LAS ALAS DE LA NOCHE (Lester Del Rey)
Publicado en
marzo 31, 2017
—¡Malditos sean todos los marcianos! — los apretados labios de Fats Welch mordieron las palabras con la indignación del que se siente miembro ofendido de una raza superior.
—Aquí nos encontramos, sobre la Luna, cargados con la mejor carga de iridio que salió nunca de un asteroide, y precisamente ahora el inyector empieza a fallar de nuevo. Si vuelvo a ver alguna vez a ese bulboso marciano...
—Claro. — Slim Lane tanteó detrás suyo con su mano derecha buscando la llave inglesa de mango flexible, la encontró y empezó a retorcerse gimiendo hacia el interior de la complicada maraña de maquinaria.
—Claro. Ya lo sé, lo harás papilla. ¿Te has parado nunca a pensar que quizá te buscas tus propios problemas? ¿No te das cuenta de que los marcianos quizás son gente como nosotros? Lyro Bachis te dijo que precisaba dos días para reparar el panel de control del inyector, y por lo tanto tú lo perseguiste a patadas por todo el espaciopuerto, llamaste a sus antepasados perros malditos, y le diste sólo ocho horas para terminar el trabajo. Y ahora esperas que el trabajo que realizó con tal premura resulte perfecto... ¡Oh, olvídalo, Fats, y pásame el destornillador!
Slim se dijo a sí mismo que no servía de nada discutir. Había hablado de ello con Fats una docena de veces y nunca llegaron a un acuerdo. Fats era un buen astronauta, pero no podía extender su imaginación lo bastante lejos para olvidar las teorías perniciosas que el Imperio de la Reconstrucción Humana estaba utilizando en su propaganda respecto al Destino del Hombre y al Plan Divino en los que se decía que los humanos fueron creados para explotar a todas las demás razas. Tampoco le ayudaría mucho a Fats el que él tratase de convencerlo ahora. Slim conocía bien el valor del idealismo... ninguno mejor que él.
Había salido de la Universidad dispuesto a combatir estas teorías y con una fortuna que heredó de sus padres suficiente para satisfacer las necesidades de tres hombres, pero inflamado con el viejo espíritu de un cruzado. Había escrito y publicado libros por su cuenta, pronunciado discursos, se había entrevistado con políticos y gobernantes y se hizo miembro y organizó diversas sociedades y por fin le habían llamado muchas cosas que no eran exactamente un cumplido. Ahora se ganaba la vida pilotando un carguero de Marte a la Tierra, del cual era propietario de una cuarta parte. Mientras que Fats, que había subido, desde mecánico de cohete-naves sin la ayuda de tantos ideales, poseía las otras tres cuartas partes de su nave.
Fats lo contempló mientras salía del compartimiento de motores.
—¿Bien?
—Nada. No puedo arreglarlo. No conozco bastante de electrónica. Pasa algo raro con las conexiones que controlan el intervalo de tiempo del control, pero los indicadores no me dicen donde está la avería y no quiero dedicarme a hacer experimentos en este momento.
—¿Crees que podremos llegar a la Tierra?
Slim agitó la cabeza.
—Lo dudo, Fats. Será mejor que aterricemos en algún lugar de la Luna, si puedes pilotarla hasta allí.
—Quizá logremos hallar la avería antes de que se nos termine la reserva de aire.
Fats ya se había dado cuenta de la situación e inició por su propia iniciativa la aceleración, luchando contra los espasmódicos impulsos de los tubos de propulsión y maldiciendo los efectos de la gravedad de la Luna que, con ser tan insignificante, perturbaba la aceleración de la astronave. A pesar de todo, las pantallas televisoras indicaban que se acercaban lentamente hacia el punto que había elegido para aterrizar. Una pequeña llanura lisa, en cuyo centro se destacaba una zona excepcionalmente limpia de piedras y cráteres.
—En estos momentos desearía que hubieran instalado una estación de emergencia por estos lugares — murmuró.
—En otro tiempo las hubo — le dijo Slim —. Pero hace ya mucho que nadie se acerca a la Luna, y no hay ninguna razón para que las naves de pasajeros aterricen aquí; le resulta más económico deslizarse sobre sus aletas a través de la atmósfera de la Tierra que descender con los chorros en la Luna. Ya sabes que de los cargueros como nosotros no se ocupa nadie. Es raro lo regular y liso que aparece este lugar. No puede tener más de una milla de diámetro y estamos a una altura de cosa de tres millas, y ni siquiera veo el impacto de un meteorito.
—Estamos de vena, entonces. No me gustaría nada tropezar con un cráter superficial y perder un tubo o destrozar la cubierta exterior — Fats lanzó una mirada al altímetro de la radio-sonda y al indicador de descenso —. Creo que vamos a chocar bastante fuerte. Pero... ¡eh!, ¿qué demonios pasa?
Slim miró la pantalla televisora precisamente a tiempo para ver como el área lisa que habían elegido se abría en dos partes deslizándose suavemente bajo ellos en el momento que estaban a punto de aterrizar. Luego se encontraron cayendo suavemente en una especie de cráter, cuyo fondo no se divisaba y cuyas paredes se iban ensanchando a medida que descendían. El rugido de los tubos de propulsión aumentó de volumen en una forma repentina. Por encima de ellos, las pantallas superiores mostraron un par de hojas deslizantes y translúcidas que se cerraban herméticamente en la superficie exterior. Sus ojos miraron el altímetro sin saber si creer en sus indicaciones o dudar de ellas.
—¡Hemos descendido ciento sesenta millas y nos encontramos en una trampa! El sonido de los tubos de propulsión demuestra que existe aire en cierta cantidad, por lo menos en este lugar. Pero esa absurda trampa no puede existir. No hay ninguna razón para ello.
—¿En estos momentos, quién se preocupa de esto?
No podemos atravesar esas pantallas de nuevo, de manera que lo mejor será que bajemos hasta el fondo a ver qué pasa. Maldición, nadie sabe qué clase de campo de aterrizaje hallaremos cuando lleguemos al fondo. — La carencia de imaginación de Fats resultaba muy útil en casos como aquél. Concentrado completamente en la operación de descender por el enorme cráter como si se encontrase en el espaciopuerto de Nueva York, se hallaba demasiado ocupado con la avería de los tubos de propulsión para preocuparse de lo que encontrarían cuando llegasen al fondo. Slim lo miró con admiración, y luego volvió a concentrarse en la pantalla televisora, buscando alguna indicación que permitiera explicar la existencia de lo que evidentemente era una trampa artificial.
Lhin escarbó perezosamente en la pila de sucios trozos de pizarra, sacó un delgado fragmento de piedra rojiza que le había pasado inadvertida en una primera exploración y se levantó lentamente. Los Seres Supremos habían sido buenos con él, enviándole un deslizamiento de tierras en el instante en que sus viejas minas superficiales se encontraban ya agotadas debido a los repetidos trabajos de explotación. Su sensible olfato le indicó la presencia de magnesio, material ferroso, y azufre en abundancia, minerales todos que le hacían mucha falta. Por supuesto que hubiera preferido encontrar un poco de cobre, aunque sólo fuera una partícula como la menor de sus uñas, pero de aquello no se veía ni rastro. Y sin el cobre...
Descartó el pensamiento, como ya lo había hecho antes mil veces y recogió su tosco cesto de minero, ahora medio lleno con fragmentos de roca y terminó de llenarlo con los líquenes que cubrían las paredes del cráter. Con una de sus manos aplastó un pedazo de la casi deshecha roca juntamente con hilachas del liquen y se metió la mezcla en su boca. Volvió a dar las gracias a los Seres Supremos que le habían enviado el deslizamiento; el agradable gusto del magnesio acarició suavemente su lengua y los líquenes estaban impregnados con la fuerte presencia de los minerales en los que habían crecido. Ahora, con sólo un poquito de cobre no tendría nada más que desear.
Sacudió con pena su larga y flexible cola y Lhin gruñó para volverse hacia su cueva, lanzando mecánicamente una mirada al techo movible del cráter. Allí arriba, a muchas millas de distancia, una brillante claridad atravesaba los paneles transparentes, difundiéndose al pasar a través de las capas de aire, anunciando que el largo día lunar llegaba a su cenit, cuando el sol caería directamente sobre la pequeña entrada protegida. Estaba aún demasiado alto para verlo, pero Lhin sabía donde la abertura cubierta empezaba, allí donde se unía con las inclinadas paredes del Gran Valle. Durante todos los milenios de la lenta derrota de su raza el gran techo se había mantenido, sin otro apoyo que las paredes del cráter que se tendían en un circulo de quizás cincuenta millas de diámetro, un techo más fuerte y más duradero quizás que el mismo cráter; el más alto monumento a la antigua grandeza de la que fue su raza.
Sabía sin necesidad de pensar en ello, que el techo era artificial, construido cuando los últimos restos de aire empezaron a desaparecer de la superficie de la Luna y que su raza buscó un refugio final en el más profundo de los cráteres, donde se podía enterrar el oxígeno e impedir que se dispersara en el vacío. En una forma vaga, podía sentir en su espíritu las incontables edades que habían transcurrido desde entonces y maravillarse ante la resistencia del techo a través de tantos millares de años.
En otros tiempos, como todo lo que le rodeaba servía de testimonio, la suya fue una raza poderosa. Pero el tiempo la había desgastado lentamente, diluyendo el vigor de su juventud y dejándola sumida en las profundas simas de la desesperanza. ¿Qué interés podía tener la existencia allí, dentro del gran cráter, reducidos a una pequeña colonia, desterrados para siempre del mundo lunar que era suyo? El número de los de su raza había disminuido constantemente y muchos de sus poderes habían desaparecido. Sus máquinas se habían oxidado hasta desaparecer, sin que ellos tuvieran ánimos para reemplazarlas por otras, y por fin se habían resignado a una existencia primitiva y semi-salvaje arrancando las rocas de las paredes del cráter y comiendo los líquenes que habían cultivado en ellas para aprovechar el calor y la energía radiactiva que radiaba una pálida fosforescencia en el valle y que les alumbraba en lugar de la luz del sol. Cada año plantaban menos hijos, y de estos pocos, sólo un porcentaje muy pequeño resultaba fértil, de modo que del millón que eran en un principio se habían visto reducidos a unos pocos miles y luego a unos cuantos centenares y finalmente a unas pocas docenas de seres cansados de vivir.
Sólo entonces habían comprendido en toda su gravedad el inminente peligro de extinción, que les amenazaba, cuando ya era demasiado tarde. Cuando Lhin, nació sólo quedaban tres ancianos y la semilla de donde surgió Lhin era la única que resultó fértil. Hacia ya muchos años que los ancianos habían desaparecido y Lhin tenía para sí toda la amplitud del cráter. Su vida era una larga serie de sueños y comidas, matizada sólo por los mismos pensamientos que habían estado en su mente, mientras el mundo muerto que habitaba giró alrededor del sol más de mil veces. La monotonía había aniquilado lentamente su raza, pero ahora que su tarea estaba casi cumplida, la raza terminaba con él. Lhin aprendió a resignarse a su monótona existencia. Se hallaba acostumbrado a ella y era inmune al hastío. Podía decirse que era relativamente feliz.
Mientras estos pensamientos cruzaban su mente, sus pies se habían movido lentamente, llevándolo a una de las salidas del valle cerca de la puerta de la caverna excavada en las paredes del cráter donde había instalado su morada, escogiéndola entre las muchas que tenía disponibles. Masticó otro puñado de roca y líquenes y dejó que la difusa luz del sol lo alumbrase por unos minutos más para entrar por fin en la caverna. No necesitaba la luz ya que las paredes rocosas habían sido radiactivadas por sus primeros antepasados y sus ojos podían adaptarse a intensidades lumínicas en una amplia gama.
Pasó rápidamente a través de la pieza exterior donde se encontraba su cama de líquenes y unos cuantos muebles sencillos para entrar en la segunda cavidad que era una combinación de criadero de semillas y taller de trabajo, mientras una esperanza ilógica pero que lo atormentaba constantemente lo guió al rincón más apartado.
Pero como de costumbre su esperanza no tenía fundamento. La caja llena de tierra rica cuidadosamente abonada y sistemáticamente humedecida, estaba yerma de vida.
No vio en ella ni siquiera el más pequeño tallo rojizo que justificase sus esperanzas para el futuro. Sus semillas eran estériles y el día de la total extinción de su raza se acercaba cada vez más. Amargamente volvió sus espaldas al criadero y salió de la caverna exterior.
¡Faltaba tan poco y tanto al mismo tiempo! Unos pocos centenares de moléculas de solución de cobre y las semillas que él produjese serían fértiles. O aquellas mismas moléculas de cobre añadidas al agua con que regaba las semillas podrían hacer que éstas se desarrollasen hasta una virilidad pujante. Lhin y su raza llevaban en sí semillas masculinas y femeninas en cada uno de sus miembros y podían fecundarlas por sí mismos o en compañía de otro individuo. Mientras quedase un solo miembro de su raza; podían producir más de cien descendientes por año siempre que los pudiesen plantar en un suelo con cierto contenido de cobre, mineral indispensable para desarrollar la hormona que llevaba a las semillas al desarrollo completo.
Pero aquello parecía estar lejos de su alcance. Lhin se dirigió a los aparatos penosamente construídos con recipientes de roca excavada con sus propias manos y alambiques de destilación armados con cañas unidas unas con otras, pero su corazón estaba lleno de desaliento y amargura. El débil fuego de líquenes secos y resina ardía suavemente calentando la primitiva marmita. Del extremo del alambique, caía gota a gota un espeso líquido en un recipiente cónico. Pero tampoco éste exhalaba el menor olor de sales de cobre. Bien, lo había intentado todo y fracasado una vez más. Años y años de destilación se habían consumido en producir el agua que mantenía el suelo del criadero húmedo y en él no se encontraba el menor vestigio del mineral necesario para la vida. Casi sin emoción empezó a guardar los rollos del metal imperecedero en que estaba grabada toda la ciencia de su raza dentro de sus envolturas y empezó a desarmar los instrumentos químicos de su taller de trabajo.
Sólo le quedaba otra solución, mucho más difícil y sumamente peligrosa, pero que ahora resultaba necesaria. En alguna parte cerca del techo exterior, los registros de su raza indicaban que existían concentraciones de cobre en pequeña cantidad, pero a una altura en que el aire no contenía la suficiente densidad de oxígeno para mantener la vida. Eso significaba que Lhin tendría que fabricarse una escafandra, tanques de aire comprimido para respirar, ganchos y grapas para escalar las secciones del camino ascendente que los aludes habían destruído, instrumentos para localizar el cobre, y una bomba para llenar los tanques de aire para el descenso. Tendría que hacer viaje tras viaje llevando los tanques de aire hacia delante, colocarlos en secciones regulares de su camino y continuar, paso a paso, hasta que su línea de abastecimiento llegara a la parte superior donde, quizás, encontraría el cobre necesario para un nuevo principio.
Hizo un esfuerzo deliberado para descartar de su mente los pensamientos del tiempo necesario y de las probabilidades de fracaso. Su pie cayó sobre el pequeño fuelle que alimentaba su forja y azules llamas lamieron el contenido de la pequeña fragua de donde sacó los trozos de metal refinado y empezó a calentarlos de nuevo para fundirlos y construir las herramientas que necesitaba. Sabía que era casi imposible que él solo pudiera construir los instrumentos que necesitaba, para llegar hasta donde estaba el cobre, extraerlo y bajarlo; pero imposible o no debía conseguirlo. ¡Su raza no debía morir!
Llevaba ya varias horas trabajando en la fragua cuando de repente oyó un penetrante silbido extenderse a través del valle. En aquel momento pensó que quizás se trataba de un meteoro que se había puesto en contacto con las pantallas protectoras alrededor de las hojas deslizantes del techo y posiblemente uno bastante grande para poder producir aquella señal de alarma. Durante toda la vida de Lhin no había caído nunca un bólido de tamaño suficiente para activar las pantallas protectoras, y había llegado a pensar que el mecanismo aunque estaba construído para ser imperecedero y obtenía su energía de los rayos del sol pudiera aún funcionar. Mientras estaba contemplando el techo sin saber qué pensar, la aguda y vibrante nota de alarma volvió a llenar los ámbitos del valle.
Ahora, a menos de que accionase rápidamente el mecanismo electrónico, las pantallas de protección entrarían en función lanzando fuera la entrada del cráter al meteorito que caía. Pero Lhin no pensaba en aquello mientras se lanzaba rápidamente hacia el panel de los antiguos instrumentos y colocaba su mano sobre el contacto de control. Era por aquella sola razón que había escogido aquella caverna entre los cientos que había a su disposición, ya que allí hubo en otro tiempo la torre de control de la cubierta protectora que podía dejar pasar a las poderosas espacio-naves que su raza tenía en otras épocas. Un ligero destello de los instrumentos le indicó que el meteoro había atravesado la cubierta exterior y apartó su mano dejando que las hojas movibles se cerrasen de nuevo.
Luego esperó con impaciencia para escuchar el golpe sordo del impacto contra el suelo del valle, mientras se dirigía hacia la entrada. Quizá los Seres Supremos se mostraban bondadosos en aquella ocasión y habían contestado por fin a su súplica. Ya que no podía encontrar cobre en todo el valle, quizás le enviaban un regalo del espacio exterior y nadie podía saber qué fabulosas cantidades de cobre podía contener el meteorito. Quizás tanto como pudiera sostener en una mano. ¡Pero porqué no oía el choque de su caída! Miró hacia el techo con ansiedad, paralizado con la angustia de que hubiese actuado demasiado tarde y que la pantalla protectora lo hubiese lanzado a un lado.
Pero no, a muchos cientos de metros por encima de su cabeza se veía un resplandor, pero seguramente no era el que un meteoro de aquel tamaño debería hacer al atravesar las capas de aire del valle. Se escuchó luego un quejido que se extendió en un suave trémolo, con un agudo silbido pulsante. Tampoco era aquel el zumbido propio de un meteoro que cae con toda su fuerza de aceleración. Volvió a mirar, esforzando aun más la vista, y observó con asombro, que el objeto en vez de estrellarse contra el fondo del cráter, amenguaba su velocidad. El resplandor en vez de difundirse desde la parte posterior de la estrella fugaz, emanaba de la parte frontal. Aquello sólo podía significar... un control inteligente. ¡Era un cohete!
Lo brusco de la revelación, hizo que la mente de Lhin, habitualmente disciplinada y realista, se desconcertase por completo; por ella atravesaron las explicaciones más fantásticas y pensó que quizás volvían sus hermanos de raza, que los Seres Supremos se habían condolido de su situación y venían en persona a remediarlo, o quizás que sus antepasados habían fundado otro refugio, en el cual ahora intentaban comunicarse con él. Básicamente, sin embargo, el cerebro de Lhin era completamente lógico y una a una descartó todas aquellas hipótesis. Aquella máquina no podía llegar de la superficie muerta de la Luna y por lo tanto sólo le quedaba como posibilidad que proviniese del legendario planeta que existía del otro lado de su mundo o de uno de los otros que giraban alrededor del Sol en diferentes órbitas. ¿Era posible que existiese también allí inteligencia?
Su mente repasó rápidamente los relatos de sus antepasados y los registros metálicos que había leído durante largos años, hechos cuando sus antepasados habían cruzado el espacio rumbo a aquellos mundos, mucho antes de que su pueblo debiera refugiarse en el cráter. Su raza no pudo colonizar ninguno de los planetas visitados, debido a la excesiva fuerza de gravedad que encontraron en ellos, pero los habían explorado minuciosamente y recogido importantes observaciones científicas. En el segundo de los planetas del Sol sólo existían seres escamosos que se arrastraban sobre el agua y árboles de forma extraña en los espacios secos, no existía inteligencia alguna en aquellos mundos. En el cuarto planeta sin embargo, se hallaban formas de vida más semejantes a la propia, y como sus propios antepasados poco evolucionados, no existía una clara división entre la vida vegetal y animal, aunque ambas se encontraban presentes en todas. Se hallaron formas gelatinosas de vida que ya se agrupaban guiadas por el instinto, aunque no disponían de medios de comunicación. Sin embargo, de todos los otros mundos conocidos el cuarto planeta parecía el más probable como fuente de inteligencia. Si por algún milagro la espacionave procedía del tercer planeta, Lhin abandonó toda esperanza. Los registros hablaban de que aquel mundo estaba poblado de fieras sanguinarias sólo ocupadas en devorarse unas a otras.
Vacilante entre el miedo y la esperanza, Lhin oyó aterrizar a la espacionave cerca de su cueva y se dirigió lentamente hacia allí con la cola enroscada detrás de él.
Supo tan pronto como vio a las dos extrañas criaturas en el umbral de la abierta compuerta de la nave, que todas sus conjeturas habían sido erróneas. Aquellos seres eran bifurcados como él, aunque mucho más pesados y grandes, y aquello quería decir que procedían del tercer planeta. Vaciló un momento observándolos cuidadosamente mientras los dos recién llegados examinaban el terreno a su alrededor, aparentemente aspirando con visible deleite el aire exterior. Lugo uno de ellos habló con el otro y la mente de Lhin recibió una honda sorpresa. La articulación y tono de los sonidos producidos por aquel ser eran inteligentes, pero sus palabras parecían un balbuceo ininteligible. ¿Un lenguaje inteligente aquello? No obstante debía serlo, aunque las palabras no tuvieran significado para él. Espera un instante... en los viejos registros metálicos, Slha había escrito algo acerca de una idea parecida; aquel remoto antepasado había expuesto la teoría de que en otras épocas los mismos selenitas no disponían de un lenguaje innato, afirmando que habían inventado los sonidos y asignado a ellos un significado arbitrario y que sólo con el transcurso de largos siglos de uso de aquellos términos arbitrarios se habían convertido en algo instintivo en los recién nacidos miembros de su raza. Inclusive llegó a atreverse a discutir el dogma de que los Seres Supremos habían dispuesto que el lenguaje y la inteligencia desarrollada nacieran al mismo tiempo que los nuevos seres. Evidentemente Slha tuvo razón. Lhin se concentró profundamente para penetrar a través de la niebla que producía su reciente descubrimiento y trató de entrar en contacto telepático con los extraños. De nuevo recibió otra sorpresa. Sus mentes eran muy difíciles de penetrar y cuando logró ajustar su haz receptor a su onda cerebral descubrió que no entendía los pensamientos que le llegaban. Sin embargo, no había duda que se trataba de seres inteligentes. Por fin el que había llamado primero su atención se fijó en él y cogió al otro por el brazo. Las palabras eran aún duras y sin sentido pero el significado general fue comprensible para el hombre de la Luna.
—Fats, mira... ¿qué es eso?
El otro dio media vuelta y contempló a Lhin mientras éste se acercaba un poco más.
—Que me registren. Parece un mono de unos tres pies de alto y enflaquecido por el hambre. Creo que no es peligroso.
—Probablemente no lo sea y quizás posea poca inteligencia. Es casi seguro que este lugar no ha sido construído por ningún grupo de refugiados políticos. Las construcciones no son humanas. ¡Hola, tú! — El ser que se llamaba a sí mismo Slim se volvió hacia el cercano selenita.
—¡Eh! ¿quién eres tú?
—Lhin —contestó, notando una sorpresa agradable en la mente del llamado Slim —. Lhin... soy Lhin.
Fats gruñó.
—Creo que tienes razón, Slim. Parece que te ha comprendido. ¿Quién puede haber llegado hasta aquí para enseñarle nuestro idioma?
Lhin balbució penosamente esforzándose por coordinar los sonidos individuales con los significados que captaba telepáticamente y en recordarlos para futuro uso.
—No enseñado idioma. No nadie vino aquí. Tú...
Sintió que las palabras se le terminaban y se acercó un poco más, haciendo gestos primero a la cabeza de Slim y después a la propia e hizo señales de que algo pasaba de una a otra. Sorprendentemente, Slim entendió su mímica.
—Quiere decir que sabe lo que estamos pensando, creo. Telepatía.
—¿Sí? Los marcianos dicen que pueden comunicarse entre sí por telepatía, pero nunca vi a uno que pudiera leer la mente humana. Dice que nosotros no dejamos penetrar las ondas. Tal vez ese mono te esté mintiendo. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Rin?
—No creo que mienta. Fíjate en el medidor de radiactividad... Ningún grupo de hombres hubiera llegado hasta aquí y regresado a la Tierra sin divulgar la nueva de su hallazgo. De todos modos su nombre no es Rin. Len es un sonido, más parecido al que él hizo, aunque está articulado de un modo que nosotros no podemos pronunciar.
Slim se concentró y trató de enviar sus pensamientos a Lhin, que le complació pronunciando su nombre lentamente y con la mayor claridad que pudo.
—¿Lo ves? Pronuncia una consonante nítida aunque... más bien es una articulación gutural. No hace de la consonante final un sonido labial aunque suena como algo parecido a nuestras dentales. No podemos hacer sonidos como éste. Me pregunto cuál debe ser su grado de inteligencia.
Se volvió hacia la espacionave antes de que Lhin pudiera intentar una respuesta y volvió de inmediato con un pequeño libro en su mano.
—Este es el Código Idiomático Espacial — explicó a Fats —. Es el mismo que se utilizó para enseñar a los marcianos el inglés básico hace un siglo.
Luego se volvió hacia Lhin.
—Aquí están las seiscientas palabras más útiles de nuestro idioma, dispuestas de una manera lógica, de manera que creo que debemos esperar a que las aprendas poco a poco. Fíjate en los diagramas dibujados mientras yo pronuncio al mismo tiempo la palabra. ¿Listo? U-N-O..., D-O-S... ¿me entiendes?
Fats les contempló durante unos minutos medio divertido y luego se aburrió de ello y se despidió de su compañero.
—De acuerdo, Slim, tú puedes seguir un rato con este nativo y a ver lo que aprendes. Yo me voy a echar un vistazo a este material radiactivo hasta que estemos dispuestos para empezar las reparaciones. Lástima que las radios de estos malditos cargueros tengan tan poco alcance y no podamos transmitir un mensaje a la Tierra.
Fats se apartó de allí, pero Slim y Lhin casi no se dieron cuenta de su partida entregados como estaban a la difícil tarea de organizar un sistema de comunicación sin tener ninguna base lingüística común. Sin embargo, por extrañas que fuesen las asociaciones de palabras y sonidos y difíciles su organización en grupos significativos, después de todo no eran más que un sistema de lenguaje. Y Lhin había nacido a la vida con un complejo idiomático altamente evolucionado que le resultaba tan natural como la propia respiración. Lentamente fue acomodando sus órganos de elocución a cada uno de los sonidos y registrando en su memoria de un modo indeleble los correspondientes significados, uno a uno.
Fats finalmente los encontró en la caverna de Lhin, guiado por el sonido de sus voces y se sentó en una piedra para observarlos con la divertida atención con que un adulto puede observar a un niño jugando con un perrito. No sentía ninguna mala voluntad hacia Lhin, pero tampoco podía considerar al hombre de la Luna como otra cosa que no fuese un espabilado animalito, parecido a los marcianos o a los seres primitivos de Venus. Si a Slim le divertía tratarle como a un igual, lo mejor sería complacerle por el momento.
Lhin estaba vagamente consciente de estos pensamientos y de otros aún más peligrosos que atravesaban la mente de Fats, pero se hallaba demasiado absorto en la nueva experiencia de disponer de una mente inteligente con la que podía comunicarse después de siglos de hallarse en absoluta soledad. Y aún existían otras cosas más importantes que requerían su atención. Sacudió su cola, extendió sus brazos, y luchó contra los sonidos del idioma terrestre, mientras Slim trataba de comprenderle dedicándole toda su atención.
Finalmente el hombre de la Tierra asintió.
—Creo que ya lo he entendido —dijo—. Todos los de tu raza han muerto excepto tú, y no te gusta la idea de que tu raza se extinga contigo. Uh, uh. Bien, a mí tampoco me gustaría. De manera que ahora esperas que esos Seres Supremos tuyos, lo que nosotros llamamos Dios, nos hayan enviado aquí para solucionar tu problema. ¿Qué podemos hacer para ayudarte?
El rostro de Lhin resplandeció de felicidad y se arrugó en una mueca de placer antes de darse cuenta de que Slim interpretó su gesto del modo exactamente contrario. Lhin sabía que las intenciones de Slim eran buenas para él. Una vez que éste supiera lo que necesitaba, quizá le diera el cobre que él quería, ya que los antiguos registros decían que el tercer mundo era el más rico de todos en minerales.
—Necesito «nra». La vida resulta de hacer una cosa no simple mediante la combinación de muchas cosas simples — explicó —. Aire, bebida, comida, todo eso tengo; por eso vivo. Pero para iniciar la nueva vida, necesito «nra». Esto hace brotar las semillas. La semilla no posee vida; pero con «nra» empieza a vivir. No tengo palabras para expresarlo.
Esperó con impaciencia mientras Slim trataba de comprender su explicación.
—¿Te refieres a una especie de vitamina u hormona, o algo parecido a la Vitamina E-6, quizás? Tal vez la podríamos sintetizar, pero...
Lhin asintió. No había duda que los Seres Supremos se portaban bondadosamente con él. Su corazón se enterneció al pensar en la gran cantidad de semillas cuidadosamente almacenadas y guardadas que ahora podrían empezar a vivir tan pronto como él tuviera el cobre. Y el hombre de la Tierra estaba dispuesto a ayudarle. Un poco más y todo marcharía bien.
—No hay necesidad de hacerla — respondió —. Es una cosa sencilla. Las semillas y yo podemos hacerla dentro de nosotros, pero para formar la hormona necesitamos «nra». «Nra» es algo imprescindible. ¡Mira!
Tomó un pequeño trozo de roca del cesto que tenía cerca de él, lo masticó cuidadosamente e indicó por gestos que el mineral se transformaba en su interior.
Fats se interesó de pronto y dijo:
—¡Hazlo de nuevo, monito!
Lhin hizo lo que se le pedía, advirtiendo al mismo tiempo con asombro que aquellos seres no podían injerir nada que otro ser viviente no hubiera preparado para ellos.
—¡Diablos! — exclamó Fats —. ¡Se come las rocas... rocas verdaderas! ¡Debe tener un buche como un avestruz!
—En realidad las digiere — dijo Slim —. ¿No has leído algo acerca de esas cosas medio plantas, medio animales, de las cuales los marcianos evolucionaron? Su metabolismo debe ser parecido. Mira, Lhin, vamos a ver si te he entendido, creo que te refieres a un elemento. ¿Sodio, calcio, cloro? No, me parece que posees todos esos en abundancia, ¿yodo, quizás? Hum.
Slim nombró una docena de elementos que podía relacionar con la aparición de la vida, pero el cobre no entraba entre ellos por accidente y un lento terror empezó a penetrar en la mente del selenita. Aquella extraña barrera de la comunicación con los extraños ¿sería posible que lo echase todo a perder?
Trató desesperadamente de hallar la respuesta... y se tranquilizó. Desde luego, aunque no tenían una palabra común para designarlo, el elemento en sí mismo debía ser igual en su estructura atómica. Con rapidez volvió las páginas del código del Idioma básico hasta encontrar una en blanco y tomó ansiosamente el lápiz de las manos del hombre de la Tierra. Luego, ante la curiosa expectación de Slim y Fats, empezó a dibujar la estructura atómica del cobre, partícula por partícula, desde el centro hasta el último anillo periférico, tal como los maestros fisicoquímicos de su raza la habían analizado.
Pero para los humanos, el dibujo no tenía sentido. Slim le devolvió la hoja de papel, moviendo la cabeza con desaliento.
—Amigo, si no me equivoco al pensar que esto representa la estructura de algún átomo, aún tenemos mucho que aprender allí en la Tierra.
Fats torció los labios en un gesto despectivo.
—Si esto es la estructura de un átomo, yo soy un huevo frito. Vamos, Slim, ya es hora de dormir y has pasado jugando con este mono medio día entero. Además, quiero hablar contigo de ese material radiactivo. Tiene tanta potencia que nos habría abrasado en media hora si no lleváramos los aparatos de interferencia portátiles, mientras que ese mono parece moverse entre la radiactividad como si estuviera en una cámara frigorífica. Se me ha ocurrido una idea.
Slim arrancó sus ojos de la contemplación del dibujo y contempló el reloj.
—¡Caramba! Mira, Lhin, no te desesperes. Hablaremos mañana de nuevo de todo esto. Pero Fats tiene razón; ya es hora de descansar. Hasta mañana, amigo.
Lhin asintió y pronunció unas palabras de despedida temporal en su propio idioma y regresó para tenderse en su tosco lecho. En el exterior, pudo captar cómo Fats exponía un plan para extraer los materiales radiactivos con la ayuda de Lhin y oyó los pensamientos de Slim que se oponían vigorosamente. Pero postergó este problema para otro momento. Sabía que la estructura atómica que había dibujado estaba bien, pero el atraso científico de los terrestres no había llegado aún a su propio nivel y quizá sus mentes conocían muy poco de esa ciencia para permitirles comprender sus dibujos.
¿Quizás con fórmulas químicas? Reacciones que fueran eliminando a otras una a una. Si fueran químicos profesionales, quizás lo entenderían, pero ni siquiera Slim sabía lo suficiente para ello. Y sin embargo, era obvio que a menos de que no existiera sobre en la Tierra debían tener un modo inteligible para nombrarlo. No podía dudar que los Seres Supremos a quienes ellos llamaban Dios no se dignasen contestar a generaciones de fieles súplicas más que con una burla. Debía existir una respuesta a su problema y mientras los otros dormían, Lhin la encontraría, aunque tuviera que leerse uno tras otro todos los registros científicos de sus antepasados.
Horas más tarde, Lhin se dirigía de nuevo hacia la espacionave, con el corazón lleno de renovadas esperanzas. La respuesta, una vez que dio con ella, era muy sencilla. Los elementos estaban agrupados en familias y clases. Slim había mencionado el sodio y el cobre estaba en su misma familia, de acuerdo con las tablas más primitivas, tal como las que debían usar los humanos. Y aún más importante, su número atómico era el veintinueve, de acuerdo siempre a una teoría lo bastante elemental para una raza capaz de construir cohetes interplanetarios.
Las compuertas de la nave estaban abiertas y Lhin se deslizó al interior guiado por los confusos pensamientos de los hombres entregados todavía al sueño. Una vez frente a ellos, se detuvo incierto, ya que aún no conocía lo bastante sus costumbres. Sabía, ya que lo que era natural y cierto entre su pueblo, no constituía una norma de conducta para los humanos y era posible que no les gustase que él despertase a los durmientes. Por fin, atraído de un lado por su impaciencia y del otro por la cortesía innata en su raza, se sentó sobre sus talones en el piso metálico de la nave, mientras su olfato saboreaba el olor de los metales que le rodeaban.
El cobre no se encontraba allí, pero tampoco esperaba que un elemento tan raro fuese utilizado profusamente, aunque había otros que no pudo reconocer, que sin duda eran los metales pesados tan escasos en la Luna.
Fats barboteó fragmentos de palabras y se debatió, inquieto, medio dormido todavía. Sus pensamientos estaban llenos de imágenes respecto a cierto ser humano del sexo femenino, elemento que Lhin ya había notado anteriormente que no existía ni en Slim ni en Fats. Este último seguía pensando en las muchas cosas que haría «cuando fuese rico». Lhin quedó absorto ante las extrañas imágenes mentales hasta que se dio cuenta de que lo mejor era no inmiscuirse en aquellos pensamientos, sin duda personales y secretos. Retiró su haz receptor en el mismo instante en que Fats se dio cuenta de su presencia.
Fats nunca estaba en el mejor de sus momentos al despertarse. Al ver a Lhin se incorporó con un berrido y extendió la mano buscando algún objeto contundente.
—¡Ah, mono traicionero! ¡Conque querías acercarte para cortar nuestros cue...!
Lhin chilló, esquivando el golpe que le habría convertido en una informe burbuja de tejidos orgánicos, sin comprender en qué podía haber ofendido al extranjero, pero preparado a huir de allí en el acto. El miedo físico era algo desconocido para él; muchas generaciones de selenitas habían vivido y muerto, sin que su organismo necesitase la defensa de reacciones emocionales como el miedo o la indignación. Pero se asombró al ver la facilidad con que aquellos seres se mostraban dispuestos a matar a otro ser inteligente. ¿Era la vida tan poco valiosa en la Tierra?
—¡Eh! ¡Eh! Fats, déjalo — Slim se había despertado ante la conmoción y una rápida mirada mostró a Lhin que sujetaba los brazos de su compañero.
—¡Déjalo, me oyes! ¿Qué ha sucedido?
Pero Fats se había despertado por completo y empezaba a tranquilizarse. Dejó caer la barra de metal e hizo una mueca que intentaba ser alegre.
—No sé qué me pasó. Creo que no llevaba malas intenciones, pero cuando lo vi ahí sentado con esa cosa metálica en la mano, me pareció que estaba esperando para abrirme la cabeza o algo parecido. Ahora ya estoy bien. Ven aquí, monito; no tienes nada que temer.
Slim soltó el brazo de su compañero e hizo un gesto hacia Lhin.
—Claro, no tengas miedo, amigo. Fats tiene algunas ideas raras respecto a todas las razas no humanas, pero en el fondo es una buena persona. Si eres un buen perrito, no te apaleará; hasta puede que llegue a rascarte detrás de las orejas.
—¡Qué tonterías! — Fats sonreía, recobrado el buen humor. Sabía que Slim decía aquello en tono irónico, pero eso no le preocupaba; después de todo, ¿qué había de malo en tratar a los marcianos y a esos monos como lo que eran?
—¿Qué tienes ahí, monito? ¿Más dibujos raros sin significado?
Lhin movió la cabeza imitando el gesto que ellos usaban para asentir y tendió el rollo metálico a Slim. La actitud de Fats ya no era hostil, pero no sabía a qué atenerse con respecto a él y Slim parecía el más interesado de los dos.
—Son dibujos que quieren decir mucho, espero. Aquí está Nra, número veintinueve, debajo del sodio.
—Parece una clasificación periódica de ocho columnas — explicó Slim a Fats —. Dame el manual, ¿quieres? A ver... debajo del sodio. Número veintinueve. Sodio, potasio, cobre. Sí, eso es. El número veintinueve. ¿Es eso lo que quieres, Lhin?
Los ojos de Lhin brillaron con una expresión de triunfo. Debía dar gracias a los Seres Supremos por su preciosa ayuda.
—Sí, es el cobre lo que quiero. ¿Quizás tengan algo, un gramo tal vez...?
—Diez mil gramos, si quieres. Según tu escala de valores, somos muy ricos en ese respecto. Podrás tener todo el que quieras.
Fats le interrumpió.
—Desde luego, monito; tenemos el cobre, si ese es el metal que tanto te preocupa; pero, ¿qué nos vas a pagar por él?
—¿Pagar...?
—Claro; darnos algo a cambio. Nosotros te ayudamos y tú nos ayudas a nosotros. Es lo justo, ¿no te parece?
Lhin no había pensado en ello, pero le pareció razonable. Mas, ¿qué tenía él para darles? Y entonces descubrió por fin cuáles eran los pensamientos del hombre. A cambio del cobre, tendría que trabajar, extrayendo y purificando los minerales radiactivos que daban calor, luz y vida al cráter, colocados a costa de tanto esfuerzo cuando aquel lugar fue construído por sus antepasados del pueblo que tendría que vivir allí prisionero. Y después de él, sus hijos y los hijos de sus hijos, seguirían cavando y sudando para los humanos, obteniendo a cambio sólo el cobre necesario para seguir abasteciendo a la Tierra de obreros esclavos. La mente de Fats volvió a llenarse con la imagen de aquella otra criatura terrestre. Para obtenerla, estaba dispuesto a condenar a una raza entera a una vida sin esperanza ni objetivo. Lhin no pudo comprenderlo. ¿Si había tantas de aquellas criaturas en la Tierra, por qué era necesaria la esclavitud de su raza?
Pero había algo peor. La esclavitud no era el único precio que debían pagar Lhin y sus descendientes. La extinción les amenazaba de uno u otro modo, una vez que la Tierra ya no necesitase aquellos minerales, o el día que éstos se agotasen, por grande que fuese la reserva existente. Lhin se estremeció ante la terrible decisión a, la que se veía forzado.
La mano de Slim se posó en su hombro.
—No te preocupes. Fats no ha pensado bien en lo que decía. ¿No es cierto, Fats?
En la mano derecha de Slim aparecía algo que Lhin nunca había visto, pero que vagamente comprendió se trataba de un arma. Fats se retorció de ira, pero la mueca maligna no se borró de su rostro.
—Estás loco, Slim. Es posible que creas sinceramente en todas esas locuras respecto a la igualdad entre todas las razas, pero no te atreverás a matarme por ello. Me niego a entregar mi cobre.
De repente, Slim se echó a reír, mientras se guardaba el arma.
—Muy bien, no lo hagas. Pero yo puedo dar a Lhin mi cobre. Tenemos en la nave mucho más cobre del que necesitamos y no te olvides que una cuarta parte es mía
Lhin no pudo leer ninguna respuesta en la mente de Fats, cuyas ideas estaban ahora llenas de confusión. Por fin éste se encogió de hombros y decidió.
—De acuerdo. Puedes hacer lo que quieras con tu parte. Hasta te ayudaré a arrancarlo de donde esté. ¿Qué te parece ese rollo de alambre de cobre que tenemos en el compartimiento de motores?
Lhin permaneció en silencio, observando, mientras los otros dos abrían un armario en la sala de máquinas y revolvían en él. Con la mitad de su mente examinaba los motores y los aparatos de control, mientras la otra mitad se estremecía de placer ante la idea del cobre... y no sólo unas cuantas moléculas, sino todo el que pudiera llevar, en estado puro, fácil de convertir en sulfato asimilable con los ácidos que tenía dispuestos desde que empezó sus experimentos. Dentro de un año, el cráter volvería a estar poblado, hirviente de vida. Podría dejar tres o cuatrocientos hijos, tal vez, y cuando éstos se reprodujesen, más y aún más.
Un detalle de la conexión electrónica que estaba mirando le llamó la atención y tiró de los pantalones de Slim para llamar su atención.
—Eso... esa parte no está bien, ¿verdad?
—¿Eh? No, no está bien. Por esta razón tuvimos que aterrizar en la Luna. ¿Por qué lo preguntas?
—Entonces puedo pagaros el cobre sin tocar los materiales radiactivos. Yo lo puedo arreglar — la sombra de una duda atravesó su mente por un instante —. ¿Eso es pagar, no es cierto?
Fats sacó un rollo de alambre del armario, que despedía un olor maravilloso, se enjugó el sudor de la frente y asintió. —Sí, monito; eso es pagar, desde luego, pero es mejor que no metas ahí las narices. Ya está bastante estropeado sin que tú lo toques. Creo que ni el mismo Slim será capaz de arreglarlo.
—Yo puedo arreglarlo.
—¡Claro! ¿En qué Universidad obtuviste el título de ingeniero en electrónica? Mira, en este rollo hay doscientos pies de alambre de cobre. Tu parte son cincuenta pies. ¿Supongo que no se lo vas a dar todo?
—Pues sí que se lo voy a dar.
Slim estaba mirando a Lhin atentamente, sin casi fijarse en Fats, mientras éste medía y cortaba el alambre.
—¿Has visto alguna vez algo semejante a esto, Lhin? Los controles de alimentación iónica y los inyectores de estas naves son muy complicados. ¿Por qué crees que puedes arreglarlo... a menos que tu raza haya tenido naves semejantes y tú hayas podido estudiarlas en sus libros?
Lhin se esforzó en encontrar las palabras necesarias para explicar sus pensamientos. Su raza nunca tuvo motores como aquéllos... su ciencia atómica se había desarrollado en un sentido distinto, ya que el uranio era casi inexistente en la Luna y los humanos utilizaban una aplicación casi directa de ese elemento. Sin embargo, los principios del mecanismo le resultaban perfectamente claros, aunque sólo le había examinado someramente. Sentía en su mente la forma exacta en que debía funcionar.
—Yo lo siento. Ya en el primer día de mi vida lo hubiera podido arreglar. Es lo que está en mi mente, no por lo que he aprendido, aunque yo he estudiado todos los libros de mi pueblo. Durante trescientos millones de años mi pueblo ha estudiado mecánica y ya hemos dejado de pensar en ella; nos limitamos a intuirla.
—¡Trescientos millones de arios! Comprendí que tu raza era muy antigua cuando me dijiste que naciste sabiendo hablar y leer, pero... ¡por los primeros dinosaurios!
—Mi raza ha podido ver esos animales en tu mundo, hace mucho tiempo — le aseguró Lhin solemnemente —. Entonces, ¿quieres que lo arregle?
Slim sacudió la cabeza lleno de confusión y le alargó una caja de herramientas sin añadir palabra.
—Trescientos millones de años, Fats, y durante todo este tiempo han estado mucho más avanzados de lo que nosotros estamos ahora. Piensa en ello. Cuando no éramos más que seres que se arrastraban por el barro ellos ya volaban de planeta en planeta... sólo que supongo que nunca pudieron establecer una colonia en la Tierra; la gravedad es seis veces superior a la de su mundo. Y ahora, sólo porque se vieron obligados a vivir en el mundo de escasa masa, la pérdida de aire les obligó a refugiarse en este agujero, condenados a una existencia miserable. Lhin es todo lo que queda de ellos.
—Bien, ¿y qué tiene que ver esto para que tenga conocimientos de electrónica?
—El instinto. En ese mismo tiempo, piensa en los instintos reflejos adquiridos por nuestros propios animales... lo que deben comer, el olor de sus enemigos, la protección de sus crías... Lhin tiene un instinto innato para la mecánica; probablemente no conoce la teoría de su construcción y diseño, pero es capaz de sentir instintivamente cómo debe funcionar un motor. Añade a eso la prodigiosa cantidad de libros y registros científicos que conserva y dime si es que puede haber algo en una máquina que él no entienda.
De nada valía discutir, decidió Fats, y se dedicó a observar el trabajo del selenita. O aquel mono terminaba por arreglar el mecanismo del motor o nunca saldría de allí. Lhin había desconectado la caja de control y ahora la estaba desarmando, pieza a pieza. Con una seguridad admirable desconectó cables, retiró tubos electrónicos y cambió de posición los transformadores.
Aquel mecanismo le parecía bastante sencillo. Los humanos habían conseguido convertir la energía del combustible atómico y usaban ciertas fuerzas para ionizar la materia, controlar el coeficiente de ionización, llevar los iones a los tubos de propulsión y hacerlos salir a alta velocidad a través de las turbinas. Se trataba, en suma, de un problema sencillo de electrónica aplicada: controlar la potencia de las fuerzas de ionización.
Con sus pequeñas y ágiles manitas bobinó hilos, conectó unas bobinas con otras y añadió un transistor electrónico. Alrededor de este núcleo otras bobinas y más transistores fueron tomando forma y luego conectó un largo tubo de alimentación a la bomba que llevaba el material a ionizar y añadió nuevas admisiones de energía. Los inyectores que gobernaban la alimentación de iones eran demasiado complicados, pero no los tocó, porque podían funcionar tal como estaban. Todo el trabajo no le costó más de quince minutos.
—Ya está arreglado, pero tengan cuidado cuando arranquen por primera vez. Ahora el motor aprovecha toda la energía, no sólo una parte como antes.
Slim inspeccionó la transformación realizada.
—¿Eso es todo? ¿qué hay en todo este montón de piezas que no has vuelto a instalar?
—No eran necesarias. Era un diseño muy ineficiente. Ahora todo irá bien.
Lo mejor que supo explicó a Slim el principio básico en que funcionaría ahora el motor de la nave. Antes, el mecanismo utilizado sólo habría podido ser comprendido por un técnico muy versado en motores de espacionaves. Pero lo que tenían ahora ante ellos era el producto de una ciencia que había ido mucho más allá de las complicadas máquinas hechas por principiantes Cuando querían hacer algo, lo realizaban del modo más sencillo posible. Slim quedó asombrado de que nadie hubiese caído en la cuenta de que el mecanismo propulsor podía hacerse de aquel modo en forma mucho más sencilla y eficiente... una reacción normal y muy humana, una vez que se sabe como hacerlo.
—Magnífico, Fats, todo resuelto. Ahora podemos contar con una eficiencia de los motores del 99,90 % en vez de un 20 % que teníamos antes. Muchas gracias, Lhin.
Fats no sabía nada de electrónica, pero las explicaciones de Lhin le habían parecido convincentes y ahora no hizo ningún comentario. En vez de ello, se dirigió a la sala de mando y dijo:
—Bien, si ya está arreglado, podemos marcharnos. ¡Adiós, monito!
Slim recogió el rollo de alambre de cobre y se lo entregó a Lhin, acompañándole hasta la compuerta de la nave. Una vez en el suelo, mientras la compuerta se cerraba lentamente, el hombre de la Luna miró hacia arriba y consiguió esbozar una sonrisa humana.
—Voy a abrir las puertas del techo para que podáis salir. Te he pagado y estamos en paz, ¿no es cierto?... Entonces, adiós, Slim. Que los Seres Supremos te bendigan, porque has salvado a mi pueblo.
—Adiós — contestó Slim, agitando una mano, en el mismo instante en que la compuerta terminaba de cerrarse —. Tal vez algún día pueda volver para ver lo que has conseguido hacer de aquí a entonces.
De nuevo solo en la cueva. Lhin desenrolló el alambre de cobre y lleno de emociones contradictorias e incertidumbre, esperó el ruido de los cohetes de propulsión. El tacto del cobre era un éxtasis para él, pero existían pensamientos en la mente de Fats que no terminaban de hacerse claros para Lhin. Bien, ahora tenía el cobre que necesitaba para muchas generaciones; lo que sucediese después a su pueblo quedaba en manos de los Seres Supremos.
Estaba de pie a la entrada de su cueva, contemplando el potente chorro de los cohetes de la nave, que llevaba consigo el destino de su raza. Si aquellos humanos revelaban la existencia de los materiales radiactivos, les aguardaban la esclavitud y la muerte. Si mantenían el secreto, quizás aún podrían volver a su anterior grandeza y comenzar nuevamente los viajes hacia otros planetas, abandonados desde hacía mucho tiempo, aún en la época en que su raza estaba en la cima de su progreso. Pero esos planetas cobijaban ahora vida inteligente en vez de selvas inextricables. Tal vez, con el tiempo y con materiales conseguidos en otros mundos poblados por otras razas, conseguirían también la solución que devolvería a su mundo la antigua gloria, tal como habían soñado antes de que la desesperanza y las alas de la noche les cubrieran con su negrura.
El cohete ascendió en cerradas espirales, cortando la luz y proyectando sobre Lhin sombras aladas, semejantes a las de tiempos remotos, cuando sobre la Luna volaban grandes animales. A Lhin le pareció aquello un presagio, pero no pudo decidir si era bueno o malo.
Luego llevó el cobre a la caverna interior donde estaba el criadero de semillas.
En la espacionave, Slim observaba cómo Fats se retorcía pensando en lo que iba a decir y había una sonrisa de buen humor en su rostro.
—Bien, Fats. ¿Qué te pareció? ¿Crees que vale tanto como cualquier humano, quizás?
—¿Qué quieres que te diga? Claro que vale. Estoy dispuesto a admitir todo lo que quieras. Vale tanto como yo... o quizás más. ¿Estás satisfecho, ahora?
—Todavía no. ¿Qué piensas hacer sobre esos minerales radiactivos?
Fats tiró de la palanca de aceleración y se reclinó en el asiento para resistir la tremenda fuerza que ahora desarrollaban los motores. Por fin se encogió de hombros y se volvió hacia Slim.
—Bueno, tú ganas. El monito conservará su libertad y yo mantendré la boca cerrada. ¿Ahora estás satisfecho?
—Sí.
Slim se sentía más que satisfecho. También para él, lo sucedido era como un presagio del futuro, y una prueba de que su idealismo no era una completa locura. Algún día las alas negras del prejuicio y el desprecio por la personalidad de las razas no humanas se levantarían de la faz del Imperio Terrestre, igual que ahora abandonaban la mente de Fats. Quizás él no lo vería, pero algún día la inteligencia en vez de la superioridad racial, sería la que gobernase la Galaxia.
—Sí, Fats — repitió —. Y no tienes que preocuparte mucho por el dinero que has perdido con esos minerales. Vamos a ganar todo el dinero que queramos con la patente del diseño de Lhin. Ya se me han ocurrido más de una docena de aplicaciones prácticas. ¿Qué piensas hacer con tu parte de las ganancias?
Fats sonrió.
—Convertirme en un loco como tú. Te ayudaré a que empieces de nuevo con tu propaganda sobre la igualdad de todas las razas galaxianas e iré de mundo en mundo besando monos y marcianos. A propósito, ¿en qué estará pensando ahora nuestro Lhin?
Lhin no estaba pensando en nada. Acababa de resolver la ecuación correcta de los factores presentes en el subconsciente de Fats y sabía por fin qué decisión tomaría éste. Ahora preparaba sulfato de cobre y veía llegar la aurora donde por tanto tiempo había imperado la noche. Hay siempre algo delicioso en una aurora, pero aquélla le parecía maravillosa.
Fin