PROBLEMA (Alan E. Nourse)
Publicado en
marzo 21, 2017
Aquella mañana, la carta llegó al buzón demasiado pronto para haber venido por correo regular. Pete Greenwood examinó el matasellos de New Philly con una sensación de presentimiento. La carta decía:
Peter:
¿Puedes venirte para el este sin más? El asunto Grdznth amenaza con volverse un ‘Problema’ con mayúscula, y necesitamos un experto vendedor de refrigeradores que nos saque con rapidez las castañas del fuego. ¿Comprendido? Los matemáticos se divierten con esto, pero los ciudadanos no se divierten tanto. Ven, por favor.
Tommy
Lanzando un suspiro, Pete volvió a meter la carta en el sobre. Había perdido una apuesta hecha consigo mismo, ya que la carta había llegado tres días más tarde de lo que supuso. Pero de todas formas había llegado, como sucedía siempre que Tommy Heinz se encontraba en un apuro.
No es que no sintiera simpatía hacia Tommy. Era el hombre adecuado para un Problema y tenía todo lo necesario que ha de tener un hombre de Problemas. Ni siquiera él sabía a ciencia cierta todo lo que era capaz de hacer. ¡Un problema en un redondo ojo Grdznth! Pero lo que Tommy necesitaba con urgencia era un Batallón de Bazookas, no otro hombre de Problemas.
Con un suspiro de resignación, Pete tomó el jet que iba rumbo al este.
Se hallaba dormitando cuando la gruesa dama que iba sentada más arriba del pasillo dejó escapar un chillido. Una enorme cabeza de reptil se había materializado, salida no se sabía de dónde, y colgaba en el aire, mirando a su alrededor con incertidumbre. En otro lugar, a cuatro pies de distancia, se materializó un cuerpo verde y escamoso con largas uñas en forma de navaja, robustas patas traseras y una aplastada cola terminada en una aguja. Durante un momento, aquel ser flotó en el aire de arriba a abajo, agitando las patas. Después, la cabeza se juntó con el cuerpo, el ser ejecutó una pirueta poniéndose en posición horizontal y cayó suavemente sobre el suelo como una pelota de circo de ocho pies de diámetro.
Dos filas más adelante, un niño lanzó un ahogado chillido e intentó esconderse bajo el cuello de piel de su madre. La gruesa dama lanzó una exclamación de indignación. Alguien que se encontraba detrás de Pete gimió en voz alta, retirándose en seguida tras un periódico.
El ser tosió e intentó disculparse.
—Lo siento muchísimo —dijo con voz ronca—. Es tan difícil establecer control, ¿saben ustedes? Lo siento muchísimo…
Su voz retumbó mientras bajaba por el pasillo en busca del asiento vacío que había junto a Pete. La dama gruesa profirió otra exclamación a la vez que un indignado murmullo corría a lo largo de la cabina.
—Siéntese —dijo Pete, dirigiéndose al ser—. Póngase cómodo. Le hacen una recepción muy calurosa en estos días, ¿verdad?
—¿No le importa a usted que me siente? —preguntó el ser.
—En absoluto —contestó Pete, quitando del asiento su maletín y dejándolo en el suelo.
A distancia, la enorme bestia parecía algo así como una combinación de pesadilla, en la que se amalgamaban un gran cocodrilo y un pequeño tiranosauro. Ahora, de cerca, Pete pudo ver que las supuestas escamas no eran sino pequeñas arrugas de la satinada piel verde. Sabía, naturalmente, que los Grdznth eran mamíferos —”dóciles y pacíficos mamíferos”, según había declarado Tommy enfáticamente—, pero al tener sentado a uno de ellos junto a él, tuvo que luchar contra una ola de horror y asco.
El ser era increíblemente feo. Grandes bolsas amarillas colgaban bajo sus ojos de reptil, y una doble hilera de largos y curvados dientes brillaba vivamente en su boca. A despecho de sí mismo, Pete se asió fuertemente a los brazos del asiento cuando el Grdznth le lanzó su húmedo aliento a través de sus húmedas narices.
—Desconcierta usted, ¿verdad? —preguntó Pete.
El Grdznth asintió tristemente.
—Es horrible, pero no puedo remediarlo —contestó—. Siempre desconcierto. El otro día estuve en el presbiterio de la catedral de St. John. Casi eché a perder las plegarias de la mañana. —Hizo una pausa para recobrar aliento—. ¡Qué esfuerzo tuve que hacer! La barrera de energía, ¿comprende usted? Resulta terriblemente duro dar el salto. —Se detuvo de pronto para mirar por la ventanilla—. Querido, ¿vamos rumbo al este?
—Temo que sí, amigo mío.
—¡Oh, querido! Yo deseaba ir a Florida.
—Bien, pues se ha equivocado usted de avión —repuso Pete—. ¿Y por qué a Florida?
El Grdznth le miró con expresión de reproche.
—Por mis esposas, naturalmente. El clima es allí mejor, y ellas no deben sufrir molestias.
—Desde luego —contestó Pete—. En su situación… Lo había olvidado.
—Me han dicho que las cosas en el este se han puesto desagradables precisamente ahora —dijo el Grdznth.
Pete pensó en Tommy, rojo y frenético, discutiendo con hordas de indignados ciudadanos.
—Yo también me he enterado —contestó—. ¿Cuántos de ustedes han venido?
—¡Oh, no muchos, después de todo! Sólo las esposas… medio millón o así… junto con sus esposos, naturalmente. —El ser produjo un enervante ruido con sus uñas—. No nos queda mucho tiempo, ¿sabe usted? Sólo unas pocas semanas más, unos pocos meses a lo sumo. Si no nos hubiésemos detenido aquí, no sé lo que habríamos hecho.
—No se preocupe ahora —dijo Pete con indulgencia—. Ha sido una gran cosa tenerles a ustedes.
Los pasajeros escuchaban con el oído tenso mientras miraban fijamente a Pete. La dama gruesa hablaba en voz baja e indignada con su compañera de asiento. El niño había salido a medias del cuello de piel de su madre y se dedicaba a mostrar la lengua al Grdznth.
El extraño ser dio pruebas de inquietud.
—Realmente creo… creo que quizá Florida sería mejor.
—¿Va usted a cambiar ahora? No salga delante de todos… —pidió Pete.
—No, si no voy a hacerlo. Ha sido usted muy amable, pero…
El Grdznth estaba empezando a desaparecer.
—Intente bajar cuatro millas hacia abajo y luego haga mil millas hacia el sur —dijo Pete.
El ser le dirigió una sonrisa toda dientes, le hizo una inclinación de cabeza y fue haciéndose cada vez más invisible. Cinco segundos después el asiento estaba casi vacío. Pete se retrepó en el suyo sonriendo para sí al tiempo que un ambiente de malestar le rodeaba como una ola. Él era, de corazón, un hombre de Relaciones Públicas… pero en aquel momento no estaba de servicio. Continuó riéndose para sí mientras los pasajeros le hacían el vacío cual si se tratara de una plaga. Y eso duró todo el camino hasta New Philly.
Pero cuando bajó por la escalerilla y buscó un taxi ya no sonreía. Se estaba preguntando lo grande que sería la tabarra que Tommy le pensaba dar esta vez.
Cuando Pete se apeó del taxi, la sala de espera de la Oficina de Relaciones Públicas estaba tan llena como un hormiguero vuelto del revés. El joven casi pudo oler la desesperada tensión que reinaba en el lugar. Atravesó la sala por entre los atareados empleados y los preocupados hombres con papeles en la mano hasta llegar a los ascensores de la parte trasera.
En el piso diecisiete, recién terminado, encontró a Tommy Heinz, que se paseaba por el corredor como un joven padre que esperase el nacimiento de su primer hijo. Pete pudo darse cuenta de que Tommy había perdido peso desde la última vez que le vio. Su rubicundo rostro estaba más pálido y tenía menos pelo en la cabeza, como si de cuando en cuando le hubiesen arrancado algunos. Vio a Pete cuando éste salió del ascensor y se dirigió a él con los brazos abiertos.
—¡Creí que no llegabas nunca! —exclamó—. Como no me llamaste por teléfono, creí que me dejabas en el atolladero.
—¿Yo? —exclamó Pete—. Yo nunca dejo a un compañero en el atolladero.
La ironía de la respuesta no desconcertó a Tommy. Éste guió a su amigo a través de una antecámara hasta el alfombrado despacho del director, sin dejar de hablar con excitación, las palabras surgiendo de sus labios como el agua de una cascada. Parecía un vendedor ambulante de cuadros baratos gritando en Market Street.
—Cálmate —dijo Pete—. Descansa. Yo no voy a echar a correr. Tu secretaria te ha hablado no sé qué a propósito de un senador que está esperando. ¿No la has oído?
Tommy dio un respingo.
—¡Un senador! ¡Oh, querido…!
Dio vuelta a un conmutador de su escritorio.
—¿Qué senador es ése? —preguntó.
—El senador Stokes —contestó la muchacha con voz cansada—. Tiene una cita con usted. Y está dispuesto a echarle una reprimenda.
—¡No faltaba más que un senador ahora! —exclamó Tommy—. ¿Y qué es lo que quiere?
—Adivínelo —repuso la muchacha.
—¡Oh! Eso es lo que temía. ¿No le puede usted mantener allá?
—No se preocupe por eso —dijo la muchacha—. Está echando raíces. Empezó a echarlas anoche, y hoy ya les he tenido que limpiar el polvo. Su cita era para ayer, ¿recuerda?
—¿Que si lo recuerdo? Claro que lo recuerdo. El senador Stokes… Algo sobre una algarada en Boston. —Empezó a cerrar el interruptor, pero de pronto añadió—: Vea si puede venir aquí Charlie con su secretaria.
Se volvió de nuevo a Pete con una clara luz en los ojos.
—¡El viejo Pete! Has venido a tiempo. A tiempo. A las once horas de haberte mandado aviso. Bebe algo. Toma un cigarro. ¿Quieres mi puesto? Es tuyo. Sólo tienes que pedirlo.
—Me gustaría comprender —dijo Pete— por qué me has hecho venir desde Los Ángeles sólo para ofrecerme un cigarro. Yo tenía mucho trabajo.
—Vender películas, ¿no es verdad? —preguntó Tommy.
—Eso es.
—A gente que no las quiere comprar, ¿verdad?
—Es una manera de decirlo —replicó Pete, un poco picado.
—Exactamente —dijo Tommy—. Y teniendo en cuenta la calidad de las películas que vendes, serías capaz de vender cualquier cosa a cualquiera a cualquier hora y a cualquier precio.
—Por favor… Las películas están siendo mejores cada día.
—Sí. Ya sé. Y lo de los Grdznth se está poniendo peor cada hora. Llegan aquí a batallones. ¡Mil al día! Y mientras más Grdznth hay, más parece que el sitio les pertenece. No es que molesten, no… Pero su infernal cortesía es lo que más odia la gente, a mi modo de ver. No se enfadan, no luchan, pero hacen todo lo que les viene en gana y van a donde quieren, y aunque a la gente no les gusta, ellos siguen con lo suyo.
Pete se mordió el labio.
—¿Alguna violencia?
Tommy le dirigió una larga sonrisa.
—Hasta ahora no hemos dejado que lo publicasen en los periódicos, pero han ocurrido algunos incidentes. No se puede hacer daño a los Grdznth… Tienen protección personal a su alrededor, un pequeño detalle que no se molestaron en hacernos conocer. Cualquiera que intente algo contra ellos, cae como herido por un rayo. Corren rumores… La gente dice que no pueden ser muertos y que vienen aquí a fin de quedarse para siempre.
Pete hizo un lento movimiento de afirmación con la cabeza.
—¿Y es cierto eso?
—Me gustaría saberlo. Quiero decir, con seguridad. Los doctores en psiquiatría afirman que no. Los Grdznth dicen que se marcharán dentro de un tiempo concreto, y parece, según su cultura, que acostumbran a cumplir sus promesas. Pero eso es lo que piensan los doctores en psiquiatría, y está visto que a veces se equivocan.
—¿Y cuál es ese tiempo concreto?
Tommy extendió las manos con ademán de impotencia.
—Si lo supiéramos, tú estarías aún en Los Angeles. Aproximadamente seis meses y cuatro días y, además, un mes más o bien un mes menos, teniendo en cuenta la diferencia de tiempo. Todo esto es andar a tientas, según los de Matemáticas. Se trata de un universo paralelo al nuestro, uno de los varios miles ya explorados, según los científicos Grdznth que trabajan con Charlie Karns. Muchos de los universos paralelos son análogos, y, al parecer, el nuestro es análogo al de los Grdznth. Tienen un sistema de ocho planetas que giran alrededor de un ardiente sol, el cual, en los últimos tiempos, es cada vez más ardiente.
Peter abrió sus ojos de par en par.
—¿Una nova?
—Eso parece. Nadie sabe lo que ellos predijeron, pero es patente que predijeron algo. Hace algunos años empezaron a explorar paralelo tras paralelo, intentando encontrar un lugar a donde poder emigrar. Por fin encontraron uno. Fue una especie de elección desesperada. Pero era frío y árido, lleno de cadenas de montañas insalvables. Haciendo un esfuerzo, pueden hacer que ese mundo acoja a parte de su población.
Tommy sacudió la cabeza con desesperanza y continuó:
—Idearon un sistema muy juicioso para crear una nueva y fuerte población Grdznth lo más pronto posible. Los varones fueron elegidos teniendo en cuenta su cerebro, su educación, su habilidad y su adaptabilidad. En cuanto a las hembras, fueron elegidas de acuerdo con sus buenas aptitudes para parir.
Pete sonrió.
—Los Grdznth considerados según su útero. Hay en ello algo poético.
—Pero existía un inconveniente —continuó Tommy—. Las mujeres no podían gestar en aquel clima frío, por lo menos hasta que sus glándulas no se aclimataran a él. Y parece que nosotros tenemos un clima muy adecuado para la gestación Grdznth, incluso mejor que el de su planeta natal. Así que pidieron permiso para detenerse aquí, en su camino hacia el nuevo planeta, para descansar y que sus hembras den a luz.
—Así que la Tierra es algo así como una incubadora glorificada —dijo Pete, poniéndose en pie con ademán pensativo—. Esto es muy conmovedor, pero como si no. Si los Grdznth gozan de tan escasa popularidad entre las masas, ¿por qué dejaron llegar aquí a esas parejas, en primer lugar? —Miró fijamente a Tommy—. Para decirlo de una vez, ¿cuál es el precio que pagan por su permanencia aquí?
—Has tocado el punto principal —contestó Tommy con calor—. Ahí está el inconveniente. El precio es tan elevado que la Tierra no puede arriesgarse a perderlo. Charlie Karns te dirá por qué.
Charlie Karns, de la sección de Matemáticas, era un hombre que parecía un esqueleto, provisto de una gran mandíbula y de una larga bata blanca que colgaba de sus hombros como una mortaja. En sus manos llevaba una pequeña caja negra.
—Se trata del asunto del universo paralelo —dijo a Pete, mientras Tommy asomaba la cabeza por encima de su hombro—. Los Grdznth pueden meterse por todas partes. Hace mucho tiempo que pueden hacerlo. De acuerdo con nuestros cálculos, deben de poseer un completo control sobre la masa, sobre el espacio y sobre la dimensión… Las tres cosas. Y el tiempo se mete dentro de una de las tres. No sabemos de cuál.
El matemático apoyó la negra caja sobre el escritorio y levantó la tapa. Como si se tratara de una caja sorpresa, dos pequeñas esferas de plástico empezaron a perseguirse por el aire a seis pulgadas por encima de la caja. Pronto surgió de la caja una tercera esfera que se unió al juego.
Pete observó aquello con su mandíbula colgando, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas.
—¿Sin hilos? —preguntó.
—Absolutamente sin hilos —contestó Charlie, sombríamente—. Sin nada. —Cerró la caja produciendo un chasquido—. Éste es un juguete para niños, y teóricamente no hay razón para que exista. Entre otras cosas, hace caso omiso de la gravedad.
Pete tomó asiento frotándose su barbilla.
—Sí —dijo—. Estoy empezando a comprender. ¿Ellos le explican a usted cómo funcionan estas cosas?
—Lo intentan —contestó Tommy—. Charlie y una docena más han estado trabajando durante semanas en compañía de los mejores matemáticos Grdznth. ¿Cuántas calculadoras han quemado ustedes, Charlie?
—Cuatro. Existe un factor diferencial, y no hemos podido dar con él. Ellos tienen las ecuaciones, y todo eso marcha bien. Es cuestión de traducirlas a constantes que tengan sentido. Pero hemos fallado en el diferencial.
—Y si no hubieran fallado, ¿qué pasaría?
Charlie respiró hondo.
—Dispondríamos de un control interdimensional, de una práctica y utilizable transmutación de la materia. Tendríamos una gravedad nula, lo que significaría el mayor avance en la utilización de la fuerza desde los tiempos en que se descubrió el fuego. Eso nos puede abrir la puerta a un concepto sobre el viaje en el tiempo con algún sentido. ¡Y otro sobre la fuerza! Pero si existe una energía diferencial de alguna magnitud…
Acabó sacudiendo la cabeza con tristeza.
—Nos enteraremos del diferencial de tiempo —dijo Tommy con esperanza—. Y también de lo que dura la gestación de los Grdznth.
—Hemos establecido un convenio justo —afirmó Charlie—. Les tendremos aquí hasta que las hembras tengan a sus niños. Y ellos, en cambio, nos enseñarán el abecé del espacio, la masa y la dimensión.
Pete asintió con la cabeza.
—Todo eso, si logran ustedes que la gente les soporte durante otros seis meses, aproximadamente.
Tommy suspiró.
—Creo que se andará. No todo se resuelve en una hora.
—¡No puedo! —exclamó tristemente el maquillador, al tiempo que se dejaba caer en una silla y escondía el rostro entre sus manos—. He fracasado. ¡Fracasado!
El Grdznth que estaba sobre el taburete posó su disgustada mirada primero en el maquillador y luego en los hombres de Relaciones Públicas.
—Yo sólo puedo decir que… lo siento.
Su ronca voz seguía resonando mientras se arrancaba una larga tira de pasta de maquillaje de su satinado y verde rostro. Pete Greenwood miró asombrado al maquillador, que sollozaba en su silla.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó.
—Que sufre en su orgullo profesional —explicó Tommy—. En Hollywood puede quitar veinte años del rostro de cualquier mujer. Pero no puede hacer nada con esa belleza que hay ahí. Y esto es sólo un detalle —añadió, mientras atravesaban el corredor—. Ya verá usted los informes que llegan de fuera. Hemos estado hablando de los adelantos, riqueza y poder que podrán poseer. Pero no ha dado resultado. El hombre de la calle lee nuestra propaganda, pero luego alza la cabeza y encuentra a uno de esos asquerosos seres leyendo su propio periódico por encima de su hombro…
—Así que no les es posible a ustedes volverles hermosos —dijo Pete—. Pero… ¿no pueden volverles por lo menos agradables?
—¿Con esos dientes? ¿Con esos ojos? ¡Vamos!
—¿Y por qué no prueban ustedes con la simpatía?
—¿La simpatía? Ya lo intentamos. Pero no hay nada simpático en ellos. Se materializan en cualquier lugar. En la iglesia, en una alcoba, en el túnel Lincoln en medio del tráfico a una hora punta… ¡Mire!
Pete miró a través de la ventana el embotellamiento de tráfico que había abajo. Los coches se hallaban parados a lo largo de varias manzanas a ambos lados de la intersección. Una brigada de guardias de tráfico se dirigían apresuradamente hacia el centro del embotellamiento, donde un río de reptiles verdes parecían surgir de la propia calle, alzándose sobre los coches detenidos en el embotellamiento como tanques Sherman.
—¡Diablos! —exclamó Tommy—. La circulación era ya bastante mala como estaba antes. Y esos seres no hacen nada para remediar las cosas. Se disculpan profusamente, pero siguen apareciendo en cualquier momento. —Ambos se dirigieron a la oficina—. Esto ha llegado a su punto álgido. La gente adelgaza a consecuencia de la preocupación… sin hablar de las pesadillas que sufren los niños y de los complicaciones causadas por las mujeres que se desmayan.
La señal luminosa que había sobre la mesa de Tommy se tornó escarlata. Tommy, lanzando un suspiro, se dejó caer en una silla y dio vuelta a un conmutador.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—¡Soy un senador! —exclamó una furiosa voz masculina—. Mr. Heinz, mi artritis ha empezado a ganar la batalla. ¿Me va usted a recibir ahora o no?
—Sí, sí, en seguida…
Tommy se había puesto pálido.
—El senador Stokes… —murmuró—. Me había olvidado completamente.
Al senador no parecía gustarle el haber sido olvidado. Penetró en la oficina, miró desdeñosamente a los hombres dedicados al Problema, y tomó asiento en el borde de una silla, apoyándose sobre su paraguas.
—Ha perdido usted su empleo —dijo a Tommy con frío tono de voz—. No ha recibido aún ninguna noticia sobre ello, pero puede usted fiarse de mi palabra. Yo me sentiré encantado de dar personalmente todos los pasos para lograrlo, pero dudo que tenga que hacerlo. Hay en Washington cien senadores por lo menos que esperan su dimisión, Mr. Heinz… Y se ha hablado incluso de linchamiento. Nada oficial, por supuesto.
—Senador…
—¡Nada de senador! Queremos que en esta oficina haya alguien que sea capaz de hacer algo.
—¿Hacer algo? ¿Cree usted que soy un mago, que puedo hacerles desaparecer? ¿Qué es lo que quieren que haga?
El senador enarcó las cejas.
—No necesita gritar, Mr. Heinz. Lo que usted haga no me interesa lo más mínimo. Mi interés se enfoca por completo hacia una colección de mil cartas, telegramas y llamadas telefónicas que he recibido sólo en los pasados tres días. Mis electores se muestran muy concluyentes, Mr. Heinz. Si los Grdznth no se marchan, yo me marcho.
—Eso no sucederá nunca, naturalmente —murmuró Pete.
El senador lanzó a Pete una fría y escrutadora mirada.
—¿Quién es este individuo? —preguntó a Tommy.
—Un ayudante mío —se apresuró a contestar éste—. Es un excelente analizador del Problema.
El senador absorbió aire por la nariz.
—Lleno de ideas, como si lo viera.
—Lleno de ideas —repitió Pete—. Las suficientes para que sus electores no le atosiguen, por lo menos durante un tiempo.
—¿De veras?
—De veras. Tommy, ¿cuánto tardará usted en hacer que una llamada de propaganda acerca del Problema llegue a todos los oídos? ¿Dispone usted de medios para ello?
—De muchos —respondió Tommy.
—¿Y cuánto tardará usted en recibir respuestas y analizarlas?
—Digamos… unas seis horas después de haber lanzado la llamada de propaganda. Pete, si tienes una idea, ¡dínosla!
Sin dejar de mirar al senador, Pete se puso en pie.
—Se han intentado hacer muchas cosas, pero me parece a mí que ha sido olvidado un importante factor. Un factor que hará que sus electores queden satisfechos —miró a Tommy con lástima—. Tú has intentado volverles hermosos, pero ellos no son hermosos. Ni siquiera resultan pasaderos. Pero se han olvidado de lo que les sucede, por lo menos a la mitad de ellos.
Tommy abrió la boca asombrado.
—La mitad de ellos son hembras y están embarazadas —dijo.
—¡Oh, vamos! —exclamó el senador—. Si está usted intentando burlarse en mi propia cara…
—Siéntese y calle —continuó Pete—. Si hay algo que el hombre común reverencia, amigo mío, es la maternidad. Tenemos a varios centenares de hembras Grdznth embarazadas, esperando que lleguen sus pequeños Grdznth, y nadie se ha ocupado de ellas. —Se volvió hacia Tommy—. Traiga aquí a algunas mecanógrafas. Busque algunos médicos Grdznth especialistas en obstetricia. ¡Vamos a lanzar una llamada de propaganda que pulse las cuerdas del corazón de la gente como si se tratara de mil millones de arpas!
El color volvió a las mejillas de Tommy y el senador quedó olvidado, mientras el primero manejaba una docena de conmutadores.
—Vamos a necesitar emisiones de televisión y muchísimas emisiones de radio —afirmó—. Y quizás algunas fotografías… ¿Crees que los niños Grdznth serán atractivos?
—Probablemente parecerán salamandras —contestó Pete—. Pero di a la gente todo lo que se te ocurra. Si no salimos del paso apelando a la santidad de la maternidad Grdznth, amigo mío, no saldremos del paso con nada.
—Esto es genial —gritó Tommy—. ¡Sencillamente genial!
—Si acaso da resultado —añadió dubitativo el senador.
—Dará resultado —dijo Pete—. La cuestión es la siguiente: ¿cuánto dura la gestación?
El plan revelaba la marca del genio. Nada súbito, duro o crudo… Lentamente, un comentario hecho por la radio aquí, un artículo de periódico allá, empezó a enfocarse la cosa no hacia los Grdznth en general, sino hacia las madres Grdznth en particular. Un profesor llamado Rutggers, que tenía un programa en televisión los lunes a las seis y media de la tarde y cuyo título era “La maternidad como experiencia”, vio de pronto que su programa era trasladado a las diez y media de los sábados por la noche. De la oficina de Tommy surgían las copias, unas copias refinadas e hipersensibles, que encontraban camino hacia la luz del día a través de muy distintos canales.
Tres días más tarde, se produjo una amenaza de aborto Grdznth, que fue evitado. Esto pertenecía a la página cuarta de lo escrito por Pete, pero constituía un buen principio.
Los esfuerzos para expulsar a los Grdznth se debilitaron, titubearon. Los Grdznth eran feos, asustaban a los niños, resultaban insoportables con su terca cortesía… pero en un mundo civilizado nadie deja bajo la lluvia a madres que esperan hijos. Ni siquiera a madres Grdznth que esperan hijos.
Durante la segunda semana, la propaganda siguió a toda marcha. En el edificio de Relaciones Públicas, las máquinas trabajaban durante toda la noche. Cuando los cuestionarios estuvieron listos, las pantallas de televisión proyectaron cándidas películas y entrevistas hechas al volver de la esquina. Y esto durante las veinticuatro horas del día. Tommy Heinz adelgazó, mientras que Pete sentía fuertes dolores de estómago.
La mañana en que comenzaba la tercera semana, Tommy preguntó en tono de queja:
—¿Por qué no responde la gente? ¿Es que no tienen sentimientos? ¡Arrojamos sobre ellos propaganda a oleadas y se quedan tan tranquilos!
Por medio de una línea privada, envió un recado al departamento de Análisis. Era la cuarta vez que lo hacía aquella mañana. Un hombre de mirada lastimera se presentó ante él.
—¡Por fin está usted aquí!
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el recién llegado—. ¿Las noticias de ayer?
—¿Qué es lo que cree usted que puedo querer? ¿No hay ningún signo de aflojamiento de la tensión?
—No hay el menor signo. Y eso que anoche trabajamos de firme. El apéndice a la propaganda que usted sugirió se lo tragaron enterito.
—¿Qué hay sobre el discurso del presidente?
El hombre procedente del departamento de Análisis sonrió.
—Tendría que estar ayudándonos en nuestra campaña.
Tommy se secó la frente con la manga de su camisa.
—Perfectamente. Ahora escuche: necesitamos que se afanen ustedes en reunir todas las respuestas que puedan a base de niveles de tolerancia, ¿comprende? ¿Cuánto tardaremos en obtener este informe?
El hombre del departamento de Análisis sacudió la cabeza.
—Con los datos de que disponemos, sólo podremos sacar en claro una cosa aproximada.
—Muy bien —repuso Tommy—. Pues hagan un cálculo aproximado.
—Dénos tres horas —dijo el hombre del departamento de Análisis.
—Tienen ustedes treinta minutos. Váyase.
Volviéndose a Pete, Tommy se frotó las manos con viveza.
—Esto va a dar resultado, muchacho. No sé qué resultado, pero va a darlo. Cuando los niveles de tolerancia nos digan lo que este programa tardará en aquietar los ánimos, Charlie tendrá entonces tiempo de poner en claro el factor diferencial, cosa que parece ser el eje de todo.
Sonrió para sí mientras empezaba a pasearse por la habitación con nerviosa energía.
—Parece que ya veo lo que va a ocurrir —continuó—. Espacios abiertos en lugar de ascensores. Un salto, y nos vamos a Honolulú para pasar la tarde a orillas del agua, pudiendo volver a tiempo para la cena. Un galón de combustible para un centenar de millas en la excursión dominguera. Cuando la gente vea lo que los Grdznth nos van a regalar, les recibirán con los brazos abiertos.
—No sé, no sé —repuso Pete.
—Bien, ¿por qué no van a hacerlo? La gente no tiene confianza en nosotros, eso es todo. ¿Qué sabe la gente de la calle sobre la transmutación de la materia? Nada. Pero proporcionadle un mejoramiento, y empezarán a creer en ello.
—Sí, sí —dijo Pete—. Suena a algo grande. Tal vez un poco… demasiado grande.
Tommy le miró con los ojos entornados.
—¿Demasiado grande? ¿Estás loco?
—No. Sólo un poco nervioso —y Pete se metió las manos en los bolsillos—. ¿Te das cuenta de que estamos metidos en esto? Estamos metidos hasta el cuello. Luchamos por lograr tiempo… para que Charlie y los suyos resuelvan la adivinanza, tiempo para que las hembras Grdznth gesten. Pero… ¿qué dice Charlie?
—Pete, Charlie no puede…
—Cierto —dijo Pete—. Nada nos ha dicho Charlie. Aún no tenemos ni la transmutación de la materia, ni la anulación de la gravedad o la fuerza… Sólo un montón de Grdznth, y muchos más que vendrán en cuanto puedan. Estoy empezando a preguntarme por lo que los Grdznth nos dan.
—Bien, las hembras acabarán alguna vez su gestación.
—Claro que sí. Pero yo tengo un ardiente deseo de hablar con Charlie. Algo me dice que esas hembras van a estar gestando demasiado tiempo.
—Lo siento —dijo la telefonista—. Nadie contesta allí desde hace tres días.
—¿Tres días? —gritó Tommy—. ¿Qué ha pasado? ¿Es que ha muerto Charlie?
—No es probable. Ayer quemaron dos máquinas más —dijo la telefonista—. Estropearon en veinte minutos el panel de los conmutadores.
—Haga que Charlie me responda —pidió Tommy—. Es una orden.
—Sí, señor. Pero primero vaya al departamento de Análisis. Le llaman de allí.
El departamento de Análisis estaba patas arriba. Los papeles y las cintas se apilaban en el suelo, llegando hasta la rodilla. Las máquinas tecleaban incansablemente, arrojando resmas de papel que eran tragadas por otras máquinas.
En un rincón de la oficina encontraron al hombre del departamento de Análisis. Estaba pálido, pero contento.
—¡El programa! —exclamó Tommy—. ¿Cómo va?
—Puede usted contar con que la gente permanecerá tranquila por lo menos durante otros cinco meses. ―Titubeó un momento y luego continuó―: Si es que para entonces llegan a ver a algún bebé Grdznth.
En la habitación se produjo un silencio de muerte.
—¡Un bebé Grdznth! —repitió finalmente Tommy.
—Sí, eso dije. Así piensa la gente. Eso es lo que han dado a entender.
Tommy tragó saliva.
—¿Y si la gestación dura seis meses? —preguntó.
El hombre del departamento de Análisis se pasó un dedo por la garganta. Tommy y Pete se miraron. Las manos del primero temblaban.
—Creo que haremos bien en ir a ver inmediatamente a Charlie Karns —dijo Tommy.
La sección de Matemáticas parecía una tumba. Las máquinas se hallaban silenciosas. En el extremo encontraron a un Charlie sin afeitar, tomándose una taza de café en compañía de un Grdznth de pulida apariencia. La cafetera flotaba gentilmente a unos seis pies por encima del escritorio. También el Grdznth y Charlie flotaban en el aire.
—¡Charlie! —exclamó Tommy—. Durante horas he estado intentando hablar con usted. La telefonista…
—Ya sé, ya sé —contestó Charlie haciendo un ademán evasivo—. Le dije a la telefonista que se fuera. Y también se lo dije al resto de los empleados.
—Entonces… ¿ha averiguado usted el diferencial?
Charlie efectuó un imaginario saludo en dirección al Grdznth.
—Lo averiguó Spike —dijo—. Spike es una especie de genio entre los Grdznth.
Arrojó la taza de café por encima de su hombro. La taza fue a dar, después de dibujar una graciosa y lenta curva, contra la pared más lejana.
—Y ahora, ¿por qué no se van ustedes también? —preguntó.
Tommy se tornó de color púrpura.
—Tenemos cinco meses —dijo con voz ronca—. ¿Me oye usted? Si esas embarazadas no dan a luz a sus hijos dentro de cinco meses, estamos perdidos.
Charlie sonrió.
—¿Cinco meses dice usted? Imaginamos que los niños nacerán dentro de tres meses. ¿No es verdad, Spike? Pero eso no soluciona nada.
Charlie tomó lentamente asiento junto a su escritorio. Ya no reía.
—Sólo que no veremos nunca a ningún bebé Grdznth. Tendremos demasiado frío para verlo. Se trata del factor energía —murmuró Charlie—. Nadie pensó en eso excepto de pasada. Y tendríamos que haber pensado en eso hace tiempo. Dos universos completamente independientes y, por lo tanto, dos sistemas de energía. Incompatibles. Hablábamos de masas, de espacio y de dimensiones… pero el diferencial de energía era lo más importante.
—¿Y qué hay sobre la energía?
—Estamos cargados de energía. Sobrecargados —y trazó frenéticamente rayas y más rayas sobre el cuaderno que había en la mesa—. Mire, ellos necesitaron grandes cantidades energía para venir… Inmensas cantidades de energía. Cada uno de los que vinieron alteró un poco el equilibrio, destrozó todo nuestro plan de energía. Y ellos sabían desde el principio que el diferencial estaba completamente a favor suyo… Un millón de ellos desequilibraría a cuatro mil millones de los nuestros. Todo lo que necesitaban para sobrecargarnos completamente era tiempo para efectuar bastantes trasportes.
—Y nosotros les dimos ese tiempo —dijo Pete, tomando asiento lentamente; tenía el rostro verde—. Es como una pelota de goma con una pinchadura. Se aprieta por un lado y el otro lado deja salir el aire. Y nosotros nos hallamos en este otro lado. Y… ¿cuándo?
—Ahora, cualquier día. Quizás dentro de pocos minutos. —Charlie abrió sus manos con ademán de impotencia—. Oh, el nuevo lugar no será del todo malo. Spike me lo estaba diciendo ahora. La temperatura más baja es sólo de 39 grados bajo cero. Habrá muchísima nieve buena y limpia, y miles de bonitas montañas picudas. Realmente un hermoso lugar. Sólo que resulta un poco demasiado frío para los Grdznth. Y pensaron que la Tierra era mucho más acogedora.
—Para ellos —murmuró Tommy.
—Para ellos —respondió Charlie.
Fin