¡NO, NO, ROGOV, NO! (Cordwainer Smith)
Publicado en
junio 10, 2017
La figura dorada en los escalones dorados temblaba y se sacudía como un pájaro enloquecido, como un pájaro dotado de inteligencia y alma, y sin embargo arrastrado a la locura por éxtasis y terrores que sobrepasan el entendimiento humano, éxtasis materializados momentáneamente en la consumación de un arte superlativo. Mil mundos miraban.
Era el año 13582 d. C., de acuerdo con el antiguo calendario. Después de la derrota, después del desengaño, después de la caída y la reconstrucción, la humanidad había dado un salto, subiendo a las estrellas: La humanidad había encontrado allá un arte inhumano, y aun danzas no humanas, y mediante un espléndido esfuerzo creador había subido al escenario de todos los mundos.
Los escalones dorados danzaban ante los ojos. Algunos ojos tenían retinas. Algunos tenían conos cristalinos. Pero todos estaban clavados en la figura dorada que interpretaba Gloria y afirmación del hombre en el Festival Intermundial de Danzas de lo que hubiese sido el año 13852 d. C.
La humanidad ganaba otra vez la competencia. La música y la danza eran irresistiblemente hipnóticas, imperiosas, asombrosas a ojos humanos e inhumanos. La danza era un triunfo de la emoción: la emoción de la belleza dinámica.
La figura dorada en los escalones dorados dibujaba expresivas y luminosas formas. El cuerpo era dorado pero humano. El cuerpo era una mujer, pero más que una mujer. En los escalones dorados, a la luz dorada, la mujer temblaba y se sacudía como un pájaro enloquecido.
I
El Ministerio de Seguridad del Estado se había horrorizado de veras cuando descubrieron que un agente nazi, más heroico que prudente, casi había llegado a N. Rogov.
Rogov valía más para las fuerzas armadas soviéticas que dos ejércitos aéreos, y tres divisiones motorizadas. El cerebro de Rogov era un arma, un arma del poder soviético.
Como el cerebro era un arma, Rogov era un prisionero.
No le importaba.
Rogov era del tipo ruso puro: cara ancha, pelo rubio, ojos azules, y una sonrisa caprichosa y arrugas divertidas en las mejillas.
—Claro que soy un prisionero —solía decir Rogov —. Soy un prisionero del Ministerio de Estado de los pueblos soviéticos. Pero los trabajadores y los campesinos son buenos conmigo. Soy miembro de la Academia de Ciencias de la Unión, general de división de la Fuerza Aérea Roja, profesor de la Universidad de Kharkov, subdirector de los Talleres de Producción de Aviones de Combate Bandera Roja. De cada uno de ellos recibo un sueldo.
A veces Rogov miraba a los colegas rusos entornando los ojos y les preguntaba muy seriamente:
— ¿Tendría que servir yo al capitalismo?
Los atemorizados colegas trataban de salir del paso tartamudeando una común lealtad a Stalin o a Beria, o a Zhukov, o a Molotov, o a Bulganin, según el caso. Rogov ponía una cara muy rusa: tranquila, burlona, divertida. Dejaba que tartamudearan.
Luego se reía.
La solemnidad transformada en hilaridad, Rogov estallaba en burbujeantes, efervescentes, joviales carcajadas:
—Claro que no serviría al capitalismo. Mi pequeña Anastasia no me dejaría.
Los colegas sonreían incómodos, y deseaban que Rogov no hablase de un modo tan disparatado, o tan cómico, o tan libre.
Hasta Rogov podía terminar muerto. Rogov no lo creía. Ellos sí.
Rogov no le tenía miedo a nada.
La mayoría de los colegas se tenían miedo entre ellos, le tenían miedo al sistema soviético, al mundo, la vida y la muerte.
Quizá en otro tiempo Rogov había sido común y mortal como los otros hombres, y lleno de temores. Pero se había convertido en el amante, el colega, el marido de Anastasia Fyodorovna Cherpas.
La camarada Cherpas había sido rival, antagonista y contendiente de Rogov en la lucha por la eminencia científica dentro de las osadas fronteras eslavas de la ciencia rusa.
La ciencia rusa no alcanzaría nunca la perfección inhumana del método alemán, la rígida disciplina intelectual y moral del trabajo de equipo alemán; pero los rusos podían adelantarse a los alemanes, y lo hicieron, dando rienda suelta a sus audaces, fantásticas imaginaciones. Rogov había organizado los primeros lanzamientos de cohetes en 1939.
Cherpas había completado el trabajo, y los mejores cohetes pudieron ser guiados por radio.
En 1942 Rogov había inventado todo un nuevo sistema para obtener mapas fotográficos, La camarada Cherpas lo había aplicado a la fotografía en color. Rogov, rubio, de ojos azules, y sonriente, en las negras noches de invierno de 1943, en las reuniones secretas de los científicos rusos, había censurado la ingenuidad y los defectos de la camarada Cherpas. La camarada Cherpas, con el pelo rubio de color manteca que le caía hasta los hombros como agua viva, la cara sin pintar centelleando de fanatismo, inteligencia y dedicación, lo desafiaba a gritos, en nombre de la correcta teoría comunista, tratando de humillarlo, golpeando los puntos más débiles de las hipótesis intelectuales de Rogov.
En 1944 valía la pena viajar para ver una disputa Rogov —Cherpas.
En 1945 estaban casados. El noviazgo fue un secreto, la boda una sorpresa, la unión un milagro en las jerarquías superiores de la ciencia rusa.
La prensa emigrada informó que el eminente científico Peter Kapitza había dicho una vez: "Rogov y Cherpas, ese es un equipo. Comunistas, buenos comunistas; ¡pero algo más! Rusos, suficientemente rusos como para vencer al mundo. Mírenlos... ¡He ahí el futuro, nuestro futuro ruso!" Tal vez la cita era una exageración, pero mostraba el respeto que los colegas científicos soviéticos les tenían a Rogov y a Cherpas.
Poco después del casamiento les ocurrió algo extraño. Rogov seguía feliz. Cherpas estaba radiante.
Sin embargo, los dos empezaron a tener caras misteriosas, como si hubieran visto cosas que no se podían expresar con palabras, como si hubieran tropezado con secretos tan importantes que no se podían susurrar ni siquiera a los agentes más seguros de la policía soviética.
En 1947 Rogov tuvo una entrevista con Stalin, Cuando salió del despacho de Stalin, el gran líder en persona fue hasta la puerta, la frente arrugada por la reflexión, y asintiendo con la cabeza: "Da, da, da." Ni siquiera los funcionarios privados de Stalin supieron por qué el jefe decía "Sí, sí, sí", pero vieron las órdenes que salieron selladas: SÓLO POR MANO SEGURA, y PARA SER LEÍDO Y DEVUELTO, NO GUARDADO, y otras que decían SÓLO PARA OJOS AUTORIZADOS y NO SE COPIE BAJO NINGÚN CONCEPTO..
Al verdadero y secreto presupuesto soviético de aquel año, por órdenes directas y personales de un reservado Stalin, se agregó una partida titulada "Proyecto Telescopio".
Stalin no toleró preguntas, no permitió comentarios. Una aldea que había tenido nombre se volvió anónima. Un bosque que había estado abierto a trabajadores y campesinos se convirtió en territorio militar. En el correo central de Kharkov apareció un nuevo número de casilla para la aldea de Ya. Ch. Rogov y Cherpas, camaradas y amantes, ambos científicos y ambos rusos, desaparecieron de la vida cotidiana. Nadie volvió a verles las caras en las reuniones de gente dedicada a la ciencia. Sólo aparecían muy, de tarde en tarde.
Las pocas veces que se los vio, generalmente llegando a Moscú, o yéndose de Moscú, en la época en que se preparaba el presupuesto de la Unión, parecían sonrientes y felices. Pero no bromeaban con nadie. Lo que el mundo exterior no sabía era que Stalin, al autorizar el proyecto y concederles un paraíso propio, también había puesto una serpiente en el paraíso.
La serpiente esta vez no era una, sino dos personas:
Gausgofer y Gauck.
II
Murió Stalin... Murió también Beria..., no de buena gana.
El mundo siguió andando.
En la olvidada aldea de Ya. Ch. entraba todo, y no salía nada. El mismo Bulganin, se decía, había visitado a Rogov y a Cherpas. Se murmuraba incluso que mientras iba hacia el aeropuerto de Kharkov para volar a Moscú, Bulganin dijo: "Es tremendo, tremendo. Si lo consiguen, no habrá guerra fría. No habrá ninguna guerra de ningún tipo. Acabaremos con el capitalismo antes que los capitalistas puedan empezar a luchar. Si lo consiguen. Si lo consiguen." Cuentan que Bulganin sacudió lentamente la cabeza, perplejo, y no dijo nada más, pero cuando un mensajero de confianza le trajo un sobre de Rogov, puso sus propias iniciales autorizando de nuevo el presupuesto del Proyecto Telescopio.
Anastasia Cherpas se convirtió en madre. El primer niño se parecía al padre. Después vino una niña, Luego otro niño. Los niños no interrumpieron el trabajo de Cherpas. Tenían una dacha grande y unas niñeras profesionales se encargaban de la casa. Todas las noches cenaban los cuatro juntos. Rogov, ruso, chistoso, valiente, divertido.
Cherpas, mayor, más madura, más hermosa que nunca pero tan mordaz, tan alegre, tan sagaz como siempre. Y los otros dos, los dos que se sentaban con ellos a través de los años de todos los días, los dos colegas enviados por la palabra todopoderosa del mismísimo Stalin. Gausgofer era una mujer: exangüe, de cara estrecha, y tenía una voz que parecía un relincho. Era mujer de ciencia y policía, y competente en ambas tareas. En 1917 había comunicado al Comité de Terror Bolchevique el paradero de su propia madre. En 1924 había ordenado la ejecución del padre. El padre era un ruso alemán de la vieja nobleza báltica que había tratado inútilmente de adaptarse al nuevo sistema. En 1930 Gausgofer permitió que un amante confiara un poco demasiado en ella. El amante había sido un comunista rumano, con un alto cargo en el Partido, pero que tenía una oculta simpatía por Trotsky. Cuando el rumano se lo dijo al oído a Gausgofer, en la intimidad del dormitorio, cuando se lo dijo con lágrimas corriéndole por la cara, ella escuchó callada y afectuosamente, y al día siguiente lo repitió todo a la policía.
Así Stalin había sabido de ella.
Stalin había sido duro. Le habló brutalmente:
—Camarada, tú tienes juicio. Veo que conoces lo que es el comunismo. Entiendes la lealtad. Vas a ir adelante sirviendo al Partido y a la clase trabajadora, ¿pero es eso todo lo que quieres?
Stalin había escupido la pregunta.
Gausgofer se había asombrado tanto que se quedó boquiabierta.
El viejo cambió entonces de expresión, favoreciendo a Gausgofer con una mirada de astuta benevolencia, y poniéndole el dedo índice en el pecho:
—Estudia ciencia, camarada. Estudia ciencia. Comunismo más ciencia es igual a victoria. Eres demasiado inteligente para quedarte en el trabajo de policía. El malévolo programa de aquel homónimo alemán, el viejo y malvado geógrafo que hizo de la geografía misma un arma terrible en la lucha nazi-soviética, enorgullecía de algún modo a Gausgofer. Nada le hubiera gustado más que entremeterse en el matrimonio de Cherpas y Rogov. Gausgofer se enamoró de Rogov en el momento en que lo vio.
Gausgofer odió a Cherpas —y el odio puede ser tan espontáneo y tan milagroso como el amor— en el momento en que la vio.
Pero Stalin había previsto eso también.
Junto con la exangüe y fanática Gausgofer había mandado a un hombre llamado B. Gauck. Gauck era sólido, impasible, de cara inexpresiva, y casi de la misma estatura que Rogov. Donde Rogov era musculoso, Gauck era fofo. Donde la piel de Rogov era tersa y rosada por la salud y el ejercicio, la piel de Gauck era como tocino rancio, grasienta, de un color gris verdoso, enfermizo, hasta en los mejores días. Los ojos de Gauck eran negros y pequeños, y de una mirada fría y afilada como la misma muerte. Gauck era un hombre sin amigos, sin enemigos, sin creencias, sin entusiasmo. Hasta Gausgofer le tenía miedo. Gauck nunca bebía, nunca salía, nunca recibía correspondencia, nunca enviaba correspondencia, nunca decía una palabra espontánea. Nunca era brusco, nunca era amable, nunca era amistoso, nunca se encerraba en sí mismo realmente: no podía ir más allá del encierro constante que era su propia vida. Rogov se había vuelto hacia su mujer en el secreto del dormitorio poco después que llegaran Gausgofer y Gauck, y había dicho:
—Anastasia, ¿ese hombre estará cuerdo?
Cherpas cruzó los dedos de las hermosas y expresivas manos. Ella que había sido el ingenio de mil reuniones científicas, ahora no encontraba una respuesta. Miró a Rogov.
—No sé, camarada... de veras no sé...
Rogov sonrió con su divertida sonrisa eslava.
—Por lo menos no creo que Gausgofer lo sepa tampoco.
Cherpas resopló de risa y recogió el peine.
—No lo sabe. Realmente no lo sabe, ¿verdad? Apostaría que ni siquiera sabe a quién informa Gauck. La conversación se había perdido en el pasado.
Gauck, Gausgofer, los ojos muertos y los ojos negros, esos quedaban.
A todas las comidas se sentaban juntos los cuatro.
Todas las mañanas se encontraban los cuatro en el laboratorio.
El gran ánimo de Rogov, su elevada sensatez y su afilado humor mantenían el trabajo en marcha.
Cuando la rutina abrumaba la magnífica inteligencia de Rogov, el centelleante genio de Cherpas servía de combustible.
Gausgofer espiaba y observaba y sonreía con aquella sonrisa muerta; a veces, curiosamente, Gausgofer sugería algo genuinamente constructivo. Nunca entendió la totalidad del trabajo, el marco de referencia, pero sabía bastante de detalles técnicos y de ingeniería como para ser ocasionalmente útil.
Gauck entraba, se sentaba tranquilamente, no decía nada, no hacía nada. Ni siquiera fumaba. Nunca se inquietaba. Nunca se iba a dormir. Miraba simplemente.
El laboratorio creció, junto con la inmensa estructura de la máquina de espionaje.
III
En teoría lo que Rogov había propuesto, secundado por Cherpas, no parecía imposible. Se trataba ante todo de encontrar una fórmula que comprendiese todos los fenómenos eléctricos y radiactivos que acompañan a la conciencia, y duplicar luego las Funciones eléctricas de la mente sin el punto de apoyo de la materia orgánica.
La línea de productos potenciales era inmensa.
El primer producto que había pedido Stalin era un receptor; un receptor capaz de sintonizar los pensamientos de una mente humana y de traducir esos pensamientos a una cinta perforada, a una máquina de escribir alemana adaptada o al lenguaje Fonético. Si fuese posible invertir los circuitos, de modo que la máquina, semejante ahora a un cerebro, pudiera usarse no como receptor sino como transmisor, nada impediría la transmisión de asombrosas fuerzas que paralizarían o destruirían el proceso del pensamiento. En el mejor de los casos, la máquina de Rogov podría confundir los pensamientos humanos a grandes distancias, elegir blancos humanos y confundirlos, y mantener un sistema electrónico de interferencias, que perturbaría directamente el cerebro humano, sin necesidad de tubos o receptores.
Rogov había tenido éxito... en parte. En el primer año de trabajo había conseguido un terrible dolor de cabeza.
En el tercer año había matado ratones a una distancia de diez kilómetros. En el séptimo año había provocado alucinaciones en masa y una ola de suicidios en una aldea vecina. Fue esto lo que impresionó a Bulganin.
Rogov trabajaba ahora en el receptor. Nadie había explorado nunca las infinitamente estrechas, infinitamente sutiles bandas de radiación que distinguían a una mente humana de otra, pero Rogov trataba, por decirlo así, de sintonizar mentes lejanas.
Había intentado desarrollar una especie de casco telepático, pero no dio resultado.
Abandonó la recepción de pensamiento puro y se dedicó a la recepción de imágenes visuales y auditivas. Rogov, a lo largo de los años, había logrado localizar núcleos enteros de microfenómenos en los sitios donde las terminaciones nerviosas tocan el cerebro, y había llegado a identificar algunos de esos núcleos. Mediante un sistema de sintonía infinitamente delicado, Rogov logró captar un día, la mirada del segundo chofer, y gracias a la ayuda de una aguja que se clavó directamente debajo del párpado derecho llegó a "ver" por los ojos del otro hombre que lavaba la limousine Zis a un kilómetro y medio de allí, sin darse cuenta de nada.
Luego, ese mismo invierno, Cherpas superó la hazaña de Rogov, trayendo al laboratorio la imagen de toda una familia que cenaba en un pueblo cercano. Cherpas invitó a B. Gauck a que se clavara una aguja en el pómulo, y viera así por los ojos de un extraño que no sospechaba la presencia de un espía. Gauck se resistió a todo tipo de agujas, pero Gausgofer miró con los demás.
La máquina de espionaje parecía ya posible.
Faltaban dos pasos más. El primero consistía en sintonizar algún objetivo distante, como la Casa Blanca en Washington, o el cuartel general de la NATO en las afueras de París. La máquina misma podía obtener una perfecta información espiando los cerebros de la gente de esos sitios.
El segundo problema era encontrar un modo de interferir en esas mentes desde lejos, aturdiéndolas de tal manera que el personal dominado rompiera a llorar, o se desorientara enloqueciendo por completo. Rogov lo había intentado varias veces, pero nunca había, llegado a más de treinta kilómetros de la anónima aldea de Ya. Ch.
En un mes de noviembre, en la ciudad de Kharkov, a varios cientos de kilómetros de distancia, hubo setenta casos de histeria, que terminaron casi todos en suicidio; pero Rogov no estaba seguro de que la culpa fuera de la máquina.
La camarada Gausgofer se atrevió a acariciarle la manga a Rogov. Los labios blancos sonrieron y los ojos acuosos se animaron mientras le decía con aquella voz aguda y cruel:
—Tú puedes hacerlo, camarada. Tú puedes hacerlo.
Cherpas la miró con desprecio. Gauck no dijo nada.
La agente Gausgofer encontró los ojos dé Cherpas, y durante un momento un arco de verdadero odio saltó entre las dos mujeres.
Los tres volvieron a trabajar en la máquina.
Gauck miraba sentado en un taburete.
Los trabajadores del laboratorio nunca hablaban mucho y el cuarto estaba tranquilo.
IV
La máquina empezó a funcionar en el año de la muerte de Eristratov. Eristratov murió después que las democracias soviéticas populares trataran de dejar atrás la guerra fría. Era el mes de mayo. Fuera del laboratorio las ardillas corrían entre los árboles. Los restos de la lluvia nocturna se escurrían en la tierra húmeda. Era agradable abrir las ventanas del taller y respirar los aromas del bosque.
El olor de los calentadores de aceite y el olor rancio del cuarto cerrado, el olor del ozono y del mecanismo electrónico de transmisión, todos esos olores ya los conocían demasiado.
Rogov había notado que de tanto clavarse la aguja receptora cerca del nervio óptico, para, obtener así impresiones visuales de la máquina, estaba dañándose la vista. Luego de meses de experimentación con sujetos animales y humanos, Rogov decidió copiar uno de los experimentos últimos, probado ya exitosamente con un muchacho prisionero de quince años: la inserción directa de una aguja a través del cráneo encima y detrás del ojo. A Rogov no le gustaba utilizar prisioneros, pues Gauck, hablando en nombre de la seguridad, siempre decía que esos sujetos tenían que ser destruidos en un plazo no mayor de cinco días a partir de la fecha del primer experimento. Rogov estaba seguro de que la técnica del cráneo y la aguja no era peligrosa, pero estaba ya cansado de asustar a gente ajena a la ciencia pidiéndoles que soportasen la carga de la intensa y científica atención que demandaba la máquina.
Rogov les recapituló la situación a su mujer y a los dos extraños colegas.
Un tanto malhumorado, le gritó a Gauck:
— ¿Supiste alguna vez qué significa todo esto? Hace años que estás aquí. ¿Sabes qué estamos intentando? ¿No te interesa participar? ¿Has pensado en los años de matemática invertidos en el diseño de esos circuitos y el cálculo de esas ondas? ¿Sirves para algo?
Gauck, tranquilo, dijo en una voz sin tono:
—Camarada profesor, obedezco órdenes. Tú también obedeces órdenes. Nunca te molesté.
Rogov se salió casi de sus casillas:
—Ya sé que nunca me molestaste. Todos somos buenos servidores del Estado Soviético. No es cuestión de lealtad. Es cuestión de entusiasmo. ¿No te interesa nunca echar una mirada a nuestra ciencia? Les llevamos una ventaja de cien o de mil años a los capitalistas norteamericanos. ¿Eso no te excita? ¿No eres un ser humano? ¿Por qué no participas? ¿Me entenderás cuando te lo explique?
Gauck no dijo nada: miró a Rogov con ojos de abalorio, y una cara inexpresiva de color gris sucio. Gausgofer resopló en un suspiro de alivio grotescamente femenino, pero tampoco dijo nada. Cherpas sonriendo, miró afectuosamente al marido y a los dos colegas.
—Empieza, Nikolai —dijo —. El camarada te entenderá si quiere entenderte.
Gausgofer miró con envidia a Cherpas. Parecía inclinada a callar, pero al fin dijo:
—Empieza, camarada profesor.
—Kharosho —dijo Rogov —, haré lo posible. La máquina es capaz ya de recibir ondas mentales a través de inmensas distancias. —Torció la boca en una mueca de divertido desprecio. — Quizá hasta podamos meternos en la miente del bribón principal, y descubrir qué planea hacer hoy Eisenhower contra el pueblo soviético. ¿No sería maravilloso si nuestra máquina pudiera aturdirlo, confundiéndolo, y dejarlo así en su escritorio?
Gauck dijo:
—No lo intente. No sin órdenes.
Rogov ignoró la interrupción y siguió hablando.
—Primero recibo. No sé qué voy a encontrar, ni a quién voy a encontrar, ni dónde estará. Sólo sé que la máquina atravesará todas las mentes, de hombres y de bestias, y me traerá de un modo directo los oídos de una sola mente. La nueva aguja clavada directamente en el cerebro me ayudará a conocer la posición exacta. Ese muchacho de la semana pasada... aunque sabíamos que veía algo fuera de este cuarto, parece que le llegaban sonidos en otro idioma y no conocía bastante de inglés o de alemán. No podía saber a dónde o a qué lo había llevado la máquina.
Cherpas se rio:
—No estoy preocupada. Vi que no había peligro. Anda tú primero, esposo mío. Si los camaradas no se oponen.
Gauck hizo una seña afirmativa.
Gausgofer se llevó una mano huesuda a la flaca garganta y dijo, con voz ahogada:
—Por supuesto, camarada Rogov, por supuesto. Tú hiciste todo el trabajo. Tú debes ser el primero. Rogov se sentó.
Un técnico de bata blanca le trajo la máquina.
Estaba montada sobre tres ruedas de goma, y parecía uno de esos pequeños aparatos de rayos X que usan los dentistas. En el sitio del cono, en la parte superior de la máquina, asomaba una aguja larga y de extraordinaria dureza, fabricada especialmente por los mejores artesanos de herramientas quirúrgicas de Praga.
Otro técnico llegó con una palangana, una brocha y una navaja de afeitar. Bajo la mirada mortal de Gauck, el técnico afeitó un área de cuatro centímetros cuadrados en el centro de la cabeza de Rogov. Luego continuó la misma Cherpas. Puso la cabeza de Rogov en las grampas, y ajustó las piezas que sujetaban el cráneo mediante un micrómetro. La aguja atravesaría así la duramáter en el sitio indicado.
Cherpas trabajó hábilmente, con dedos cariñosos y fuertes. Cherpas era dulce, pero también firme. Era la mujer, de Rogov, pero también una camarada científica y una colega en las filas del Estado Soviético. Cherpas dio un paso atrás y observó su trabajo. Le sonrió a Rogov, de un modo muy especial, con una alegre sonrisa secreta. No se sonreían así sino cuando estaban solos.
—No querrás repetirlo todos los días, me parece. Tendremos que encontrar otro medio de llegar al cerebro, pero no te dolerá.
— ¿Y qué importa si duele? —dijo Rogov —. Esto es el triunfo de nuestro trabajo. Clava la aguja.
Gausgofer parecía estar deseando que la invitasen al experimento, pero no se atrevió a interrumpir a Cherpas. Cherpas, con los ojos atentos, centelleantes, extendió la mano y bajó la palanca. La aguja se clavó a menos de una décima de milímetro del sitio preciso. Rogov habló con mucho cuidado:
—Sólo sentí una pequeña picadura. Ya puedes abrir la llave de energía.
Gausgofer no se pudo contener. Se volvió tímidamente a Cherpas:
— ¿Puedo abrir, yo la llave?
Cherpas asintió. Gauck miró. Rogov esperó. Gausgofer bajó el interruptor. La energía siguió adelante.
Con un ademán impaciente, Anastasia Cherpas ordenó a los ayudantes que se fueran al otro lado del cuarto. Dos o tres de ellos habían dejado de trabajar y miraban a Rogov como ovejas lerdas. Se desconcertaron y corrieron al otro extremo del laboratorio en un rebaño de batas blancas.
El viento húmedo de mayo entraba por las ventanas. El aroma del bosque y las hojas flotaba alrededor.
Los tres miraban a Rogov. Rogov empezó a cambiar. Se le encendió la cara. La respiración era pesada y ruidosa, y se la oía desde variar metros. Cherpas cayó de rodillas delante de Rogov alzando las cejas, preguntando en silencio.
Rogov no se atrevió a inclinar la cabeza, no con una aguja en el cerebro. Movió los labios encendidos, hablando lenta y pesadamente:
—No... paren... ahora.
El mismo Rogov no sabía qué pasaba. Pensó que iba a ver un cuarto norteamericano, o un cuarto ruso, o una colonia tropical. Palmeras, o bosques, o escritorios. Cañones o edificios, retretes, o camas, hospitales, casas, iglesias. Iba a ver con los ojos de un niño, una mujer, un hombre, un soldado, un filósofo, un esclavo, un obrero, un salvaje, un religioso, un comunista, un reaccionario, un gobernador, un policía. Oiría voces: en inglés, francés, ruso, swahili, hindi, malayo, chino; ucranio, armenio, turco, griego. No sabía.
Algo extraño estaba pasando.
Le parecía que había dejado el mundo, que había dejado el tiempo. Las horas y los siglos se encogieron junto con los metros, y la máquina, desenfrenada, fue en busca de la señal más poderosa que hubiese transmitido jamás cualquier humanidad. Rogov no lo sabía, pero la máquina había dominado el tiempo.
La máquina llegó a la danza, a la representante humana y al festival de danzas de un año que no era 13582 d. C., pero que podía haber sido.
Ante los ojos de Rogov la figura dorada y los escalones dorados temblaban y se sacudían en un ritual mucho más persuasivo que cualquier técnica hipnótica. El ritmo no significaba nada para Rogov, y significaba todo. Esto era Rusia, esto era el comunismo.
Esta era la vida: si, esto era realmente su alma, representada ante sus propios ojos. Durante un segundo, el último segundo de la vida ordinaria de Rogov, Rogov miró por los ojos de carne y sangre y vio a una mujer inexpresiva que en otro tiempo le había parecido hermosa., Vio a Anastasia Cherpas, y no le interesó.
La visión de Rogov se concentró otra vez en la imagen danzante, esta mujer, esas posturas, esa, danza Entonces llegó el sonido: una música que hubiese hecho llorar a Tchaikovsky, orquestas que, podían dejar mudos para siempre a Shostakovich o Kachaturian; no había en el siglo veinte nada parecido.
Los hombres-que-no-eran-hombres y vivían entre los astros habían transmitido a la humanidad muchos modos del arte. La mente de Rogov era la mejor de su época, pero la época de Rogov estaba muy, muy atrás de la época de la gran danza. Luego de esa visión Rogov; enloqueció firme y completamente. Dejó de ver a Cherpas, a Gausgofer y a Gauck. Olvidó la aldea de Ya. Ch. Se olvidó de sí mismo. Era como un pez engendrado en agua estancada y tirado por primera vez a una corriente de agua viva. Era un insecto que deja la crisálida. La mente del siglo veinte no podía soportar las imágenes y el impacto de la música y la danza.
Pero la aguja estaba allí y la aguja transmitía a la mente más de lo que la mente podía tolerar. Las sinapsis del cerebro restallaban como látigos.
El futuro inundó a Rogov.
Rogov se desmayó. Cherpas saltó hacia adelante y quitó la aguja. Rogov cayó de la silla.
V
Fue Gauck quien consiguió los médicos. Al anochecer tenían a Rogov descansando cómodamente. Le habían inyectado unos sedantes, y lo acompañaban dos médicos, ambos del cuartel general militar. Gauck había obtenido la autorización mediante una llamada telefónica directa a Moscú.
Los dos médicos estaban molestos. El más viejo no dejaba de rezongarle a Cherpas.
—No tenías que haberlo hecho, camarada Cherpas. Lo mismo el camarada Rogov. No puedes andar clavando cosas en el cerebro. Es un problema médico. Ninguno aquí es doctor en medicina. Está bien que prueben aparatos con los prisioneros, pero estas cosas no se las pueden hacer al personal científico soviético. Me van a reprochar que no puedo hacer despertara Rogov. Escuchaste lo que decía. "Esa figura dorada en los escalones dorados, esa música, ese mi es un mi verdadero, esa figura dorada, esa figura dorada, quiero estar con esa figura dorada", y tonterías por el estilo Quizá estropeaste para siempre un cerebro de primera... El médico calló bruscamente, como si hubiera hablado demasiado. Después de todo el problema era un problema de seguridad, y al parecer tanto Gauck como Gausgofer estaban allí como representantes del servicio de seguridad.
Gausgofer volvió los ojos acuosos hacia el médico, y dijo, con una voz apagada, firme, increíblemente venenosa:
— ¿Podría haberlo hecho ella de propósito camarada médico?
El médico miró a Cherpas, y le respondió a Gausgofer:
— ¿Cómo? Tú estabas aquí. Yo no. ¿Cómo pudo haberlo hecho? ¿Por qué tenía que hacerlo? Tú estabas aquí.
Cherpas no dijo nada. El dolor le apretaba los labios. El pelo rubio le centelleaba a la luz, pero en ese momento el pelo era lo único que le quedaba de toda su belleza. Estaba asustada y se estaba preparando para cuando la tristeza llegase. No tenía tiempo para odiar a mujeres tontas ni para pensar en los sistemas de seguridad; pensaba en el colega, el amante, el esposo Rogov.
Poco más podían hacer que esperar. Entraron en una sala y trataron de comer.
Los criados habían servido inmensos platos de comida fría en tajadas, potes de caviar, y un surtido de panes en rebanadas, manteca pura, café genuino, y licores.
Ninguno comió mucho.
Todos esperaban.
A las nueve y cuarto el sonido de unos rotores golpeó contra la casa.
El helicóptero había llegado de Moscú. Autoridades superiores se hicieron cargo de la situación.
VI
La autoridad superior era un ministro representante, un hombre llamado V. Karper.
Karper iba acompañado de dos o tres coroneles uniformados, de un ingeniero civil, de un hombre de la dirección del Partido Comunista de la Unión Soviética, y de dos médicos.
Prescindieron de las cortesías. Karper dijo simplemente:
—Tú eres Cherpas. Te conozco. Tú eres Gausgofer. He visto tus informes. Tú eres Gauck.
La delegación entró en el dormitorio de Rogov. Karper dijo violentamente:
—Despiértenlo.
El médico militar que le había dado los sedantes a Rogov dijo entonces:
—Camarada, no se debe hacer...
Karper lo interrumpió.
—Cállate. —Se volvió hacia el médico de Moscú y señaló a Rogov. — Despiértalo.
El médico habló brevemente con el médico militar más viejo. Este también meneó la cabeza. Miró con ojos inquietos a Karper. Karper adivinó cuál podía ser la respuesta del médico.
—Adelante —dijo —. Sé que el paciente puede correr peligro, pero tengo que volver a
Moscú con un informe.
Los médicos se inclinaron sobre Rogov. Uno pidió el maletín y le dio una inyección a Rogov. Luego todos se apartaron de la cama.
Rogov se retorció. Arqueó el cuerpo. Abrió los ojos, pero no vio a la gente del cuarto.
Empezó a hablar de un modo infantilmente claro y simple:
—... esa figura dorada, los escalones dorados, la música, llévenme otra vez a la música, quiero estar con la música, soy realmente la música...
Así siguió hablando en el mismo tono, interminablemente.
Cherpas se inclinó, poniendo la cara ante los ojos de Rogov.
— ¡Querido! Querido, despierta. Es grave.
Fue claro para todos que Rogov no la oía, pues siguió hablando de figuras doradas.
Por vez primera en muchos años Gauck tomó la iniciativa. Le habló directamente a Karper, el hombre de Moscú.
—Camarada, ¿puedo hacer una sugerencia?
Karper lo miró. Gauck le hizo una seña afirmativa a Gausgofer.
—A ambos nos enviaron aquí por orden del camarada Stalin. Ella tiene más antigüedad.
Ella es la responsable. Yo todo lo que hago es secundarla. El ministro representante se volvió hacia Gausgofer. Gausgofer había estado mirando a Rogov, en los ojos azules y acuosos no había lágrimas, y la cara se le contraía en una expresión de ansiedad. Karper ignoró la escena y le dijo a Gausgofer con firmeza, clara, imperativamente:
— ¿Qué aconsejas?
Gausgofer lo miró muy directamente y dijo con voz tranquila.
—No me parece qué sea un caso de lesión cerebral.
Creo que ha obtenido una comunicación que debiera compartir con otro ser humano, y que a menos que uno de nosotros lo siga quizá no tengamos respuesta.
Karper ladró:
—Muy bien. ¿Pero qué haremos?
—Déjenme ir ahora a mi, a la máquina.
Anastasia Cherpas no pudo contenerse y se echó a reír. Tomó a Karper por el brazo y señaló con el dedo a Gausgofer. Karper la miró.
Cherpas dominó un poco la risa y le gritó a Karper:
—La mujer está loca. Estuvo enamorada de mi marido muchos años. Odió mi presencia y ahora cree que puede salvarlo. Cree que puede seguirlo. Cree que él quiere comunicarse con ella. Es ridículo. ¡Iré yo misma!
Karper miró alrededor. Eligió a dos miembros de la escolta y juntos fueron hasta un rincón del cuarto. Los otros oyeron que hablaba, pero no alcanzaron a entender. Luego de una conferencia de seis o siete minutos Karper volvió.
—Hemos estado oyendo acusaciones muy serias, de unos contra otros. Observo que una de nuestras mejores armas, la mente de Rogov, está seriamente dañada. Rogov no es sólo un hombre. Es un proyecto soviético. —El desprecio entró en la voz de Karper.
Descubro que el funcionario de seguridad más antiguo, una mujer policía de notable hoja de servicios, es acusado por otro científico soviético con un ridículo apasionamiento.
Rechazo esas acusaciones. El desarrollo del estado soviético y la obra de la ciencia soviética no pueden ser impedidos por individuos. Irá la camarada Gausgofer. Será esta misma noche porque mi propio médico dice que Rogov puede no sobrevivir, y es muy importante para nosotros descubrir exactamente qué le pasó y por qué.
Karper volvió la mirada ponzoñosa hacia Cherpas.
—No protestes, camarada. Tu mente es propiedad del estado ruso. Tu vida y tu educación han sido pagadas por los trabajadores. No puedes malgastar todo eso en sentimientos personales. Si hay algo que encontrar, la camarada Gausgofer lo encontrará para ambos. El grupo entero volvió al laboratorio. Trajeron del cuartel a los asustados técnicos. Encendieron las luces y cerraron las ventanas. El viento de mayo era frío ahora.
Esterilizaron la aguja. Volvieron a calentar los circuitos electrónicos.
La cara de Gausgofer era una impasible máscara de triunfo. Se sentó en la silla receptora. Le sonrió a Gauck, y un ayudante trajo el jabón y la navaja para afeitarle a Gausgofer una zona del cuero cabelludo.
Gauck no le devolvió la sonrisa. Los ojos negros miraron a la mujer. No dijo nada. No hizo nada. Miró.
Karper caminaba de un lado a otro, echando una ojeada de vez en cuando a los hombres que preparaban el experimento, de prisa y ordenadamente.
Anastasia Cherpas se sentó a una mesa de laboratorio, a unos cinco metros del grupo. Miró la nuca de Gausgofer cuando bajaron la aguja. Ocultó la cara en las manos. Algunos pensaron que lloraba, pero nadie le prestó mucha atención. Todos estaban absortos, mirando a Gausgofer.
La cara de Gausgofer se encendió. La transpiración le corrió por las mejillas fofas. Los dedos apretaron el brazo de la silla.
De pronto gritó:
—Esa forma dorada en los escalones dorados.
Se puso de pie de un salto, arrastrando consigo el aparato. Nadie había esperado esto. La silla cayó al suelo. El porta agujas se balanceó en el aire. La aguja se retorció como una guadaña en el cerebro de Gausgofer. Ni Rogov ni Cherpas habían esperado nunca un forcejeo en la silla. No sabían que iban a sintonizar el año 13582 d. C.
El cuerpo de Gausgofer quedó tendido en el suelo, rodeado de funcionarios. Karper tuvo la suficiente agudeza como para volverse y mirar a Cherpas. Cherpas dejó la mesa de laboratorio y se adelantó.
Un delgado hilo de sangre le corría desde el pómulo. Otro hilo de sangre le goteaba desde la mejilla, a un centímetro y medio de la oreja izquierda. Tremendamente serena, la cara pálida como nieve que acaba de caer, Cherpas le sonrió a Karper.
—Vi.
— ¿Qué? —dijo Karper.
—Vi, vi —repitió Anastasia Cherpas —. Alcancé a ver a dónde fue mi marido. No es ningún sitio de este mundo. Es algo hipnótico que está más allá de los límites de nuestra ciencia.
Hemos construido un arma poderosa, pero el arma nos ha disparado a nosotros antes que nosotros pudiéramos dispararla. Y si piensas que me harás cambiar de opinión, camarada ministro, te digo que no lo conseguirás.
Sé lo que ha ocurrido. Mi marido no volverá nunca. Y sin él no daré otro paso adelante.
El Proyecto Telescopio se ha terminado. No busques a algún otro para que lo acabe, porque no lo encontrarás.
Karper miró a Anastasia y de pronto dio media vuelta.
Gauck le cerró el paso.
— ¿Qué quieres? —dijo Karper, violento.
—Decirte —le susurró Gauck —, decirte, camarada ministro, que Rogov se ha ido como dice ella, que se ha acabado como dice ella, que todo eso es verdad. Yo lo sé.
Karper lo miró ferozmente:
— ¿Y cómo lo sabes?
Gauck no se inmutó. Mostrando una seguridad sobrehumana, una calma perfecta, le dijo a Karper:
—Camarada, no discuto. Conozco a esta gente, aunque no conozca los aspectos científicos del caso. Rogov se acabó.
Karper le creyó al fin. Se sentó en una silla junto a una mesa. Miró a los otros.
— ¿Es posible?
Nadie le respondió.
Todos miraban a Anastasia Cherpas, el hermoso pelo, los resueltos ojos azules, y los dos delgados hilos de sangre que le salían de donde había mirado con la ayuda de unas pequeñas agujas.
Karper se volvió hacia Cherpas.
— ¿Qué hacemos ahora?
Como respuesta Cherpas cayó de rodillas y gritó sollozando:
— ¡No, no, Rogov, no! ¡No, no, Rogov, no!
Y eso fue todo lo que pudieron arrancarle. Gauck siguió mirando.
En los escalones dorados a la luz dorada, una figura dorada danzaba un sueño que ninguna imaginación hubiese podido alcanzar, danzaba y la música iba hacia ella hasta que un suspiro de anhelo, anhelo que se transformó en seguida en esperanza y tormento, atravesó los corazones de mil mundos.
Los bordes de la escena dorada se apagaron desigual e irregularmente, ennegreciéndose. El oro empalideció: un resplandor oro-plateado, luego plateado, y finalmente blanco. La bailarina que había sido dorada era ahora una desamparada figura de color rosa-blanco, que se erguía, serena y fatigada, en los inmensos escalones blancos. Los aplausos de mil mundos estallaron de pronto.
La mujer miró ciegamente. La danza también la había abrumado a ella. Los aplausos no tenían quizá significado. La danza era un, fin en sí misma. Ahora ella tendría que vivir, de algún modo, hasta la próxima danza.
Fin