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marzo 30, 2017
Este valiente gigante de las profundidades, era un conmovedor cautivo de un parque marítimo. Sin embargo, estábamos resueltos a devolverlo al mar.
Por Bob Sands.
Lo veíamos nadar en círculos interminables dentro del estanque de cuatro metros de profundidad. ¿Sería acaso este desdichado rehén un mero gigante diferente? Nuestro pez estaba lleno de vitalidad y con los ojos brillantes gracias a su salud. Pero este del Parque Marino de Port Macquarie estaba envejecido, gris, desaliñado y con su piel cortada y magullada. El característico rasgado de su cola por el cual podíamos identificarlo, nos convenció de que era el mero gigante que nosotros conocíamos.
Cuando lo examinó David Pollard, biólogo marino, nos advirtió que los ojos del pez se hallaban tan lesionados que estaba casi ciego. Su oportunidad de sobrevivir en el mar sólo era de un 50 por ciento. No obstante, Pollard ordenó la libertad del gigante. "Colóquenlo otra vez donde le corresponde", observó... y los que oímos su orden manifestamos a viva voz nuestra alegría.
MI AMIGO Dave Burton nos invitó, cierto día de abril de 1976, a Greg Pearce y a mí a una pesquería submarina con lanza. Las aguas cálidas y transparentes del mar aledaño a la costa Macleay, en el costado norte de Nueva Gales del Sur, tenían algo mágico ese día, y cuando el barco de seis metros tomó rumbo hacia la Roca Negra y las islas de granito a la sombra del cabo Smoky, el mar estaba tranquilo, soplaba una suave brisa y el firmamento lucía azul y sin una sola nube.
Lanzamos el ancla y nos zambullimos en el agua cristalina. Dave y Greg buscaban pejerreyes y yo deseaba tomar fotografías de los peces y corales. De pronto, Pearce, emocionado, nos hizo una señal. Burton y yo nos acercamos buceando; recordábamos claramente al gran tiburón blanco (Chonrichthyes) que habíamos visto allí en otra ocasión, ese mismo año. Pero Greg descubrió algo mucho menos amenazador.
Cuatro metros debajo de él, suspendido en el agua clara se encontraba un pez tan enorme que en un principio no podíamos dar fe a nuestros ojos. Calculé que mediría unos 3,3 metros de largo y que pesaría más de 300 kilos. El gigante se mantenía quieto en medio del agua como un pequeño submarino. Los rayos del Sol danzaban sobre su amplio lomo, una nube de pececillos plateados se mecían delicadamente en torno a su cabeza y muchas rémoras estaban prendidas a su barriga. Miramos con asombro hacia abajo; el gigante nos devolvió la mirada. Me sumergí para acercarme más y la descomunal criatura pacientemente me permitió que le tomara varias fotos; sus ojos, como bolas de billar, giraban sin perderme de vista. Entonces, con una leve sacudida de su cola comenzó a alejarse seguido por su séquito de pececillos como si estuviera integrado por obedientes servidores de algún exótico noble.
Nos habíamos topado con uno de los moradores más extraños de aquellas aguas: el mero gigante de Queensland.* Me alegré de que mis compañeros, ambos entusiastas de la pesquería con lanza, hubieran dejado con vida al pez. Cuando le pregunté la razón, Dave exclamó espantado:
—¿Cómo se te ocurre? ¡Es demasiado hermoso!
Un mero gigante puede vivir el doble, o más que el hombre. (El nuestro, según nos enteramos más tarde, tenía mi edad: 35 años.) La mayoría comienza su vida como hembra, pero si cambia la estructura social de su hábitat —por ejemplo, si desaparece el macho dominante de su colonia— una hembra puede cambiar de sexo para remplazarlo. Debido a su gran tamaño, se ganaron una reputación tenebrosa entre los pescadores de perlas; pero las investigaciones han demostrado que no atacan al humano. En Nueva Gales del Sur, donde el mero gigante ha sido cazado casi hasta la extinción, existe una ley estatal que prohibe matarlos o capturarlos.
Durante varios meses, el gran pez que habíamos descubierto fue tan amigable con los pescadores del área al sur de la Roca Negra que estos le daban como alimento peces pequeños que tenían para carnada. Pero el primero de marzo de 1979 The Macleay Argus publicó la trágica noticia: nuestro mero gigante estaba en exhibición dentro de un estanque en el Parque King Neptune de Fort Macquarie, 40 kilómetros al sur de Kempsey. Fue un pescador profesional quien atrapó en su red al gran pez y lo obsequió al parque marino. El propietario del establecimiento le había puesto el nombre de "El Viejo Joh", por Joh Bjelke-Petersen, primer ministro de Queensland.
Patricia Riggs, directora del Argus comenzó a buscar apoyo para su campaña de "¡Libertad para Joh!" "Este pez que podría nadar libremente en los mares durante 200 años quizá, terminará sus días en un estanque porque el propietario ha visto en él un negocio", escribió en un editorial. El dueño del parque marino protestó que no había pensado quedarse con Joh, que sólo tenía el propósito de regresarlo a su hábitat natural después de un tiempo.
Joh se veía abatido y trataba de ocultarse cubriéndose con la sombra que daba contra la pared del tanque. Aunque le ofrecían muchos cangrejos vivos de agua dulce, no había comido durante tres semanas. El cronista del diario Chris Horn quedó impresionado cuando lo vio en el parque. "Nunca pensé que pudiera compadecerme de un pez, pero este sí me conmueve", comentó.
A las oficinas del Argus llegaban infinidad de cartas de protesta. El teléfono rara vez dejaba de sonar. Pat Riggs observó: "Todos exigen la libertad de Joh, y no cejaremos en nuestro empeño hasta haberla logrado".
Neville Fowler, inspector mayor de Pesquerías del Estado había informado sobre la captura de este ejemplar de vida marina protegida, pero el Gobierno no hizo nada, y en Kempsey ya nos estábamos impacientando. Sabíamos que el mero gigante necesitaba ayuda inmediata para poder sobrevivir.
Dos semanas más tarde, el 15 de marzo, John Morrisey, entonces jefe de inspectores de las Pesquerías del Estado, anunció que se habían impartido órdenes para la protección de Joh. Al día siguiente el investigador científico de más alto rango, David Pollard, voló a Port Macquarie para realizar una inspección ocular de Joh; igual cosa hicimos Chris Horn, otros interesados de Kempsey y yo.
Tras el examen practicado por Pollard, me preguntaba si estaríamos haciendo lo debido. ¿Sería capaz de alimentarse un pez casi ciego? ¿Cómo evitaría a los tiburones? Pollard nos tranquilizó: "Sendas filas de sacos llenos de fluido que lleva a cada costado le permitirán sentir la presencia de otros animales, buscar el alimento y, si la suerte lo favorece, eludir a los enemigos. Es mejor que corra el riesgo en el mar que exponerlo a una muerte segura y lenta en el tanque".
El transporte de Joh era un problema difícil de resolver, pero mucha gente acudió en nuestra ayuda. Neil Travers, gerente del almacén de artículos de buceo en Kempsey, acomodó todos los aparejos. Una lechería prestó una cuba de acero inoxidable, de las de transportar quesos, en la cual cabía Joh; una gasolinera aportó un camión y el combustible; los cirujanos y médicos veterinarios proporcionaron drogas y anestésicos.
Cuando intentamos mover a Joh, nos dimos cuenta de la fuerza y valor que aún le quedaban. Tres bajamos al agua para acorralarlo mientras un ayudante intentaba anestesiarlo. A pesar de las grandes zonas de carne viva, donde se le habían limado las escamas y la piel; y de los huesos que sobresalían de su cola y aletas, Joh logró evadirnos. El ayudante vació una segunda jeringa de anestésico y trajo una tercera. "Este líquido vale una fortuna", explicó "y ni siquiera lo ha mareado".
Por fin el mero gigante se calmó y una grúa lo llevó hasta la cuba, en la que apenas había agua suficiente para mantenerlo húmedo durante el viaje de dos horas hasta Hat Head, un punto al sur de Roca Negra, donde lo libertaríamos. Los peatones y automovilistas se asomaban al paso de nuestro extraño convoy, integrado por autos de la Commonwealth, un grupo de camarógrafos de televisión, Greg Pearce y yo vestidos con trajes para buceo y echando cubos de agua sobre un pez aparentemente muerto. Cuando al fin nuestro destino estuvo a la vista, temí que Joh hubiese muerto. Pero fue entonces cuando Joe pisó por accidente al pez quien se estremeció con fuerza. ¡Estaba vivo!
En Hat Head, no menos de cien personas se agolpaban sobre la playa y otras corrían a unírseles. Por entonces ya Joh mostraba claras señas de vida. Le administramos una cuarta dosis de anestésico para evitar que se lastimara al levantarlo, y organizamos a los curiosos para formar un grupo de camilleros. Con sumo cuidado levantaron a Joh y lo depositaron en una quebrada de agua salada que llevaba al mar abierto.
Pollard le inyectó ocho veces la dosis normal de penicilina que se administra al ser humano... con la esperanza de curar la infección en los ojos y las magulladuras. Al retirar la aguja Joh revivió con ímpetu y, zafándose de nuestros brazos, se deslizó a través de la quebrada. Pero, al hacerle efecto el anestésico, desapareció bajo la superficie. Los observadores, que ya eran unos 300 se quedaron mudos.
Poniéndome las aletas de pie y la mascarilla, fui buceando lo más rápido que pude a través de la quebrada. Sobre el fondo arenoso, Joh, atrapado por la marea, se bamboleaba de un lado a otro como una hoja. Me esforcé por empujarlo hacia la parte más llana. Otros vinieron a ayudar. "Pongámoslo contra la corriente", urgía Pollard mientras le apalancaba la boca, del tamaño de un barril de cerveza, mientras Dave Burton, Greg Pearce y yo "paseábamos" a Joh de arriba abajo de la quebrada para oxigenarle las branquias.
Los habitantes del pueblo, veraneantes y hasta comerciantes que se apartaban por un rato de sus ocupaciones, miraban nuestra labor en silencio. De cuando en cuando alguien nos gritaba algunas palabras de aliento. Seguíamos en la faena; de arriba abajo por la quebrada, con sed, adoloridos y cada vez con menos esperanza.
Pasó una hora y Joh continuaba desfallecido en nuestros brazos.
—¿Cuánto tiempo más? —pregunté a Pollard.
—Otra hora por lo menos. No podemos darnos por vencidos aún.
Ya eran más de las 2 de la tarde. Cuando los brazos se nos entumecían, cambiábamos de lugar. Sin darse cuenta, Greg le abrió la boca de un tropezón y luego se la cerró subiéndole la mandíbula inferior. Yo enrosqué mis dedos alrededor de la branquia y percibí algún movimiento. "Abrele la boca otra vez", le dije. "Tal vez le haga bien".
Diez minutos más tarde, se iluminó el rostro de Dave. "Se movió; deveras que sí", gritó. De pronto la aleta pectoral de Joh, tan grande como una raqueta de tenis, cobró vida. Nuestra resucitación de "mano a boca" estaba surtiendo efecto.
Joh resoplando fuertemente con las branquias, fue sumergiéndose lentamente hasta posarse sobre el fondo. Su situación cambió, tornándose más segura. Saliendo del fondo se dirigió derecho hacia el mar. Lo seguí, renuente a separarme de él. Un banco de pescadillas lo rodeó cual súbditos dando la bienvenida a su amo y señor. Entonces el majestuoso gigante desapareció rumbo a las profundidades.
En diciembre de 1980, un buzo de Newcastle que examinaba el brillante coral de la caverna Fish Rock se vio frente a frente con un mero gigantesco. Por la descripción que proporcionó de las cicatrices y del rasgado inconfundible de la cola, supimos que se trataba de Joh, con sus heridas ya sanas y su espíritu libre.
—N. DE LA R.
*Conocido en otras partes como róbalo gigante o cherma gigante.