SECUESTRO EN EL CIELO DE SHANGAI
Publicado en
mayo 19, 2017
Drama de la vida real.
El vuelo empezó como cualquier otro para aquellos turistas. De pronto, cinco lunáticos armados con cuchillos lo convirtieron en terrorífica pesadilla.
Por Peter Michelmore
LOS DIECINUEVE turistas estadunidenses aguardaban tranquilamente en un pequeño y austero aeropuerto situado en las afueras de Xi-an, capital de la provincia china de Shaanxi. Era aquella la mañana del domingo 25 de julio de 1982, y acababan de pasar dos fascinantes días contemplando bellos panoramas. La siguiente escala sería la célebre ciudad portuaria de Shangai, distante de allí 1.200 kilómetros al al este. Después de que Wang, su joven guía, repartió los pases para subir al aparato, los pasajeros se encaminaron a la sección de seguridad, donde una azafata de tierra inspeccionó en forma somera el equipaje de mano. No había detectores de metal ni cámaras de rayos x.
A las 8 de la mañana despegó el vuelo 2505 de la aerolínea nacional china CAAC, con 72 pasajeros y ocho tripulantes a bordo de un viejo avión de turbohélice. El tiempo de vuelo era de dos horas y diez minutos, así que los turistas norteamericanos se acomodaron a leer y dormitar. Todos eran viejos amigos, ancianos y personas de edad madura, la mayoría procedentes del distrito rural de Hunterdon, en Nueva Jersey.
El organizador del viaje, Ronald Roth, de 53 años, iba sentado junto al pasillo de la izquierda, en la parte media del avión. La mayor parte de su grupo se hallaba en la parte posterior de la sección principal, que terminaba en una cocineta. Frente a él había tres hileras de asientos; más adelante otra cocineta, a la izquierda, y un lavatorio a la derecha. Después estaba una pequeña sección de asientos y luego la cabina de mando. El aparato iba casi lleno: viajeros chinos, algunos hombres de negocios japoneses y los norteamericanos.
A las 9:50, el avión comenzó a descender poco a poco sobre Shangai, en medio de un cielo manchado de nubes. Dos minutos después se oyó un grito, al tiempo que una china corría aterrorizada hacia la parte trasera, seguida de cerca por unos doce pasajeros. "¡Hay allá unos hombres peleando con cuchillos!", gritó en inglés otro viajero.
Dos sujetos armados sacaron a la gente de la pequeña sección que había tras la cabina de mando, y a los que viajaban en las primeras filas de la sección principal. Ambos se habían quitado la camisa, dejando al descubierto sus musculosos cuerpos. Uno de ellos era de rostro cuadrado y mirada maliciosa. El otro, carilargo y de mirada violenta e inquieta, gritaba a todo pulmón y sostenía en cada mano un cuchillo de trece centímetros de largo.
Cuando llegaron a la fila en que estaba Roth, ordenaron con enérgicos ademanes a él y a su compañero de asiento, W. J. Gunther, quedarse allí. A través de la puerta abierta de la cabina, Roth vio que un tercer hombre sostenía la hoja de un cuchillo contra el cuello del piloto. Otros dos tenían acorralados al copiloto, al navegante, al ingeniero de vuelo y al operador del radio. La camisa de un tripulante estaba empapada de sangre.
"¡Dios mío, nos están secuestrando!", comentó Ronald Roth con voz ronca.
"ESTAMOS PERDIDOS"
La parte posterior del avión se hallaba atestada de personas. Quince, por lo menos, se apretujaban en el pasillo. Dos azafatas se agazapaban en la cocineta, pero la tercera avanzó en forma desafiante por el pasillo y se arrodilló al lado de Roth; sus ojos destellaban ira.
El carilargo, que se hallaba frente a ellos, gritaba algo en chino. "Dice que no se muevan ni hablen", advirtió Wang, quien iba sentado en el lado opuesto a Roth. El secuestrador prosiguió su atronador discurso.
Dos filas detrás de Wang, Wilbur Lance, banquero jubilado de 76 años, y su esposa, Leila, escucharon a los japoneses hablar en voz baja en torno a ellos. Uno garrapateó una nota y se la entregó a Lance: "Se dirigen a Hong Kong a reabastecerse de combustible, y después a Formosa para ser liberados".
Mientras tanto, la nave había comenzado a virar con brusquedad, entrando y saliendo de las nubes. Se estremecía y sacudía violentamente en medio de la turbulencia, y el ruido de la gente al vomitar se oía por encima del zumbido de las cuatro hélices.
Cuando Gunther fue acometido por un ataque de náusea, Roth se apretó contra el respaldo de su asiento. Tranquilízate. Es como estar en la montaña rusa, se dijo. Miró por la ventanilla. Apareció una nube en el azul del cielo. De inmediato el avión se dirigió a su centro. Roth ya no tuvo dudas: el piloto volaba a propósito entre vientos fuertes, en un intento de hacer que los secuestradores perdieran el equilibrio.
Con las piernas muy abiertas y las rodillas flexionadas para resistir las sacudidas, el secuestrador de rostro cuadrado sacó un cartucho de dinamita de veinticinco centímetros de largo. Sonriendo torcidamente, sabedor de que cien ojos lo observaban, introdujo en el cartucho una espoleta unida a un alambre fusible, y después adaptó al extremo libre de este un dispositivo que accionaría el mecanismo al oprimirse un botón. Colocó la bomba en el lavatorio; el alambre serpenteaba bajo la puerta y llegaba hasta el asiento más próximo de la pequeña sección delantera, debajo del cual se hallaba el disparador.
"Estamos perdidos", observó Gunther en medio de su náusea. Sacó un rosario de su bolsillo y comenzó a orar en silencio.
Desde su asiento, que daba al pasillo, Stephen Domovich, de 57 años, director del Instituto Correccional de la Juventud en Annandale, Nueva Jersey, había observado la escena con la misma sensación de desesperanza. Sus treinta y tantos años de experiencia con delincuentes y criminales le permitieron percatarse de que los secuestradores harían estallar la bomba a la menor provocación. Los gritos y la forma en que blandían los cuchillos le indicaron que el equilibrio mental de aquellos malhechores era muy precario. Si se les presionaba en ese momento, darían rienda suelta a la violencia, sin pensar en las consecuencias.
Los sombríos pensamientos de Domovich fueron interrumpidos por Al Dunn, sentado delante de él. "Oye, Steve", murmuró Dunn por las comisuras de los labios, "estamos volando en círculo". El estadio cubierto de domos que Dunn había visto antes, cuando empezó el descenso, aparecía de nuevo. Se veía con más claridad y más grande. La nave no sólo volaba en círculo, sino que perdía altura. Dunn calculó que se hallaban a poco más de 1,500 metros de altitud.
El piloto seguía adelante con su osado engaño, tal vez sin saber de la existencia de la bomba. Al parecer, ninguno de los secuestradores se daba cuenta de que volaban en círculo; no se les había ocurrido mirar por las ventanillas.
En el lado opuesto de donde se hallaban Dunn y Domovich, Carl y Katharine Hoehne afrontaban a su manera la terrible situación. Uno de los pasajeros chinos desplazados había tomado el asiento entre ellos, y estaba enfermo. Ambos se turnaban para darle palmaditas en la espalda y sostener frente a él una bolsa para vomitar.
Durante los primeros cincuenta minutos del secuestro, los miembros de la tripulación que iban en la cabina se concentraron en los secuestradores para tratar de aprovechar cualquier oportunidad de ataque. De repente el avión se ladeó y el copiloto se abalanzó hacia el cuchillo más próximo a él. Cayó de espaldas, y de una herida en su mejilla comenzó a manar sangre. La azafata que se había hincado junto a Roth se puso en pie y agitó el puño.
GRITO DE VICTORIA
El carilargo caminó a zancadas hasta ella y vociferó una orden. La aeromoza retrocedió a la cocineta, sacó una botella de refresco de naranja y se la entregó. Este rompió el cuello de la botella con el canto romo de su cuchillo, y vació parte del líquido en una taza. Después de beber un sorbo se llenó otra vez la boca y escupió a los norteamericanos que tenía delante. Con un ademán de desprecio, lanzó la botella por el pasillo. Nadie en la cabina se atrevió a responder a ese acto.
El avión viró y se estremeció. Dunn sintió una gota de agua en la cara. El aire acondicionado había sido desconectado, y el líquido de la condensación goteaba de las toberas. La cabina se había tornado un horno fétido.
Más de dos horas después de iniciado el secuestro, se permitió al ingeniero y al operador de radio ir a la sección principal de asientos. Uno de ellos había sufrido cortaduras en la cara y en otras partes de la cabeza. Juntos se dirigieron a la cocineta posterior, donde desaparecieron. Domovich pensó que los habían enviado allí para tener que vigilar menos hombres en la cabina.
De pronto, unos alaridos hicieron que los estadunidenses se volvieran en sus asientos. Apenas podían dar crédito a lo que veían. Los dos miembros de la tripulación se lanzaban por el pasillo con gruesos palos de trapeador sostenidos en posición de ataque. Dunn los vio pasar rápidamente junto a él. ¡Santo Dios! ¡Don Quijote!, se dijo.
Detrás de ellos corrían atropelladamente seis pasajeros blandiendo botellas de refresco y alambres arrancados de la estufa. Al frente, Roth y Gunther gritaban: "¡No! ¡Deténganse! ¡Hay una bomba!"
Roth se apoderó del palo de trapeador del que iba a la cabeza. Abalanzándose por encima de la espalda de su compañero, Gunther logró hacerse del otro palo. Un japonés empezó a gritar: "¡Se acabó el combustible! ¡Se acabó el combustible!"
Los dos norteamericanos miraron por la ventanilla. Las hélices del lado izquierdo habían dejado de girar. La suerte estaba echada. Valía más caer peleando, así que soltaron los palos y gritaron al unísono: "¡Adelante!"
En ese momento estalló la bomba. Derribó las paredes del lavabo y los asientos cercanos, y abrió un boquete de metro y medio en el fuselaje. Debido a la baja altitud no se sintió la pérdida de presión; sólo se oía el ruido del aire al entrar por el boquete y el rugido amplificado de las dos hélices del ala derecha que aún giraban.
Pasajeros y tripulación aprovecharon esta distracción momentánea para sorprender a los secuestradores. En medio de ellos, Wang lanzaba golpes con un paraguas plegado. El avión se bamboleó y en seguida se inclinó hacia adelante. El piloto luchaba con el tipo que le había puesto un cuchillo junto al cuello.
Roth veía la brutal batalla que se libraba en la sección delantera, y oía a los hombres gritar y caer. Entonces un pasajero chino levantó los brazos por encima de los que peleaban; sonreía y lanzaba un inconfundible grito de victoria. Habían derrotado a los secuestradores. Demasiado tarde, pensó Roth. El avión estaba sin control e iba en picado a tierra. "¡Prepárense para estrellarnos!", gritó.
En voz alta un norteamericano recitaba el Salmo 23, y Leila Lance, tranquilamente sentada, pedía a Dios que salvara a sus amigos Bob e Irene Lobell, porque aún tenían hijos en la universidad.
Al y Carol Dunn se abrazaban.
—Llevamos juntos 35 años —decía Al, elevando la voz por encima del estrépito—. Nuestros hijos ya son mayores. Estarán bien...
—Me alegra que estés conmigo —expresó Carol.
Rodeó con el suyo el brazo de su marido. Mientras se consolaban, Al echó una última ojeada hacia afuera. La nave se dirigía verticalmente hacia unas lagunas teñidas de verde por los plantíos de arroz.
Entonces Al Dunn sintió que la nariz del avión se alzaba y vio colgar del ala los alerones de aterrizaje. "¡El piloto ha recuperado el control! ¡Va a aterrizar!", gritó.
Los arrozales pasaban como relámpago a sólo unos metros de su ventanilla.
El avión tocó tierra con un golpe seco, haciendo volar los neumáticos delanteros y produciendo una lluvia de chispas bajo las ruedas. Al no creía lo que veía. La nave se desplazaba, rechinando, sobre una superficie de hormigón. "¡Es una pista de aterrizaje!" Su voz resonó en toda la cabina y los estadunidenses estallaron en un aplauso espontáneo.
Junto al avión iban ambulancias en cuyos costados se veía la palabra "Shangai". La pista estaba bordeada por camiones repletos de soldados.
Cuando la maltrecha nave se detuvo, la puerta para casos de urgencia ubicada detrás de la cocineta posterior fue abierta de un tirón, y un pelotón de hombres armados saltó al interior. Corrieron a todo lo largo del aparato y regresaron arrastrando a los secuestradores, que estaban inconscientes.
Al remolcarse la nave hasta el edificio del aeropuerto, los miembros de la tripulación, parados en lo alto de la escalinata, saludaron de mano a cada pasajero que bajaba.
Roth se abrió paso entre los despojos del bombazo y del combate, y llegó hasta el valeroso piloto, Yang Jihai, corpulento hombre de un poco más de cincuenta años.
"¡Gracias!", le dijo, apretándole la mano. Pero aquello no parecía suficiente. Estrechó con fuerza al piloto y sintió los brazos de este en torno a él. Cuando se separaron, por las mejillas de ambos corrían las lágrimas.
Una vez dentro del edificio, los turistas norteamericanos se enteraron de que se había desviado todo el tráfico durante las casi tres horas en que el avión secuestrado estuvo dando vueltas en el cielo de Shangai. Se dispuso.un autobús para el grupo, y cuando todos lo hubieron abordado, Roth se volvió y se arrodilló en su asiento.
"Es domingo", manifestó, conmovido. "Creo que sería apropiado cantar Gloria al Padre".
Las palabras fluyeron quedamente al principio, pero después el himno llenó el autobús y reverberó con fuerza en la carretera.
Al capitán Yang y a su tripulación los condecoraron con medallas al mérito, en una ceremonia efectuada en Pekín. Los cinco secuestradores, después de un juicio que duró dos días en Shangai, fueron ejecutados.