PONGA ALGO NUEVO EN SU VIDA (Domingo Santos)
Publicado en
mayo 09, 2017
El hombre que llamó a la puerta era alto, bien parecido, sonriente, locuaz, con esa arrolladora simpatía que no deja a nadie tiempo ni para respirar. Era un vendedor, por supuesto. O al menos lo parecía. Sin embargo no llevaba consigo ningún maletín, nada que lo identificara, excepto su sonrisa.
—¡Hola, hola, hola, hooola! —declamó, arronjando las palabras una a una como mazazos mentales y arrastrando la última como si fuera el golpe de gracia—. ¡Mi querida señora Ortega! ¿Cómo está su esposo? Trabajando como siempre, claro. ¿Y los chicos? Oh, sí, en la escuela, por supuesto. Pero usted está aquí, ¡y esto es su—fi— ci—en—te! ¿Me permite?
Antes de que pudiera darse cuenta de ello, ya estaba dentro de la casa. La señora Ortega dudó entre cerrar la puerta y dejarse arrastrar por aquel flujo de palabras, mantenerla abierta y exigirle que se marchara inmediatamente, salir y llamar a gritos a los vecinos, o pulsar el botón de alarma de la policía. Los últimos veinte años de constante y progresiva crisis económica habían desarrollado una nueva fauna urbana, depredadora, agresiva, incontrolable, los vendedores a domicilio. Si la gente no va a las tiendas a comprar, llevémosle las compras a su casa, decía el eslogan. Y así, cada veinte minutos tenías a uno de ellos llamando a la puerta de tu casa, intentando venderte desde una aspiradora hasta un automóvil, desde una enciclopedia hasta un cepillo de dientes. Y la única forma de librarte de ellos era darles con la puerta en las narices, con riesgo de destrozarles el pie que rápidamente intentaban meter por la abertura (con las consiguientes demandas por daños que esto podía reportarte), o sufrir y aguantar su perorata pronunciando cada vez más débiles noes hasta terminar comprándoles algo... a menos que hicieras como el viejo Higueras, dos casas más abajo, que se asomaba llevando una enorme y anticuada escopeta le dos cañones y decía con la mejor de sus sonrisas: «Mira, hijo, tengo la enfermedad de Parkinson, y si dentro de cinco segundos no has desaparecido de delante de esta puerta, no puedo garantizarte que mi tembloroso dedo no accione involuntariamente el gatillo.» Generalmente su sistema daba resultado, y los vendedores se marchaban a toda la velocidad que les permitían las gastadas suelas de sus zapatos. Sólo una vez llegó a disparar aquella escopeta, y nadie pudo acusarle de nada, puesto que realmente sufría la enfermedad de Parkinson, y lo había advertido lealmente antes de disparar.
Pero, se dijo la señora Ortega, aquel hombre no parecía un vendedor. No al menos como los demás. En ese momento estaba parado en mitad de la sala de estar, mirando a su alrededor con ojos apreciativos y haciendo signos de asentimiento.
Sin saber exactamente por qué, la señora Ortega cerró con suavidad la puerta de entrada.
En aquel momento los ojos del hombre se posaron en el enorme complejo televisión—vídeo que presidía como un altar todo el salón.
—¡ Ajá! —exclamó—. Eso es lo que buscaba. Lo sabía, señora Ortega, lo sabía.
La señora Ortega miró hacia el enorme complejo. Era el orgullo de su esposo. Si el hombre era un vendedor de equipos de imagen, iba a perder el tiempo.
—Lo sabía —dijo el hombre, acercándose a los aparatos y pasando sus manos sobre ellos, casi como acariciándolos—. Estaba seguro. Me lo decía mi intuición. Hay que tener intuición, ¿sabe? —Se volvió hacia ella, con una sonrisa radiante—. Ésa es la base de mi trabajo...
Dejó la frase en suspenso, acompañándola con una sonrisa mefistofélica. La respuesta era inevitable, y la señora Ortega cayó de cuatro patas en la trampa:
—¿Y cuál es su trabajo?
El hombre alzó gloriosamente sus manos, como si quisiera sostener el techo.
—¡Oh, no el que usted piensa, por supuesto! No soy vendedor. Mire, no traigo nada conmigo: ni muestras, ni folletos... nada. Mi misión es otra muy distinta. ¡Mi misión es hacer feliz a la gente!
La señora Ortega, que nunca habia sido muy ducha en sutilezas, se quedó pensativa.
—Bueno, yo ya me siento moderadamente feliz...
El hombre seguía intentando alcanzar el techo con las manos.
—¡Oh, no, no diga esto! No lo diga cuando tiene aquí, en esta hermosa sala de estar... eso —y señaló con gesto dramático el equipo de imagen.
La señora Ortega había pensado también muchas veces que deberían cambiar aquel anticuado equipo por otro más moderno.
Pero su esposo se negaba en redondo. Jorge siempre había sido muy tradicionalista, muy apegado a las cosas antiguas.
—Bueno, ya sé que es un poco antiguo, pero mi esposo...
—¿Antiguo? ¿Ha dicho usted antiguo? —El hombre la miró casi horrorizado—, ¡Prehistórico, señora mía, pre—his—tó—ri—co! Mire, un ITT del 99... ¡más de veintidós años! Ahora la técnica ha adelantado mucho, ya sabe, y las cosas duran más, pero la vida media de esos... de esos armatostes era como máximo de diez años. ¡Imagínese! ¡Están sufriendo ustedes, castigando sus pobres vistas, con un aparato caduco que para lo único que sirve ya es para ser arrojado a la chatarra!
Bueno, se dijo para sí misma la señora Ortega; después de todo, sí era un vendedor.
—Mire, señor... Le agradezco todas sus opiniones, créame que comparto muchas de ellas, pero mi esposo es intransigente en esto. No deseamos comprar ningún otro equipo de imagen.
La expresión del hombre se hizo beatífica.
—Oh, sí, claro, por supuesto. —Se acercó a ella con una sonrisa que, exhibida en una pantalla, hubiera hecho desmayarse de emoción a la mitad de las espectadoras femeninas. Ninguna mujer de más de cuarenta años hubiera sido capaz de resistirla, y la señora Ortega, con sus cincuenta y dos, evidentemente no lo hizo. El hombre la tomó del brazo con una cierta familiaridad—, Pero aquí es precisamente donde se equivoca usted, mi querida señora. Ya le he dicho que no soy vendedor. Yo no vendo nada. Yo... —se apartó un poco de ella, para que sus palabras causaran un mayor impacto—, ¡Yo regalo\
La señora Ortega le miró parpadeando. Vaya, fue su primer pensamiento: una nueva técnica de ventas. Sintió que se enfriaba súbitamente.
—Oh, por favor —dijo.
El hombre se envaró.
—¿No me cree? ¿Piensa que es un nuevo truco para venderle algo? ¡Oh, señora, cuán equivocada está! Sépalo: yo formo parte de un consorcio destinado a la promoción de la buena imagen. Este consorcio está formado por todos los principales fabricantes de equipos de televisión y vídeo del país. ¿Y sabe cuál es mi misión? ¡Regalar equipos nuevos a todas aquellas personas que dispongan tan sólo de equipos muy anticuados!
La señora Ortega parpadeó. De todas las cosas absurdas que había oído en su vida...
—Mire —dijo el hombre, condescendiente—, se lo explicaré. Durante muchos años, las grandes compañías han estado gastando verdaderas fortunas en publicidad. Prensa, radio, televisión... Es una publicidad que resulta efectiva sólo en un escaso tanto por ciento, que en su mayor parte se pierde. Y es muy cara. De modo que, en un determinado momento, surgió un genio que dijo: ¿Por qué gastarnos tanto dinero en publicidad inútil? ¿Por qué no hacer una publicidad mucho más directa? ¿Por qué no regalar nuestros pro—ductos a la gente que realmente los necesite? Esa gente hablará con sus vecinos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, y la voz correrá. Y así obtendremos una mayor incidencia en nuestras campañas. Y como emplearemos en la promoción nuestros propios productos, pagaremos la publicidad a precio de coste.
Hizo una pausa dramática, dejando que todo aquello fuera penetrando lentamente en la cabeza de la señora Ortega. Luego, señaló con gesto teatral el viejo equipo de imagen.
—Así nació nuestra campaña Ponga algo nuevo en su vida. Buscamos a personas que posean aparatos antiguos, muy antiguos, cuanto más antiguos mejor. Y se los cambiamos por el último modelo de la marca que ellos mismos elijan, entre las principales del país. ¡Y todo ello ab—so—lu—ta—men—te gra—tis!
—Es imposible —dijo la señora Ortega.
El hombre sonrió con condescendencia.
—Sí, ya sé que como método publicitario es muy de vanguardia, pero créame, es absolutamente cierto. Y se lo demostraré. —Se dirigió con cuatro largas zancadas al equipo de imagen.
—Mi esposo le tiene un gran cariño a este equipo —dijo la señora Ortega en una protesta cada vez más débil, pensando en algún desesperado rincón de su mente que todo lo que acababa de oír no podía ser cierto, que nadie regala nada, que aquel hombre, de alguna forma, estaba intentando engañarla, pero deseando pese a todo creerle.
—Bah —dijo el hombre—. Porque todavía no ha visto el nuevo modelo que le vamos a dejar. Porque se lo vamos a dejar, no lo dude. No pienso permitir que usted se pierda esta magnífica oportunidad. Y para que deje de pensar en cosas extrañas y se decida, mire lo que le hago a su viejo televisor. —Con un gesto brusco, lanzó su puño contra la pantalla. La señora Ortega ahogó un grito cuando el puño del hombre se hundió en el cristal como si fuese mantequilla, y la pantalla implosionó en un millar de diminutos fragmentos. El hombre sacó el brazo de la horrible y desdentada boca en que se había convertido el frente del televisor.
—Oh, cielos —dijo la señora Ortega—, Debe haberse hecho usted daño.
El hombre exhibió unos dientes perfectos.
—En absoluto, señora. Estos antiguos aparatos son tan malos que ni siquiera hacen daño cuando los rompes. Son... basura. Y ahora, puesto que he roto su antiguo aparato, y me declaro culpable de ello, y acepto todas las responsabilidades de mi acción, y no puedo reparar el daño puesto que ya no hay piezas de repuesto para esta... antigualla, ¿quiere poner algo nuevo en su vida? Ahí fuera está nuestra camioneta de promoción con todos los más recientes sistemas de vídeo para que usted elija el que más le guste. Antes de que su esposo vuelva a comer, nos habremos llevado este... este viejo trasto, y en su lugar le habremos instalado el nuevo equipo. Ah, y en este bolsillo tengo el documento debidamente sellado y firmado en el que se dice que esta cesión es definitiva, gratuita y a título publicitario, y que nuestro consorcio renuncia absolutamente, tanto ahora como dentro de doscientos años, a reclamarle cualquier cantidad, por mínima que sea, como pago por el equipo que ahora le entrega...
El señor Ortega entró en su casa para ser recibido por una alborozada esposa.
—¡Jorge! ¿A que no sabes lo que me ha ocurrido esta mañana? La cosa más maravillosa de mi vida. No podrás creértelo. Mira...
Por aquel entonces el señor Ortega había llegado ya a la sala de estar. Se detuvo en el umbral y contempló el reluciente, flamante, plateado nuevo equipo.
—Oh, cielos —murmuró—. No.
—Sí —dijo radiante su esposa—. Esto es. Vino un hombre del Consorcio de Fabricantes de Equipos de Imagen y...
—...y te dijo que era una vergüenza que tuviéramos ese equipo de imagen tan viejo, y que ellos estaban realizando una campaña de publicidad directa de los equipos de las mejores marcas del país, y que iban a regalarte, a regalarte, un nuevo equipo que tú misma podrías elegir entre los últimos modelos del mercado... —Se dejó caer en el sillón, abrumado.
—Sí —dijo la señora Ortega sorprendida; nunca hubiese imaginado que su esposo fuese tan perspicaz—. Mira, mira el que he elegido. Tiene preequipo para holos, setenta y dos canales con posibilidad de ampliar a ciento diez, vídeo superminiatura incorporado on el aparato, siete sistemas de lectura magnética y por rayo láser...
El señor Ortega parecía no escuchar. Seguía con sus meditaciones.
—Y de pronto —dijo—, para convencerte, te hizo la demostración suprema: hundió su puño en la pantalla del viejo televisor, destrozándola. Y con ello acabó de convencerte de que tenías que cambiar de equipo de imagen.
—Sí —afirmó la señora Ortega, más desconcertada que nunca—. Y ni siquiera se hizo daño. Al primer momento no comprendí...
—Llevan la mano y todo el antebrazo protegidos por un guante de fuerza. No hubiera podido hacerse daño ni aunque hubiese querido.
—¿Cómo sabes todo esto?
El señor Ortega suspiró.
—Es el procedimiento habitual, querida. Siempre actúan así.
—¿Siempre? ¿Quiénes?
—Ellos. Los que te visitaron. Querida, acaban de hacerte el timo del cambio del equipo de imagen.
—Oh —dijo la señora Ortega, desanimada. Miró el reluciente y compacto aparato que había sustituido a los cinco anteriores y a la maraña de cables que los unía. Era tan hermoso, tan, tan... contemporáneo. Era el ultimísimo modelo, apenas empezado a comercializar. Cuando lo había visto instalado había pensado que iban a ser la envidia de todo el vecindario. Y además se lo habían dado gratis. ¿Cómo podía ser aquello un timo?
—Jorge —murmuró—, sé que le tenías mucho aprecio a esa antigualla, pero era preciso cambiarla, y además, aquí no hay trampa ni cartón: me entregaron un documento en el que consta que me entregan el equipo libre de todo cargo y que renuncian a cobrarme nunca nada por su cesión. Claro que, no lo pensé, tal vez hubiera debido decirles que me dejaran también el viejo, en vez de hacer—me un favor y llevárselo para la chatarra, si le tenías tanto aprecio.
—No te lo hubieran consentido —dijo el señor Ortega cansadamente—. Oh, ¿es que no lo comprendes? Yo nunca le he tenido un apego particular a nuestro viejo equipo de imagen. Si lo he conservado durante tantos años es simplemente porque era valioso.
—¿Eh?
El señor Ortega se levantó de su sillón, como si de repente le hubieran caído diez años encima.
—Mira, querida, tú nunca te has preocupado por estas cosas, como soléis hacer la mayoría de las mujeres, y ellos lo saben muy bien. Por eso actúan así. La técnica de construcción de los equipos de imagen se ha sofisticado enormemente en los últimos años. El empleo de microcircuitos sólidos integrados hace que se puedan eliminar los enormes armatostes de antaño y se comprima todo en el interior de un solo aparato de dimensiones no muy grandes. También se emplean otros materiales para sus componentes, unos materiales mucho más abundantes y baratos de los que se empleaban antes. Las cosas han tenido que ser así. Forzosamente. Porque los precios de esos materiales no sólo se han disparado astronómicamente, sino que muchos de ellos se han agotado, y aunque se quisiera no podrían seguir utilizándose.
La señora Ortega seguía contemplando el hermoso y plateado aparato. Aunque lo intentaba por todos los medios, no acababa de comprender lo que quería decirle su esposo.
—¿Entiendes ahora por qué nuestro viejo equipo de imagen era valioso? Sus componentes están hechos con materiales que hoy en día son muy buscados debido a su escasez. Su valor de recuperación es grande. Enorme. En realidad, nuestro viejo equipo valía cincuenta veces más que este moderno trasto que te han dejado, con toda su sofisticación.
La luz empezó a hacerse en el cerebro de la señora Ortega.
—¿Quieres decir que ellos...?
—Ajá. Ése es su timo. Para ellos tiene mucho más valor cualquiera de los componentes de nuestro anterior equipo que todo el que te han dejado. Por eso pueden permitirse el lujo de regalarte el nuevo, y de destrozar la pantalla del antiguo como elemento de persuasión, puesto que es lo que menos les importa. A esta hora estarán desguazando ya ansiosamente nuestro viejo equipo, y seleccionando sus partes, y empezando a llamar a gente para venderlas al mejor postor. Te han regalado un nuevo equipo de imagen, sí, pero ellos van a sacar como mínimo cincuenta veces su valor. Porque supongo que habrás imaginado ya que ese hipotético Consorcio de Fabricantes de Equipos de Imagen no existe ni ha existido nunca como tal consorcio ...
—Pero tengo su teléfono, Jorge. Puedo llamarles. Puedo decirles que lo he pensado mejor y que quiero que me devuelvan mi viejo equipo...
—¿Estás loca? ¿Crees que van a hacerte caso? Aparte de que nuestro viejo equipo ya debe estar completamente desmantelado, no son tontos. Ellos te firmaron un documento en el que se comprometían a no reclamarte nunca ni un céntimo por el equipo que te entregaban, pero al mismo tiempo seguro que te hicieron firmar un documento a ti en el cual les suplicabas, por favor, que se llevaran tu viejo, asqueroso y caduco equipo a cambio del magnífico y ultramoderno que te dejaban, y en el que les autorizabas a hacer con él lo que quisieran.
—Sí —dijo la señora Ortega con un hilo de voz.
—Siempre lo hacen. Por eso es imposible perseguirles o acusarles de nada. El «Consorcio de Fabricantes de Equipos de Imagen» es una empresa privada que ha registrado este nombre como podría haber registrado el de «José Pérez y Compañía», y actúa dentro de la más estricta legalidad, aunque lo que hagan sea un fraude. No hay por dónde cogerles, porque actúan con la completa aquiescencia firmada de sus clientes.
La señora Ortega guardó silencio durante largo rato. Acariciaba inconscientemente el nuevo aparato, sintiendo unos cada vez mayores remordimientos de conciencia. Fue a decir algo, pero el señor Ortega no la dejó. Comprendía el calvario emocional que estaba pasando, y no quería agravar sus sentimientos de culpa. Se acercó a ella y le dio un achuchón.
—Bueno, no te preocupes. Después de todo, con este nuevo aparato lo veremos todo mucho mejor que con el viejo, así que no lo hemos perdido todo. Hagamos caso de su eslógan, ¿eh?: Ponga algo nuevo en su vida. Y olvidémonos de lo viejo.
—Pero —dijo la señora Ortega—, si todo el mundo sabe que están timando a la gente, ¿por qué las autoridades no toman cartas en el asunto? Si fuéramos a poner una denuncia...
El señor Ortega agitó negativamente la cabeza.
—No conseguiríamos nada. Su actuación está estrictamente dentro de la letra de la ley. Además... —suspiró ligeramente—, a las autoridades tampoco les interesa mucho hurgar en este asunto. ¿Sabes?, uno de los principales compradores de esos materiales de los viejos equipos de imagen es precisamente el gobierno.
La señora Ortega le miró sorprendida.
—Sí —dijo el señor Ortega—, Piensa que ninguno de esos materiales se emplea ya en el campo de la electrónica comercial. Son muy seguros y fiables, pero resultan demasiado costosos: han salido otros elementos que, aunque no tengan su calidad, son mucho más asequibles. Ahora se emplean únicamente en otros campos mucho más... técnicos.
—¿En cuáles?
El señor Ortega suspiró. Su suspiro fue triste, profundo, resignado.
—Bueno, según tengo entendido, son utilizados como cebo de alta seguridad en los nuevos modelos de misiles con cabeza atómica...
Fin