Publicado en
marzo 24, 2017
A más de la familia inmediata, contamos con las que integran nuestros amigos íntimos. De estas, nos hace falta cuando menos una, y muchas enriquecen nuestra existencia.
Por Jane Howard.
HAY DÍAS en que mi escritura, como la de mi madre, se inclina hacia la derecha, optimista y un poco caprichosa; otras veces se parece a la de mi padre: decidida, vertical. Mis progenitores y mi hermana vivirán en mis nervios, en mis músculos y en mi pensamiento hasta el día en que me muera. Pero no son los únicos.
El problema con muchos de nuestros parientes es que viven muy lejos. En situaciones de emergencia, corremos a su lado —y ellos al nuestro—, aunque haya que cruzar continentes; pero por lo común viven tan lejos que les resulta imposible poder devolvernos la calma de un día para otro. En tales casos debemos recurrir a nuestras familias de amigos.
Estas nuevas familias pueden consistir en amigos ocasionales que nos depara el azar, o los íntimos, que nosotros elegimos. Los primeros son esas personas con quienes coincidimos en la escuela, el trabajo o el vecindario. Saben donde fuimos el fin de semana y si todavía tenemos catarro. Basta que estén cerca para que adquieran cierta importancia provisional en nuestra vida, como nosotros en la suya. Si nos mudásemos, probablemente en seis meses o dos años quedaríamos borrados, ellos y nosotros, de nuestras memorias... a menos que nos hayamos convertido en amigos íntimos.
El amigo íntimo es el que me ve como una de las mejores versiones de mí misma. Armonizamos con él y también podemos estar juntos en silencio. Nos llamamos por teléfono a horas en que jamás nos atreveríamos a molestar a cualquier otra persona. No confundimos cortesía con generosidad. En ocasiones discutimos. Viajamos juntos, y si estamos cortos de tiempo y dinero, nos basta un recorrido por la ciudad. Por cualquier parte, con tal de reunir, afinar y comparar nuestras reacciones. Y en ese ir y venir asimila el uno las experiencias del otro.
Las amistades son milagrosas y sagradas, y lo son más, si nos llevan al equivalente de un clan. Como parte de seis o siete tribus, además de aquella en la cual nací, he tratado de precisar qué características son comunes a ambas especies de familia. He aquí mis conclusiones:
• Las buenas familias tienen un jefe, una heroína o un fundador, alguien alrededor del cual se congregan los demás y cuyas obras y ejemplo estimulan a realizar acciones similares. Ciertas dinastías de sangre producen tales figuras con regularidad; otras languidecen y pasan varias generaciones hasta que surge nuevamente un líder. Todo clan necesita de vez en cuando una figura así, y en ocasiones un clan fundado sobre otros lazos que no son los de sangre, abriga varios de esos personajes a un mismo tiempo.
• Las buenas familias cuentan con un medio de enlace: alguien que no puede menos de mantenerse enterado de lo que hacen o proyectan todos los demás. Este papel, como el anterior, se asume; no se asigna. Hay siempre alguien que se ofrece, que se siente a menudo impulsado a formar álbumes de fotografías y recortes de periódico para que el clan pueda ver pruebas tangibles de su propia continuidad.
• Las buenas familias son hospitalarias. Conscientes de que un anfitrión necesita de invitados tanto como estos necesitan de anfitriones, aceptan generosamente en su seno a los amigos como miembros "honorarios" del grupo familiar. Estos clanes exudan la viva impresión de ser periféricos anillos de parientes, vecinos, maestros, estudiantes y compadres, cualquiera de los cuales podría abrirse paso o deslizarse al interior del círculo, dentro del cual toma forma un feudalismo emocional sano y silencioso. Significa esto que mi amiga puede pedirme que cuide a sus chicos durante las dos semanas que pasará en el hospital y que, por inconveniente que me resulte, me las arreglaré para hacerlo. Significa también que puedo telefonearle en la tarde de un domingo triste y fastidioso sabiendo que me invitará a su casa de inmediato.
• Las buenas familias afrontan sin rodeos las calamidades. Digna de lástima es la tribu que no cuente al menos con un tipo excéntrico y estrafalario. No lo es menos la que supone que puede evitar las aflicciones, herencia forzosa de la carne. La locura, la bancarrota, el suicidio y otras calamidades inimaginables abruman, tarde o temprano, al más noble de los clanes. La vida familiar es una serie de hechos inevitables, y hace falta valor para considerar ciertos acontecimientos como bendiciones más que como calamidades.
• Las buenas familias, no sólo las que lo son por lazos de sangre, tienen que hallar algún medio para enlazarse con la posteridad. ¿Qué hemos de hacer los que no tenemos hijos? ¿Levantar edificios? ¿Plantar árboles? ¿Escribir libros, sinfonías o leyes? Tal vez. Pero, aunque lo hiciéramos, deberíamos contar con niños que ocuparan las proximidades, si no el centro, de nuestra existencia. Triste empobrecimiento el nuestro si no vemos con regularidad a aquellos que se espera nos sobrevivan varios decenios, si no hablamos y reímos con ellos, si no les demostramos interés.
• Las buenas familias también honran a sus mayores. Cuanto más varíe la edad de quienes integran la tribu, mayor será su solidez. Hoy hay muchos más abuelos que antes, en que la longevidad era más rara. Si los verdaderos abuelos no están junto a nosotros, ninguna familia debiera tener dificultades en hallar sustitutos a quienes rendir sincero homenaje.
Cierto día, en el vestíbulo del edificio de apartamentos de una amiga, vi que dos enfermeras, una a cada lado, ayudaban a salir del ascensor a una anciana marchita y de mirada fija, que no pesaría más de 30 kilos. Con gran trabajo recorrió lentamente los tres peldaños que la separaban de la acera, donde un automóvil esperaba para trasladarla a un asilo.
La mujer, de 90 años, había caído aquella mañana y se había lesionado, según nos contó el portero del edificio. Llevaba 40 años viviendo allí; había perdido a todos sus parientes, y los escasos amigos que todavía sobrevivían ya no la frecuentaban.
—Pero, ¿cómo puede ser? —pregunté a mi amiga— Nosotras nunca estaríamos tan solas, ¿verdad?
—Sin embargo, estas cosas suceden —repuso.
Quizá podamos evitar que ocurran si prestamos más atención a nuestros clanes, tribus y diversas especies de familias. Ningún fin me parece más urgente, ni obra alguna más digna de elogio.
CONDENSADO DE "FAMILIES". © 1978 POR JANE HOWARD. ESTE ARTÍCULO TAMBIÉN APARECIÓ EN "WOMAN'S DAY" (20-XI-1978).