TIEMPO PARA DESCANSAR (John Wyndham)
Publicado en
marzo 24, 2017
I
El panorama no era gran cosa. Para ojos que habían visto los paisajes terrestres, no era más que una parte cualquiera del escenario corriente de Marte. Hacia el frente y a la izquierda, las lisas aguas con su sedosa superficie, se extendían hasta el horizonte. A una milla o más hacia la derecha, se percibía la baja costa de arenas rojizoamarillentas de las que sobresalían matojos de plantas semejantes a los juncos o grupos de arbustos escuálidos. En la lejanía se divisaban las blancas coronas de las montañas purpúreas.
Bert dejaba que el bote le fuera llevando bajo el suave calor del mediodía. Tras él, la estela se iba extendiendo en blandas ondulaciones que pronto se aquietaban. Más atrás, el inmenso silencio se cerraba de nuevo y no quedaba nada que indicase que él había pasado por allí. En el transcurso de su lento viaje de varios centenares de millas el paisaje apenas había cambiado.
Su bote era una embarcación extraña. Ni en Marte ni en ningún otro lugar había nada que se le pareciera, porque lo había construido él mismo sin saber nada de arquitectura naval. Al principio había tenido una especie de plano o idea básica que se le había ocurrido, pero a medida que los desarrollaba tuvo que modificarlos tantas veces que mayormente había surgido empíricamente de las planchas y materiales que pudo encontrar. El resultado de sus esfuerzos tenía algo de sampán, batea y depósito de agua de lluvia; pero Bert estaba satisfecho con él.
Se tendió con los brazos y piernas extendidos en confortable indolencia a la popa de la embarcación. Uno de los brazos semicubierto por una harapienta manga atendía a la caña del timón, el otro reposaba sobre el pecho. Sus largas piernas, enfundadas en unos remendados pantalones, terminaban en unas botas de raro aspecto cuya parte superior era de lona y la suela formada por fibras tejidas; también se las había hecho él. La barba rojiza que adornaba su delgada cara, estaba recortada en punta; por encima de ella sus oscuros ojos miraban al frente sin interés bajo la rota y manchada ala de un sombrero de fieltro.
Estaba escuchando el tup-tup del viejo motor como quien oye el ronroneo de un gato amistoso; la verdad es que pensaba en él como si fuera un antiguo amigo, prodigándole cariñosos cuidados, a los que correspondía con gruñidos de bienestar mientras lo iba arrastrando. En algunas ocasiones le hablaba para animarle o le contaba lo que estaba pensando; era una costumbre que no aprobaba y que rehuía en cuanto se daba cuenta, pero la mayoría de las veces no se fijaba. Sentía afecto por aquella anticualla jadeante, no sólo por el hecho de transportarlo durante miles de millas, sino también por interrumpir aquel monótono silencio.
A Bert no le gustaba el silencio que pesaba sobre el desierto y las aguas como un síntoma de mortificación; pero no lo temía. No lo había inducido, como a la mayoría, vivir en los poblados en donde había vecindad, ruido y la ilusión de la esperanza. Su inquietud era más fuerte que su desagrado por las vacías tierras, y ésta había continuado impulsándole cuando los aventureros, al no encontrar nuevas emociones, habían regresado o se habían entregado a la desesperación. Aparte de mantenerse en movimiento, casi nada le interesaba.
Años atrás era Bert Tasser, pero hacía tanto tiempo que no oía el apellido, que casi lo había olvidado: todos los demás no lo recordaban. Era sólo Bert y, por lo que sabía, era el único de este nombre.
—Debería encontrarlo pronto — murmuró para sí o en beneficio del paciente motor, y se incorporó para ver mejor.
En la orilla se empezaba a percibir un ligero cambio, la hierba empezaba a hacerse más frecuente entre los ralos arbustos, con largos tallos cuyas pulidas hojas de aspecto metálico reaccionaban al menor soplo de aire. Podía ver que hacia el frente su número se iba haciendo mayor, y al verlas estremecerse supo que si parase el motor no oiría el muerto silencio, sino el entrechocar de miríadas de hojitas duras.
—Campanillas de hoja de lata — dijo —, ya no falta mucho.
De un estante que tenía a un lado sacó un mapa muy gastado, dibujado a mano, y lo consultó. De él pasó a un libro de notas igualmente asendereado, y leyó la lista de nombres escritos en una de las páginas. Todavía estaba repitiéndolos cuando devolvió los papeles al estante y prestó atención al frente. Al cabo de media hora se hizo visible un objeto oscuro que interrumpía la monótona línea de la orilla.
—Ahí está — dijo como animando al motor para las pocas millas que faltaban.
La construcción, que tenía una forma rara incluso a distancia, al verla de cerca resultaba ser una ruina. La base era cuadrada y sus costados estaban decorados con lo que en otro tiempo fueron alto relieves de diseño regular, pero ahora estaban tan desgastados que los detalles más delicados habían desaparecido. Hubo un tiempo en que fue la base de una especie de torre, aunque había que adivinar de qué tipo, pues sólo quedaban unos seis metros de la estructura superior. También en la torre había restos de tallas desgastadas y, al igual que la base, estaba construida con roca de color rojo oscuro. Se erguía a un centenar de metros de la orilla y su aislamiento resultaba decepcionante. Su tamaño y el grado de desolación a que había llegado con el tiempo y sucesivas adaptaciones, sólo se podían apreciar al verla completamente de cerca.
Bert mantuvo su curso, hasta que estuvo próximo a la torre y antes de dirigir la embarcación hacia la orilla a poca velocidad. Al tocar tierra paró el motor y los sonidos del lugar llegaron a sus oídos: el tenue tintinear de las campanillas, el quejido de una desvencijada rueda que giraba de una manera lenta y desigual a su izquierda y un golpeteo intermitente en dirección de las ruinas.
Bert se adelantó hacia la cabina, que ofrecía suficiente abrigo para evitar el frío de las noches, pero estaba mal alumbrada porque era difícil conseguir cristal. Tanteando en la semioscuridad encontró una maleta de herramientas y un saco vacío que se echó al hombro. Vadeó hasta la orilla por el agua poco profunda y clavó en ella un arpón unido por una cuerda al bote para prevenir la improbable posibilidad de que si las aguas se agitaban la corriente arrastrase la embarcación, y dando largas zancadas se encaminó hacia el edificio.
A ambos lados del lugar y detrás de él se agrupaban algunos pequeños campos, cuyas cosechas netamente alineadas se erguían frescas y verdes entre los estrechos canales de riego. Adosada a una de las paredes del cubo de piedra había una valla y un cobertizo construido en forma basta con fragmentos de lo que debió ser parte de la desaparecida torre. A pesar de su aspecto estaba bien cuidada y ocasionalmente salían de él gruñidos de animales pequeños. En la cara más próxima del cubo había una entrada y a ambos lados de ella unos agujeros irregulares que, aunque no tenían cristales, parecían cumplir las funciones de ventanas. En el exterior estaba trabajando una mujer moliendo grano en el hueco de una roca con una especie de porra de piedra que sostenía con ambas manos... Su piel era de color castaño rojizo, su pelo negro estaba enrollado en lo alto de la cabeza y su único vestido era una falda basta de tejido bermejo estampada con un complicado dibujo amarillo. Era de mediana edad, pero no tenía la musculatura floja ni había perdido su apostura. Al aproximarse Bert, le miró y le habló en el dialecto local:
—Hola, terrestre — dijo —, te esperábamos, pero has tardado mucho.
Bert replicó en el mismo lenguaje.
—Me he retrasado, Annika? Nunca sé la fecha que es, pero me parecía que ya era hora de que volviera a pasar por aquí.
Dejó su carga e instantáneamente una docena de bannikuks pequeños se aproximaron para investigar; desengañados, se agruparon a sus pies mayando inquisitivamente y dirigiendo hacia él sus caritas de titi. Les tiró un puñado de avellanas que sacó del bolsillo y se sentó en una piedra. Recordando la lista de nombres del libro de notas, preguntó por el resto de la familia, indagando cómo estaban.
Al parecer, todos estaban bien. Yanff, el hijo mayor, no estaba, pero el menor, Tannack, y las niñas Guika y Zailo, sí; también estaba el marido de Guika y los niños, y además había un nuevo bebé desde que él había estado allí la última vez. Excepto el crío, todos los demás estaban en el campo más lejano; pronto volverían.
Miró hacia donde ella le indicaba y vio los puntos negros que se movían a lo lejos entre las bien delimitadas hileras de plantas
—Vuestra segunda cosecha se presenta muy bien — dijo él.
—Los Grandes se acuerdan de nosotros — contestó Annika como si fuera natural.
La contempló mientras trabajaba; su color y parte del paisaje le recordaban algunas pinturas que había visto —quizás las de Gaugin— aunque no era la clase de mujer que pintaba éste. Posiblemente no la hubiera considerado bella, como le había sucedido a Bert al principio. Los marcianos, con su figura esbelta y delicados huesos le parecieron huesudos y frágiles en el primer momento, pero se había ido acostumbrando a verlos: si ahora pudiese ver una mujer terrestre, seguro que le parecería extraña y pesada.
Consciente de su mirada, Annika dejó de moler y dio la vuelta hacia él; no sonrió, pero en sus oscuros ojos había comprensión y cariño.
—¿Estás cansado, terrestre?— le preguntó.
—Hace mucho tiempo que estoy cansado... — le contestó Bert.
Annika asintió comprensiva y volvió a dedicarse a su trabajo.
Bert comprendía sus sentimientos y sabía que, a su modo tranquilo y reposado, también ella le comprendía a él. Eran gente amable, agradable y sincera. Era una tragedia, una más de una larga serie de ellas, el que los primeros terrestres que aterrizaron en Marte sólo los hubiesen considerado una raza débil y caduca; «nativos» de inferior condición a los que se golpeaba y explotaba cuando era conveniente. Esto ya no era así actualmente; los terrestres habían llegado a conocer mejor a la gente de Marte, como él, o se limitaban a vivir en los poblados y casi no los veían; sin embargo, cuando pensaba en ello se avergonzaba de su propia gente.
Al cabo de algunos minutos, ella le interpeló:
—¿Cuánto tiempo hace que viajas?
—Unos siete años de los vuestros; esto es, unos catorce de los nuestros.
—Es mucho tiempo — le contestó —, demasiado para ir vagabundeando solo. Pero vosotros, los terrestres, no sois como nosotros.
Le miró de nuevo como tratando de ver en qué consistía la diferencia real.
—Sin embargo, no somos muy diferentes — añadió moviendo lentamente la cabeza.
—Estoy perfectamente — le respondió Bert evasivamente y llevó la conversación por diferente derrotero.
—¿Qué tenéis para mí esta vez?— le preguntó, sin prestar demasiada atención mientras ella le hablaba de los cacharros que había que arreglar, de los nuevos que le hacían falta, de que la noria no proporcionaba tanta agua como antes, de que Yanff había querido volver a colocar la puerta cuando se salió do los goznes y de lo mal que había quedado. En su subconsciente divagaba; quizás ésta era una de las cosas que sucedían cuando estaba tanto tiempo solo.
II
Aquel «estoy perfectamente» había sido una bravata, lo sabía y estaba seguro de que ella también se daba cuenta. Ninguno de los terrestres estaba «perfectamente». Algunos fingían y otros no, pero en el fondo a todos les sucedía lo mismo. Algunos vagaban sin descanso como él, otros preferían pudrirse lentamente y alcoholizarse en los poblados. Unos pocos, asiéndose a las sombras mientras soñaban, habían tomado como compañeras a muchachas marcianas, intentando adaptarse al modo de vivir de los nativos. Bert lo sentía por ellos, y cuando los encontraba estaba acostumbrado a ver iluminarse sus caras y a oírles hablar siempre de nostálgicas reminiscencias.
Bert había escogido la vida vagabunda. El estancamiento había empezado a mostrar pronto sus efectos en el poblado y no era necesario hacer grandes esfuerzos de imaginación para saber lo que allí iba a suceder. Había pasado todo un año marciano construyendo su bote, equipándolo, haciendo potes y cazuelas para comerciar y proveyéndolo de herramientas y suministros. Una vez hubo comenzado su vida de hojalatero, la inquietud lo mantuvo en movimiento. En los poblados casi no lo veían, excepto cuando iba a buscar combustible y otros artículos útiles para comerciar, pero al final siempre se alegraba de marcharse. A cada nueva visita, el deterioro era más evidente y algunos de los más antiguos conocidos habían buscado alivio bebiendo hasta morir.
Sin embargo, recientemente, había notado un cambio en sí mismo. Su inquietud todavía hacía que no se quedase más tiempo del imprescindible en los poblados, pero no lo impulsaba como antaño ni sentía la misma satisfacción al planear los viajes que emprendía. No sentía ninguna tentación de unirse a los hombres de los poblados, pero empezaba a comprender el sentimiento gregario que los mantenía allí e incluso las razones de que bebiesen tanto. En ciertas ocasiones le inquietaba el haber cambiado lo suficiente para poder simpatizar con ellos.
Mayormente era cosa de la edad, por lo menos eso suponía. Al completar su primero y último vuelo en cohete, apenas tenía veintiún años; la mayoría de los demás tenían diez, quince o veinte años mas; ahora empezaba a comprender las sensaciones que debieron experimentar los otros años atrás, sin objetivo, sin esperanza y anhelando cosas que se habían desvanecido para siempre.
Ninguno de ellos sabía ni nunca podría saber exactamente qué era lo que había sucedido en la Tierra La nave, en dirección a Marte desde la estación Lunar, llevaba cuatro días de viaje cuando aquello sucedió. Uno de sus compañeros, algo mayor que él, lo sacó de la litera y lo arrastró hasta una de las portas. Juntos contemplaron una visión que quedó impresa en la memoria de todos para siempre: la Tierra dividida y vomitando fuego blanco por grietas que se iban ensanchando.
Algunos dijeron que una de las pilas atómicas debió haber sobrepasado la masa crítica e iniciado una reacción en cadena; otros, objetaban que si este fuera el caso, la Tierra no se hubiese dividido sino que hubiera fulgurado como una nebulosa y dejado de existir. Siguieron muchas discusiones con poca base sobre las posibilidades de una reacción en cadena limitada a ciertos elementos y que ocasionalmente se repetían. La verdad es que nadie sabía nada. Lo único seguro, era que se había dividido desintegrándose hasta formar un cinturón de innumerables asteroides que continuaba circulando en derredor del sol como una nube de guijarros cósmicos.
Algunos de los hombres tardaron mucho tiempo en creer lo que habían visto y éstos fueron los que más afectados quedaron cuando no tuvieron más remedio que comprender la verdad. Algunos de ellos no pudieron captarlo como un hecho y para ellos la Tierra, aunque inalcanzable, continuaba existiendo. En la nave se extendió la desmoralización; algunos querían regresar, convencidos en su sinrazón de que deberían estar allí para prestar alguna clase de ayuda. Posteriormente éste había continuado siendo el principal motivo de sus gruñidos, el que no les hubieran dejado, aunque hubiese sido inútil. El capitán había decidido que lo único que se podía hacer era continuar rumbo a Marte.
Los navegantes fueron preocupándose más y más a medida que sus tablas se iban haciendo más inexactas con las órbitas que cambiaban en torno de ellos; admirados vieron que la Luna, liberada, abandonó su órbita y surcó el espacio hasta que eventualmente entró en el campo de atracción del gigantesco Júpiter, pero mucho antes de que esto sucediese, la nave, por una afortunada combinación de cálculos y adivinaciones, pudo llegar a aterrizar en Marte.
También llegaron otras naves; naves de investigación desde el Cinturón de Asteroides y de más allá; cargueros desde las lunas de Júpiter desviados de su ruta de vuelta a la Tierra. Algunos de los que se esperaban no llegaron nunca, pero finalmente hubo un par de docenas de naves en Marte, ociosas al no poder emprender la ruta de los puertos de la patria Igualmente desocupados había también algunos centenares de hombres. Además de las tripulaciones, había mineros, perforadores, refinadores, exploradores, empleados de las estaciones, personal de los establecimientos y demás, todos ellos arrojados en conjunto en un mundo extraño para sacar el mejor partido posible de él.
Al principio también hubo dos mujeres, camareras en un poblado o una nave. Eran buenas chicas y al principio se mostraban amables, aunque no eran grandes bellezas. Pero las circunstancias estaban en contra de ellas y la presión que se les hacía era grande. Rápidamente descendieron a los profundos abismos de maldad a que llegan las mujeres buenas una vez se lanzan. Se decía que fueron la causa de una serie de asesinatos antes de que se pensase que también se les podría aplicar el mismo trato. Después de aquello, las cosas mejoraron algo, siendo la bebida la principal diversión.
Bert se decía que podría haber sido peor y de hecho lo fue para los que tenían esposas y familia. Personalmente, su pérdida fue menor: su madre había muerto hacía algunos años y su padre era anciano; había también una muchacha dulce y de cabello del color de oro rojizo que había ido haciéndose más bella en su memoria a medida que transcurría el tiempo: se llamaba Elsa, pero entre ellos no había habido prácticamente nada; aunque era agradable pensar que se hubiera podido casar con él. Bert nunca había intentado averiguar seriamente si lo baria o no. También le servía de consuelo pensar que estaba en Marte, y por lo menos mucho mejor que los que habían quedado atrapados en el calor tórrido de Venus o las frías lunas de Júpiter. La vida le ofrecía algo más que la perpetua lucha por la supervivencia, y aunque quizá no era mucho, siempre era preferible ir en busca de lo que fuere, a perder la juventud y la entereza en compañía del resto. En consecuencia empezó a construirse el bote.
Bert todavía estaba convencido de que esto era lo mejor que podía haber hecho. El trabajo lo había mantenido suficientemente ocupado para no embrutecerse y cuando partió lo hizo en el plan de explorador o colonizador a lo largo de los miles de millas de canales por los que había viajado. Al principio se entretuvo en llegar a conocer a los marcianos, encontrándolos bastante diferentes de lo que le habían dicho. Esto implicaba aprender lenguas de estructura completamente diferente a la suya, juntamente con las variaciones locales, hasta que supo hablar en cuatro dialectos mejor que cualquier otro terrestre de los que conocía y entenderse bastante bien en algunos más. Incluso llegó a encontrarse con que actualmente pensaba en uno de ellos. Por canales, que en ciertas ocasiones eran como mares en calma de sesenta u ochenta millas de ancho y en otras de menos de una, fue discurriendo lentamente de un lugar cultivado a otro. Cuanto más contemplaba las grandes vías acuáticas y su multiplicidad, más crecía su primera admiración por ellas; al cabo de los años que llevaba viajando por ellas no había podido llegar a comprender cómo las habían construido. Los marcianos no le pudieron decir nada cuando les preguntó: era algo que los Grandes habían hecho hacía mucho tiempo. Llegó a aceptarlo junto con el resto, agradeciendo a los Grandes, quienquiera que fuesen, el haber provisto al planeta con aquellas magníficas vías de comunicación.
Llegaron a gustarle los marcianos. Su tranquilidad, su falta de prisa y sus maneras calmosas y filosóficas fueron un antídoto sedante para su sentido de inquietud e inestabilidad. Pronto descubrió que lo que sus compañeros llamaban holgazanería e infructuosidad era simplemente mala comprensión de mentalidades, que en ciertos aspectos eran diferentes y que desde luego veían la vida de un modo muy diverso; pues su concepción de las virtudes desde luego era extraña. Vio también que sus habilidades podían suplir las deficiencias de los marcianos e intercambiarlas por alimentos que ellos sabían como cultivar.
De esta manera vagabundeó de uno a otro lugar reparando y cambiando para poder proporcionarse el sustento sin quedarse nunca por mucho tiempo en el mismo sitio. Sólo hacía poco tiempo que se había dado cuenta gradualmente de que la inquietud que todavía lo poseía no se mitigaría sólo vagabundeando, si es que de esta manera se tenía que calmar.
Bert no se había dado cuenta de que Annika había dejado de hablar en cuanto empezó a divagar. No tenía idea de cuanto tiempo había pasado hasta que ella, dejando de golpear, miró y dijo:
—Ya llegan.
Primero llegaron los dos hombres con las cabezas bajas y sumidos en profunda conversación. Eran de complexión frágil, casi débil a juicio de un terrestre, pero Bert había cesado hacía mucho de aplicarles raseros extraños y los veía proporcionados y capaces. A continuación, seguían las mujeres, Guika llevaba al menor de los tres niños, mientras que los otros se cogían a las manos de su hermana, que reía con ellos. Pensó que Guika tendría ahora anos veinticinco años, según estimación terrestre, y su hermana Zaylo unos cuatro menos. Al igual que su madre, ambas llevaban faldas de tejido burdo, con dibujos claros, y el cabello estaba peinado en lo alto con ayuda de agujas de plata; asimismo, sus movimientos eran también suavemente rítmicos. Al principio casi no reconoció a Zaylo; en sus dos últimas visitas no había estado en casa y había cambiado lo suficiente para que no estuviera seguro de si era ella.
Tannack el hijo, le vio y corrió hacia delante. Su bienvenida fue cálida y alegre. Los otros al llegar le rodearon como siempre, como si quisieran refrescar su recuerdo del aspecto de un terrestre.
Annika recogió la harina y entró en el pétreo basamento de la torre que era su hogar. Los demás la siguieron charlando y riendo con Bert, evidentemente complacidos de verle de nuevo.
Durante la comida, Tannack, volvió a decirle todas las cosas que se habían gastado, roto o estropeado. No parecían ser cosas de gravedad; por lo menos una persona mañosa las hubiese podido arreglar en seguida, y sin embargo en este aspecto los marcianos no servían para nada; un defecto cualquiera cuyo remedio tardaba él unos cinco minutos en idear, requería para ellos otras tantas semanas para, finalmente fallar al aplicarlo. Aquella mentalidad completamente amecánica, todavía le asombraba y nunca la habían desarrollado más que lo absolutamente imprescindible. Bert se preguntaba si junto con la pasividad que era también una característica tan diferente del carácter de los terrestres, no se debería a que nunca fueron la raza dominante en el planeta hasta que poco quedó para dominar. Los misteriosos Grandes que habían construido los canales y los actualmente derruidos edificios y ciudades, y que se habían en cierto modo desvanecido centurias o milenios atrás, habían sido la raza gobernante. Parecía como si bajo su dominación no hubiera tenido oportunidad de desarrollarse la idea de guerrear y luchar, ni tampoco el sentido mecánico. Si esto había sido así, constituyó una tradición establecida con suficiente firmeza para no perderse. En algunas ocasiones me hacía el efecto de que había una sensación subconsciente de tabú respecto a estas cosas. Todavía esperaban los beneficios de los Grandes que «recordaban». A Bert le hubiera gustado mucho saber dónde estaban aquellos Grandes e incluso qué aspecto tenían, pero nadie se lo pudo decir.
Una vez hubieron comido, salió al exterior para encender una hoguera y disponer sus herramientas. Le llevaron, para que las arreglase, cazuelas, azadones y otros objetos y luego desaparecieron entregados a diversas tareas. Los tres niños se quedaron para mirar; sentados en el suelo jugaban con los bannikuks dispersos y charlaban con él mientras trabajaba. Querían saber por qué era diferente de Tannack y de los demás, por qué llevaba chaqueta y pantalones y para qué le servía la barba. Bert empezó a hablarles de la Tierra, de los grandes bosques y suaves colinas verdes, de las nubes que durante el verano flotaban en el cielo de color azul claro, de las grandes olas verdes coronadas por la espuma, de los ríos, de las montañas, de países en los que no había desiertos y en donde las flores silvestres crecían por doquiera en la primavera, de antiguas ciudades y pueblecitos. No comprendían la mayor parte de lo que decía y quizás creían aún menos, pero iban escuchando mientras él continuaba su relato olvidándose de que estaban allí, hasta que Annika lo interrumpió para hacerlos ir adonde estaba su madre. Cuando se hubieron marchado, se sentó cerca de él.
Faltaba poco para la puesta del sol y ya sentía el fresco en el tenue aire. Al parecer, ella no lo notaba.
—No es bueno estar mucho tiempo solo, terrestre — le dijo —. Durante un tiempo, mientras se es joven y hay muchas cosas que ver, resulta agradable estar solo, aunque es mejor compartirlo. Después, no es bueno.
Bert refunfuñó y no levantó la mirada del cacharro de hierro que estaba arreglando.
—Prefiero estar solo — le contestó.
Annika continuó sentada mirando a lo lejos, más allá de las campanillas y de la lisa superficie de las aguas que había detrás.
—Cuando Guika y Zaylo eran niñas, les contabas cuentos de la Tierra, pero no eran los cuentos que acabo de oír ahora. En aquellos días hablabas de grandes ciudades en las que vivían millones de personas, de buques enormes que eran como castillos iluminados durante la noche, de máquinas que se desplazaban por el suelo a velocidades increíbles y de otras que volaban; de voces que hablaban por el aire en derredor de toda la Tierra y sobre otras muchas cosas maravillosas. Algunas veces cantabas extrañas canciones para hacerlas reír. No hablabas de las cosas que contabas hoy.
—Hay muchas cosas que contar. No necesito decir siempre lo mismo — repuso él —. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—Lo que deberías decir tiene más importancia que lo que dices, pero aún cuenta más por qué lo dices — murmuró la mujer.
Bert sopló en la pequeña hoguera y le dio vueltas al cacharro sobre ella. No hizo ningún comentario.
—El ayer no ha sido nunca el futuro. No se puede vivir de recuerdos — observó ella.
—¡El futuro! ¿Qué futuro tiene Marte? Es senil, se muere y sólo se puede esperar la muerte en él — le replicó con impaciencia.
—¿No había empezado a morir también la Tierra cuando empezó a enfriarse?— interrogó Annika —, y sin embargo, valía la pena de construir sobre ella, valía la pena de hacer surgir civilizaciones. ¿No es así?
—¿Lo crees así?— repuso él con amargura —. ¿Para qué?
—De no haber sido así hubiese sido preferible que no existiésemos.
—¿Y qué si así fuera?— repitió Bert.
Ella dio la vuelta para mirarlo.
—No, no estás convencido de lo que dices.
—¿Qué ideas quieres que tenga?— le preguntó.
Había empezado a oscurecer. Cubrió el fuego con una piedra y empezó a guardar sus herramientas. Annika le dijo:
—¿Por qué no te quedas con nosotros, terrestre? Ya es hora de que descanses.
Atónito la contempló y empezó a denegar con la cabeza sin tomar en consideración lo que le decían. Estaba profundamente convencido de que era un vagabundo y no tenía ningún deseo de examinar si en realidad así era. Pero Annika continuó
—Podrías ayudarnos mucho aquí — le dijo —. Las cosas que para nosotros son difíciles a ti te resultan fáciles. Eres fuerte, con la fortaleza de dos hombres de los nuestros. — Miró más allá de las ruinas en dirección a los bien dispuestos campos —. Este es un buen sitio y con tu ayuda podría ser mejor. Podría haber más campos y más ganado. Nos aprecias, ¿no es así?
En la media luz se quedó mirando fijamente con una inmovilidad tal que un bannikuk pequeño trepó para explorar sus bolsillos. Con un ademán apartó al animalillo con cuidado de su lado.
—Sí — contestó —, siempre me ha gustado venir aquí, pero...
—Pero ¿qué?, terrestre.
—Pues sólo eso: «terrestre». No soy de los vuestros ni tampoco de cualquier otra parte Por esta razón voy viajando errante.
—Podrías formar parte de este lugar, si quisieras. Si la Tierra volviese a existir ahora, te resultaría mucho más extraña que Marte.
Bert no lo creía así y denegó con la cabeza.
—Crees que pensar eso sería desleal — dijo Annika —, pero a mí me parece que es cierto.
—No puede ser — denegó nuevamente —, y además, ¿qué importa?
—Sí que importa — le contestó Annika —; estás a punto de descubrir que la vida no es algo que se pueda detener simplemente porque a ti no te guste. Formas parte de la vida, no estás fuera de ella.
—Y ¿qué tiene que ver todo esto con lo que me decías?— interrogó Bert.
—Sólo que la simple existencia no basta. Existimos intercambiando. Se vive dando y tomando.
—Ya veo — dijo Bert dudando.
—No creo que te des cuenta, por lo menos por ahora. Pero sería mejor para ti y para nosotros que te quedases. Además, está Zaylo.
—¿Zaylo?— repitió Bert extrañado.
III
Al día siguiente, mientras estaba reparando la noria, Zaylo fue a la orilla del río. Se sentó a alguna distancia en el talud, con la barbilla sobre las rodillas, observándole. Cuando Bert levantó la mirada, sus ojos se encontraron y tuvo una sensación completamente inesperada. El día anterior la había visto como a una niña crecida, hoy era diferente. Tenía una sensación rara en el pecho y notaba también el martilleo de la sangre; la piel de las sienes le tiraba y las manos le temblaban tanto que casi dejó caer la barra que sostenía. Se apoyó en la noria, mirándola pero incapaz de hablar. Transcurrió bastante tiempo antes de que pudiera decir nada y cuando lo hizo sus propias palabras le parecieron desmañadas.
Posteriormente no pudo recordar de qué habían hablado; sólo quedó en su mente la vista de ella, su expresión, la profundidad de sus ojos, los suaves movimientos de los labios, la forma en que el sol brillaba sobre su piel como si hubiera una niebla sobre cobre pulido, la bella línea de su busto y los delicados pies, sobre la arena y bajo la adornada falda. Había una multitud de detalles de los que nunca se había dado cuenta, el dibujo de sus orejas, la forma en que le crecía el cabello y la sencillez del peinado que se podía sostener en lo alto con la única ayuda de tres agujas de plata; la delicadeza de sus manos y dedos y la transparencia perlina de sus dientes junto con otros muchos motivos de maravilla que hasta entonces no había visto, aunque pareciera increíble.
Poco más podía recordar Bert de aquel día, excepto que algo pareció romperse en su interior causándole un agudo tormento. Se veía a sí mismo en el bote deslizándose por canales interminables entre la inmensidad del desierto que se extendía a ambos lados bajo la brillante luz del sol; sentado en la cabina hasta que amainasen las repentinas tormentas de arena con la garganta seca por la arena que a pesar de todo lograba penetrar y luego encaminándose como siempre a sus trabajos de reparaciones en el próximo punto habitado. Era la vida a que estaba acostumbrado y la que había elegido podía continuar como antes y olvidar a Zaylo — y sin embargo sabía que no podría ser como anteriormente, porque no le resultaría fácil alejarla de su mente. Había recuerdos que no podría dejar atrás: Zaylo sonriendo, mientras jugaba con los hijos de su hermana; Zaylo andando, sentada, en pie y la misma Zaylo. A pesar de su guardia en algunas ocasiones soñaba, en otras se encontraba pensando en cosas que había tenido intención de mantener apartadas; el calor de Zaylo tendida a su lado, la ligereza de ella al apoyarse en su brazo, su bello color, el descanso que sería el tener un sitio en que poder reposar su corazón y que alguien le acariciase. Era muy doloroso.
Después de la comida de la noche, se separó de los demás y se escondió en el bote. Al mirarla por encima de la mesa le pareció que ella sabía todo lo que pasaba en su interior, incluso más que él mismo. No hizo ningún gesto ni dijo nada, pero se daba cuenta de todo con una calma que resultaba algo alarmante. No sabía si esperar o temer que le siguiera al bote, pero no se presentó.
Mientras estaba sentado, inconsciente de que había empezado a estremecerse por el frío de la noche marciana, se puso el sol. Al cabo de un rato, se movió envarado y despabilándose vadeó hasta subir por la borda. Phobos reflejaba una luz tenue sobre los campos y las áridas tierras de la lejanía. La torre en ruinas era una sombra informe.
Bert permaneció mirando a la gran oscuridad donde había estado su hogar. Marte era una trampa que le mantenía vivo, pero no podía permitir que lo domase. No quería que le engatusasen para que disminuyese el rencor que tenía contra la providencia. Se debía a la Tierra, a las cosas de la Tierra y a su recuerdo. Hubiese sido mejor morir cuando las montañas y océanos de la Tierra se abrieron, convertirse en una mota más entre los millones que como recuerdo describían sus órbitas en la oscuridad. En aquel momento la existencia no era para vivirla sino una señal de protesta contra los designios del destino.
Atisbó en el cielo con la esperanza de ver uno de los asteroides que tiempo atrás fueron un rincón de su mundo materno y quizás entre las miríadas de puntos brillantes lo vio.
Le sobrecogió una ola de desesperación, un profundo abismo de soledad. Bert levantó los puños sobre la cabeza, agitándolos contra las estrellas impasibles mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
A medida que el lejano sonido del motor se fue desvaneciendo en el silencio, sólo el sonido de las campanillas turbaba el silencio nocturno. Zaylo miró a su madre con los ojos húmedos.
—Se ha ido... — susurró desesperanzada.
Annika le cogió la mano oprimiéndosela para consolarla:
—Es fuerte, pero la fortaleza viene de la vida; no puede ser más fuerte que la vida. Pronto volverá. No creo que tarde.
Levantó una mano y acarició el cabello de su hija. Hubo una pausa y después añadió:
—Cuando vuelva, Zaylo, se cariñosa con él. Estos terrestres tienen grandes cuerpos, pero en su interior son como niños perdidos.
Fin