FIDELIDAD (Lester del Rey)
Publicado en
mayo 02, 2017
Hoy, en un mundo verde y hermoso, aquí en medio de la más poderosa de las ciudades construidas por el hombre, el último ser de la raza humana muere. Y nosotros que fuimos creados por el Hombre sólo nos queda el consuelo de lamentar su marcha, y adorar la memoria del Hombre, que pudo dominar cuanto abarcó, excepto sus propias pasiones.
Soy muy viejo, comparado con las edades a que alcanza mi raza y sin embargo mi sangre es aún joven y mi vida puede extenderse hacia el futuro durante incontables años, si lo que me ha dicho el último de los Hombres es cierto. Y este hecho portentoso será también obra del Hombre, igual que nosotros y los Hombres-Monos somos también su obra en último análisis. Nosotros, los Hombres-Perros hemos vivido mucho tiempo con el Hombre. A pesar de ello, si no fuera por Roger Stren, podríamos aún seguir aullando a la Luna y rascando las pulgas de nuestras pieles, o tendidos sobre las ruinas del Imperio del Hombre vagamente asombrados ante su desaparición.
Existen libros primitivos que nos hablan de perros que podían pronunciar torpemente unas pocas palabras del lenguaje del Hombre, pero Hungor, era el perro favorito de Roger Stren, el cual al conocer los primeros intentos de hacer hablar a los perros, vio en ello un ideal y la obra a la que dedicar su vida. La operación que realizó en la garganta y en la boca de Hungor, lo cual hizo el lenguaje del hombre casi posible, era comparativamente simple. La busca de otros perros aptos para «hablar» fue mucho más difícil.
Pero Stren encontró cinco animales más, aparte de Hungor, y empezó con este pequeño plantel. Selección y cuidadoso cruce, cirugía e incansable entrenamiento, la implantación de glándulas y mutación por medio de los Rayos X, formaron la base de sus métodos, y gracias a ellos realizó continuos progresos.
Al principio el dinero constituyó un grave problema, pero sus perros habladores pronto llamaron la atención del mundo y alcanzaron altos precios.
Cuando murió, los primitivos seis animales se habían convertido en miles, y había podido presidir la cría de veinte generaciones de perros. Una generación de mi raza sólo tardaba tres años. Stren había visto como su pequeña perrera en el jardín de su casa se convertía en una institución gigante, con un centenar de ayudantes y estudiantes, y encontró que el Mundo estaba dispuesto a ayudarle a alcanzar el éxito. Por encima de todo, tuvo la satisfacción de ver que los simples gestos de mover la cola habían sido sustituidos por un lenguaje básico en el corto espacio de unos años.
El movimiento que él inició continuó sin cesar. Luego de 2.000 años, teníamos un lugar al lado del hombre en su trabajo que hubiera sido inconcebible hasta para el mismo Roger Stren. Teníamos nuestras propias escuelas, nuestras casas, nuestro trabajo junto al Hombre, y una organización social propia. Inclusive nuestra independencia, cuando la deseábamos. Y el límite de nuestra vida ya no eran catorce años, sino cincuenta o más.
El Hombre, también había avanzado mucho en su propio camino. Las estrellas estaban ya a su alcance. La yerma superficie de la Luna había sido suya por siglos. Marte y Venus esperaban su llegada en grandes números y el Hombre había llegado hasta allí dos veces, aunque las expediciones no regresaron. Aquello parecía algo del inmediato futuro. Casi podía decirse que el Hombre había conquistado el Universo.
Pero no pudo conquistarse a sí mismo. Su progreso se vio interrumpido muchas veces porque debía luchar en los campos de batalla para matar a otros seres de su raza. Y ahora, el recuerdo de su pasado medieval hizo sentir de nuevo su influencia, y volvió a luchar entre sí. Las ciudades se derrumbaban para convertirse en polvo, y los fértiles valles del Sur se convirtieron en arenosos desiertos, mientras Chicago yacía cubierta por una verde niebla. Aquella niebla contenía una muerte que mataba lentamente, y el Hombre tuvo que huir de la ciudad para morir, dejándola sólo como una cáscara vacía. La niebla verde dominó a Chicago durante muchos días, meses y años. Mucho tiempo después de que el Hombre pereció.
Yo también marché a la guerra pilotando una aeronave construida para los seres de mi raza. Las diminutas bombas atómicas cayeron desde el vientre de mi nave encima de las casas y las granjas, sobre todo lo que había sido la obra del Hombre, quien había hecho a mi raza. Porque mi Hombre, me había ordenado luchar.
De algún modo, no morí en la guerra. Y después de la Gran Huída, cuando la mitad de los Hombres ya estaban muertos, reuní a mi pueblo y nos encaminamos hacia el Norte, donde algunos de mis Hombres habían escapado para hallar refugio de los estragos de la Guerra. De todas las obras del Hombre, sólo tres ciudades permanecían en pie... Envueltas en la verde niebla, sin embargo, eran inhabitables. Y el Hombre debió calentarse alrededor de pequeñas hogueras y esconderse en la selva cazando su alimento en pequeñas tribus. Sólo había transcurrido el primer año de la Guerra. Durante un tiempo, los Hombres y mi raza vivieron en paz, planeando la reconstrucción de todo lo que había sido destruido, cuando la guerra terminase por fin. Entonces llegó la Plaga. La antitoxina que habían inventado para contener los efectos de la Plaga resultó ineficaz y la enfermedad aumentó su virulencia. La Plaga se extendió a través de los Continentes y los mares, destruyendo al Hombre que la había creado. Sus efectos eran parecidos a los de una fuerte dosis de estricnina, haciendo que el Hombre muriera en medio de violentas convulsiones y náuseas.
Por un corto tiempo, el Hombre olvidó su guerra para unirse contra la enfermedad, pero ya era tarde. Implacablemente, la Plaga se extendió llegando inclusive hasta las pequeñas colonias que se habían fundado en el helado Norte. Y yo tuve que contemplar lleno de horror como los Hombres a mi alrededor caían presos de la mortal agonía. Por fin, nosotros los Hombres-Perros, quedamos solos en un Mundo destruido del cual el Hombre había desaparecido. Durante muchas semanas hicimos funcionar los pequeños transmisores de radio construidos para ser manejados por nuestras torpes patas, pero no conseguimos captar ninguna respuesta; y entonces comprendimos que el Hombre había muerto.
Era muy poco lo que podíamos hacer. Teníamos que cazar nuestro alimento como en los tiempos primitivos, y cultivar la tierra en la tosca forma que nuestras patas, ligeramente modificadas, nos permitían. Y la dura y helada tierra del Norte no era un lugar adecuado para nosotros.
Yo pude reunir las esparcidas tribus de mi raza en un grupo sólido, e iniciamos el largo camino hacia el Sur. Viajamos siguiendo las estaciones, deteniéndonos para plantar nuestros alimentos en primavera y cazando en otoño. Cuando nuestros trineos se hicieron inútiles por el uso no pudimos reemplazarlos, y nuestro progreso se hizo aún más lento. En ocasiones encontramos a gente de mi raza que vivían en pequeñas manadas. La mayoría habían revertido al estado salvaje y tuvieron que ser dominados por la fuerza. Pero poco a poco, siempre aumentando en número, continuamos nuestro viaje hacia el Sur. Buscábamos al Hombre; durante 50.000 años, nosotros los Hombres-Perros, habíamos vivido con y para el Hombre, y no deseábamos otra vida.
En medio de la selva de lo que antes fue el Estado de Washington, encontramos otro grupo que no había caído de nuevo en la anarquía de la ley del más fuerte. Poseían caballos para que trabajasen para ellos, inclusive toscos arreos y máquinas que podían hacer funcionar. Allí vivimos durante diez años, organizando un gobierno para nuestro pueblo, y construyendo una pequeña ciudad. Allí donde el Hombre podía utilizar sus manos, nosotros nos vimos precisados a inventar herramientas e instrumentos que pudieran ser manejados por nuestros torpes dientes y patas. Pero por fin encontramos una especie de felicidad, e inclusive hallamos algunos de los libros escritos por el Hombre con los cuales pudimos enseñar a nuestros jóvenes Hombres-Perros.
Entonces llegó a nuestro valle una tribu de Hombres-Perros, que se dirigían hacia el Sur, y nos dijeron que habían oído hablar de una de nuestras tribus que encontró refugio y sustento en una enorme ciudad de altísimas casas situada al lado de un lago en las tierras del Este. Aquello me hizo pensar que la ciudad en cuestión no podía ser otra que Chicago. La tribu de Hombres-Perros nómadas no había oído nada de la niebla verde, sólo sabía que la vida era allí posible.
Aquella noche alrededor de nuestras hogueras decidimos que si la ciudad era habitable era seguro que encontraríamos allí casas y máquinas diseñadas para ser operadas por nosotros. Y quizás habrían Hombres y la posibilidad de hacer crecer a nuestros hijos rodeados por las cosas a las que tenían derecho. Durante muchas semanas nos afanamos en prepararnos para el largo viaje hacia Chicago. Cargamos nuestros pobres posesiones en los toscos carromatos tirados por nuestros animales y empezamos el viaje hacia el Este.
El invierno estaba ya muy cerca cuando acampamos fuera de la ciudad, aún enorme e imponente. En los sesenta años que había permanecido abandonada nada había cambiado. Las fuentes de sus enormes plazas aún lanzaban altos chorros de agua, impulsadas por los motores automáticos.
Avanzamos sobre la tribu de Hombres-Perros que estaba en posesión de la ciudad, bajo el amparo de la noche, moviéndonos en silencio. Su tribu vivía en una gran plaza llena de basura, y en el acto pudimos observar que ni siquiera recordaban el uso del fuego del tiempo civilizado. Fue una lucha salvaje aunque de corta duración, sin que ni uno ni otro bando pidiera ni concediera cuartel. Pero aquellos Hombres-Perros se habían hundido demasiado en el salvajismo y habían crecido faltos de vigor en las protegidas casas de la ciudad del Hombre y su número no era tan grande como nos habían dicho. Cuando el sol se levantó por encima del lago, no quedaba ni uno solo de ellos que no hubiese perecido en la batalla o caído prisionero. A estos últimos esperábamos poder educarlos según nuestras costumbres. La antigua ciudad era ahora nuestra, y la verde niebla mortal había desaparecido después de tantos años.
A nuestro alrededor encontramos abundantes provisiones, y las fábricas de alimentos cuyo manejo yo conocía, las máquinas que el Hombre había construido para ser adaptadas a nuestras necesidades, las casas en las que podíamos vivir, inagotable energía producida por la destrucción del núcleo de los átomos, la cual sólo esperaba que cerrásemos los contactos de las fábricas para empezar a proveernos de fuer za, luz y calor. Inclusive con nuestra falta de manos, podíamos vivir allí en paz y seguridad durante innumerables siglos. Quizás allí mis sueños de adaptar nuestros pies al manejo de las herramientas del hombre y de continuar su obra resultarían posibles, aunque no consiguiéramos encontrar a ningún miembro de su raza.
Limpiamos todas las ruinas y escombros que cubrían la ciudad y nos instalamos en el Greater South Chicago, donde nuestra raza había tenido antes el barrio destinado para ella. Yo y unos pocos de los Hombres-Perros más viejos que habían sido enseñados por sus padres en las costumbres del Hombre, organizamos de nuevo nuestra vida social y pusimos en marcha las grandes máquinas que nos abastecieron de luz y agua. Por fin habíamos vuelto a una vida civilizada.
Cuatro semanas más tarde, uno de mis tenientes acompañó a Paúl Kenyon a mi presencia. ¡Un Hombre! ¡Vivo y real después de tanto tiempo! Kenyon sonrió y yo hice un gesto para que mis ayudantes nos dejaran solos.
—He visto vuestras luces —explicó — al principio pensé que quizás habían regresado algunos hombres, pero ahora comprendo que eso es imposible; pero evidentemente la civilización aún tiene sus seguidores, de modo que pedí a uno de los vuestros que me condujera ante su jefe. ¡Todo lo que queda del Hombre te saluda!
—¡Saludos! — jadeé —. Parecía que contemplaba de nuevo el regreso de los dioses. Me faltaba el aliento y una gran paz y bienestar invadió mi corazón. —Saludos y que tu Dios te conceda su bendición. Ya no me quedaban esperanzas de volver a ver al Hombre.
El movió la cabeza.
—Yo soy el último. Durante cincuenta años he estado buscando otros hombres, pero no queda ninguno. Bien, habéis hecho una excelente labor. Me gustaría vivir entre vosotros y trabajar aquí cuanto me sea posible. De algún modo he podido sobrevivir a la Plaga, pero aún siento sus efectos en ocasiones, y en estos últimos tiempos sufro ataques más y más frecuentes, y entonces no puedo moverme ni atender a mis necesidades. Es por eso que quiero reunirme con vosotros.
—Es gracioso — hizo una pausa —, me parece recordarte. ¿No eres Hungor Beowulf XIV? Yo soy Paúl Kenyon. ¿Quizás me recordarás? ¿No? Bien, hace ya mucho tiempo y eras entonces muy joven. Quizás el olor de mi cuerpo ha cambiado con la enfermedad. Pero esa mancha blanca que tienes en la frente aún la recuerdo perfectamente.
No se necesitaba más para que mi satisfacción fuese completa al recibir al Hombre entre nosotros.
Ahora teníamos a uno que poseía manos, y aquello nos sirvió de gran ayuda. Pero lo que era más importante es que era un Hombre, y ese solo hecho justificaba la razón de ser de nuestro trabajo. Pero a menudo, tal como me había anunciado, la antigua enfermedad se apoderaba de él y caía vencido en medio de violentas convulsiones, después de las cuales quedaba débil y cansado durante muchos días. Aprendimos a cuidarle, y a ayudarle en su lecho de enfermo del mismo modo que aprendimos, poco a poco, a cambiar nuestra organización social para adaptarse a su presencia. Y por fin, un día vino a mí con una sugestión.
—Hungor — dijo — si los dioses pudieran concederte un deseo, ¿qué pedirías?
—El regreso del Hombre. El antiguo régimen, donde podíamos trabajar juntos. Tú sabes tan bien como yo cuánto necesitamos al Hombre.
Sonrió con una torcida mueca.
—Por lo que parece, el Hombre te necesita mucho más a ti. Pero si este deseo no fuese posible, ¿qué pedirías?
—Manos — dije — sueño en poseer manos durante todas mis noches, y hago incontables planes durante el día, pero creo que nunca las alcanzaré.
—Quizás sí, Hungor. No te has preguntado nunca porqué sigues viviendo, después de haber sobrepasado el doble de los límites ordinarios de tu raza, mientras te mantienes en todo el vigor de la juventud. No te has preguntado nunca porqué he resistido a la Plaga que aún corre por mis venas y como es posible que sólo aparente tener treinta años, aunque ya hace más de setenta desde que nació el último Hombre.
—A veces he pensado en ello — contesté —, pero no tengo mucho tiempo para estas cuestiones ahora, y cuando lo hago... el Hombre es la única respuesta que conozco.
—Es una buena respuesta — dijo — sí, Hungor, el Hombre y su obra es la razón de ello. Por eso es porque te recuerdo. Tres años antes de la guerra, cuando alcanzabas tu madurez, llegaste una vez a mi laboratorio. ¿Recuerdas ahora?
—El experimento — dije—, ¿es por esto que me recordaste?
—Sí, el experimento. Yo alteré tus glándulas en cierto modo, e injerté nuevos tejidos en tu cuerpo, del mismo modo que lo hice en mi propio organismo. En aquel tiempo estaba buscando el secreto de la inmortalidad. Aunque no se presentó una reacción inmediata, mi procedimiento tuvo éxito, y no sé por cuanto tiempo podremos aún vivir o, mejor dicho, vivirás tú; por lo menos a mí me ayudó a resistir los efectos de la Plaga; aunque no la venció completamente.
De manera que aquella era la explicación. Kenyon quedó inmóvil contemplándome en silencio durante largo rato.
—Sí, sin que yo lo supiera, te salvé de la muerte, para que continuaras el trabajo del Hombre para él. Pero hablábamos de proporcionarte manos.
»Como ya sabes, existe un gran continente al Este de las Américas llamado África. Pero quizá no sepas que el Hombre trabajaba allí con los grandes monos, del mismo modo que ayudó a evolucionar a tu pueblo en este país. Nunca conseguimos tantos progresos como con vosotros. Empezamos demasiado tarde. A pesar de todo, hablan un sencillo lenguaje y eran muy útiles para trabajos pesados. Y pudimos cambiar sus manos de modo que el pulgar y los dedos quedaran opuestos igual que las mías. Allí, Hungor, están las manos que necesitas.
A partir de aquel momento Paúl Kenyon y yo preparamos nuestros planes cuidadosamente. En los hangares de los aeropuertos de la ciudad permanecían aún muchas aeronaves diseñadas para el uso de mi pueblo. Hasta aquel momento no había visto la necesidad de utilizarlas. Los aviones estaban en buen estado de conservación, como pudimos observar después de examinarlos, y mi entrenamiento de piloto resurgió con claridad cuando me elevé en el primer aparato. Sus depósitos contenían suficiente combustible atómico para dar la vuelta al mundo diez veces, y en las fábricas de la ciudad había depósitos de combustible en cantidades prácticamente inagotables.
Juntos, aunque él hizo la mayor parte del trabajo mecánico en los períodos que estaba libre de su enfermedad, desmontamos todos los instrumentos de guerra de aquellos aviones. De los 600 aparatos que hallamos, sólo dos estaban inutilizados, y el resto podrían servir para transportar unos 2.000 pasajeros además de sus respectivas tripulaciones. Si los Hombres-Monos, habían revertido a un estado de completo salvajismo, íbamos preparados para ello con tanques de gas narcotizante, por medio del cual podríamos dominarlos y atarlos en las carlingas de los aparatos para el viaje de regreso. En las casas de la ciudad, construimos viviendas suficientes y lo bastante fuertes para mantenerlos encerrados si era necesario, pero preparadas para que vivieran con comodidad si venían en son de paz.
En el primer momento pensé en dirigir la expedición personalmente, pero Paúl Kenyon me hizo ver que seguramente los Hombres-Monos aceptarían con dificultad el tratar con nosotros. En su lugar me convenció de que serían mucho más manejables si él mismo se dirigía hacia allí.
—Después de todo — dijo — los Hombres los educaron y cuidaron de ellos, y posiblemente nos recuerdan vagamente. Pero de tu raza sólo saben lo que conocen de los perros salvajes que son sus enemigos. Yo puedo ir allí y ponerme en contacto con sus jefes, protegido, desde luego, por tu raza. De otro modo, el contacto de vuestros dos pueblos, significaría una batalla.
Cada día, durante muchas semanas, llevé conmigo un pequeño grupo de nuestros jóvenes para enseñarles a manejar los controles de los aparatos. A medida que ellos quedaron instruidos, los primeros grupos se convirtieron en maestros de los otros. Fue una tarea que nos costó meses, pero mi pueblo conocía la necesidad de obtener manos del mismo modo que yo, y cualquier débil esperanza merecía los esfuerzos de todos nosotros.
Fue a fines de la primavera cuando partió la expedición. Yo pude seguir el viaje por medio de la televisión desde mi cuartel general en la ciudad, pero sólo podía manejar los mandos del aparato con cierta dificultad. Kenyon, desde luego, mantenía contacto conmigo desde el otro extremo cuando le era posible.
La expedición encontró una tormenta al atravesar el Océano Atlántico, y tres de mis naves se perdieron. Pero bajo la dirección de mi lugarteniente y de Kenyon, el resto consiguió atravesar la tempestad. Aterrizaron cerca de las ruinas de Capetown, pero no encontraron rastros de los Hombres-Monos. Luego transcurrieron semanas de explorar la selva y las llanuras. Encontraron muchos monos y gorilas, pero al capturarles hallaron que no eran otra cosa que las primitivas criaturas que la naturaleza había creado. Fue por un accidente como por fin hallaron el éxito. Habían establecido el campamento para pasar la noche, y encendieron hogueras para protegerse contra las bestias salvajes que poblaban la selva. Kenyon se encontraba en uno de sus raros momentos de buena salud. El transmisor de televisión había sido instalado en una tienda en los límites del campamento y él se encontraba allí radiándome un informe completo de lo sucedido durante el día. En aquel momento, de un modo abrupto, por encima de la cabeza del hombre pude contemplar en la pantalla un rostro tosco y peludo.
Kenyon debió haber notado algo porque empezó a volverse rápidamente pero se detuvo en el mismo instante, y se volvió lentamente. Frente a él se encontraba uno de los grandes monos. Estaba allí silencioso, mientras Kenyon lo miraba sin saber si era salvaje o medio civilizado. El animal también vaciló; luego adelantó dos pasos.
—Hombre... hombre — habló con dificultad — has vuelto. ¿Dónde estabas? Yo soy Tolemy, te he visto, y he venido a hablarte.
—Tolemy — dijo Kenyon sonriente — estoy satisfecho de verte Tolemy. Siéntate; vamos a hablar un rato. Estoy contento de haberte encontrado. Ah, Tolemy, pareces viejo; ¿fueron tu madre y tu padre criados por el hombre?
—Tengo ochenta años, creo. Es difícil recordar. El mismo hombre me crió hace mucho tiempo. Pero ahora soy viejo; mi pueblo dice que soy demasiado viejo para acaudillarlos. No querían que yo viniera a hablar contigo, pero yo conozco al Hombre. Fue bueno conmigo y tenía mucho café y cigarrillos.
—Yo también tengo café y cigarrillos, Tolemy — sonrió Kenyon espera, te traeré un poco. ¿Y tu pueblo, no encuentra la vida dura y difícil aquí en lo selva? ¿No te gustaría vivir conmigo en las ciudades?
—Sí, la vida es dura entre nosotros. Yo quiero regresar contigo. ¿Sois muchos Hombres?
—No, Tolemy — puso la taza de café y los cigarrillos frente al gran mono, quien bebió con ansiedad y encendió uno de los cigarrillos con una astilla que sacó de la hoguera más cercana —. No, pero tengo amigos que viven conmigo. Debes traer a tu pueblo aquí y dejar que todos seamos amigos. ¿Sois muchos?
—Sí, hacemos diez veces diez... casi lo que llamamos mil. Somos todo lo que queda del gran número de Hombres-Monos que vivían en la ciudad del Hombre antes de la Gran Lucha. Un Hombre nos puso en libertad y yo saqué a mi pueblo de allí y desde entonces hemos vivido en la selva. Mi pueblo quería dividirse en pequeñas tribus, pero yo conseguí reunirlas en una sola, y ahora estamos seguros. Pero la comida es difícil de hallar.
—Nosotros tenemos mucha comida en la gran ciudad, Tolemy, y allí hay amigos que te ayudarán, si estáis dispuestos a trabajar con ellos. ¿Recuerdas a los Hombres-Perros? ¿Estarías dispuesto a trabajar con ellos igual que lo hicisteis con el Hombre si te tratasen como el Hombre te trató y te alimentasen e instruyesen a tu pueblo?
—¿Hombres-Perros? Recuerdo bien a los Hombres-Perros. Eran buenos con nosotros pero aquí los perros son malos. Percibí el olor de perros en ese campamento: pero no eran iguales al perro que nosotros conocemos, y mi nariz no se sintió segura de la verdad. Yo trabajaría satisfecho con los Hombres-Perros, pero mi pueblo tardará algún tiempo en acostumbrarse a ellos.
Los informes que radiaron en los días siguientes me informaron de los rápidos progresos realizados. Pude ver como los grandes monos llegaban en parejas y en pequeños grupos para saludar a Paúl Kenyon, quien les dio alimentos y les presentó a mi gente. El trabajo progresó lentamente, pero a medida que los primeros empezaron a perder el temor que sentían hacia nosotros, los siguientes costaron menos de acostumbrarse a nuestra compañía. Sólo unos pocos entre ellos se resistieron a venir con nosotros y permanecieron en la selva.
Los cigarrillos que gustaban al Hombre, pero que mi raza nunca usó, sirvieron de gran ayuda, ya que los grandes monos aprendían a fumar con gran facilidad.
Pasaron varios meses antes de que la expedición regresara. Cuando volvieron traían consigo 900 de los grandes monos y Paúl y Tolemy habían iniciado su reeducación. Nuestro primer cuidado fue un cuidadoso examen médico de Tolemy, pero encontramos que se encontraba en perfecto estado de salud y que aún poseía el vigor de un gorila joven. El Hombre había conseguido extender en gran manera los límites de la edad de su raza como lo había hecho con la nuestra y evidentemente obtuvo un completo éxito en el caso de Tolemy.
Ahora los grandes monos ya han permanecido con nosotros durante tres años y en este tiempo les hemos enseñado a usar sus manos de acuerdo con nuestras instrucciones. Por encima de nuestras cabezas los enormes coches del ferrocarril monorrail funcionan de nuevo y las fábricas trabajan a plena capacidad. Los Hombres-Monos son rápidos para aprender, y poseen una gran curiosidad que les hace asimilar con rapidez cualquier conocimiento nuevo. Todos ellos se sienten satisfechos aquí y se multiplican con facilidad. Ya no necesitamos lamentarnos de la falta de manos; quizás en el futuro y con su ayuda podamos desarrollar nuestras patas delanteras aún más, y aprender a caminar erectos como lo hacía el Hombre.
Hoy acabo de regresar del lado de la cama de Paúl Kenyon; en estos días pasamos juntos la mayor parte de nuestro tiempo. Quizás debería incluir en ello al fiel Tolemy, ya que entre los tres se ha desarrollado una gran amistad.
Y... nosotros, los Hombres-Perros, hemos seguido el camino del Hombre durante 50.000 años. Su recuerdo se encuentra demasiado profundamente implantado en nuestras mentes para que cambiemos. De todas las criaturas de la Tierra, los Hombres-Perros han seguido al Hombre hasta el fin. Mi raza no puede convertirse en el dueño de la Tierra. Ningún perro se sintió nunca completamente feliz sin la compañía del Hombre. Es posible que en el futuro los Hombres-Monos sean nuestros propios hombres.
Esto es un sueño agradable, pero seguramente no un imposible.
Kenyon sonrió cuando le hablé de todo esto la última vez y me advirtió en su tono de broma que usa cuando quiere decir sus pensamientos más serios, de que no los hiciera demasiado parecidos al Hombre, para impedir que otra Plaga los destruyera. Bien, podemos precavernos contra esa posibilidad. Creo que él también tiene sus sueños para el futuro. Pienso que muchas veces sueña en que el Hombre resurgirá, ya que las lágrimas se asoman a sus ojos y en esta ocasión pareció sentirse satisfecho de mis palabras.
Ahora hay poco que podamos hacer para complacerle, mientras se encuentra solo, torturado por el dolor, esperando la lenta muerte que sabe debe llegar inexorablemente. Su enfermedad ha ido empeorando, y la Plaga hace sentir sus efectos con más dureza cada día.
Todo lo que podemos hacer es darle calmantes para mitigar su dolor, aunque Tolemy y yo hemos conseguido aislar el virus de la Plaga que hallamos en su sangre. Parece ser una forma extraña de cólera, y con esta información proseguimos nuestros experimentos. El suero de la vieja Plaga nos ofrece una pista, y algunas de las medicinas que hemos preparado parecen aliviarle, aunque no le han curado por completo.
Sólo se trata de una esperanza. No le he hablado de nuestros experimentos, porque sólo un golpe inesperado de suerte nos puede hacer llegar al éxito antes de que muera.
El Hombre se muere. Aquí, en nuestro laboratorio, Tolemy sigue repitiendo algo entre dientes: creo que se trata de una plegaria. Quizá el Dios que conoció de boca del Hombre se mostrará compasivo y nos concederá el éxito que deseamos.
Paúl Kenyon es todo lo que queda del viejo Mundo que Tolemy y yo amábamos. Sigue allí tendido en la cama de la enfermería, gimiendo en medio de su agonía, y muriendo lentamente. A veces, contempla a través de los cristales de la ventana el vuelo de los pájaros que se dirigen hacia el Sur; los mira como quien nunca volverá a contemplarlos de nuevo. ¿Será posible que ello suceda? Algo que una vez murmuró sigue siempre presente en mi memoria: «Ningún Hombre conoce su destino final...»
Fin