusco de las notas de Macrae, sino su caída al suelo en las circunstancias en que se le encontró tendido.

    Durante algunos minutos el capitán Evocad permaneció con la mirada fija en el vacío. Después dio orden de que se rogara al doctor Anderson que viniera al camarote.

    Al entrar, Anderson miró tranquilamente a su jefe.

    —Siéntese —dijo este.

    Después de un minuto largo de silencio, continuó:

    —Más loco que una cabra, ¿no?
    —No es esa mi opinión —contestó Anderson secamente, no repuesto todavía del disgusto que le produjo la poco ceremoniosa interrupción de su sueño.
    —Pero ese individuo no sabía nada de lo que estaba escribiendo.
    —Bueno, pero alguien lo sabía —contestó reposadamente Anderson—. Yo creo que si lee usted esta historia con cuidado exquisito, no pensará que tenga ninguna semejanza, con las incoherencias de la locura, o que haya sido escrita por uno que no sabía lo que hacía.
    —¡Dios mío! ¿Pero me va usted a decir que cree en esta historia?
    —Eso es una cuestión delicada, capitán. Yo creo que debemos aceptar la versión de que ha habido un narrador. La cuestión es esta: ¿de dónde ha venido esta historia?
    —Ha venido de Macrae, naturalmente, y de ahí no podemos pasar.
    —Yo nunca he oído hablar a Macrae; usted sí. Usted me ha descrito su carácter, su educación, o, mejor dicho, su falta de ella. Admito que el informe de usted es exacto. Pero esta historia toca cuestiones de astronomía, evolución, fisiología y otras ciencias, y siempre de un modo que revela a alguien familiarizado con ellas, o, por lo menos, a alguien que no es tan ignorante como usted me ha descrito a Macrae.

    El doctor Anderson se echó hacia atrás con el aire del que desafía a que lo desmientan.

    —Completamente de acuerdo —dijo el capitán Evered—. Ya veo la manera con que usted enfoca la cuestión. Ya volveros sobre esto más adelante y tendremos una larga conversación sobre ello. ¿Cuál es su teoría?
    —Ninguna absolutamente: no tengo ninguna, capitán.


    * * *

    En el transcurso del día, el capitán Evered leyó nuevamente la historia de Macrae, fijándose en los puntos indicados por el doctor, y comprobó el fundamento de sus observaciones.

    —Anderson tiene razón. Macrae no pudo sacarse todo esto de la cabeza. ¿Pero quién diablos lo ha escrito?

    El capitán había llegado a la misma conclusión que el doctor.

    Este esperaba impaciente el resultado de los ulteriores estudios que el capitán hiciera del documento. Al caer la tarde, lo abordó.

    —Extraña cosa esta radiotelegrafía y telefonía, Anderson —le dijo el capitán cuando lo vio entrar en el camarote—. ¿Cree usted que los planetas están habitados?
    —El profesor Rudge está firmemente convencido de que, por lo menos, uno sí. Considera que los descubrimientos de Schiaparelli lo han demostrado completamente en lo que a Marte atañe. Estudia el modo de hacer señales. Otros sabios están convencidos de que, si el planeta no está habitado, es perfectamente habitable.
    —¿De modo que Rudge quiere entrar en comunicación con ellos? Probablemente sería una cosa peligrosa, a creer a este manuscrito —dijo el capitán.

    Sus ojos se encontraron un momento. El doctor permaneció callado.

    —Escuche, Anderson: yo creo que ambos estamos de acuerdo en que esta narración de Macrae es de lo más estupendo que hemos oído, y también de que aquí hay un misterio que debe ser aclarado. La cosa infernal ha estado dando vueltas en mi cabeza durante todo el día y no he adelantado un paso.
    —Su caso es exactamente el mío, capitán —confesó el doctor.
    —Entonces, ¿qué debemos hacer?
    —Si lo que usted quiere decir es qué es lo que haría yo en su puesto, debo responderle que rogaría al Almirantazgo confiara a algún sabio eminente, tal como este profesor Rudge, el secreto de la Estación y de la escritura de Macrae, con lo cual quedaba a salvo vuestra responsabilidad.
    —¡Perfectamente! Esto es lo que voy a hacer. El profesor Rudge, como inventor del método de este nuevo sistema de telefonía, sin el cual hubieran sido imposibles estas instalaciones de largo alcance, fue llamado para que dirigiera su instalación. Conoce la existencia de la Estación X.
    —Entonces no habrá dificultad. Sólo deseo, además, que, lo mismo que los papeles, le entreguemos también al pobre Macrae.
    —¿Todavía no ve usted indicios de un despertar próximo? Si aún no ha muerto, no se debe perder la esperanza, ¿verdad?
    —Estoy completamente convencido de que no despertará, sino que insensiblemente se irá acercando a la muerte.

    Su conversación fue interrumpida por un golpe en la puerta.

    —Adelante —gritó el capitán, y un marinero asomó su cabeza.
    —Con su permiso, capitán, Mr. Macrae ha salido de su cabina y está recorriendo el buque envuelto en su manta, preguntando por usted, capitán. Parece algo enloquecido.
    —¡Cielos! —murmuró Anderson, y él y el capitán salieron precipitadamente del camarote.


    CAPÍTULO VI
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    Nunca experimentó médico alguno al equivocarse en un diagnóstico satisfacción mayor que la del doctor Anderson en el caso misterioso de Alan Macrae. A la natural complacencia de ver vuelto a la vida a un enfermo desahuciado por él se unía la probabilidad de penetrar un poco en el misterio que le atormentaba.

    Al hacerse cargo del paciente notó que el pobre muchacho, más que enloquecido, estaba excitadísimo, y no se calmó hasta mucho después, hasta que le explicaron por qué se encontraba a bordo del Sagitta. El doctor Anderson contestó a sus preguntas mientras lo empujaba hacia su camarote. Macrae fue calmándose gradualmente, tomó algún alimento y durmió, dejando al doctor Anderson libre de los temores que empezaba a experimentar.

    Después de esto, fue un completo restablecimiento, que demostró la inexistencia de lesión orgánica alguna y que la elasticidad y potencia de la juventud habían resistido. Dos días más transcurrieron antes de que el doctor Anderson pudiera interrogarle sobre lo que le ocurrió en la Estación X. Macrae, por su parte, no demostró mucho interés en hablar de ello.

    Al final del segundo día, Macrae se encontraba tan bien, aparte cierta debilidad física, que el doctor creyó que no le causaría perjuicio un pequeño interrogatorio. Ya se había convencido de que no había el menor indicio de locura en el paciente.

    Por tanto determinó averiguar si Macrae se opondría a tratar la cuestión, y en caso contrario, prepararle para una visita al capitán Evered.

    —Con mucho gusto, doctor —contestó Macrae—. Me encuentro bastante fuerte; en realidad no tengo nada más que la debilidad de haber estado acostado tanto tiempo.
    —Y de no haber comido nada durante una semana, muchacho: también hay que incluir esto. Sin embargo, mañana me propongo darlo de alta. Durante algunos días no debe pensar mucho en su aventura. Y a propósito de ella, le prevengo que no es mi intención forzarle a entrar en este asunto antes de que quiera hacerlo usted mismo, pero el capitán desea hablarle.
    —Ya lo esperaba, doctor, y, naturalmente, deseo explicarla, aunque la cosa que tengo que contar no tiene nada que ver con mi servicio oficial.
    —¿Qué cosa? —preguntó el doctor.
    —Mi aventura en la isla, doctor. Es tan extraña que nadie la creerá. Con mucha dificultad puedo creerla yo mismo. No es muy agradable la idea de que me tratarán de loco o mentiroso.
    —No lo afirme con tanta seguridad. No debe considerar su conversación conmigo y con el capitán como un informe oficial. Este lo hará, sin duda, en Londres. Nos contará usted mucho o poco, como quiera, y puede suprimir la parte cuyo recuerdo le excite.
    —Puesto que voy a hablar de ello, señor, prefiero hacer el relato completo: pero no sé cómo empezar. Por supuesto, el capitán sabrá ya cómo me quedé solo en la isla, ¿no?
    —Sí… ¡Ah! ¡Aquí viene! —contestó el doctor, cuando entraba el capitán.
    —Y bien, Macrae —preguntó este sonriendo—… ¿Está usted mejor?
    —Creo que estoy completamente bien, mi capitán: pero este espantoso suceso del teniente Wilson y los misterios que siguieron me atormentan de un modo horrible.
    —Le habrá sorprendido encontrarse en el Sagitta, ¿verdad?
    —Sí, señor; yo no esperaba esto.
    —¿Recuerda usted todo lo que ocurrió en la estación? Por supuesto, ya he visto el informe oficial y también sé algo de informe privado de sus aventuras. Y a propósito, temo que este sea censurado, porque contiene algunos detalles que serán peligrosos en ciertas manos.
    —Lo siento mucho, señor —dijo Macrae enrojeciendo—. ¿He hecho algo malo?
    —Sin intención, estoy seguro —contestó el capitán afablemente—; pero quizás no ha guardado toda la reserva que debía. Probablemente, mañana desembarcaremos en Hong Kong. Acuérdese de la solemne promesa que me hizo por escrito de no comunicar nada referente a la Estación X a ninguna persona no autorizada. Ya hablaremos de esto por la mañana. Precisamente, ahora Anderson y yo deseamos que nos cuente sus últimas impresiones de la isla. ¿Puede usted explicarnos la razón del estado en que le encontramos?
    —Me alegró que hayan ustedes leído mi diario, porque aun cuando no estaba destinado más que a mí prometida, me ahorra muchísimas explicaciones. Ahora, comprendo perfectamente que cualquiera, que lo hubiera leído me hubiera tachado de embustero o lunático. Pero puedo solemnemente asegurar a ustedes que lo que he escrito es la verdad.
    —¿Recuerda usted todo lo que ha escrito? —preguntó el capitán Evered—. ¿Recuerda que ha conversado con alguien que le dijo que hablaba desde otro planeta, desde Venus?
    —Recuerdo todo perfectamente —dijo Macrae con firmeza—: y he escrito exactamente las palabras que cruzamos. La última conversación, está todavía en taquigrafía; si usted lo desea, voy a traducirla ahora.
    —Cuando llegó el capitán, iba yo a decirle que la he traducido ya. Hemos llegado hasta el instante en que termina tan bruscamente.

    Macrae vaciló un momento, como si le molestara tratar una cuestión tan desagradable.

    —Si —dijo por fin—; termina de una manera repentina. Fue entonces cuando ocurrió la interrupción.
    —¿La interrupción? ¿Qué interrupción?
    —Todo ocurrió en unos segundos. No sé cómo describirlo. La voz me hablaba y parecía prevenirme contra algo, cuando, repentinamente, surgió otra voz, otra voz mayor… ¡Oh, una voz! —Macrae se levantó, y sus oyentes se sorprendieron de ver la expresión de espanto que cubrió su rostro—. No puedo describirla. Parecía tener gran autoridad.
    —¿Qué fue lo que dijo?

    Después de una pausa durante la que Macrae excitaba sus recuerdos:

    —No puedo transcribirlo —dijo—. Parece que tengo una especie de recuerdo de algo: pero es muy confuso, brumoso. No puedo recordar las palabras; sólo recuerdo la voz.

    En vista de la actitud del paciente, el Dr. Anderson se inclinaba a cerrar el interrogatorio y se levantó; pero el capitán le hizo sentar nuevamente. Después dijo a Macrae:

    —Ha dicho usted «una voz mayor». ¿Quiere decir una voz más fuerte, una voz que resonó más distintamente y que sumergió a la otra?
    —No sé si era una voz más fuerte; pero había algo en su tono, en la fuerza de esta que obligaba a escucharla. No puedo decir más.
    —¿Ejerció una gran influencia sobre usted entonces?
    —Sí, una gran influencia —contestó Macrae estremeciéndose.
    —¿Qué ocurrió después?
    —Hubo una interrupción de la primera voz y sonidos como de disputa; pero no palabras. Todo sucedió tan Rápidamente que hay en mi memoria una especie de embrollo. Lo único que está perfectamente claro es que los teléfonos fueron excitados por dos voces que me hablaban al mismo tiempo. Aunque no recuerdo las palabras, puedo decir que las dos parecieron ejercer su influencia en mí. La una parecía luchar con la otra; pero la segunda voz ganó. Sucedió algo como una obscuridad y una severa orden de la primera voz. Me pareció recibir un golpe violentísimo en la nuca, y lo único que sé después es que me encontré a bordo de este buque.
    —¿Esto es absolutamente todo lo que sabe? —preguntó el capitán.
    —Eso es todo, señor.
    —Trate de olvidarlo por esta noche —dijo el doctor—. Duérmase tan pronto como pueda y mañana levántese y dé unas vueltas por la cubierta.

    Después de desearle buena noche, ambos salieron de la cabina. Durante varias horas, los dos hombres hablaron en el camarote del capitán; pero terminaron como empezaron, Cada uno se sentía arrastrado por la historia de Macrae, por la evidencia de su informe y por su sinceridad.

    —¿A usted le parece que está completamente en su juicio? —preguntó el capitán Evered.
    —Completamente; tan racional como usted o yo.
    —Bien. Voy a seguir su consejo respecto al profesor Rudge. No habrá dificultad en que vea a Macrae. Mañana lo desembarcaremos en Hong Kong y desde allí se le conducirá, a su casa, acompañado de mi informe, y, naturalmente de estos escritos suyos. Voy a informar en el sentido de que, en mi opinión, no es apto para esta clase de servicio. ¿Puede usted hacer este informe?
    —Puedo —contestó Anderson—. Macrae es un individuo subjetivo. ¿Ha notado usted cómo ha llenado el diario con su personalidad?
    —Sí. Y a propósito, ¿qué opina usted de las dos voces y del golpe en la nuca?
    —Creo que dos voces no son menos misteriosas que una. Si se ha de creer en una, ¿por qué no creer en dos? En ese supuesto, hay que admitir que aun entre nuestros amigos los venerianos hay discordias a veces. Esa es una disputa, supongo, que nada tiene que ver con nosotros.
    —Probablemente —sonrió el capitán Evered, añadiendo—: para sugerir la idea de que este asunto debe ser entregado al profesor Rudge, voy a escribir a este unas líneas. Un Departamento gubernamental, mi querido Anderson (y como en este caso se trata del Almirantazgo, creo que no digo una tontería), no llega tan adelante en los asuntos como debiera llegar. Pero creo que el profesor Rudge sí llegará.


    * * *

    Así fue como Macrae se encontró devuelto a su vida cotidiana mucho antes de lo que pensó cuando salió de Inglaterra. No estaba muy alegre; experimentaba la sensación de haber caído en falta, sin llegar a comprender cómo hubiera podido obrar de otra manera. Le asustaba la idea de que su absurda historia le iba a perjudicar y de que el Gobierno no le daría otro puesto. Este sentimiento de depresión cesó cuando entró en el golfo de Vizcaya, cuando los cielos grises le recordaron las montañas de su infancia. El viento del Atlántico cayó sobre él y levantó su espíritu.

    Un telegrama avisó a May Treherne la inesperada llegada de su novio, y la joven marchó a Portsmouth a esperarlo. Fue el suyo uno de los primeros rostros que él vio, y su bienvenida completó la cura que habían comenzado a hacer los cielos grises del Norte.

    No se equivocaron los ojos de Macrae al leer en los de ella la involuntaria pregunta que el tacto impedía decir a los labios, y se admiró de ver que se preparaba a contestar, a pesar de que debía mantenerlo secreto.

    No era secreto que él había estado en una estación radio, y también se podía decir, sin pecar de indiscreto, que esta estación estaba aislada en el inmenso Océano. Pero él la refirió cómo, durante una corta ausencia del edificio de la estación, sus compañeros habían sido asesinados, y él cuando volvió se encontró sus cadáveres; cómo había quedado sin conocimiento; cómo, a consecuencia del estado de sus nervios, había sido relevado y enviado a su casa. Añadió que había otros detalles, de los cuales no podía hablar, a, causa de la reserva obligada.

    Ella quedó horrorizada con el relato y, al final, le expresó su inmensa alegría por haberse salvado.

    —Supón, querido Alan, que hubieras estado en la estación cuando esos miserables asesinaron a tus compañeros. Tú hubieras sido también asesinado. ¡Oh, cuánto me alegro de que estés en Inglaterra! Cuando recibí tu telegrama experimenté una tremenda sorpresa.

    Él notó que su explicación la había descargado de un gran peso. También parece que desató su lengua, porque ahora él no iba a ser más que un oyente de lo que hizo ella durante su ausencia y había que discutir los planes para el futuro.

    Aquella tarde May Treherne regresó a Plymouth y Macrae se dirigió Londres. A la mañana siguiente se presentó en el Almirantazgo, donde le ordenaron volver al otro día, cuando se hubiera leído el informe que de él habían recibido. Tuvo que sufrir un verdadero examen, porque había mucho miedo de que un posible enemigo se introdujera en las oficinas. Fue una sorpresa para los oficiales comprobar, después de un interminable interrogatorio, que no había el menor motivo para sospechar.

    Fue un alivio para sus examinadores que todo viniera a indicar que los asesinatos ocurrieron como se decía en dos informes oficiales, primero por Macrae, y luego por el capitán del Sagitta. Por lo demás, se trataba de un caso curioso de delirio, producido por los nervios excitados por la tragedia. Su diario había sido confiscado. Fue severamente reprendido por haberle escrito, y especialmente por contener expresiones que hubieran podido servir de indicaciones de los secretos del Gobierno. En lo sucesivo prestaría servicio en las estaciones nacionales, con tal de que no cometiera más indiscreciones, y se le ordenó presentarse de servicio al final del mes, concediéndole de licencia todos los días que faltaban.

    Al siguiente día regresó Macrae a Plymouth, y entonces se puso de manifiesto la sabiduría del capitán Evered al escribir al profesor Rudge, porque si no lo hubiera hecho, nunca más se hubiera oído hablar de Macrae ni de sus experiencias en la Estación X.

    La carta que recibió no contenía muchos informes: pero sí los bastantes para que quisiera saber más. Tuvo una entrevista por el primer lord del Almirantazgo, y como consecuencia de ella, se le entregó el informe de Macrae con la advertencia de que desplegara la más exquisita reserva.

    El profesor Rudge leyó el diario de Macrae estupefacto. Cuando lo leyó por segunda vez, su resolución estaba tomada. Era un hombre de rápida decisión y acción.

    A la mañana siguiente, Macrae recibió una carta del profesor, incluyendo una cantidad para gastos, en la que le rogaba como favor volver a la capital y entrevistarse con él, para tratar de las subsiguientes investigaciones de su reciente experiencia en la isla. Esta carta demostró a Macrae que el que la escribía debía de estar en contacto con las autoridades y se dispuso a cumplimentarla, no sin experimentar cierta contrariedad, tanto él como su novia.


    * * *

    Nuevamente tuvo Macrae que sufrir un examen. Esta vez fue más afinado, más detallado, más al minuto que los anteriores. Absolutamente ningún punto escapó al sabio profesor.

    Antes de que terminara el interrogatorio, Macrae había experimentado una gran simpatía hacia el profesor. Este había decidido tratar el caso sin prejuicios, y, bajo la influencia de sus amables maneras, Macrae sé abrió completamente y se confió por entero al sabio. La conversación versó sobre la instalación radio de la estación y Macrae notó que sus conocimientos mecánicos no eran nada comparados con los de su examinador. Este le interrogó sobre muchos detalles que aparentemente no tenían importancia.

    Finalmente, llegaron a las conversaciones con «la voz», donde Macrae tuvo que contestar a innumerables preguntas. Muy especialmente se le interrogó, sin que él supiera por qué, sobre la pronunciación de determinadas sílabas, el acento, la modulación y la entonación. Contestó con bastante claridad a esto, llegando con rapidez a comprender el objeto de la pregunta. El profesor pareció complacido al saber que, aunque la articulación y pronunciación fueran correctas, el acento y la modulación eran notablemente deficientes, haciendo algo monótono el estilo. Una particularidad especial que Macrae mencionó espontáneamente, era que todas las frases parecían terminar bruscamente, sin ninguna caída de voz como si intentara añadir algo más.

    Cuando el examen parecía terminado, Macrae, animado por la simpatía del profesor, se atrevió a hacerle la pregunta que le ardía en los labios.

    —Ya sé, Macrae, que tiene usted el desagradable sentimiento de que la gente duda de su sinceridad, y yo, de una vez para siempre, voy a decirle que los excuso, porque la cosa es imposible, considerada inteligentemente. Pero tranquilícese; por muy grande que hubiera sido su deseo de engañarme, no lo hubiera usted conseguido ni por un momento.
    —¿Me habló la voz? —preguntó Macrae ansiosamente.
    —Indudablemente. No hay ni la más remota posibilidad de que se equivocara usted en esto.
    —¡Oh! ¡Cuánto me alegro de haber venido a verle, señor profesor! —dijo Macrae con un gesto de alivio—. Ahora no deseo más que olvidar todo el asunto, la voz, Ea isla, todo.
    —Me parece que pide usted demasiado, amigo mío —contestó sonriendo el profesor Bridge—. ¿Debo decirle cuánto me ha interesado usted? Lo mejor es comunicarle la decisión que he tomado… ¡Voy a visitar la Estación X y lo llevo a usted conmigo!


    CAPÍTULO VII
    LA VOZ MARCIANA


    Si alguien hubiera preguntado: «¿Quién es el sabio más eminente hoy en día?», nueve personas de cada diez le hubieran respondido sin vacilar: Starley Rudge. Su característica era la despreocupación. Sí, por ejemplo, hubiera sido alto dignatario de una iglesia, su tolerancia hubiera acarreado un escándalo. Este carácter suyo, dispuesto siempre a aceptar todo lo nuevo, le valió encontrarse con algunos recelos, aun en el campo de la ciencia. Disgustaba a algunos de sus colegas que un hombre, cuyos conocimientos científicos eran indiscutibles, chapoteara en cosas que a ellos les parecían sucias; llegara, a aceptar la posibilidad de la existencia de lo que no podía ser colocado bajo el microscopio.

    Admitido, por incontestable, el valor de su trabajo científico, su inclinación hacia el espiritismo era considerada con una extraña debilidad en un hombre de su talento.

    El profesor no era en modo alguno de carácter irrigable; pero pocos hombres hay que no se enojen, aun ligeramente, bajo el ridículo. Él sabía muy bien que sus investigaciones psicológicas habían sido miradas bajo este aspecto del ridículo, y que los resultados que él creyó haber verificado habían sido recibidos con manifiesta incredulidad. También sabía que su tratado sobre la habitabilidad de Marte había encontrado una fría acogida. Su opinión de la universalidad de la vida, que podía existir en todas partes donde las condiciones necesarias para la química, orgánica hicieran su presencia posible, se la reservó para sí mismo. Estaba seguro de que tales condiciones existían en Marte y probablemente en otros planetas. Sus convicciones no vacilaban en este punto.

    Se comprenderá fácilmente que cuando, en estas circunstancias de división de opiniones en el mundo científico, tuvo el profesor Rudge noticia del caso de Macrae, tomó el asunto con entusiasmo. Cuanto más reflexionaba sobre el relato del operador, más interesante le parecía. Después del examen de Macrae, quedó completamente convencido de que allí no había engaño, y sus peculiares condiciones parecían excluir más explicación que la ya dada. Su convencimiento fue tal que resolvió proseguir sus investigaciones en el lugar de la ocurrencia, a despecho de su lejanía.

    —Voy a visitar la Estación X —había dicho— y le llevo a usted conmigo.

    La réplica de Macrae le sorprendió.

    —¡No, señor profesor! Cualquier cosa que pueda hacer por usted la haré gustosísimo; pero nunca, nunca volveré a pisar la isla.
    —¡Qué tontería! No puedo imaginar que haya en el mundo un hombre que desdeñe esta ocasión de hacerse célebre para siempre. Yo estoy convencido de la verdad de su relato, pero le aseguro que los demás no le creerán tan fácilmente.
    —Nada puedo hacer para ello —dijo Macrae con tranquila decisión—, y siento muchísimo contrariar a usted.
    —Sí, puede usted y lo hará. No olvide que durante las investigaciones he admitido su historia, que no prueba nada: solamente me induce a marchar con usted al sitio y allí emplear el tiempo necesario para la confirmación.
    —Siento mucho, señor, que…
    —Ahora, Macrae —interrumpió el profesor—, en este punto no admito negativa. Tiene usted la ocasión única para rehabilitar su crédito. Pediré la orden al Almirantazgo y este me dará su traslado.
    —Antes renunciaré a mí sueldo que volver allá —dijo Macrae ásperamente—. Le ruego, señor profesor, que me dispense. Pídame usted cualquier cosa, pero no puedo volver a la estación.
    —Tengo la idea de indemnizar a usted muy generosa; mente por el tiempo y los servicios que preste, en una escala muchísimo más elevada que el sueldo que usted percibe del Almirantazgo.
    —Gracias, muchas gracias; pero…
    —SI piensa usted en la señorita Treherne, a la que tanta devoción profesa, ¿encuentra usted justificación a su negativa? Ella está esperando a que usted se encuentre en situación de casarse con ella; aquí están los medios que necesita para ello, ¿y usted los rehúsa?

    El profesor empezó a mirar a Macrae como un obstáculo en el camino de sus investigaciones. La última pregunta era maligna. Macrae permaneció silencioso, mirando fijamente sus zapatos, agitados por movimientos nerviosos. El profesor, creyendo próxima, la victoria, añadió:

    —Seguramente no habrá en el mando hombre que no le envidie a usted su fama. Píense detenidamente en el orgullo y placer de esta señorita, placer al que sería criminal renunciar por una persistencia en su negativa. ¿Qué podría ser la recompensa que yo le diera comparada con las que le lloverán de todo el mundo?

    Macrae lo miró como si vacilara entre dos impulsas: su rostro era la imagen de encontrados movimientos. Al fin sonó su voz, diciendo en un tono apenas perceptible.

    —Lo siento mucho, ¡pero no puedo volver a la Estación X!

    Ahora fue el profesor quien guardó silencio. Miró a Macrae como diciendo: «¿me habré equivocado sobre su carácter?». Sin embargo, en el rostro del muchacho, que estaba enfrente de él, no había trazas de obstinación. Su expresión era más bien de un penosísimo desasosiego, tal como una persona que se ve obligada a causar mal a un amigo muy querido.

    Haciendo un esfuerzo para ocultar su disgusto, el profesor dijo al fin:

    —Naturalmente, usted ha sufrido allí una terrible aventura y es posible que todavía no se haya repuesto de la impresión. En fin, no le retengo más por ahora. Vuelva a Plymouth y pronto volverá a oír hablar de mí.


    * * *

    Macrae recorrió su camino en un estado de depresión inmensa. Estaba convencido de que pronto recibiría una orden del Almirantazgo. Si esta llegaba, significaría la pérdida de su empleo. Y, sin embargo, él sentía que había dicho literalmente la verdad: por alguna razón, él no podía ir allá. Su única esperanza era que el Almirantazgo no quisiera efectuar su traslado.

    No ocurrió así. La petición fue recibida con sorpresa; pero el hecho de que un sabio tan eminente, después de una detenida investigación, estuviera suficientemente interesado para querer realizar tal viaje, demostraba bien a las claras que no se debía considerar lo ocurrido como una simple alucinación, y mucho menos como una patraña. Por consiguiente, se dio a Macrae la orden de destino a la Estación X y se le concedió autorización para usar del edificio de la misma tanto tiempo como se requiriese.

    Con estas armas, el profesor Rudge marchó a Plymouth y tuvo una larga entrevista con Macrae. No entraba en su ánimo hacer del documento el uso que Macrae temía. No empleó amenazas, sino otros medios, para alterar su determinación. Macrae había experimentado hacía el profesor una simpatía tal, que las conversaciones fueron completamente pacíficas, aunque todavía no accedía aquel a los deseos de este.

    Quien conociera al profesor Rudge sabía que este no era capaz de abandonar una empresa en que se hubiera enfrascado. Si alguna vez parecía haberse apartado de su propósito, en batallas subsiguientes se había acercado al éxito. Un pequeño asunto era a menudo suficiente para probar la firme tenacidad de su naturaleza; pero este no: era para él asunto pequeño. Desde el momento en que quiso que Macrae le acompañara a la Estación X, puso todo su empeño en conseguirlo. El solo hubiera ido en el acto; pero su profundo conocimiento de los fenómenos psíquicos le dijo que esto hubiera sido inútil. Comprendía perfectamente que la aptitud para oír aquella voz a través del vacío dependía infinitamente más de la «relación mental» previamente establecida entre el que hablaba y el que oía, que de la agudeza de oído de este último.

    Vio cómo el organismo sensitivo de Macrae cuando oyó por primera vez la voz (condición excepcional de un ser excepcional, realizada por la combinación del agotamiento físico y el horror), lo había capacitado para sentir, mejor que oír, el impulso etéreo de la llamada interplanetario. Por una casualidad entre un millón, o más bien entre innumerables, millones, Macrae, en un estado subconsciente, había tenido sobre sus oídos los teléfonos de la más poderosa estación radiotelefónica del mundo.

    Merced a tal casualidad, se había establecido la «relación» y ahora había que sacar provecho de ella. Macrae debía ser nuevamente conducido ante los aparatos. ¿Pero cómo vencer su obstinación?

    Para el sabio todas las cosas se reducían a un problema. Sabía que no hay causa sin efecto; para él, Macrae era un muchacho de inteligencia muy despierta, pero de voluntad débil. La voluntad humana es en esto como todas las cosas: la más débil debe rendirse a la más fuerte. Y, sin embargo, Macrae no se había rendido aún. Aquí estaba el problema.

    El profesor decidió, mientras lo resolvía, allanar el obstáculo por otros medios, y para este fin se dirigió a May Treherne. Supo que vivía en Plymouth, donde era mecanógrafa.

    Quedó agradablemente sorprendido al encontrarla; desde el primer momento notó que poseía mucha más cultura que Macrae, una voluntad muy fuerte y un profundo sentido común. El profesor tenía la idea de procurársela como aliada demostrándole las ventajas que obtendría Macrae, y, por tanto, ella. Pronto descubrió que era capaz de entusiasmarse sin pararse en sórdidas consideraciones y comenzó a pensar qué era lo que podría decirle.

    Estaba atado por el secreto del Gobierno, y, por eso, se contentó al principio con interrogarla, quedando sorprendido al saber lo poco que Macrae le había contado. Esto era consecuencia del regaño del capitán Evered a bordo del Sagitta. De esto no sabía nada el profesor Rudge.

    Bajo la promesa del más riguroso secreto, May Treherne fue enterada de los hechos por el profesor, que sólo omitió cuidadosamente indicar la situación de la Estación X.

    Su entusiasmo apareció palpablemente y excedió de lo que el profesor había esperado. Este puso en sus manos la conversación escrita con «la voz», diciéndole que formaba parte de un diario que Macrae había escrito mientras estaba en la estación, en forma de cartas cotidianas dirigidas a ella.

    —Pero, entonces, lo escribiste, ¡por fin! —dijo ella volviéndose hacia Macrae, y había en su mirada y en su voz la expresión de que no le había pasado inadvertido que Macrae no le hubiera hablado del diario. Sin embargo, ella no había nunca aludido a lo que consideraba como una promesa incumplida.
    —Entonces —preguntó—, ¿dónde está lo demás?

    El profesor le explicó cómo el Almirantazgo había creído que contenía datos que el Gobierno debía guardar secretos y por eso lo había confiscado.

    —Debo añadir —dijo— que lo encuentro justificadísimo.
    —¡Oh! —dijo ella, y por espacio de un segundo pareció qué iba a añadir más, pero tomó el discreto, aunque no femenino partido de no decir nada.

    Dirigió un gran número, de preguntas a Macrae a propósito de lo que la había dicho el profesor Rudge, el cual estaba a la expectativa para intervenir cuando fuera necesario. Este estaba asombrado del tacto de la muchacha, que ni un momento rozó cuestiones que entraran en el terreno prohibido.

    —¡Y es a ti, Alan, a quien ha venido esta distinción! —Exclamaba con vehemencia—. ¡Debes ir con el profesor Rudge, como él quiere, para venir convertido en el hombre más famoso del mundo!

    El profesor estaba entusiasmado al ver la poderosa aliada que había adquirido. Pero se equivocaba. Macrae estaba tan obstinado como siempre.


    * * *

    No pudiendo permanecer más tiempo en Plymouth, el profesor dejó a los enamorados y volvió a la ciudad… Pero no había abandonado su empeño. Había echado sobre la mesa su mejor triunfo, y, mientras esperaba los acontecimientos, seguía estudiando el asunto. Dedicó toda su atención a los informes que había podido arrancar de Macrae respecto al momento en que este: perdió el conocimiento. Particularmente le interesaron Tas palabras del mecánico al Dr. Anderson: «Sucedió algo como una obscuridad y una severa orden de la voz. Me pareció recibir un golpe violentísimo en la nuca…». Una teoría empezaba a formarse en la imaginación del profesor: pero antes de llevarla adelante decidió esperar noticias de Plymouth.

    Hacia el final del mes de permiso de Macrae, llego una carta de May:

    Querido profesor Rudge:
    No he podido obtener éxito ninguno con Alan: no lo comprendo. Yo creí que era la más fuerte de los dos. He hecho todo lo posible para persuadirlo, como usted deseaba, pero en vano. No está obstinado; al contrario, está como aplanado e incapaz de hablar de ello. En estas circunstancias, no puedo hacer más y ruego a usted que no le vuelva a escribir sobre el asunto; le incomoda mucho. Siento extraordinariamente contrariar a usted.
    Suya,
    MAY TREHERNE


    El profesor sonrió al leer esta carta.

    —¡Ah, pequeña traidora! ¿Ahora te pasas al enemigo? Nunca pongas tu confianza en una mujer. Esta muchacha es capaz de arañarme si vuelvo a la carga. Pero ahora ya sé a qué atenerme. Mi teoría está perfectamente establecida.

    May Treherne recibió la siguiente respuesta:

    Querida Miss Treherne:
    Ansioso de oír yo mismo la voz misteriosa, no me hace falta más confirmación de su realidad y la de la existencia de una personalidad detrás de ella que la misma carta de usted. Como esto parece algo confuso, me explicaré.
    Su opinión respecto a la voluntad de Mr. Macrae comparada con Ja de usted, es la mía. Cuando no hemos conseguido vencer esa voluntad, es señal de que hay algo raro. Leyendo los documentos que poseo, encuentro que en el momento en que perdió el conocimiento tuvo la impresión bien distinta de que recibía una orden enérgica. La orden, completamente de acuerdo con las conocidísimas leyes del hipnotismo, no se levantó cuando recobró el conocimiento, sino que decidió para siempre su conducta y voluntad.
    Usted y yo hemos estado desperdiciando nuestros esfuerzos y molestando a nuestro amigo inútilmente. No accede porque no puede. En realidad, no hemos discutido con él, sino con el veneriano. Por consiguiente, existe el veneriano. Es posible, aunque no seguro, que por medio del hipnotismo pudiéramos descubrir la orden, misma; pero creo que con esto abriríamos el camino a la objeción. Estoy ahora tan interesado en la investigación que creo preferible no hacer nada con prisas que pudiera chocar con la influencia a que ahora está sometido. Puede la orden ser la prohibición de volver a los aparatos para siempre o solamente durante algún tiempo. En este caso, no tendríamos que esperar mucho. Así, yo le propongo a usted esta espera y no hacer nada durante ella. Le ruego encarecidamente guarde el más absoluto secreto sobre esto y tenga la bondad de destruir esta carta tan pronto como la haya leído.
    Con el mayor respeto le saluda su affmo.,
    STANLEY RUDGE


    May se alegró de recibir esta carta, principalmente porque no se molestaría más a Alan. Respecto del argumentó general, no era lo suficientemente competente para formar opinión. Como el asunto era muy desagradable para Macrae, May no le dijo nada y quemó la carta, como se le pedía.


    * * *

    No se piense que el profesor abandonó el asunto. Continuó dedicándole a intervalos cuidadosos estudios. A menudo reflexionaba sobre el misterio de las dos voces. ¿Por qué había dos? ¿Qué discordia existía entre los venerianos? Era inconcebible que pudiera haber alguna persona o partido encargado de dificultar la comunicación con la Tierra. La voz había dicho claramente que durante miles de años habían anhelado esta comunicación, a la que solamente se había opuesto nuestro atraso. En sus últimas palabras, según el informe de Macrae, la voz se preparaba a hacer una advertencia, cuando otra, voz, la gran voz…

    —¡Dios del Cielo! —exclamó el profesor Rudge, viendo repentinamente el rayo de luz, dando un salto sobre su asiento en la excitación inmensa que le produjo su descubrimiento—. Esto es… Está claro…: todo está clarísimo… ¡¡¡ESTA VOZ VENÍA DE MARTE!!!


    CAPÍTULO VIII
    EN LA ESTACIÓN X


    Llegado a esta nueva hipótesis, el profesor Rudge experimentó la sensación de un hombre que hubiera estado manipulando con un martillo y un escoplo en una bomba vieja, resto de alguna batalla, y repentinamente descubriera, antes de que fuera demasiado tarde, que la bomba estaba cargada. Inmediatamente comprendió que si su conjetura era exacta, la situación no era para juagar. Recordó que una vez había intentado un peligroso experimento para cambiar señales con Marte, que había fracasado.

    —¡Senderos de locura, en los que aun los ángeles no osan aventurarse! —murmuró (nadie hubiera empleado palabras tan exactas)—. ¡Qué inmensa suerte que la influencia de los venerianos sea capaz de tan potentes interferencias!

    El tiempo pasó dejando las cosas en este estado. Nadie manifestó el menor deseo de llevarlas más adelante. Parecía como si nunca hubiera existido la Estación X.

    Cuando terminó el permiso de Macrae, este fue destinado a una estación local, después de sufrir un reconocimiento médico. Desde ella, May Treherne recibió con frecuencia noticias de él. Esta le notó en cierto modo cambiado. No había nada de la vivacidad de los tiempos pasados. Imaginó si sería el sentimiento de la pérdida de su doble paga, que disfrutó durante tan poco tiempo, y del consiguiente aplazamiento de sus planes. Si su vida era tan monótona como la de ella, se le podía perdonar su aburrida depresión.


    * * *

    El 10 de junio del año siguiente, el profesor Rudge, que había visto con gran sentimiento cómo se cerraba completamente el episodio, recibió una carta de Macrae, escrita desde una estación del este de Irlanda conocida con el nombre de Oruaghaun, que está suspendida sobre Tas rocas del Atlántico a una altura de dos mil pies.

    Muy señor mío:
    Si todavía tiene usted los mismos deseos que me manifestó el año pasado, me agradaría complacerlo. Por mi parte, iría muy gustosamente con usted al sitio que deseaba visitar. Al volver la vista atrás, me avergüenzo de mi anterior obstinación y estoy dispuesto a reparar mi falta. Mi inclinación ahora es completamente distinta Quiero ir allí y sueño continuamente con ello, no solamente cuando duermo, sino muy a menudo en una especie de sueño despierto en este sitio solitario, casi tan solitario como el otro. Me parece que me llaman, que me ordenan ir. Hasta parece que hay una fecha en mi imaginación y siento un gran deseo de estar allá en esa época. Acaso le parecerá a usted fantástico en extremo: pero… ¿habría posibilidad de estar allá el 27 de julio? Le escribo con la esperanza de que su deseo no ha variado y creo que hay tiempo suficiente. Esperando ansiosamente su respuesta, quedo suyo affmo.,
    ALAN MACRAE


    —Esto explica perfectamente un enigma —se dijo el profesor Rudge—. Se le prohibió durante algún tiempo, no para siempre; evidentemente, para un tiempo perfectamente determinado. ¡Qué tremendas deben ser las fuerzas psíquicas que manejan estos seres!

    Calculó que había tiempo de Legar a la Estación X en la fecha indicada, con tal de que el Gobierno también ayudase un poco. Obedeciendo a su primer impulso, se dispuso a contestar la carta de Macrae. A la mitad de su escrito se detuvo. Se le había ocurrido una idea que alteraba completamente el aspecto del asunto. Con perfecta confianza, estaba dispuesto a obedecer los deseos del veneciano; pero Macrae había oído dos voces y las dos le habían dirigido imperativas órdenes sobre algo. Comprendió que ambas estaban en oposición una con otra. ¿Cuál de las dos influencias era la que lo manejaba ahora? Esto era de vital importancia, pero ¿cómo descubrirlo?

    Decidió no hacer nada hasta que esto quedara resuelto. Durante un momento no vio ningún camino, pero súbitamente se le ocurrió la inmediata solución. Tomó un libro que contenía algunas tablas astronómicas, y después de un pequeño cálculo hizo un gesto de alivio. Había hallado que el 27 de julio Marte estaría en conjunción, es decir, en el otro extremo de su órbita con relación a la Tierra, y con el Sol interpuesto entre ambos planetas.

    —¡Bien jugado, veneriano! —exclamó en voz alta—. Cogido de improviso, completamente de sorpresa, sin un segundo que perder, luchando en desigual batalla con un ser mayor que él, y cada instante trayendo un nuevo peligro, el veneriano no perdió la cabeza. En un momento decidió un plan de acción hecho por un cálculo mental astronómico y ordenó a Macrae caer en temporal olvido que lo apartara del camino del peligro. «Sucedió algo como una obscuridad y una severa orden de la primera voz —había dicho Macrae—. Me pareció recibir un golpe violentísimo en la nuca…». Claro, el golpe contra el suelo. En su conversación con Macrae, el veneriano reclamó la superioridad mental. Esto está ya fuera, de toda duda; las pruebas no pueden ser más convincentes.

    El profesor Rudge no era hombre que manifestara su excitación fácilmente; pero esta vez no pudo ocultar su emoción. Lo que más ardientemente había deseado parecía finalmente mostrar posibilidades de realización. Su actitud en este momento era tan humana como de hombre de ciencia.

    La renovación del permiso del Almirantazgo y el traslado de Macrae fueron prontamente obtenidos. No perdió más que el tiempo estrictamente necesario para empaquetar las pocas cosas necesarias para el viaje y las que se necesitaban en la Estación X. Aquí el profesor experimentó una dificultad. No pudo decidir cuál fuera lo que le estorbaría. ¿Llevaría libros de consulta? ¿Qué es lo que podía suceder, si todo marchaba bien? ¿Una discusión científica? ¿No estaría más bien —según el relato de Macrae— en la situación de un alumno que tiene mucho que aprender y poco que enseñar? Estas cuestiones le inquietaron tanto que sus características distracciones llegaron a ser más frecuentes que nunca, y su hermana, que cuidaba de la casa, llegó a sospechar si, por fin, estaría enamorado.

    Se decidió que el viaje se efectuaría en un steamer hasta Hong Kong, donde el Almirantazgo tendría dispuesto uno de los cruceros que recorrían el mar de la China, el cual los llevaría a la Estación X. Las autoridades accedieron gustosamente a prestar esta ayuda al profesor en atención a los valiosos servicios del sabio en relación con la radiotelefonía y la elección de los equipos de estas estaciones, servicios por los que no había querido aceptar remuneración alguna.

    La despedida entre Macrae y May Treherne tuvo lugar nuevamente en Plymouth Hoe, y otra vez ella notó su depresión.

    —¿Estás seguro de que quieres hacer este viaje, Alan? —preguntó—. Acuérdate de que convinimos en que no habías de ceder.
    —Necesito ir, May —contestó él con decisión—. En realidad no hay motivo de alarma. ¿Pero te acuerdas, querida mía, de la última vez en que te dije adiós, cuando fui a… ese sitio? Te hablé de una nube que se levantaba en el futuro.
    —Sí, Alan, y acertaste. Pero ahora todo esto ha pasado, ¿no?
    —Cuando regresé, tú me dijiste que lo que había pasado me había servido de prueba. Pero, a pesar de esto, la nube no siguió adelante. Está ahí, May; más negra que nunca y mucho más cercana.

    Macrae se estremeció involuntariamente.

    Grandemente afligida, la muchacha trató de disuadirlo, aun en el último momento, de emprender el viaje bajo tan siniestros auspicios, pero sin éxito.

    Del mismo modo que antes había sido imposible convencerle para ir a la estación, era imposible ahora persuadirle de su nueva idea. Comprendió que era inútil. Y no es que la muchacha estuviera muy impresionada por los presentimientos de Macrae, pero hubiera visto muy gustosa que abandonara la empresa.

    Encontrándolo irreductible, trató de animarlo con palabras alentadoras y obtuvo el mismo negativo resultado. Sin embargo, aunque la partida fue triste, el aspecto exterior de los muchachos era alegremente forzado.

    El viaje transcurrió sin incidentes, y el 26 de julio, un día antes del fijado, se dio vista a la Estación X.

    El profesor Rudge entabló relación con el teniente Hughes, sucesor del difunto teniente Wilson, y pudo comprobar que se habían hecho diligencias antes de su llegada, y él y Macrae tenían ya dispuesto alojamiento. Entregó al teniente la autorización escrita respecto del uso del edificio de señales, y tan grande fue su impaciencia por alcanzar el objeto del viaje que aquella misma tarde él y Macrae estaban ante la mesa de aparatos.


    * * *

    Macrae se colocó los teléfonos.

    —¿Estás ahí? —preguntó, y le extrañó que, sin haberlo decidido previamente, usara el mismo tono de voz bajo que en sus anteriores conversaciones. Tomó asiento y esperó.

    El profesor Rudge estaba completamente convencido del interés de los venerianos, para tener la seguridad de que la llegada de él y de Macrae a la Estación X había sido observada en Venus, pues sabía por las propias palabras del veneriano que tenían medios para hacer tales observaciones. Una pronta respuesta sería la confirmación de esta hipótesis.

    La espera parecía interminable.

    El profesor no apartaba la mirada de su compañero y estaba inmóvil en su asiento. Ni ahora, que se acercaba el gran instante, podía apartar de su pensamiento la «segunda voz». Experimentaba la sensación del que, vagando en la obscuridad, quiere coger un objeto determinado, y no está cierto del sitio donde pone las manos.

    Uno, dos, tres minutos pasaron. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa. ¿No acabaría nunca la espera? Su reloj estaba colocado sobre la mesa, enfrente de él. Cuatro, cinco minutos. Seis minutos, el intervalo establecido en las anteriores conversaciones con Macrae, y no había respuesta. Rudge sintió la garganta seca.

    De repente Macrae hizo un brusco movimiento, a cuya vista el profesor dio un salto sobre su asiento.

    —Sí, aquí estoy —dijo Macrae; y luego, volviéndose de la boquilla al profesor, dijo:
    —Ahí está.

    Después de un intervalo (pronto se acostumbró el profesor a ellos), Macrae empezó a tomar notas taquigráficas, repitiendo las palabras conforme las iba escribiendo, y así el profesor Rudge pudo seguir la conversación.

    —¿Tienes a alguien contigo?
    —Sí, aquí hay un hombre de ciencia conmigo, un sabio famoso que quiere hablar con vosotros.
    —Ya hemos oído hablar del profesor Rudge. En este fomento, él no puede oír mi voz; pero, por una razón qué te explicaré más adelante, es necesario qué yo establezca comunicación directa con él. Pregúntale si está dispuesto a colocarse bajo mi dominio, en plena relación conmigo.

    El profesor Rudge, al oír estas palabras repetidas por Macrae comprendió enseguida lo que se quería de él, pero no los medios que se iban a emplear para conseguirlo.

    Permaneció un momento silencioso. Corría un albur muy arriesgado. Se trataba de entregar su personalidad a otro. Durante unos segundos discurrió rápidamente, y a] cabo pareció tomar una determinación. Requirió a Macrae para que se quitara el casco.

    —Macrae, ¿puede usted todavía distinguir una de otra las dos voces que oyó la última vez que estuvo aquí?
    —Las puedo distinguir perfectamente, señor. Nunca olvidaré una ni otra.
    —¿Está usted completamente, seguro, absolutamente seguro de que esta voz que ahora está oyendo es la primera voz? ¿Aquella con la que usted mantuvo sus conversaciones?
    —Completamente seguro, señor profesor.
    —¿No tenían ambas voces alguna semejanza?
    —De ningún modo. La segunda voz —el profesor pudo observar en Macrae el mismo tono y la misma mirada de espanto que había intrigado a sus dos oyentes a bordo del Sagitta— era… era… me pareció que me taladraba. Esta es la voz amiga que me habló por primera vez.

    Después de una corta pausa, dijo el profesor:

    —Conteste que accederé a lo que pide.

    Entonces Macrae contestó a la voz:

    —Sí. El profesor acepta.
    —Colocaos uno frente a otro.

    El profesor adivinó que Macrae iba a ser utilizado como una especie de médium, pero no pudo comprender en qué forma. Sabía que la voluntad de su compañero era mucho más débil que su propia potencia, lo que le hacía completamente incapaz de adquirir el dominio necesario.

    La voz se dirigió a Macrae:

    —Aunque tú estás bajo mí influencia y puedes oírme por la relación establecida en tiempos pasados, ello no es bastante para nuestro objeto. En la actual fase de la relación, el experimento fracasaría: primero porque tú, seguramente, eres incapaz de influir al profesor Rudge, que, sin duda, es el más fuerte de vosotros dos, y, además, porque, aun suponiendo que lo consiguieras, él estaría bajo tu influencia y no bajo la mía, y, por consiguiente, no lograría oírme. Es necesario que pases a la segunda fase, en la cual tu consciencia está completamente a merced mía. Ahora vas a dormir y entonces obrarás según yo te dirija. Estando en contacto con pensamiento, pocas palabras necesitaremos.

    A la primera sugestión, a la sola mención de la palabra «dormir», Macrae respondió instantáneamente, y sin ofrecer resistencia, perdió el conocimiento como si hubiera tomado un anestésico.

    El profesor Rudge vio el cambio, y sus profundos conocimientos en la materia le hicieron ver que bahía comenzado la segunda fase.

    —¡Mírame fijamente a los ojos! —dijo la voz del inconsciente Macrae, y cuando fue obedecido movió su mano en rápidos giros sobre la cabeza del otro.

    Al quedar con los ojos clavados en los de Macrae, el profesor empezó a distinguir una expresión particular en la mirada que le envolvía. ¿Era una expresión o era algo en su contorno? Ciertamente era muy particular, y, sin embargo, no era nueva para él. ¡Qué extrañamente fija y sin pestañeo parecía! Nunca había visto nada parecido en los ojos de Macrae ni en los de ningún ser humano.

    ¿Quiénes eran aquellas criaturas que tenían miradas que a él le parecía recordar? Su memoria flaqueaba…; aquellos pases magnéticos eran muy suaves… suavísimos…

    —¡Duerme! —ordenó Macrae en tono tranquilo, pero firme.

    El profesor cabeceó.

    —¡Duerme!

    La cabeza del profesor cayó hacia atrás.

    Entonces Macrae, evidentemente obedeciendo instrucciones, se levantó diciendo:

    —Ven, siéntate aquí; toma el casco y colócatelo, y oirás la voz que quiere hablar contigo.

    El otro, como un sonámbulo, cambió de sitio con él. Se colocó los teléfonos, y Macrae, obedeciendo a una última sugestión, recobró el conocimiento. Entonces vio el cambio que se había efectuado a su alrededor y se dirigió hacia la puerta de salida. Allí se detuvo un momento, mirando al profesor, que decía: «Sí, aquí estoy». Después cerró con cuidado la puerta detrás de sí.

    Eran las ocho y la noche había caído ya. Se dirigió hacia otra puerta; pero, no sintiendo deseos de alternar con el personal de la estación, permaneció asomado a la ventana y mirando una brillante estrella que fulguraba con fijo resplandor de plata en el horizonte del Oeste. Supo que esta estrella era Venus.

    Transcurrió una hora. Esperó dormitando en un banco en un rincón del vestíbulo de la estación. Entonces se durmió.

    Despertó sobresaltado. Un día espléndido, una mano sobre su hombro. El profesor Rudge estaba a su lado. Inmediatamente se levantó.

    —Buenos días, señor profesor. ¿Ha habido éxito? ¿Ha oído usted?

    El rostro del profesor era la imagen de la perplejidad.

    —El caso es que… no he oído nada. No sé nada, ni siquiera por qué me encontré sentado a la mesa y con los teléfonos puestos. ¿Puede usted darme alguna explicación?

    Macrae comprendió la situación; recordó sus veinte horas de sueño; las del profesor parecían haber sido solamente doce, Comunicó a este su impresión de que indudablemente se trataba de la misma experiencia.

    El profesor Rudge ahora vio claro lo que había ocurrido; comprendió que, al igual que un saco lleno de información, lo habían desatado, cogido por los extremos y vaciado completamente. Ello parecía indigno. Pero al presente había vuelto a ser el hombre sano y vigoroso que sonreía, habiendo recobrado su temperamento… y su apetito.

    —¿Ha comido usted algo desde ayer, Macrae?
    —No, señor —contestó este sonriendo.
    —Entonces, amigo mío, vamos primeramente a atender esto; todo lo demás puede esperar.

    Así, el personal de la estación tomó posesión de la sala de aparatos y el profesor se instaló en el comedor, y los dos hombres comieron. Seis pies de carne voluminosa y musculada representaban una poderosa máquina que no podía dejar mucho tiempo de ser atendida.

    Después de esto los dos hombres exploraron la isla. El profesor tenía mucho cuidado en conservar su fuerza física y agilidad, y su compañero estaba muy a su gusto marchando a su lado. Cuando volvieron a la estación, los pensamientos del profesor vagaban sobre la vida fuerte y ardiente.


    CAPÍTULO IX
    MACRAE, VIGILADO


    Al llegar el mediodía, tan pronto como los aparatos estuvieron nuevamente a su disposición, el profesor Rudge y Macrae tomaron posesión de la sala de aparatos.

    El profesor estaba impaciente por saber si ahora estaría en condiciones de oír él mismo la voz, e inmediatamente se colocó el casco de los auriculares.

    —¿Estás ahí? —preguntó emocionado, y notó que su voz, a pesar suyo, era un poco débil.

    Después del conocido intervalo, experimentó un sobresalto de placer al escuchar, lánguida pero muy clara, una voz, la voz tan deseada. Quedaba plenamente demostrado que Macrae no era un impostor.

    —Sí, profesor Rudge, aquí estoy; pero habla más bajo, como hace Macrae. Así conseguiremos que no te oigan vuestras otras estaciones. Repite mis palabras a Macrae, para que vaya tomándolas, con objeto de tener un, informe de la conversación.
    —Me imagino —continuó la voz— que habrás desaprobado la manera como se desarrolló nuestra primera comunicación ayer por la noche. Era el camino mejor. Hubimos de ahorrar tiempo, que es lo más esencial. Con tu gran capacidad has complementado la información que nos dio Macrae, y nuestras futuras conversaciones serán dedicadas a corresponder a vuestros informes, enseñándote todo lo que sin duda deseas ardientemente saber. Pero antes de que te quites el receptor te tengo que hablar. ¿Sobre qué argumento quieres primeramente comparar los conocimientos venerianos con los tuyos propios?

    Al oír estas palabras, el profesor Rudge sintió que había llegado el gran momento de su vida.

    Aunque había ensayado anteriormente cien imaginarias conversaciones con «la voz» sobre muchísimos asuntos, ahora que la voz repentinamente se le ofrecía sintió que huía de su memoria todo lo que traía preparado. Después de una larga pausa, habló:

    —Ahora que se me han abierto estos nuevos horizontes del saber, espero que nunca se me cerrarán. Creo que está cercano el tiempo en que, bajo vuestra dirección, nuestros conocimientos llegarán a igualarse con los vuestros, con las limitaciones que nos imponga nuestra inteligencia menos cultivada que la vuestra y probablemente incapaz de comprender mucho de lo que constituye vuestro saber.
    —Nosotros —dijo la voz— no omitiremos ninguna información de las que podamos daros. Pero no está en nuestra mano el haceros iguales a nosotros; el aumento de conocimientos tenderá a desarrollar vuestra inteligencia, pero nunca debéis olvidar que estas dos cosas, conocimientos e inteligencia, son muy distintas.
    —Lo comprendo, y como tú eres el mejor juez en ambos respectos, decide tú de qué vamos a tratar ahora. Como dispongo de poco tiempo para usar el aparato, te dejo la elección y me limitaré a escuchar, llenando con preguntas los intervalos de espera.

    El veneriano aprobó el plan propuesto por el profesor, e inmediatamente procedió a una larga científica lección, que su maravillado oyente escuchó con la mayor atención. El talento de que hizo gala y la elevadísima inteligencia que demostraba hicieron al profesor Rudge sentirse a su lado como un principiante.

    El veneriano comenzó diciendo:

    —No supongas que nosotros nos arrogamos ninguna clase de infalibilidad. Nosotros somos sencillamente compañeros vuestros del viaje hacia la gran meta: la verdad.

    El argumento que escogió fue la teoría veneriana del Universo, comparándola con la conocida teoría de La place, con la que no tenía semejanza.

    —Vuestra teoría —dijo— supone una pérdida universal de energía, un espacio poblado solamente por los soles muertos; un universo en el que la luz, el calor, la, energía, están extinguidos; sin un rayo de luz que atraviese la negrura de su obscuridad, sin un murmullo que rompa su silencio eterno. Cerebros cultivados como los nuestros, en modo alguno pueden admitir tal teoría.

    Entonces el veneriano procedió a explicar la teoría admitida en su mundo y su argumentación fue de tal evidencia que el profesor Rudge quedó completa e inevitablemente convencido. Demostraba la perfecta y total conservación de la energía solar, sin posibilidad de discusión.

    Tan pronto como terminó la enunciación y demostración de la nueva teoría, el veneriano dijo:

    —Hemos creído que te debíamos este primer fruto de información, el primero de una larga serie que te daremos en atención a la información que nos has suministrado sobre los asuntos de la Tierra; pero ahora voy a hablarte de un asunto de muchísima más vital importancia. No repitas a Macrae mis palabras. Lo que sigue es solamente para ti.

    En este momento alguien llamó en la puerta de la sala de aparatos. Evidentemente, querían interrumpir. Macrae lo expresó por señas.

    —Vaya usted —dijo el profesor— y vea si es que reclaman ya el aparato. En este caso, pregunte si podemos y continuar unos minutos.

    Macrae hizo lo que se le ordenaba y volvió diciendo que el teniente Hughes quería enviar un despacho, pero que podía esperar unos minutos.

    Al colocarse nuevamente los teléfonos, que se había quitado para oír la respuesta de Macrae, el profesor notó que el veneriano había cesado de hablar. Había oído las palabras de Macrae.

    Ahora la voz volvió a hablar:

    —¿Estás ahí, profesor Rudge?

    Al recibir la respuesta afirmativa, continuó la voz:

    —¡No hables! Acuérdate de que de lo que te voy a hablar ahora, Macrae no debe oír nada. Aquí había una ansiedad enorme por saber si tú y él llegaríais a tiempo. Afortunadamente llegasteis. Pero a cada día que pasa, la posición es más insegura. Durante mi última conversación con Macrae, el año pasado, hubo una brusca interrupción, a causa de una imprevista intervención de Marte. («No me había equivocado», pensó el profesor).
    —En una exhibición de sus poderes, que nosotros ni siquiera sabíamos que poseían, Macrae fue alcanzado indirectamente, a través de su relación conmigo. Rápidamente acudí a su defensa y conseguí apartarlo, teniendo únicamente el tiempo justo de darle instrucciones mentales en el sentido de alejarse de la isla y no volver hasta el 27 de julio.

    »Mis instrucciones fueron inadecuadas y hasta defectuosas; pero la situación en el momento en que se las di era extremadamente difícil. Nosotros hemos tomado ahora precauciones adecuadas para que tal cosa no te ocurra a ti, pero no podemos borrar el mal que se haya causado en el caso de Macrae, ni conocer por ahora su extensión. Es este último punto el que queremos experimentar. Tenemos razones para suponer que es de una naturaleza seria, en realidad, fatal, a menos que pueda ser preservado.

    »Con tan escaso tiempo para pensar, las instrucciones que le di fueron no volver a la isla antes del 27 de julio, la fecha que me sugirió la próxima conjunción con Marte. Si hubiera dispuesto de más tiempo para reflexionar, hubiera tomado una medida más enérgica. Por esta razón me siento, hasta cierto punto, responsable de la situación a que se ha llegado, una situación tremendamente llena de peligros. Las razones que tenemos ahora para temer que efectivamente esté bajo la influencia maligna, son que, aunque yo no le ordené que volviera, él ha demostrado un ansioso deseo de estar ahí antes de que expirara el período prohibido. Lo que le había ocurrido en Ja estación no debía ciertamente dejarle con ganas de volver, y, sobre todo, de volver tan espontáneamente.

    »Nosotros, por lo tanto, deducimos que ahora está, inconscientemente, como es natural, bajo la influencia marciana, y creemos que se corre un riesgo grandísimo si se le permite acercarse al aparato después que Marte haya pasado por detrás del Sol. Hoy no le ocurrirá nada, probablemente mañana tampoco; pero es preferible prevenir el peligro, porque estos seres misteriosos siempre sobrepasan todos nuestros cálculos. Las instrucciones que ahora te doy a ti y que debes cumplir al pie de la letra, como si tu vida dependiera de ellas, es que vigiles que nunca Macrae se coloque el casco, que jamás escape a tu vigilancia, para que averigües enseguida si manifiesta deseos de acercarse. Esto es todo. No me contestes. Estaré preparado para continuar nuestra conferencia en la próxima ocasión en que te acerques al aparato.

    —Vamos a decir al teniente Hughes que la sala de aparatos está a su disposición —dijo el profesor.
    —¿Qué es lo que ha dicho la voz en estos últimos momentos? —preguntó Macrae.
    —Me habló sobre el aparato —dijo el profesor con calma—. Con las instrucciones que ha prometido darme, espero que conseguiré hacer algunas mejoras en esta parte del instrumento. Ahora vamos a dar nuestro paseo por la isla.

    Caía la noche cuando regresaron a la estación y el profesor dijo a Macrae que aplazara la traducción de su taquigrafía hasta la mañana siguiente. Como este se encontraba cansado, se alegró del permiso, y poco tiempo después estaba durmiendo.

    El profesor también se retiró pronto a su habitación, pero no durmió. Aquella jornada había abierto ante él nuevos horizontes, no sobre una, sino sobre muchas cuestiones científicas. Nuevamente se veía convertido en estudiante; toda su imaginación, su concepción del mundo, estaba revolucionada. ¡Dormir! ¿Qué hombre hubiera podido dormir en aquellas circunstancias?

    Después que las preocupaciones científicas lo dejaron tranquilo, su pensamiento lo llevó al asunto urgente de que trató el veneriano en sus últimas palabras. Durante las postreras horas de la noche, no fueron preocupaciones científicas las que le impidieron dormir, sino una inquietante sensación de peligro.

    Volvieron a su memoria todos los detalles de la tragedia de Marte en las edades pasadas, que refirió Macrae en su informe. No había misterio alguno: todo estaba aclarado. Comprendió perfectamente el método del crimen indecible, desde su fría, crudelísima concepción, hasta su perpetración espeluznante. Parecía más bien una fábula, un cuento de brujas… El anheloso temor del veneriano le dominó.

    En su imaginación se colocó en el lugar de los selenitas. Así como un hombre que se ahoga se agarra a un clavo ardiendo, así estos seres que estaban pereciendo dejaron que el instinto de conservación ahogara su conciencia.

    Trató de imaginarse la naturaleza y el poder de los actuales marcianos. Se formó la más clara idea de ellos pensando en el evidente terror que inspiraban a los venerianos.

    Si algún marciano pudiera llegar a la Tierra, apoderándose de la personalidad de uno de sus habitantes, o sea encarnando en una forma humana, el mundo entero estaría a merced suya y de toda la descendencia que pudiera engendrar. Cuanto más pensaba en ello el profesor, más terrible sentía el peso de su responsabilidad, conociendo la tremenda amenaza que se cernía sobre el mundo, y que solamente él y aquel remoto veneriano estaban interpuestos entre la amenaza y la catástrofe.

    Más de una vez en el transcurso de aquella noche, el profesor salió de su habitación y paseó por el pequeño vestíbulo del edificio, en el que estaba la puerta de la sala de aparatos. Cada vez que cerraba los ojos, antes de que tuviera tiempo de dormirse, alguna espantosa pesadilla relacionada con el objeto de sus pensamientos le hacía abrirlos sobresaltado.

    La noche parecía interminable; pero por fin transcurrió sin incidentes.

    Muy temprano, el profesor preguntó al teniente Hughes si podría procurarse una llave de la sala de aparatos. Habíase dado cuenta de que la puerta rara vez estaba cerrada, excepto en algún día de mucho viento.

    —Con mucho gusto, señor —contestó el teniente, algo extrañado de la demanda.

    Era un muchacho de excelente fondo, que experimentaba hacia el profesor una especie de temor respetuoso, pues conocía su fama.

    —Muchas gradas —dijo el profesor—. Estará usted algo extrañado de verme en esta estación. Espero que con el tiempo podré darle toda clase de explicaciones, pero puedo anticiparle que se trata de un experimento de radiotelefonía. Como usted sabe, esta es la estación más potente que existe en el mundo, y es la única que se adaptaba a mí objeto.
    —Siempre pensé que se trataba de algo por el estilo, señor profesor.
    —Quiero explicar a usted lo que puede parecerle una extraña pretensión. Macrae, mi ayudante, es un excelente muchacho, muy competente, inteligente e interesado en mis trabajos; pero usted comprenderá que en cuestiones tan delicadas la menor equivocación puede ser muy perjudicial. Yo quiero estar completamente seguro de que él no intervenga, aun con la mejor intención, en ninguna parte del mecanismo en la sala de aparatos, cuando yo no esté en ella.
    —Perfectamente, señor —dijo Hughes—. La puerta puede cerrarse con llave.
    —Si se pueden encontrar las llaves.
    —Y si no, enseguida podemos tener un par de ellas. No le costará mucho trabajo a Jones.

    Jones era el ingeniero-operador del teniente Hughes.

    Varias veces había estado el profesor a punto de hacer entrar a Hughes en sus confidencias. Había pesado el pro y el contra de la cuestión. Finalmente, decidió no decirle nada todavía.

    Hacia el mediodía le entregaron una llave.

    —Yo me quedaré siempre con la otra —dijo Hughes—, de modo que no hay el menor cuidado.

    El profesor se sintió algo aliviado de sus preocupaciones con esto. A la hora fijada, acompañado de Macrae, entró en la sala para continuar su conversación del día anterior. A la primera llamada le contestaron.

    —¿Está Macrae contigo?
    —Sí.
    —Entonces vamos a proseguir nuestra conversación de ayer; pero a su terminación envíale a la habitación inmediata, a fin de que podamos hablar de nuestras dificultades respecto a él.

    Después siguió una larga exposición de varias ramas del saber veneriano que el profesor repetía a Macrae. Pronto fue arrastrado el profesor por el interés y la admiración que le inspiraban los inmensos adelantos que la ciencia veneriana había hecho en los conocimientos de la Tierra. Se sintió arrastrado tan allá de este abismo que le pareció imposible, aun repitiendo las palabras, seguir mentalmente el argumento con la misma rapidez, Temiendo confundirse y caer en el error, repetía mecánicamente las explicaciones, aplazando su estudio hasta que pudiera con toda calma leer la comunicación.

    Al terminar estas explicaciones sucedió una pausa, evidentemente con la intención de poner en guardia al profesor. Entonces la voz exclamó:

    —¡No repitas! Inventa cualquier pretexto para despedir a Macrae.
    —Parece que se han acabado las explicaciones por ahora, Macrae —dijo el profesor, volviéndose hacia este—. Ahora voy yo a hacer algunas preguntas, pero no preciso de su ayuda. Debe usted estar muy cansado de esto, puesto que todas estas cosas, le interesarán poco, ¿no es así?
    —No entiendo ni una sola palabra, señor —contestó Macrae, conteniendo un bostezo.
    —Entonces llévese las notas taquigráficas a su habitación y tradúzcamelas mientras haya luz del día.

    Macrae salió de la habitación.

    Volviéndose a colocar el casco, dijo el profesor:

    —Ahora estoy solo.
    —¿Has tomado las precauciones necesarias para evitar que Macrae se acerque al aparato?
    —Sí. Ahora la puerta de esta sala está constantemente cerrada mientras no se cursan despachos.
    —Eso está bien; pero te aseguro que es necesario desplegar la mayor vigilancia, y aun así, nunca estaremos tranquilos sobre el peligro que os amenaza. Nuestra única esperanza se basa en la convicción que tenemos de que tú no eres un hombre de escasa inteligencia ni falto de imaginación. Si ocurriera este último caso, seríamos impotentes para asistiros, porque tú mirarías el peligro como muy remoto, increíble y hasta irreal. Estamos convencidos, de que no eres un hombre de esta clase; pero de todas maneras nos preguntamos si serás capaz de apreciar el peligro y su inminencia. Aunque en términos generales ya lo conoces, voy a volverte a hablar de él, aun a riesgo de abrumarte, porque toda insistencia será poca. No puedo decirte hasta qué punto obrará en Macrae la funesta influencia, pero debes estar preparado para cualquier evento. ¿Has notado algo que te infunda sospechas?
    —Nada absolutamente.
    —Han transcurrido tres días desde el momento de la conjunción. Ahora Marte va disminuyendo rápidamente el ángulo que forma con la Tierra. Él momento del peligro está ahora muy cercano. Si en un día o dos no hay señales de la influencia que tememos, todo va bien, y el mal no habrá trabajado. Acuérdate de que, sea la hora que sea del día o de la noche, debes comunicarme inmediatamente cualquier cosa que notes.
    —Naturalmente, así lo haré.
    —De ningún modo te dejes arrullar por una falsa idea de seguridad en la gran superioridad física que tú posees, Si ocurre lo que tememos, esta no te servirá de nada. Tú y toda tu raza seréis conducidos como corderos al matadero. Mañana seguiremos nuestra conversación a esta misma hora si antes no ocurre algo que haga, necesaria una llamada.

    Mirando esto como una despedida, el profesor Rudge se quitó los auriculares y permaneció algún tiempo mirando los aparatos, sin pensar en ellos. Últimamente se levantó y abandonó la sala de aparatos, con él aspecto de un hombre rendido de cansancio.


    CAPÍTULO X
    LA ANSIEDAD VENERIANA


    Con las palabras del veneriano sonando amenazadoras en sus oídos, el profesor Rudge volvió a su habitación. Su imaginación no estaba ocupada en la ciencia; estaba atormentada por el asunto sobre el que tan urgentemente le llamaba la atención el veneriano.

    Lo que más le impresionaba era que, aunque él se daba perfecta cuenta del peligro que venía de Marte, su informador estaba mucho más impresionado, a pesar de tratarse de un ser de un estado mental más elevado que él. Recordó algunas palabras que daban la impresión de que, si la sensación de peligro que experimentaba el veneriano nacía principalmente del conocimiento del carácter de los marcianos, también en parte era debida a la falta de semejanza con el carácter de la Humanidad terrestre, representada por él.

    Se le había dicho que estuviera prevenido contra toda clase de medios sutiles que el enemigo invisible pudiera utilizar para llevar a cabo sus designios. El profesor se encontraba incapaz de concebir medios ventajosos, ni contra qué podría ponerse en guardia después de tomarla elemental precaución de alejar a Macrae de la sala de aparatos. El veneriano, a pesar de la promesa del profesor, no estaba completamente tranquilizado. Esta consideración proporcionó al profesor una sensación de malestar.

    El veneriano había proclamado la gran superioridad de su raza sobre la Humanidad, y había dado irrefutables pruebas de ello. Era, sin embargo, evidente que, aun profesando la mayor admiración hacia la ciencia y estado mental de los marcianos, sentía su inferioridad y el peligro de la derrota. ¡Cuánto mayor era la inferioridad de los terrestres! Si la ansiedad del veneriano era más angustiosa, evidentemente provenía de un mejor conocimiento del enemigo.

    Por mucho que comprimió su cerebro, el profesor no encontró qué sería lo que podría hacer. Deseó ardientemente la llegada del Sagitta. Conoció la imposibilidad de hacer nada sin haber dormido. Si su responsabilidad no significaba más que una continua espera día y noche, comprendió que el tiempo le vencería. Todo dependía de la, llegada del crucero.

    Para librar su imaginación de estos pensamientos inútilmente tristes, trató de fijar su atención en las revelaciones científicas que se le habían hecho. Si hubiera estado solo, hubiera conseguido no pensar en nada. Pero ahora tenía que hacer un esfuerzo colosal; sin embargo, llamó a toda su energía para concentrar su atención, y, finalmente, lo consiguió.

    Le había sido entregada una inmensa riqueza científica. Vio que sus nuevos conocimientos iban a causar una revolución en el mundo científico, porque no solamente constituían la realización de muchos sueños y quimeras de nuestros grandes pensadores, sino que variaban muchísimas teorías universalmente aceptadas. Como cada rama de la ciencia está tan enlazada con las demás, era evidente que todas las cosas que hasta entonces se habían tenido por intangibles, iban a tener que ser miradas ahora bajo otro prisma. Por ejemplo, recordó la interminable disputa de los geólogos y astrónomos sobre la edad de la Tierra; en la cual cada uno proclamaba que el otro se había equivocado en muchos millones de años. Todos los argumentos caían a tierra ante la nueva, espléndida teoría del mantenimiento del cosmos.

    Sintiendo que su organismo sin sueño no podía sostener estos profundos pensamientos, decidió finalmente prorrogar su estudio hasta el siguiente día y buscar la compañía del teniente Hughes. Se dio cuenta de que el tiempo que hasta entonces había dedicado a este joven, del cual realmente era huésped, no era todo el que requería la buena educación. También quería sondarlo a fin de averiguar hasta qué punto era posible o más bien deseable, confiarse a él.

    El profesor Rudge encontré que Hughes, era un muchacho muy alegre y simpático y, de compañía muy agradable. Trató de interesarle en asuntos científicos, pero notó que, aunque el joven oficial le escuchaba con atención muy respetuosa, sus inclinaciones no iban ciertamente hacia estos asuntos y sus conocimientos en esta materia eran algo superficiales.

    El profesor se confirmó en su idea de que lo mejor era no decirle nada.

    Al pasar hacia sus habitaciones particulares, el profesor probó una vez más la puerta de la sala de aparatos. Estaba firmemente cerrada. Se preparó a pasar una noche de vigilancia. Sintió la desventaja de no conocer la forma que tomaría el peligro ni la dirección en que vendría.

    Esto le causaba gran desaliento; pero más le desanimaba todavía el saber la ansiedad de alguien que podía calcular las posibilidades de la situación mucho mejor que él.

    En esta interminable noche de somnolencia molesta no pudo apartar de su imaginación la amenaza de los marcianos.

    A la mañana siguiente se levantó temprano. A pesar de su sueño intranquilo, sintió que su ansiedad era menor une la noche pasada. Era el suyo un espíritu que pronto reaccionaba contra el abatimiento. Con la luz del nuevo día le vino su carácter jovial y sanguíneo. Y no es que olvidara ni por un momento su peligro y su responsabilidad, pero Ja mañana, le infundió más confianza en su capacidad para resolver la, situación.

    Se unió a Macrae y juntos recorrieron los acantilados, respirando la brisa del Océano, fresca en aquellas tempranas horas.

    Se llevó a Macrae consigo por dos razones: para que no se quedara en la estación libre de su vigilancia, y porque acechaba la primera oportunidad de probar su inteligencia y pensamientos respecto a las aventuras que le ocurrieron en su primera visita a la isla. Quería ver sí encontraba algún otro motivo que hubiera despertado en Macrae el deseo de volver a la Estación X. El profesor tuvo sumo cuidado de no hacer ver a su compañero que estaba vigilado, o que la conversación tenía un objeto determinado.

    La idea del veneriano de que había un fondo de sospecha en el deseo de Macrae de volver a la Estación X, donde sus primeras aventuras habían sido tan terribles, no se le había ocurrido al profesor: pero ahora veía la fuerza, del argumento. Recordó que Macrae nunca le había dado explicación alguna de su deseo, y ahora comprendía, sin necesidad de demandársela, que no tenía ninguna razón que dar. Esto no le cogió de sorpresa al profesor, que sabía más que muchos hombres sobre el obscuro asunto del yo subconsciente. Vio que los hechos daban la razón al veneriano.

    Cuando volvieron de su excursión, ansiosos de almorzar el profesor tenía la seguridad de que Macrae no experimentaba deseo consciente de comunicar con el marciano. «La segunda voz», como invariablemente le llamaba. El profesor dióse cuenta de que cuantas veces usaba Macrae esta frase (y nunca lo hacía mientras no se le preguntara), la misma expresión de espanto se reflejaba en su mirada y en el tono de su voz.

    Corto fue el contacto que tuvieron, casi momentáneo; pero la impresión causada, en Macrae había sido enorme. Era, sin embargo, evidente que si alguna influencia se había ejercido en su mente, él estaba completamente ignorante de ello.

    Con este pequeño motivo de tranquilidad, los pensamientos del profesor Rudge volvieron hacia la gran adquisición de conocimientos que de modo tan extraño había hecho. Pidió a Macrae el informe traducido de la conversación del día anterior y empleó la mayor parte de la mañana en leerlo y tomar notas de los puntos sobre los que deseaba consultar a su interlocutor en la próxima ocasión.

    A la hora de costumbre, él y Macrae estaban en la sala de aparatos.

    El profesor notó que su primera llamada fue contestada en el acto y le impresionó profundamente esta demostración de la constante atención que se le dedicaba. Por mucha inquietud que él experimentara, quedó convencido de que mayor inquietud había allá, y esta circunstancia aumentaba la suya. Si no fuera por aquella evidente ansiedad que sentían en Venus y por la cotidiana recomendación de cuidado, sus temores hubieran sido pronto inevitablemente olvidados por la total ausencia de signos que los justificaran.

    Inmediatamente llegó la frase sacramental:

    —¿Estás ahí?
    —…
    —¡No repitas! Contesta con una sola palabra: sí o no. ¿Ha habido alguna manifestación de las que tememos?
    —No.
    —¿Sobre qué asunto, profesor Rudge, quieres que conversemos hoy?

    Siguió una larga exposición que trataba de una variedad de temas, todos de tan extraordinario interés para el profesor Rudge (como hubieran sido para cualquier hombre de ciencia, y hasta de mediana inteligencia), que este olvidó todas sus preocupaciones. No había teoría nueva para el profesor que no fuera explicada de un modo que le dejaba estupefacto de admiración. El origen de la vida le fue mostrado como una cosa completamente fuera del alcance de cualquier inteligencia finita o perecedera, fuese humana, veneriana o marciana. Se le demostró la absoluta futilidad de las empresas humanas para descubrir cuánto y cómo la materia primera empezó a vivir, siendo así que ninguna materia es susceptible de vida. El misterio de la muerte se le explicó como el hecho sencillo de retirar una mano de una máquina que ya no debe trabajar más.

    Le habló del periodo geológico, citando fechas, y de la evolución del hombre, en una breve información sobre los antepasados de las actuales razas humanas, remontándose a los tiempos pretéritos. Después siguió un estudio comparado de los actuales estados social y político de los dos mundos. Aquí el profesor Rudge escuchó con intensa avidez. Rápidamente aprendió dos cosas: una, que en este aspecto el estado de las cosas en el mundo veneriano era mucho más perfecto que todas las utopías que hasta entonces se habían imaginado; otra, que si se aplicara bruscamente aquí, produciría una espantosa anarquía.

    A la conclusión de esta parte del discurso siguió una pausa, y, recordando la del día anterior, el profesor se puso en guardia. La voz continuó:

    —¡No repitas! ¡Despide a Macrae!

    Volviéndose hacia su compañero y quitándose el casco, le dijo el profesor:

    —¿Quiere usted llevarse las notas a su cuarto y traducirlas? Démelas en cuanto estén hechas.

    Un minuto después volvió a la bocina.

    —Ya estoy solo.

    La voz se dejó oír nuevamente:

    —Debo volver a insistir sobre el asunto del peligro que amenaza. Ahora tenemos las más poderosas razones para creer que hay que desplegar la más minuciosa vigilancia, Aunque no haya ningún signo exterior, creemos que la influencia del enemigo tiene ahora la gran oportunidad para manifestarse. Si ocurre como tememos, Macrae debe estar preparado para obrar, aunque no tenga ninguna tazón que darse a sí mismo. ¡Vigílalo constantemente!
    —Experimentaré un verdadero placer cuando esté fuera de la Isla, Esto ocurrirá dentro de dos días. Mientras tanto, tomaré toda clase de precauciones.
    —¡Toda clase de precauciones! ¡Qué confiadamente lo dices, profesor Rudge! No puedo describirte la ansiedad que por vosotros sentimos aquí. Es necesario hablar sinceramente: no habéis tomado este asunto con toda la seriedad que requiere. Vuestro mundo depende de ti sólo; sí vosotros tuvierais un mayor conocimiento de la naturaleza de los seres que se alinean contra vosotros, y comparados con los cuales vosotros no sois más que niños, esté conocimiento os ayudaría, en el supuesto de que no os paralizase. Te conjuro a que no pierdas un momento. ¡Y dices que dos días!

    El profesor quedó profundamente emocionado por la solemnidad de la advertencia. No supo qué contestar. En otra ocasión hubiera experimentado algún resentimiento. Sabiendo el cuidado que desplegaba y las horas de ansiedad que estaba viviendo, le costaba trabajo admitir la justicia de las palabras del veneriano. Sin embargo, estas le hicieron ver todavía con mayor intensidad el interés y la solicitud que les inspiraba la suerte de la Humanidad, y así ellos conseguían su propósito de elevar su propia apreciación a la inmensa gravedad de la situación.

    —Estoy seguro —dijo por fin— de que tú comprendes mejor que yo cuán llena de peligros está la situación. Te agradezco mucho esta última transcendental advertencia y te prometo que tendré el más extremado cuidado de que sea capaz. ¿Supones que nuestra conversación puede ser oída desde Marte?
    —Nosotros estamos relativamente tan cercanos y el planeta está en este momento tan lejos y en tan desfavorables condiciones que no podemos creerlo. Pero no me atrevo a asegurar nada. Únicamente puedo decirte que, colocados nosotros en sus circunstancias, no podríamos oír. Te encargo especialmente que vengas al aparato en cuanto Macrae manifieste algún signo de la influencia a que está sometido. Si la sospecha se convierte en realidad, hay que cambiar inmediatamente nuestra línea de acción. Sí no* hay nada extraordinario que comunicarme, vuelve mañana a la misma hora; pero desde este momento hasta mañana, has de saber que siempre habrá aquí alguien que conteste a tu llamada. Esto es todo por ahora.

    El profesor se quitó el casco y se pasó la mano por la frente. Durante mucho tiempo permaneció sumido en sus pensamientos. Con una depresión de ánimo mucho mayor que el día anterior, abandonó la sala de aparatos. Cerró la puerta, y en el momento en que se guardaba la llave apareció Macrae.

    —¿Ha terminado usted?
    —Sí, señor. Aquí están las cuartillas, y si no tiene usted necesidad de mí hoy, me voy a acostar. Me duele un poco la cabeza.
    —Perfectamente. No le necesitaré, y me alegraré de que mañana esté usted mejor.


    CAPÍTULO XI
    PELIGRO INMINENTE


    El profesor tomó asiento en una silla del vestíbulo. Este tenía tres puertas: la de entrada de Ja estación, la de la sala de aparatos y la de la habitación que ocupaba el profesor. Desde su asiento dominaba este las tres puertas. Allí sentado quiso utilizar las últimas luces del día leyendo la conversación sostenida últimamente, pero no se encontró con fuerzas. Estaba demasiado preocupado para concentrar su pensamiento.

    Dio rienda suelta a su imaginación. Los papeles se desligaron de sus dedos y cayeron al suelo. Comprendió que gran parte del terror que sentía era debida a la vaguedad del mismo. Estaba obrando en obediencia a un aviso, que era tan misterioso como el peligro que indicaba. Se le prevenía contra un ataque, pero no se le informaba sobre el método.

    Impedir a Macrae comunicar con Marte o con cualquier sitio ora muy fácil. Pero esta misma simplicidad no alejaba, sin embargo, la sensación del inminente peligro.

    Si viera algún signo externo de él, sus nervios se calmarían y se sentiría más a gusto. Porque esto era lo mismo que luchar contra un fantasma o esperar un ataque en la obscuridad, pero sin saber por quién ni en qué dirección.

    Al cabo de algún tiempo, el teniente Hughes encontró al profesor, y después de cenar prolongaron la sobremesa algunos minutos. El muchacho estaba intrigadísimo por saber el fundamento de la opinión general de que este sabio eminente había adquirido gran reputación por su jovialidad y amable trato social. Su ciencia era indiscutible, pero en lo demás parecía haber alguna exageración. Especialmente, aquella noche estaba más taciturno que nunca.

    A una hora relativamente temprana, el profesor Rudge se retiró a descansar. La monotonía de la vida en la Estación X hacía caminar muy lentamente el tiempo. Su habitación era la del teniente Hughes, galantemente cedida por este mientras durara la permanencia del sabio en la isla. El profesor dejó la puerta abierta y colocó su cama en un sitio desde donde pudiera observar la puerta de la sala de aparatos. Sólo se desnudó a medias y decidió permanecer despierto. Había la suficiente luz para ver algo confusamente.

    El tiempo pasaba muy despacio. Una vez distendió los músculos de su cara una especie de sonrisa forzada al comparar su situación actual con su vida corriente. Esta le parecía va perdida en el pasado. ¡Qué lejano parecía estar Londres! ¡Qué lejano parecía estar todo… menos el peligro!

    Conociendo la existencia de este, como por muy grande que fuera la necesidad de vigilar hubiera sido imposible permanecer enteramente sin dormir todo el tiempo que tardara el Sagitta en llegar, formó el propósito de tomarse un ligero sueño durante el día, mientras la sala de aparatos estaba ocupada oficialmente. Lo mismo que un muchacho, podía dormir cuando y donde quisiera y confiaba ahora en esta facultad. Al principio no experimentó gran dificultad en permanecer despierto, a pesar del ligero único sueño de que había disfrutado desde que desembarcó en la isla.

    Acertadamente atribuyó su lucidez a lo extraño de su aventura y a la característica inverosimilitud del peligro que amenazaba. Perdió la esperanza de que sucediera algo en aquella noche. No podía existir posibilidad de comunicación inalámbrica, estando la puerta cerrada y teniendo él la llave en el bolsillo de la americana, colgada en la percha al alcance de su mano. Mil pensamientos atravesaron su imaginación y perdió la noción del tiempo…


    * * *

    Después de algunas, horas (debía ser más de media noche), el sonido apagado de unos pasos, muy débil, pero perceptible en el absoluto silencio, se dejó oír pasando por delante de su puerta en dirección a la sala de aparatos. Una forma se mostró cruzando el vestíbulo.

    Estremeciéndose ante la inesperada aparición, el profesor, se incorporó. Acercándose cuidadosamente a la puerta, asomó la cabeza para mejor distinguir al intruso; había luz bastante para reconocer la figura de Macrae, que pasaba la mano por la puerta de la sala de aparatos. Sabiendo que estaba bien cerrada, el profesor permaneció unos segundos esperando los acontecimientos. Varias veces hizo Macrae jugar la manija, empujando la puerta para abrirla.

    Hablando con calma, el profesor preguntó:

    —¿Qué está usted haciendo, Macrae?

    No obtuvo respuesta; pero Macrae se volvió y comenzó a desandar su camino, sin hacer ningún caso del que le interpelaba, aunque pasó a menos de un palmo de él. Atravesó el vestíbulo y regresó a su habitación. Cuando volvió la cabeza, el profesor había tenido tiempo de ver que Macrae estaba completamente dormido.

    El profesor Rudge conocía el peligro de despertar a un sonámbulo y lo dejó ir sin interponerse. Por fin había encontrado algo tangible. Macrae le había demostrado que el método que empleaban los marcianos era el sonambulismo. Esto le resultaba mucho más claro que todo lo que hasta entonces había intentado comprender. No había ya el menor género de duda de que Macrae estaba bajo una influencia hipnótica y obraba durante su sueño en obediencia a otra voluntad. Si hubiera alguna duda, sería respecto a cuya sería esta voluntad. Ahora que el profesor sabía qué era lo primero con que tenía que luchar, ahora que conocía el plan de, acción del enemigo, sintió un inmenso alivio. Con la puerta cerrada había seguridad. Al día siguiente daría cuenta de la ocurrencia y pediría consejo al veneriano.

    Requirió una silla y continuó su vigilancia.

    ¡Qué lentamente pasaba el tiempo! Una o dos veces sintió una fatiga infinita, la reacción de los minutos de excitación que había pasado, y para combatirla se levantó y llegó hasta el vestíbulo, deteniéndose ante la ventana, ante el maravilloso espectáculo que se desarrollaba encima de él. A todo lo largo que su vista alcanzaba, se extendían infinidad de constelaciones familiares, que brillaban en la noche tropical, y hacía el Sur otras no tan familiares. Estuvo observando sus filas ordenadas, su silencio, su marcha inmutable. Elevó sus pensamientos hacia la misteriosa voz que había oído atravesar el vacío, débil pero clara, así como el sonido de un timbre de plata, viniendo de la estrella argentina. Calmado por aquella visión de la distancia infinita, volvió atrás a esperar durante las restantes horas de la noche.

    Se sentó en silencio; sus pensamientos vagaron sin rumbo, cabeceó y quedó profundamente dormido.


    * * *

    Se sintió violentamente, completamente despierto, sin saber por el momento cómo ni por qué se encontró repentinamente en pie, Desechó el pensamiento de que hubiera, ni por un momento, perdido la conciencia. Debían de ser las tres o las cuatro, y excepto el ligero resplandor de las estrellas, la obscuridad era completa. Durante un segundo permaneció en escucha. Entonces llegó un sonido, un sonido inconfundible, de alguien que… ¡estaba en la sala de aparatos! Su pensamiento se volvió instantáneamente a Hughes, que era la única persona que tenía la Lavé; pero ¿qué podría estar haciendo él a aquellas horas? Él y su ayudante, cada uno en su habitación, debían estar durmiendo, a menos que hubiera sonado el gong que indicaba la llamada de las estaciones colaterales. Pero, con absoluta seguridad, el gong no había sonado.

    El profesor buscó inmediatamente la llave en el bolsillo de su americana. Recordó que la había dejado colgada en la percha, y ahora estaba en el suelo. La cogió y registró, el bolsillo. ¡La llave había desaparecido!

    De un primer salto llegó al vestíbulo, y un segundo salto lo llevó a da sala de aparatos, cuya puerta estaba abierta, Macrae se hallaba sentado en la silla del operador, con el casco en la cabeza, ajustándose los auriculares a los oídos.

    Coger el casco con una mano y enviar con la otra a rodar por el suelo al sonámbulo, fue para el profesor cosa de una décima de segundo. Se encontró con sus rodillas encima del cuerpo caído y sintiendo en su rostro la respiración del dormido. Se levantó y se sentó en la silla que tan brutalmente había dejado vacía.

    Macrae permaneció unos segundos donde había caído. Entonces empezó a agitarse y finalmente se levantó y se puso en pie, llevándose las manos a la cabeza y mirando alrededor con aire extraviado. El pequeño gemido que lanzo, hizo al profesor prestarle inmediatamente auxilio. Ya había notado este que, en la excitación del momento, la acción había precedido al pensamiento. Lamentó la brutalidad que había empleado, comprendiendo que hubiera sido bastante quitarle el casco.

    Mientras conducía a Macrae al asiento, este, completamente despierto, exclamó:

    —¿Por qué he venido aquí? ¿Qué significa todo esto?

    El profesor notó que le invadía una gran excitación nerviosa y decidió quitar importancia al asunto.

    —Ha venido usted aquí soñando, amigo mío —le dijo en tono amistoso— y al caer al suelo se ha despertado usted completamente. Aquí estaba cuando le he encontrado. Espero que no se habrá hecho mucho daño. ¿Ha andado usted en sueños antes de ahora?
    —Nunca, señor profesor.
    —¿Y cómo se siente usted ahora?
    —Tengo la cabeza completamente atontada. Me vuelvo a la cama. Probablemente, cuando llegue la mañana estaré mejor. Me alegraré mucho de dejar esta isla espantosa. Por qué quise volver a ella, es para mí un misterio.

    Nuevamente notó el profesor que le volvía la excitación nerviosa. Por esta causa tomó el brazo de Macrae y lo acompañó hasta su habitación.

    —Andar y obrar en sueños no es una aventura muy rara. Descanse ahora y trate de dormir hasta, mañana.

    El profesor permaneció con él algún tiempo, sintiendo todavía remordimientos por su conducta.

    —He podido matarlo —pensó—, y, después de todo, la falta había sido mía. ¡Pobre muchacho! Después de esto, ya no puedo fiarme de mí mismo.

    Mientras esperaba a que Macrae se durmiera, pensó en la poderosa influencia que había obrado sobre él, haciéndole coger, la llave del sitio en que Macrae, despierto, le había visto guardarla. Finalmente, se levantó y salió de la habitación, al notar que los primeros resplandores del alba comenzaban a derrotar a las sombras.

    Decidió ir primeramente a la sala de aparatos a cumplir su promesa y poner el asunto en manos más competentes que las suyas. Al coger el casco experimentó un estremecimiento desagradable. ¿Quién contestaría a su llamada? Supongamos… no, sería horrible. Resistiéndose, a continuar estos pensamientos y llamando en su ayuda a toda su energía, se colocó los teléfonos.

    —¿Estás ahí? —preguntó.

    El intervalo de espera no fue mayor que el habitual, pero nunca le había parecido tan largo. Llegó la conocida y querida voz:

    —Aquí estoy. ¿Qué ha ocurrido?

    El profesor le hizo un completo relato de la aventura nocturna. Mientras hablaba le asaltó intensamente la responsabilidad de su negligencia. Recordó que, contestando a un insistente requerimiento, había prometido comunicar inmediatamente cualquier acontecimiento que demostrara que Macrae estaba sometido a otra influencia, y, en su estúpida sensación de seguridad, no lo había hecho. Mientras relataba los sucesos que probaban que había caído en sueño hipnótico, sintió completamente el peso de su responsabilidad. Quedó muy aliviado cuando terminó la historia, en la que no omitió la innecesaria violencia de que hizo víctima al durmiente. Esperó recibir reproches y se preparó a escuchar con humildad lodos los que le dirigieran. Esperó.

    El intervalo fue largo, más largo de lo que él esperaba. Pasaron seis minutos. Diez minutos. Finalmente llegó la respuesta. No había reproches.

    —Escribe una nota al oficial jefe de la estación rogándole que no te moleste durante las dos horas que vas a permanecer en la sala de aparatos. Colócala detrás de la puerta y permanece en la Sala, mirando la puerta desde dentro. Quédate con el casco puesto hasta que te llame.

    El profesor cumplió lo que le ordenaban y se sentó pacientemente esperando nuevas instrucciones. Cuando transcurrió un cuarto de hora, dijo la voz:

    —¿Estás ahí, profesor?

    Contestó y se extrañó de que no le dijeran más. Cada cuarto de hora se repitió la pregunta, y siempre en un tono que no revelaba resentimiento alguno, el profesor contestaba:

    —Estoy aquí.

    A la séptima llamada, la voz añadió:

    —Hemos convocado una reunión, porque el asunto es demasiado serio para que yo decida por mí solo. Hemos llegado a una conclusión y ahora te voy a pedir que te pongas completamente en mis manos, que te abandones a mí. Quiero que me entregues tu voluntad y pases a la segunda fase, la de la inconsciencia; no tengas miedo. Deja que mi sugestión te duerma. No puedo conseguirlo si tú no me ayudas; por ello ansiosamente te requiero para que me ayudes. Borra de tu imaginación todas las preguntas, y, si es posible, todos los pensamientos.

    ¡Duerme!

    La voz continuó en una insistente, monótona llamada al sueño. Al primer requerimiento, el profesor Rudge cedió a la sugestión. No quiso hacer preguntas. Permaneció silencioso mientras la voz continuaba. Finalmente decidió acceder. Puso su cabeza entre sus manos y trató de no pensar en nada más que en la sugestión que querían imponerle. Gradualmente fue desapareciendo su consciencia. Al poco tiempo una figura aparentemente dormida se apoyaba sobre la mesa de señales.


    CAPÍTULO XII
    EL TRIUNFO MARCIANO


    Al hablar al profesor Rudge del poder de los marcianos para conseguir la posesión espiritual de los seres más débiles que ellos, el veneriano había dicho que ellos (los venerianos) tenían poder para efectuar este cambio físico con el consentimiento del ser sobre el que actuaban. La fuerza abrumadora de los marcianos, que les permitía prescindir de este consentimiento, era lo que les daba tan terrible poder para, el mal.

    Era este cambio el que intentaba efectuar el veneriano sobre el profesor al darle las últimas instrucciones para que se dejara sugestionar.

    Qué un espíritu exterior pudiera tomar posesión de la personalidad de un ser humano, era cosa muy conocida del hombre mucho antes del comienzo de la moderna civilización, como lo demuestra la abundancia de inscripciones y otros testimonios que se han encontrado. El espíritu intruso podía imponerse al dominado, o marcharse y volver a colocar al primitivo espíritu en su legítima posesión.

    Cuando expiró el plazo de las dos horas, el teniente Hughes quiso ver si el profesor había ya salido. No había necesidad ninguna de utilizar los aparatos, pero Hughes era curioso. Además estaba intrigadísimo, porque todo aquel asunto, desde la llegada del profesor a la isla, era un completo misterio.

    Cuanto más pensaba en ello, más interesante le parecía. Un hombre tan eminente como el profesor Rudge no estaría perdiendo el tiempo en la Estación X sin un propósito importante. Seguramente no era su objeto el dedicar un corto tiempo cada día a conversar con las otras estaciones. Si este había sido el único fin de su visita, ¿por qué había traído consigo al mecánico? Si, como era natural suponer, este último había venido para hacer algunos cambios en el sistema o en alguna parte de los aparatos, bajo las instrucciones del profesor, ¿por qué no se veían estas transformaciones?

    Si allí había un misterio, Hughes no trataría de descubrirlo. Deseaba ardientemente no hacer nada que pudiera estorbar; pero también se preguntaba por qué se le dejaba a él en aquella completa ignorancia, aun suponiendo que no pudiera ayudarlos en nada.

    Estos pensamientos agitaban al teniente, mientras vacilaba en abrir la puerta. Es probable que, aun entonces, el problema no hubiera ocupado los pensamientos del excelente muchacho, si no hubiera sostenido en aquel momento una pequeña conversación con Jones, el operador de la estación. Este le habló de un ruido que había oído en la sala de aparatos la noche anterior: primero, una riña; luego, un gemido, y, después, voces. Escuchando a través de la pared, había comprobado que las voces eran las del profesor y Macrae.

    —Debe usted haber soñado —dijo Hughes—. ¿Qué diablos podían hacer a esas horas? ¿Tenían luz?
    —No entraba luz por la ventana, señor; la habitación estaba en la obscuridad.
    —Es una historia singular, amigo Jones. ¿Por qué no se levantó usted y fue a ver lo que ocurría?
    —No me atreví a hacerlo.
    —¿Por qué?
    —No quise ponerme, en medio cuándo oí la riña en la obscuridad. Dicen que dos hombres murieron asesinados aquí no hace mucho tiempo.
    —Ciertamente, hubo dos muertes.
    —Yo no sé si será verdad, mi teniente; pero se decía, en el Sagitta que estos hombres se habían matado uno a otro.
    —De eso estuvimos hablando la otra noche.
    —Sí, señor; pero no me atreví a mezclarme cuando ni la riña y el gemido —dijo Jones, vacilando.
    —¿Por qué?
    —Hablando ahora, en pleno día, puede parecer estúpido; pero anoche me acordaba de haber leído historias, de asesinatos, que pueden repetirse, y…
    —Vamos, hombre. Yo creí que tenía usted más sentido común.
    —Ahora estoy seguro de que eran los dos de que le he hablado. Pero yo lo averiguaré.
    —¿Cómo? —preguntó Hughes.
    —Cuando salga de servicio iré un rato a pescar y requeriré a Macrae para que me acompañe. Parece que no tiene nada que hacer en ese tiempo. Le hablaré del asunto en cuanto encuentre ocasión.
    —¡Pero que no haya interrogatorio! —advirtió Hughes.
    —¡Oh! No, señor.

    Con esto se separaron. El teniente esperó durante, mucho tiempo. Como se acercaba la hora del cambio diario de señales, decidió comunicar al profesor que el plazo pedido había ya expirado. Entreabrió la puerta y miró.

    Pudo ver al profesor Rudge en medio de la habitación. Estaba examinando minuciosamente todas las cosas, el aparato de señales, la mesa, las sillas, hasta el suelo, las paredes y el techo, como si nunca se hubiera encontrado en aquella habitación. Y, cosa más extraña todavía, ¡¡¡parecía estudiarse a sí mismo!!!

    —Menos mal —gruñó Hughes—. El servicio oficial no puede esperar por esta clase de estudios.

    Y dio un golpecito en la puerta. Inmediatamente, el profesor sé colocó delante de él, y, por espacio de un segundo, le pareció a Hughes que también a él le miraba escrutadoramente; pero si ello era verdad, duró sólo un momento.

    Por su parte, Hughes observaba algo extraordinario en la conducta del profesor Rudge. Vio que las pupilas de sus ojos estaban extrañamente dilatadas y que su mirada tranquila y terriblemente intensa le producía una sensación de malestar. Parecía que aquella mirada se apoderaba de él mental y corporalmente, y con cierto miedo creciente le notificó que venía a encargarse de la estación. Notó, que, al contestar, el profesor tartamudeaba como un hombre que había en un idioma que conoce, pero que no ha usado en muchos años.

    —Siento mucho haber permanecido aquí tanto tiempo —dijo—. ¿Puede usted decirme dónde está Macrae?
    —Me parece que ha ido a la playa con Jones, a pescar —contestó Hughes, titubeando, y añadió, señalando dos figuras que se veían a distancia de media milla y que desaparecían ya detrás de las rocas—: Sí, allí van El profesor le dio las gracias, y como sus ojos se encontraran un momento, nuevamente sintió Hughes una sensación molesta. Cualquier cosa que fuese lo que hubiera en aquella tranquila pero penetrante mirada, le hizo la impresión de que el profesor había oído, no sólo sus palabras; sino también sus más recónditos pensamientos. Involuntariamente se estremeció.

    Volvió a la mesa de aparatos para cambiar las señales con los colaterales, mientras el profesor abría la puerto, paseaba su mirada por la isla y comenzaba a andar despacio. El intenso azul del cielo pareció atraer vivamente su atención. Aceleró el paso y se encaminó hacía las rocas por donde habían desaparecido los dos hombres.

    Después de hacer las señales diarias y enterarse, de que no había novedad, Hughes salió de la habitación y, cogiendo un libro, se sentó, como de costumbre, en el sillón del vestíbulo, desde, donde podía oír cualquier llamada que surgiera durante las horas de servido. Al poco tiempo dormitaba.

    Las dos figuras que Hughes había visto desaparecer en la lejanía no eran Jones y Macrae, sino Jones y el sirviente. No repuesto todavía de la impresión de la noche pasada, Macrae no había querido acompañar a Jones en su excursión, prefiriendo permanecer en la cama, donde, por lo menos, conseguiría dormir.

    En aquel momento se levantaba, no despierto, y pasaba por delante del dormido Hughes. Despacio y tranquilamente entró en la sala de aparatos y se dirigió sin titubear a la mesa.


    * * *

    Cuando el supuesto profesor Rudge llegó al extremo de las rocas y escudriñó el mar y la costa, no vio nada. Era evidente que los dos hombres habían dado la vuelta al acantilado o habían marchado por otro camino. Como a falta de huellas de pasos no había nada que le pudiera servir de guía, el profesor se volvió decididamente a la derecha, pero antes paseó su mirada por la isla, para asegurarse de que no habían vuelto a la estación.

    Ahora caminaba más rápidamente, como contrariado, y habiendo andado un, poco sin encontrar trazas de los que buscaba, volvió, no sobre sus pasos, sino para subir al acantilado y desde allí investigar nuevamente la isla. Evidentemente, estaba decidido a que ninguno volviera a la estación sin conocimiento suyo. No viendo a nadie, recorrió la cresta del acantilado sin descender hasta llegar a su extremidad, desde donde vio entre las rocas a los dos hombres. Llamó a Macrae.

    Al oír la llamada, Jones levantó la vista, vio al profesor y gritó:

    —Macrae no está con nosotros, señor. Lo hemos dejado en la estación.

    Instantáneamente desapareció la figura que le interrogaba, y si Jones hubiera podido atravesar con la vista el acantilado, hubiera quedado atónito al ver al corpulento profesor dirigiéndose; hacia la estación a un paso increíble. Antes de llegar a ella vio a través de la puerta abierta de la sala de aparatos algo que pareció prestarle alas… alguien que estaba ante la mesa, mientras Hughes estaba sentado en el vestíbulo.

    El teniente Hughes levantó la vista del libro al oír el ruido de las rápidas pisadas y vio la figura que, a toda velocidad, venía como una flecha hacia él. La expresión particular que había notado en sus ojos no era una ilusión; ahora no podía decir si era real o imaginaria; salían materialmente llamas de aquellos ojos fijos en él. Saltó de la silla cuando el otro pasó, gritándole:

    —¡Quédate donde estás! ¡No te levantes hasta que yo te lo permita!

    Ante el sonido de estas palabras y la terrible, espantosa mirada que las subrayó, toda su potencia y su voluntad parecieron abandonarle. No pudo ni aun querer moverse de su silla.

    El otro había ya entrado en la sala de aparatos y cruzaba la habitación hacia la silla del operador. Macrae se estaba quitando el casco. Al verlo el profesor se detuvo, mientras Macrae se levantaba de la silla, dejaba el casco en la mesa y se balanceaba ágilmente, con movimientos vigorosos, llenos de energía, que contrastaban con la habitual actitud apocada que siempre había tenido.

    —¡Ven aquí! —dijo indicando la silla de la que se acababa de levantar, y hablando en un tono de segura autoridad.

    La figura que tenía delante no se movió. Levantó la vista. Sus ojos se encontraron.


    * * *

    En el instante en el que el marciano reconoció a su inesperado enemigo, comprendió que sólo una lucha física podría decidir el asunto, y cambió de plan. Decidió dar la batalla a su contrario neutralizando su gran superioridad física con una continua lucha que acabara de rendirlo, ya que venía con la respiración entrecortada a causa de la carrera que había efectuado desde el acantilado.

    Saltó hacia adelante, pero fue prontamente golpeado. Pareció que no tocaba el suelo y con la elasticidad de una pantera se levantó y atacó nuevamente. No hubo pausa ni respiro en la feroz batalla que siguió. Era una lucha a muerte.

    Los dos cuerpos se agitaban de un lado a otro. Das sillas y todo cuanto se interpuso en su camino fue arrojado al suelo y despedazado. El edificio retembló a los golpes de los combatientes.

    El veneriano vio el plan de su enemigo y el peligro que encerraba. Sintió demasiado tarde la carrera precipitada que había emprendido desde las rocas a la estación. Sus esfuerzos para salvar la situación amenazaban ahora convertirse en los medios de su ruina. Trató de utilizar su superioridad física para ‘aniquilar de una vez a su contrario, mientras le quedaba aliento. Pero el contrario parecía estar en todas partes a la vez: parecía el espíritu de una furia en un cuerpo de alambre.

    En esta lucha salieron de la sala, pasaron por delante del aterrorizado Hughes y continuaron la batalla en el vestíbulo. El marciano sabía que luchaba a la vista de otros testigos, sus congéneres, que le observaban a través del vacío. Luchaba como un protagonista, no por él solo, sino como representante de toda su raza, cuya existencia dependía de la fortaleza de su brazo. Y el recuerdo aumentó su energía, ya sobrehumana.

    Con los ojos fuera de las órbitas, Hughes, impotente para intervenir, contemplaba el combate. Era el duelo más frenético que había visto en su vida. Sintió un verdadero malestar físico a la vista de un encuentro donde no había reglas ni respiros.

    Los golpes eran rápidos y furiosos.

    La esperanza del veneriano en una rápida decisión, se desvaneció.

    Respirando anhelosamente, sintió que el fin estaba próximo. El indomable espíritu invasor que había tomado posesión del cuerpo de Macrae caminaba hacia la victoria, pero no sin pagar el precio… un precio que hubiera hecho a Macrae caer al suelo destrozado.

    Al fin venció su ciencia, su superior conocimiento del cuerpo humano, ¡quién sabe! Envió un golpe al plexo solar, conociendo evidentemente la exacta situación de este, ganglio, y el campeón de la Humanidad cayó derrotado.

    El marciano se arrodilló sobre su postrado contrincante, y cuchicheándole algo en su agonía, forzó su voluntad basta lo último.

    En aquel momento se levantaron juntos los dos, el vencedor y el vencido. El veneriano se dirigió hacia la silla del operador de la estación y se colocó los auriculares.

    Para Hughes el misterio era insoluble. Durante al guaros minutos estuvo observando la forma del profesor y vio cómo se mantenía erecto y con una indescriptible, y en aquellas circunstancias maravillosa, calma y dignidad, aun habiendo sido derrotado.

    Vio su negra inescrutable forma, sostenida sobre la silla, como un elevado y siniestro espíritu del mal, y, por un momento, vio surgir un relámpago de aquellos ojos. Después la escena tembló y desapareció de la vista de litigues. Haciendo un movimiento convulsivo sobre su asiento, se desvaneció.

    Un minuto después la figura que estaba en la silla del operador también tembló, pareció que iba a caer, hizo un esfuerzo al mismo tiempo y se levantó, pero esta vez con firmeza.

    El profesor Rudge alzó las manos temblorosas para quitarse el casco. Se encontró en la silla del operador de la Estación X. Vaciló un poco sobre sus pies, y, volviéndose, miró a los ojos del marciano.


    CAPÍTULO XIII
    LLEGA EL «SAGITTA»


    Durante un espantoso momento el victorioso y el desesperado se miraron uno a otro.

    La influencia psíquica del marciano iba turnando a su víctima impotente para oponerle su voluntad.

    Empujó al profesor para sentarse él mismo al aparato. Ayudó a colocar los receptores en la cabeza del hombre atontado y golpeado horrorosamente. Mientras lo hacía sus manos temblaban, y él mismo vacilaba.

    En aquel momento el profesor sintió como si repentinamente le quitaran un peso de encima, como si la opresión que mantenía su voluntad bajo el vasallaje de otro hubiera repentinamente desaparecido.

    Levantó la vista. El rostro del marciano tenía la blancura de la muerte. Se bamboleó. Un momento después caía pesadamente al suelo. El espíritu podía ser invencible, pero el cuerpo humano que había invadido, y únicamente por medio del cual podía obrar en un plano material, había llegado al último extremo de resistencia, y se desvaneció.

    El profesor se levantó de su silla y por un momento permaneció inmóvil. Después, viendo lo que había pasado esperó una vez más comprenderlo.

    —Hughes —suspiró—, venga y ayúdeme a sujetar a este… a este loco, ¡antes de que recobren sentido!

    Hughes dio un salto con ardor, muy dichoso de encontrarse libre de la inexplicable influencia que lo había tenido dominado. Fue por cuerdas y volvió a los pocos segundos. Entre el marino y el sabio hicieron unos nudos sólidos, que podían desafiar todos los esfuerzos del marciano. Después lo arrastraron hasta la habitación de Macrae y lo dejaron en él suelo.

    —Voy a esperar hasta qué recobre el conocimiento —dijo el profesor—. Indudablemente usted podrá hacer el informe de todo lo que ha ocurrido.

    Tan pronto como Hughes salió de la habitación, el profesor Rudge procedió a amordazar al marciano, tan sólidamente como lo había atado. No se había decidido aún a explicar a Hughes el estado real de la situación. Deseó ardientemente poder pensar siquiera durante un momento.

    Esperó hasta que hubiera señales de conciencia, en el cuerpo que yacía en tierra… Entonces se alejó rápidamente, cerrando la puerta detrás de sí.

    Volvió a la sala de aparatos y ovó el informe que Hughes… estaba redactando para el Almirantazgo. No trató de interrumpirle ni corregirle.

    Mientras dedicaba la mitad de su atención al informé, el profesor estaba pensando si diría a Hughes toda la verdad o sólo parte de ella. Al fin decidió referirle todo.

    Cuando Hughes terminó su mensaje, el profesor le advirtió que tenía algo que decirle. Comenzó por el principio, por la primera llegada de Macrae a la isla, y después fue contándole todo, palabra por palabra.

    El profesor Rudge esperaba la sorpresa de Hughes, y hasta su incredulidad. Conforme avanzaba en su relato, vio con satisfacción crecer su sorpresa, y bajar su incredulidad. Al terminar oyó a Hughes con gran alegría decirle que él le hubiera creído cualquier cosa, aun lo más absurdo.

    Aun lo más absurdo, porque este era el camino que iban tomando sus pensamientos.

    —Y ahora, Hughes, la pregunta que se impone a todas es: ¿qué vamos a hacer?

    Hughes permaneció silencioso, no atreviéndose a proponer ninguna solución.

    —Yo creo que lo mejor —dijo él profesor Rudge— es que usted haga el informe antes de explicar los hechos. Explicar los hechos que usted y yo conocemos, creo que sería inútil y hasta perjudicial.
    —Ciertamente —contestó Hughes.
    —Si hay que entrar en estas cuestiones, debo ser yo el encargado de hacerlo, y me está inquietando mucho saber si lo haré o no lo haré.
    —Si yo hubiera sabido todo lo que sé ahora —argüyó Hughes—, no sé cómo hubiera hecho para redactar el informe.
    —Creo que no debemos perder tiempo. Yo sé lo que creo que debo hacer, pero como tiene mucha semejanza con lo que los tribunales llamarían asesinato, vacilo en asumir la responsabilidad, especialmente no habiendo llegado aún el Sagitta.
    —Es una suerte que el capitán Evered conozca bien el asunto —dijo Hughes—. Él será el mejor preparado para comprender lo que ha ocurrido hoy aquí.
    —Quisiera que ya estuviera aquí. Cuando el aviso del veneriano resonaba en mis oídos, creí que una vez conocida la forma del peligro que amenazaba, mi ansiedad desaparecería. Pero nunca me imaginé que se pudiera llegar a esta situación.
    —Por si acaso, le hemos dejado atado como un paquete. Por el momento estamos a salvo.

    La ansiedad del profesor Rudge no se satisfacía con estas palabras. Estar a salvo y tener a un marciano vivo, eran ideas que no se compaginaban en su mente.

    —Solamente pido al Cielo —dijo— que el capitán Evered me quiera escuchar cuando venga, y se decida a matar a esta infernal criatura.
    —Querrá primero hacer su informe —dijo Hughes con convicción.
    —Verdaderamente, Hughes, ¡tiene usted razón! —gritó el profesor—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Yo haré el informé del capitán. Esto me decide. Voy a coger al toro por los cuernos y ahora mismo haré mi propio informe, si consigo ponerme en comunicación con el primer Lord. También este está medio preparado para todo lo que yo le diga.

    Rogó al teniente que se pusiera al habla con el Almirantazgo y dijera que el profesor Rudge quería hablar inmediatamente con S. E. Mr., Mansfield, primer lord del Almirantazgo.

    Aunque la llamada se hacía a hora intempestiva, al cabo de una hora Hughes informaba que Mr. Mansfield estaba esperando la comunicación del profesor Rudge.

    Rudge había pasado esta hora (durante la cual había anochecido en la Estación X en un estado de inquietud que no pudo dominar. Más de una vez llegó hasta la puerta de la habitación de Macrae y escuchó, pero no percibió el menor sonido. Pensando que este silencio podría producirse solamente mientras él estaba escuchando, se fue, y después de un rato volvió a la puerta sin hacer ruido. Siempre el mismo absoluto silencio.

    ¿Habría muerto el marciano?

    No le atormentaba al profesor la idea de si habría o no matado al marciano. La cuestión era ¿qué es lo qué haría si salvaba la vida? Ni por un momento pensó que Su prisionero hubiera muerto. Pero aunque estaba sólidamente alado, podía hacer algún movimiento en el suelo o forcejear para librarse de sus ataduras, o, aunque estaba amordazado, dejar escapar algún gemido inarticulado. Pero no oyó el más ligero ruido.

    Una vez empuñó el profesor la llave en su bolsillo. Esta acción le recordó la ocasión en que otra mano le había cogido otra llave de este mismo bolsillo. El recuerdo le hizo desistir.

    Volvió al vestíbulo alumbrado por la luz de las estrellas. Recordó las palabras del veneriano: «No has tomado el asunto suficientemente en serio, profesor Rudge». Le asaltó el desagradable pensamiento de que en esta ocasión podría decirle lo mismo. ¡Acaso!

    Si el veneriano le estuviera hablando ahora, el profesor Rudge adivinó en lo profundo de su imaginación el consejo que le daría. Casi creyó, oír las severas palabras del veneriano: «¡Mátalo, mátalo!».

    Al cabo de un momento le asaltó el impulso de volver y utilizar la llave. Un impulso nada más, porque no tenía idea clara de lo que haría volviendo a la habitación donde yacía el marciano.

    Cuando la mano de Macrae había robado una llave de este bolsillo, evidentemente había habido un momento de crisis, acaso no mayor que este otro en sus posibilidades. La mano era distinta, pero el cerebro que guiaba era el mismo. En la primera ocasión había obrado desde lejos; ahora estaba peligrosamente cercano.

    Pocos segundos después el profesor entraba en la sala de aparatos con la cara lívida, buscando la compañía del teniente Hughes. En este momento avisaban que el primer lord estaba al aparato.

    El profesor cogió él casco. Dio un informe muy detallado de todo lo qué había ocurrido en la Estación X desdé el momento en que llegó. Recordó a Mr. Mansfield su conversación en Londres cuando le pidió permiso para venir con Macrae a la estación; y estaba seguro de que el informe que él dio dé sus entrevistas con Macrae y del que se deducía la bona fides de este último, estarían presentes todavía en la memoria de Mr. Mansfield, Sé sorprendió al oír que el primer lord recordaba perfectamente; el contenido del diario de Macrae.

    Él profesor Rudge quedó muy satisfecho al saber, que Mr. Mansfield pareció alarmarse bastante al oír que habla un marciano en la Estación X, un ser de poderes desconocidos, pero seguramente sobrehumanos. El profesor contestó a multitud de preguntas, y, últimamente, él mismo planteó la cuestión más importante: si Mr. Mansfield aceptaba el hecho de la comunicación con Venus, y la evidencia de Rudge de la presente situación.

    La respuesta fue desaprobatoria y toda la conversación que siguió después: dejó al profesor la convicción de que sería peor qué inútil reclamar la autoridad del capitán Evered para hacer una indagación con plenos poderes antes de la ejecución del marciano, a pesar de la evidencia que él tenía de su necesidad. Era preferible hacer una llamada al capitán Evered estando la cuestión sin resolver, que provocar una rotunda negativa qué atara de manos al capitán.

    El profesor Rudge dejó el aparato malhumorado, con la sensación de qué no había conseguido nada, porque la última decisión fue esperar la confirmación del capitán Evered y su opinión. El verdadero propósito que lo condujo al aparato no se había cumplido.

    Mansfield sé interesó mucho por lo que acababa de oír respecto al «asunto Macrae», como lo llamaba, y esperaba; con curiosidad él desenlace. Tenía la suficiente cultura para comprender qué la comunicación que sé alegaba; no contradecía en nada las leyes de la ciencia, Sabiendo que las olidas etéreas salidas del centro emisor podían propagarse indefinidamente por el espacio, comprendió qué la recepción de un mensaje radiofónico venido de un planeta vecino era tina simple cuestión de capacidad del receptor.

    Su actitud fue para el profesor Rudge tan inútil como hubiera sido la incredulidad. Los qué no estaban con él estaban contra él; Él peligro marciano no había impresionado a MR Mansfield lo suficiente; para hacerte Sentir la necesidad de una acción inmediata. Le faltaba la penetración de imaginación. Sentado en su confortable poltrona de Londres no podía comprender que el acontecimiento ocurrido en una remota isla del Océano Pacífico podía constituir una amenaza para el mundo entero.

    Esto no le impidió pensar en la declaración que haría el capitán Evered cuando llegara. Sabiendo que, de no ocurrir accidente, esta llegada tendría lugar dentro de pocas horas, dio instrucciones, antes de abandonar la estación radiotelefónica del Almirantazgo, en el sentido de que sé le llamara tan pronto cómo se conociera la llegada del capitán Evered a la Estación X.

    Como el día pasó y no recibió aviso alguno, su interés aumentó. Por la noche sintió la necesidad de buscar nueva información y volvió a preguntar a la Estación X por el paradero del Sagitta. Supo qué el navío tardaría aún veinticuatro horas en ponerse en comunicación radiotelefónica con la isla.

    Dio instrucciones para qué despertaran a la Estación X. Un cuarto de hora más tarde le informaban que la Estación X no contestaba.


    * * *

    Mientras tanto, en la Estación X la noche transcurría sin que el profesor Rudge ni el teniente Hughes consiguieran descansar. Unas veces conversaban en la sala de aparatos; oteas, solos o juntos, paseaban bajo las estrellas. Nunca habían transcurrido las. Horas tan lentamente, tan ansiosamente como aquellas que precedían a la llegada del Sagitta.

    Estaban paseando por los alrededores de la estación cuando el profesor dijo repentinamente:

    —Acaso estaremos mejor fuera que dentro. La estación no tile parece muy segura.
    —¡No le parece muy segura! ¿Qué es lo que quiere usted decir?

    A manera de respuesta el profesor Rudge empezó a hablar de auras y emanaciones de naturaleza telepática y otros asuntos por el estilo, qué a Hughes le costaba mucho trabajo comprender.

    —Para demostrarle a usted que las cosas de que le hablo no solamente son reales, sino qué su recuerdo tiene para nosotros positiva importancia, le voy a contar algo que locamente hice mientras esperaba qué usted consiguiera ponerme en comunicación con Mr. Mansfield, Había estado pensando lo qué él veneriano hubiera hecho en mí lugar. Fui a ver a nuestro enemigo amarrado (ahora tengo la duda de quién me sugeriría este pensamiento). Abrí la puerta y entré dentro. A la luz de las estrellas pude ver la figura que yacía en el suelo. Repentinamente me asaltó una influencia que atacó mi voluntad y resistencia. En Un momento comprendí de dónde venía y la importancia que tenía. Inmediatamente traté de salir fuera, de alejarme de la zona de influencia, Y ahora, ¡oiga usted! El pensamiento que rúe asaltó, si pensamiento puede llamarse, fue que, de haber continuado un solo momento más, mi propia voluntad hubiera naufragado…; si llego a quedarme, hubiera desatado al marciano.

    Hughes jadeaba. Esto: era más imposible que los más espantosos sueños.

    Continuaron hablando de ello mientras paseaban por delante de la estación, cuando sonó la señal del timbre. Era el Sagitta.

    Cumpliendo las instrucciones que había recibido. Hughes procedió inmediatamente a comunicar el informé de los últimos acontecimientos en la isla. El profesor Rudge añadió un aditamento considerable, de modo que mientras el Sagitta se acercaba a la isla, él capitán Evered fue enterado de todo.

    Cuando ancló el crucero el capitán envió a tierra un bote y dijo por radio al profesor Rudge y a Hughes que subieran a bordó, en compañía de Jones y él sirviente.

    Inmediatamente abandonaron la sala de aparatos y Hughes dio las necesarias órdenes.

    Cuándo pasaron por delante de la puerta de Macrae oyeron dentro golpes sordos; cómo si alguien sé revolcara violentamente por el suelo.

    Ambos estaban convencidos de que ningún ser humano hubiera podido libertarse; estando atado como ellos habían dejado al marciano: Pero, al cambiar una mirada de espanto, el mismo pensamiento los asaltó: ¡el marciano estaba desatado parcialmente!

    Quedaron como paralizados. ¡Poumm! El cuerpo se había precipitado violentamente contra la puerta, ante la cual estaban. El pánico se apoderó de ellos y emprendieron una loca carrera hacía la costa, llamando a voces a Jones y al criado. De repente, el profesor Rudge se detuvo y como una flecha volvió hacia atrás, en dirección a la sala de aparatos.

    Lo que tenía que hacer lo hizo pronto, y nuevamente salió afuera, corriendo detrás de Hughes.

    Cuando habían recorrido la mitad de la distancia, el profesor miró hacia atrás. No se veía a nadie, ni siquiera a los otros dos hombres. Cogidos de improviso por la urgencia de la llamada, no le habían obedecido con la celeridad necesaria.

    Pocos momentos después, el profesor caía en el bote y Hughes daba la orden de desatracar inmediatamente. Cuando estuvieron cerca del Sagitta, la luz de un reflector eléctrico los deslumbró, iluminando su camino y el punto de la costa de donde habían partido.

    Se veía perfectamente una figura, en lo alto del acantilado, dominando la playa y vigilando la canoa.

    El profesor miró. Era el marciano… libre.


    CAPÍTULO XIV
    LA DECISIÓN DEL CAPITÁN EVERED


    Cuando el profesor Rudge pisó la cubierta del Sagitta encontró al capitán Evered que lo estaba esperando ansiosamente.

    El profesor se convenció de la capital importancia que tenía hacer ver al capitán todo el significado de lo que había ocurrido. Era esencialísimo tomar las adecuadas precauciones y obrar prontamente.

    Era muy significativo que, mientras el reflector iluminaba la rígida figura del marciano sobré las rocas, el capitán había dado órdenes para que tan pronto cómo el bote fuera izado a bordo el Sagitta se alejara de la isla.

    Pero la visión de aquella figura, libre de ataduras, le había sugerido la existencia de un punto negro en el informe que había recibido. Decidió lo primero de todo oír la declaración del teniente Hughes.

    Le escuchó atentamente y le dirigió multitud de preguntas sobre la vida y mutua armonía entre el profesor Rudge y Macrae mientras estuvieron en la estación.

    Le satisfizo ver que en esto no había nada que pudiera explicar el conflicto que había tenido lugar; Entonces mandó llamar al profesor Rudge y al doctor Anderson.

    —Siento mucho, profesor Rudge, lo que ha ocurrido; pero me alegro de que ya no dé importancia a sus heridas.
    —Mi querido Evered —contestó el profesor—, no he tenido tiempo de pensar en ellas ni en nada trivial, dada la urgencia del caso.
    —¿Qué se puede hacer? Ya he oído todo lo que Hughes rae ha dicho.
    —¿De modo que usted acepta mi declaración de todo lo que ha ocurrido y de la situación a que hemos llegado?
    —Nunca se me hubiera ocurrido dudar de su sinceridad y competencia para juzgar este asunto con mayor capacidad que nadie.
    —Es un gran alivio para mí pensar que usted está conforme conmigo.
    —Porque estaba seguro de usted fue por lo que quiso que fuera el primero en conocer el asunto. Al principio, creí que todo había sido una ilusión de Macrae, pero Anderson me convenció. ¿Está usted seguro de que entra en el poder de estos seres introducirse en los cuerpos humanos para desarrollar su obra de destrucción?
    —Puedo hablar por experiencia —contestó el profesor—, porque también entra en el poder de los venerianos haberlo de mutuo acuerdo. Y ahí hay una prueba de que los marcianos pueden efectuar esta transferencia sin necesitar el asentimiento de sus víctimas.
    —¿Entonces cree usted que esto es lo que ha ocurrido en el caso de Macrae y que su cuerpo está ahora animado por un espíritu marciano?
    —Indudablemente.
    —¿Y por qué —preguntó el capitán— no nos han hecho a todos víctimas suyas?
    —Porque la primera parte del experimento es algo que se relaciona con el hipnotismo. Es preciso establecer la necesaria «relación» mental, una especie de canal de comunicación con las víctimas. Y tratándose de estas poderosas criaturas es suficiente el sonido de su voz, una por teléfono, por radio o algo por el estilo.
    —Todavía —dijo el capitán— no comprendo…
    —Ya sé lo que quiere usted decir. Nuestra seguridad reside en esto: en el estado normal, nuestro sentido del oído no tiene la agudeza suficiente para percibir su voz. Únicamente la adquiere en el anormal estado de receptividad establecido por una previa «relación» entre el que habla y el que oye.
    —¿Y esta «relación» estaba establecida entre el marciano y Macrae?
    —Puede ser que estuviera a través del veneriano, aun sin darse cuenta este último. La explicación cae más allá de nuestro conocimiento actual del asunto. Hasta que resolvamos el misterio, tenemos este ejemplo aislado que demuestra que un entendimiento cualquiera puede ser convertido en una especie de escalón entre otros dos, por lo menos si uno de ellos es un marciano.
    —¿Entonces —dijo Evered—, cree usted que esta dificultad para establecer la comunicación inicial, que parece ser nuestra única salvaguardia, es consecuencia solamente de la distancia interplanetaria?
    —Sin duda alguna.
    —¿E insiste usted en afirmar que en este momento hay un marciano a dos o tres millas de nosotros, que tiene a su disposición la más potente estación radiotelefónica del mundo?
    —¡Cuánto celebro que se le haya ocurrido a usted esa idea! —exclamó el profesor—. Es la prueba más convincente para mí de que usted aprecia el peligro en todo lo que vale. Si el marciano tuviera el mando absoluto de la Estación X, nosotros no estaríamos sentados ahora aquí. Cuando Hughes y yo salimos disparados como flechas en dirección al bote, se me ocurrió la idea de que esta carrera sería perfectamente inútil, y por eso volví a la sala de aparatos y arranqué los dos tubos de vacíe de ambos instrumentos ¡y aquí están!

    El profesor sacó del bolsillo los dos tubos de vacío y los colocó sobre la mesa.

    —Son indispensables, e irreemplazables por ningún material de la isla.

    El capitán Evered miró a Rudge con franca admiración. Después de una pausa, dijo:

    —No intento establecer comunicación alguna con la Estación X; vamos a dejaría aislada. Quiera Dios que su actual ocupante también nos deje a nosotros.
    —Creo que es lo que hará.
    —Bien; en eso me fío de usted.
    —Recordará usted, profesor Rudge —dijo el doctor Anderson, interviniendo en la conversación—, que el veneriano dijo que la ciencia de los marcianos sobrepasa a todo lo imaginable.
    —Sí —contestó el profesor con gravedad— no hay nada que el marciano sea capaz de hacer para reemplazar los tubos perdidos, que no lo haga. Su química puede ser capaz de transmutar los elementos.
    —Suponga usted —continuó Anderson— que nuestro operador recibiera una llamada de la Estación X.

    El capitán Evered llevaba su mirada con rapidez de Anderson al profesor.

    —Precisamente dijo el profesor al capitán —hablaba usted de medidas para exterminar al marciano. ¿Va usted a tomar ahora esas medidas?
    —¿Se refiere usted a un desembarco? —preguntó el capitán.
    —No. El riesgo es demasiado grande. El veneriano me advirtió que, comparados con los marcianos, nosotros no somos más que unos niños. Adviertan ustedes, además, una cosa: hay tres hombres en la isla, y cualquiera de estos puede ser ahora un marciano.

    Las palabras del profesor parecían mostrar palpablemente a sus oyentes el tremendo poder y sutileza del enemigo.

    —Pero —continuó el profesor— usted tiene a bordo muy buenos cañones.
    —Ellos llenarían con dificultad su cometido en lo que respecta al marciano. Una de las razones por las que se eligió esta isla para instalar la Estación X es su contorno especial, porque desde el mar solamente se ve un amontonamiento de rocas y acantilados. ¡Si tuviéramos un globo! ¿Qué solución propone usted, profesor?
    —Insisto en los cañones. Suponga usted que el marciano puede substituir los tubos perdidos. Nuestra única salvación estriba en reducir a ruinas toda la instalación.

    Sus dos oyentes se estremecieron. Durante unos segundos, el capitán Evered miró en silencio al profesor Rudge, evidentemente dando vueltas a la, idea en su cabeza.

    —Bien —dijo por fin—. He pasado el Rubicón. Habiendo aceptado la responsabilidad de obrar sin autorización oficial, el único caminó lógico es continuar hasta el fin.

    Y después de un minuto de silencio añadió:

    —Daré orden de cargar los cañones.

    Abandonó el camarote. Cuando se hubo marchado, el profesor lanzó un inmenso suspiro de alivio.

    —Creo, Anderson —dijo— que el mundo agradecerá, al capitán Evered su actitud presente. Creo que ha sido por causa de las sugestiones de usted por lo que no hemos tenido ahora necesidad de convencerle de la inminencia del peligro.
    —Yo creo más bien que ello se debe a usted. Es para nosotros una gran esperanza, porque le afirmo que no me siento absolutamente nada seguro.
    —¿Hasta que el marciano haya desaparecido?
    —Sí.
    —Yo sería el último en reírme de su poder; pero estoy seguro de que, sin los tubos de vacío, no puede haber radio. Esta, no es una instalación ordinaria. Su eficacia Consiste en el equilibrio de dos elementos de fuerza contraria en tubos donde se ha hecho el vacío. Estos elementos son el mercurio y el arsénico. Estos y el tantalio para el tubo detector son absolutamente indispensables en esta estación, que, entre paréntesis, es de mi propia invención. Ninguno de estos tres elementos existe en la isla: a menos que él pueda crearlos por transmutación de los que encuentre, es completamente impotente.
    —Sí —contestó Anderson; pero su tono no indicaba una convicción muy grande.


    * * *

    Tan pronto como las luces del alba fueron suficientes, el Sagitta tomó posiciones para cañonear el edificio de la estación y toda la instalación. Cuando sus cañones de seis pulgadas hubieran hablado, solamente quedarían ruinas de la Estación X, orgullo de la ciencia y la marina británica.

    Mientras el capitán vigilaba el trabajo de los cañones, el doctor Anderson, que estaba sobre cubierta en compañía del profesor Rudge, le observaba con la más profunda atención.

    El doctor podía leer en la cara de su jefe como en un libro abierto y notó las señales del desasosiego que le causaba el asunto que traía entre manos.

    Anderson dijo a su acompañante:

    —La decisión que en esta ocasión ha tomado el jefe es magnífica. Solamente quien le conozca tan bien como yo puede comprender el trabajo que le cuesta. Sabe que esto significa un próximo consejo de guerra.
    —Según todas las probabilidades, nunca le exigirán cuenta de esto —dijo el profesor Rudge.
    —¿Por qué?
    —Porque si el mundo escapa de la fatalidad que le amenaza, será porque acepta nuestros informes y toma las medidas necesarias Antes de que sea demasiado tarde. Si no escapa, y mucho me temo que esto sea lo más probable, entonces… entonces vendrá el fin de todos nosotros.
    —¿Realmente; cree usted qué las probabilidades están en contra nuestra?
    —Por espantoso que ello sea, lo temo —contestó gravemente el profesor—. Pero ciertamente tenemos alguna probabilidad en favor.
    —Me sorprende su actitud de ahora. Anoche yo estaba más asustado qué usted.
    —Los temores de usted se referían a lo que pudiera hacer el marciano en un plano material. Usted temía que pudiera reinstalar la estación durante la noche. Yo no pensé en ello. Hasta para un marciano hay imposibilidades. Conocemos los escasos elementos que tiene para ello, y sabemos también que ninguna especie de transmutación puede proporcionarle lo que necesita. Esta reacción química está fuera del alcance del hombre, con todos los medios de que puede disponer. No creo que ni aun él pueda haberlo conseguido en sus circunstancias.
    —Tiene usted razón. Conseguir el éxito con tal limitación de medios es inconcebible.
    —Y además olvida usted el principal factor.
    —¿Cuál?
    —¡El tiempo! Si ha de conseguir el éxito, debe ser contando con mucho tiempo por delante. Todo depende de convencer a nuestros compañeros de que el peligro es inminente y no debemos perder ni un segundo. Pero donde más temo yo al marciano es en el terreno psíquico, Si consigue atacarnos por ahí estaremos completamente desarmados y a su merced. Si hemos conseguido escapar de él, ha sido por una verdadera sucesión de milagros.
    —Ciertamente, hemos tenido una suerte inmensa.
    —Sin embargo, observe usted que aunque haya equivocado la puntería en todas las ocasiones, siempre, por alguna casualidad inesperada, ha logrado conseguir algo. Primero, cuando Macrae estaba conversando con el veneriano, se lanzó por un camino incomprensible, y casi se apoderó de su víctima. Aunque rechazado entonces, implantó una orden que más adelante sirvió a su propósito. Segundo, cuando últimamente secuestró a Macrae con el objeto de enfrentarse con él veneriano, por una razón inexplicable se encontró cara a cara conmigo. Aquí también, aunque no consiguió su propósito, progresó. Había llegado a la isla. Finalmente, ha conseguido librarse de unas ataduras que ningún ser humano hubiera podido romper. Un triunfo más y nuestra ruina será inevitable.

    Pocos momentos después comenzaba el cañoneo, que duró un cuarto de hora. Cuando se extinguió el ruido de los disparos, el capitán Evered descendió sin dar ninguna orden. Casi inmediatamente el profesor recibió aviso de que lo esperaba en su camarote.

    Cuando entró le dijo el capitán:

    —He hecho lo que creo que las circunstancias requerían. Y la cosa no ha sido fácil. Si hubiera tenido que habérmelas con un enemigo más… ¿cómo diré?, más manifiesto, y hubiera tenido que retroceder disparando bala tras bala, estaría más contento. Pero esto ha sido: muy diferente.
    —Le felicito —dijo el profesor Rudge—. Ha arriesgado usted el todo por el todo porque ha creído cumplir con su deber. Si vencemos a nuestro terrible enemigo, la Humanidad se habrá librado gracias a usted.
    —De todos modos, un paso requiere otro más avanzado. Quiero que usted apruebe lo que ahora voy a decirle. He hecho algo que seguramente terminará en un consejo de guerra y quiero tomar mis precauciones. ¿Tiene usted algo que objetar?
    —Pensé en ello durante la noche —contestó el profesor— mientras esperábamos que amaneciera. Mi opinión es que debe usted permanecer aquí.
    —Mi acción ha sido debida principalmente a la confianza que tengo en usted. No veo claro qué puedo hacer aquí por ahora, pero en un asunto de esta naturaleza, reconozco que usted es el mejor juez.
    —He pensado en ello. Tan pronto como el Almirantazgo sepa que, por una razón desconocida, la Estación X no funciona y que tampoco hay noticias del Sagitta, enviarán un crucero, el que más cercano se halle, a hacer una investigación, o sea a la Estación X. Si hacen un desembarco en la isla, todo lo que hemos hecho habrá sido trabajo perdido.
    —¡Por vida de…! ¡Tiene usted razón! —exclamó Evered—. ¿Pero sabe usted a qué conduce esto?
    —Conduce a la necesidad de tomar medidas por; cuenta nuestra.
    —O sea, dicho más claro, esperar la llegada de este buque e impedirle si es posible, y empleando la fuerza en caso necesario; que cumpla la misión que le han confiado. ¡Colocarse en franca rebeldía!

    El profesor Rudge vaciló antes de contestar. También notó una vacilación en el capitán Evered. Era forzoso reconocer que la; situación de este último era terrible. Decidió no seguir dando a sus pensamientos aquel rumbo. Por su parte, él pensaba que hubiera estado mil veces justificado hasta echar a pique el navío investigador, si únicamente por este medio se conseguía vencer al mortal enemigo. Ni por un momento podía olvidar que la suerte del mundo entero estaba en la balanza.

    —Si encontráramos a ese buque a una distancia considerable de la isla, podríamos conseguir disuadir a su comandante de comunicar con la estación. Esto, por lo menos, da una probabilidad. ¡No podemos perder ninguna probabilidad, Evered! Aun en el caso de que el comandante no se aviniera a razones, podríamos buscar otra oportunidad de discutir con él. Por ahora no debemos decidir nada.
    —Muy bien —dijo el capitán—. Así se hará.

    El profesor lanzó un suspiro.

    —¡Gracias a Dios! —murmuró.


    CAPÍTULO XV
    EL ALMIRANTAZGO SE ALARMA


    A la mañana siguiente de su conversación con el profesor Rudge, Mr. Mansfield se levantó antes de la hora acostumbrada, después de pasar una mala noche. No se podía menospreciar el misterio de la Estación X. Trató de sugestionarse con la idea de que la ansiedad que sentía era debida al inexplicable silencio que rodeaba a la estación, aparte de lo que el profesor Rudge le había contado. Quiso convencerse de que las últimas declaraciones del sabio eran demasiado extravagantes para poder ser aceptadas.

    Su larga costumbre de oír informes disparatados en el Almirantazgo y fuera de él le habían enseñado que, aunque al principio tuvieran cierta consistencia debida a la elocuencia del informador, su efecto era brevísimo. Y, sin embargo, aquí había un ejemplo que demostraba lo contrario. Él profesor Rudge había hablado con su habitual energía; por eso no era extraño que de momento hubiera llevado la convicción al ánimo del oyente; pero la impresión debía haber ido disminuyendo poco a poco, y no ocurría así.

    ¿Cuál era, pues, la especial cualidad de su informe que le había sumido en tan hondas preocupaciones? Desde luego su falta de extravagancia, no. ¿Qué era lo que le había hechizado durante la noche?

    Cosa curiosa: cuanto más obsesionado estaba, menos extravagante le parecía la cuestión. Al disminuir la extravagancia, lo que quedaba era muy alarmante. Cuando empezaba a amanecer, estaba convencido de que lo que calificaba de extravagante mejor hubiera podido definirse como inusitado, y esto era una cosa muy distinta.

    Durante las largas horas de la noche, Mr. Mansfield hizo progresos hacia la verdad, pero no los suficientes para poder admitirla. Por la mañana invitó a una conferencia al primer lord marítimo del Almirantazgo, a la que llamó también a sir John Sarkby, el ministro de la Gobernación y su amigo más íntimo en el Gabinete.

    Antes se había enterado de que todavía no se había podido obtener respuesta alguna de la Estación X.

    Gomo tenía mucho tiempo hasta la reunión, dio un paseo por St. James Park y pronto la belleza de la mañana levantó su ánimo. Raro es el hombre en cuyos juicios no influya la belleza de la naturaleza. Mr. Mansfield era inteligente, pero no mucho. Era un estricto guardián de su dignidad personal, muy temeroso del ridículo. Vio la alegría del cielo, el verdor del parque y los juguetes del agua y se preguntó si, después de todo, no serían quiméricos los temores que lo habían atormentado durante la noche. Cuanto más pensaba en ello más tranquilo se sentía y menos desagradable le parecía la próxima, reunión.

    Trato de convencerse de que lo único que hasta entonces había de cierto era el silencio de la Estación X y el informe de Hughes que le precedió; pero no pudo desechar la versión del profesor Rudge sobre la actual situación y su opinión sobre las espantosas consecuencias ulteriores. Y era forzoso reconocer qué él mismo estaba bastante intranquilo. Y resultaba muy desagradable demostrarlo ante un hombre como el almirante Benson.

    De pronto le asaltó una idea y miró al reloj. Tenía tiempo. Salió del parque y tomó un taxi.

    Como una inspiración había recordado en aquel momento que el profesor Mc. Faden, de Edimburgo, estaba ahora en Londres. Mc. Faden rivalizaba con Rudge en prestigio entre el mundo científico. Cada uno tenía su núcleo de admiradores, pero todo el mundo los consideraba como dos genios en su esfera particular: Rudge en la de los descubrimientos, Mc. Faden en la del saber.

    El profesor Mc. Faden quedó sorprendido al recibir una visita fan importante cuando terminaba de almorzar.

    —Espero —dijo Mansfield— que un viejo amigo como usted me dispensará esta falta de ceremonia, pero quiero que me acompañe al Almirantazgo. ¿Puede usted venir?
    —Ciertamente —contestó Mc. Faden—; ¿pero de qué sé trata?
    —¿Sabe usted que Rudge descubrió un nuevo método de radio de tan poderosa naturaleza que hizo posible la radiotelefonía a cualquier distancia en el mundo?
    —No puedo negar que, efectivamente, eso es cierto —contestó Mc. Faden con marcado acento escocés.
    —Usted fue uno de los pocos a quienes se comunicó este método. Yo mismo lo desconozco, pero esto no hace al caso. La cuestión es que existe y creemos que hasta ahora ninguna potencia extranjera lo conoce. Con miras navales se ha montado en el Océano Pacífico una peligrosísima instalación, mucho más potente que todas las demás, y Rudge está ahora allí.
    —¡Rudge allí! —exclamó Mc. Faden muy sorprendido—. Sé que estaba fuera, pero ¿qué diablos está haciendo en el Pacífico?

    Mansfield vaciló.

    —Ahora no puedo contestarle. Lo haré en el Almirantazgo.
    —¿Para qué me quiere usted?
    —Bueno… La razón es esta: hemos recibido de Rudge una comunicación de lo más asombroso que se puede imaginar. Para examinarla es precisa la técnica científica y yo solicito la ayuda de usted. Yo me imagino hablando de ello al almirante Benson, para quien todas las razones serán incomprensibles. No digo que Rudge no haya podido equivocarse, y si, cuando usted haya oído el informe, dice que sí lo está me quedaré aliviado de una gran responsabilidad. Lo que no quiero de ningún modo es que se dé de lado a Rudge sólo por ignorancia.
    —Bien. Concedo que todo esto es demasiado misterioso —dijo Mc. Faden sonriendo, mientras cogía el bastón y el sobrero—. Vamos.

    Llegados al Almirantazgo, se dirigieron al despacho de Mr. Mansfield. Aunque todavía faltaban unos minutos para la hora señalada; los otros dos requeridos estaban ya esperando.

    Mr. Mansfield presentó al profesor Mc. Faden, explicando que, a consecuencia de la naturaleza de la comunicación que iba a hacer, había creído necesaria la presencia de alguien de capacidad científica suficiente para juzgar el aspecto, técnico de la cuestión.

    —Supongo que estamos aquí —dijo el almirante Benson— porque hemos perdido el contacto con la Estación X, y para decidir sin más dilación lo que debemos hacer añadió mirando a Mr. Mansfield y a sir John Sarkby.
    —Justo —dijo Mr. Mansfield—; y:…
    —Y está clarísimo —interrumpió el almirante— que siendo lo único factible enviar un buque a descubrir el asunto, nuestra decisión está tomada.
    —Sin duda —dijo Mr. Mansfield—, y le anticipo que no se disentirá su punto de vista. Sin embargo, esté asunto está complicado con otro de no tan fácil solución.

    El almirante hizo un gesto de impaciencia mirando su reloj, Mr. Mansfield sintió viva contrariedad.

    —Lamento mucho —dijo con tranquila dignidad— tener que distraerle su tiempo. Aquí tengo un informe que el profesor Rudge me ha dado por radio desde la Estación X, donde se encuentra actualmente.
    —Y donde nunca ha debido estar —gruñó el almirante—. ¿Qué tiene que hacer un maestro de escuela en una estación naval?

    El tono insolente del marino molesto al profesor Mc. Faden.

    —¿Y sabe usted —dijo sin asustarse por los modales del almirante— que a no ser por este maestro de escuela, cómo usted lo llama, la estación naval nunca hubiera existido?

    El almirante Benson lanzó otro gruñido. El ministro de la Gobernación empezaba a encontrar la cosa muy divertida…

    Mr. Mansfield procedió entonces, a referir la historia desde el principio. Una hora transcurrió antes de que terminase. EL almirante Benson había demostrado la mayor impaciencia interrumpiendo muy frecuentemente cuando la naturaleza del asunto se refería a la marina^ Mc. Faden permanecía silencioso e inescrutable, girando lentamente sus pulgares, con los ojos fijos en el suelo. El ministro de la Gobernación parecía interesado, pero no hizo ninguna interrupción.

    —Y ahora, señores —concluyó Mr. Mansfield—, saben ustedes tanto como yo. Los he convocado a esta reunión porque hay que hacer algo con toda urgencia. La cuestión se reduce a saber si debemos despachar un crucero a la Estación X, o tomar otras medidas de precaución mientras esperamos noticias. Y ahora, profesor Mc. Faden, conociendo el informe del profesor Rudge y el extraño silencio que le ha seguido, dígame si cree que debe hacerse eso.
    —No veo razón alguna para dejar de hacerlo —contestó Mc. Faden.
    —Y yo añado que el buque debía haber recorrido ya muchos centenares de millas —dijo el almirante Benson.
    —¿Y usted? —preguntó Mansfield, volviéndose hacia Sarkby.
    —Ya saben ustedes —dijo sir John Sarkby, con su habitual sonrisa— que no sé nada de asuntos navales.
    —Sabe usted de ellos tanto como yo —dijo Mansfield.

    La mirada de] almirante Benson expresó bien claramente la idea que tenían de los jefes civiles del Almirantazgo.

    —Bueno, pues lo más natural me parece enviar otro crucero —dijo sir John—. Lo siento por el pobre Rudge.

    La reunión terminó con el acuerdo de enviar un crucero rápido y se dejó a la decisión del almirante designar el que debía ser enviado. Este destacó de la flota de China el crucero de batalla Sea Lion, pero no dijo si a causa de su armamento o de su tremenda velocidad.'

    Mr. Mansfield abandonó el Almirantazgo con el profesor Mc. Faden.

    —No sé por qué —dijo— no me siento a gusto en este asunto. ¿Por qué ha aconsejado usted él envío de este crucero?
    —En parte porque no veo la razón de que no se envíe, y, también, porque temo qué el profesor Rudge esté completamente loco en este asunto. Siempre ha sido su flaco la metafísica, y esta cuestión de Macrae le ha dado en mitad de él. Ahora está más loco que una cabra, pero no lo demostrará, le conozco bien. Hasta será capaz de imponerse al capitán de este crucero.
    —¿Entonces cree usted que el silencio del capitán Evered, lo mismo que el de la Estación X, debe atribuirse únicamente a la influencia de la locura de Rudge? ¿Y las aventuras de Macrae?
    —Con respecto a Macrae, no ha estado usted muy claro; pero tengo la convicción de que todo debe atribuirse a. Rudge, Y a su primera pregunta le contesto afirmativamente. Vamos por partes. Una estación radiotelefónica no puede sufrir tan larga interrupción de servicio en lo que a la instalación concierne. Veamos, pues, el personal, que puede ser amigo o enemigo. No habiendo, guerra, hay que descartar al enemigo. Quedan, pues, Rudge, su compañero y el crucero. Si usted me pregunta cuál de estos es responsable de la interrupción, le contestaré sin vacilar que Rudge.
    —Su lógica de usted —dijo Mr. Mansfield— me parece incontestable. Ahora demuéstreme usted con esa misma lógica la locura de Rudge y le quedaré en t enramen te agradecido.
    —Esto —dijo Mc. Faden— es sólo cuestión de opiniones. —¿No podría ser que, aun estando cuerdo, se hubiera equivocado en algo?
    —¡Equivocado! Sí; pero solamente por ser un monomaniaco en este asunto. En otro cualquiera es posible que esté sano. Y digo esto porque es la verdad, aunque no siempre hemos estado de acuerdo; no me duelen prendas; no es fácil que Rudge se equivoque.
    —Bueno. Su posición ahora me parece muy clara. Usted cree que la Estación X y el Sagitta están ahora en las manos de un monomaniaco, y por esta razón aconseja el envío de otro crucero.
    —Precisamente, y ahora le ruego que me preste toda la documentación del asunto Macrae; quiero examinarla con atención y ver si encuentro lo que busco.
    —¿Y si no lo encuentra?
    —Entonces retiraré todo lo que he dicho del amigo Rudge.
    —Pero será demasiado tarde para detener el crucero.
    —¡De ningún modo! —exclamó el frío escocés—. Antes de que esté fuera del alcance de la radio transcurrirán unas cuantas horas. Sin duda alguna, ahora está quemando carbón y marchando a gran velocidad. Apuesto ciento contra uno a que no habrá que detenerlo. Pero tengo empeño en examinar estos papeles y lo voy a hacer ahora mismo. Ya lo veré a usted sí cambio de opinión.
    —¿Y no hubiera sido mejor estudiar los documentos antes de dar la orden?
    —Sería demasiada casualidad. Hay uno o dos puntos que quiero aclarar. Y no me cabe duda de que los aclararé cuando pueda examinarlos con calma. No hay manera de tener esta calma delante de ese energúmeno de Benson.

    Mr. Mansfield pensó que acaso Mc Faden tenía algo de miedo al almirante Benson, como le ocurría a él, y que la contraorden al Sea Lion era muy inverosímil. Comprendía que los buques de guerra no podían enviarse aquí y allá al capricho de un profesor que estudia unos documentos. Sin embargo, dio los papeles al profesor Mc. Faden, y a las once estaba en su despacho oficial.

    Con la tranquilidad de que el almirante Benson estaba aplacado de momento, y de que la resolución tomada era la más lógica, Mr. Mansfield se dedicó a despachar la correspondencia con su secretario.

    A las tres de la tarde fue sorprendido por la visita del profesor Mc. Faden.

    —Hágalo entrar inmediatamente.

    El profesor Mc. Faden estaba un poco más excitado que de costumbre. Al momento entró en materia.

    —He examinado con todo cuidado estos papeles y le aseguro a usted que el asunto me aterra. Mi teoría explicaría la locura de Rudge, pero no la de Macrae. El punto que usted no aclaró en su comunicación es que antes de que Macrae escribiera su informe, él y Rudge no se habían encontrado, ni mutuamente sospechaban su existencia uno de otro. Esto altera el aspecto de la cuestión. El aserto en que yo había basado mis razonamientos no puede existir ya.
    —¿Entonces ha cambiado usted de opinión? —preguntó Mr. Mansfield.
    —Le diré a usted la opinión que he formado ahora. Mientras tanto, yo le rogaría que, si aún es tiempo, diera contraorden al Sea Lion.
    —Primeramente quisiera que me diera usted razonen sólidas —dijo el primer lord.

    Sin embargo, llamó al timbre y mandó preguntar hasta cuándo podría mantener Hong Kong contacto radiotelefónico con este buque.

    Le contestaron que todavía tardaría varias horas.

    —Nuevamente le dirijo la pregunta que le hice está mañana —dijo Mr. Mansfield—. ¿Cree usted que ha habido comunicación interplanetaria?
    —Cuando usted me lo preguntó por primera vez, yo no había encontrado más que la evidencia de Rudge, y contesté: «No». Ahora que Rudge debe ser eliminado, le contesto: no sé.
    —¿En qué apoya usted su actual opinión?
    —En lo que ha ocurrido al operador y en las circunstancias en que ha ocurrido. Científicamente, la evidencia es muy poderosa.
    —¿Entonces eso quiere decir que usted no consideré científicamente imposible una señal radiotelefónica de un planeta vecino?
    —Hasta ahora, yo lo había creído prácticamente imposible.
    —Digo científicamente —insistió el primer lord.
    —No me atrevo a contestar a esa pregunta.
    —Ahora dígame usted qué evidencia ha visto en los documentos —dijo Mr. Mansfield, sintiéndose nuevamente invadido por la ansiedad de la mañana.
    —Ya le he dicho que reside en el hecho de que los papeles de Macrae están escritos antes de que conociera a Rudge. Además, llamo la atención de usted sobre dos puntos. Primero, la descripción de lo que Macrae dice que es el telescopio de los venerianos. Como estamos hablando solamente de la evidencia, no debemos fijarnos en sus méritos o deméritos. El hecho es que describe un instrumento que no existe en la Tierra, y su descripción exige una cantidad de conocimientos científicos que Macrae no podía poseer.
    —Ciertamente, ese es un argumento de mucha fuerza. ~ —El segundo punto es aún más importante. En su cerebro queda impresa una fecha para su vuelta a la isla. Estoy completamente seguro de que ni Rudge ni ningún otro hombre han podido darle esta fecha, que resulta ser el día exacto de la conjunción con Marte. Esto no ocurre con tanta frecuencia que pueda atribuirse a la casualidad el fijar ese día preciso. ¿No le parece a usted que esta evidencia es muy significativa?
    —Es irresistible —gritó Mr. Mansfield—, e incluye no sólo a los venerianos, sino también a los marcianos.
    —Lógicamente.
    —Entonces ¿cree usted que debemos detener al Sea Lion hasta conocer la situación en la Estación X?
    —Creo que habrá peligro: en enviar el crucero a la estación.

    El profesor Mc. Faden estaba medio arrepentido de haber dado tan incalificable aquiescencia al envío del Sea Lion, pero no lo manifestó.

    —¡Benson se pondrá hecho una fiera! —murmuró míster Mansfield.

    Durante un minuto estuvo indeciso. Por fin dijo:

    —Ya sé lo que tengo que hacer. Mañana habrá Consejo de ministros. De él saldrá la decisión. Mientras tanto, voy a dar instrucciones en el sentido de que el Sea Lion no traspase los límites del alcance de la estación de Hong Kong, y espere órdenes.

    Así lo ordenó, a despecho de las protestas del almirante Benson, Ya muy avanzada la tarde, se recibió un cablegrama de Hong Kong diciendo que algo extraño ocurría en la radiotelefonía y no se podía enviar mensaje alguno al Sea Lion ni a ningún sitio.


    * * *

    Al mismo tiempo, el secretario particular le informaba que algo extraño ocurría en la estación radiotelefónica del Almirantazgo. Aterrado por esta coincidencia, Mr. Mansfield se personó en la estación, donde le informaron de que no se podía recibir ningún despacho, a consecuencia de algo que parecía ser una sueva especie de tempestad eléctrica.

    Él mismo se colocó los teléfonos y oyó un murmullo continuo de sonidos inarticulados, graves, profundos, que parecían emanar de un sitio que nadie podía precisar. Lo mismo perturbaban los teléfonos que la, antiquísima radiotelegrafía. Toda comunicación radio era imposible.


    CAPÍTULO XVI
    EL PRIMER MINISTRO


    Inmediatamente, Mr. Mansfield llamó a su amigo el ministro de la Gobernación.

    —Esto me está alarmando mucho, Sarkby —dijo—. Empiezo a pensar que los acontecimientos se están precipitando, pero qué son, cuál es su causa, quién tira de los hilos y desde dónde, son preguntas capaces de volver loco a cualquiera.
    —¿Se refiere usted al asunto Rudge? —preguntó sir John.
    —Sí. Después de la reunión de esta mañana, Mc. Faden ha leído todos los detalles del asunto desde el principio, y parece que entre ellos hay cosas de una importancia extraordinaria. Mc. Faden ya no es el hombre confiado que era. Inmediatamente después de estudiar el informe vino a verme.
    —¿Y respecto al Sea Lion?
    —Entre otras cosas, parece muy deseoso de que se le detenga, aunque no da ninguna razón.
    —¿Y cuál es la opinión de usted?
    —Que hay tal cúmulo de evidencias, que debemos reconocer que Rudge ha dicho la verdad. Al principio me impresionó; pero al reflexionar más tardé, esta impresión fue disminuyendo parcialmente, debido a la inusitada naturaleza de sus afirmaciones.
    —Bien. ¿Y por qué su actual cambio de opinión?
    —Por esto —contestó Mansfield—. Que hemos perdido la pista del Sagitta y que la Estación X permanece en un silencio inexplicable, son hechos que parecen confirmar la historia de Rudge. Y para colmo, esta tempestad radiomagnética, o lo que sea. Empiezo a creer que todo está relacionado con lo mismo.
    —Bien. Por mi parte —dijo Sarkby encendiendo un cigarro—, no creo nada de esta historia. Admito que todo ello es curioso; pero lo miro como un conjunto de coincidencias. No tardaremos en tener una sencilla explicación de todo ello. Sujetemos los nervios, mi viejo cama rada. Mañana daremos cuenta al Consejo y nos libraremos de esta responsabilidad.
    —Pero el caso es que yo quisiera, si es posible, no hablar de ello al Consejo.
    —¿Por qué no?
    —Yo me preparaba a resolverlo por mí mismo, principalmente en cuanto a si el Sea Lion debe ir a la Estación X o no. Una vez que el asunto se salga de nuestras manos, ¿qué podremos hacer? Por ahora debe guardarse secreto.
    —¡Blasfemo! —dijo sir John, guiñando un ojo—. ¿Quiere usted decir que las cosas secretas no deben revelarse ante el Con segó en pleno?
    —Usted sabe perfectamente, Sarkby —dijo Mansfield—, que entre nosotros hay dos o tres ante quienes no sería prudente decir que la gata ha tenido gatitos, si hubiera interés en ocultarlo a los periódicos.
    —Bien, Mansfield, haga lo que quiera.
    —Iré directamente al número 10. Explicaré al jefe el asunto lo mejor que pueda y trataré de convencerle de que sólo debe conocerlo una comisión del Consejo. Espero que lo conseguiré.
    —¡Buena suerte! —dijo sir John.

    Así quedó convenido que el asunto de la Estación. X no se trataría en Consejo.

    En el transcurso del día siguiente, el almirante Benson habló poco. Alguien, acaso irónicamente, le sugirió la idea de que tratara de hacer funcionar la radio, descubriendo la avería que nadie hallaba. Lo tomó en serio, se dirigió a la estación y se puso los teléfonos.

    Pero no abrió la boca. En su rostro se pintó la sorpresa más absoluta. Al cabo de un momento volvió a dejar el casco sobre la mesa.

    —¡…! —exclamó—. De todo lo incalificable…

    En el Almirantazgo era proverbial la manera de hablar del almirante.

    Al mediodía tuvo lugar una reunión en la Presidencia del Consejo, en la que se discutió minuciosamente el asunto de la Estación X. La opinión del presidente coincidió con la del ministro de la Gobernación, sin llegar a ser tan positiva. Creyó que pronto el misterio se aclararía por sí solo, bien por la recuperación de la radio y noticias de la Estación X, bien por la llegada del Sagitta, que diera una explicación satisfactoria, y probablemente muy sencilla.

    Mr. Mansfield comprendió que sería inútil añadir más, y por tanto quedó decidido, con aparente unanimidad, dejar venir los acontecimientos, y a causa del secreto de la estación, no decir nada a la Prensa que diera lugar a campañas alarmistas.

    Estos planes eran de fácil ejecución; pero cuando las cosas afectan a mucha gente, también es fácil que corran rumores. Y, naturalmente, no había forma de guardar el secreto de la tormenta magnética. El estado de las cosas pronto fue conocido en todo el mundo. La radiocomunicación había cesado por completo.

    Enseguida fue el tema obligado de todas las conversaciones. A diario, los periódicos dedicaban a ello columnas y columnas; cuando, a medida que transcurrían los días, se vio que el fenómeno continuaba, los sabios de todas las naciones empezaron a intervenir con los medios que les proporcionaba su ciencia.

    Mientras tanto, en cartas publicadas en los periódicos se daban infinidad de soluciones fantásticas. La mayoría de los aficionados daban por seguro que la causa era eléctrica; cuanto menos sabían de electricidad, más usaban esta maltratada palabra, Alguien sugirió que era una manifestación de la cólera del Omnipotente por la excesiva impiedad del mundo. Otro opinaba que debían vigilarse y estudiarse las auroras polares. Hasta se sospechó de la luz zodiacal.

    Un pesimista lanzó la idea de que el fenómeno obedecía a una perturbación del éter, causada por algún cometa cargado de enorme cantidad de electricidad, que venía desde la inmensidad a una velocidad prodigiosa, recto hacia nosotros, y que la salvación de nuestro mundo en estas circunstancias era muy problemática.

    Esta especie causó gran regocijo; pero si su autor hubiera sido capaz de expresarla en términos espirituales, en vez de fijarse sólo en causas físicas, no hubiera estado tan lejos de la verdad.

    Mientras el público se ocupaba en estas conjeturas, había dos agrupaciones de hombres profundamente interesadas en el fenómeno: los científicos y los políticos. Estos últimos se preguntaban muy seriamente si esta cosa nueva era de origen humano, y en este caso, qué era lo que auguraba.

    La situación en Europa era delicada, y causó sospechas esta mundial interrupción de la radiocomunicación. Cada una de las grandes potencias sospechaba de las demás, y se gastaron muchos millones en trabajos de espionaje secreto sin resultado.

    Los gobiernos invitaron al mundo científico a no perdonar medio alguno en sus trabajos para averiguar la causa, cuál, cómo, dónde y a qué era debida.

    Fuese porque el Imperio británico era el más poderoso, o porque los rivales envidiosos siempre han propalado que el pueblo inglés es maestro en el arte de la perfidia, el caso es que empezó a susurrarse que Inglaterra era la causante de esta perturbación, por alguna siniestra razón de las suyas.

    Pronto estos rumores hallaron eco en la Cámara de los Comunes y fueron concienzudamente aumentados y propalados por las gentes que siempre están dispuestas a entorpecer la labor de los gobiernos. El primer ministro en persona contestó a la mayoría de las interpelaciones, y» ducho en el sarcasmo, confundió a todos los obstruccionistas. Pero en su interior no estaba tranquilo; sabía que la posición del Gobierno no era muy firme, y que un poco más de impopularidad en la Cámara daría al traste con él.

    La situación se agravó cuando empezó a mezclarse en el asunto el nombre del profesor Rudge. Todo el mundo a la vez había querido conocer su opinión sobre el fenómeno, y, naturalmente, todos los periódicos publicaron la noticia de que no se le encontraba en parte alguna.

    El primer ministro se encontró ante un embarazoso dilema: no podía darse por enterado de la ausencia de Rudge sin revelar lo que de ningún modo podía revelar, y tampoco podía hacer comparecer al profesor.

    Pero poco tiempo después el mismo profesor aplacó la tirantez de la situación, presentándose en persona, y los acontecimientos se precipitaron. Antes de que nadie supiera dónde estaba, el Sagitta anclaba en Falmouth y el profesor Rudge y el capitán Evered se presentaban en Londres.

    En pocas horas, el profesor hizo el viaje a Plymouth en busca de May Treherne. Durante su viaje a la patria había estado atormentado con la necesidad de tener un secretario auxiliar. No conocía a nadie en quien pudiera confiar. De pronto, como una inspiración, acudió a su imaginación el nombre de May Treherne; recordó su fuerte personalidad, su jovialidad, energía y rápida decisión, el valor y el sentido común de que había dado pruebas. Recordó también cuán fiel había sido a Macrae.

    Pensó que él era el responsable de que Macrae estuviera perdido para, ella, puesto que, a no ser por él, el operador nunca habría tenido oportunidad de volver a la Estación X.

    Indudablemente, Macrae estaba muerto en la verdadera acepción de la palabra, puesto que su alma había sido arrojada a la inmensidad, mientras que, por absurdo que pareciera, su cuerpo, su parte mortal, no estaba muerto, sino animado por un feroz y poderoso espíritu, que ahora luchaba, no contra un hombre, sino contra la humanidad.

    El profesor Rudge encontró a May Treherne en su antiguo domicilio. Ella también parecía pesarosa de los esfuerzos que había hecho para infundir a Macrae entusiasmo y ambición. Escuchó atentamente todo lo que el profesor Rudge creyó prudente decirle, aceptó su proposición, muy asombrada del elevado salario que él le ofreció, y lo despidió en la estación, prometiendo seguirle a Londres al día siguiente o al otro.

    Cuando el profesor llegó a la capital marchó directamente a su casa de Great Queen Street, donde vivía con una hermana mucho mayor que él, que estaba completamente convencida de que la única misión suya en este mundo era cuidar a su admirable hermano. Era un espíritu sencillo, amable, muy competente para cumplir, la misión que se había impuesto.

    El profesor Rudge llegó a su casa, pero no podía pensar en descansar. Miss Rudge se alarmó ante los signos de fastidio que instantáneamente notó en él; pero, con gran tacto, esperó a conocer las causas, sin importunarle. Se dedicó a arreglarle la ropa y solamente habló para preguntarle cómo se había atrevido a escandalizar a la vecindad presentándose con tal vestimenta.

    Al cabo de una hora, «decente y respetable», después de restaurar sus fuerzas con el mejor almuerzo hecho desde que salió de su patria, tomó un taxi y se dirigió a casa de Mr. Mansfield.

    Este quedó no menos sorprendido que agradablemente impresionado cuando le anunciaron la visita del profesor Rudge. Por fin iba a saber algo que arrojara alguna luz en las densas tinieblas en que parecía asfixiarse. Al fin se presentaba alguien que él podía mostrar a sus colegas y que le descargaría de su responsabilidad.

    —Esto es una inmensa sorpresa para mí —dijo avanzando hacia el profesor—. No podía imaginarme que le vería hoy. Cuando se señaló la presencia del Sagitta me dijeron que usted estaba a bordo.
    —¿Ha visto usted al capitán Evered? —preguntó Rudge.
    —Todavía no. Sin duda alguna estará muy preocupado con lo que le pueda ocurrir. Benson está furioso: las interrupciones etéreas y los capitanes recalcitrantes le han sacado de quicio, y mucho me temo que esto traiga consigo un consejo de guerra y un fuerte castigo para Evered.
    —¡Ya veremos! —dijo con calma el profesor—. Míster Mansfield, he venido aquí para no perder más tiempo; hay aquí detalles de los que no sé una palabra y qué usted me puede comunicar.
    —Todo lo que yo sé está completamente a su disposición; pero me parece que el más necesitado de información soy yo —dijo Mansfield sonriendo.
    —Ya conozco naturalmente la interrupción de la radio —dijo Rudge—; pero precisamente por eso no sé nada de los asuntos de aquí, la opinión del Gobierno, la información popular, las medidas tomadas o propuestas en el asunto de la Estación X. Le estimaré mucho que me informe sobre estos detalles.

    Míster Mansfield procedió a comunicar a su visitante todo lo ocurrido en Londres y en Europa desde que la Estación X se había aislado del resto del mundo. El profesor no manifestó sorpresa: esperaba estas noticias, que demostraban que si alguna probabilidad tenía la Humanidad de continuar en este planeta, todas dependían de él, y a menos que la Providencia interviniera, de él sólo.

    —¿Cuándo tendrá lugar el próximo Consejo de ministros? —preguntó.
    —En un día de esta semana.
    —Es preciso que mañana temprano se reúna.
    —Ciertamente, mañana no habrá Consejo, ni temprano ni tarde —dijo secamente Mr. Mansfield, molesto por el tono en que Rudge se expresaba.

    El profesor se quedó mirándole un momento sin hablar.

    —¿Quiere usted —dijo al fin— venir conmigo a ver al presidente?
    —No creo que lord Saxville le pueda recibir ahora.
    —Me recibirá en cuanto me presente —dijo el profesor con firmeza.

    Míster Mansfield comenzaba a impacientarse.

    —¡Siento mucho no poder acompañarlo ahora!
    —Bueno. Adiós, Mr. Mansfield —dijo el profesor Rudge con imperturbable buen humor—. Muchas gracias por la información que me ha proporcionado y que necesitaba tener antes de ver a lord Saxville. Mañana nos volveremos a ver.

    Cuando el profesor se hubo marchado, Mr. Mansfield recordó infinidad de detalles sobre los que hubiera querido interrogarle y de los que nada sabía.

    Si la entrevista de Rudge con el primer lord había sido algo tirante, la que tuvo con el primer ministro fue borrascosa. Nadie había visto hasta entonces al profesor en tal estado de ánimo: aquel día no se detenía a dar razones o explicaciones: parecía un carnero qué topaba agresivamente.

    Al llegar al número 10, por el momento le impidieron la entrada.

    Sin perder tiempo redactó una nota que hizo pasar a lord Saxville. Su nombre consiguió este primer servicio. La nota hizo el resto.

    Fue introducido en la antesala, donde al cabo de unos minutos le hicieron pasar a un despacho donde lord Saxville estaba sentado ante una mesa cubierta de papeles.

    —¡De modo, Mr. Rudge —empezó a decir el presidente en tono frío—, que se permite usted amenazarme!
    —Casi me he atrevido a ello —dijo el profesor Rudge mirando sin pestañear a lord Saxville—. Muchas cosas están boy en juego para cumplir las reglas cotidianas. He sabido por Mr. Mansfield que usted y el Gobierno conocen mi opinión respecto a la situación y al peligro de la Estación X. Sé que entre ustedes no se comparte esta opinión. Es vital que se admita y que, sin más retraso, se tomen medidas. Ruego a usted que el Consejo se reúna mañana temprano y que a él asistan el capitán Evered, del Sagitta, y los más eminentes hombres de ciencia que se hallen en Londres; además, debe permitírseme dar mi opinión ante la asamblea, con todo género de hechos, documentos, pruebas y evidencias en apoyo de ella.
    —¡Lo siento mucho, pero es imposible! —dijo lord Saxville secamente.
    —¿Entonces se niega usted?
    —Sintiéndolo mucho.
    —¿Ha leído usted mi nota?
    —La he leído.
    —¿Y a pesar de ello se niega?
    —Repito a usted que su pretensión es imposible. Y conste que paso por alto la amenaza de su nota.
    —¿Se convocará la reunión? —insistió, el profesor.
    —¡Ciertamente que no!
    —Entonces, mi amenaza, como usted la llama, se cumplirá.

    Irguiéndose en su alta estatura, el primer ministro dio a entender que la entrevista había terminado, y salió del despacho.

    Con la confianza de que la reunión acabaría por celebrarse, el profesor abandonó Downing Street, Conocía el miedo que tenía lord Saxville a la Prensa, y vio que la amenaza de la publicidad le había impresionado. No se equivocó.

    Hacía tres horas que estaba en casa cuando recibió la visita de un enviado de Mr. Mansfield, anunciándole que el presidente había hablado con él del asunto en que el profesor Rudge estaba interesado, y que, si bien no se podía convocar Consejo de ministros para el día siguiente, sí era factible que se reunieran algunos miembros del Gabinete para oír al profesor Rudge, y que este designara los hombres de ciencia que deseara estuvieran presentes.

    —¡Vaya, vaya! —pensó Rudge—. Milord cede. Mal trago para él.

    Con infinito tacto escribió una carta de agradecimiento a lord Saxville, excusándose al mismo tiempo por la forma algo incorrecta en que se había conducido con él, y cuya vehemencia, indudablemente, le había impresionado. Después redactó una lista de nombres, no escogidos entre sus amistades, cuya, influencia le hubiera favorecido. Su peor enemigo hubiera reconocido que era imposible encontrar seis sabios en todo el país más distinguidos que los que designó Rudge. Más tarde, este hecho impresionó gratamente a lord Saxville.

    El profesar Rudge los conocía personalmente a todos, y cuando al día siguiente entró en el despacho donde tendría lugar la asamblea, vio que todos estaban presentes. Sabiendo que algunas de sus pasadas investigaciones le habían acarreado una violenta crítica en otros tiempos, sonrió para su interior.

    —Creen que me tienen cogido —pensó.

    No fue el primer ministro el que abrió la sesión. Indudablemente, sir John Sarkby había sido delegado para entrar en materia y actuar de secretario de la reunión…

    Con su diplomacia habitual explicó que el profesor Rudge había solicitado del Gobierno que le proporcionara oportunidad de tratar delante de sus compañeros de ciencia de un asunto que consideraba de la mayor importancia y urgencia, que afectaba a los intereses de la nación y del mundo entero.

    —El presidente del Consejo —continuó dirigiéndose a los sabios presentes— y otros miembros del Gabinete tienen ya una idea de lo que se va a tratar. Aunque no comparten la opinión del profesor Rudge, atendiendo a la personalidad, de que se trata y a la importancia del asunto, lord Saxville, con su habitual sagacidad e imparcialidad, ha accedido a dar al profesor la oportunidad que pedía. Es una gran satisfacción para él y sus colegas encontrarse con estos seis hombres de la primera fila de la ciencia dispuestos a escuchar a su compañero y a juzgar el asunto.

    El profesor Rudge era un pensador dotado de la facultad de expresarse con gran soltura, y, además, durante su viaje a Inglaterra se había estado preparando para este momento. En las manos tenía todos los testimonios que necesitaba. No dejaría escapar el menor detalle que favoreciera o perjudicara a su argumento.

    Al levantarse tenía plena conciencia de que estaba frente a inteligencias muy despiertas, y de que si en su colección de pruebas había la menor resquebrajadura, lo atacarían despiadadamente por ella. Sabía que aquellos seis hombres, no solamente eran los más críticos, competentes y peligrosos, sino que formaban el único grupo de oyentes que decidiría la cuestión. Sabía que si los convencía, convencería también a todo el mundo científico, y entonces podría desafiar a cualquier Gobierno.

    Mentalmente, pues, se dirigió a estos, dejando temporalmente aparte a los políticos; sin ‘embargo, sus primeras palabras fueron un tributo a la rapidez con que lord Saxville había accedido a lo que cualquier otro hombre hubiera tomado por una pretensión irrazonable. Lord Saxville inclinó ligeramente la cabeza, dándose por enterado de aquella oferta de paz.

    En el transcurso de su conferencia, el profesor Rudge leyó muchos documentos, con la excepción del diario de Macrae; pero su elocuencia mantuvo el interés del auditorio durante tres horas. Cada palabra suya era escuchada con extremada atención, aunque la mayor parte de los oyentes, faltos de conocimientos científicos, no pudieran muchas veces seguir el argumento.

    Cuando finalmente se sentó, hubo un minuto de silencio, durante el cual los políticos, sin consultarse unos a otros, sintieron la conveniencia de esperar que el grupo científico rompiera el silencio.

    El profesor Mc. Faden fue el primero que habló:

    —Rudge —dijo desde su sitio en tono de admiración—, todos sabíamos que tenía usted el don de la elocuencia; pero se ha sobrepasado usted a sí mismo. Y no me extraña, porque seguramente el tema de su discurso ha sido el más grande que un profesor pueda desarrollar.
    —Gracias, Mc. Faden —dijo Rudge algo afónico después del esfuerzo que había hecho—; pero no perdamos tiempo en cumplidos. Yo quiero su opinión.
    —Sin duda —dijo el escocés—, la tendrá usted. Por ahora, creo que todos deseamos estudiar el asunto. Puedo anticiparle que ahora tiene un aspecto muy distinto del que presentaba antes de oírle.

    Se puso en pie, dando a entender que, por lo que a él afectaba, la reunión había terminado; era claro que hasta lo que pudiera decir el primer ministro tenía poco interés para él.

    Sin embargo, lord Saxville, aun viendo que poco podía hacerse por el momento, pronunció unas palabras antes de que terminara la reunión.

    —Profesor Rudge —dijo—. Quiero decirle en presencia de estos señores que, después de oírle, encuentro justificado su deseo de que se convocara esta asamblea y, en cierto modo —añadió con ligero temblor de voz, que indicaba que iba eligiendo las palabras—, los pasos que dio para conseguirlo. Sin anticipar mi opinión, antes de hacer algunas consultas, y sobre todo antes de oír a estos señores que son los más calificados para opinar sobre el aspecto científico, reconozco sinceramente que el caso de usted es el más extraordinario que he visto en mi vida. Si en nuestra última entrevista notó en mí alguna brusquedad, le ruego acepte mis excusas.

    Y así terminó la reunión.


    CAPÍTULO XVII
    EL «ULTIMÁTUM» DE RUDGE


    A causa del almirante Benson, no estuvo el capitán Evered presente en la reunión para oír al profesor Rudge, que había deseado su presencia para que contestara a las preguntas que surgieran. No fue necesaria su asistencia, porque no se pidió testimonio de ninguna clase.

    Pero tan pronto como terminó la reunión el profesor Rudge interpeló a Mr. Mansfield sobre la situación del capitán.

    —¿Pero no se puede hacer nada?
    —Ya comprenderá usted que el Consejo de guerra es inevitable —dijo Mansfield—. Benson pide su cabeza. Si solamente consigue perder la carrera, ya puede dar gracias a Dios.
    —Naturalmente, usted comprenderá que, manteniendo mi opinión, quiero salvar al capitán Evered de lo que me parece un acto de gran injusticia. Lejos de creerle merecedor de castigo, estoy convencido de que su acción salvó de momento la situación, y si no hubiera sido por él no estaríamos aquí nosotros.
    —Yo también lo veo claro.
    —Pues si, después de oírme, participa de mi convicción, debe usted sentir lo mismo. Yo ruego al primer lord que suspenda este consejo de guerra, al menos por ahora.
    —Ya sabe usted que para tales casos, hay conductos reglamentarios. Mi relación con los servicios es tan pequeña, que sé muy poco de los procedimientos. Naturalmente, veo que la desobediencia de Evered es manifiesta. Y, además, es muy desagradable chocar con Benson.
    —Pero ¿y si fuera un acto de política?
    —¡Ah!, entonces variaba el aspecto de la cuestión, y la opinión de Benson podría dejarse a un lado.
    —Bien —dijo Rudge—. Yo creo que lo es. He sometido mis afirmaciones a usted y a otros miembros del Gobierno, y, sin pérdida de tiempo, hay que tomar una decisión en un sentido u otro. ¿Cree usted que es un acto de política someter a Evered a un consejo de guerra, mientras que la cuestión de si su acción fue o no necesaria está todavía sub judice? Y además, tenga usted en cuenta que la decisión del Gobierno no es la definitiva; esta la dará él tiempo… y mucho temo que sea dentro de muy poco. Lo que ruego, por tanto, es que se suspenda el consejo de guerra y que Evered sea reintegrado a su servicio hasta que sus {jueces tengan razones sólidas en que fundamentar su sentencia.
    —Ciertamente que argumenta usted con fuerza —dijo Mr. Mansfield vacilando.
    —Hable de ello a lord Saxville y dígale que es mi más ardiente súplica. Diga que Evered obró guiado por mi consejo y que le defenderé a todo trance. Prométame que lo hará.

    Míster Mansfield estaba algo desconcertado. Sonrió y prometió transmitir al primer ministro los deseos de Rudge.

    El resultado fue que se levantó el arresto del capitán Evered y se le reintegró provisionalmente a su puesto en el Sagitta.

    Evidentemente los miembros del Gobierno debieron de celebrar consejo después de oír al profesor Rudge, porque antes de que terminara el día, cada uno de los seis sabios recibió orden de redactar, lo más pronto posible (se indicaba la mañana siguiente) un informe de su opinión sobre las afirmaciones del profesor Rudge.

    También los hombres de ciencia tuvieron su reunión, en la que no reinó unanimidad. Uno opinó que el profesor Rudge se había equivocado, lanzándose por un camino no muy claro, aunque admitía que había sido por una curiosa concatenación de circunstancias que casi le excusaban.

    Otro se abstuvo de dar su opinión hasta que desapareciera la anomalía de la radio, fundándose en que si el profesor Rudge estaba en lo cierto, el fenómeno debía estar relacionado con el asunto, y, por consiguiente, antes de aceptar las hipótesis como hechos, había que aclarar este otro misterio.

    Los otros cuatro, que sobresalían tanto por su ciencia como por su sentido común, consideraron que el caso que el profesor Rudge les había sometido era suficiente para (justificar inmediatas medidas del Gobierno, aunque su verdad no fuera incontrastable. Su argumento era que, no siendo necesaria una prueba absoluta, dadas las cosas que estaban en juego, estaba indicadísima la intervención gubernamental.

    Después de todos estos esfuerzos, el profesor Rudge volvió a su casa, sintiendo entonces la inevitable reacción. Estaba rodeado de todo el confort físico que se puede tener; pero deseaba algo más. Se hallaba en uno de esos momentos en que aun las naturalezas más robustas y confiadas sienten la necesidad de un alma simpática que las comprenda y las anime.

    El profesor no tenía a nadie. El secreto que debía guardar le impedía pensar en un confidente; quizás esta idea fue la que le trajo a la mente el nombre de uno que ya conocía mucho del asunto, y del que ciertamente se podría fiar: May Treherne.

    Al día siguiente estaría bajo su tedio. Este pensamiento le confortó en cierto modo. Se dijo que sería bueno tener alguien con quien no sólo pudiera aliviarse de trabajo, sino también con quien pudiera hablar de asuntos sobre los cuales sus labios estaban sellados para los demás.

    Se sintió muy aliviado, recobró su energía y marchó a su laboratorio.

    Se le había ocurrido una idea. Tenía en su casa una pequeña instalación de radiotelefonía para experiencias, y sentándose ante ella se colocó los teléfonos. Todavía continuaba la tormenta inexplicable, tan confusa como siempre, y, sin embargo, parecía tener para él un nuevo interés.

    Los trabajos que realizó le ocuparon varias horas. Empezaba a amanecer cuando abandonó la estación, y lo primero que hizo fue volver a su laboratorio. Parecía muy satisfecho.

    Por la mañana, el primer ministro y sus colegas tenían ya los seis informes, y un breve cambio de miradas demostró a lord Saxville que había divergencias en el Consejo. En parte, porque no pudo menos de ser influido por la mayoría de los informes científicos, y también porque vio el peligro del retraso, decidió abordar inmediatamente el asunto y citó a los miembros más caracterizados de: Consejo para celebrar en el Almirantazgo dos horas después una reunión con el profesor Rudge y los otros seis científicos.

    Apenas reunidos, lord Saxville tomó la palabra.

    —Seño res —dijo dirigiéndose al profesor Rudge y a sus colegas—, después de nuestra reunión de ayer hemos recibido los informes de ustedes sobre el peligro marciano. Uno de ustedes se niega a admitirlo; el profesor Stenham, de Oxford, quiere antes aclarar otro asunto que cree relacionado con él; pero los otros cuatro opinan que debe obrarse inmediatamente, sin esperar más evidencias. Vista la opinión de la mayoría, es imposible permanecer en la inacción. El principal objeto de esta reunión no es, por tanto, decidir lo que vamos a hacer, sino escuchar la opinión de ustedes sobre él curso que debemos dar a la acción. No se trata de un caso corriente, y para hacer algo provechoso es indispensable el más acabado estudio del asunto, y mucho me temo que los políticos activos no tengan tiempo de hacerlo. Desde luego doy por supuesto que las medidas que tomemos deben ser conducentes a la destrucción de un ser que ahora está en la isla que nosotros llamamos Estación X. Muy sencilla sería la destrucción de un hombre o de varios hombres en esta isla; pero el quid de todo este asunto está en la afirmación del profesor Rudge de que esta criatura no es un hombre. El profesor nos asegura que es un marciano y que sus poderes son tan inmensamente sobrehumanos, que un pequeño error que cometamos será inevitablemente fatal, y que cada hora que perdamos es un retraso peligroso. Digan ustedes, señores, antes de que vayamos más adelante, cuáles son las medidas que juzgan necesarias en el supuesto de que el profesor Rudge no esté equivocado.

    El ministro de la Gobernación cuchicheó al oído al colega que tenía al lado:

    —Saxville parece dirigirse exclusivamente, a los profesores, y fíjese con qué habilidad trata de obligarnos a nosotros al hablar del «principal objeto de esta reunión». Está completamente bajo la influencia de este Rudge, lo mismo que Mansfield.
    —Acaso Rudge es el mismo marciano —dijo el otro sonriendo.
    —Por lo menos, ese aspecto tiene.

    El profesor Rudge se levantó.

    —Me quita de encima un peso enorme saber por lord Saxville que cuatro de los informes coinciden con mi opinión, y que se va a obrar en concordancia con ellos. Quiero ahora fijarme en el de mi amigo el profesor Stenham, porque su fundamento es muy razonable y porque creo que puedo contestarlo. Se refiere a la actual interrupción de la radiocomunicación. Ayer me asaltó la idea de que esta anomalía debía estar relacionada con la invasión marciana, y he empleado toda la noche en estudiarlo.

    La atención de los oyentes se redobló con estas palabras.

    —Tengo en mi laboratorio un instrumento de mi invención que pensaba exhibir en la próxima asamblea de la Real Sociedad. Por medio de él es muy fácil determinar en cualquier momento la dirección y amplitud de las ondas hertzianas.

    El profesor hizo una pausa, y continuó:

    —He empleado doce horas en hacer observaciones, y el resultado de mis trabajos es que todas las ondas etéreas vienen de la misma dirección. Primeramente pensé que acaso pudieran venir de la Estación X, pero observaciones hechas una hora después me demostraron que las ondas venían en una nueva dirección. Esto parecía inexplicable, porque la Estación X no podía haberse movido. Cada observación subsiguiente me indicó nuevas divergencias. Al cabo de doce horas la dirección era exactamente opuesta a la de la primera observación. Esto me dio la clave del enigma. Pronto descubrí que, aunque la línea de la dirección describía un ángulo constantemente variable en el horizonte, señalaba siempre a un punto fijo del espacio. Este punto estaba en Aries. No necesito recordar a mis colegas presentes que actualmente Venus se encuentra en Aries.

    Los políticos no parecieron comprender enseguida el significado de estas palabras; pero entre los científicos hubo un repentino movimiento de interés. Mc. Faden se golpeó con el puño izquierdo la palma de la mano derecha.

    —¡Por mi vida! —gritó—. Tiene razón.
    —¿Puedo preguntar —dijo lord Saxville sonriendo— en qué tiene razón el profesor Rudge?
    —La explicación —dijo Rudge— es que los venerianos están produciendo esta perturbación etérea. Yo soy el único hombre del mundo apto para, oír sus voces, merced a la maravillosa «relación» que me une a ellos, y para ello sería necesaria una instalación como la de la Estación X. Ellos han encontrado el medio de lanzar al espacio estas continuas ráfagas de impulsos etéreos. Estos tienen diversas longitudes de ondas, muchas de las cuales hacen resonar nuestros instrumentos. De aquí la imposibilidad de la intercomunicación de nuestras estaciones.
    —¿Y con qué objeto? —preguntó lord Saxville.
    —En mi opinión —continuó Rudge—, ello indica claramente que los venerianos han visto que el marciano está reconstruyendo o ha reconstruido ya la instalación de la Estación X, o que ha escapado o va a escapar de la isla. Hacen esto para evitar que pueda comunicar con Marte o con nosotros por radiotelefonía, con objeto de que durante el mayor tiempo posible esté aislado, y esto nos proporcione una probabilidad más de vencerlo.
    —Exactamente —dijo Mc. Faden.

    El profesor Stenham se levantó y dijo:

    —En vista de este descubrimiento, quiero que se corrija mi informe en el sentido de que estoy de acuerdo con mis compañeros.

    El sexto profesor miró al ministro de la Gobernación; parecía muy molesto, pero no dijo nada. Lo que pensaba sir John Sarkby se lo reservó para sí mismo; pero sus actos demostraron que trabajaba para el apoyo de sus fines personales.

    —Con la poderosa alianza de los celestiales amigos del profesor —dijo con calma— no vamos a tener que emplear mucho tiempo en discutir nuestras medidas. Por mi parte, sentiré mucho que se obre con precipitación.
    —Eso podemos discutirlo después de la reunión —dijo lord Saxville.
    —Por lo que afecta a una línea de acción definida —dijo el profesor Rudge—, me parece, señores, que es preciso decidirlo ahora.

    Lord Saxville frunció el ceño.

    —Protesto de que pronuncie esas palabras cualquier hombre que no está caracterizado para ello —dijo sir John Sarkby.
    —No soy yo —dijo el profesor Rudge—, sino la inminencia de la situación, la que impone estas palabras.
    —El que debe juzgar esa inminencia es el Gobierno.
    —Me parece que no alteraré mucho las palabras del propio lord Saxville al decir que, en este caso, más bien corresponde a la ciencia juzgar y al Gobierno obrar.
    —Y si nuestra acción no merece su aprobación…
    —Si vuestra decisión no encuentra mi aprobación y la de mis colegas —dijo Rudge en tono firme— o no se toma ahora esta decisión, mis medidas están perfectamente tomadas, en el sentido de que, antes de que termine este día, los gobiernos de Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos y Japón estarán tan bien informados como ustedes… y —añadió mirando fijamente al primer ministro— la prensa del mundo entero publicará hasta el más mínimo detalle.

    Lord Saxville sabía que el profesor era muy capaz de llevar a cabo su amenaza. Le habían informado de que era hombre rico y gastaba dinero en abundancia, y que, desde que desembarcó, iban y venían de París emisarios suyos. También había un frecuente cambio de telegramas cifrados.

    El manifiesto deseo de sir John Sarkby era sembrar la disensión entre el Gabinete para sus propósitos personales.

    Lord Saxville estaba ya casi convencido de que el profesor Rudge tenía razón. Sabía también que una parte del gabinete acaudillada por el ministro de la Gobernación no participaba de su opinión. La situación se presentaba erizada de dificultades.

    Quedó acordado dar instrucciones al Almirantazgo para que destacara una sección de da escuadra de China con objeto de reforzar al Sea Lion, evitando comunicar con la Estación X y, por medio de globos cautivos y aeroplanos, destruir por el bombardeo cualquier ser visible en la isla. Estos buques debían esperar en su puesto hasta la llegada del profesor Rudge, que asumiría el mando supremo.

    Estas órdenes fueron dadas tan pronto como terminó la reunión, y el profesor Rudge quedó satisfecho al ver que se había hecho lo única que cabía hacer.

    Inmediatamente después de la reunión, el ministro de la Gobernación apeló a Mr. Mansfield como el hombre responsable de los movimientos de la armada, pero encontró que el primer lord estaba sólidamente identificado con el primer ministro.

    Entonces se reunió con los otros miembros del Gobierno, que eran de su camarilla, con el almirante Benson y con el único disconforme de los seis sabios, un hombre que estaba pronto a vender su conciencia y prostituir su ciencia, y todos celebraron una consulta.

    Aunque afirmaban no creer en el marciano, su verdadero propósito era utilizar esto como arma para su política personal. Varios proyectos fueron discutidos, pero el que finalmente se adoptó era de una insolencia tremenda.

    —Dejemos —dijo el ministro— que Rudge realice sus planes y se vaya a la China. Con eso quedará el campo más despejado. Hagamos, claro que guardando las apariencias, que la Prensa publique toda la historia y que el público tome el asunto a risa. Así es muy posible que consigamos ahogarlos a todos, incluso Saxville, en el más espantoso de los ridículos.


    * * *

    El Sagitta, todavía al mando del capitán Evered, condujo al profesor Rudge a la Estación X para librar la que parecía ser su segunda y última batalla con su mortal enemigo. Ahora era evidente que ningún tribunal podría castigar al capitán Evered por haber hecho lo que volvería a hacer, si era preciso, la escuadra destacada por orden superior. Con gran desesperación del almirante Benson, se le había levantado el arresto. En adelante el capitán Evered sería el general en jefe de las operaciones contra el marciano.

    AI volver a su casa, el profesor Rudge se enteró de la llegada de May Treherne, de lo que se alegró mucho.

    —Starley —le dijo secamente Miss Rudge cuando entró en casa—, apruebo tu gusto en la elección de secretario particular.

    Sin saber por qué el profesor se ruborizó.

    —Ya sabía yo que lo aprobarías —dijo—. Ella lo hará muy bien, porque es muy competente.
    —Es preciosa.
    —Me alegra mucho pensar que vais a congeniar —dijo Rudge.
    —Ya lo suponía. Pensaba en tu porvenir. Las muchachas son muy insidiosas.
    —No comprendo lo que quieres decir, pero escucha. Nuevamente voy a salir de Inglaterra y estaré ausente por espacio de mucho tiempo. Espero que conseguirás que Miss Treherne se encuentre aquí como en su casa.

    Miss Rudge lo prometió con alegría.

    Más larde el profesor se unió a May Treherne en su laboratorio, donde estaba seguro de que nadie los interrumpiría, y allí le refirió todo lo que había ocurrido. Ella se quedó atónita al oírle, porque, aparte el lacónico cablegrama que le notificó la muerte de Macrae, estaba completamente ignorante de los acontecimientos. Le escuchó sin interrumpirle, con las pupilas dilatadas de espanto. Una vez los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no dijo nada.

    —Y ahora, miss Treherne —dijo el profesor cuando terminó—, quiero arreglar el asunto de su sueldo y de lo que debo hacer durante mi ausencia.
    —¿Se va usted a ir ahora mismo?
    —Si, y su presencia aquí me da mucha tranquilidad. Alguien quedará aquí atento y leal. Sé que cumplirá usted lo mejor posible.
    —Haré lo que pueda —dijo ella, en tono que indicaba convicción.
    —Lo malo es que no tengo confianza en el Gobierno y sus miembros están divididos entre sí. He hablado con el profesor Mc. Faden, y él y yo estamos ahora absolutamente de acuerdo. Mantenga el contacto con él. Aunque muy solapado, es de fiar.

    Después aumentó el asombro de May dándole un libro de cheques y diciéndole que había depositado en el banco 5.000 libras a su nombre.

    —Gaste este dinero en favor de nuestra causa, bajo el consejo de Mc. Faden, si es necesario. Luche contra*cualquiera que me ataque. No se preocupe por la cuestión del dinero.
    —Pero… ¿miss Rudge?
    —Mi hermana queda dueña de mi casa; en esto me puedo fiar de ella; en lo otro, no. En el asunto de usted sería más perjudicial que inútil; pero, afortunadamente, ella lo reconoce. Cumplan ustedes cada una con su deber y todo irá perfectamente.

    Los ojos de May Treherne brillaron, recordando su antiguo empleo en Sales, Limited. Estaba orgullosa, pero un poco nerviosa de su responsabilidad. Tenía abundancia de energías, pero la alegró la idea de tener a Mc. Faden cómo consejero.


    * * *

    El Sagitta partió. El único deseo del profesor Rudge fue que el viaje transcurriera sin incidentes; pero el ambiente no estaba tranquiló. No había recorrido la tercera parte del camino cuando comenzó la agitación en la patria, que fue desarrollándose rapidísimamente hasta llegar a convertirse en el máximo horror que Europa había experimentado nunca.

    Dejando para más adelante los detalles, por ahora sólo diremos que las primeras noticias del pánico llegaron al Sagitta por cable cuando estaba carboneando en Singapoore.

    El profesor Rudge y los oficiales quedaron horrorizados ante el pequeño resumen de los acontecimientos de la patria; pero cuando empezaban los comentarios fueron interrumpidos por la llegada de un cablegrama del almirante que mandaba la estación china. Aperas lo leyó el capitán Evered se lo entregó al profesor Rudge. Este olvidó inmediatamente todo lo que había estado hablando.

    El despacho decía: «El Sea Lion no está en la Estación X. Aparentemente, nadie en la isla».

    Rudge se puso lívido. El papel se le cayó de las manos.

    —¡Dios mío, Evered! —exclamó—. ¿Llegamos demasiado tarde?


    CAPÍTULO XVIII
    PÁNICO


    Cuando el Sagitta, con el profesor Rudge a bordo, salió de Inglaterra, hubiera sido difícil determinar exactamente la opinión que respecto del peligro marciano tenían las pocas personas que conocían algo del asunto. Había, por lo menos, una docena que no albergaban la menor duda de que la Humanidad estaba ahora en presencia del más espantoso peligro que jamás la había amenazado. Entre estos estaba Mc. Faden y dos de sus compañeros de ciencia. Entre los sabios y miembros del Gobierno había dos o tres suficientemente persuadidos por la evidencia de que debían emplearse todos los medios para combatir el peligro.

    Entre los demás las opiniones estaban graduadas hasta llegar al grupo de los que abiertamente lo negaban todo, afirmando que Rudge estaba loco rematado.

    Así hubieran quedado las cosas y el público protegido por su ignorancia de los horrores que siguieron, a no ser la acción de ciertos, oportunistas, que vieron una probabilidad de obtener provecho personal.

    Apenas había salido el Sagitta del canal cuando empezaron a aparecer en los periódicos noticias de ciertos rumores que afirmaban que un hombre de Marte había aparecido en la Tierra. Estos sueltos estaban escritos con gran habilidad para hacer aparecer el asunto como un suceso cómico. Pronto se apoderaron de él los periódicos satíricos. Llegó a ser el tema de todas las bromas y el estribillo de los cuplés. La frase «¿Ha visto usted al marciano?», llegó a hacerse popular.

    Nadie sospechó que detrás de estas referencias había una cuestión política, pero el fin que se perseguía estaba conseguido. Todo el mundo se reía, todo el mundo, porque el hombre de Marte era tan popular en París como en Italia y en Londres. Cuanto más meridional era el público, más furor hacía el absurdo marciano. No había programa cinematográfico que no tratara el asunto en una u otra forma.

    Los conspiradores no habían contado con el campo continental. La infección cruzó el canal y se extendió por todas partes. Los conjurados quedaron satisfechos con el resultado de la intriga, que consiguió hacer la concepción popular del marciano tan completamente ridícula y colocar en una situación dificilísima al Gobierno que tratara de tomar en serio la cuestión.

    Llegó, pues, la ocasión de luchar contra él, acusándole de tomar en serio la broma y de derrochar el tesoro público en locas empresas. Primeramente aparecieron algunas vagas indirectas que consiguieron llamar la atención de unos hombres siempre despiertos que son los obstruccionistas parlamentarios. Encontraron una magnífica ocasión de actuar, sin saber a qué intereses servían. Sus interpelaciones eran cada día más numerosas y peligrosas.

    Lord Saxville sospechó de dónde venía esta nueva agitación. Su instinto le dijo que pronto el enemigo descubriría sus baterías y buscaría la oportunidad de atacarle por el lado de los gastos que acarreara la movilización de una escuadra considerable en una empresa fantástica, interrumpiendo temporalmente la radiocomunicación para ocultar su estupidez. El primer ministro vio claramente lo que le esperaba: a menos de tomar una resolución enérgica, su caída era segura.

    El público comenzó a comprender que había algo sobre lo que no se le quería, informar y lord Saxville se convenció de que era indispensable dar a conocer parte de la verdad, no sólo por su propio interés, sino porque no estaba en sus manos el ocultarlo por más tiempo.

    Así fue como empezó a publicarse otro informe de la cuestión y la gente aguzó los oídos. Inmediatamente se apercibió de que aquí había un tono muy distinto el marciano tomaba otra forma, no fabulosa, sino real; otra expresión, no ya cómica, sino amenazadora y siniestra.

    Y del mismo modo que la idea de presentar la cosa bajó el prisma del ridículo había conseguido su objeto con exceso, esta nueva información nació para arrojar sobre el asunto una luz deslumbradora. Foco o nada se preocuparan sus autores de las posibles consecuencias. Era una sencilla batalla de políticos contra políticos.

    El resultado de una repentina reacción de miedo no fue previsto, y, hasta cierto punto, parecía imposible de prever el político había salvado su poltrona; pero ni el atacante ni el atacado habían tenido en cuenta las derivaciones de su peligroso juego. La política debía haber tenido presente que la situación reclamaba mucho tacto, pero todo se hizo chapuceramente. La demanda de información complete y exacta se hizo irresistible. El clamor fue general en toda Europa.

    Si no hubiera habido sátira y sólo se hubiera dado la información debidamente discreta, se hubiera podido dominar la situación; pero ahora el público recordó que antes se le había incitado a burlarse de lo que ahora se le presentaba como una cosa terrible.

    No se contó con que los Gobiernos extranjeros tomaran tan en serio al marciano, dadas las sospechosas circunstancias que hasta entonces le rodeaban. Cuando las potencias supieron que se había, movilizado una considerable escuadra británica, sin que nadie supiera cuándo ni dónde, que algo grave podía ocurrir y que no se podía contar con la radiocomunicación (probablemente interrupción inglesa), sus Embajadas en Londres empezaron a agitarse.

    Sintiendo la necesidad de aliviarse de alguna responsabilidad y de que el Ministerio de Negocios Extranjeros pudiera contar con una ayuda científica, lord Saxville envió un mensajero al domicilio del profesor Rudge preguntando quién lo representaba durante su ausencia. El mensajero quedó muy sorprendido al encontrarse con que May Treherne era la persona que buscaba.

    May Treherne, después de enterarse del recado, pregunto si lord Saxville querría tener una entrevista con el profesor Mc. Faden, y le contestaron que el presidente celebraría mucho que se avisara cuanto antes al profesor.

    May marchó inmediatamente al encuentro de Mc. Faden y le dijo que el primer ministro quería verlo con toda urgencia.

    —¿Para qué?
    —No lo sé a punto fijo: debe de ser algo relacionado con el marciano.
    —Bueno; oír, es obedecer. ¿Quiere usted venir conmigo?

    Ella declinó el honor.

    —Pero tenga cuidado, profesor. Son tan astutos estos políticos…

    La ansiedad de la muchacha porque no se le engañara, en funciones de substituto del profesor. Rudge, causó la hilaridad de Mc. Faden.

    —Lo haré lo mejor que pueda, niña.
    —Estoy segura de ello. El profesor Rudge es tan inteligente, tan valiente y tan fuerte, que para cualquiera debe ser un honor substituirle.
    —¿De veras? —preguntó Mc. Faden con sequedad.
    —Naturalmente que sí —contestó ella, y por un momento se arrepintió de no haber querido ir.
    —Vendré a verla cuando salga y entonces sabrá usted qué dos abogados tan seguros ha dejado aquí Rudge.
    —¿Dos?
    —Dos, claro que sí.

    Lord Saxville no aludió a las dificultades del Ministerio de Negocios Extranjeros. Expuso su deseo de que el profesor preparase enseguida un pequeño folleto explicando científicamente la situación respecto al marciano, un folleto claro, que mostrara la evidencia del asunto, y que quería tener lo más pronto, posible. También deseaba que el profesor lo compilara en sucesivos artículos en los periódicos científicos, para que tuviera la máxima difusión entre el público.

    —Cierta clase de gentes han intentado desfigurar los hechos; —continuó lord Saxville—, y la rectificación que forzosamente había que hacer ha confundido y alarmado a la opinión. Espero, por tanto, que usted publicará los hechos en una forma apropiada para que aprecien la evidencia los que sean capaces de ello y no pertenezcan a la masa impulsiva e ignorante. Esta será convencida por aquellos.
    —¿Y esto hará desaparecer la alarma?
    —Es la medida que debe tomar el Gobierno para oponerse a los síntomas del pánico creciente. Quiero que la publicación de usted convenza a la gente que piensa de que las medidas que se han tomado están justificadas y de que se ha hecho todo lo que era preciso.
    —Dudo que tengamos esta impresión por mucho tiempo.
    —¡Juzga usted inadecuadas nuestras medidas!
    —No creo que sea adecuada ninguna, medida de las que están en nuestras manos.
    —¿Entonces quiere usted decir que, este marciano va a vencer a todo el mundo armado? —preguntó lord Saxville ansiosamente.
    —El mundo no está armado, al menos que yo sepa. Quizás después que lea mi informe lo pensará mejor.
    —Pero no irá usted a escribir un documento alarmista.
    —Escribiré los hechos. A menos, que mi conciencia me engañe, creo que para el hombre que piense (¡y hay tan pocos!) será un documento más alarmante qué todos los infundios y rumores que ahora circulan.
    —Bien —dijo lord Saxville poniéndose en pie y alargando la mano al profesor—. Espero que, si es posible, mañana mismo tendré su relato y quiere creer que la cosa no está fea como usted, teme.

    No escapó a la perspicacia de Mc. Faden que lord Saxville atendía principalmente a su propio interés, aunque estaba deseoso de aplacar la alarma popular e impedir que siguieran circulando rumores. El asunto urgentísimo y vital de la lucha contra el marciano estaba relegado a segundo orden.

    El profesor no se equivocaba: esta era la verdad desconsoladora. Era un pensador profundo y claro y había meditado mucho sobre los poderes del superhombre. No podía ser optimista; no podía convencerse de que se había hecho bastante.

    Cumpliendo la palabra dada a May, le refirió la entrevista, Ella notó su pesimismo.

    —Tenemos una suerte inmensa en que el timón esté en las manos de un hombre tan apto como Rudge —dijo Mc. Faden—. Hará todo lo humanamente posible.

    Tenía deseos de hablar en presencia de un oyente tan bien dispuesto.

    Bien, profesor Mc. Faden —dijo ella cuando él se dispuso a marcharse—. Creo que su sexo nos niega la razón; pero nos concede, por lo menos, el instinto. Ahora su razón le dice a usted que nos equivocaremos a pesar del profesor Rudge; pero mi instinto me asegura que venceremos a causa del profesor Rudge.

    —Bien, muchacha; entonces, a mí también me dice el instinto que si el amigo Rudge logra vencer allá, cuando vuelva aquí se encontrará con otra dificultad y se dejará coger como un ratón en la ratonera.

    Con estas palabras se despidió riendo, dejando a May Treherne sin comprender lo que había querido decir.


    * * *

    Apenas aparecieron los artículos del profesor Mc. Faden, se notó su influencia; en poco tiempo acabaron con los absurdos rumores que circulaban, y esto tuvieron de buenos, pero motivaron la exasperación del público, para quien realmente habían sido escritos, cuando este se dio cuenta de que habían estado jugando con él, manteniéndole tanto tiempo en la obscuridad.

    En todos los grandes rotativos aparecieron artículos y cartas exigiendo que se explicase a la opinión por qué se [le habían ocultado los hechos mientras se la envenenaba con los más ridículos infundios; por qué esta increíble confusión en un asunto tan terrible… etc., etc.

    Los sabios del continente también dejaron desbordar su indignación contra el Gobierno inglés que de manera tan indigna los había tratado, reservándose para sí lo que, después de todo, era un asunto internacional.

    —Esta cuestión —decían— no es una cuestión británica, sino mundial. No afecta a una nación, sino a la Humanidad, y es urgentísimo conocer las medidas que se han tomado.

    La Prensa diaria de todos los países, no del todo informada de los hechos, llenó sus columnas de detalles, explicaciones, consejos y recriminaciones políticas, convirtiendo los periódicos en tribunas, y cuando aumentó el horror y se comprendió el peligro, el mundo entero se estremeció.

    Mucho de lo que se escribió y dijo públicamente, aunque con un fondo de verdad, era altamente injusto y el efecto que causó en las masas fue deplorable. Una vez que el asunto tomó cuerpo en la imaginación popular, nada pudo contener el pánico. La intangibilidad y el carácter espantoso de aquella amenaza psíquica, tan terrible, tan inminente, hicieron enorme impresión, aun en aquellos cuyos temperamentos les permitían permanecer impasibles ante cualquier peligro cotidiano.

    El poder del invasor para apresar a cualquier persona, dio una nota de terror que encontró eco aun en los más flemáticos. Su efecto en los histéricos y nerviosos fue tremendo.

    Desgraciadamente la densa e ignorante población agrícola del este y del sur de Europa profesaba muchas supersticiones, la más extendida de las cuales era la creencia en la existencia de espíritus del mal que tomaban posesión de los hombres. Estas gentes fueron las que menos se extrañaron del poder de los marcianos, y estaban dispuestas en muchos casos a combatir al enemigo con los más diabólicos exorcismos y ritos.

    Por todas partes empezó el pueblo a mirar suspicazmente a los ojos de sus más íntimos amigos. Entre los más supersticiosos corría peligro la vida de quien mirara de una manera excéntrica o agresiva. Con estos antecedentes se comprenderá que diariamente ocurrieran los más deplorables sucesos, agresiones, asesinatos, etc.

    Con objeto de aminorar el feroz pánico que invadía todo el planeta, se dio la mayor publicidad a la noticia de que el peligro no era tan grande, pues estaba localizado por el Sea Lion, actualmente reforzado por una escuadra suficiente para impedir la fuga del marciano de la Estación X.

    Lo tranquilizador de esta noticia se apreció al considerar qué inmenso sería el poder del marciano cuando eran precisas tales medidas.

    Pisándole los talones a esta noticia llegó la de que el marciano se había adueñado del Sea Lion y, con la tripulación sometida, había abandonado la isla con rumbo desconocido. Estas noticias sé publicaron sin pensar en las consecuencias.

    Entonces se rompieron los diques del pánico y la locura y tuvieron lugar escenas que se hubieran considerado increíbles, aun en los tiempos medievales. A lo largo del litoral, este del Mediterráneo y en los países eslavos y otras partes del este y sudeste de Europa, incluso Rusia, el pánico y el espanto llegaron a su colmo. Allí no se hablaba de un marciano, sino de millares de ellos, extendidos por todas partes.

    Pareció que se perdía toda esperanza de salvación. Una ola de locura recorrió el mundo. Los hombres luchaban unos contra otros como fieras enjauladas. Se sucedieron las batallas campales, originadas por algún trivial incidente entre bandos opuestos, y las calles de las ciudades eran ríos de sangre. Cada cual creía luchar por la vida contra un marciano en forma humana.

    Estas escenas no tuvieron lugar en la Europa occidental; pero en casi todas partes era un hecho que tanto los gobernantes como los gobernados habían perdido la cabeza.

    Sin embargo, en medio de aquel desorden mundial se tomó una decisión, la más acertada que se hubiera podido tomar, y fue que hubiera unidad de dirección en lo que a todos concernía y que la opinión del profesor Rudge, mientras se pudiera contar con ella, tuviera la fuerza de la ley.

    Mc. Faden exteriormente parecía impasible y trató de dedicarse a otros trabajos, pero comprendió que no podría.

    Él, tan misógino, había adquirido la costumbre de ir a Great Queen Street a tomar una taza de té. La confianza y el brillante optimismo de May le confortaban.

    Era imposible hablar en ninguna parte de algo que no fuera el tema eterno, y este era el único sitio donde él se atrevía a ello. Si el cínico Mc. Faden hallaba simpática la compañía de May Treherne, cuyo espíritu valeroso dispersaba todas las dudas y temores, el mismo placer encontraba en la compañía de miss Rudge.

    Esta excelente mujer, que empezó por desconfiar de la muchacha, pronto llegó a quererla, casi con amor maternal.

    —¡Qué hubiera sido de mí —exclamaba— en los tiempos que corren si mi hermano (¡Dios lo proteja!) no me hubiese proporcionado a May!
    —Es una muchacha muy sensible y su confianza es asombrosa —dijo Mc. Faden.
    —Su confianza está en mi hermano.
    —Ya lo sé —dijo él secamente.

    Miss Rudge percibió el tono de la réplica.

    Al principio —dijo— me alarmé por Stanley, no conociendo a la niña y viendo solamente que entre ellos hay veinte años de diferencia. Pero ahora lo creería muy afortunado si llegase a tener una esposa como May.

    Si May Treherne hubiera oído esta conversación se hubiera sorprendido desagradablemente. Se creía ahora y para siempre fiel a la memoria del difunto novio. Había tenido poco tiempo para analizar sus sentimientos. La verdad era que su amor por Macrae había sido medio maternal. Ahora por primera vez se hallaba en contacto con ah espíritu valeroso, simpático al suyo y había sentido su influencia sin saberlo. Si salía el sol, la simiente fructificaría.

    No era preciso olvidar al muerto. La luna brilla durante el día, pero pocos la ven. Aquel recuerdo podía continuar siendo una parte de su vida.


    CAPÍTULO XIX
    UN DESEMBARCO HEROICO


    En Singapoore, el profesor Rudge, apenas recobrado de la impresión recibida, trató de enfrontarse con la situación: esta era ahora muy crítica.

    Era evidente que una vez más el marciano había dado una zancada hacia adelante, además continuaba teniendo la ventaja de la iniciativa. Esta vez había dejado a sus contrarios en la más absoluta ignorancia de la naturaleza del golpe y de dónde vendría este.

    —Supongo que no habrá duda —dijo el capitán Evered de que es el marciano el causante de la desesperación del Sea Lion.
    —Es más bien una certidumbre —dijo Rudge—. El capitán Connell tenía la orden clarísima y terminante de no abandonar la vecindad de la isla, ni intentar comunicar con ella. No me cabe duda de que ha sido atacado con engaños por el feroz enemigo. La situación en que nos encontramos es mil veces peor que si no se hubiera enviado nunca el desgraciado navío. Ahora debemos tener en cuenta que él comandante del Sea Lion es un marciano.

    El cuadro era terriblemente alarmante, más aún de lo que Rudge había temido, y por el cable conoció el efecto que causaron estas noticias en Europa y en todas partes. El mundo comprendió la casi absoluta imposibilidad de desenvolverse en la actual situación. Universalmente se sintió que este acto hacía renunciar a la consoladora idea de que la cosa, después de todo, no estaba tan mal.

    Tan concluyente prueba de la realidad del peligro contra el que tenían que luchar y la dificultad de decidir una línea de acción, preocuparon intensamente a los estadistas de todos los países. Al letargo substituyó una energía nerviosa, y a esta, un estado vecino de la desesperación el primer impulso en todas partes fue saber la opinión del profesor Rudge sobre lo que había que hacer.

    Su contestación fue rápida:

    —Hay que dejar dos barcos de la escuadra de vigilancia en la Estación X, y los demás tratarán de averiguar la dirección seguida por el Sea Lion. Sobre todo, hay que desmantelar instantáneamente todas las estaciones radió del mundo, porque hay que contar con el caso de que los venerianos hagan cesar el huracán etéreo.

    El comodoro Evered añadió que las noticias podían darlas los barcos mercantes.

    El profesor Rudge no creyó encontrar dificultad en el cumplimiento de estas medidas, que estimaba necesarias. En vista del estado interno de cada nación, no se le exigió a cada una nada en particular.

    Todos estaban ansiosos de hacer lo posible para tratar de dominar la amenaza mundial y conseguir la asistencia y consejo de Rudge. Este no pudo menos de comparar la actual disposición del Gobierno respecto a él con la que adoptó cuando él planteó por primera vez el asunto. Entonces únicamente pudo, conseguir algo por las amenazas; ahora le estaban abrumando con preguntas sobre lo que habría que hacer.

    Le rogaron que permaneciera anclado en el puerto, con objeto de no perder contacto con el cable, hasta que se hubieran tomado las últimas decisiones. Todos los Gobiernos extranjeros parecían mirarlo como su principal consejero, considerándolo el más apto para adivinar las intenciones de los marcianos. Él rechazó este aserto repitiendo a todo el mundo que sería absurdo que ningún ser humano fuera capaz de profundizar los planes marcianos.

    —Los pensamientos de estos seres —cablegrafió a Londres— están tan lejos de nuestro alcance que es inútil tratar de conocer sus ideas. Lo único que podemos hacer es buscar al enemigo por todas partes y destruirle sin parlamentar con él en donde lo encontremos. Conocemos su objeto y conocemos su punto de partida. Lo demás son conjeturas. Por eso digo que hay que buscarlo en todas direcciones.

    Dijo mucho en favor de la energía de varios gobiernos extranjeros el hecho de que antes de que transcurriesen muchas horas enviaron varias unidades de sus escuadras en busca del barco fantasma con instrucciones de permanecer en contacto unos con otros mientras les fuera posible, obtener la mayor información de los buques mercantes y de cualquier otra fuente y no perdonar medio para impedir al Sea Lion abordar a tierra.

    Las diversas escuadras debían recorrer el área más inmediata a la situación en que se hallaban al recibir la orden. Los buques ingleses y japoneses debían cruzar el norte del Pacífico y la costa asiática. Las potencias americanas vigilarían el Pacífico oriental. Se enviaron buques de guerra para cubrir el litoral africano desde Suez al Cabo de Buena Esperanza. Barcos de todas clases, escoltados por globos e hidroplanos, salieron a todo vapor para sus puestos. Todas las armadas del mundo quedaron galvanizadas por repentina actividad, con el objeto de formar en la medida de lo posible un inmenso anillo que abarcara la mayor parte del Pacífico, con objeto de encerrar en él al Sea Lion y encontrarlo.

    Tan pronto quedaron ultimados estos preparativos, el Sagitta, con el profesor Rudge a bordo, continuó su viaje a la Estación X. Al conocer la desaparición del Sea Lion, el profesor había tenido una idea y deseaba llegar a la isla lo antes posible. En su mente el «tiempo» era la esencia de la cosa.

    En la conversación que tuvo lugar a bordo dijo que todo era hipotético y que los planes del marciano eran un misterio impenetrable.

    —Podemos hacer tres hipótesis: primera, valiéndose de medios que no podemos sospechar, ha escapado de la isla, y el Sea Lion ha salido detrás a la caza de él. Segunda, el Sea Lion ha sido atacado y echado a pique, y el marciano y sus dos esclavos continúan escondidos en la isla. Tercera, la más peligrosa y la más probable: el marciano se ha hecho dueño del crucero y ha salido con rumbo desconocido.

    También dijo que como el designio del marciano era hacer venir a otros marcianos por el mismo horrible camino por donde él había venido, sería acertado suponer que se hubiera colocado a salvo de un bombardeo naval y, teniendo a sus órdenes un número considerable de esclavos en los desgraciados tripulantes del crucero, habría tratado de montar una poderosa estación radio para comunicar con su mundo. Conseguido esto, todos ellos se encontrarían cambiados en marcianos, formando así un ejército dispuesto a atacar antes: de que se hubiese manifestado la menor oposición por parte de la Humanidad.

    Era imposible saber sí se había dirigido a Asia, Africa o América o a alguna de las grandes islas que se extienden al sureste de Asia. También podía haberse dirigido a Australia.

    Las escuadras habían sido enviadas, por tanto, para impedir el acceso a estas costas. ¿Llegarían a tiempo? El profesor Rudge mantuvo una actitud serena; pero en su interior estaba muy desalentado, Las probabilidades del lado de los marcianos aumentaban.

    Por muy animoso que fuera, a veces sentía que la ansiedad del momento era demasiado insoportable para un corazón humano, pues era una ansiedad sin igual en la historia del mundo. En tiempos pasados hubo algunas vitales decisiones, en que las armas y el valor decidieron en pocas horas el curso de la historia de muchos siglos. Hubo momentos en que Europa salvó al mundo y a ella misma de ser un protectorado o dependencia de Asia. Pero nunca se había dado el caso de que un día o una hora hubieran decidido el destino de toda la especie humana.

    El profesor Rudge consideró como un hecho afortunado él que la grande y eficiente fuerza naval del Japón estuviera dispuesta a reforzar las escuadras británicas, pues la enorme población de la India y de China debía tener mucho atractivo para los marcianos. En el momento en que alcanzaran a uno de estos países, era segura su victoria.

    Todos los navíos disponibles entraron da servicio, aun los destroyers y submarinos. Los hidroplanos eran conducidos en enormes barcos de guerra, que así extendían enormemente su radio de observación.

    Cuando el Sagitta llegó a la Estación X, las combinadas escuadras aéreas y marítimas habían formado una especie de cordón alrededor de un inmenso espacio donde se consideraba verosímil que estuviera el Sea Lion. No se habían recibido noticias de que hubiera abordado a tierra o de que se le hubiera visto en el mar, aunque esto no era del todo tranquilizador, porque había que tener en cuenta que muchos de los barcos exploradores se hallaban lejos de las estaciones cableras y estaba rigurosamente prohibido hacer uso de la radio. De todas maneras hubiera sido inútil mientras durara la misteriosa interrupción.

    Bajo el consejo del profesor Rudge se consideró como delito gravísimo el tener alguna instalación radio, grande o pequeña. Cualquier persona civil o militar estaba autorizada y hasta obligada a matar en el acto a quien contraviniera esta orden. Además se establecieron premios para los denunciantes.

    Es cierto que esta orden causó la muerte de muchos inocentes. Esto era inevitable dado él estado de terror general. Sin embargo, el peligro era tan grande, tan abrumador, que la orden, con todos sus inconvenientes, se consideró más que justificada a causa de la posibilidad de que el marciano, a pesar de la acción protectora de los venerianos, consiguiera llegar a establecer relación con algún desgraciado operador de algún sitio que anulara todos los esfuerzos que se estaban haciendo para impedir la invasión.

    Sin embargo, había una excepción. A bordo del Sagitta existía una pequeña instalación que manejaba exclusivamente el profesor Rudge. Este la había montado con un secreto propósito, de tal modo que el simple contacto de una palanca le permitía oír el sonido de la interrupción veneriana, pero nada más. En su espanto por el marciano, la había arreglado de modo que, en cuanto Legara a percibir una simple sílaba, la presión de su dedo hubiera cortado instantáneamente la conexión.

    Durante el viaje había estado trabajando en esta instalación, trabajo que empezó en cuanto se recibieron noticias de que el Sea Lion había desaparecido. Se le había ocurrido una idea que no quiso comunicar a nadie hasta llegar a la Estación X.

    Cuando el Sagitta dio vista a la isla, ya se había colocado más de una vez los auriculares, sólo durante un segundo; siempre oyó el murmullo de la interrupción.

    Formaba parte del equipo del Sagitta en aquel viaje un globo cautivo, de gran radio de observación. Cuando sólo los separaban de la isla unas cuantas millas, el profesor Rudge pidió al comodoro Evered que no se acercara más, sino que empezara a dar la vuelta alrededor. Después se dirigió a su instalación y escuchó: la interrupción continuaba. Siguió escuchando.

    —¿Me invitarán a desembarcar? —pensó.

    Esta era la idea que le dominaba. Estaba convencido de que los venerianos eran la causa del desorden etéreo y que esto lo habían hecho en defensa nuestra, y tampoco albergaba duda alguna de que los movimientos del Sagitta eran cuidadosamente observados.

    De pronto cesó la interrupción, como sí la hubieran cortado con un hachazo. Una vez más la esperanza substituyó al desánimo. Pero el término del murmullo ¿no podría ser una casualidad o un artificio marciano?

    Subió a cubierta y vio que, bajo la dirección del comodoro Evered, se había abierto el cilindro de gas y el globo estaba hinchado. Un joven oficial se ofreció voluntariamente a pilotarlo, y cuando el globo estuvo a suficiente altura para dominar toda la isla, el Sagitta continuó su vuelta alrededor de ella.

    Tan pronto como se hizo descender al globo, el tripulante refirió sus observaciones.

    —No he visto a nadie en la isla, ni tampoco escondite alguno, aunque la aspereza de las rocas que forman el terreno podría permitir a cualquiera esconderse sin peligro de ser descubierto. Se ven perfectamente los hoyos producidos por las granadas durante el bombardeo. El edificio de la estación no ha sido reconstruido; pero, en cambio, se ha hecho algo en la instalación: se han levantado un par de antenas y los hilos parecen estar en orden.

    La mirada del profesor Rudge era cada vez más aprobatoria y al terminar el relato se frotó las manos.

    —Comodoro —dijo—, haga usted que se carguen y se preparen los cañones y avance despacio hasta llegar a media milla de la costa. Ordene a los artilleros qué en el momento en que vean algo que se mueva, disparen. No creo que veamos a nadie; según parecería isla está abandonada, pero hay que reducir los riesgos al mínimo.

    El Sagitta avanzó despacio; a bordo, los nervios estaban a su máxima tensión. Los oficiales y la tripulación sabían que el mundo estaba perturbado, que la Humanidad se hallaba a punto de caer en una trampa, que se encontraba al borde del abismo, y sabían también que allí, delante del Sagitta, al otro lado de los acantilados, estaba el origen y el centro, o lo que recientemente había sido el centro, del terror.

    Cuando llegó a media milla de la costa, el buque se detuvo. Todos comprendieron que algo había inspirado confianza al profesor. Este se volvió al comodoro, diciéndole:

    —Evered, tengo que comunicarle algo de la máxima importancia.

    Cogiéndole del brazo lo llevó a un lugar donde nadie pudiera oírles.

    —Mientras estábamos en Singapoore —continuó—, las noticias de que la Estación X estaba abandonada me hicieron pensar qué tendría esto que ver con la interrupción veneriana de la radio, y, por eso, monté esta instalación. Yo sabía que, dada la posición actual de los planetas, todos nuestros movimientos serían cuidadosamente espiados por nuestros poderosos aliados. El hecho de haber lanzado el huracán etéreo demuestra que vieron al marciano reconstruir la instalación de la Estación X. ¿Continuarían su bloqueo si realmente la estación estuviera abandonada y si yo me aproximase a la isla?

    El comodoro miró asombrado a su interlocutor.

    —En ausencia del pobre Macrae, yo soy el único hombre con quién puedan ellos comunicar. Si es posible, lo harán. He decidido dar la vuelta a la isla esperando recibir mientras tanto un aviso de que nuestra maniobra era espiada, con la idea de qué ellos me estimularan a obrar. Deben conocer el miedo con qué hemos procedido y no debemos confiar en que tengan una alta idea del valor de nuestra especie. Para llegar a la última experiencia, ruego a usted que se acerque a la isla como para desembarcar. Mis esperanzas se han realizado: la interrupción ya no existe: en este momento, nada se opone a la radiocomunicación.

    Evered apreció el significado de estas palabras.

    —Por si acaso —continuó el profesor—, porque hay que preverlo todo, he escrito las más completas disposiciones para lo futuro, bajo diferentes contingencias, todas las que se me han ocurrido. Esté escrito está en mi camarote y lo encontrará dirigido a usted.
    —¿Pero va usted a dejamos? —exclamó Evered.
    —Voy a desembarcar en la isla para comunicar con los venerianos, si todo sale bien.
    —¿Y esto le ocupará mucho tiempo?
    —Tengo motivos para suponer que la conversación será corta, pero para ustedes estaré permanentemente perdido:
    —Pero… ¿por qué?
    —Haga usted el favor de dar las órdenes. El tiempo apremia. Que carguen una lancha con provisiones para un mes o dos, una tienda y una cama de campaña. Alimentos y agua, naturalmente. Mientras se hace esto, le explicaré mi opinión sobre la situación.

    El comodoro miró con sorpresa al profesor, pero dio las órdenes, aunque no comprendiera del todo. Rudge continuó:

    —Voy entierra con la esperanza de entablar una vez más comunicación con el veneriano. Si no me he equivocado en mis presunciones, lo conseguiré. Si me he equivocado, lo que bien pudiera ocurrir, entonces… entonces —la voz de Rudge tembló ligeramente— seguiré la suerte de Macrae.

    Evered se estremeció.

    —Si hay que realizar algún servicio arriesgado, debo ir yo —dijo—. El segundo puede ocupar mi puesto, pero no hay quien pueda substituir a usted.
    —Eso es imposible, puesto que usted, no puede hablar con el veneriano.
    —Entonces, déjeme por lo menos acompañarle.
    —No, Evered. Le agradezco su generosidad, pero sería inútil arriesgar una vida tan valiosa como la suya. Necesito ir solo.
    —Pero no comprendo por qué no puede usted mantener su conversación mientras que nosotros lo esperamos para recogerlo cuando acabe.
    —Eso es lo más imposible de todo. Si la isla está desierta y la instalación en orden, o puedo yo arreglarla rápidamente, le comunicaré a usted que espero salvar la actual desesperada situación, porque debo confesarle que, aunque todo el mundo está obrando lo mejor que puede, tengo muy poca esperanza. A consecuencia del tiempo transcurrido desde la desaparición del Sea Lion, las probabilidades en nuestro favor son muy pocas. Si la isla no está abandonada, lo cual es muy posible, entonces encontraré al marciano. Lo que ocurra no será apreciado por usted; por tanto, después que yo haya desembarcado, no debe usted permitirme volver o acercarme al Sagitta, ni más ni menos que si yo fuera un marciano. Yo llevaré conmigo una cuerda, y, si todo marcha bien, ataré a su extremo una botella que contenga una nota, en la que mencionaré un sitio. En este sitio estará el marciano. Vaya inmediatamente allí con los más poderosos buques de guerra que encuentre en el camino. Procure reunir el mayor número posible de ellos, pero sin apartarse de su ruta. Cuando lo descubra, no lo deje escapar. Hunda, incendie y destruya todo lo que encuentre; no permita que ningún ser viviente escape de la destrucción bajo ningún pretexto ni excusa. Grabe estas palabras en su mente. Es la única probabilidad que tenemos. ¡No olvide su responsabilidad, Evered!

    El comodoro se estremeció nuevamente al oír estas palabras.

    —No tengo tiempo de decir más —continuó Rudge—. Recuerde que si llega el momento de que le hable, y Dios quiera que llegue, todo lo que para nosotros es querido, todo, todo, depende de su insensibilidad y energía.

    El profesor quedó satisfecho con la expresión que leyó en el rostro del comodoro y con el conocimiento que tenía de su carácter.

    —Y ahora —continuó en tono firmísimo— vamos derechamente al asunto. Recuerde que yo no pediré que se me recoja nuevamente a bordo. No haga caso alguno de los mensajes por el estilo que yo le pueda enviar, o de los artificios que emplee en este sentido. Si en mi nota lee usted alguna indicación o consejo que no sea escuetamente el sitio, probablemente indicado en longitud y latitud, no los siga tampoco. No olvide igualmente que el sitio que mencionaré puede ser falso. En este caso, las consecuencias no serían más que restar durante algún tiempo algunos buques a nuestra escuadra, y lo único que se perdería sería el trabajo. Esto es todo. Mi lancha está dispuesta.

    El profesor bajó un momento a su camarote y desmanteló la estación radio.

    Él comodoro Evered, al estrecharle las manos con fuerza, le dijo conmovido:

    —¡Y dicen que la raza humana no es valiente! ¡Dicen eso por usted! ¡Son muy especiales esos venerianos, amigos nuestros!

    El profesor Rudge se contentó con sonreír por toda respuesta. Los «¡adiós y buena suerte!» se confundieron en una sola despedida cuando el desterrado voluntario cogió los remos de su lancha. Lo vieron desembarcar, amarrar el bote y escalar el acantilado. Un segundo después, este lo ocultó.


    CAPÍTULO XX
    EL AUXILIO VENERIANO


    Durante unos segundos, el comodoro Evered permaneció con la vista fija en el punto del acantilado por donde había desaparecido el profesor Rudge.

    —Esto es lo único cierto —murmuró.

    Cuando el profesor Rudge escaló la cima y perdió de vista al Sagitta y al mar, descendiendo por el suave declive de la isla, no pudo contener un estremecimiento.

    No podía, saber quién o qué le estaba espiando, lo mismo que una araña acecha a una mosca que se acerca. Sabía que en algún lugar del mundo había un espíritu del mal, no humano, sino inmensamente sobrehumano; un espíritu cuya mirada no podría, resistir; en cuyas garras, no físicas sino espirituales, estaría tan indefenso como un niño, sería un simple pingajo zarandeado de un lado a otro, a capricho de aquel ser.

    Sin saber cada segundo lo que podría ocurrir al siguiente, se dirigió directo a la estación. Un escalofrío le recorrió la espalda y le crispó el cuero cabelludo. Estaba en los umbrales de lo absurdo y lo imposible. Sin embargo, continuó su marcha.

    La escena que se le presentaba le era muy familiar, pero faltaba algo: la casa de madera. Diseminados por el suelo encontró algunos fragmentos; pero todos estos detalles eran secundarios ante el gran problema Cuya solución buscaba. Una sencilla ojeada le dio la solución: la instalación había sido reconstruida.

    A esta conclusión hubiera podido llegar por deducciones. Después de todo, su viaje a la isla no había sido más que el resultado de sus razonamientos; la deducción era muy clara, pero como otras muchas cuestiones sencillas, necesitaba el hombre que la resolviera. Su argumentación era esta: el marciano está en la Estación X, los venerianos interrumpen la comunicación, luego hay radio en la Estación X.

    El trabajo desarrollado por los tres pares de brazos debió haber sido enorme, casi increíble. Se veía la dirección de una mente poderosísima. Y se le oprimió el corazón. ¡Pobres tripulantes del Sea Lion!

    Notó que existía muy escasa cantidad de la madera que tomaba el edificio. Un momento después quedó maravillado de lo que habían hecho con ella: había servido de combustible para algún trabajo químico o para obtener de algún mineral tantalio para filamentos. El pensamiento del tantalio le recordó la falta de los tubos de vacío. Vio que el sistema era diferente: naturalmente, no habían podido reemplazar los perdidos tubos. No era esencial en este momento perder tiempo para estudiar el nuevo sistema.

    Al llegar al sitio donde habían estado los muebles y la silla del operador, que continuaban aunque en otra disposición, encontró un recipiente lleno de un líquido viscoso y dividido en compartimentos. Probó este fluido con la lengua y los dedos; era un álcali fortísimo, a base de sosa; los otros elementos eran ácidos corrosivos, cuyo agente activo era el cloro. ¡De modo que esto era lo que habían construido! ¡Una batería marciana!

    También había un generador, un misterio totalmente distinto de todas las máquinas de este género que él conocía.

    —Hay aquí un filón de ciencia —pensó el sabio— si consigo llegar a entenderlo.

    ¿Entenderlo? Un movimiento descuidado que hizo con él dedo, al acercar el recipiente, estuvo a punto de ocasionarle una descarga que le hubiera dejado muerto en el acto.

    En el menor tiempo posible hizo el profesor las conexiones, e, impuesto ya lo bastante del manejo, se colocó los teléfonos sobre los oídos. Había llegado, el gran momento, Un violento estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Y, sin embargo, no podía decir que tenía miedo, aunque notó que sus manos temblaban al ponerse el casco.

    Al abrir la boca para pronunciar la bien conocida llamada, miró involuntariamente a su alrededor.

    —¡Dios rae proteja de una contestación a mí lado! —pensó.

    Y, haciendo un supremo llamamiento a su energía:

    —¿Estás ahí? —preguntó.

    Rudge se había informado de la situación exacta de Venus y Marte, El primero se iba acercando a su oposición con la Tierra, pero todavía formaba un ángulo considerable con el Sol y su distancia, medida en la velocidad de las ondas etéreas, era de seis minutos. Marte también se iba aproximando, pero todavía distaba mucho de la oposición. El resultado de estas posiciones relativas de los tres planetas era que él hemisferio iluminado de la Tierra estaba vuelto a Venus, y el nocturno, a Marte. Rudge vio en esto la ventaja de que los planes terrestres fueran vistos por el primero, permaneciendo invisibles para los enemigos.

    Por, muy rápida que fuera la respuesta a su llamada, no podía venir antes de doce minutos. La más rápida respuesta de Marte necesitaría más del doble de este tiempo, pero no le importaba, puesto que no había establecido con ningún marciano la «relación» necesaria para poder oír su respuesta, aunque sabía que si el marciano que había en la Tierra tenía preparado su instrumento, la contestación vendría enseguida.

    Con estos terroríficos pensamientos se preparó a esperar doce minutos con los auriculares puestos. Pero no había contado con el veneriano.

    Cuando llevaba seis minutos de espera, percibió el sonido de una voz. La voz: ¡qué bien reconoció su timbre argentino! Nunca voz alguna sonó tan musicalmente para el profesor Rudge como esta. En cuanto percibió el primer sonido comprendió que todos sus movimientos hablan sido exquisitamente observados, y su llamada era esperada.

    —Hemos visto con mucho gusto que has vuelto a la isla, profesor Rudge. Ha sido una excelente idea, heroicamente llevada a cabo, que da a tu especie una probabilidad de salvación todavía, cuando todo parecía ya perdido.

    »En primer lugar vamos a la situación actual. El Sea Lion llegó a tres millas de la isla y el marciano lo alcanzó a nado durante la noche, indudablemente, porque a la mañana siguiente vimos que había tomado el mando del buque.

    Habíamos empezado a montar una instalación para emitir ondas perturbadoras, pero no la pudimos terminar, a tiempo para impedir el horrible acontecimiento de ese día. No podemos dominar estas interferencias hasta el punto de convertirlas en un medio de comunicación; con ellas no podemos hacer más que evitar la, comunicación. Casi toda la tripulación del Sea Lion está actualmente compuesta de marcianos. Llegamos a tiempo de impedir la comunicación antes de que su trabajo infernal estuviera terminado del todo: por una vez les cogimos la delantera.

    «Comprendiendo lo que estábamos haciendo decidieron empezar en cualquier parte la erección de una instalación que pudiera dominar cualquier intento de perturbación por nuestra parte. No sabemos qué es lo que harán, pero conocemos lo suficiente a los marcianos para estar seguros de que lo conseguirán.

    »Para esto necesitaban, naturalmente, un sitio lo más apartado posible de la Estación X. En consecuencia, se han dirigido en el Sea Lion a la isla que han encontrado a los 1800 de longitud y 50° de latitud Norte. Escribe enseguida: longitud, 180; latitud Norte, 50. Allí están ahora montando su instalación. Si lo consiguen antes de que se les impida, el mundo será suyo.

    »Y ahora, lo segundo: lo que debéis hacer es reuniros en línea de batalla y marchar a toda velocidad al sitio indicado. Pero no os aproximéis al Sea Lion ni a ningún marciano. Por medio del bombardeo a la mayor distancia posible, destruid primeramente la instalación, y, después, aniquilad a todo ser viviente, hombre o marciano, que haya en el barco y en la isla.

    «Vuestra salvación depende únicamente de estas dos cosas: llegada a tiempo y destrucción completa de toda criatura animada. Id inmediatamente. Si todo marcha bien, más adelante podremos conversar. Un día, un minuto de retraso, puede ocasionar vuestra ruina total. Esto es todo».

    Apenas se había pronunciado esta palabra, recomenzó el estruendo de la interferencia. El profesor Rudge comprendió que su vuelta a la barca sería clara señal de que había oído y comprendido, mientras que si se quedaba, le proporcionarían otra ulterior oportunidad de hablar. Como esto no era preciso, se quitó los teléfonos y marchó hacia la costa en carrera, desenfrenada. La esperanza dio alas a sus pies y multiplicó sus energías. La tremenda reacción que experimentó daba la medida de su anterior depresión.

    Sintió que no debía perderse esta última probabilidad: no debía haber ni un instante de desfallecimiento. No olvidaba que en las varias ocasiones de crisis, el marciano no solamente se había desenredado, sino que habla sacado partido de ellas. En adelanté no debía tener ocasión de hacer más progresos, a menos que el mundo entero se perdiera. Los hombres tenían un muro a sus espaldas.

    Llegado al bote recordó las propias palabras del veneriano, que estaban grabadas en su mente con letras de fuego; hizo después una nota con las indicaciones de longitud y latitud de la isla, introdujo él papel en la botella y arrojó esta al mar. La media milla de cuerda fue remolcada y con sus gemelos de campaña el profesor observó cómo Evered leía la nota.

    —Lo juzgaré por la rapidez —se dijo.

    Al cabo de diez segundos las anclas eran levantadas. Sonrió. Era un buen presagio.

    Una mano lejana hizo un signo de despedida, y el Sagitta se puso en movimiento. El profesor vio la señal que hizo a los dos cruceros y a, estos partir en la misma dirección. Después escaló las rocas y los estuvo observando hasta que no fueron más que unas: manchitas en el horizonte. Un minuto después habían desaparecido totalmente.

    El profesor hubiera dado cualquier cosa por encontrarse a bordo del Sagitta., Comprendía que había obrado cuerdamente para evitar un riesgo tremendo, pero maldecía de su suerte que le alejaba de la escena final y lo separaba de sus compañeros.

    Durante mucho tiempo permaneció, mirando ansiosamente al horizonte, y comprendió que la mejor medicina contra la melancolía sería el trabajo. Se dedicó, pues, con afán, a la tarea de desembarcar sus provisiones y su tienda de campaña. Con músculos de acero y agilidad de juventud, aquel trabajo tan pesado fue para él juego de Aliños.

    Tan bien le sirvieron su disposición y el hábito de muchos años, que su último pensamiento en aquella noche fue sobre el gran almacén de ciencia que el trabajo del marciano ponía ahora a su disposición.


    * * *

    Cuando a bordo del Sagitta el comodoro Evered recibió la botella con manos temblorosas, no se entretuvo en quitar el corcho. Al cabo de dos segundos estaba devorando la nota. Su corazón dio un salto. Cuando leía la última palabra, su mano ya estaba en el indicador: «Adelante a toda velocidad».

    —¡Ahora los tenemos! —gritó—. ¡Orden a los cruceros de unirse a nosotros! ¡Rumbo al ONO.!

    Después agitó su mano en señal de despedida, sintiendo muchísimo dejar abandonado al profesor Rudge.

    No necesitaba mapa alguno para saber que el sitio donde se hallaba el Sea Lion era precisamente al Norte, puesto que la longitud dada era casi la misma de la Estación X. Adivinó que el lugar debía ser alguna de las islas Rat, del gran grupo de las Aleutianas. Más tarde halló que era precisamente la sur de ellas.

    Con su decisión característica, en un momento forjó su plan. Marchar a toda velocidad hacia el Japón, con la seguridad de encontrar a su escuadra en el camino; cablegrafiar desde el Japón a la escuadra guardiana de la costa septentrional de América para que se uniera a él a la mayor velocidad, a los 180 grados de longitud y 45 de latitud Norte, y, después, unidas las escuadras, marchar al Norte y atacar a los marcianos.

    Este sería el medio más rápido de reunir el mayor número posible de unidades para el ataque. Ello emplearía algo más de tiempo que partir directamente desde la Estación X; pero esto último sería llevar muy poca fuerza al combate.

    Recordó la solemne advertencia de Rudge de que no menospreciara al enemigo. De todos los enemigos, los marcianos eran seguramente los menos despreciables.

    Aunque no se consideraba obligado a someter a la aprobación de la superioridad el plan que había formado y esperar órdenes, se propuso también dar cuenta a Londres desde el Japón.

    Cuando todavía se hallaba a una considerable distancia de la costa, a los 148° de longitud Este, encontró a un crucero japonés, una unidad de la escuadra que vigilaba las costas orientales de Asia. Refirió los hechos al comandante y le encargó informara a la escuadra y transmitiera a todos los buques que encontrara la orden da marchar a toda velocidad al punto de cita situado en los 108 grados de longitud y 45 de latitud Norte, mientras él continuaba hasta Tokio, con objeto de cablegrafiar.

    Así fue cómo el mundo se enteró del resultado del viaje del Sagitta a la Estación X. El saludable efecto de tales noticias fue tremendo y calmó los nervios exaltadísimos de la Humanidad, haciendo decrecer el pánico.

    El pían, del comodoro fue aprobado y todos los buques disponibles en el Pacífico recibieron orden de acudir a su cita y ponerse a sus órdenes. Estos buques fueron de las armadas de los Estados Unidos, Rusia y Japón, siendo esta última nación la que prestó la más poderosa ayuda.


    CAPÍTULO XXI
    UNA BATALLA DE GIGANTES


    A los dos días del voluntario destierro del profesor Rudge, en ocasión de hallarse, este sumido en sus investigaciones sobre el trabajo del marciano en la Estación X, quedó atónito al oír el zumbido del motor de un aeroplano. Al alzar la vista, vio un hidroplano que se dirigía a la isla y que volaba ya sobre las rocas de la costa. Sin duda el piloto ya lo había visto, porque la máquina venía derechamente hacia él. Rudge esperó el aterrizaje preguntándose cómo podría efectuarlo en una superficie tan accidentada. El mismo aviador no debía de estar muy seguro, porque volvió a cruzar el acantilado y se dispuso a tomar tierra en la estrecha zona de arena que se extendía entre, las rocas y el mar.

    El piloto encontró al profesor en la cima del acantilado, y, saludándole ceremoniosamente, se excusó de parecer indiscreto, presentándose como oficial de la escuadra aérea alemana que formaba la escolta de un crucero visible desde el punto en que se encontraban, anclado a dos millas de la isla.

    Explicó que, no existiendo ya el secreto de la isla, el crucero había recibido orden de visitarla y ver si podía ser de utilidad contra el enemigo común. Estas razones estaban tan poco en armonía con la situación, que en él acto sospechó el profesor Rudge que aquella era una expedición de espionaje.

    Entonces dijo quién era, y al pronunciar el nombre celebérrimo en todo el mundo, recibió inmediatamente un nuevo saludo.

    —Dudo que vuestra visita —añadió— hubiera podido ser útil en ninguna ocasión, pero en las circunstancias actuales hubiera podido ser desastrosa para el mundo. Afortunadamente no causará daño y, aprovechando su presencia aquí, yo quisiera ir a bordo de su crucero y hablar a) capitán.

    El aviador se volvió hacia el buque y con los brazos transmitió la petición. Dos minutos después fue echado al agua un boté y, entre nuevos saludos, el profesor Rudge fue conducido a bordo. Aquí las nuevas demostraciones de respeto que recibió le hicieron temer que los militares y aviadores alemanes llegaran a adquirir un desarrollo muscular excepcional.

    En su conversación con el capitán del crucero, no se recató en decir que su improcedente visita demostraba un completo desprecio del carácter y poder de los marcianos. Explicó su presencia en la isla y argumentó con fuerza sobre los planes del enemigo y el lugar donde se hallaba y la batalla que iba a tener lugar para exterminarlo.

    No hay necesidad de referir sus dudas y preguntas sobre la causa del viaje de este crucero. Las palabras del aviador le habían convencido de lo que se trataba.

    El capitán expresó su deseo de retener a bordo al profesor Rudge y partir inmediatamente para la isla donde se iban a decidir los destinos del mundo. Esto era todo lo que deseaba el profesor y más de lo que hubiera esperado; en su alegría de marchar, casi llego a olvidar el verdadero significado de la visita.

    No quiso volver a desembarcar para recoger sus efectos, y como ya nada lo retenía allí, el buque partió. Pronto notó el profesor que su velocidad era muy inferior a la del Sagitta.

    Mientras tanto, a 1.600 millas al norte de la Estación X se había formado una escuadra de catorce buques de guerra, entre acorazados y pequeños cruceros. El comodoro Evered quiso partir sin esperar más tiempo, porque, habiendo reunido tres acorazados, dos cruceros de batalla, seis cruceros de poderoso armamento y tres buques pequeños, se encontraba suficientemente armado para luchar contra un solo crucero. Además, veinticuatro horas después debía recibir un considerable refuerzo.

    El comodoro decidió continuar en el Sagitta, atendiendo principalmente a su velocidad; pero también porque, dado el novísimo carácter de la batalla, no sabía qué especiales servicios debía prestar, y de su conocimiento de la tripulación y del buque podía depender todo.

    Entre las naciones civilizadas no había una sola que ignorase el peligro que representaban los marcianos: entre los oficiales de la flota congregada tampoco había ninguno que estimara excesivo este alarde de fuerza contra «un enemigo tan pequeño». Todos ellos apreciaban el peligro en lo que valía. Iban a combatir contra el crucero de batalla Sea Lion, pero de este combate dependía la suerte de la Humanidad.

    Tan pronto como se reunió la flota, el comodoro hizo la señal de «¡Capitanes a bordo!». Explicó sus planes y dio a cada uno una copia de ellos con instrucciones detalladas. En cuanto estuvieron nuevamente a bordo de sus respectivos barcos, a una nueva señal todos emprendieron la marcha hacia la isla de los marcianos, que estaba a unas diez horas 3e distancia, al Norte. Eran las cuatro de la mañana.

    En la tarde del mismo día, a eso de las tres, la isla se dibujó en el horizonte y el comodoro envió una pareja de hidroplanos para reconocerla, con prohibición terminante de acercarse a menos de cuatro millas. Era una tarde magnífica, el cielo estaba purísimo, no había la más ligera brisa y él mar era una balsa de aceite.

    Los aviadores informaron que se veía al Sea Lion y a mucha gente diseminada por tierra, ocupada en un trabajo aparentemente relacionado con una instalación radio ya montada.

    Una de las razones por las que los marcianos habían elegido esta isla era su contorno característico, que no estaba dibujado en las cartas marinas. Vista desde el mar parecía un amontonamiento de rocas, de cuatro millas de longitud, que se extendía de Este a Oeste formando una curva, cuya convexidad estaba vuelta al Norte. Su punto más alto estaría a unos 300 metros sobre el mar. A una milla de distancia de su extremidad oriental se bifurcaba en dos brazos, de los que el septentrional envolvía al meridional, dejando entre ambos un canal de 700 metros de anchura y considerable profundidad. La rama inferior era de poca anchura, pero tenía rapidísimas pendientes, y la cresta estaba afilada como una navaja de afeitar.

    En la ensenada así formada estaba el Sea Lion, visible solamente desde los aeroplanos y perfectamente defendido contra un bombardeo directo.

    El comodoro distribuyó los buques de su flota de modo que rodearan a la isla a una distancia de ella de cinco o seis millas y separados uno de otro por intervalos de dos millas.

    Colocó el Sagitta al Sur, y a su izquierda los dos cruceros números 2 y 3. Dando*frente a la entrada de la ría donde estaba el Sea Lion se colocó el acorazado número 4 Al noroeste de la isla se alinearon el crucero número 5, el crucero de batalla número 6 y el crucero número 7. Al norte el crucero número 8 y el crucero de batalla número 9. Al noreste el crucero número 10. Al este el acorazado número 11. Al sureste dos cruceros, los números 12 y 13. Entre el crucero número13 y el Sagitta se colocó el acorazado número 14.

    La causa que indujo a Evered a distribuir así su escuadra fue la necesidad de disponer de un anillo de buques dispuestos a encontrar al Sea Lion en el momento en que saliera fuera, y, a pesar de su velocidad y de cualquiera que fuese la dirección que tomara, tenerlo bajo el fuego directo de tres o cuatro buques por lo menos. Los dos poderosos acorazados, uno al Este y otro al Oeste, podían desde sus sitios bombardearlo, aunque indirectamente.

    Una vez que se tomaron estas posiciones, la primera orden que se dio fue la de destruir la instalación radio y cualquier clase de construcciones visibles en la isla, guardaran o no relación con la instalación. Los cañones de los acorazados y de los cruceros de batalla despertaron los ecos de la isla, que durante miles de años había vivido plácidamente apartada del escenario del mundo y que ahora era el lugar de la asamblea de las fuerzas destructoras del hombre.

    Mientras se efectuaba este bombardeo, el comodoro experimentó gran contrariedad al conocer la respuesta de los aviadores a una pregunta que les hizo. Supo por ellos que su idea primitiva de hundir uno de los buques para embotellar al enemigo no podía llevarse a la práctica por la profundidad del agua.

    Los aviadores comunicaron que toda la actividad de la isla parecía haberse retirado a su buque. También señalaron los blancos y pronto la instalación quedó reducida a ruinas. El Sea Lion no contestó ni hizo movimiento alguno.

    El comodoro Evered estaba satisfecho porque la labor que restaba era sólo una cuestión de tiempo, y este ya no tenía la importancia abrumadora que hasta entonces había tenido. Algo le preocupaba el silencio del Sea Lion.

    De pronto se vio manifiesta la potencia de los marcianos. Dos enormes columnas de agua y humo se levantaron en los sitios donde un segundo antes habían estado los cruceros 7 y 8, seguidas de dos explosiones terroríficas. Ambos fueron levantados del agua por alguna fuerza submarina y se hundieron instantáneamente, cómo si les hubiera faltado de pronto la base. No se vio sobre la Superficie nada que se pareciera a causa alguna del desastre. El hecho de que las dos explosiones hubieran sido simultáneas alejaba la idea de una mina o de un accidenté; La causa había: sido sin duda un doble ataqué con torpedos; pero ¿cómo los habían arrojado y desde dónde?

    Como la única salida del canal miraba hacia el Sur, los cruceros del Norte parecían ser los menos amenazados por cualquier contingencia. La elevada cresta que tenían enfrente los hacía poco eficaces para el bombardeo, y él comodoro había creído obrar cuerdamente reforzando la línea de los otros tres lados.

    Un estremecimiento recorrió la flota. ¡Los marcianos tenían un submarino!

    El comodoro vio en sus verdaderas proporciones la labor que tenía que realizar. Estaba luchando contra un enemigo, de potencia desconocida y recordó el conjuro de Rudge.

    Comprendiendo que lo más urgente era realizar el más eficaz bombardeo del Sea Lion, ordenó al crucero da batalla número 6 y a los dos cruceros 3 y 5 que se unieran al acorazado 4 al oeste de la isla, a una distancia un poco mayor, y proceder a bombardear al enemigo. Colocó al crucero de batalla número 9 y a los dos cruceros 10 y 12 al este de la isla con el acorazado 11, y les dio las mismas instrucciones.

    Como los dos cruceros torpedeados habían sido atacados al mismo tiempo, creyó Evered que el submarino se había colocado entre sus dos futuras víctimas y había descargado sus armas al mismo tiempo en opuestas direcciones. Con objeto de proteger algo a sus barcos los colocó «en escalón» en cada uno de los grupos y ordenó a los aeroplanos que vigilaran especialmente a los submarinos.

    Los otros dos cruceros 2 y 13, y el Sagitta quedaron al sur de la isla con objeto de impedir al Sea Lion salir si lo intentaba, y dar tiempo a qué llegaran los demás buques.

    Bajo este bombardeo sé creyó qué el Sea Lion sufriría mucho. Pero esto hubiera sido no conocer a loe marcianos.

    Unos minutos después, uno de los hidroplanos informó que un objeto grande, de forma oval, parecido a una tortuga gigantesca, de unos siete metros de longitud, se movía en el mar fuera de la boca del canal, del que parecía haber salido. Ahora corría hacia el SSO.

    Los aeroplanos recibieron orden de atacarlo con bombas; pero antes de que estas pudieran hacer blanco, había alcanzado una profundidad suficiente para desaparecer de su vista. No había razón para suponer que estuviera averiado.

    Poco después comunicaron que se habían producido daños en la parte alta del Sea Lion. No se podía comprobar si estas averías eran de importancia más que acercándose demasiado, y el comodoro no permitió que ningún aeroplano volara sobre la isla o su inmediata vecindad más que a una altura considerable.

    Los marcianos no hicieron uso de la artillería de su crucero contra la escuadra aérea, ni contestaron al bombardeo.

    Sin aviación que los guiara, hubiera sido una verdadera casualidad que lograran hacer blanco.

    Sin embargo, poco antes de las siete hubo una sorpresa. Perpendicularmente al Sea Lion ascendió una esfera de unos tres pies de diámetro de un color gris opaco, hasta llegar a una altura de unos cien metros sobre el buque; entonces empezó a moverse horizontalmente en dirección Oeste.

    Su velocidad no era la de un proyectil. Al empezar su marcha horizontal, caminaba a unas diez millas por hora. Todos los ojos estaban fijos en ella. ¿Qué nueva manifestación de poder diabólico indicaba? Parecía un globo de juguete, grande, de color obscuro, pero una particularidad lo diferenciaba de los globos: no tenía el movimiento característico de estos, e, impelido por una fuerza invisible, se movía a saltos, como los miembros de un autómata. ¿Qué fuerza le dirigía? ¿Cuál era su siniestra misión? Todos sintieron el miedo instintivo de lo desconocido.

    El misterioso artefacto continuaba marchando a saltos y a veces se desviaba muchos metros de su camino, lo que hacía suponer que se trataba de un objeto pesado que seguía una dirección definida. Si esto fuera verdad, el misterio aumentaría, porque sería un movimiento en contra de la gravitación; si el profesor Rudge hubiera estado presente, no se asombraría mucho de que los marcianos hubieran resuelto el problema, quizás el mayor de los que estaban fuera de los límites de la ciencia humana actual.

    Todos los corazones estaban pendientes de la amenaza suspendida. En menos de un minuto se vio que su velocidad había aumentado gradualmente, continuando saltando. Cuando se hallaba a unas cinco millas de la isla, su marcha se desvió un poco y su velocidad llegó a ser triple que al principio.

    Durante un momento pareció vacilar, y luego continuó su carrera entrecortada en la dirección del acorazado 4; todos los rifles y cañones rápidos dispararon contra él, pero sin resultado.

    Se dirigió a un punto situado exactamente encima del acorazado y de repente se detuvo como si lo hubiera sujetado una mano invisible. Cesó la acción antigravitatoria y cayó como una piedra sobre el puente del buque.

    El resultado fue una explosión de terrorífica violencia el acorazado fue hecho pedazos por un desconocido y terrible explosivo. No se encontraron restos de la tripulación.

    Los dos cruceros vecinos, 5 y 3, resultaron con muy serias averías que los obligaron a retirarse de la línea de batalla, pudiendo a duras penas mantenerse a flote. Todos los que estaban sobre los puentes quedaron destrozados.

    Aquella bala misteriosa había sido el blanco de todas las miradas hasta que cayó. Los marcianos habían contado con esto, porque aprovecharon la oportunidad para deslizar fuera del canal otro de los curiosos objetos submarinos. Uno de los aviadores percibió el brillo del objeto, pero demasiado tarde para intervenir.

    Mientras tanto se habían levantado otras dos esferas del mismo aspecto, tamaño y movimiento que la primera. Evered dio orden a todos los barcos de concentrar el fuego en la amenaza aérea. Al mismo tiempo se desprendió una cuarta esfera.

    Un objeto de un metro de diámetro escaso, a gran altura en el aire, moviéndose continuamente a saltos y cambiando su velocidad a cada momento no constituye un blanco fácil de conseguir; sin embargo, en el momento en que la última bala terminaba su movimiento ascensional, fue alcanzada, e instantáneamente hizo explosión. Sus fragmentos cayeron en todas direcciones: algunos fueron a parar a los buques y resultaron ser de hierro y tener el espesor de las paredes de una caldera.

    Las otras dos balas encontraron sus blancos. Cuando aumentaron su velocidad y emprendieron la marcha horizontal fue imposible alcanzarlas. La dirección de su movimiento, constantemente modificada, las hacía inaccesibles. Daban la impresión con su movimiento a saltos de que alguien, en algún sitio guiaba su marcha, manejando palancas, según los informes que recibiera de algún observador.

    Las víctimas fueron el acorazado 14 y el crucero 12. Su destrucción fue tan completa como la del primer acorazado.

    El comodoro no perdió la calma, pero empezó a temer una derrota. En pocos minutos había perdido siete buques. ¿De qué infernales artificios dispondrían todavía los marcianos? Respiró cuando vio que pasaban unos minutos sin que se levantaran nuevas balas. Ordenó a los dos cruceros y al único acorazado restante de la escuadrilla del Este que reanudara el bombardeo del Sea Lion. El gran crucero de batalla 6, del Oeste, recibió la misma orden.

    Apenas había dado estas órdenes, el crucero de batalla 9 fue atacado del mismo modo que los dos primeros, y casi enseguida el crucero 10. Fueron arrancados del agua y desaparecieron en cinco minutos.

    La situación era desesperada. No se levantaban nuevas balas, pero Evered no olvidaba que, por lo menos, quedaba uno de los objetos submarinos que habían salido de la isla y era evidente que el ataque del doble torpedo había partido de ellos. Confirmó su impresión del método del doble torpedeamiento…

    Los observadores aéreos comunicaron que el Sea Lion era alcanzado repetidas veces y que su situación no parecía muy confortable.

    Los dos potentes barcos laterales continuaban el bombardeo y Evered estaba a punto de tomar el partido desesperado de ordenar al pequeño crucero 2 que se hundiera a la entrada del canal con la vaga esperanza de embotellar al Sea Lion hasta que llegaran refuerzos. Pero era demasiado tarde. Los aviadores informaron que el Sea Lion se ponía en movimiento. Ya fuese que encontrara estúpido estar recibiendo golpes en una posición en que no podía contestar con sus propios cañones, ya porque creyera haber causado al enemigo suficientes estragos para arriesgarse a salir, el caso es que decidió abandonar su refugio.

    A la mayor velocidad que pudo desarrollar salió del canal, presentando un blanco magnífico a los buques que podían dispararle directamente. Estos eran el Sagitta y los cruceros 2 y 13.

    Comprendiendo que el momento de la salida sería peligroso, los marcianos realizaron una diversión estratégica. El tercero de los artefactos submarinos disparó sus torpedos. Un objeto brillante relució en el agua, pasó rozando al Sagitta y en el mismo momento una espantosa explosión debajo del crucero 13 lo sacó del agua. Se fue a pique instantáneamente.

    Apenas recibió la noticia de que el Sea Lion se preparaba a salir, el comodoro había ordenado al acorazado y al crucero de batalla que se unieran a él a toda velocidad. Sus cañones estaban Centrados en el punto por donde tenía que aparecer el Sea Lion, y tan pronto como este salió, contestó su artillería, mientras se dirigía al Suroeste a una velocidad fantástica.

    En su camino encontró al pequeño crucero 2 y este desgraciado navío recibió todo el metal del Sea Lion. Quedó reducido a un despojo ardiendo que se sumergió en poco tiempo.

    El Sagitta escapó del torpedo que iba dirigido a él gracias a haberse vuelto rapidísimamente en el mismo momento para adelantarse al Sea Lion en la dirección que este iba a tomar. Ambos se encontraban ahora marchando hacia el Suroeste, Únicamente tenían común la velocidad porque en tamaño, blindaje y artillería no se podía establecer entre ellos comparación alguna.

    Los únicos dos buques que hubieran podido ayudar al fuego contra el Sea Lion, un acorazado y un crucero de batalla, quedaron muy lejos, a una distancia que aumentaba con el tiempo, pues ninguno tenía la velocidad del fugitivo.

    Siguiendo un camino paralelo, el Sagitta tenía al Sea Lion por la popa, algo a estribor. El Sagitta podía haber recibido el mismo trato que el último crucero hundido; pero el Sea Lion, despreciándolo, volvió sus grandes armas contra sus dos formidables perseguidores. Las enormes columnas de humo que salían de estos indicaron que los hogares y las calderas estaban sometidos a la máxima contribución; los soldados negros sudaban a mares en los hornos, pero el caso es que se quedaban atrás. Sólo un golpe afortunado impediría a los marcianos llevar a cabo su empeño.

    La tranquilidad momentánea que el comodoro había sentido al ver que el enemigo no le sorprendería con más diabólicas novedades, dejó paso al abatimiento cuando vio aumentar sin cesar la distancia entre perseguidores y perseguido. Por un momento se consideró hombre vencido. ¡Pero todavía no! Porque entonces se puso de manifiesto la cualidad que siempre había distinguido a Evered, decisión rápida y valiente. Entonces se vio justificada su resolución de permanecer en el Sagitta, donde los muchos años de disciplina y la confianza que la tripulación tenía en su capitán le aseguraban el instantáneo cumplimiento de cualquier orden que diera, por improcedente e incomprensible que pareciese.

    Se decidió a obrar a la desesperada. Viendo que el Sea Lion dedicaba toda su atención a los dos buques, confiando en desembarazarse del Sagitta cuando quisiera, desvió ligeramente su marcha a fin de hacerla convergente con la del enemigo. Él mismo empuñó la rueda del timón y dio la orden:

    —¡Que todo el mundo, menos tres fogoneros y el jefe de máquinas, coja su cinto salvavidas y venga a cubierta!

    Los oficiales pensaron que su capitán se había vuelto, loco; pero tantas cosas extrañas habían visto durante la tarde, que hicieron cumplir estrictamente la orden. Cuando todos los hombres estuvieron en el puente, Evered se dirigió a sus oficiales:

    —Voy a colocar al Sagitta atravesado en el camino del Sea Lion, si puedo. Explíquenlo a la tripulación. Todos, incluso ustedes, se arrojarán por la borda en el momento en que yo lo diga. Yo permaneceré en la rueda del timón. Ahora vayan a cubierta y vigilen que todo esté dispuesto para cuando yo dé la señal. Que venga el jefe de máquinas.

    Un minuto después, a solas con el llamado, le dijo:

    —Thompson, tenga preparados cinco cinturones salvavidas. Usted, yo y los tres hombres que hay abajo nos arrojaremos al agua juntos. Salten ustedes cuando yo lo haga. Ahora aflojen un poco la marcha: quiero que se adelante algo el Sea Lion.

    La velocidad del Sagitta disminuyó un par de nudos. El comodoro, con las manos aferradas a la rueda, permaneció inmóvil, fija la vista en el Sea Lion. Este estaba empeñado en una tremenda batalla con sus dos poderosos contrincantes. Si el comandante del Sea Lion juzgaba su posición atendiendo únicamente a que su barco era el más rápido, todo iría bien; pero si sospechaba del Sagitta y dirigía sus cañones contra él, quitándolo de en medio antes de que consiguiera su objeto, todo estaba perdido.

    La suerte del mundo dependía de este dilema.

    Lenta pero seguramente fue alcanzado por el marciano. La tensión era terrible; los testigos de aquella escena necesitaban tener nervios de acero.

    Llegó el momento, se hizo la señal, y todo el mundo obedeció: fue una zambullida instantánea. La orden se había retrasado hasta el último segundo.

    —¡Adelante a toda velocidad! —aulló el comodoro.

    Entonces se descubrió su secreto. El Sagitta, que bien merecía su nombre de «saeta», brincó como un delfín sobre las olas.

    El comodoro reconcentró su vida en sus ojos. Todo era cuestión de uno o dos segundos.

    Los grandes cañones del Sea Lion, ahora apuntados hacia él, cesaron por un momento de retumbar. Las bocas de sus cañones empezaron a describir una curva. Evered comprendió lo que esto significaba.

    Pero también su momento había llegado. Puso todo el timón a babor, y a la velocidad a que iba el barco, su influencia fue enorme; El navío giró como una peonza. Evidentemente el Sea Lion manejó también su timón, pero este buque, largo y pesado, no tenía la agilidad del Sagitta y no pudo evitar el choque.

    Él comodoro había dado en el mismo momento la orden «¡todos sobre cubierta!», y, como se había convenido, los cinco hombres se arrojaron juntos al agua. Pocos segundos después, y en el instante previsto por Evered, el Sea Lion se estrelló contra el costado del Sagitta.

    El Sagitta quedó casi completamente partido en dos. No volverían a cortar la espuma del mar las graciosas líneas de aquella saeta de los mares, pero el sacrificio de su belleza y su gracia prestó al mundo el mayor servicio de su vida. Quedó empotrado en la proa de su enemigo, como si tuviera conciencia de su misión.

    El crucero de batalla se acercaba a toda velocidad y el acorazado lo seguía a pocas millas. No pudiendo contar ya con la huida, el Sea Lion se determinó a combatir. Dando marcha atrás logró desembarazarse del cadáver del Sagitta y se volvió contra sus dos antagonistas, que, a medida que se acercaban le iban infligiendo duro castigo.

    El fuego concentrado del Sea Lion fue terrible; sus diez cañones de doce pulgadas estaban todavía intactos; la tripulación los hacia trabajar como demonios. En parte a causa del activísimo trabajo de carga de los cañones, pero principalmente porque cada disparo daba en algún punto importante de sus contrarios, el caso es que su fuego tenía por lo menos triple intensidad.

    Era el designio del comandante del Sea Lion hundir a estos formidables enemigos en una furia de bombardeo. Pronto dejó fuera de combate al crucero de batalla, que quedó medio hundido. Así había logrado reducir sus catorce enemigos a uno solo y convertir la batalla en un duelo. Sin embargo, él mismo había sufrido terriblemente. Toda su artillería había quedado reducida a un solo cañón útil y estaba ardiendo por los cuatro costados.

    Con presteza volvió su único cañón contra el enemigo que quedaba, el acorazado japonés, y trabajó con gran precisión. De repente se lanzó como una flecha contra él. A bordo del acorazado no esperaban esta maniobra, y si el Sea Lion respondía con rapidez, el choque sería inevitable.

    El comodoro, nadando vigorosamente, vio toda la importancia de la maniobra marciana. Si abordaban al barco japonés, y un solo demonio conseguía saltar a su bordo, la batalla se habría perdido.

    Pero no se produjo esta catástrofe final. Un disparo afortunado alcanzó de heno la proa del Sea Lion y lo hizo explotar. Este fue su fin.

    De la poderosa escuadra que poco tiempo antes rodeaba la isla, casi avergonzada de su inmensa superioridad, sólo quedaba un acorazado averiado y dos cruceros moribundos.

    Pero había otro, insospechado por todos, pues todo el mundo Labia estado pendiente de la batalla, otro crucero, enarbolando la bandera alemana, se había presentado a tiempo de ser testigo de la escena final y del acto horroroso que la siguió: el fusilamiento de los náufragos de la tripulación del Sea Lion. Con la más perfecta apariencia de humanidad, con lamentables gritos y gestos suplicantes, pidieron cuartel, pero fue en vano.

    Sólo un hombre parecía inconmovible: el capitán del barco recién llegado. Volviéndose hacia el hombre que estaba a su lado, le dijo:

    —Esos japoneses saben lo que hacen. Cuando el enemigo está vencido, hay que aniquilarlo. Es la guerra.
    —En este caso ese aniquilamiento es necesario —replicó con frialdad el profesor Rudge—. ¿Quiere usted, herr capitán, hacer lo posible por salvar a los nuestros que se ahogan?

    Dé los dos cruceros que resultaron averiados por la destrucción del acorazado del oeste de la isla, habían quedado indemnes tres botes que durante la batalla habían realizado el salvamento de muchos de los náufragos de los cruceros del norte de la isla. Muchos más fueron ahora recogidos, entre ellas el comodoro y su tripulación, menos dos hombres que perecieron en los restos del Sagitta por no haber saltado a tiempo.

    Pero había sido una batalla muy sangrienta. De diez mil hombres no quedaban ni la mitad.

    Cuándo fueron recogidos todos los supervivientes, el comodoro desde el buque japonés rogó al profesor Rudge que se le uniera.

    Cuando este pisó la cubierta del acorazado, esta era un confuso montón de escombros; por todas partes había hierros y aceros retorcidos y fundidos. Estrechó las manos de Evered y le felicitó calurosamente por su victoria.

    —No me parece que merezco plácemes —dijo tristemente el comodoro—. Llegué a la batalla con una superioridad abrumadora y me ha resultado terriblemente cara.
    —No ha tenido usted nunca a su favor la superioridad —dijo el profesor—. Ha luchado usted contra lo desconocido.
    —Y todavía no he terminado, según temo. Por esto quería hablar con usted antes de que llegara la noche. Tratándose de lo desconocido, usted tiene la última palabra.
    —¿No considera usted terminada la batalla?

    El comodoro hizo un pegues o resumen de lo que había ocurrido, insistiendo especialmente en que la cuestión de los submarinos marcianos estaba todavía por resolver.

    —Tiene usted razón —exclamó el profesor—; no hemos aniquilado todavía al último de los invasores. ¡Qué lástima que no haya yo llegado dos horas antes!
    —¿Hubieran variado las cosas?
    —No, no —contestó, apresuradamente Rudge—. No quiero decir eso. Lo que siento es no haber podido ver las bombas aéreas.
    —Fue una cosa terrible. No se podía luchar contra ellas, y si hemos triunfado ha sido gracias a que no hubo más.
    —Vea usted, Evered —dijo el profesor, relegando la batalla a segundo término—. Eso prueba que los marcianos han resuelto el problema de la fuerza, que más intensamente nos preocupa a nosotros: la gravitación. Y no solamente lo han resuelto, sino que han sacado provecho de ella.
    —Eran armas irresistibles.

    Cuando los hombres a su vez resuelvan este problema —siguió diciendo el sabio—, habrá hecho imposible la guerra, si antes no lo ha conseguido su razón.

    —Sin duda —dijo Evered, pensando en los marcianos supervivientes de los submarinos—; pero las balas se terminaron y las otras armas quizás no. ¿Cómo nos las arreglaremos con los submarinos?
    —Creo que todo será cuestión de la profundidad del mar eme rodea a la isla. ¿Qué hay de esto?
    —Estamos en la orilla norte de la hoya de Tuscarora. Al Sur, al Este y al Oeste hay grandes abismos, y aun hacia el Norte hay profundidades de mil brazas entre nosotros y la tierra más próxima.
    —Entonces los, tenemos. Seguramente estos son artefactos hechos deprisa, capaces de arrastrarse sobre el suelo y de levantarse, y probablemente serán simples puntos de apoyo para las dos armas que se descargan.
    —Pero ¿cómo los cogeremos?
    —Esperando y vigilando. Están en las proximidades de la isla y tendrán necesidad de salir frecuentemente a hacer provisión de aire.
    —Entonces será un trabajo especialmente parados aviadores.

    Él comodoro dio instrucciones a los aeroplanos de que vigilaran los alrededores de la isla hasta que la obscuridad impidiera las observaciones y que bombardearan a los submarinos en cuanto apareciesen.

    El comandante alemán recibió orden de partir para el punto más cercano desde donde se pudiera comunicar al mundo la buena nueva. El barco salió inmediatamente.

    El comodoro ordenó entonces a los cruceros averiados que bajo ningún pretexto se acercaran a tierra durante la noche, a pesar de las dificultades que tenían para mantenerse a flote, siendo preferible que se hundieran antes que aproximarse a la isla.

    Reflectores y cohetes iluminaron la superficie del mar durante la corta noche hasta el nuevo día. Se decidió acabar con los submarinos antes de explorar la isla.

    Al amanecer, los hidroplanos reanudaron sus vuelos, Serían las ocho cuando fueron vistos dos submarinos arrastrándose en las profundidades del este de la isla. Un momento después apareció un tercero. Probablemente los marcianos conocieron que su situación era desesperada y se dirigían a la isla para no morir asfixiados.

    Se les vio emerger de debajo del agua, pero antes de que llegaran a la superficie fueron bombardeados y hundidos. No había más que un marciano en cada uno. Los barcos eran, como había supuesto el profesor Rudge, de construcción muy sencilla, no cerrados, sino fundados en el principio de la campana de buzos.

    El resto del día fue dedicado a explorar la isla y adquirir la certeza de que no había ser viviente en ella.

    —Y ahora —dijo el comodoro Evered cuando la isla se perdió en el horizonte— sólo faltan los vítores.


    * * *

    La llegada del profesor Rudge y del comodoro Evered fue histórica. Las demostraciones de gratitud y entusiasmo fueron intensificadas por la tremenda reacción que siguió a los días de angustia.

    El mismo profesor Rudge había experimentado cuán grande es la fuerza de la reacción. En la tarde del gran día del Pacífico Norte sufrió un amago de desvanecimiento. Se había librado de una carga qué pesaba demasiado sobre sus hombros. Asistió indulgente a las escenas de alegría desenfrenada que celebraban, primero la gran noticia y después la vuelta de los hombres que habían salvado a la Humanidad del más espantoso peligro que jamás la había amenazado. Toda la cristiandad entonó tedeums y el mundo expresó su gratitud por la salvación.

    Los honores abrumaron a los dos hombres principales y no se olvidó al doctor Anderson. El comodoro Evered fue promovido al grado de almirante por «su espléndida iniciativa y servicios distinguidos». Nunca ascenso alguno fue tan popular.

    —Ahí estaba todo el quid de la cuestión —dijo el almirante Benson al enterarse del ascenso.

    Cuando su actitud llegó a ser conocida, se hizo tan impopular que tuvo que dimitir. Sus últimas palabras al retirarse fueron «servicio distinguido, espléndida iniciativa», y agregó que lo último que le faltaba que ver era el premio de quien había sacrificado miles de vidas por un capricho.

    Ningún hombre hubiera podido soportar el peso de las órdenes, cruces, estrellas, medallas y grados con que fue agraciado sir Stanley Rudge. Este las recibió impasible; semejantes minucias no le afectaban.

    Aun antes de desembarcar, su imaginación estaba ocupada en otros pensamientos. Había hecho examen de conciencia y lo que descubrió le dejó muy sorprendido, siendo su primer impulso resistirse. Pero es una gran verdad que si alguien cierra su puerta a la Naturaleza esta se introduce por la ventana. Hay algunos trabajos en los que la lucha del hombre es vana. El profesor Rudge estaba enamorado.

    No transcurrió mucho tiempo antes de que May Treherne supiera, sin que nadie se lo hubiera dicho, que estaba destinada a convertirse en lady Rudge.

    Nadie quedó menos sorprendido que el profesor Mc. Faden cuando se enteró de los esponsales.

    —Quos Deus vult… —dijo el viejo cínico.

    No hubo felicitación más sincera que la suya.


    * * *

    —Nunca pensé —dijo May un día— que los profesores pudieran enamorarse.
    —¿Por qué no? —preguntó Rudge.
    —Siempre pensé que eran demasiado sabios para eso.
    —La verdadera sabiduría consiste en ser feliz; pero ¡cuán pocos hay que sepan serlo! —contestó Rudge abrazando a su esposa.


    FIN



    Título original: Station X
    Traductor: Ignacio López Valencia
    Publicación: 1921(1919)
    Editorial: Ed. Aguilar
    Categoría: Ciencia Ficción

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