Publicado en
marzo 30, 2017
Entre los suspiros de la Domitila, la persecución de Roberto, el embarazo de Eulogia María y el desorden de Jack Griffin, la vida de la tía Eulogia era cada vez más complicada...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Las cosas no estaban resultando fáciles. Para nada. La vida de separada estaba lejos de ser una vida sin complicaciones, donde la libertad suplía los vacíos, como había vaticinado Tina Fernández. Había varios frentes que estaban entorpeciendo el camino de la tía Eulogia hacia la paz:
LA DOMITILA. Al volver a la casa de la tía Eulogia, la Domi había dejado a su familia en el campo del sur, y a poco andar empezó a echar de menos a sus hijos, y pasaba suspirando y lanzándole a la tía Eulogia miradas asesinas.
—Yo no te pedí que vinieras, acuérdate, fuiste tú la que dijiste que te tenían hasta la coronilla con las vacas y la música estridente.
—Mmmm —rezongaba la Domi y seguía haciendo las cosas desganada.
—Pero, ¿qué quieres hacer? ¿Quieres irte? ¿Quieres quedarte? ¿Quieres estar una semana aquí y una en el sur?
—No lo tengo claro, tengo que pensarlo.
Y la Domi llevaba un mes pensando...
ROBERTO. Ahora que la Domi había regresado, Roberto se sentía con derecho a ir más seguido. Ya ni siquiera anunciaba su visita. Eulogia tenía que avisarle a él que ese día no fuera, porque Jack Griffin estaba invitado a cenar. "¿Y qué importa?", decía el perejiliento de Roberto, que aún no comprendía que su señora ya no era su señora, que el matrimonio había terminado, que la tía Eulogia quería hacer su vida sin él.
EULOGIA MARIA. El embarazo de Eulogia María avanzaba como siempre avanzan estas cosas, sin que nada lo detuviera, y en la medida en que iba creciendo su vientre, ella se iba poniendo más y más apegada a su mamá. Un regreso al útero.
—Pero si la mamá, ahora, vas a ser tú —trataba de explicarle la tía Eulogia a su hija.
—Sí, pero no sé cómo se hace.
—Nadie sabe cómo se hace hasta que le pasa.
Y así Eulogia María pasaba el día sentada frente al escritorio de Eulogia, y cada vez que entraba un cliente había que explicarle que era la hija de la gerenta, que le daba miedo quedarse sola, que ahora necesitaba a su mamá más que nunca, pero que era de plena confianza, así que podía decir lo que quisiera delante suyo. Y el cliente le miraba el estómago y luego miraba a mi tía, y no decía nada... Muchos se perdieron por esos días.
—Nadie va a querer hacer negocios a menos que le pongamos remedio a esta situación —reclamaba Melody.— ¿Y usted, mijita? ¿Para qué se embarazó si no sabe lo que es tener un hijo? —le preguntaba a Eulogia María, y esta se ponía a llorar.
Pero de todos los frentes, el que resultó ser más engorroso fue el que opuso JACK GRIFFIN. Sí, señor. El perfecto Jack. El Jack que todo lo comprendía y que era capaz de soportar los embates de la Domitila con una sonrisa en los labios. El mismo Jack que en un momento Eulogia vio como al hombre de su vida, se convirtió, de golpe y porrazo, en un verdadero dolor de cabeza.
Las cosas empezaron así: una noche llegó a la casa de Eulogia empapado. Venía hecho un desastre. Como si un tractor le hubiera pasado por encima. O un diluvio.
—¿Y a usted qué le pasa? —preguntó la Domitila abriéndole la puerta un poco asustada.
Eulogia llegó corriendo. Entre las dos lo ayudaron a secarse, lo envolvieron en una vieja bata que Roberto había dejado allí por si Eulogia lo llamaba en medio de la noche (algo que la tía jamás hizo ni haría). El río que corría junto a su casa se había desbordado inundándolo todo. Sus libros, sus fotos de niño, las cartas de su mamá, sus diplomas, sus cuadernos, su diario de vida (en este punto se puso a llorar), todo se había ido con la corriente. No tenía dónde quedarse, no tenía dónde vivir. Miró a la tía Eulogia con ojos suplicantes.
—¿Aquí? ¿Quieres vivir aquí?
—¡Aquí no hay hueco! —se adelantó la Domitila.
—Es solo por unos días, mientras logro secar los muros y cambiar el piso. Es que no tengo adónde ir. Y es ridículo que pague un hotel si en esta casa hay dos dormitorios.
—Por lo mismo —le susurró la tía Eulogia al oído—. La Domitila duerme en uno y yo en el otro. ¿Dónde vas a dormir tú?
—Contigo, por supuesto —dijo Jack.
—Conmigo no puedes —volvió a susurrarle al oído—, la Domitila es conservadora, se escandalizaría.
—Pero tienes 40 años —susurró el otro a su vez.
—Ya lo sé, pero no estamos casados. Para la Domi no cuenta la edad, sino el certificado —dijo la tía Eulogia.
La Domitila observaba la escena con mirada desconfiada.
—¿Se puede saber de qué hablan los maleducados? ¿No saben que no se debe secretear delante de otra persona?
Y entonces la tía Eulogia le preguntó a la Domitila si no le importaría dormir en el sofá del living por unos días, mientras arreglaran la casa de Jack. La Domi puso una cara indescriptible (nada bueno pasaba por su cerebro) y dijo que no, no le importaba.
—Pero que no sea más de una semana, porque mis pobres huesos no van a resistir ese sofá por mucho tiempo.
Habían pasado cinco meses desde ese día. La Domi seguía en el sofá y Jack en su dormitorio. Pero eso no era lo más complicado, ni lo más importante. Lo peor fue que las cosas que estaban en un lugar empezaron a aparecer en otro, o a desaparecer. Eulogia no encontraba sus libros, ni sus calcetines; su ropa interior estaba un día en un cajón y al día siguiente mezclada con las calcetas de Jack. Jack era el desorden personificado. Dejaba las toallas tiradas en el baño, la ropa en cualquier parte —un día encontró su impermeable en el lavaplatos—. Los ceniceros estaban llenos. Y, cosa increíble, cada vez que la tía Eulogia lo recriminaba, él negaba rotundamente que hubiera dejado los calcetines en su cómoda. ¡Jamás había dejado tirada una toalla!
—Soy el hombre más ordenado del mundo, Eulogia.
¿Y residuos en el cenicero? ¿Cómo se le ocurría que iba a ser tan tonto? Nunca haría algo así. Jamás dejaría el impermeable en el lavaplatos. Y la tía Eulogia le clavaba unos ojos de águila.
—Entonces quiere decir que eres sonámbulo. ¿No harás cosas dormido, de las que luego no te acuerdas?
—Pero si todos estos descalabros ocurren después de que me voy a la oficina —decía Jack, sin entender lo que pasaba en esa casa de locos.
Un día, la tía Eulogia dejó su reloj en el baño y volvió a la casa. En cuanto entró, encontró un espectáculo que quedaría para siempre grabado en su memoria. Y en el libro de sus rencores. Roberto y la Domitila saltaban de un lado al otro de la casa, llenando ceniceros de basura, dejando toallas en el sofá del living, vaciando cajones, desordenando los libros y el joyero de Eulogia. Y todo esto ocurría entre carreras y risas, como si se tratara de la cosa más cómica del mundo.
—¡Traidora! —gritó Eulogia desde la puerta. Se estaba refiriendo a la Domitila—. Y a ti no te digo nada, porque no vale la pena —añadió mirando a Roberto.
Se produjo un silencio de muerte.
—Déjeme explicarle, señora Eulogia —balbuceó la Domitila—. No lo tome a mal. Es solo que don Rober y yo nos propusimos sacar a don Jack Griffin de su vida, porque don Rober la sigue queriendo, señora, la sigue adorando, mejor dicho. Don Rober no es tan perejiliento como creíamos, señora Eulogia, todo eso con la flaca no era más que una cana al aire, créame que es mejor una flaca que una vaca, se lo digo yo, que tengo que lidiar con un marido enamorado de sus vacas. Don Rober merece una segunda oportunidad, ¿por qué no se deja de tonterías y vuelve con él?
Roberto escuchaba este discurso impávido. La tía Eulogia se dejó caer en el sofá. ¡Qué agotada se sentía! En eso sonó el teléfono. Era Jack. Llamaba porque había dejado la billetera en la casa, ¿se la podía pasar a dejar a la oficina? La tía Eulogia cortó la comunicación, se puso de pie y declaró:
—¡Se acabó! Tú, Roberto, vienes a dormir a mi cama esta noche. Tú, Domitila, sigues durmiendo en el sofá del living. Jack dormirá en tu cuarto. Y entre los tres, ¡arréglenselas como quieran! Yo me voy a una isla desierta —dijo y se fue.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 11 DEL 2006