UN AGUJERO EN EL PISO (Howard Fast)
Publicado en
marzo 29, 2017
—Debe tener mucha influencia —dijo Robinson.
—Yo no tengo influencia. Es mi tío quien tiene influencia. Es amigo del comisionado.
—Nunca llevamos a nadie en el asiento de atrás.
—Excepto a algún delincuente —dijo Robinson, sonriendo. Era un negro de cara redonda y una sonrisa horrible.
—Si yo fuera inteligente —dijo McCabe—, seria escritor y no policía. Conozco a un tipo en la policía de Los Angeles que escribe. Escribió un libro que fue un "best-seller". Y ahora está lleno de plata, pero quiere seguir siendo policía. Eso es algo que no puedo entender. El libro no lo leí pero vi la película. ¿Vieron la película?
—Yo la vi.
—Buena película.
—Una porquería —dijo Robinson.
—Eso es lo que opinas tú. Los Angeles no es Nueva York.
—Claro que no.
—¿Ha estado alguna vez en Los Angeles? —me preguntó McCabe. Era mayor que Robinson, tendría cerca de cuarenta años, y estaba engordando, su cara era dura y chata y sus ojos azules pequeños y desconfiados. Me gustaba cómo se llevaba con Robinson, como dos amigos.
McCabe recibió una llamada, y Robinson aceleró e hizo sonar la sirena.
—Es un atraco —dijo McCabe.
A una mujer le habían robado la cartera en la calle 116. Dos chicos, que lograron huir. La mujer estaba temblorosa y lloraba, pero no le había pasado nada. Robinson anotó la descripción de los chicos y el contenido de la cartera mientras McCabe calmaba a la mujer y hacía circular a la gente.
—Hay diez mil chicos en esta ciudad capaces de hacer algo así, ¿cómo apresarlos? Y si los apresarnos, ¿qué hacemos con ellos? ¿Dijo que había estado en Los Angeles?
—Sí, algunas veces, de paso.
—Esta es una ciudad triste —dijo Robinson.
—¿Cómo es Los Angeles? —preguntó McCabe.
—En el centro es igual que acá, quizá peor en algunas partes
—Pero, ¿Hollywood, Beverly Hills, lugares así?
—Hay mucho sol. Cuando no hay niebla.
—¡Qué diablos! —dijo McCabe—. No hay que usar sobretodos, no hay nieve. Me quedan seis años, y luego me parece que me voy a ir para el oeste con mi mujer.
Nos detuvimos, y Robinson le hizo la boleta a un camión que estaba estacionado justo frente a una bomba de incendios.
—Hay que hacer lo que hacen los demás —dijo Robinson.
—¿Ayudaron alguna vez a una parturienta? —le pregunté.
—Pregúntele a McCabe.
—Ayudamos a nacer a siete chicos —dijo McCabe—. Es decir, desde que estamos juntos. Y no me refiero tan sólo a ayudar llevando a la madre al hospital a toda velocidad. Hablo de todo el asunto, incluso pegarles en el trasero para que lloren.
—Una vez fueron mellizos —dijo Robinson.
—¿Cómo se sintieron? Quiero decir, en ese momento, cuando veían al chico vivo, llorando.
—Uno se siente bien en ese momento.
—Excitado —dijo Robinson—. Como borracho. Quizá como un drogadicto que no puede conseguir la droga y luego siente la hipodérmica en la vena. Dopado.
—¿Compensa las otras cosas?
Se hizo una larga pausa y luego McCabe me preguntó:
—¿Qué otras cosas?
—Un hijo de puta —dijo lentamente Robinson— me puso la pistola en el estómago y apretó el gatillo tres veces. No compensan cosas así.
—La pistola falló —explicó McCabe—. Las tres veces. Fue algo especial, que tal vez sucede una vez cada mil.
—No compensa el haber nacido negro —dijo Robinson.
Seguimos recorriendo la ciudad sin hablar durante los diez minutos siguientes. Tal vez por lo último que había dicho Robinson, o quizá porque no estaban cómodos conmigo en el asiento de atrás. Recibieron una llamada, y McCabe explicó que había habido un accidente en una casa de la calle 118.
—Puede ser cualquier cosa —dijo Robinson—. Se hunden los pisos, se cae el techo, a los chicos los comen las ratas. Yo crecí en una casa así.
Lo culpaba a mi padre de ello; Y lo sigo culpando.
—¿Adónde pueden ir?
—Pueden irse a alguna parte. Es un país grande.
—No se puede escribir sobre los policías —dijo McCabe—. Los policías son una reacción. Se hunde el piso y llaman a la policía. ¿Qué diablos vamos a hacer?
¿Reconstruir las ratoneras en que viven?
Fuimos a la calle 118. Había una media docena de personas de pie frente a una de las casas de inquilinato, y una nos dijo que la llamada la había hecho la señora González, cuyo departamento estaba en la parte de atrás, en el cuarto piso.
—¿Qué pasó? —quiso saber McCabe.
—No sabemos. No nos deja entrar.
—¿Está herida?
—Herida no está. No nos deja entrar.
Empezamos a subir las escaleras. McCabe y Robinson señalaban el camino, yo los seguía. Un par de hombres, entre los curiosos, hicieron ademán de seguirnos, pero McCabe no se los permitió y les dijo que se fueran todos. Subimos hasta el cuarto piso, fuimos hasta el departamento de atrás, y Robinson llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—La policía —dijo Robinson.
Abrió la puerta hasta donde se lo permitía la cadena de seguridad, y Robinson y McCabe se identificaron. Entonces nos dejó entrar atravesando la cocina, como en casi todas las casas de inquilinato. El lugar estaba limpio y prolijo. La señora González era una mujer pequeña y flaca, como de cuarenta y cinco años. Nos dijo que su marido trabajaba para la Municipalidad. Su hijo trabajaba en una carnicería de la avenida Lexington. Estaba completamente sola en el departamento, en un estado bordeando la histeria.
—Ahora todo va a ir bien —dijo McCabe con una dulzura insospechada—. Díganos lo que sucedió.
Ella meneó la cabeza.
—Algo debe haber sucedido —dijo Robinson—. Usted llamó a la policía. Asintió vigorosamente.
—Muy bien, señora González —dijo Robinson—, sucedió algo que la asustó. Eso lo sabemos. Algo que la descompuso. Se sentía nerviosa, con frío, con ganas de vomitar.
¿Tiene frío ahora? Asintió.
Robinson tomó un saco de lana que colgaba de una percha en la cocina.
—Póngaselo. Se va a sentir mejor. Se puso el saco.
—¿Hay alguien en los dormitorios? preguntó McCabe.
—No —murmuró.
—¿Tiene un poco de coñac... o whisky?
Asintió, señalando una alacena. Fui y encontré una botella de ron. Serví un poco en un vaso y se lo ofrecí. Bebió, hizo un gesto de repugnancia, y suspiró.
—Ahora díganos qué pasó.
Asintió y poniéndose de pie salió de la cocina. La seguimos a través de una habitación que hacía de sala y comedor a la vez, muy limpia, con alfombra, muebles baratos, llenos de adornos, y entramos en el cuarto contiguo, que tenía dos sofá-camas, una cómoda, y un agujero de más de un metro de diámetro en el medio del piso.
—El maldito piso se hundió —dijo McCabe.
—¡También la manera en que construyen estas casas! —dijo Robinson.
—La manera en que las construían hace setenta y cinco años —dije.
La señora González no dijo nada. Estaba parada a la entrada de la habitación, y de ahí no se movía.
—¿Quién vive abajo? —preguntó McCabe.
—Montez. Un maestro. No hay nadie ahora... excepto el diablo.
Robinson entró en la habitación y dio unos pasos hasta el agujero. El viejo piso crujía bajo sus pies pero no se hundió más. Se detuvo a veinte centímetros del agujero y miró abajo. No dijo nada. Se quedó ahí, mirando hacia abajo.
—Tendrían que clausurar el edificio —dijo McCabe—, ¿pero adónde va esta gente? Usted quiere escribir acerca de los problemas que hay, pues, aquí tiene un problema. Toda esta maldita ciudad es un gran problema.
Robinson seguía mirando hacia abajo. Me imaginé que había un cadáver o alguna cosa espantosa. Entré.
—Tenga cuidado —me advirtió McCabe—. La madera está podrida. Se puede caer.
¿Qué te parece? —le preguntó a Robinson. Robinson seguía sin contestar.
Camine con mucho cuidado por un extremo de la habitación. McCabe hizo lo mismo, pero del otro lado. Los dos llegamos al agujero al mismo tiempo. Robinson estaba frente al agujero, dando la espalda a la puerta. McCabe y yo estábamos a cada lado de él.
Aun antes de que me diera cuenta de lo que había allí sentí el olor. Era parecido al aroma del jazmín; aunque distinto. Algo que nunca había olido, indescriptible. Salía en una corriente de aire cálido, una corriente lenta que no sé por qué me hizo acordar a la plata. No es posible decir por qué una corriente de agua puede parecerse a la plata, pero así era.
Y entonces vi. Vi lo que vio McCabe y lo que había visto Robinson, así que no lo soñé ni lo imaginé. Como a tres metros de profundidad había una extensión de césped. Tenía la apariencia de que lo hubieran cortado, así como cortan el césped inglés, pero sin embargo era casi seguro que ese césped grueso nunca había sido cortado. Tampoco era verde, sino que parecía cubierto de algo brillante, como lilas.
Ninguno de nosotros habló. Ninguno dijo que podía ser el piso del departamento del señor Montez y que el maestro era especialista en horticultura. Sabíamos que no era el piso del señor Montez. Eso era todo lo que sabíamos. El único sonido que se oía en el cuarto era el llanto sosegado de la señora González.
Entonces Robinson se agachó, se tendió en el suelo cuan largo era y dejó colgar la cabeza y los hombros, sosteniéndose con las manos. El piso podrido crujió bajo su peso.
—¡Cuidado! —exclamó McCabe—. Te vas a caer de cabeza.
Era maravilloso. Unicamente un policía de la ciudad de Nueva York podía ser así, tener una mentalidad para la cual no existía lo inesperado ni lo imposible. Todo era posible en Nueva York, como lo demostraban los hechos.
—¿Qué ve? —le pregunté a Robinson.
—Veo más de lo mismo.
Eso es todo —Se corrió hacia atrás y se incorporó, y luego me miró, y después a McCabe.
—Estamos en un cuarto piso —dijo McCabe, desolado. Por fin se le desmoronaba el universo.
—Hay muchísimo más —dijo Robinson.
—Voy a llamar por teléfono para denunciar esto. Les voy a decir que hay un campo de pastoreo en el cuarto piso de una vieja casa de inquilinato.
—No es un campo de pastoreo —dijo Robinson.
—¿Qué diablos es, entonces? ¿Un espejismo?
—Voy a bajar —dijo Robinson.
—Eso sí que no.
El rostro redondo de Robinson había perdido la expresión jovial. Ya no era el rostro tranquilo y controlado de un policía negro de la ciudad de Nueva York, que sabe cuándo y cuánto puede presionar. Miró a McCabe, le sonrió, aunque sin humor, y después le preguntó qué creía él que había allí.
—¿Cómo diablos voy a saber qué hay?
—Yo si lo sé.
—¡Qué mierda vas a saber!
—¿Qué hay allí abajo? —le pregunté a Robinson con voz temblorosa—. ¿Qué vio allí?
—El revés de la medalla.
—¿Qué diablos quiere decir eso? —exigió McCabe.
—Lo que pasa —dijo Robinson con un suspiro—, es que hace demasiado tiempo que eres blanco.
—Voy a llamar por teléfono —dijo McCabe—. ¿Me oyes, Robinson? Voy a llamar a la Central, y luego voy a pedirle las llaves al encargado, si es que hay uno en esta ratonera piojosa, y después voy a entrar en el departamento de Montez y voy a mirar ese agujero, y ya veremos quién es el que está cultivando césped en un cuarto piso. Y hasta ese momento, tú no bajas, ¿entiendes?
—Claro que entiendo, hombre —contestó suavemente Robinson.
McCabe salió, pasando junto a la llorosa señora González, y cerró la puerta de la cocina de un portazo. Como sí eso hubiera hecho una corriente de aire, el aire perfumado se elevó del agujero, llenando la habitación.
—¿Qué vio usted allí? —le pregunté a Robinson.
—¿Quiere echar un vistazo? —sugirió Robinson.
Dije que no con la cabeza. No había nada sobre la tierra que me persuadiera a echarme sobre ese piso crujiente tal como lo había hecho Robinson. Este me observaba.
—¿Tiene miedo? Asentí.
—¿Sabe lo que va a pasar cuando McCabe consiga al encargado y entren en ese departamento? Va a mirar para arriba y me va a ver a mi, y entonces va a decir que fue una ilusión óptica, y a las dos o tres semanas ni siquiera nos vamos a acordar de lo que vimos.
—Es una ilusión —dije yo.
—¡Huela!
—¡Dios mío, está viendo algo que no está allí!
—Usted y yo, señor, y esa señora... eso es realidad. No es una ilusión.
—Es realidad —dije yo.
Me miró un rato largo, meneó la cabeza, luego se sentó junto al agujero, se deslizó sobre el piso y se quedó colgando, sostenido por las manos. Luego se dejó caer sobre el césped. Se paró y giró en un círculo de trescientos sesenta grados, mirando todo. Como el césped, lo cubría una luz de sol violeta.
—¡Robinson!
No me oyó. Era obvio que no me ola. Levantó la cabeza en la dirección en que yo estaba, con el rostro oscuro bañado en el resplandor violáceo. No sé qué vio, pero a mí no. La extraña luz le daba un tono dorado a su piel. Miró a su alrededor, sonriendo con felicidad.
—¡Eh! —gritó—. ¿Sigue ahí?
—Aquí estoy. ¿Me oye?
—Si usted está ahí, no lo oigo, no lo veo, y no lo podrá creer, pero no me importa un bledo.
La señora González lanzó un grito. Gritó dos o tres veces y luego se puso a sollozar.
—Dígale a McCabe —gritaba Robinson—, dígale a McCabe que agarre el coche patrullero. y se lo meta en el trasero... Dígale a McCabe...
Nunca me enteré qué otra cosa quería que hiciera McCabe, porque en ese momento McCabe irrumpió en el departamento de Montez, y luego los vi a los dos, a Robinson y a McCabe parados entre un montón de listones rotos y pedazos de yeso, mirándose.
McCabe alzó la vista y dijo:
—No se acerquen al borde porque se hunde todo el techo. Ya avisé a los bomberos. Vamos a hacer que desalojen el edificio, así que dígale a esa González que se ponga el abrigo y baje—. Luego miró a Robinson—. Tenías que hacer tu voluntad. No pudiste quedarte arriba. Tenias que demostrar que eres un atleta.
Robinson no dijo nada.
Más tarde, otra vez en el patrullero, le pregunté a Robinson qué había visto.
—¿En el departamento de Montez? Ese hombre tiene una cantidad de libros. Hay veces que me digo que yo debía haber sido maestro y no policía. Mi cuñado es maestro. Gana más que yo y lo respetan más. Nadie respeta a un policía. Uno se rompe la crisma y arriesga la vida, y te escupen en la cara.
—Así es —dijo McCabe.
—Una vez rescatamos a cuatro personas de un edificio que se incendiaba en la calle 140, negros, como yo, y un hijo de puta me tiró un ladrillo. ¿Por qué? ¿Por salvar a cuatro personas?
—Usted sabe a lo que me refiero. Cuando estaba parado allí en el césped y mirada alrededor, ¿qué veía?
—Una inmunda casa de inquilinato que debían haber echado abajo hace cincuenta anos
—dijo Robinson.
—Un auto como éste, por ejemplo —dijo McCabe—, es algo nuevo para usted. Mueve algunas influencias y le dicen, está bien, siéntese en el asiento de atrás y escriba un cuento. Para nosotros ésta es nuestra rutina, llueva o truene, día tras día—. Atendió un llamado en la radio—. Una tienda de vinos, esta vez. En la 117 oeste. Lo de Brady.
—¿Sabe? —me dijo—. A ese lugar lo asaltan todos los meses sin falta.
Haciendo sonar la sirena aceleramos por la Avenida Amsterdam hasta la calle 117.
Fin