GALES, UN ESTADO DE ÁNIMO
Publicado en
abril 16, 2017
Por Jan Morris.
¿DE DÓNDE viene? —me preguntó en la isla de Creta un griego.
—De Gales —respondí.
Se quedó un momento pensativo, y luego exclamó entusiasmado:
—¡Qué maravilloso!
No todos responden tan apasionadamente al hablar de Gales. De hecho, son muy pocas las personas que han oído hablar de él; para algunos es muy frecuente que el nombre les evoque imágenes sombrías de pueblos mineros y aldeas cubiertas de neblina en donde se extrae la cantera; imágenes de montañas perdidas bajo la lluvia; imágenes de lo incomprensible de sus nombres. Hay lugares que a casi todo el mundo gustan, lugares cuya reputación anima a cualquiera. Gales no está entre ellos; unos lo aman y otros lo desprecian. Gales es ambiguo. Gales es exigente. Gales nunca es sencillo.
Más que un país es un estado de ánimo... en el sentido musical y poético, así como en el temperamental. ¿Y en qué consiste ese humor galés? Es más que un simple coro de voces masculinas y de bellos paisajes, juegos de rugby y congresos de arpistas; es una idea, o una alusión, o un recuerdo, o un sueño; o más bien, los cuatro fundidos en un sentimiento de admiración que mi amigo griego, versado como estaba en los mitos y maravillas de los mares homéricos, descubrió instintivamente en los valles de Cymru.
¡Cymru!, el nombre galés para Gales, lleva intrínseca una cualidad clásica, ya que en su origen significaba camaradería, grupo de compatriotas. El primer sentimiento del galés, aun hoy, es una inclinación íntima a la reserva o la confabulación. De hecho, aunque antiguamente los galeses nunca estuvieron unidos, y aun cuando todavía son gente que gusta de discutir sus diferentes puntos de vista, tienen un fuerte sentimiento del destino compartido. En un extremo se siente uno inmerso en el estrecho engranaje de la vida del pueblo galés, donde se encuentran unidas la taberna y la escuela, la capilla y la tiénda, en un lazo mucho más indestructible que cualquier otra cosa en Inglaterra; el otro extremo se ve en la devoción casi religiosa, en el Parque de Armas de Cardiff, cuando los quince héroes del equipo de rugby salen a competir, animados no sólo por los sonoros himnos de los galeses, sino también por su gran sentido de la fraternidad. Todavía conservan la tradición en la que se encuentra envuelto este misterioso compañerismo y el magnetismo de la permanencia que rodea a la gente que siempre ha vivido en el mismo lugar, inalterado cultural y emocionalmente, segura de su identidad.
Nada hay más viejo en el mundo que una roca de Gales, su base gris, cubierta de liquen, inclinada, como pensativa, hacia un lado en el terreno pantanoso o en los terrenos altos, azotados por la brisa marina. No hay casas más armónicamente enclavadas en el paisaje que las de las granjas de la campiña galesa, a veces como rocas, prolongaciones de los riscos de las montañas, vigiladas por los mismos perros agazapados, impregnadas por el mismo olor a humo que seguramente las protegieron y perfumaron hace miles de años. Para quienes saben observar, ningún rincón de Gales está vacío: sus habitantes siempre están presentes, si no en la figura solitaria de un pastor en la ladera de la montaña, sí en forma de los fantasmas de todos sus antepasados.
El paisaje de Gales es maravillosamente caprichoso; los mismos galeses lo admiten. Aunque frecuentemente esté lluvioso, envuelto por la neblina que desciende desde las montañas, marcado en el sur por el industrialismo y en el norte por el exceso de turismo, aun así Gales me parece el país más bello. Nada hay demasiado grande, nada demasiado extendido, lo árido y lo fértil se alternan en una armonía platónica; las escarpadas montañas del este, la gran bahía Cardigan en el oeste, dan al paisaje una grata unidad.
Hay pocos trayectos tan agradables en Europa como el que tengo que recorrer cada semana desde mi casa, en Gwent, hasta el lugar de mi trabajo, en Gwynedd. El camino me lleva por los fértiles valles de Powys —miedosos frente a las frías tierras altas del centro de Gales—, desierto que flanquea magníficamente a Snowdonia, relicario de leyendas galesas. Mi recorrido continúa hasta que en la tarde llego a un punto de la carretera desde donde se puede ver el pequeño castillo de Criccieth, vigilante desde su altozano al lado del azul-gris del mar.
Pero no es el paisaje, ni siquiera la historia, quien forja la forma de ser de un país; es su gente. Más que a la mayoría de los demás grupos humanos, la experiencia ha complicado, casi oscurecido, a los habitantes de Gales. Durante muchos siglos se vieron divididos en principados insignificantes, de tal modo que hasta la fecha los habitantes del norte y los del sur son muy diferentes entre sí. Durante los siglos XVIII y XIX, se vieron a la vez sometidos y elevados por las solemnes enseñanzas de los evangélicos no-conformistas; y a lo largo de muchas generaciones han estado, en un grado u otro, sujetos no sólo a la autoridad, sino a la influencia, el ejemplo y absoluta presencia de los ingleses.
Así que es preciso pasar por una serie de inhibiciones para llegar a conocer el verdadero carácter de los galeses; una vez logrado, si se posee el don de simpatía o la paciencia suficiente, se recibe una sorpresa encantadora. La reputación de que hoy gozan los galeses en general, creo, es la de ser gente terca y desconfiada, aun cuando no siempre haya sido así (en la Edad Media tenían fama de ser las personas más alegres de toda Europa, especialmente por su afición a la música y al baile). Al conocerlos ya sin máscaras, como después se dará cuenta el viajero, siguen siendo muy alegres, ingeniosos, a menudo secos e irónicos, a veces fuertemente rabelesianos (de imaginación exuberante y humor grosero).
La mayoría de quienes permanecen en Gales el tiempo suficiente, se enamoran de él porque aprendieron a pasar por alto las características adquiridas de la historia, el síndrome galés-es-un-galés, al descubrir el espíritu sincero y generoso detrás de todo esto.
Yo soy anglo-galés (de padre galés y madre inglesa), tal vez por eso se me puedan perdonar estas hipérboles patrióticas. La verdad es que la mayoría de quienes nos consideramos galeses nos alegramos de serlo. Cecil Rhodes dijo que el nacer británico era ganar el primer premio en la lotería de la vida. La gente como yo creemos que hemos ganado algunos dividendos no anunciados en el folleto.
CONDENSADO DE "COSMOPOLITAN" (AGOSTO DE 1979) © 1979 POR JAN MORRIS