EL CASO DE LAS GOLOSINAS PELIGROSAS
Publicado en
abril 27, 2017
Scott Tamaren y su madre.
Scott Tamaren era un chiquillo activo, inteligente y afectuoso. Luego, de la noche a la mañana, se produjo en él un cambio siniestro, cuya causa nadie conocía.
Por Stanley Englebardt.
TODO EL verano de 1977, Scott Tamaren, de seis años, había esperado con ansia su ingreso en el primer grado de la Escuela Renbrook, en la población estadounidense de West Hartford (Connecticut). Las primeras calificaciones que obtuvo llegaron a sus padres acompañadas de elogios. "Cada vez muestra más confianza en sí mismo. Hace un verdadero esfuerzo para escuchar con atención y se dedica seriamente a su tarea", comentaba la maestra. "Pero luego", cuenta Michele, su madre, "fue como si el niño hubiera ingerido alguna diabólica poción".
El primer indicio se manifestó después de Navidad, cuando Scott comenzó a tener mala conducta en clase y a pelear con sus condiscípulos a la menor provocación. La profesora notó una falta de atención, confusión para realizar incluso las tareas más simples y cambios en el comportamiento del pequeño, quien pasaba en un instante de la necedad a la arrogancia.
A principios de la primavera, su conducta empeoró decididamente. Cuando sus amigos iban a su casa a jugar, les pegaba, los empujaba y molestaba. Sí la madre intervenía, se iba furioso a su habitación, azotaba la puerta y pateaba la pared. Lloraba sin motivo y ya no era capaz de fijar la atención por más de dos o tres minutos.
Sin embargo, los cambios físicos resultaban más inquietantes. Le aparecieron ojeras; y su rostro, antes iluminado por una rápida y contagiosa sonrisa, adquirió una expresión cansada y atormentada; su cutis palideció.
Luego comenzó a quejarse de dolores de cabeza y estómago, pero las pruebas a las que el médico lo sometió no aclararon la causa, y era cada vez más incontrolable.
De noche se despertaba, víctima de frecuentes pesadillas, cubierto de sudor y con dolorosos calambres en las piernas. Cuando dormía, apretaba las mandíbulas y hacía rechinar los dientes. Tardaba horas en conciliar el sueño y era difícil despertarlo en la mañana.
La maestra argumentó que probablemente tenía alguna incapacidad de aprendizaje. Michele, quien enseñaba a niños que padecían de este defecto, nunca había visto que tales criaturas se agravaran con tanta rapidez. Al acercarse el fin de año escolar, el agotamiento mental y físico del pequeño obligó a sus progenitores a retirarlo de la escuela.
En esta etapa la familia se preparaba para trasladarse a Massachusetts, donde el padre de Scott, quien era médico, ingresaría a un programa de residencia en un hospital. Pero justo antes de la mudanza, el niño tuvo un fuerte ataque de urticaria y congestión nasal. Una vez más, un minucioso reconocimiento médico, que incluía la opinión de dos especialistas en alergias, no manifestó ningún desorden fisiológico como no fuera una alergia al césped.
En junio de 1978, cuando la familía ya estaba establecida en su nueva residencia, Scott se calmó y volvió a ser como en sus buenos tiempos. Sólo uno de los síntomas persistía: un continuo deseo de ingerir golosinas.
Cierto día, mientras veraneaban en Cape Cod, el chiquillo descubrió una pequeña y antigua tienda de dulces. Con 75 centavos de dólar, corrió de un mostrador a otro comprando chicles, caramelos y gran variedad de dulces. En tres horas había consumido todo lo comprado. De vuelta a su casa, el niño feliz le dijo a su madre: "Este ha sido un día especial". Ninguno de los dos sospechó lo profético de esas palabras.
Durante la noche, unos gritos desesperados despertaron a Michele. Scott tenía calambres en las piernas. "Hablaba como un disco rayado, me pedía que lo llevara afuera", recuerda la madre. En el portón de la aislada casa veraniega, se soltó y salió a la carrera. Durante dos horas ambos corrieron por un camino aislado, mientras el niño reía y lloraba intermitentemente.
"No sé qué me pasa. No puedo parar", repetía. Por fin, Michele lo levantó y regresó a la cama.
Horas más tarde, mientras vigilaba a su hijo durante otro episodio de sueño inquieto, las piezas del rompecabeza comenzaron a caer en su sitio. "No me cupo duda de que las golosinas consumidas esa tarde fueron la causa de una violenta reacción química. Puesto que los, síntomas de esa noche eran parecidos a los de la primavera anterior, me convencí de que sus problemas estaban relacionados tanto con la época del año como con los alimentos ingeridos", comenta Michele.
Comenzó a observar las reacciones de Scott con atención. Después de comer maíz, el niño se reía de manera incontrolable, y las vitaminas con gusto a menta casi siempre le producían dolor de estómago. A menudo hablaba de sus conclusiones con su marido, y él, también, estaba de acuerdo en que podría tratarse de alguna alergia desconocida. Así que Michele reglamentó rigurosamente las comidas de Scott, evitando aquellas demasiado dulces, y la respuesta del niño fue favorable.
Durante el verano no hubo más incidentes, y él pudo iniciarse en la nueva escuela sin dificultad. Como el año anterior, Scott pasó el otoño más o menos tranquilo. Sin embargo, en febrero, volvieron a surgir algunos de los antiguos problemas de aprendizaje.
Michele decidió llevarlo con diferentes especialistas, pero no obtuvo resultados. Luego asistió a un congreso de la Asociación para Niños con Incapacidad de Aprendizaje de Massachusetts, donde oyó una conferencia dada por el Dr. William Crook, pediatra. Lo escuchó con gran interés cuando describió a los pacientes que sufrían del "síndrome de fatiga y tensión alérgicas":
"Los niños que tienen este problema pueden ser hiperactivos, se cansan, irritan o deprimen fácilmente. Muchos sufren de insomnio, dolores musculares, transpiración en la noche y tienen pesadillas. Una alta proporción padece de congestión de las vías respiratorias altas, y tienen ojeras o bolsas bajo los ojos. Otros síntomas comunes son: agresividad y deficiencia en la incapacidad. de aprender".
—Dios mío! Ha detallado a mi hijo —le comentó Michele a su vecina.
"Una cosa provoca la otra, y resulta difícil determinar la causa de cierta conducta o el cambio en la capacidad de aprender", le explicó después el Dr. James O'Shea, un pediatra especialista en alergias, que había asistido a la conferencia. Al terminar la reunión, Michele se acercó al médico y le preguntó si podría hacer algo por su hijo.
Poco después, el Dr. O'Shea sometió a Scott a una serie de pruebas: le inyectó bajo la piel del brazo pequeñas dosis concentradas de diferentes sustancias, como alimentos y extractos inhalantes, que le produjeron, en su mayoría, sólo una pequeña mancha rosada en la piel, pero otras sustancias aumentaron el diámetro de esta mancha hasta varios milímetros en unos minutos, y además provocaron un visible cambio de conducta en el niño.
"Cuando le inyectaron el extracto de pasto", cuenta Michele, "vi a Scott pasar de la tranquilidad a la inquietud". El azúcar lo hizo correr alrededor del cuarto; el maíz, reír, y la manzana le produjo urticaria. Se demostró que era sensible a 20 alimentos comunes.
El extracto inhalante indicó alergia a la mayoría de los mohos, hierbas, malezas, árboles y polvo. "Esto explicaría los trastornos en primavera", comenta la madre. "Los alergenos no sólo estaban en su estómago, sino también en el aire, perturbando por completo su organismo".
El tratamiento consiste en dar alimentos neutralizantes y gotas de extractos inhalantes. Los científicos sospechan que estos extractos inhiben el sistema inmunológico provocando que no reconozca los alergenos como sustancias extrañas. En la mayoría de los casos los síntomas desaparecen.
Aunque Scott demostró tener sensibilidad al trigo, al azúcar, al maíz y a los huevos, ahora puede comer estos alimentos en cantidades moderadas. Dosis neutralizantes de extractos inhalantes disminuyen o eliminan los síntomas respiratorios cuando hay polen y moho en la atmósfera.
Michele ha hecho también cambios básicos en el régimen alimenticio de su hijo. "Evitamos en especial aquellos alimentos que contienen agentes conservadores, colorantes artificiales y otras sustancias químicas", explica la madre. Las investigaciones demuestran que muchos aditivos pueden tener un gran efecto en el comportamiento de niños sensitivos.
DOS SEMANAS después de comenzar el tratamiento, se notó una mejoría asombrosa en Scott. La congestión respiratoria, las pesadillas y los calambres desaparecieron; las ojeras disminuyeron; dormía con facilidad y despertaba repuesto. Las alteraciones del ánimo fueron reemplazadas por un estado uniforme de buen humor. Y cuando en la primavera llegaron las calificaciones de la escuela, el informe, escolar empezaba: "¡Qué transformación se ha operado en Scott!"
Pero quizá el mayor cambio lo expresó él mismo al contestar a su asesora educacional, Mary Macary, cuando lo examinó en 1978.
—¿Quién es Scott? —le preguntó.
—Scott es un tonto —respondió entonces el niño.
Pero en el verano de 1979, la respuesta fue muy distinta:
"Scott es un chico muy feliz", escribió una y otra vez.