Publicado en
abril 16, 2017
Una casa puede convertirse en un desorden si llegan dos huéspedes aficionados al espagueti y a las enaguas.
Por Rusking Bond (escritor para niños, nació en Kasauli (La India) en 1934. Su primera novela The Room on the Roof ("El cuarto en la azotea") ganó en 1957 el Premio John Llewellyn Rhys.
UNA MAÑANA de invierno, en 1942, mi abuelo y yo encontramos una pequeña lechuza moteada (Athene brama) cerca de los escalones de la terraza de nuestra casa en Dehra Dun. Cuando mi abuelo recogió el ave, esta silbó y picoteó pero después de que comió carne cruda y tomó agua se acomodó debajo de mi cama.
Este tipo de lechuza, aun completamente desarrollada, es tan pequeña como un myna (ave asiática de la familia de los estorninos) y su apariencia no se parece en nada a la de las lechuzas grandes. Anidan en parejas en los árboles de mango o de tamarindo y golpeando en el tronco se puede conseguir que asomen su cara inquisitiva.
Este pájaro normalmente no teme al hombre ni es estrictamente nocturno. Pero prefiere quedarse en su nido durante el día para evitar el ataque de otros pájaros que consideran a las lechuzas como sus enemigos.
La lechucita parecía feliz bajo mi cama. Al día siguiente encontramos otra casi en el mismo lugar de la terraza y sólo entonces nos dimos cuenta que en la salida del desagüe del techo había un nido rudimentario, de donde se habían caído los pajaritos. Pusimos a esta segunda lechuza con la primera y las alimentamos.
Cuando me fui a acostar, ellas estaban en el reborde de la ventana, exactamente en el interior de la tela metálica, y fue allí donde las encontró su madre ya en la noche. Desde afuera canturreó y gorjeó un largo rato, y por la mañana vi que había dejado un ratón con la cola encajada en la tela metálica. Sin duda, no confiaba en un chiquillo como padre adoptivo de sus crías.
Los pajaritos crecieron y diez días más tarde, al amanecer, mi abuelo y yo los llevamos al jardín para soltarlos. Había puesto a uno en la rama de un árbol, y mientras me inclinaba para recoger al otro recibí un golpe en la cabeza. Uno o dos segundos después, la madre lechuza se abalanzó sobre mi abuelo, quien la evitó.
Rápidamente, puse la segunda lechucita bajo el árbol. Luego, desde una distancia prudente, vimos cómo la madre llevaba a sus hijos hacia la hierba alta en el extremo del jardín.
Creímos que con su familia se íba a alejar de los alrededores de la casa, pero a la mañana siguiente, al salir de mi cuarto, encontré a las dos lechucitas en la terraza.
Corrí a decírselo a mi abuelo y cuando volvimos encontramos a la madre cerca de allí sobre una silla. Era evidente que lamentaba su comportamiento del día anterior, porque nos saludó con un suave "huuu-huuu".
—¡Esa es una madre sin egoísmo! —observó mi abuelo—. Es obvio que quiere que cuidemos a sus crías. Quizá están creciendo demasiado para que ella las maneje.
Así, las lechucitas se convirtieron en miembros de nuestra familia y fueron de los pocos animalitos domésticos que cayeron bien a mi abuela. Ella, que nunca quiso saber de las serpientes, monos o cuervos que habíamos tenido como mascotas en diversas ocasiones, se acostumbró a ellas. A menudo les daba de comer espagueti y lo saboreaban. Sin duda se encariñaron tanto con mi abuela que empezaron a mostrar afecto por cualquiera que usara enaguas, incluyendo a mi tía Mabel, quien les tenía terror. Mi tía salía gritando cada vez que alguna de estas pequeñas aves se le acercaba de manera amistosa. Aunque mi abuelo y yo las habíamos cuidado, las lechucitas a veces erizaban las plumas y daban de picotazos a quien llevara pantalones. Para evitar su desagrado mi abuelo solía ponerse enaguas para alimentarlas y yo llegué hasta a ponerme un delantal, hecho que pareció satisfacerlas.
En respuesta a la voz de mi abuela, emitían sonidos suaves y tranquilos como el ronronear de un gato, pero cuando había lechuzas salvajes por los alrededores, las nuestras perforaban la oscuridad con reclamos que helaban la sangre.
La caza de escarabajos era su ocupación nocturna, y la cocina un sitio propicio para realizarla. Gracias a sus ojos penetrantes y picos poderosos eran excelentes exterminadoras de insectos caseros.
A las lechucitas les encantaba sentarse y chapotear en una fuente, sobre todo si se les echaba agua fría. Se empapaban, saltaban luego a la percha, se sacudían y volvían para un segundo y a veces hasta un tercer chapuzón. Durante el día dormitaban en la percha de los sombreros y por la noche recorrían la casa en libertad.
Recordando aquellos días de mi niñez, me viene a la mente el cuadro de mi abuela en su mecedora con una lechuza echada sobre su delantal.
En cierta ocasión, entré a su cuarto mientras ella dormía la siesta y descubrí a una de las lechuzas acurrucada junto a mi abuela en la almohada. Tanto ella como la lechucita roncaban.
CONDENSADO DEL "SUNDAY TRIBUNE" (12-VIII-1978). DE CHANDIGARH (LA INDIA). ILUSTRACION kEITH FRANCIS