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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
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  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
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  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


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    LA EXPEDICIÓN A MARTE (Alexis Tolstoi)

    Publicado en marzo 31, 2017

    I - Un extraño anuncio


    En una hoja de papel grisáceo, pegada a la pared de una vieja casa, apareció aquella tarde en la Avenida de las Auroras Rojas de Petrogrado un extraño anuncio. El corresponsal de un diario neoyorquino, Archibaldo Skils, reparó al pasar frente a esa pared en una mujer vestida de percal y descalza que leía el anuncio moviendo ligeramente los labios. El rostro de la mujer era atrayente, aunque denotaba cansancio. Sus ojos claros, indiferentes, con una leve sombra de demencia, no expresaban asombro alguno por lo que leían.

    La joven compuso su peinado, tomó un canasto que había dejado en el suelo y cruzó la calzada. Sin embargo, el anuncio merecía más atención. Skils lo leyó, acercándose luego a la pared para leerlo de nuevo y, por último exclamó, profundamente asombrado:

    —¡Que me lleven los diablos!

    El anuncio decía lo siguiente:

    El ingeniero M.S. Loss invita a quienes deseen acompañarlo en su vuelo al planeta Marte, que se efectuará el 18 de agosto, a presentarse en su casa. Avenida Costanera de Zdanov N.° 11, de 6 a 8 de la tarde, para tratar el asunto personalmente.


    Todo el anuncio, escrito con un lápiz común, distaba mucho de tener el aspecto de lo extraordinario. Skils, comprobó su pulso. Era normal. Luego consultó su reloj. Eran las cuatro y diez. El día era el 14 de Agosto.

    El corresponsal estaba preparado para soportar todas las extravagancias que aquella ciudad enervante podía brindarle, pero el anuncio del ingeniero Loss colmó la medida de su serenidad. A lo largo de la desierta Avenida de las Auroras Rojas soplaba un recio viento. Las enormes casas que la bordeaban permanecían silenciosas. Nadie había en sus destrozadas o tapiadas ventanas.

    La joven que acababa de cruzar la calzada dejó una vez más su canasto en el suelo contemplando mudamente a Skils. Su rostro conservaba su atrayente no sé qué de cansancio. Skils, visiblemente alterado, anotó en un sobre arrugado que sacó del bolsillo, el nombre del ingeniero Loss. Y en aquel momento un hombre alto y robusto, de apariencia militar, aunque desprovisto de gorra y de cinturón, se detuvo frente al aviso, y, metidas firmemente las manos en los bolsillos del pantalón, comenzó a deletrearlo.

    —¡Vaya una intrepidez! —exclamó, mirando a Skils, alegremente—. ¡Volar hasta Marte...!

    Su rostro tostado por el sol tenía expresión despreocupada. Una considerable cicatriz aparecía sobre una de sus sienes. En el fondo de sus ojos grises temblaba un centelleo semejante al de la mujer que se encontraba en la acera de en frente.

    Skils había observado esa particularidad centelleante de los ojos de los rusos y habíala mencionado en uno de sus artículos. «En sus ojos no he descubierto una expresión precisa: ora demuestran ironía, ora suprema decisión y casi siempre un no sé qué de orgullosa superioridad que impresiona de manera desagradable a cualquier persona sensata.»

    —No habrá cosa más sencilla que acompañarlo en su vuelo —agregó el soldado, sonriendo benévolamente y observando de reojo a Skils. Mas, de pronto, la sonrisa abandonó sus labios. Frunció el entrecejo y miró fijamente a la mujer descalza que continuaba en la acera opuesta. Al cabo de unos instantes gritó, dirigiéndose a ella:
    —¿Qué estás haciendo allí, Masha...? Vete a casa... Vete, que en seguida iré yo...

    La joven, que se había estremecido a las primeras palabras del soldado, suspiró y bajó la cabeza cuando éste terminó de increparla. Luego tomó de nuevo su canasta y se alejó con lentitud.

    —Salí del ejército a consecuencias de una herida —prosiguió el soldado, dirigiéndose a Skils—. Ahora no tengo nada que hacer y me aburro enormemente.
    —¿Piensa usted ir por este aviso? —preguntó el corresponsal.
    —Naturalmente.
    —¿No sabe usted que es imposible volar en el espacio sideral cincuenta millones de kilómetros?
    —Es lejos, sí...
    —Se trata sencillamente de una burla, o del producto del cerebro de un loco.
    —Todo es posible, señor —contestó el soldado.

    Skils dirigió al desconocido una mirada colérica, y sin agregar palabra se apartó de su lado encaminándose hacia el Neva con paso firme. Una vez en la plaza sentóse en un banco y después de cargar su pipa, púsose a fumar pensativo.

    Las tupidas copas de los tilos mecíanse fuertemente. El aire era cálido y húmedo.

    En la plaza, además de él, había un astroso niño sentado en un montón de arena. El viento jugaba con su cabellera rubia. Tenía en la mano un piolín de cuya extremidad se encontraba presa, por implacable nudo, la pata de un viejo y desgraciado cuervo. El niño harapiento y el cuervo inmóvil e irritado miraban en silencio a Skils.

    Como un relámpago, una idea cruzó la mente del estadounidense: Todo es un sueño —se dijo—. La vida real no es más que un sueño en Rusia. El niño, el cuervo, las casas deshabitadas, las calles desiertas, las miradas alucinadas de los transeúntes, la invitación del ingeniero Loss para hacer un vuelo al desierto estrellado... todo... todo es un sueño...

    Chupó Skils varias veces su pipa, lanzando densas bocanadas de humo. Sonrióse luego, y sacando de su bolsillo un plano de Petrogrado, buscó en él la Avenida Costanera de Zdanov.


    II - El taller de Loss


    El corresponsal entró a un espacioso patio, casi abarrotado de trozos de hierro oxidado y barriles de cemento. Entre los montones de desperdicios, alambres entrelazados y piezas de máquinas que allí había, crecían victoriosamente matas de hierba.

    Hacia el fondo del patio se levantaba un gran galpón en cuyas polvorientas ventanas reflejábase con cegadores destellos el sol poniente.

    La puerta del galpón estaba entornada. En cuclillas, sobre su umbral, un obrero preparaba en un pequeño balde el minio de color lardillo. Skils preguntó por el ingeniero Loss. Con un movimiento de cabeza, el obrero le indicó el interior del galpón. En la semipenumbra del interior, Skils pudo distinguir al entrar una mesa repleta de planos y libros. Sobre esa mesa pendía una lámpara eléctrica con pantalla de hojalata. Y allá, al fondo, se destacaban andamios que rozaban el techo. Junto a esos andamios, veíase la boca de un horno en plena actividad. En los espacios libres brillaba la superficie metálica de un cuerpo al parecer esférico. La puerta abierta descubría un gran trecho de horizonte rojo y algunas nubes que subían del mar.

    Otro obrero, ocupado en avivar el fuego del horno, llamó con voz débil:

    —¡Mstislav Sergievich: gente!

    Del enjambre de andamios surgió un hombre de mediana estatura y complexión robusta, cuyos cabellos níveos no estaban de acuerdo con la juventud de su semblante de bien formados labios grandes y claros ojos, de mirada escrutadora y serena.

    Vestía un pantalón lleno de remiendos, sujetado por una burda cuerda. Su blusa, desabrochada y arremangada hasta los codos, era de brin y estaba sucia, en las manos sostenía un plano deteriorado y grasiento. Al acercarse a Skils intentó abrocharse la blusa con un botón imaginario.

    —¿Ha venido usted por el aviso...? ¿Quiere usted volar conmigo? —inquirió en voz baja, indicando a Skils una silla para que se sentara cerca de la lámpara, y tomando a su vez asiento junto al corresponsal, tras de arrojar el plano sobre la mesa y cargar su pipa.

    Era el ingeniero Loss. Encendió el tabaco, y al bajar la vista, la llama de la cerilla iluminó su semblante enérgico haciendo destacar su nariz, sus oscuras pestañas y las hondas arrugas cargadas de tristeza que había en las comisuras de sus labios.

    Satisfecho de su rápido examen, Skils contestóle que no tenía intención de acompañarle, pero que le había interesado el anuncio de la Avenida de las Auroras Rojas y que se había impuesto el deber de comunicar a sus lectores todo lo relacionado con un proyecto tan estupendo como era ese del vuelo interplanetario.

    Loss le escuchó sin apartar del semblante del corresponsal sus ojos claros e impasibles:

    —Lamento en el alma que no quiera usted acompañarme —exclamó al fin, moviendo la cabeza, y agregó—: Todos me huyen, como si no estuviera en mi sano juicio; pero es el caso que dentro de cuatro días abandonaré la Tierra y que hasta ahora no ha encontrado quien quiera acompañarme en el viaje.

    Reanimó la lumbre de su pipa con otra cerilla y después de algunas chupadas ansiosas, preguntó a Skils:

    —¿Qué clase de informes necesita usted de mí?
    —Los detalles más interesantes de su vida.
    —Poco interés tiene mi vida, en verdad —contestó Loss—. Desde la edad de doce años me gané el pan y la mayor parte de mis escasas ganancias fueron absorbidas por el estudio y el trabajo. Mi juventud transcurrió miserablemente. Ahora tengo treinta y cinco años y ningún rasgo de mi carácter puede despertar la curiosidad de sus lectores. En mi vida, como le he dicho, nada hay de particular, salvo...

    Loss frunció el entrecejo y se mordió nerviosamente el labio inferior.

    —...salvo este aparato, en cuya construcción trabajo hace un año —prosiguió enseguida y señaló los andamios.
    —¿Cuántos meses cree usted que empleará en su vuelo a Marte? —preguntó Skils—, mirando la punta de su lápiz.
    —Creo que no necesitaré más de nueve o diez horas —contestó imperturbablemente el ingeniero a Skils, que no estaba preparado para esta contestación, pues sintió que se le arrebolaban las mejillas y que le dominaba una gran nerviosidad. Sin embargo, se esforzó por permanecer tranquilo y dijo con forzada cortesía:
    —Le estaría muy agradecido, señor, si tuviera usted más confianza en mí y tomara en serio nuestra entrevista.

    Loss apoyó los codos en la mesa. Sus ojos brillaban a través de las densas nubes de humo que salían de su boca, ocultando parte de su semblante. Permaneció unos momentos en silencio y comenzó la explicación de sus propósitos:

    —El 18 de Agosto, Marte distará de la Tierra 40.000.000 de kilómetros, que es precisamente la distancia que debo recorrer en mi vuelo. He tomado en cuenta tres distancias a realizar, a saber: primero, la atmósfera que rodea a la Tierra, cuya altura es de 75 kilómetros; segundo, la distancia entre la Tierra y Marte en el espacio sideral que se estima en 40.000.000 de kilómetros; y tercero, la atmósfera de Marte, calculada en 65 kilómetros. Para mi vuelo sólo he tenido en cuenta los 140 kilómetros de atmósfera.

    Loss púsose de pie. Su cabeza, de firmes rasgos destacóse sobre el fondo semioscuro del galpón y la escasa luz iluminó su pecho y sus brazos desnudos.

    —Generalmente —prosiguió— llámase vuelo al movimiento de un ave, al de una hoja que cae o al desplazamiento de un aeroplano en el espacio. Pero esto no es vuelo, sino un nadar en el aire. El verdadero vuelo es la caída cuando el cuerpo se precipita por la acción de la gravedad, como por ejemplo lo hace el cohete. En el espacio sideral donde no hay ningún obstáculo, el cohete se movería con rapidez creciente. Es evidente que en tal forma podría igualarse a la velocidad de la luz si no lo impidieran las influencias magnéticas. Mi aparato está construido según el principio del cohete. Deberé volar en las atmósferas de la Tierra y de Marte 140 kilómetros. El tiempo calculado, incluyendo la subida y la bajada es de una hora y media. Para salir del radio de atracción de la Tierra necesito una hora. Una vez en el espacio sideral, puedo volar con velocidad limitada, pero eso sí, corriendo dos peligros; primero: la excesiva rapidez del movimiento que puede causarme la rotura de los vasos capilares; segundo, al precipitarme con fantástica velocidad en la atmósfera de Marte, el choque de mi aparato contra esa atmósfera se asemejará al de un cuerpo cualquiera contra la arena. De ser así, mi aparato se gasificará. En el espacio interplanetario flotan fragmentos y escombros de mundos desaparecidos que, al penetrar en la capa de la atmósfera se incendian, pues la atmósfera representa una coraza casi impenetrable.

    Loss afirmó su puño crispado sobre la mesa y prosiguió con su naturalidad acostumbrada:

    —La atmósfera terrestre ha sido penetrada una vez. En Siberia, entre los eternos hielos hice, no hace mucho, excavaciones, y encontré, en diversas ocasiones, restos de Mammuths que habían sido víctimas de agrietamientos producidos por fenómenos geológicos. Entre los dientes de esos Mammuths encontré pasto, lo que demuestra que en muy lejanos tiempos había verdeantes y lozanas praderas donde hoy sólo se vé el crudo hielo. He probado la carne de esos animales, pues, enterrados en el hielo se habían congelado y estaba muy bien conservada. Es evidente, pues, que la declinación del eje de la Tierra se realizó espontáneamente. La Tierra pudo haber chocado con un cuerpo celeste, lo que originó esta declinación, o si no, tuvo, seguramente, otro satélite más pequeño que la luna. A causa del poder de atracción de la Tierra ese segundo satélite debió caer penetrando la corteza terrestre con su enorme masa y haciendo declinar entonces los polos. Tal vez aquel remoto fenómeno terrestre hizo que desapareciera el continente que se encontraba al oeste de Asia en el Océano Atlántico. Para evitar la volatilización de mi aparato, al penetrar en la atmósfera de Marte, tendré que reducir considerablemente su velocidad. Es debido a esto que calculo de seis a siete horas el vuelo a través del espacio sideral. Pronto, muy pronto, el viaje a Marte será tan fácil como un vuelo de Moscú a Berlín.se encontraba al oeste de Asia en el Océano Atlántico. Para evitar la volatilización de mi aparato, al penetrar en la atmósfera de Marte, tendré que reducir considerablemente su velocidad. Es debido a esto que calculo de seis a siete horas el vuelo a través del espacio sideral. Pronto, muy pronto, el viaje a Marte será tan fácil como un vuelo de Moscú a Berlín.

    Loss dio una vuelta al interruptor y de inmediato se encendieron los focos eléctricos que pendían cerca del techo. Ante los ojos curiosos de Skils, aparecieron unos tabiques de madera empapelados por diagramas, dibujos y mapas. Dos estantes desbordantes de instrumentos de óptica. En un rincón, como al acaso, confundidos en franca camaradería, había un pequeño telescopio, escafandras, pilas de latas de conservas y vestidos de pieles.

    Loss y Skils se acercaron al andamio detrás del cual se encontraba un enorme huevo de metal. Skils calculó que mediría ocho metros y medio de altura por seis de ancho. Hacia la mitad, en la superficie, aparecía una especie de cinturón de acero, cuya parte inferior tenía la forma de un paraguas. Era un freno paracaídas destinado a reducir la velocidad del aparato en caso de que se precipitara.

    Debajo del paracaídas había tres puertitas de forma circular. La parte superior del aparato terminaba en una especie de cuello rodeado por un doble resorte de acero: era el paragolpes. Esto es más o menos lo que Skils creyó advertir en la máquina que estaba destinada para efectuar un vuelo interplanetario.

    Loss comenzó a explicar la construcción del aparato al corresponsal.

    —La superficie está construida con acero claro, muy resistente, reforzado con un sólido esqueleto. Debajo de esta cubierta hay otra que se compone de seis capas de goma, fieltro y acero. En el interior de este segundo huevo están ubicados los aparatos de observación y locomoción, los cilindros de oxígeno, las cajas destinadas a eliminar el ácido carbónico, los sacos para los instrumentos y los víveres. Estos cortos tubos metálicos rematados por cristales prismáticos y que sobresalen de la superficie son los ojos del aparato los medios de observación exterior. El mecanismo de locomoción está colocado en el cuello, construido por un metal llamado «Obino», sumamente elástico y tan duro como el bronce astronómico. En el interior del cuello hay varios canales en cuya parte superior está la cámara de explosión. Desde un magneto común se alimentan las bujías que hay en cada canal, es decir, al igual que la nafta carburada va a los cilindros de un motor; pero con la diferencia que en mi aparato será movido por el «Ultradilito», nuevo cuerpo muy sutil de una fuerza explosiva extraordinaria que fue descubierto en los laboratorios químicos de una fábrica de Petrogrado en 1920. El cono de explosión de mi aparato es sumamente estrecho, a fin de que su eje coincida con el de los canales verticales del cuello. El «Ultradilito» introducido en la cámara de explosión, pasa por un campo magnético. Tal es el principio del mecanismo de locomoción de mi aparato, y tal es, en esencia, el principio por que se mueve el cohete.

    »Mi provisión del «Ultradilito» está calculada para cien horas. La velocidad de la subida y de la bajada será regulada por el aumento o la disminución de las explosiones del motor por segundo. La parte inferior del aparato es mucho más pesada que la superior, debido a lo cual el aparato presentará siempre su cuello a la superficie de Marte, una vez en la zona de atracción del planeta.

    —¿Con qué capitales ha sido construido? —preguntó Skils.
    —El Estado me ha proporcionado los materiales de construcción, y, además, he gastado todos mis ahorros.

    El ingeniero y el periodista volvieron junto a la mesa y al cabo de un instante de silencio Skils preguntó con tono inseguro:

    —¿Piensa usted encontrar seres humanos en Marte...?
    —Es lo que comprobaré el viernes 19 de Agosto por la mañana.
    —Le ofrezco diez dólares por línea en la descripción de sus impresiones de allá. Le adelantaré seis artículos de doscientas líneas cada uno. Puede cobrar el cheque en Estocolmo. ¿Conforme...?
    —Conforme —asintió Loss, sonriente.

    Skils firmó un cheque.

    —¡Qué lástima, que no quiera usted acompañarme! —exclamó el ingeniero—. ¡Es tan cerca al fin y al cabo...! Casi más cerca que de aquí a Estocolmo...


    III - El compañero de viaje


    Loss, de pie en el umbral del portón, había reclinado su hombro contra la pared. La lumbre de la pipa habíase extinguido.

    Desde el sitio en que se encontraba hasta la costa de Zdanovka extendíase un gran terreno baldío. La luz de algunos faroles reverberaba temblorosa en la superficie tranquila del agua.

    Se divisaba en lontananza los árboles del parque y sus siluetas oscuras resaltaban confusamente en el horizonte rojo, de un rojo opaco de la puesta del sol, cuyos rayos coloreaban con tintes rosados los contornos de las nubes alargadas que parecían otras tantas islas en las verdes aguas del espacio.

    Luego, del azul oscuro del cielo surgieron cual pupilas maravillosas las primeras estrellas. Todo parecía sumirse en la calma, en la vieja Tierra.

    A lo lejos resonó la sirena de un buque. Una rata, como tenebrosa sombra, cruzó el terreno baldío.

    Kusmin, el obrero que preparaba el minio, cuando había entrado Skils se acercó a Loss y le dijo en voz baja, arrojando la colilla del cigarro a la calle:

    —No es tarea fácil desprenderse de la Tierra... ¡Cuánto se sufre al dejar la casa, el hogar! Cuando me alejaba de mi aldea para ir a la estación del ferrocarril, ¡cuántos rodeos, cuántas vacilaciones, cuánto camino desandado y andado nuevamente! A pesar de que mi casa era una mísera cabaña, ¡sentía que era tan mía y yo tan de ella! ¡El lugar, la costumbre! ¡Irse de la Tierra es perderse en un desierto sin límites!
    —¡El agua hierve! —gritó Jojlov, el otro obrero—. Kusmin: ven a tomar el té.

    Después que su pecho dejara escapar un profundo suspiro, Kusmin se apartó del portón encaminándose al horno. Los otros obreros sentados sobre cajones comenzaron a comer y a tornar té con toda tranquilidad.

    —Siento mucha lástima por nuestro ingeniero —dijo Kusmin en voz baja—. ¡No es fácil encontrar hombres tan buenos como él!
    —No te apures en llorarlo por muerto.
    —Un aviador me refirió una vez que llegó a una altura de 8 verstas y que no obstante encontrarse en verano, el aceite del motor se le congeló. Imagínate ahora el frío que hará más arriba y qué oscuridad.
    —Sin embargo —insistió Jojlov, con tono huraño—. Te repito que no debes considerarlo como perdido, ni como muerto.
    —Nadie quiere acompañarlo, pues no pueden creer en lo que él afirma. Hace quince días que se ha puesto el aviso y sin resultado.
    —¡Yo creo en él! —exclamó firmemente Jojlov.
    —¿Llegará a Marte?
    —Pues, sí, hombre; ya verás como se pondrán furiosos los europeos.
    —¿Quiénes? —preguntó Kusmin, pues no comprendía la referencia.
    —¿Cómo quiénes? ¡Nuestros enemigos!, estallarán de rabia al saber que Marte pertenecerá a Rusia. ¿Qué te parece?
    —¡Qué lindo sería eso, amigo Jojlov!

    En ese momento Loss se acercó a los obreros, sentóse en un cajón y tomando un jarro de té, dijo:

    —Jojlov: ¿quiere usted acompañarme en mi vuelo?
    —No, Mstislav Sergievich, tengo miedo...

    Loss se sonrió y tomando el té en pequeños sorbos preguntó al otro obrero:

    —Iría con mucho gusto, Mstislav Sergievich, pero mi mujer está muy enferma y me da pena abandonarla...

    Loss permaneció unos segundos pensativo.

    —Sí, es evidente que iré sólo —dijo—, son muy pocos los que desean abandonar la Tierra... Ayer vino una señorita, la que me dijo: «Muy bien, volaré con usted, tengo diecinueve años, sé bailar, sé cantar y tocar la guitarra. Estoy cansada de la Revolución y no quiero ya vivir en Europa». Pero una vez terminada nuestra conversación, la señorita rompió a llorar, diciéndome: «usted me ha engañado, yo creía que el viaje era más corto». Luego se presentó un joven que se expresó con voz de bajo en estos términos: «¿Cree usted que soy un idiota? Para qué diablos pone usted semejante aviso si sabía que es imposible volar hasta Marte?» A duras penas logró calmarlo.

    Loss apoyó los codos en las rodillas contemplando fijamente las brasas, cuyo fuego parecía respirar fatigosamente haciéndose más vivo o apagándose. En su rostro la fatiga se expresaba con triste elocuencia. Loss descansaba de un largo y aniquilante esfuerzo de voluntad. Kusmin fue a buscar agua.

    —Mstislav Sergievich: ¿Acaso tiene usted miedo? —preguntó Jojlov.

    Loss apartó su mirada de las brasas y la clavó en el semblante del obrero.

    —¡No! —contestó—. ¡No tengo miedo! ¡Tengo la certeza de que llegaré! En caso contrario, el golpe será formidable y no me dará lugar a sufrimientos. Lo que en verdad me asusta es otra cosa: Figúrese usted que mis cálculos resultaran fallidos y que en lugar de caer en la zona de atracción de Marte pasara junto a el sin el resultado deseado. Las provisiones de combustible, oxígeno y víveres, me alcanzarían para mucho tiempo. Volaría constantemente en plena oscuridad, y al cabo de mil años, mi cadáver, congelado, habría de precipitarse en cualquier planeta lejanísimo... Pero durante miles de años mi cuerpo inerte erraría en las tinieblas del espacio... Pasaría muchos días, vivo, en esta maldita caja, largos días de horrible desesperación. ¡Sólo, en medio de ese archipiélago de mundos silenciosos...! No me asusta la muerte, sino la soledad. Ni siquiera la esperanza de que Dios salvará mi alma. Mientras viviera, estaría en el infierno, pues la soledad en la eterna oscuridad sería el verdadero infierno. La soledad es la que me aterroriza y por miedo a ella no quisiera ir solo.

    Calló Loss, frunciendo bruscamente el entrecejo. En las comisuras de sus labios se dibujaban sombríos pliegues de tristeza. Kusmin, desde la puerta del galpón, gritó:

    —¡Mstislav Sergievich, le buscan!
    —¿Quién? —preguntó Loss, poniéndose de pie.
    —Un soldado.

    Kusmin entró al galpón acompañado del mismo soldado que había leído el aviso colocado en la Avenida de Las Auroras Rojas. El soldado examinó rápidamente el andamiaje y acercándose a la mesa preguntó al ingeniero si necesitaba un compañero de viaje.

    —Sí —contestó Loss, ofreciéndole una silla y sentándose frente a él—, busco un compañero para volar hasta Marte.
    —He leído su anuncio —agregó el soldado—. Hace días tuve oportunidad de contemplar a Marte, gracias a la indicación de unos amigos... Está lejos sí... Desearía conocer sus condiciones, el sueldo y la alimentación...
    —¿Tiene usted familia?
    —Soy casado, pero no tengo hijos.

    El soldado observaba con suma curiosidad todo lo que estaba a su alrededor. Loss le expuso las condiciones del vuelo, previniéndole de los riesgos que se corrían. Le prometió asegurar la tranquilidad económica de su mujer y pagarle el sueldo adelantado.

    El soldado le escuchaba distraídamente, asintiendo con repetidos movimientos de cabeza a lo que le decía Loss.

    —¿Cuál es su parecer con respecto a Marte? —preguntó de pronto—. ¿Hay gente allí o habitan monstruos?
    —Es mi opinión —replicó Loss, afablemente— que está habitado por seres racionales. De todos modos ya lo veremos al llegar. El caso es, que desde hace varios años, en las grandes estaciones radiotelegráficas de Europa y de América se han interceptado signos indescifrables. Primero se creyó que eran rastros de las tempestades en los campos magnéticos de la Tierra, pero esos enigmáticos signos tenían un parecido notable con los signos alfabéticos conocidos. ¿De dónde procedían, pues? Se sabe que el único planeta que tiene vida es Marte, por lo que no es difícil deducir que únicamente de allí podían haber sido emitidos esos signos. Observe usted el mapa de este planeta; está rodeado por una red de canales. No hay duda entonces de que es posible construir en Marte estaciones radio-telegráficas de un alcance extraordinario. En Marte se desea conversar con la Tierra. No podemos contestar sus señales, pero sí podemos acudir a su llamado. Es absurdo suponer que las grandes estaciones radio-telegráficas de Marte hayan sido construidas por unos cuantos monstruos... Marte y la Tierra son dos diminutas esferas que giran la una al lado de la otra. Nos rigen las mismas leyes naturales... Ahora bien: En el espacio frío y oscuro vuelan los gérmenes de la vida congelados. Los mismos gérmenes se posan indistintamente en Marte como en los millones de estrellas que se están apagando. En todas partes aparece la Vida y su rey: el ser humano que fue hecho a imagen del Dueño del Universo...De todos modos ya lo veremos al llegar. El caso es, que desde hace varios años, en las grandes estaciones radiotelegráficas de Europa y de América se han interceptado signos indescifrables. Primero se creyó que eran rastros de las tempestades en los campos magnéticos de la Tierra, pero esos enigmáticos signos tenían un parecido notable con los signos alfabéticos conocidos. ¿De dónde procedían, pues? Se sabe que el único planeta que tiene vida es Marte, por lo que no es difícil deducir que únicamente de allí podían haber sido emitidos esos signos. Observe usted el mapa de este planeta; está rodeado por una red de canales. No hay duda entonces de que es posible construir en Marte estaciones radio-telegráficas de un alcance extraordinario. En Marte se desea conversar con la Tierra. No podemos contestar sus señales, pero sí podemos acudir a su llamado. Es absurdo suponer que las grandes estaciones radio-telegráficas de Marte hayan sido construidas por unos cuantos monstruos... Marte y la Tierra son dos diminutas esferas que giran la una al lado de la otra. Nos rigen las mismas leyes naturales... Ahora bien: En el espacio frío y oscuro vuelan los gérmenes de la vida congelados. Los mismos gérmenes se posan indistintamente en Marte como en los millones de estrellas que se están apagando. En todas partes aparece la Vida y su rey: el ser humano que fue hecho a imagen del Dueño del Universo...
    —¡Iré con usted! —exclamó de pronto el soldado—. ¿Cuándo debo presentarme con mi equipaje?
    —Mañana. Es menester que le enseñe el aparato que vamos a usar... ¿Cómo es su gracia?
    —Alexis Ivanovich Gusev.
    —¿En qué se ocupa usted?

    Gusev miró a Loss distraídamente y le contestó, bajando la vista:

    —Sé leer, escribir y manejar un automóvil. He volado en aeroplano, en calidad de ayudante. He estado en la guerra desde los 18 años hasta ahora. En ésto consiste mi ocupación. He sido herido más de veinte veces. En la actualidad pertenezco a la reserva.

    Se interrumpió riendo fuertemente, pasando su mano nerviosa por la frente.

    —¡A cuántas cosas he sobrevivido en estos siete años! —prosiguió en seguida—. A no ser por mi carácter inquieto, sería ya jefe de un regimiento. Pero... No bien terminaban las batallas, no podía permanecer en el lugar, parecía que mi alma andariega se enfermaba. Acabábamos una pelea y de inmediato me escapaba del regimiento. Me ha sido imposible vivir en la quietud. Soy fundador de cuatro repúblicas en la Siberia y en el Cáucaso y ni siquiera recuerdo sus nombres en este momento. Una vez reuní trescientos jóvenes con los que me encaminé a la India para conquistarla. Pero erramos el camino, perdidos en las montañas y una terrible tormenta de nieve se llevó casi todos los caballos. Más tarde me enganché con las tropas del cabecilla Majnó. ¡Qué vida aquella! Recorríamos las estepas cabalgando los mejores caballos, teníamos en abundancia vinos, manjares y mujeres. Las batallas con los blancos y con los rojos nos servían de diversión... Luego me cansé de esa vida y me inscribí en el ejército rojo. Perteneciendo a la caballería, bajo el mando de Budeny, tomé parte en la batalla de Kiev, en la que vencimos a los polacos, persiguiéndolos hasta Varsovia sin lograr conquistar esa ciudad, a causa de que la infantería no nos prestó su ayuda en el momento oportuno. En la batalla de Perecop fui gravemente herido. En el transcurso de un año estuve internado en varios hospitales militares. Cuando me dieron de alta no sabía qué hacer. Fue precisamente para ese entonces que habiéndome encontrado con una joven que me agradó, me casé... Mi esposa es muy buena y la quiero verdaderamente, pero no puedo hacer la vida casera... No volveré a mi aldea, pues mis padres ya no viven y mis hermanos han muerto en la guerra, por lo que las tierras están abandonadas y sin cultivar. En la capital no tengo que hacer. No hay guerra, y según parece no hay perspectiva de que haya alguna. Mstislav Sergievich: le ruego me acepte como compañero de viaje, le seré de mucha utilidad en Marte.
    —Con el mayor gusto —le contestó Loss, estrechándole efusivamente la mano—. Hasta mañana, Gusev.


    IV - Noche de insomnio


    Habían finalizado los preparativos para el vuelo. Los dos últimos días fueron consagrados al arreglo del equipaje, disponiéndolo en diversas bolsas que se encontraban en el interior del aparato. Revisaron prolijamente los instrumentos y luego desarmaron los andamios que rodeaban el aparato.

    Loss mostró a Gusev el mecanismo de locomoción y los instrumentos más importantes; el soldado demostró ser hombre inteligente y hábil. La víspera de la partida se trabajó hasta muy entrada la noche. Gusev y los obreros se retiraron. Loss apagó la luz y se acostó vestido en su camastro de hierro que se encontraba en un rincón detrás del trípode del pequeño telescopio. La noche serena bañaba en su diafanidad, el espacio congestionado de estrellas. Loss no podía conciliar el sueño. Con los brazos cruzados debajo de la nuca escrutaba la penumbra que le rodeaba y le penetraba. El motivo que le impulsaba más allá de la Tierra, se le presentó con más fuerza que nunca en su mente fatigada. Loss había dominado sus preocupaciones con su tenaz voluntad durante los últimos días transcurridos, pero en aquella última noche que pasaba en la Tierra no pudo impedir que su corazón diera rienda suelta a su padecimiento, a sus grandes dolores. Recordó con fuerza el reciente pasado...

    Sobre las paredes de una pequeña habitación dibujábanse confusamente las sombras de los distintos objetos que se encontraban entre la escasa luz de una bujía cuyo resplandor era protegido por un libro. El ambiente estaba impregnado de un fuerte olor a medicamentos. Sobre una pequeña alfombra, una palangana. La angustia gravitaba sobre el ambiente y lo hacía penoso. Acostada en el lecho, la que representa para él «Todo» en el mundo: su esposa, Katia. La enferma respira dificultosamente. En la almohada se destacan sus negros cabellos que dibujan sobre el blanco hilo arabescos, confundidos los unos sobre los otros en un desorden atrayente. Sus rodillas levantadas muestran su delgadez puntiaguda que forma dos relieves semejantes en la colcha que la cubre hasta el nacimiento del cuello, dejando un brazo al descubierto, cuya mano aprieta convulsivamente la colcha, estrujándola. Su rostro, antes hermoso y de serena expresión, es ahora la vivida imagen de una gran agitación, de una angustia indecible.

    —¡Mírame! —exclama Loss, presa de la desesperación—, despídete de mí...

    La joven hace oír su débil voz apenas perceptible:

    —«Abre la ventana.»

    Una compasión inmensa invadió el corazón de Loss.

    —¡Katia, Katia! ¡Mírame! —dice Loss, cubriendo de besos su frente, sus mejillas, y sus párpados apretados.

    La garganta de la joven tiembla, su pecho sube y baja afanosamente. Sus dedos crispados continúan arañando la colcha.

    —¡Katia, Katia! ¿Qué tienes?

    Katia no contesta; comienza a alejarse de la vida. Apoyándose en los codos, realiza un esfuerzo tremendo para incorporarse, pero en seguida se desploma sobre el lecho y su cabeza se hunde en la almohada.

    Loss, horrorizado, la abraza fuertemente y entrecortadas salen las palabras de sus labios atacados por un desborde de sollozos:

    —«¡En la tierra no hay misericordia!»


    A esta altura de sus recuerdos, Loss se levanta de su camastro, enciende un cigarrillo y comienza a pasearse a lo largo del oscuro galpón. Después de subir la escalerita del telescopio, busca a Marte que ya se había levantado sobre Petrogrado, y durante largos minutos contempló su esfera brillante.

    —Sí; en la Tierra no hay misericordia —pronunció Loes en voz baja, descendiendo la escalerita.

    Volvió a acostarse y volvió el pasado a desfilar ante sus ojos grandes, abiertos en las tinieblas del galpón.


    Katia está recostada sobre la hierba en la colina. A lo lejos, detrás de las praderas se divisa la ciudad. Los gavilanes nadaban prodigiosamente en la atmósfera bochornosa.

    Loss, sentado muy cerca de Katia, contempla su cabecita adorable, su cuello tostado por el sol, su morena mano en la que se apoya su rosada mejilla. Sus ojos grises, indiferentes y hermosos, parecen reflejar como un espejo el vuelo de los gavilanes.

    Aquel día, después del almuerzo, Katia había invitado a Loss a visitar la colina para contemplar el bello paisaje que se dominaba desde su altura. Hallábase recostada y guardaba silencio.

    —No, señorita —decía Loss para sus adentros—, tengo otros asuntos más importantes que el de enamorarme de usted. No me pescará tan fácilmente; además tengo el presentimiento de que no volveré a visitarla en el campo.

    ¡Dios santo! ¿Cuáles podían haber sido los asuntos que le interesaban más que el amor de Katia? ¡Qué estupidez el haber perdido tontamente aquellos ardorosos días estivales!

    Hubiera querido poder detener el tiempo en aquella colina... Pero no se puede volver atrás... ¡El pasado es irremediable...!


    Encendiendo otro cigarrillo, Loss se levantó una vez más y recomenzó su paseo a lo largo del galpón. No conseguía calmarse. Por el contrario, cual una fiera enjaulada, su irritación crecía por momentos. Salió al patio y contempló a Marte:

    —Ni aún allí me calmaré —pensó—. Siempre y en todas partes mi alma será un alma huérfana, y de la misma manera se encontrará sola más allá de la Tierra, como más allá de Marte.

    ¿Para qué habré ingerido el veneno del amor y habré despertado de mi ensueño cósmico? ¡Preferible hubiera sido seguir viviendo semi-dormido, como los gérmenes de la vida que flotan en el Éter, que son los gérmenes cristalizados que vuelan dormidos...! Pero tuve que caer, ser sembrado y luego brotar para despertar a un sufrimiento insoportable, para despertar a la vida, a las ansias, al amor, para confundirme y dejar de ser un germen solitario...

    Y todo este corto ensueño que realicé después: ¿De qué me sirvió? El dejar de estar solo, ¿a dónde me condujo? A la separación, a la soledad, a la muerte, al vuelo anterior; congelado y saturado...

    Loss permaneció unos instantes apoyado en el marco del portón. Marte brillaba; ora con luz sangrienta, ora con luz azulada, en la altura inaccesible sobre Petrogrado dormido; sobre los techos agujereados por las balas revolucionarias; sobre un bosque de chimeneas frías, inactivas; sobre los incontables cielos rasos ahumados de las habitaciones y salas de los palacios abandonados, incendiados; sobre las cabeceras de los hombres rendidos por la fatiga de su intensa labor.


    —Allá me encontraré mejor —monologaba Loss in mente— separado de las sombras por millones de verstas. Durante la noche contemplaré el firmamento y entre las estrellas encontraré a la Tierra abandonada desesperadamente por mí. Trataré de olvidar la colina y el vuelo de los gavilanes; la tumba de Katia; la cruz que clavada en la tierra parece expresar todo lo triste que es la vida. Me esforzaré por olvidar las noches tenebrosas, las noches en las que el viento ululante, con sus aullidos feroces, parece cantar siniestramente la muerte, ¡sólo la muerte! Habré de olvidar ese viento otoñal que sopla sobre Katia acostada en la tierra debajo de su cruz. No es posible vivir entre sombras. Aunque allá arriba me esperara la soledad más terrible, quiero alejarme de este mundo, quiero estar solo, sólo: ¡pero lejos de este mundo!de este mundo!

    Las sombras aprisionaron a Loss durante toda la noche, hundiendo sus negras garras sutiles en su alma. Al rayar el alba Loss pudo conciliar el sueño y se durmió. Un pesado carro que pasaba, saltando sus ruedas sobre las piedras irregulares y desniveladas de la calle, despertó bruscamente con sus ruidos brutales a Loss. Sentado en su lecho, abarcó, con mirada no muy despierta, los mapas colgados de las paredes, los Instrumentos y el aparato de su invención.

    Exhaló un fuerte suspiro, púsose en pie, se acertó al caño de agua y dejó caer sobre su cabeza un gran chorro frío; se puso el gabán y se dirigió a su casa, donde había muerto Katia, seis meses atrás.

    Allí se lavó, se afeitó y se mudó de ropa. Cerró todas las ventanas que se abrían sobre la calle. Luego abrió la puerta del dormitorio, cuyo umbral no había cruzado desde la muerte de Katia. Las celosías de la ventana estaban cerradas herméticamente. Sólo el espejo del ropero que guardaba los vestidos de Katia, brillaba con reflejos apagados en la semipenumbra que reinaba en la habitación.

    Loss salió del dormitorio echando llave a la puerta e inmediatamente salió de la casa, cerrándola y guardándose la llave en el bolsillo del chaleco. Ya había terminado todos los preparativos y estaba listo para la partida.


    V - Esa misma noche


    Era costumbre de Masha esperar a su marido hasta horas muy avanzadas de la noche. Tantas veces como había creído ver llegar a Alexis, colocaba siempre la tetera con agua sobre el calentador «Primus» que trepidaba sordamente. La casa estaba sumida en un silencio mortal que atemorizaba a la joven.

    Gusev y Masha vivían en una de las habitaciones de una enorme casa abandonada por sus dueños durante la revolución. Las lluvias y las nieves caídas durante los últimos cuatro años habían deteriorado gran parte de sus excelentes adornos, pero la pieza ocupada por el matrimonio Gusev era muy espaciosa, con un hermoso cielo raso dorado, cuyo fresco representaba a una mujer de atrayentes y macizas carnes, iluminado su semblante por una jovial sonrisa de sus preciosos labios. La rodeaban seis hermosos niños alados.

    —¿Ves, Masha? —solía decir a la joven su esposo indicándole el cuadro. ¡Qué mujer tan alegre y bien proporcionada es aquella con sus seis hijos... esa sí que puede llamarse una mujer!

    Sobre una lujosa cama de bronce colgaba de la pared el retrato de un anciano con peluca empolvada ostentando sobre el pecho una condecoración gigantesca. El viejo general con su rostro severo, horrorizaba a Masha. La chimenea de la estufa de hierro atravesaba la habitación, ahumando las paredes lujosamente decoradas. Allí mismo Masha hacía la comida, y en los estantes con ollas, frascos y utensilios de cocina y víveres, reinaba una higiene ejemplar. Una maciza puerta de roble daba a una enorme y rica sala, cuyas ventanas destrozadas, habían sido arregladas ligeramente y clavadas con tablas, y cuyo techo completamente arruinado se derrumbaba por partes. Por la noche el viento elaboraba fúnebres sinfonías en su interior, y las ratas corrían con entera libertad sobre su piso sucio y sembrado de escombros.

    Masha estaba sentada junto a la mesa sobre la cual el calentador soplaba fatigosamente su llama circular erizada de afiladas y multicolores puntas. El viento trajo hasta sus oídos, envueltas en su ropaje invisible, las tristes y lejanas campanadas del reloj de la torre de la catedral de Petropavlovsk. Habían sonado las dos de la madrugada y Gusev no llegaba. Un pensamiento veloz cruzó por la mente de Masha, un pensamiento que ya la había atormentado:

    —¿Pero, qué es lo que busca? —se preguntó—. Nada le parece bastante, siempre, siempre busca algo y jamás está satisfecho. ¡Oh Alesha, Alesha! ¿Por qué no quieres apoyar amorosamente tu cabeza en el hombro de tu Masha como si fueras hijo de mis entrañas...? ¡Por más que busques, nada encontrarás tan grande ni tan abnegado como mi amor...!

    Las lágrimas asomaron en sus párpados. La joven las enjugó y apoyando los codos en la mesa, descansó la cabeza en sus manos, entregada a sus tristes pensamientos. Contemplando el fresco del cielo raso, pensaba:

    —Si me pareciera a esa mujer, de seguro que Alexis no me abandonaría jamás.

    Gusev le había dicho que se iba muy lejos, sin explicarle adonde, y ella temía preguntárselo. Masha sabía perfectamente que la vida en esa triste habitación y careciendo de la libertad a que estaba acostumbrado era penosa para su marido.

    Gusev solía despertarse durante la noche con sobresaltos y rechinamientos de dientes y a la mañana se levantaba sombrío y malhumorado. Masha sabía tratarlo con cariños de madre, y Gusev apreciaba la delicadeza y la fiel dedicación de su esposa y la quería, pero sin poder permanecer mucho tiempo a su lado, por lo que se pasaba días enteros fuera de su casa. Masha, ayudando en las faenas de las diversas casas que conocía, costeaba los gastos de su humilde hogar, pero a menudo los jóvenes esposos sufrían privaciones. Gusev intentó trabajar muchas veces pero se cansaba en seguida. «Cuentan los viejos —solía decir a Masha— que en la China hay una colina de oro. Supongo que no es cierto eso, pero sin duda alguna aquella tierra desconocida para nosotros, ha de tener cosillas interesantes. Tengo deseos de irme a la China para husmear su ambiente y ver qué es lo que hay allí.»—solía decir a Masha— que en la China hay una colina de oro. Supongo que no es cierto eso, pero sin duda alguna aquella tierra desconocida para nosotros, ha de tener cosillas interesantes. Tengo deseos de irme a la China para husmear su ambiente y ver qué es lo que hay allí.»

    Con el corazón en los labios Masha aguardaba angustiada la partida de Alexis. Después de él, nada le quedaría en el mundo.

    Desde los quince años de edad Masha había trabajado como vendedora en una tienda. Sobrellevaba una vida de soledad añorando el cariñoso amparo de unos brazos amigos, de unas manos que con su suave presión iluminaran con luces de esperanza su corazoncito tierno y acongojado. Paseando en. la tarde de un día de fiesta por el parque de Pavlovsky, la joven conoció a Gusev. Al verla, éste se había acercado, diciéndole:

    —Veo que está usted sola y triste, yo también estoy solo y no muy contento que digamos. ¿Me permite usted que le hable?

    Masha había observado a Gusev con mucha atención. Al ver su rostro franco y jovial y después de convencerse de que no se trataba de un ebrio, le contestó, no sin cierta natural timidez:

    —No tengo inconveniente, joven.

    Pasearon por el parque hasta el anochecer. Gusev le hizo la referencia de sus hazañas en la guerra y en la revolución. Los relatos entusiasmaron a Masha vivamente. Luego el joven la había acompañado hasta su casa, y desde el día siguiente, comenzó a visitarla.

    Después de algunos días, no muchos por cierto, realizaron un apasionado y vehemente himeneo, y desde entonces Masha amó a Gusev hasta el delirio. Ese fue precisamente el punto inicial de sus torturas morales.

    El agua hirvió por décima o undécima vez. Masha retiró la tetera del calentador y volvió a sentarse. Desde hacía unos minutos, la joven creía percibir un leve rumor en la sala contigua, rumor que no había conseguido distraerla de sus torturantes pensamientos. Sin embargo hubo de prestar atención a aquel rumor que ya era un ruido de pasos. Masha abrió la puerta y se asomó. Una de las rotas ventanas de la sala, dejaba penetrar la luz del farol de la calle, el que alumbraba débilmente con reflejos amarillentos, algunas columnas. Masha distinguió, gracias a la menguada claridad que allí había, a un anciano sin sombrero, vestido con un largo gabán, que la miraba fijamente.

    —¿A quién busca usted? —pudo apenas articular la joven, despavorida y con la voz que se le ahogaba.

    El anciano la amenazó levantando el puño. Masha cerró la puerta con un violento golpe. Su corazón estaba a punto de estallar.

    Con el oído alerta, a pesar de una gran tensión nerviosa que la dominaba, Masha percibió en seguida esos mismos pasos que esta vez se alejaban de la sala y descendían la escalera que conducía a la calle.

    Al cabo de un momento, en la otra parte de la casa, resonaron pasos fuertes que Masha conocía. Gusev penetró en su habitación sumamente alegre.

    —Alcánzame bastante agua para lavarme —dijo a Masha, mientras desabrochaba su camisa—. Parto mañana, querida... ¿Está el té listo? ¡Mejor que mejor...!

    Terminó de higienizarse, y mientras se secaba, observando a Masha con el rabillo del ojo, le dijo:

    —¡No te pongas triste, mujer!, ¡ya volveré a tu lado! Durante siete años he resistido sin proponerme nada, una verdadera lluvia de balas y un sin fin de bayonetas bien afiladas. Tengo la prueba irrefutable de que la hora de mi muerte no sonará todavía, que está muy lejana. Además, si se debe morir, es estúpido pretender escaparle al destino...

    Gusev sentóse a la mesa, peló una papa hervida, la espolvoreó con sal, y comiéndola, prosiguió su charla:

    —Prepárame dos mudas de ropa para mañana y no te olvides de poner un trozo de jabón... ¿Pero, qué te sucede? ¿Has llorado otra vez?
    —He pasado un gran susto —contestó Masha, bajando la vista—. Allí en la sala había un viejo que al verme me amenazó... Alesha: ¡No te vayas!
    —¿Qué no me vaya? ¿Por qué? ¿Por temor a que ese viejo te haga daño?
    —Presiento que nos va a suceder una gran desgracia...
    —Si no debiera irme mañana le hubiera dado una severa lección a ese viejo... Oye Masha: Debe ser alguno de los ex-habitantes de esta casa, que se ha propuesto intimidarnos para que nos vayamos.
    —¿Volverás a mi lado, Alesha?
    —Si te he dicho que he de volver es porque así lo haré. ¡Me fastidias Masha con tus cosas!
    —¿Te vas muy lejos?

    Gusev se puso a silbar, luego, indicando el fresco del cielo raso, contestó sonriendo, mientras se servía otra taza de té: nubes.

    —Volaré lo mismo que esa mujer, mucho más allá de las estrellas.

    Masha contenía a duras penas sus lágrimas. Gusev se acostó. Masha comenzó a despejar la mesa de todo lo que la ocupaba, esforzándose por conservar el mayor silencio a fin de no molestar el descanso de su esposo. Luego zurció las medias de su marido, y cuando al fin pudo desvestirse y acercarse a la cama, Gusev dormía profundamente con las manos cruzadas sobre el pecho. Masha acostóse a su lado y se quedó contemplando a su compañero. Abundantes y silenciosas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. La idea de la separación, el pensar que lo más querido para ella, el objeto de su vida, se alejaba de su lado y quizás para siempre, le producía en su corazón terribles opresiones que la hacían desfallecer.

    —Pero, ¿qué busca? —pensaba, sin poder explicarse nada—. ¿Qué busca...? ¡No busques Alesha, no vas a encontrar nada mejor que mi amor!

    Al despuntar el alba. Masha se levantó, cepilló el traje de su marido y le preparó la ropa limpia. Gusev se despertó, y cuando el desayuno estuvo a punto, y luego de tomarlo, conversó algunos minutos con su mujer en el tono más cariñoso y tierno. La dejó luego un gran paquete con papel moneda y se colocó la mochila en la espalda. Antes de salir, en el umbral de la puerta bendijo a Masha, persignándola, y luego se alejó precipitadamente sin decirle a dónde iba.


    VI - La partida


    A las cinco de la tarde, del mismo día, el terreno baldío situado junto al taller de Loss, comenzó a llenarse de curiosos y paseantes que afluían de la Avenida Costanera y de las calles y callejuelas contiguas formando grupos compactos.

    Algunos conversaban, otros se acostaban en la hierba reseca contemplando el sol poniente, cuyos amplios haces de luz se filtraban con fuerza a través de las hinchadas nubes que cubrían parte del cielo.

    Los soldados montaban la guardia en la entrada del galpón haciendo guardar a los curiosos prudente distancia. Un heladero ofrecía a gritos sus refrescantes sorbetes. Entre la muchedumbre iban y venían muchachos pálidos, muy ojerosos a causa de la mala vida que llevaban, vendiendo cigarros y cigarrillos. Un viejo muy cargado de hombros, agobiado por la tuberculosis, subastaba un par de pantalones. Era un día templado del mes de Agosto. Sobre el lago, una bandada de grullas volaba ejecutando maniobras interesantes con excelente orden. Los que iban llegando a donde se hallaba la muchedumbre preguntaban ansiosos:

    —¿Por qué hay tanta gente reunida?
    —¿Han asesinado a alguien?
    —Están por emprender un vuelo a Marte...

    Y se podían escuchar frases como estas:

    —¡Sí, es natural! ¡No faltaba más que eso!
    —¡Qué disparates dice usted, mi amigo? ¿Quién es el poseído que va a volar?
    —Han sacado de la prisión dos presos, los van a encerrar en una caja de zinc y los enviarán a Marte a guisa de ensayo.
    —¡Con que frescura miente usted!
    —¿Qué yo miento?
    —Es evidente.
    —Pues verá usted: luego repartirán percal de las tiendas del gobierno.
    —¿Percal? ¿Y en qué cantidad?
    —Ocho verschok, cinco centímetros por cabeza.
    —¡Qué bribones! ¿Para qué diablos quiero yo ocho verschok? Mi única camisa se ha podrido y hace tres meses que ando desnudo.
    —¡Es una injusticia!, ¡una injusticia!
    —¡Pero, qué estúpida es la gente, Dios mío!
    —¿De qué deduce usted que la gente es estúpida?
    —Pues lo veo bien claro...
    —Merecería usted que lo encarcelaran por hablar así...
    —Basta, compañeros, se está por efectuar un acontecimiento de gran valor histórico y ustedes se ocupan de bagatelas como si fueran unos niños sin sesos.
    —¿Con qué objeto los envían a Marte?
    —Hace un momento un compañero me refirió que habían cargado en el aparato veinticinco puds, o sea cien kilos, de boletines políticos y dos puds de cocaína...
    —En lo que se refiere a la cocaína es una solemne mentira.
    —Lo cierto es que se trata de una expedición.
    —¿Y qué es lo que van a buscar?
    —¡Oro!
    —Sí, señor, esa es la pura verdad. Van a buscar oro para aumentar el fondo del tesoro nacional.
    —¿Piensan traer mucho?
    —Como no: ¡una enormidad!, pero, permítame, desde esta mañana la libra esterlina ha bajado mucho.bajado mucho.
    —¿Qué me dice?
    —Se lo juro. En aquella casa de la esquina un hombre las da por una insignificancia.
    —Lo que en verdad vende ese hombre, es ropa vieja. Tiene tres vagones de ella.
    —¿Tenemos mucho que esperar todavía ciudadano?
    —Hasta la puesta del sol.

    El crepúsculo cerníase majestuosamente sobre la tarde tranquila. Los numerosísimos grupos de personas que formaban esa multitud dicharachera, continuaban conversando y discutiendo, pero nadie se retiraba, pues el acontecimiento a realizarse interesaba por igual a todos.

    Se encendieron los faroles en la costa de Zdanovka. El ocaso abarcó con su luz rojiza todo el horizonte.

    El automóvil del comisario de Petrogrado llegó abriéndose paso lentamente entre la multitud. Las ventanas del galpón se iluminaron, la muchedumbre avanzó silenciosa, acercándose al galpón, en cuya parte central, sobre una plataforma que sobresalía, se encontraba el aparato que tan inaudito vuelo iba a realizar. Por una de sus redondas puertas, abierta, se divisaba su interior profusamente iluminado y forrado con cuero amarillo, cosido en rombos.

    Loss y Gusev estaban vestidos con trajes adecuados para una expedición de tal naturaleza. Los miembros del Gobierno y de la Universidad, los ingenieros y los periodistas rodeaban el aparato. Los discursos de despedida acababan de ser pronunciados y ya se habían tomado todas las fotografías posibles del aparato y de los aviadores. Loss agradecía las atenciones que le dispensaban. En su rostro se destacaban sus brillantes ojos húmedos. Abrazó fuertemente a Jojlov y a Kusmin. Consultó su reloj, diciendo:

    —¡Ya es hora!

    Entre los presentes el silencio se hizo solemne. Kusmin se persignó, Gusev enarcó bruscamente las cejas y se introdujo decididamente en el aparato por la puerta redonda, sentándose luego sobre un cojín de cuero. Compuso las partes de su traje y dijo hurañamente a Jojlov:

    —No olvides ir a saludar de mi parte a mi mujer.

    Loss miraba distraídamente a su alrededor. De pronto dijo dirigiéndose a Skils, visiblemente impresionado:

    —Creo que lograré bajar sano y salvo en Marte. Desde allí probaré telegrafiar a la Tierra. Puedo asegurarle que dentro de pocos años centenares de navíos aéreos surcarán el espacio. El espíritu inquieto e investigador del hombre le impulsa eternamente hacia el logro de sus deseos. A mí también me impulsa la inquietud y tal vez la desesperación. Puedo asegurarle a usted que en este momento de la conquista es cuando con más fuerza siento mi insignificancia. Parece que es un crimen querer volar primero, pero tengo que penetrar el misterio universal. ¿Qué es lo que encontraré allá? El horror de mí mismo. Mi razón arde como una débil y vacilante lucecilla sobre un fantástico precipicio negro en cuyo fondo yace el cadáver del amor. La Tierra es pasto del odio y del crimen. No está lejano el día en que hasta la razón que constituye la única atadura que sujeta al monstruo que el hombre posee, sucumba.

    Interrumpió Loss su espontánea confesión observando con expresión extraña a los que miraban llenos de asombro y atemorizados.

    —Nada de esto debía haber dicho —prosiguió Loss, calándose el gorro hasta los ojos—, pero, de todos modos, dentro de un minuto estaré lejos de la Tierra... No me guarden rencor por mis últimas palabras. Ruégoles se alejen lo más posible del aparato.

    Loss entró al aparato por la misma puerta que Gusev, la que se cerró inmediatamente. Los que se habían acercado a Loss para despedirse, hablaban entre si intercambiando sus emociones, mientras corrían hacia la muchedumbre que, cual una gran mancha oscura, parecía temblar levemente en el extenso campo baldío.

    Una voz dijo fuertemente:

    —¡Aléjense! ¡Cuidado! ¡Acuéstense!

    Millares de ojos absortos contemplaban las iluminadas ventanas del galpón. El silencio se hizo absoluto en todas partes. Pasaron algunos minutos que hacían zozobrar a esos millares de almas que ya sufrían una tensión angustiosa. Un gran número de personas se acostó sobre la hierba. A lo lejos se sintió el fuerte relinchar del caballo del guardián del Parque. Una voz ronca, pidió:

    —¡¡Silencio!!

    En el galpón se produjo un estallido como si un gran árbol hubiera caído partido por un violento golpe. A ese primer estallido sucedieron otros que crecieron en frecuencia y potencia. Del techo del galpón salió una nube de polvo y de humo y surgió la proa del aparato. Las explosiones se hicieron más fuertes, y por fin la aeronave, cual una gigantesca ave negra, se elevó sobre el techo, deteniéndose de pronto, quedando como suspendida en el aire.

    Las explosionas se convirtieron en un crepitar espantoso y un huevo metálico del tamaño de unos diez metros subió oblicuamente, asemejándose entonces a un gigantesco cohete que corría por encima de la muchedumbre con vertiginosa rapidez hacia el oeste. Luego desapareció tras las nubes dejando en el espacio oscuro, ígnea estela que parecía seguirle en su loca carrera. La muchedumbre, que había permanecido en suspenso, creyó soñar en aquel momento, prorrumpiendo en un formidable grito que expresaba su entusiasmo y el desahogo de su corazón tiranizado por una emoción intensa y corrió, movida por único impulso, hacia el galpón, arrojando sus gorras al aire, expresando así su entusiasta solidaridad.


    VII - En el espacio oscuro


    Una vez atornillada la puerta redonda de la entrada, Loss sentóse frente a Gusev. clavando en sus ojos aguda mirada de ave enjaulada.

    —¿Empezamos el vuelo Alexis Ivanovich? —preguntó a Gusev.
    —Cuando usted quiera.

    Loss dio media vuelta a la palanca del reóstato. Se produjo un golpe sordo, aquel mismo primer ruido que había estremecido a los miles de circunstantes que habían presenciado la partida. El ingeniero maniobró con el segundo reóstato. El ruido que se produjo en la parte inferior del aparato y la sacudida que experimentó, se sucedieron tan violentamente, que Gusev se aferró a su asiento abriendo desmesuradamente los ojos. Ambos reóstatos funcionaban a un tiempo. El aparato tomó nuevo impulso, los golpes cedieron en violencia, las sacudidas disminuyeron.

    —¡Subimos! —exclamó Loss.

    Gusev enjugó el sudor que empapaba su rostro; hacía calor. El velocímetro marcaba cincuenta metros por segundo y la aguja seguía avanzando. El aparato corría en sentido inverso al movimiento del globo terrestre, es decir, de este a oeste. La fuerza centrífuga lo empujaba hacia el este. Según los cálculos de Loss, al llegar la aeronave a los 100 kilómetros de altura, debía enderezarse y continuar su vuelo por la diagonal, verticalmente con respecto a la superficie de la Tierra.

    El motor trabajaba bien. Loss y Gusev desabrocháronse las pellizas, echando sobre sus espaldas los gorros de piel. Un sudor frío mojaba todas las partes de sus rostros. Apagaron la luz eléctrica y entonces una luz muy débil penetró por los que venían a ser los ojos del aparato. Dominando en parte la debilidad y el vértigo que sentía, Loss consiguió arrodillarse, con el propósito de mirar por el ojo de su aparato la Tierra, que parecía alejarse velozmente.

    Loss vio allá abajo como una enorme copa cóncava de un color celeste.

    No muy separadas se distinguían grandes nubes blancas con la apariencia de islas: era el Océano Atlántico.

    La copa disminuía el tamaño y bajaba paulatinamente. Su costado derecho brillaba como un gran espejo de plata. La parte opuesta estaba envuelta en sombras. Por último la copa se convirtió en un globo que parecía precipitarse en un abismo.

    Gusev observaba lo mismo por el otro «ojo», y exclamó:

    —¡Adiós madrecita Tierra! ¡Bastante he vivido y sufrido en tí!

    Inmediatamente se puso en pie, pero se tambaleó cayendo en seguida sobre el almohadón.

    —Mstislav Sergievich: ¡Me muero! —pronunció con voz temblorosa, rompiendo de un tirón el cuello de su camisa—. Se me acaban las fuerzas...

    Loss sentía que su corazón latía cada vez más rápidamente. Ya no parecía latir, sino estremecerse horriblemente, produciéndole una sensación muy penosa. La sangre le martilleaba fuertemente las sienes. Se extinguía el brillo de sus ojos. Haciendo desesperados esfuerzos se arrastró hasta el velocímetro. La aguja subía y subía siempre, marcando una velocidad inaudita.

    La capa de atmósfera llegaba a su fin y la atracción terrestre disminuía sensiblemente. La posición de la brújula demostraba que la Tierra se encontraba abajo, en el sentido vertical.

    El aparato, acelerando constantemente su velocidad, entraba con rapidez fantástica en el Espacio Helado.

    Loss multiplicó sus esfuerzos y rompiéndose las uñas logró desprenderse cuello de la camisa. Su corazón cesó de latir...


    Loss había previsto que la velocidad del aparato y por consiguiente todos los cuerpos que se encontraban en él, llegaría a tal extremo que sufrirían un cambio fundamental en los latidos del corazón, la circulación de la sangre, en general el ritmo vital, es decir, él equilibrio. Como precaución principal, el ingeniero había unido, por medio de hilos eléctricos, el velocímetro a une de los dos depósitos de grasas que había en el aparato y a las canillas de los tanques que en un momento dado debían dejar en libertad grandes cantidades de oxígeno y de sal de amoniaco.

    El primero en recobrar los sentidos fue Loss. Sentía vértigo y el corazón le latía con violencia, sintiendo una gran opresión en el pecho.

    Los pensamientos que acudían a su mente y que velozmente desaparecían, eran lúcidos y extraordinarios. Sus movimientos rápidos e imprecisos.

    Loss cerró las canillas superiores del tanque y consultó el velocímetro que marcaba quinientos kilómetros por segundo.

    Por los «ojos» del aparato se filtraba, deslumbrante, un rayo de sol, recto e inmóvil. Bajo ese rayo de luz yacía de bruces el soldado, lívido el rostro, con los dientes apretados y los ojos que se le escapaban de las órbitas.

    Loss le acercó a la nariz un frasco de sales. Gusev respiró fuertemente y sus párpados temblaron. El ingeniero lo tomó por debajo de los hombros, levantándolo. El cuerpo de Gusev quedó suspendido en el aire como si fuera un globo. Loss le abandonó a su propio peso y el compañero de viaje descendió lentamente hasta el piso, estiradas las piernas, levantados los brazos.

    —¡Caramba! —exclamó asombrado Gusev—. Me parece que estoy volando...

    Loss le invitó a mirar por los «ojos» situados en la parte superior del aparato asiéndose del tapizado de cuero, asemejándose, por su postura, a una enorme mosca. Aplicó un ojo al cristal y acto seguido gritó:

    —¡No se vé nada! ¡Esto está a oscuras!

    Loss colocó un cristal ahumado sobre el ocular que apuntaba hacia el sol.

    Suspendido en el vacío oscuro, con la apariencia de un enorme y velludo ovillo, se veía el Sol. De los costados del astro se destacaban, cual brillantes alas, dos nebulosas radiantes. De su masa compacta se separaba una especie de gran fuente que se abría en forma de hongo. Era la época en que las manchas solares comenzaban a disgregarse. Lejos del núcleo ígneo se desarrollaban extensas espirales de luz menos brillantes que las alas zodiacales. Alrededor del astro giraban, como si se tratara de satélites, océanos de fuego vomitados por aquel horno fantástico.

    Loss gozaba el encanto de ese espectáculo impresionante y muy contra su voluntad apartó de él sus ojos, tapando el ocular; bien pronto todo se cubrió de tinieblas. El ingeniero se acercó al «ojo» opuesto: allí reinaba plena oscuridad. Hizo girar el ocular y su vista fue herida por un rayo de luz verde de una estrella. De pronto se filtró por el «ojo» un intenso rayo celeste: era de Sirio, el diamante del espacio, la primera estrella del cielo boreal.

    Loss se deslizó hasta el tercer «ojo». Movió el ocular y miró. No quiso creer en lo que veía y frotó con su pañuelo volviendo a mirar. El corazón le dio un brinco, erizándosele los cabellos... A poca distancia, nadaban unas nebulosas.

    —¡Algo flota junto a nosotros! —resonó la voz de Gusev ahogada por la inquietud que lo poseía.

    A medida que se acercaban a las nebulosas, éstas se veían con más claridad, pareciendo extensas líneas de plata. En seguida se perfiló una cadena de montañas rocosas. No había duda que el aparato se acercaba a un cuerpo celeste. Bien pronto la aeronave fue atraída por ese cuerpo y comenzó a girar en su derredor, ejecutando la función mecánica de un satélite.

    Loss, con las manos temblorosas, buscó a tientas las palancas de los reóstatos y les dio vuelta, a riesgo de provocar una explosión que acabaría con el aparato. En el compartimiento de las máquinas se produjo un ruido formidable haciendo estremecer violentamente la máquina.compartimiento de las máquinas se produjo un ruido formidable haciendo estremecer violentamente la máquina.

    Las nebulosas, con sus bordes refulgentes, comenzaron a bajar rápidamente. Una superficie intensamente alumbrada, que aumentaba segundo por segundo de tamaño, se le acercaba ahora, distinguiéndose muy bien las alargadas sombras de unas rocas que cruzaban una planicie helada y desierta. Se acercaban a un enjambre de peñascos alumbrados de un lado por el sol.

    Loss, que no había perdido la serenidad, pensó rápidamente, sin Inmutarse:

    —La muerte se nos viene encima. No hay tiempo para hacer que el aparato presente su cuello con el paragolpes al cuerpo que atrae...

    Su mente estaba tranquila. Pudo notar las ruinas de una ciudad al borde de unos enormes peñascos. Luego el aparato se deslizó por encima de los picos helados. Del otro lado de las montañas se veía un precipicio. Se podía distinguir en las rocas un veteado brillante; eran capas superpuestas de minerales. Luego atrás, muy lejos, quedaron los escombros dispersos de un planeta ignorado que recorría su trayectoria trágica en la eternidad de los tiempos.

    La voz de Gusev se hizo oír:

    —¡Veo una luna!

    Separóse de la pared y quedó suspendido en el aire por segunda vez. Jurando a media voz, masticando sus exclamaciones corrientes, mientras trataba de alcanzar, nadando, la pared opuesta.

    Loss abandonó su observatorio, quedando en la misma situación de su compañero. Se apoyó en el tubo del «mirador» y pudo contemplar extasiado, el plateado disco de Marte que, deslumbrante, se descubría con hermosos y serenos reflejos.


    VIII - El descenso


    El disco plateado, velado en parte por las nubes, se hacía cada vez más voluminoso. La mancha que comprendía los hielos del Polo Sur, de una blancura deslumbrante, impedía la visión. Por debajo del Polo se extendía como una gran curva una nebulosidad que en la parte Este llegaba hasta el Ecuador, y junto al meridiano, del centro, descendía, abarcando la superficie mis clara y luego doblando formaba en el Oeste un segundo cabo.

    A lo largo del Ecuador se distinguían con toda claridad cinco puntos oscuros y unas manchas circulares unidas entre sí por líneas rectas que formaban dos triángulos equiláteros y uno obtuso. La base del triángulo del Este era abarcada por un semicírculo. Desde el centro del último triángulo hasta el punto final situado en el Oeste corría otro arco de círculo. En la parte occidental de aquel grupo ecuatorial se encontraban, varios otros puntos, líneas rectas y semicírculos. Envuelto en la penumbra se hallaba el Polo Norte.

    Con mirada ávida, Loss recorría aquella red de líneas.

    —¡He ahí los famosos canales de Marte que tienen trastornados a los estudiosos de la Tierra con sus incomprensibles cambios y con su exactitud geométrica! —exclamó Loss, que ya había descubierto otra red de líneas no tan perceptibles.

    Tomó su libreta y se dispuso a sacar un croquis de los canales. De pronto el disco de Marte tembló, nadando en el ocular del mirador. Corrió Loss hacia los reóstatos mientras decía a Gusev:

    —¡Alexis Ivanovich, estamos dentro del radio de atracción de Marte y ya caemos!

    La aeronave dio vuelta dirigiendo la extremidad de su cuello hacia el planeta.

    Loss redujo la marcha del motor. El cambio de velocidad le produjo un gran alivio, pero reinaba un silencio tan intenso, que Gusev, no pudiendo resistirlo, hundió el rostro en sus manos tapándose los oídos.

    Loss, acostado en el suelo, contemplaba el disco argentado que crecía paulatinamente, poniendo cada vez más en evidencia sus relieves. Marte parecía volar hacía ellos desde el fondo del espacio oscuro.

    Loss reconectó los reóstatos. El aparato, resistiendo a la atracción que sufría, se conmovió fuertemente. La velocidad de la caída disminuyó. Marte ocultaba ya todo el cielo y se presentaba más opaco. Sus orillas se curvaban, tomando las líneas de una copa. Los últimos instantes de la vertiginosa caída se hicieron horribles. Los cristales de los miradores se empañaron, atravesaban las nubes sobre una sombría llanura y bajaban, despaciosamente, en medio de aullidos y estremecimientos que se producían al vencer el aparato la resistencia del aire.

    Loss, emocionado en sumo grado, paró el motor. El huevo metálico sufrió una conmoción formidable que hizo caer a Loss violentamente. Habían hecho tierra, pesadamente, con el aparato de costado. Los intrépidos aviadores estaban mareados. Sus rodillas y sus manos eran presas de un fuerte temblor, mientras sus corazones latían con violencia. Sin cambiar palabra, se pusieron a arreglar los enseres que con el golpazo habían cambiado de lugar en el mayor desorden. Por uno de los miradores sacaron al exterior una rata que habían traído de la Tierra. El roedor, semimuerto, recobró poco a poco su normalidad. Levantó el hocico, husmeando el aire, movió sus bigotes ligeramente y se lavó. Esto les demostraba que allí se podía vivir y de inmediato destornillaron la puerta de entrada. Loss pronunció con voz ronca:

    —Alexis Ivanovich. Reciba usted mis calurosas felicitación por nuestra llegada... ¡Salgamos!

    Sacáronse las botas de abrigo y las pellizas. Gusev colocó en su cinturón un revólver:

    —¡Por las dudas! —dijo—, y, sonriendo, abrió la puerta.


    IX - Marte


    Al salir del aparato Loss y Gusev, se encontraron bajo un cielo de un azul muy intenso semejante al océano durante una tempestad. Allá, muy arriba, fulguraba el sol.

    —¡Qué aspecto alegre tiene el sol de por acá! —pronunció Gusev.

    En la altura azulada el brillo era tan intenso que Gusev hubo de estornudar a causa de la picazón considerable que el resplandor ocasionó en su nariz. Sentía opresión en el pecho y la sangre golpeaba su sien, pero respiraba con facilidad el aire seco y muy sutil del planeta. El aparato yacía en la llanura de color anaranjado. El horizonte parecía estar cerca. En el suelo, muy seco, había en abundancia enormes cactus, cuyas sombras eran de color violeta. Soplaba una brisa agradable. Loss y Gusev miraron por los cuatro puntos cardinales con mucha atención y luego se echaron a andar por la llanura. La marcha les pareció sumamente liviana, no obstante hundirse sus pies hasta los tobillos en el suelo arenoso. Al pasar frente a un alto y corpulento cactus. Loss tendió una mano hacia él. Apenas rozó con su mano la planta, las ramas se estremecieron como si hubieran recibido un fuerte soplo de aire y se inclinaron hacia la mano del hombre.

    Gusev dio un puntapié en la parte baja del tronco y en seguida cayó el cactus al suelo, hundiendo sus raíces en la arena. Los aviadores caminaron por espacio de media hora.

    Ante su vista se extendía continuamente la misma llanura anaranjada sembrada de cactus. Al doblar hacia el sur, el sol les alumbró de un lado. Loss observó con más atención lo que le rodeaba.

    Detúvose de pronto, inclinándose y exclamó, profundamente asombrado:

    —¿Alexis Ivanovich, ha notado usted que el suelo está labrado?
    —¿Será posible? —preguntó a su vez Gusev, no menos asombrado.

    Efectivamente. Distinguíanse perfectamente anchos surcos bien arados y las líneas de cactus bien trazabas.

    Más adelante Gusev tropezó con una piedra que tenía atornillado un gran anillo de bronce con un trozo de cuerda atada a manera de tira.

    —¿Alexis Ivanovich, comprende usted dónde estamos? —dijo Loss:
    —Veo que nos encontramos en medio de un campo.
    —¿Y para qué servirá este anillo?
    —¡Los diablos de por aquí sabrán para qué lo han puesto!
    —¿Vé usted estos mariscos? ¿No le dicen que nos encontramos en el fondo de un canal?

    Gusev escuchaba, perplejo, las deducciones de Loss.

    Los dos compañeros se dirigieron hacia el oeste caminando a través de los surcos. A cierta altura, por encima de la pradera, divisaron un enorme ave que volaba con el cuerpo caído como lo llevan las avispas, agitando con movimientos convulsivos sus alas. Gusev, deteniendo su marcha, llevó su mano al revólver, pero el pájaro desapareció tras un pronunciado relieve del terreno. Los cactus se desarrollaban en la extensa pradera en progresión creciente de altura y de espesor. El paso por los espacios que dejaban libres había que realzarlo con cuidado, pues era un verdadero matorral de agresivas espinas.

    Al pie de las plantas surgían unos animales semejantes a lagartos, de color anaranjado vivo y con un espinazo erizado. Luego de haber tropezado con varios de esos ejemplares de la fauna de Marte, los aviadores caminaron con todo género de precauciones.

    Llegados que fueron a una orilla abrupta de tono blanquecino que formaba el deslinde del campo de cactus, pudieron observar que comenzaba un declive del terreno cuyo aspecto denotaba una antigüedad de siglos. En las hendiduras de las piedras habían crecido matas fibrosas de musgo.

    Sobre una de las piedras vieron un anillo semejante al que habían encontrado en la llanura. Un grupo de lagartos hacían los honores al sol bañándose, complacidos, en sus ondas de color y de luz.llanura. Un grupo de lagartos hacían los honores al sol bañándose, complacidos, en sus ondas de color y de luz.

    Loss y Gusev subieron la cuesta, divisando luego otra llanura de superficie anaranjada, aunque de tono más apagado, poblada en parte por unos grupos aislados de árboles de poca talla que hacían recordar los pinos montaraces. Diseminadas aquí y allá, algunas ruinas y piedras blancas en considerables montones.

    Sobre la parte Norte se dibujaba una cadena de montañas violáceas cuyos picos nevados, de alturas desiguales, refulgían dándoles la impresión de otras tantas llamas cuyas lenguas puntiagudas e inmóviles apuntaran al espacio.

    —Tengo hambre y me siento un poco cansado —dijo Gusev—. ¿Nos volvemos?

    Contemplaron largamente la vasta llanura de aspecto triste y bajaron, echándose a andar luego por la pradera, buscando el aparato, tarea esta un poco engorrosa, por la espesura del matorral de cactus. De pronto Gusev se detuvo, exclamando:

    —¡Allí está! —Y esgrimiendo su revólver, gritó—: ¡Eh! ¿Quién está junto al aparato? ¡Que el diablo cargue contigo! ¡Me sospecho que voy a dispararle un tiro!
    —¿A quién se dirige usted, Alexis Ivanovich? —preguntó Loss sorprendido.
    —¿No vé usted el aparato?
    —Sí, lo veo.
    —¿Y ese que está sentado allí a la derecha? —Loss pudo ver al que aludía Gusev, y los dos echaron a correr hacia el sitio, enredándose los pies en las raíces que se entrelazaban, formando lazos. El que se encontraba sentado al lado del huevo metálico ejecutó en seguida una serie de saltos entre los cactus, luego, de un brinco, tomó altura y desdoblando unas alas muy largas se elevó ruidosamente. Describió un semicírculo y comenzó a volar por encima de los dos hombres. Se trataba del mismo ser que ellos habían tomado por una ave momentos antes.

    Gusev Intentó hacer fuego para matar al que le parecía una bestia alada; pero Loss, con un ademán rapidísimo, le arrancó el revólver de la mano, exclamando:

    —¿Se ha vuelto loco, Alexis Ivanovich? ¿No vé usted que es un hombre?

    Gusev, boquiabierto, contemplaba a aquel maravilloso ser que tan hermosos círculos dibujaba con su vuelo fácil en el espacio azul. Loss sacó un pañuelo, y agitándolo en alto hizo señas al «ave»:

    —¡Ande con cuidado, Mstislav Sergievich! ¿Quién le dice a usted que no nos va a pegar unos tiros desde allá arriba?
    —¡Deje su revólver en paz Alexis Ivanovich!

    La gigantesca ave descendía. Se podía distinguir perfectamente a un hombre sentado sobre un aparato para volar. Desde los pies hasta la cintura, su cuerpo estaba fuera del pequeño aeroplano suspendido en el vacío. A la altura de los hombros estaba dispuesto un par de alas encorvadas y movibles. Debajo y delante de las alas giraban dos hélices. La parte trasera del aparato llevaba una cola compuesta de timones dispuestos como los dientes de un tenedor. El aparato era todo articulado y flexible como el cuerpo de un ser animado. El aviador llegó casi hasta el suelo volando inclinado sobre un costado, rozando casi la superficie con una de sus alas. Por fin asomó la cabeza del marciano, calada con una gorra de forma ovoide, provista de larga visera. Sus ojos estaban protegidos por unos lentes y su rostro era de color ladrillo, enjuto, sumamente arrugado, con una nariz puntiaguda.

    El marciano, algo encolerizado, gritaba abriendo exageradamente la boca. Batiendo velozmente sus alas bajó a tierra, corrió un corto trecho y saltó fuera de la silla de montar, más o menos a unos treinta pasos de los hombres. Su estatura era mediana, vestía una holgada blusa oscura y llevaba sus piernas flacas cubiertas hasta más arriba de las rodillas con polainas de lana. Con nerviosos ademanes, que demostraba su descontento, hacía referencia a los cactus caídos.

    No bien Loss y Gusev caminaron hacia él, montó con rapidez en el aparato elevándose velozmente mientras los amenazaba con un largo dedo. Volvió a bajar a corta distancia de allí y prosiguió con sus gritos chillones, refiriéndose siempre a las plantas rotas.velozmente mientras los amenazaba con un largo dedo. Volvió a bajar a corta distancia de allí y prosiguió con sus gritos chillones, refiriéndose siempre a las plantas rotas.

    —¡Qué raro tipo! —exclamó Gusev, alegremente—. ¡Se ha disgustado el hombre! Y dirigiéndose en voz alta al marciano, pronunció:
    —¡Deja de aullar por tus malditos cactus del demonio! ¡Qué Satanás cargue contigo, pájaro de mal ajuero!
    —Alexis Ivanovich —intervino Loss— ¡deje usted también sus juramentos! No cae en la cuenta de que ese hombre no entiende una gota de ruso. Siéntese y quédese tranquilo que, de otro modo, este marciano no se nos acerca más.

    Loss y Gusev sentáronse en el suelo ardiente. El ingeniero ensayó unos ademanes que expresaban la sed y el hambre que sentían. Gusev encendió un cigarrillo y escupió fuertemente. El habitante de Marte los contempló un rato y dejó de gritar, pero sin dejar de amenazarlos con su largo dedo que parecía un lápiz, y por último desató una bolsa que llevaba sujeta en su aparato, arrojándola a los pies de los terrestres. Inmediatamente volvió a su aparato describiendo extensos círculos, tomando una altura considerable en pocos minutos y enfilando luego hacia el Norte donde pronto se perdió de vista.

    En la bolsa encontraron dos latas de conserva y un frasco protegido por una especie de cesta, que contenía un líquido. Gusev abrió las latas con su navaja. La una contenía una jalea de un olor muy fuerte, la otra trozos de gelatina.

    —¡Qué porquerías comen estos tunantes! —pronunció Gusev, oliendo el contenido de las latas. Sacó de la aeronave una cesta con víveres, juntó hojas de cactus secas e hizo fuego. De la hoguera se desprendió un humo amarillento y los aviadores calentaron una lata de conservas de carne, extendiendo sobre el suelo un gran pañuelo limpio que hizo las veces de mantel, y comieron con avidez, cayendo en la cuenta de que tenían un hambre feroz.

    El sol estaba en el cenit. El viento había calmado y hacía calor.

    Una lagartija se acercó a los comensales. Gusev le arrojó un pedazo de pan tostado, pero el animal, levantando su cabecita triangular y carnuda, permaneció inmóvil, indiferente al obsequio.

    Loss, encendiendo un cigarrillo, se recostó para estar más cómodo.

    —Alexis Ivanovich —habló Loss—. ¿Sabe usted cuánto tiempo hace que no comemos?
    —Desde anoche, Mstislav Sergievich, —contestó el soldado—. Antes de partir me comí un montón de patatas hervidas.
    —¿Y si yo le afirmara que no hemos comido durante veintitrés o veinticuatro días?
    —¿Cuántos? —exclamó asombradísimo Gusev.
    —Escuche usted: en Petrogrado estaban ayer en el 18 de agosto, y hoy, en la misma ciudad, es once de septiembre. ¿Le parece esto un milagro?
    —Aunque me cortaran la cabeza, no comprendería lo que usted dice Mstislav Sergievich.
    —Ni yo mismo lo comprendo exactamente —replicó Loss, prosiguiendo en seguida—. Hemos emprendido el vuelo a las 19 horas, ahora son las 14 horas. Según mi reloj, hace diecinueve horas que hemos abandonado la Tierra. Pero, según el reloj de mi taller de Petrogrado, ha transcurrido cerca de un mes. Habrá notado usted, sin duda, que yendo en un tren, durmiendo, al despertarse, si el convoy detiene su marcha, se sienten náuseas. Esto es debido que en todo su cuerpo se efectúa al mismo tiempo la disminución de velocidad; mientras se encuentra usted acostado en un vehículo en movimiento, su corazón late con más rapidez y su reloj marca con más celeridad que cuando se encuentra usted acostado en un vehículo inmóvil. La diferencia entre estas dos situaciones no es mucha, debido a que las velocidades de referencia no son extraordinarias. El caso que se ha presentado en nuestro vuelo es bien distinto. Es necesario considerar que la mitad del trayecto se ha hecho con una velocidad próxima a la de la luz, de ahí la gran diferencia que hemos comprobado. El latido del corazón, la marcha del reloj, el movimiento de las partículas que forman las células de nuestros cuerpos no han sufrido una variación que desequilibrara su relación mientras nos encontrábamos en el espacio planetario, porque constituíamos una parte de nuestro aparato y todo el movimiento se regía por su movimiento. Si la velocidad del aparato superaba en quinientas mil veces la velocidad normal de un cuerpo en la Tierra, las palpitaciones de mi corazón, pongamos una palpitación por segundo, ateniéndose al reloj del aparato, aumentaron 500.000 veces. Es decir, que mi corazón realizaba 500.000 palpitaciones por segundo...partículas que forman las células de nuestros cuerpos no han sufrido una variación que desequilibrara su relación mientras nos encontrábamos en el espacio planetario, porque constituíamos una parte de nuestro aparato y todo el movimiento se regía por su movimiento. Si la velocidad del aparato superaba en quinientas mil veces la velocidad normal de un cuerpo en la Tierra, las palpitaciones de mi corazón, pongamos una palpitación por segundo, ateniéndose al reloj del aparato, aumentaron 500.000 veces. Es decir, que mi corazón realizaba 500.000 palpitaciones por segundo...

    »Según los latidos de mi corazón, según el movimiento de la aguja del cronómetro que llevo en el bolsillo, según, por último, la impresión de todos nuestros sentidos, hemos hecho el viaje en 10 horas y 40 minutos, y, efectivamente, éste es el tiempo transcurrido, pero según los latidos del corazón de un habitante de Petrogrado, según el movimiento de la aguja del reloj de oro de Petropavlovsky, desde nuestra partida han pasado menos de tres semanas. De aquí a varios años, se podrá construir un aparato, proveerlo de oxígeno, ultradilitio y víveres para seis meses y decir a cualquier persona: ¿No le place a usted el caos actual? Está usted aburrido de revoluciones, guerras, etc.? ¿Quiere usted que cien años se pasen en un soplo? Pues tenga usted paciencia durante seis meses. Quédese encerrado en este cajón y ya verá como salta por encima del tiempo y vuelva a la Tierra para hallarse en pleno siglo de oro. En las escuelas enseñarán que hace cien años toda Europa estaba en estado de guerra; que las capitales mundiales perecieron víctimas de la anarquía; que nadie creía en nada; que la Tierra llegó al colmo de la desgracia; pero que al fin en todos los países se formaron núcleos de hombres valientes y severos que se llamaban «justos» y que ellos se apoderaron del gobierno y empezaron a construir el mundo según las nuevas de la misericordia, el Derecho y la felicidad... ¡La felicidad, Alexis Ivanovich! He ahí lo más importante y que estoy seguro, algún día reinará en el mundo.

    Gusev, en el colmo del asombro, suspiró y chasqueó la lengua.

    —¿Le parece a usted que nos envenenaremos si tomamos esta bebida? —dijo.

    Luego sacó con los dientes el corcho del frasco que les dejó el marciano y probó el líquido.

    —Se puede tomar —balbuceó; escupió en seguida, y tras tomar un gran sorbo, agregó:
    —Parece vino de Madeira.

    Loss probó la bebida que era espesa y dulce y exhalaba un fuerte perfume a nuez moscada. Así desapareció la mitad del líquido, y ambos compañeros sintieron que por sus venas corrían el calor y la fuerza, sin que por ello se turbaran sus sentidos.

    Loss se puso de pie y se desperezó. Experimentaba una sensación de bienestar divino y extraño, bajo el cielo desconocido. Le parecía estar allí como si le hubiera llevado una ola del océano estrellado. Era un náufrago que había renacido a una vida nueva y maravillosa.

    Gusev llevó la canasta de los víveres al aparato; cerró y atornilló la puerta de acceso y dijo, encasquetándose la gorra hasta las orejas:

    —Qué bien se está aquí, Mstislav Sergievich. No me arrepiento de haber venido.

    Se decidieron a volver a la orilla y pasearon por la llanura hasta el anochecer. Saltando sobre las plantas sin hacer el menor esfuerzo, conversando alegremente, fueron y vinieron por las blancas piedras de esa orilla que se destacaban claramente entre el matorral.

    Loss se detuvo de pronto, lleno de asco. A tres pasos de él, detrás de las gruesas hojas, unos ojos enormes, de semientornados párpados amarillos, mirábanlo con atenta mirada llena de odio mortal.

    —¿Qué hay? —preguntó Gusev. Pero al instante advirtió la terrible mirada, y sin reflexionar le apuntó con su revólver. Subió al disparo una nube de humo y los ojos desaparecieron.
    —Allí está —exclamó Gusev—. Y giró sobre sus talones para hacer nuevamente fuego contra el animal que corría herido. Era una enorme araña con ocho patas y cuerpo velludo de color pardo, especie que existe aún en la Tierra, pero en el fondo dé los mares. El monstruo se escondió entre los matorrales y no se dejó ver más.


    X - Una casa abandonada


    Saltando siempre por encima de las plantas, Loss y Gusev se dirigieron hacia el grupo de árboles más cercano. Sin mayor esfuerzo transpusieron los angostos canales. Bajo la arena, en algunos lechos semisecos de los pequeños lagos agotados, restos de barcos náufragos aparecían aquí y allá, enmohecidos. Y diseminados en la llanura triste brillaban, sujetos a la tierra, numerosos discos brillantes. Nuestros amigos hicieron la tentativa de levantarlos, pero no lo lograron, pues las tapas estaban ajustadas por tornillos. Tales discos brillantes se extendían a lo largo de las colinas, e iban hasta las ruinas. Entre dos montículos un bosquecillo de árboles enanos mostraba sus grandes ramas pardas. Las hojas de estos árboles hacían recordar el moho. Los troncos eran fuertes y de corteza desigual. Entre los últimos árboles, en el confín del bosquecillo, había también restos de alambres de púa.

    Al penetrar en él bosque, Gusev dio un puntapié contra el suelo. Entre el polvo rodó un cráneo humano en cuyos dientes brillaba el oro. El aire era sofocante. Sudorosos, Gusev y Loss prosiguieron hasta tropezar con otro disco ajustado con tornillos al fondo de un redondo aljibe de metal. Desde allí se distinguían las ruinas de las casas: unas gruesas paredes de ladrillos que parecían haber sufrido un bombardeo, unos montones de piedras, unas largas láminas de metal retorcidas.

    —Es evidente, Mstislav Sergievich —dijo Gusev—, que estas casas han sido destruidas por una explosión. Por lo visto, acá ha habido una trifulca de todos los diablos.

    Sobre un montón de escombros apareció en ese momento una enorme araña que corrió por la arruinada pared. Gusev hizo fuego, y el monstruo dio un gran salto y cayó dando vueltas. Otra araña apareció tras unas piedras y huyó en dirección a los árboles, levantando el polvo. Quedó enredada en el alambre de púa y se estremeció, estirando las patas.

    Gusev y Loss salieron del bosquecillo, subieron una colina y se dirigieron al segundo bosque. A lo lejos se advertían varias casas de ladrillo y un edificio de piedra que superaba a los demás. Entre la colina y esa población se veían varios discos semejantes a los que nuestros amigos habían encontrado anteriormente.

    —Se trata, sin duda —dijo Loss, mostrándoselos a Gusev—, de pozos que comunican con subterráneas instalaciones eléctricas. Pero tampoco hay duda que todo esto está abandonado.

    Hablando así se acercaron a un ancho y embaldosado patio, en cuyo fondo, dando la espalda al bosque, había un edificio de extraña arquitectura sombría. La lisas paredes se angostaban hacia arriba y terminaban en una maciza cornisa de piedra color cobrizo. Ventanas profundas y angostas como hendiduras, matizaban esas paredes. El pórtico escultural de la entrada se basaba sobre dos columnas cuadradas, más angostas en su parte superior y labradas en la misma piedra cobriza. Una escalinata de peldaños excesivamente ancha conducía a la puerta, que era baja y maciza. Resecas fibras y lianas colgaban de las grietas de las paredes. Aquel edificio daba una helada sensación de sepultura.

    Gusev empujó con el hombro la puerta guarnecida de bronce Esta cedió inmediatamente y ambos amigos pasaron a un oscuro vestíbulo, y de allí a un amplio salón casi desamueblado que estaba débilmente alumbrado por una claraboya situada en lo alto de la redonda cúpula. Unos cuantos bancos caídos, una mesa cubierta con un mantel felpudo, doblado en un ángulo y en la que había una fuente con restos de comida convertidos en polvo: unos cuantos divanes bajos a lo largo de las paredes; latas de conservas y botellas rotas diseminadas por el piso y una extraña máquina junto a la puerta, he allí los muebles o restos de muebles de aquella sala polvorienta.restos de muebles de aquella sala polvorienta.

    La máquina estaba compuesta por una serie de discos, globos y una red metálica. La luz opaca que llegaba de la cúpula alumbraba los amarillentos muros de mármol adornados en la parte superior por un ancho friso de mosaico en el que se habían representado, sin duda, muy antiguos acontecimientos históricos a juzgar por los dibujos que contenía. Había cuadros en que unos gigantes de piel amarilla luchaban con otros de piel roja; el mar con una figura humana hundida hasta la cintura; la misma figura volando hasta las estrellas; rebaños atacados por fieras horribles, batallas descomunales, pastores extraños, escenas de costumbres en que descollaban las que tenían relación con la caza y la pesca, las danzas, los nacimientos y los entierros de los indígenas: he ahí lo que representaba el ancho friso que remataba las paredes de aquella sombría sala. Y encima de la puerta, como natural remate de todo aquello, aparecía la imagen de un enorme acueducto que parecía prolongarse infinitamente.

    —¡Qué maravilla! —exclamó Loss, subiéndose al diván para contemplar mejor el mosaico—. Alexis Ivanovich, ¿repara usted en ese dibujo que representa una cabeza...?

    Gusev, entretanto, había encontrado en una de las paredes una puerta apenas practicable que daba a una escalera interna. Por ésta se iba a un gran corredor inundado de luz y lleno de polvo. Torsos, cabezas, máscaras, escombros de cerámica se alineaban a lo largo de ese corredor, cuyas puertas adornadas con mármol y bronce, conducían a los aposentos interiores de la casa.

    Gusev, curioso, se introdujo en las piezas bajas y escasamente alumbradas. En una de ellas encontró una fuente agotada en cuyo fondo yacía una araña muerta. En la pared de otra habitación vio un espejo roto y un montón de trapos podridos en el suelo. Los muebles estaban volcados y de algún ropero pendían harapos. La tercera habitación que visitó le deparó una mayor sorpresa, pues en ella, sobre un enorme lecho, aparecía el esqueleto de un marciano y más allá, en un rincón, otro esqueleto caído de bruces. Advertíase por doquier los rastros de una lucha terrible.

    Entre los trapos y los escombros Gusev halló varios objetos que parecían de oro y de uso femenino: cajitas, frascos, chucherías. De las vestiduras podridas de un esqueleto el soldado extrajo dos grandes piedras pulidas, transparentes y oscuras como la noche, unidas entre sí por una cadenita de oro. Era un botín valioso.

    Mientras tanto Loss contemplaba las esculturas del corredor: Cabezas de piedra con narices puntiagudas, imágenes de monstruos diminutos, máscaras pintadas, copas rotas que recordaban, por sus formas y dibujos, las más antiguas ánforas etruscas; todo eso pasaba ante los ojos del ingeniero, pero sólo llamó poderosamente su atención una estatua que representaba una mujer de rostro irregular. Completamente desnuda y la cabellera desgranada, la expresión de esta escultura era de la máxima ferocidad. Sus senos se erguían excesivamente puntiagudos. La cabeza estaba ceñida por un aro de oro lleno de estrellas del mismo metal y que hacia la frente terminaba en una fina parábola dentro de la que se encontraban dos bolitas: una de rubí y otra de arcilla rojiza. Las facciones sensuales y autoritarias de la estatua hacían pensar en algo lejano e incomprensible.

    Al lado de aquella escultura singular se distinguía un nicho cerrado por una verja. Loss pasó los dedos a través de los barrotes, pero la reja no cedió. Entonces el ingeniero encendió un fósforo y a su mortecina luz advirtió que en el interior del nicho, sobre un cojín, ya convertido en polvo, se hallaba una careta de oro. Era la imagen de un rostro humano de anchos y prominentes carrillos, nariz puntiaguda en forma de pico y ojos entornados. Su boca se distendía en una sonrisa y sobre la frente se distinguían prominencias semejando panales de abejas.

    Loss quemó casi la mitad de sus fósforos alumbrándose para mirar a su placer esa careta singular. Poco antes de su partida de la Tierra había tenido ocasión de ver reproducciones de caretas semejantes a la que tenía delante de sus ojos. Habían sido halladas entre los escombros de las derruidas ciudades gigantescas del Níger en el África Central, donde se esperaba encontrar vestigios de una cultura desaparecida.Central, donde se esperaba encontrar vestigios de una cultura desaparecida.

    Una de las puertas laterales que daban al corredor estaba entreabierta. Loss penetró por ella y se encontró en una habitación muy amplia y alta, totalmente llena de estantes y bibliotecas que estaban cubiertas de libros, gruesos, pero de reducido tamaño. Las tapas de los volúmenes estaban repujadas y adornadas con dibujos estampados en oro y coloreados, y tenían hacia el lomo unos raros cilindros de metal desconocido. Aquí y allá se veían enormes libros encuadernados en cuero o en madera. En los estantes, en las bibliotecas y en todos los oscuros rincones, se veían bustos y efigies de sabios marcianos que parecían contemplar al intruso con sus ojos de piedra. Había además algunas sillas y cajones sostenidos por delgadas patas y que tenían en un costado una pantalla de forma circular.

    Loss miraba esos tesoros conteniendo la respiración. Parecía que de ellos se desprendía un triste vaho de destrucción, sobre todo de los libros en que se encerraba la sabiduría de los siglos que pasaron sobre Marte.

    De puntillas se acercó a un estante y empezó a hojearlos. Estaban impresos con caracteres de una forma geométrica y de color marrón sobre un papel verdoso. Uno de los volúmenes contenía dibujos de ascensores. Loss lo guardó en su bolsillo para estudiarlo más tarde. En los cilindros metálicos de los libros había pequeños rodillos amarillos, semejantes a los del fonógrafo, pero con la superficie lisa, pulida, como si fuera de vidrio. Sobre uno de los cajones que estaban provistos de pantalla había uno de esos rodillos, que al parecer se dejó allí con el propósito de hacer funcionar el aparato, pero que se abandonó al producirse el derrumbamiento de la casa.

    El ingeniero abrió luego una biblioteca y sacó de ella uno de los libros, que era grueso, aunque liviano, y que estaba encuadernado en cuero. Con sumo cuidado limpió el polvo que cubría la tapa y lo hojeó. El libro consistía en una larga tira amarillenta doblada en zig-zag. Las páginas estaban llenas de dibujos: diminutos triángulos de color cuyas hileras iban de izquierda a derecha y viceversa, formando líneas irregulares y ora descendiendo, ora entrelazándose, mostrando la variedad de sus formas y colores. Más allá, entre los triángulos, aparecían círculos de colores también cambiantes. Los triángulos formaban figuras. Y de un lado a otro esas figuras complicadas, siempre entrelazadas con círculos o triángulos, ocupaban todo el papel. Al tiempo que Loss observaba aquellos jeroglíficos su oído fue apenas rozado por una música suave, fina, imperceptible casi y llena de honda tristeza. El ingeniero cerró el libro, se cubrió los ojos con las manos y permaneció un buen rato apoyado contra el estante, emocionado y aturdido por el éxtasis jamás experimentado del «libro que cantaba.»

    —¡Mstislav Sergievich! —tronó de lejos la voz de Gusev—. ¡Venga acá, rápido!

    Loss salió del corredor y vio en el otro extremo a Gusev, de pie en el umbral de una puerta, con el rostro sonriente y a la vez asustado.

    —Fíjese en lo que pasa acá —dijo, introduciendo a Loss a una pieza angosta y semioscuras en una de cuyas paredes había un gran espejo opaco de forma cuadrada ante el cual se alineaban algunos sillones y bancos—. ¿Vé usted esta bolita suspendida de un hilo? —prosiguió Gusev—. Creí que era de oro y quise arrancarla; pero, mire lo que sucedió entonces:

    Y tiró de la bolita. El espejo se iluminó. En su superficie se dibujaron los contornos de enormes edificios en cuyos vidrios se reflejaba el sol poniente. Grandes árboles movían sus ramas. El sordo ruido de una muchedumbre llenó el oscuro aposento. Y en el cristal del espejo, de arriba a abajo, se deslizó una sombra alada que cubrió los contornos de la ciudad.

    De pronto, una enorme chispa alumbró la pantalla y un ruido ensordecedor se dejó sentir bajo el piso, apagándose inmediatamente el espejo.

    —Corto circuito —exclamó Gusev—. Se quemaron los hilos... Y por lo demás ya es hora que nos vayamos de aquí, pues se acerca la noche.


    XI - La puesta del sol


    El sol resplandecía, se inclinaba hacia el oeste, desplegando sus angostas alas nebulosas. Loss y Gusev iban por la llanura sombría, más desierta y salvaje aún en aquella hora crepuscular. Se dirigían a la orilla del canal. El sol bajaba rápidamente y por fin se escondió tras los lejanos confines del campo. Un resplandor rojo se extendió en el lugar de la puesta y sus fuertes rayos se expandieron en la mitad del firmamento para apagarse al punto. El cielo se sumergió en la más intensa oscuridad y en el horizonte ceniciento surgió una gran estrella roja que se fue elevando y que parecía un ojo sangriento. Sólo su luz sombría iluminó durante varios minutos la profunda oscuridad. Más luego todo el firmamento se llenó de brillantes estrellas y constelaciones verdosas cuyos rayos helados herían la vista. La sombría estrella roja subía brillando siempre con mayor intensidad.

    Una vez alcanzada la orilla del canal Loss se detuvo y dijo —señalando la estrella—: ¡La Tierra...!

    Gusev se descubrió y secó el sudor que le cubría la frente, y alzando la cabeza contempló su lejano planeta que nadaba entre las constelaciones. El rostro entristecido del soldado estaba pálido. Los dos compañeros permanecieren durante largo rato en la antigua orilla del canal que reverberaba, nívea, bajo la luz de las estrellas.

    De pronto, en el oscuro horizonte, apareció una clara medialuna de menores dimensiones que la terrestre y empezó a subir lentamente haciendo que las ramas de los cactus proyectaran largas sombras.

    —Mire atrás —dijo Gusev—, empujando a Loss con el codo.

    Del otro lado, encima de las colinas, los buques y los escombros, se elevaba el segundo satélite de Marte. Su disco amarillento, también más pequeño que el de la luna, se inclinaba hacia las montañas rocallosas. Los discos metálicos diseminados en las colinas, reflejaban la luz de los satélites.

    —¡Qué noche maravillosa! —exclamó Gusev a media voz—. ¡Parece un sueño...!

    Nuestros aviadores se alejaron de la orilla y, con suma precaución, se internaron en los oscuros matorrales de cactus. Debajo de sus pies saltó una sombra y un ovillo velludo corrió a lo largo del campo alumbrado par la luz lunar. Se oyó un rechinar de dientes y luego un chillido fuerte insoportablemente agudo. Las hojas de los cactus brillaban a la luz mortecina. Una telaraña elástica como una red se adhirió a la cara de nuestros amigos. De repente el silencio nocturno fue desgarrado por un aullido penetrante, horrible, ensordecedor, que se apagó de inmediato. Estremeciéndose de asco y de miedo, Loss y Gusev corrieron por la llanura, saltando por encima de las plantas, hasta que al fin, alumbrada por los débiles rayos de las medias lunas, brilló ante sus ojos la superficie de acero de su aparato. Al acercarse a el nuestros viajeros se dejaron caer al suelo respirando dificultosamente.

    —Renuncio a estas excursiones nocturnas y científicas —dijo Gusev, cuando se hubo repuesto y pudo destornillar el ojo de buey del aparato para introducirse en el.

    Loss, seguía afuera, mirando a su alrededor y aguzando el oído. Al alzar la vista advirtió la fantástica silueta negra de una aeronave que navegaba entre las estrellas.


    XII - Loss contempla la Tierra


    La sombra desapareció. Loss subió a su aparato, encendió la pipa y miró a lo alto, mientras el aire fresco le acariciaba. En el interior del huevo resonaba el murmullo de la voz de Gusev que revisaba y guardaba los objetos encontrados en las ruinas. A poco se asomó por el ojo de buey.

    —Dése usted cuenta Mstislav Sergievich —dijo con tono alegre—. Todas las cosas son de oro, y, en cuanto a las piedras, son de un valor incalculable. Vendiendo estos objetos en Petrogrado, se podría ganar un vagón de dinero. ¡Qué contenta se va a poner mi mujer! —su cabeza desapareció y Gusev permaneció luego en silencio. Era un hombre feliz.

    Pero Loss no pudo dormir, dominado por sus pensamientos. Sentado en el aparato contemplaba las estrellas y fumaba su pipa mientras reflexionaba.

    —¡Qué cosa más rara! —decía para sus adentros—. ¿Cómo vinieron a parar a Marte las máscaras de África con el tercer ojo en medio de la frente en forma de panal? ¿Y los mosaicos, los gigantes que perecen en el mar o vuelan entre las estrellas...? ¿La imagen de la cabeza de la esfinge en los escudos? ¿El signo de la parábola: una bolita de rubí que representa la Tierra y la otra de color ladrillo que es Marte, será el signo del poder sobre dos mundos? Era algo incomprensible. ¿Y el libro que cantaba? ¿Y la extraña ciudad que apareció en el espejo opaco? ¿Cuáles podían ser las causas que obligaron a la población de aquel país a abandonarlo? Loss sacudió el tabaco de su pipa, golpeándola contra el taco de su calzado y volvió a llenarla.

    »Quisiera que el día llegara cuanto antes —prosiguió mentalmente—. No cabe duda de que el aviador marciano dará parte de nuestra llegada a alguna ciudad. Es posible que en este momento nos estén buscando y que la nave que acabo de ver en lo alto haya sido mandada para investigar.

    Loss miró al cielo. La luz de la estrella roja palidecía. Le Tierra se acercaba al cenit, proyectando un rayo que parecía dirigido a Loss. Y éste recordó: una noche de insomnio, de pie en el umbral de la puerta de su laboratorio, él miraba con idéntica tristeza fría a Marte que subía por el firmamento. Sólo dos noches habían pasado y una no más lo separaba de la Tierra, pero, ¡qué noche! ¡Oh, Tierra, Tierra, ora escondida entre las nubes ora profusamente iluminada, rica, generosa en agua, prodigiosamente cruel para con sus hijos, regada con la caliente sangre de éstos, pero no obstante, siempre amada, muy amada...!

    Un terror morboso se apoderó de repente del cerebro de Loss: con sorprendente claridad se vió a sí mismo en la mitad de un extraño desierto sentado encima de una esfera de hierro, como un demonio, abandonado por el Espíritu de la Tierra. Le separaban millares de años del pasado y otros tantos del porvenir. ¿No era ésta la misma posible vida de un cuerpo librado del caos...? Acaso aquel globo rojizo de la Tierra que nadaba en el espacio, no era otra cosa que el corazón vivo del Gran Espíritu que perdura en el tiempo. El hombre se despierta para la vida de un momento y así él, con el esfuerzo sobrehumano de la voluntad, se había arrancado del Gran Espíritu y ahora se hallaba sentado sólo en el desierto, como un triste demonio despreciado y maldito. Sentía helársele el corazón, y no era para menos... Frente a él estaba la horrible soledad.

    El ingeniero saltó al suelo, se deslizó por el ojo de buey al interior del aparato y se acostó al lado de Gusev que dormía roncando. Así se sintió algo aliviado. Su compañero, hombre sencillo, no había traicionado a su patria. Había volado hasta el noveno cielo, pero no pensaba más que en el provecho material que podía sacar de su viaje, tratando de obtener el botín más valioso para llevarlo después a su casa y regalárselo a Masha.

    Bajo la influencia del calor y dominado por el cansando. Loss quedóse dormido a su vez. El sueño le dio consuelo: soñó con la orilla de un río terrestre, con los árboles que movían sus ramas bajo el soplo del viento, con las nubes, con el reflejo del sol en el agua y con una silueta blanca que, de pie en la orilla opuesta, le llamaba y le hacía señas.silueta blanca que, de pie en la orilla opuesta, le llamaba y le hacía señas.

    Un fuerte ruido de hélices aéreas despertó a ambos compañeros.


    XIII - Los marcianos


    El cielo matinal estaba cubierto por grumos de nubes de un brillante color rosado, que se extendían por la bóveda celeste como singular encaje. Una aeronave inundada de luz bajaba lentamente, sumergiéndose en azules profundidades y volviendo a aparecer sobre rosadas crestas. Sus contornos semejaban los de un galeote cartaginés; tres mástiles se divisaban sobre su cubierta y tres pares de alas plegables erizaban sus costados.

    La aeronave se abrió paso por entre las nubes y se detuvo sobre los matorrales de cactus. Sus hélices continuaron funcionando hasta tanto no se hubo bajado escaleras sobre las que se asentó el casco del aparato. Por las escaleras descendieron endebles marcianos. Todos vestían idéntica indumentaria: cascos ovalados, sacos anchos de plateado color con altos cuellos que les tapaban la garganta y la parte inferior de la cara. Además llevaban en las manos una especie de fusil automático provisto de un disco central.

    Gusev, de pie al lado de su aparato, cejijunto y sombrío, apoyado en su máuser, observó a los marcianos que habían bajado formando en dos filas y sosteniendo sus armas con el caño hacia abajo.

    —Ni siquiera saben tener los fusiles esos canallas —murmuró— ¡Los tienen como mujeres!

    Loss, cruzado los brazos, sonreía.

    El último en bajar de la aeronave fue un marciano ataviado de largo y negro manto. Su descubierta cabeza era calva y llena de prominencias. El anguloso rostro mostraba un acentuado color azulino.

    Pasó delante de los soldados. La fría mirada de sus ojos claros y saltones se clavó en el rostro de Gusev y luego pasó al de Loss, deteniéndose en éste con más atención. Luego se acercó a los hombres de la Tierra, levantó su diminuta mano que salía de una amplia manga y pronunció despacio, con fina y sonora voz una palabra que hacía recordar el piar de los pájaros:

    —Talzetl.

    Sus ojos se dilataron, alumbrados por una fría emoción. Repitió la palabra señalando al cielo con un gesto imperativo. Loss le contestó:

    —La Tierra.
    —La Tierra —balbuceó el marciano, con dificultad. Gusev dio un paso, tosió y dijo, con tono descontento:
    —Venimos de Rusia. Somos rusos. Estamos aquí para saludarlos. —Gusev hizo un saludo militar—. Ningún daño les haremos. Hagan ustedes otro tanto. Pero, Mstislav Sergievich, ¡si no entienden ni jota de nuestro idioma! —agregó, malhumorado—, dirigiéndose a Loss.

    El inteligente rostro azulado del marciano permaneció impasible. Sólo en su entrecejo se advirtió una ligera mancha roja, fruto, sin duda, del esfuerzo mental. Señaló al sol y dijo:

    —Soazr.

    Luego mostró el sucio y abrió los brazos, como queriéndolo abarcar todo:

    —Turna —dijo.

    Indicó a uno de los soldados dispuestos en semicírculo detrás suyo, luego a Gusev, Loss y a sí mismo y pronunció:

    —Shojo.

    En esta forma el marciano fue nombrando varios seres y objetos y escuchó luego sus correspondientes voces en el idioma de la Tierra. Después se acercó a Loss y con aire serio tocó con su dedo anular la frente del hombre. Loss inclinó la cabeza como signo de saludo. Gusev, al sentirse tocado de igual manera, bajó la visera de su gorra hasta las orejas y exclamó indignado:

    —¡Nos tratan como a salvajes!

    El marciano se acercó al aparato de nuestros amigos y lo contempló asombrado durante largo rato. Luego, dando pruebas de haber comprendido el principio que lo regía, se quedó como encantado. Giró en seguida sobre sus talones y dirigiéndose a los soldados con los brazos en alto pronunció algunas palabras acaloradamente.

    —¡Ahiu! —le contestaron los soldados en un aullido.

    El marciano se puso la mano en la frente, exhaló un profundo suspiro, dominó su emoción y dirigiéndose a Loss lo miró en los ojos sin frialdad. Su mirada se había vuelto sombría y húmeda:

    —Auil —dijo— aiu utara shojo dacia turna ra geo talzetl.

    Acto seguido se cubrió los ojos con la mano e hizo una profunda reverencia. Luego llamó a uno de los soldados, le pidió un cuchillo fino y se puso a dibujar con la punta del arma en el casco del aparato. Dibujó un huevo. En el remate una especie de techo y a un lado la figura de un soldado.

    Gusev, que miraba por encima del hombro del marciano, dijo:

    —Nos propone elevar una carpa sobre el aparato y montarle guardia. Pero me temo, Mstislav Sergievich que a lo mejor nos roben, pues las puertas no tienen llave.
    —No pase pena, Gusev —rió Loss.
    —Tengo oro guardado allí —prosiguió Gusev—. Y la cara de aquel soldado de la mano derecha me parece bastante sospechosa.

    El marciano escuchaba la conversación con respetuosa atención. Loss le dio a entender, por medio de ademanes, que no tenía ningún inconveniente en dejar el aparato bajo su custodia. El marciano aplicó a su gran boca fina un pito y silbó. Desde la nave le contestaron con idéntico silbido. Entonces el marciano se puso a dar órdenes, siempre por medio de silbidos. En la punta del mástil más alto de la extraña aeronave as Marte, apareció un penacho de finos alambres y resonó un chirrido de chispas. El marciano indicó a Loss y a Gusev la aeronave. Los soldados se acercaron y rodearon a los hombres. Gusev los miró y una sonrisa torció sus labios. Entró al aparato, sacó de el dos sacos con ropa y otras cosas, atornilló el ojo de buey e, indicando el huevo a los soldados, dio un golpecito a su revólver y les amenazó con el dedo haciendo al mismo tiempo una mueca significativa.

    Los marcianos, llenos de asombro, seguían todos sus movimientos.

    —Bueno, Alexis Ivanovich —dijo Loss, riendo—. Prisioneros o huéspedes, imposible nos es escaparnos a nuestra suerte.

    Y escoltados por los soldados, ambos se dirigieron a la aeronave. Las hélices verticales se pusieron en movimiento, produciendo un ruido ensordecedor. Bajaron las alas, resonó el aullido de los propulsores y los huéspedes, o acaso los prisioneros, subieron a la nave por una frágil escalerilla.


    XIV - Más allá de las montañas


    La aeronave volaba cerca de la superficie de Marte, dirigiéndose al Noroeste. Loss quedó en la cubierta en compañía del marciano calvo, mientras que Gusev descendió al interior de la nave, donde se encontraban los soldados. Se sentó en un sillón de mimbre y se puso a contemplar a los soldados enjutos, de narices puntiagudas y ojos pardos que pestañeaban constantemente como las aves nocturnas. Luego sacó de su bolsillo una cigarrera de hojalata que lo acompañó en todas sus batallas durante seis años, dio un golpecito en la tapa y ofreció a los marcianos sus cigarrillos, diciendo:

    —Fumaremos, compañeros.

    Los soldados, asustados, menearon la cabeza. Pero uno de ellos tomó un cigarrillo, lo miró con curiosidad, lo olfateó y lo guardó en el bolsillo de su pantalón blanco. No bien Gusev encendió el suyo, los soldados retrocedieron despavoridos, cuchicheando con su voz de pájaro:

    —¡Shojo tao iavra, shojo om!

    Sus rostros rojizos seguían con horror los movimientos del «shojo», que se tragaba el humo tranquilamente; más luego, se calmaron y volvieron a acercarse al hombre. Gusev no sentía el menor embarazo por su absoluto desconocimiento. El idioma de los marcianos y así se puse a referir a sus nuevos compañeros los sucesos de Rusia: la guerra, la revolución y, sobre todo, sus hazañas personales en las que la jactancia jugaba importante papel.

    —Mi apellido es Gusev —decía—. Procede de la palabra «gus». En la Tierra tenemos unas aves grandotas que llevan este nombre. Supongo que ustedes nunca habrán visto nada por el estilo, ¿eh? Me llamo Alexis Ivanovich. He mandado no solo un regimiento, sino hasta una división de caballería. Soy un héroe muy temible. Tengo gran táctica, soy gran estratega. Aunque tuviera ametralladoras, mandaría atacar con las espadas arrojando mis soldados contra el enemigo. A mí no importa nada, pues tengo el cuerpo lleno de cicatrices. En la Academia Militar de Moscú se dicta un curso llamado «el ataque a espada de Alexis Gusev», ¿No me creen ustedes? Pues lo juro por Dios. Me habían ofrecido el mando de una brigada; pero ya estaba harto de honores y lo rechacé. Cualquiera se cansaría, después de siete años de pelear. Dudaba, sin embargo, cuando Mstislav Sergievich me llamó, y se puso a suplicarme: Alexis Ivanovich: ¡sin usted no puedo volar a Marte! Así fue como llegué acá para saludarles, compañeros.

    Llenos de asombro, los marcianos escuchaban la incontenible charla. Uno de ellos trajo un frasco con un líquido de color marrón, otro abrió una lata de conserva. Gusev sacó de su mochila un frasco de alcohol. Los marcianos lo probaron y se pusieron a conversar con animación. Gusev les golpeaba las espaldas, saludándolos a gritos. De pronto sacó del bolsillo de su pantalón varios objetos sin valor y los ofreció a los marcianos en canje. Los soldados le dieron gustosos objetos de oro a cambio de un cortaplumas, un pedacito de lápiz, de un encendedor automático hecho con una bala. Pocos minutos después Gusev tuteaba a sus nuevos conocidos.

    Mientras tanto Loss, apoyado contra la borda de la aeronave, contemplaba la triste llanura que huía bajo sus ojos. Reconoció la casa abandonada que había visitado la víspera. Y por todas partes vio idénticas ruinas entre árboles y canales desecados, y le indicó al marciano este desierto, con un ademán, una mueca para expresar el asombro que le causaba el abandono del país. Los ojos del marciano calvo se irritaron repentinamente. Hizo una seña e inmediatamente la aeronave subió, describiendo un semicírculo y tomando rumbo hacia la cima de las montañas.

    El sol estaba alto; no había nubes; los propulsores aullaban, Loss reparó en que además del ruido producido por las hélices y por el soplo del viento entre los mástiles, no se percibía ningún sonido. Las máquinas trabajaban silenciosamente, y, por otra parte, ni se les veía siquiera. Solo sobre el eje de cada hélice daba vueltas una caja redonda semejante al tambor de un dínamo y en la punta de los mástiles de popa y proa, se distinguían dos canastos de alambre plateado, en forma de elipse.ningún sonido. Las máquinas trabajaban silenciosamente, y, por otra parte, ni se les veía siquiera. Solo sobre el eje de cada hélice daba vueltas una caja redonda semejante al tambor de un dínamo y en la punta de los mástiles de popa y proa, se distinguían dos canastos de alambre plateado, en forma de elipse.

    A medida que se los preguntaba al marciano, Loss anotaba los nombres de diferentes objetos. Sacó su libreta de apuntes en la que había hecho los dibujos en la casa abandonada y le pidió al marciano que le indicara los sonidos de las signos geométricos. Lleno de asombro, su acompañante miró el libro. Sus ojos volvieron a ponerse fríos. Sus finos labios se plegaron en una mueca de asco y, con suma precaución, tomó el libro de manos de Loss y lo arrojó por sobre la borda.

    El aire de las alturas oprimía el pecho de Loss y las lágrimas asomaban a sus ojos. Al notarlo, el marciano dio orden de descender. Ahora el buque volaba sobre las áridas rocas y desiertas extensiones de color sangriento. Las curvas y amplias cordilleras extendíanse de sudeste a noroeste. La sombra de la aeronave corría a lo largo de las rocas que tenían reflejos metálicos; parecía escurrirse por los declives abruptos y cubiertos de musgo; se hundía de pronto en los oscuros precipicios; y como una nube opaca se cernía sobre el diamante del hielo de las cumbres. El país era salvaje e inhabitado.

    —Lisiasira —dijo el marciano—, indicando las montañas.

    Mirando el desierto paisaje que le hacía recordar el del planeta destrozado que había visto en su viaje a Marte, Loss vio en el fondo de un precipicio, el casco de un buque aéreo rodeado de escombros de un metal argentino. Más allá, sobre una roca, aparecía el ala rota de otra aeronave. A la derecha, colgada sobre la cima de una montaña, aparecía la tercera. Y así, por todos lados, escombros, cascos, alas destrozadas. Evidentemente, allí se había librado una batalla terrible. Dijérase que unos demonios gigantescos se habían estrellado en aquellas estériles rocas.

    Loss echó una mirada oblicua a su vecino. El marciano estaba sentado. Sostenía con ambas manos el cuello de su manto, y con aire sereno, contemplaba el cielo. Aves de largas alas volaban en hilera al encuentro del aeronave. De pronto subieron más haciendo brillar en el firmamento azul sus alas amarillas, y luego descendieron. Loss las siguió con la mirada y vio abajo un lago redondo de aguas negras. Unos arbustos de grandes copas rodeaban el agua oscura. Las aves amarillas se posaron cerca de las ondas que se agitaron y de cuyo centro surgió un poderoso chorro que se extendió por toda la superficie.

    —Soam —pronunció el marciano, con tono solemne.

    Poco a poco las montañas desaparecieron. En el Noroeste, a través de transparentes neblinas cálidas se distinguía una llanura amarilla y brillaba una gran extensión de agua. El marciano indicó a Loss el maravilloso horizonte y le dijo, con la sonrisa en los labios:

    —Azora.

    La aeronave subió algo más. Húmedo, ardiente y dulce el aire, rozaba los rostros y zumbaba en los oídos. Abajo se extendía la resplandeciente llanura de Azora (que significaba alegría), con sus canales, sus plantas de color anaranjado, y sus alegres planicies amarillas. Azora hacía recordar las llanuras primaverales con que se suele soñar en la lejana infancia.

    Por los canales navegaban barcas y a lo largo de las orillas se veían casitas blancas con pequeños jardines. En todas partes distinguíanse marcianos. Unos zarpaban de las azoteas y cruzaban en vuelo el canal dirigiéndose hacia el bosque, mientras otros navegaban. Arroyuelos y fuentes de cristal matizaban la llanura. Azora era un pueblo maravilloso.

    Hacia el confín de la planicie, brillaba el mar y en el desembocaban todos los canales. La aeronave iba con rumbo a un gran canal cuya orilla se perdía en el horizonte. Sus aguas amarillentas y turbias corrían lentamente a lo largo del declive de piedra.

    Al cabo de largo rato los aviadores distinguieron una muralla que subía paulatinamente de las aguas y que se prolongaba hasta la lejanía. La aeronave se acercó a un gigantesco recipiente lleno de agua en cuya superficie había varios surtidores que funcionaban produciendo espuma.recipiente lleno de agua en cuya superficie había varios surtidores que funcionaban produciendo espuma.

    —Ro —dijo el marciano—, alzando un dedo con aire solemne.

    Loss sacó del bolsillo su libreta de apuntes y le enseñó al marciano el croquis que hiciera antes de descender al planeta y en que aparecía el gran disco de Marte. Mostróle enseguida el recipiente de agua que se extendía bajo sus pies. El marciano miró el croquis con atención, luego, muy contento hizo con la cabeza un gesto afirmativo y con launa del dedo meñique subrayando uno de los puntos. Loss miró por encima de la borda y vio dos líneas rectas y una curva que eran los canales que salían del acueducto. Esa era la solución del enigma. Las manchas redondas que se ven en Marte desde la Tierra son recipientes de agua de forma circular en tanto que las líneas de los triángulos y los semicírculos son canales. Más, ¿cuáles eran los seres que podían haber construido aquellas murallas ciclópeas...? Loss miró a su vecino. El marciano estiró el labio inferior, alzó las manos al cielo y pronunció:

    —Tao jazca utalizitl.

    La aeronave volaba entonces por encima de una llanura reseca atravesada por el lecho sin agua del cuarto canal cubierto por hileras regulares de vegetación. Evidentemente aquella era una de las líneas de la segunda red de canales que aparece como un dibujo pálido sobre el disco de Marte.

    La llanura se iba convirtiendo en una cadena de bajas colinas. Detrás de ellas se veían los contornos azulados de unas torres. Los alambras ajustados al mástil central de la aeronave se levantaron y chirriaron produciendo chispas. Detrás de las barrancas divisaron nuevos contornos de edificios y torres. Una enorme ciudad se destacaba en lejanía inundada de sol.

    —Soazéra —dijo el marciano.


    XV - Soazéra


    Los contornos azulados de Soazéra, sus azoteas, sus muros enrejados y cubiertos de vegetación, el espejo ovalado de sus lagos y sus torres delicadas surgían tras de las colinas y extendiéndose cada vez más hasta perderse en el nebuloso horizonte. Una gran cantidad de puntitos negros volaba sobre la ciudad al encuentro de la aeronave. El canal florecido quedó al Norte. Al Este de la ciudad se veía un campo desierto lleno de ruinas. En los confines de este campo se elevaba una enorme estatua masculina, roída por el tiempo y cubierta de musgo, que proyectaba una larga y negra sombra. Era un desnudo hombre de piedra y estaba de pie cuan largo era, con las piernas juntas y las manos unidas a los muslos. Ceñíale la cintura un ancho cinturón. Y en su cabeza un yelmo con orejeras, coronado de un agudo penacho erizado de espinas como el espinazo de un pez, brillaba con luz opaca, reflejando los rayos solares. Su rostro, de pómulos muy pronunciados y ojos entornados, se plegaba hacia la boca, en forma de media luna en una rara sonrisa.

    —Magazitl —dijo el marciano, indicándola; y luego señaló el cielo.

    En lontananza, tras de la estatua, se distinguían las ruinas de un gran acueducto, con sus arcos semiderruidos. Mirando con más atención, Loss se dio cuenta de que las ruinas que viera en la llanura, los pozos y las colinas, no eran otras cosas que los restos de una antigua ciudad. Al Oeste de esas ruinas, la moderna ciudad de Soazéra se erguía más allá del lago centelleante. Los puntos negros crecían en el cielo: eran centenares de marcianos que volaban al encuentro de la aeronave, en sillas aladas, en pájaros de lona y en barcos minúsculos de grandes alas. El primero en alcanzar la aeronave fue una especie de angosto cigarro provisto de cuatro alas. Semejaba una libélula dorada. Dio vuelta y quedó suspendida sobre el buque, herida por los rayos del sol. Flores y papeles de color cayeron entonces sobre la cubierta del barco en que viajaban Loss y Gusev. Y por las bordas de la linda libélula, aparecieron caras juveniles, animadas y risueñas. Loss se puso de pie descubriéndose. El viento levantó sus blancos cabellos. Gusev, que acababa de salir del interior del buque, se detuvo a su lado. Y ambos se sintieron casi cubiertos por un montón de flores que se les arrojaba desde diversos barcos alados. Los rostros azulados de los marcianos, de matices ora trigueños, ora violáceos, expresaban el colmo de la admiración. El buque avanzaba lentamente seguido de todos lados por centenares de pequeñas aeronaves. Ante los ojos de nuestros héroes pasó, sentado en el canasto de una especie de paracaídas, un marciano obeso con gorra a rayas, que hacía ademanes llenos de entusiasmo. Del lado opuesto, otro, barbudo, miraba a los recién llegados con un anteojo de larga vista. Un marciano de nariz puntiaguda volaba alrededor de ellos sentado en una silla llena de alas, y con aire preocupado dirigía hacia Loss un aparato movible. Un barco de mimbre, adornado de flores pasó volando velozmente. Tres delgados rostros femeninos de grandes ojos, parecieron asomarse. Se distinguieron cofias, mangas sueltas de color celeste y echarpes blancas. El chirrido de las hélices, el zumbido del viento, los finos silbidos de los marcianos, el destello del oro, los colores pintorescos de las vestimentas en el aire azul, los enormes parques que abajo lucían su follaje, ora rojo, ora argentino, ora amarillento, el centelleo de las ventanas de las casas al reflejar la luz del sol: todo, todo parecía un sueño, un sueño maravilloso, un sueño celeste y extraordinario.

    Nuestros viajeros sentían vértigos. Gusev, atónito, miraba en torno suyo, repitiendo en voz baja:

    —¡Magnífico...! ¡Magnífico...!

    La aeronave, después de evolucionar sobre unos jardines colgantes, descendió lentamente en una gran plaza circular. Acto seguido llovieron centenares de aeronaves que se posaron en las piedras blancas del suelo. En las calles, que formaban una estrella alrededor de la plaza, se aglomeraba una muchedumbre ruidosa, que corría, arrojaba flores papeles de color y agitaba pañuelos. La aeronave se bajó junto a un sombrío edificio de piedra rojiza que tenía forma de pirámide y era alto y macizo. En su ancha escalinata, entre columnas cuadradas que se angostaban hacia la parte superior, había, de pie, un grupo de marcianos. Todos vestían mantos negros y gorras redondas. Era, como lo supo Loss más tarde, el Consejo Superior de Ingenieros que representaba el principal poder gubernativo de Marte. El marciano que había acompañado a nuestros amigos le hizo seña a Loss que esperara. Los soldados bajaron una escalerilla y rodearon el buque para protegerlo de los curiosos. Gusev, encantado, contemplaba la muchedumbre abigarrada, la infinidad de alas que se agitaban sobre su cabeza, los enormes edificios grisáceos que se levantaban por doquier y los suaves contornos de las torres que se erguían sobre los techos.papeles de color y agitaba pañuelos. La aeronave se bajó junto a un sombrío edificio de piedra rojiza que tenía forma de pirámide y era alto y macizo. En su ancha escalinata, entre columnas cuadradas que se angostaban hacia la parte superior, había, de pie, un grupo de marcianos. Todos vestían mantos negros y gorras redondas. Era, como lo supo Loss más tarde, el Consejo Superior de Ingenieros que representaba el principal poder gubernativo de Marte. El marciano que había acompañado a nuestros amigos le hizo seña a Loss que esperara. Los soldados bajaron una escalerilla y rodearon el buque para protegerlo de los curiosos. Gusev, encantado, contemplaba la muchedumbre abigarrada, la infinidad de alas que se agitaban sobre su cabeza, los enormes edificios grisáceos que se levantaban por doquier y los suaves contornos de las torres que se erguían sobre los techos.

    —Esto sí que es una ciudad —repetía emocionado.

    Los marcianos de manto negro que se hallaban en la escalera, se apartaron para dejar paso a un anciano igualmente vestido de negro, de rostro largo y de expresión huraña. Era cargado de espaldas, de alta estatura y luengas barbas oscuras. En su gorro redondo ostentaba un penacho de oro análogo al que lucía la gran estatua de las ruinas. Este marciano bajó la escalinata hasta la mitad, se detuvo, apoyándose en un bastón, y permaneció largo rato clavando la mirada de sus ojos profundas en los rostros de los terrestres. A su vez, Loss lo miraba atentamente.

    —¡Cómo nos mira ese diablo! —murmuró Gusev—, y luego, dirigiéndose a la muchedumbre, clamó, con tono alegre: —Buenos días compañeros marcianos...! Hemos venido a saludarlos. Atiendan, pues a sus huéspedes...

    La muchedumbre exhaló un suspiro de asombro y se acercó a la nave, presa de viva emoción, gritando y gesticulando. El marciano de gesto huraño apartó su mirada de los hombres y fijó sus ojos sombríos en la muchedumbre. Bajo la influencia de esos ojos el agitado mar de las cabezas que abajo se debatía se fue serenando. El marciano se dio vuelta hacia los que estaban en la escalera y les dijo algunas palabras indicando el buque con su bastón. Acto seguido uno de ellos bajó, a la carrera los escalones, se acercó a la nave y dijo algo en voz baja al marciano calvo, compañero de nuestros amigos. Resonaron silbidos en una señal y dos soldados subieron apresuradamente a bordo. Chirriaron las hélices y el buque zarpó de la plaza, nadando sobre la ciudad rumbo al Norte.


    XVI - En el bosque encantado


    Soazéra desapareció tras las colinas. La nave volaba sobre una llanura. De tarde en tarde se distinguían monótonas hileras de casas y postes y alambres que, al parecer, hacían de vías colgantes. Barcos cargados de mercaderías se deslizaban por angostos canales. Unas rocas aparecieron de pronto entre los matorrales. La aeronave pasó sobre un desfiladero humeante descendiendo en una pradera que se inclinaba hacia oscuras malezas.

    Loss y Gusev salieron de la aeronave, tomaron sus mochilas y, acompañados por el marciano calvo, se encaminaron a un bosque. Un rebaño de animales velludos de escasa estatura, blancos y negros, pacía en el declive. Reinaba plena tranquilidad, soplaba un suave viento y, lejos, se oía el murmullo del agua. Los animales velludos se levantaron perezosamente para dar paso los hombres. El pastor, un muchacho ataviado con una larga camisa roja, estaba sentado en una piedra y siguió a los viajeros con mirada tranquila. Unos pájaros amarillos se posaron en la pradera, y sacudieron su plumaje. A lo lejos caminaba, con aire melancólico una cigüeña verde, de largas patas. Nuestros amigos se acercaran al bosque cuyos árboles de frondosas copas eran de color celeste. El follaje susurraba suavemente, a merced del viento. A través de los troncos brillaba el agua serena de un lago. El calor sofocante, impregnado de aromas dulces, producía vértigos. Varios senderos cubiertos de arena de color anaranjado atravesaban el bosquecillo. En las encrucijadas, sobre plazoletas redondas había grandes estatuas de piedra. Eran antiquísimas, todas aparecían cubiertas de musgo y estaban algunas rotas. En los confines del matorral se elevaban unas columnas truncas, restos de una muralla ciclópea. El sendero, doblándose, conducía al lago. La superficie azul y tranquila de las aguas apareció, a la vista de los viajeros reflejando el lejano perfil de la montaña. El agua estaba apenas rizada. El sol resplandecía.

    En ambos lados de una antigua escalera que descendía al lago había dos estatuas semiderruidas y cubiertas de lianas. De pronto, en la escalera apareció una joven que salió del agua. Llevaba una gorra puntiaguda de color amarillo y era una bella muchacha cuyo contorno juvenil hacía fuerte contraste con el pesado de Magazitl, eternamente sentado, cubierto de musgo y sonriente como en un sueño. La joven resbaló y apoyándose sobre una piedra alzó la cabeza.

    —Aelita —cuchicheó el marciano tapando su vista con la manga de su vestidura y arrastrando a Loss y Gusev lejos de aquel lugar. Llegaron a una pradera al fondo de la cual había una sombría casa gris. Desde una plazoleta situada al frente del edificio, los senderos en forma de estrella corrían a través de la pradera, bajando hacia el bosque, entre cuyos árboles se distinguían unas casas bajas de ladrillo. El marciano calvo silbó y en un ángulo de la casa apareció otro marciano rechoncho de rostro carmesí que vestía un manto a rayas. Se les acercó; pero al enterarse de quienes eran los recién llegados, tuvo intención de huir. El marciano calvo le dijo algo imperativamente, y el gordo personaje, temblando de temor, y mostrando el único diente amarillo de su desdentada boca condujo a los huéspedes a la casa.


    XVII - El descanso


    Los huéspedes fueron conducidos a unas piezas pequeñas y muy escasas de muebles, con angostas ventanas que daban al parque. Las paredes del comedor y los dormitorios estaban tapizadas con esteras. En los rincones veíanse macetas con plantas floridas. Gusev encontró las habitaciones a su gusto. El marciano obeso, de manto a rayas, que resultó ser el encargado de la casa, corría de un lado para otro sumamente atareado, secando con un pañuelo marrón el sudor de su frente y mirando de cuando en cuando a los recién llegados con supersticioso terror. Condujo a Loss y a Gusev a sus respectivos cuartos de baño, de cuyas piletas subían densas nubes de vapor. El roce del agua tibia y suave en el cuerpo fatigado de Loss le produjo una sensación tan agradable que casi se queda dormido en la pileta marmórea. Pero el encargado lo hizo salir de allí tirándole del brazo. Loss se encaminó, tambaleándose, hacia el comedor. La mesa estaba puesta. Una gran cantidad de platitos con pescado asado, aves, diminutos huevos, frutas en almíbar, y otros manjares se veía sobre el mantel. El pan, en globitos del tamaño de una nuez, era delicioso. El tenedor y el cuchillo estaban sustituidos por palitas. El encargado quedó petrificado al ver como deglutían los alimentos los seres de la Tierra. Gusev había dejado a un lado la palita y comía con los dedos, festejando ruidosamente cada manjar. Lo que más le agradó fue el vino, de color azulino y leve perfume a fresas, que se evaporaba en la boca y corría por las venas como un flujo abrasador.

    El encargado llevó a los huéspedes a sus dormitorios, y los gigantes blancos, apenas acostados se sumieron en un dulce y profundo sueño. Respiraban tan ruidosamente que los vidrios de las ventanas temblaban y las plantas de las macetas se estremecían y las camas chirriaban bajo sus grandes cuerpos.

    Loss abrió los ojos. Desde el cielo raso se esparcía por la habitación una suave luz azulada. Un infinito bienestar dominaba al ingeniero.

    —¿Dónde estoy? —se preguntó a sí mismo.

    Pero no tuvo voluntad de hacer el esfuerzo necesario para acordarse y volvió a cerrar los ojos con deleite. Se sentía sumamente cansado. Ante su vista nadaban manchitas multicolores que le hacían recordar el cabrilleo del agua visto a través del celeste follaje. El presentimiento de una sobrehumana alegría, la esperanza de que de aquellas brillantes manchas surgiría algo delicioso que embargaría su sueño, le llenaba el alma de una divina zozobra. Se sonreía frunciendo el entrecejo tratando de no dormirse y de desgarrar el fino velo de los rayos solares; pero el sueño vino a cubrirlo de nuevo con su manto.

    Loss se incorporó. Permaneció largo rato sentado en la cama. Luego se puso de pie y descorrió la cortina de la ventana. En el cielo brillaban con luz helada enormes estrellas y constelaciones que le eran desconocidas.

    —No... ¡No estoy en la Tierra! —murmuró el ingeniero—. Me alejé de ella infinitamente. Nos separa un desierto espantoso, una distancia sin límites. La Tierra quedó allá y yo me encuentro en un nuevo mundo. Y estoy muerto, sí, pues mi alma quedó en la Tierra.

    Se sentó nuevamente en la cama, hundió las uñas en su pecho y cayó de bruces.

    —Esta no es ni la vida ni la muerte. Estoy vivo, pero me siento vacío, abandonado. ¡He aquí el verdadero infierno!

    Mordió la almohada para sofocar su grito. No llegaba a comprender por qué le atormentaban así su ausencia de la Tierra y el destino de su propia persona que se hallaba más allá de las estrellas, sofocada en el vacío negro.

    —¿Quién es...?

    Loss saltó de la cama. Por la ventana se filtraba el sol. De afuera llegaban el murmullo de las hojas y el piar de los pájaros. Loss se pasó la mano por los ojos y exhaló un prolongado suspiro. Su corazón seguía oprimido, pero él se sentía alegre.

    Volvieron a llamar a la puerta. El ingeniero la abrió de par en par. En el umbral estaba el encargado obeso, sosteniendo con ambas manos y apretando contra su voluminoso abdomen un enorme ramo de flores celestes, aún húmedas por el rocío:

    —Amu utara Aelita —cuchicheó; extendiéndoselas a Loss.


    XVIII - El globito opaco


    Durante el desayuno, Gusev dijo a Loss:

    —Esto no conviene Mstislav Sergievich. Haber volado hasta aquí para venir a parar a este punto aislado es insufrible. ¿Por qué no nos habrán dejado entrar a la ciudad? ¿Recuerda usted como se puso furioso el viejo barbudo...? ¡Mucho ojo con él, Mstislav Sergievich! En mi dormitorio hay un retrato suyo. Por el momento nos tratan bien, pero... ¿Y luego...? No valía la pena, francamente, haber emprendido este vuelo para comer, beber y gozar de los baños tibios.
    —No se apure Alexis Ivanovich —replicó Loss, contemplando las flores celestes que exhalaban un aroma dulce y al mismo tiempo acre—. Viviremos una temporada de este modo y luego, al ver que no somos peligrosos, nos dejarán ir a la ciudad.
    —No sé que intenciones son las suyas Mstislav Sergievich; pero, en cuanto a mí, no vine para pasearme.
    —¿Qué es lo que tenemos que hacer en opinión de usted...?
    —Me extraña mucho, Mstislav Sergievich, oírle hablar de este modo. ¿Ha aspirado usted algún narcótico...?
    —¿Usted tiene ganas de discutir...?
    —No, señor, pero creo que no hemos venido a estar sentados oliendo flores. De estos pasatiempos hay de sobra en la Tierra. Creo que desde el momento en que hemos sido los primeros en llegar aquí, Marte, lógicamente, pertenece ahora a Rusia y es lo que hace falta formalizar.
    —¡Qué hombre sorprendente es usted, Alexis Ivanovich!
    —Ya veremos cuál de los dos tiene razón —dijo Gusev, arreglando su cinturón de cuero, encogiéndose de hombro y guiñando un ojo con aire astuto—. Es un asunto enojoso, lo reconozco, pues somos solamente dos, pero, sin embargo, es necesario obligar a los marcianos a que nos otorguen un documento en que declaren su deseo de formar parte de la república federal de Rusia. No cabe duda de que no nos lo darán por su voluntad, pero no importa. Usted mismo se habrá fijado que no todo marcha perfectamente en Marte. Me he dado cuenta de ello en seguida, pues tengo ojo clínico para estas cosas.
    —¿Quiere provocar una revolución acá...?
    —Quién sabe, Mstislav Sergievich... Ya lo veremos luego.
    —Trate de pasárselas sin revoluciones, Alexis Ivanovich.
    —¡A mí qué me importa el botín! Mstislav Sergievich. Lo que quiero es obtener el documento. De lo contrario... ¿con qué regresaremos a Petrogrado...? ¿Acaso les llevaremos a nuestros compatriotas una araña disecada...? No, señor. Tenemos que presentarles un papel confirmatorio de la conquista de Marte. Esta no es una provincia de Polonia. Es todo un planeta. Imagínese lo que nos van a envidiar todos los países de Europa. Ya vé que aquí hay enormes cantidades de oro...

    Loss miraba a Gusev pensativamente, sin llegar a comprender si se expresaba en broma o en serio. Los ojos astutos del soldado reían, pero en su fondo escondíase un chispazo de locura. El ingeniero meneó la cabeza y acariciando los diáfanos pétalos celestes, pronunció meditabundo:

    —Cuando emprendí el viaje a Marte, no paré mientes en el fin que perseguía. Iba más bien por curiosidad. Antaño los soñadores de la conquista armaban buques y desplegaban velas con rumbo a tierras ignotas. En el horizonte aparecía una orilla desconocida, el barco entraba en la boca de un río, el capitán desembarcaba, quitábase el sombrero alón y daba su nombre a la tierra descubierta. ¡Qué momentos más deliciosos...! Luego, los conquistadores saqueaban el país... Tiene usted razón, Alexis Ivanovich... No es suficiente haber llegado a la orilla. Es necesario cargar la nave de tesoros. Estamos en un nuevo mundo que contiene tesoros desconocidos, pero lo que habremos de llevar de aquí es la sabiduría y solo la sabiduría. Usted siempre ansia riquezas materiales y, palabra de honor, eso no me agrada.mundo que contiene tesoros desconocidos, pero lo que habremos de llevar de aquí es la sabiduría y solo la sabiduría. Usted siempre ansia riquezas materiales y, palabra de honor, eso no me agrada.
    —Será difícil que nos entendamos, Mstislav Sergievich. Tiene usted un carácter medio raro...
    —Ya nos arreglaremos, amigo. Pierda cuidado —replicó Loss, riendo.

    Resonó un ligero golpe en la puerta y en el umbral apareció el encargado temblando de respetuoso temor, y haciendo señas a nuestros amigos de que le siguieran.

    Loss se puso de pie apresuradamente. Gusev atusó sus bigotes con aire decidido. Y ambos, precedidos por el marciano, se internaron por corredores y escaleras, en el interior de la casa.

    El encargado llamó en una puerta baja, detrás de la cual le respondió una voz que parecía infantil. Loss y Gusev penetraron a una blanca habitación que estaba profusamente alumbrada por la luz del sol y en la que se veía numerosos estantes y bibliotecas llenos de libros. Aquí y allá se acumulaban estatuas de bronce, mesitas de patas finas y opacos espejos.

    Apoyada en uno de los estantes estaba, de pie, una joven rubia ataviada con un largo traje negro abrochado hasta el cuello y de mangas largas. Un rayo de luz se irisaba sobre su cabeza. Era la misma joven que nuestros viajeros habían visto la víspera en la orilla del lago, y a quien el marciano designó con el nombre de Aelita. Loss hizo una profunda reverencia. Aelita, inmóvil, clavó en él las enormes pupilas de sus ojos claros. Su prolongado rostro de color blanco celeste temblaba ligeramente. Su nariz algo romana y su boca apenas irregular, eran infantilmente tiernos. Bajo los pliegues negros de su vestido su pecho se agitaba hondamente.

    —Ellio utara geo —murmuró con voz suavemente musical, e inclinó la cabeza hasta dejar ver su nuca.

    Por toda respuesta Loss entrelazó sus dedos, haciéndalos crujir. Luego hizo un esfuerzo para dominar su emoción y en voz alta, solemne y temblorosa, dijo:

    —Los llegados de la Tierra te saludan, Aelita.

    Gusev intervino con dignidad:

    —Permítame que me presente. Soy el Coronel Gusev y este ciudadano es el ingeniero Loss. Venimos para darle las gracias por su amable acogida.

    Tras escuchar el idioma de los hombres, Aelita alzó la cabeza. Su semblante se había serenado y sus pupilas eren ahora más pequeñas. Sin proferir palabra, extendió la mano con la palma vuelta para arriba y permaneció en esta postura durante un rato. Loss y Gusev advirtieron en su mano un globito de color verde pálido, pero Aelita bajó el brazo y se encaminó a lo largo de la habitación hacia un nicho en que había un banco de cuero donde hizo sentar a sus huéspedes.

    Loss reparó en que la joven ni siquiera le llegaba a los hombros y en que era delgadita y ágil como una niña. De vez en cuando sonreía, aunque sus ojos siguieran siempre fríos y emocionados.

    Frente a nuestros amigos, acodóse en una mesita y clavó en ellos una mirada suave y atenta. Así permaneció largo rato. Y poco a poco una extraña calma fue apoderándose del espíritu de Loss.

    Gusev exhaló un suspiro y dijo:

    —¡Qué señorita más buena y simpática...!

    Aelita comenzó a hablar, y el sonido de su divina voz parecía la música de un fino instrumento. Palabras desconocidas surgían de sus labios y toda ella temblaba mientras su rostro expresaba la alegría y encanto.

    Volvió a extender la mano con la palma hacia arriba, y casi inmediatamente Loss y Gusev volvieron a distinguir el globito opaco, aunque ahora más grande, del tamaño de una manzana, y girando lentamente en el interior de una esfera translúcida.

    Sin quitar los ojos de la esfera de ópalo, nuestros amigos notaron que de pronto aparecían en su superficie unas manchas oscuras. Loss dejó escapar un grito de asombro al mirarlas con más atención. En la mano de Aelita se movía, diminuto y exacto, el globo deforme de la Tierra.

    —Talzetl —dijo la joven, señalándolo.

    Y el globo siguió girando lentamente. Se distinguían los contornos de América y de Asia y la gran extensión del Océano Pacífico.

    —Acá vivimos los rusos —exclamó Gusev, presa de viva emoción—. ¡Es nuestro este país! —agregó, indicando la Siberia.

    Como una sombra pasaron los Urales y el Volga se deslizó como un hilo; luego se dibujaron las orillas del Mar Blanco y más tarde las del Báltico

    —Aquí mismo es —dijo Loss—, mostrando el golfo de Finlandia.

    Aelita alzó su vista llena de asombro y el movimiento del globo cesó.

    Loss concentró sus pensamientos y en su memoria se dibujó un trozo del mapa terrestre. Acto seguido, como si fuera el reflejo de su imaginación en la superficie del globo opaco apareció una gran mancha negra con la inscripción «Petrogrado». Aelita tapó con la mano el globo que filtró luz a través de sus dedos, miró a Loss y dijo, meneando la cabeza:

    —Ozeo jo sua.

    El ingeniero creyó comprender que aquello quería decir «concentre su atención», y entonces hizo acudir a su memoria el aspecto de Petrogrado; el malecón de granito; las frías y azules olas del Neva, los largos arcos del puente de Nicolás, suspendidos en la neblina, el denso humo de las fábricas, una calle húmeda, la chapa de un almacén minorista que decía: «Té, azúcar, café», la silueta de un viejo cochero parado en una esquina, con su vehículo desvencijado...

    Apoyando el mentón en la mano, Aelita contemplaba silenciosamente el globo, en cuya superficie se deslizaban los recuerdos de Loss, ora claros, ora turbios y velados. Así vio la cúpula de la catedral de Isaac y luego la escalera de granito que desciende hasta la orilla; más tarde, un banco semicircular y en él, sentada una mujer triste. Después, columnas de cifras, dibujos, un horno encendido y junto a él el sombrío Jojlov soplando las brisas.

    Durante largo rato Aelita contempló la extraña vida que pasaba ante su vista, más, de repente, las imágenes se confundieron y entre ellas surgieron cuadros de otra índole: densas nubes de humo, rojas llamas, caballos a toda carrera, hombres que corrían despavoridos y caían, y una horrible cara barbuda bañada en sangre.

    Gusev exhaló un profundo suspiro. Aelita lo miró inquieta y bajó la mano. El globo desapareció en el acto como por encanto.

    Unos cuantos minutos permaneció sentada la joven, cubriéndose los ojos con las manos. Luego se puso de pie; tomó de un estante un cilindro del que extrajo un rodillo de marfil colocándolo en la mesita provista de pantalla. Tiró en seguida de un cordón, acercó la mesita al banco ocupado por nuestros amigos y dio vuelta a la llave eléctrica.

    El espejo de la pantalla se iluminó y de arriba abajo se deslizaron figuras de ancianos, animales, edificios, árboles y utensilios domésticos. Aelita los nombraba a medida que aparecían. Y cuando se movían o se unían, la joven decía el correspondiente verbo. Curiosos signos de color aparecían de vez en cuando entre las imágenes, y entonces resonaba una frase musical con la que Aelita nombraba la idea.

    La joven hablaba en voz baja mientras desfilaban las letras de aquel original alfabeto. En el silencio y en la penumbra azulada de la biblioteca, solamente a Loss se dirigían los ojos de Aelita y su voz penetraba en su alma con singular encanto, aclarándole la mente. Así fue desgarrándose el velo de misterio que le cubría todo en aquel misterioso país y poco a poco fueron: grabándose en su memoria las nuevas palabras y las nuevas ideas.

    Al cabo de dos horas Aelita suspiró, pasóse la mano por la frente y apagó la pantalla. Loss y Gusev permanecieron un momento como soñando.

    —Vayan a descansar —dijo Aelita—, valiéndose del idioma cuyas voces, aun extrañas para sus huéspedes, se hacían, no obstante, presentes en las tinieblas de su entendimiento.


    XlX - En la escalera


    Transcurrieron siete días.

    Al recordar más tarde aquella época de su vida, Loss se la figuraba una penumbra azulada, una calma sin límite en la que, despierto, se soñaba maravillosamente.

    Ambos amigos se despertaban temprano. Tras tomar el baño y un ligero desayuno, se encaminaban a la biblioteca en cuyos umbrales aparecía siempre Aelita, con sus ojos atentos y luminosos. Las palabras que esta pronunciaba ya no eran del todo incomprensibles para los hombres de la Tierra. Una sensación de delicioso descanso emanaba de aquella habitación en que reinaban las suaves palabras de la dulce mujer. El brillo de sus ojos era siempre distinto y de el parecían surgir maravillosos sueños. Por la pantalla deslizábanse sombras, objetos y colores y las palabras, casi involuntariamente, iban grabándose en la memoria. Se efectuaba un milagro, y el conocimiento, pictórico de la savia de la vida, se posesionaba cada vez con mayor robustez de los cerebros de nuestros amigos. Loss experimentaba una doble emoción al pronunciar el nombre de Aelita. La primera sílaba «Ae» significaba «lo que se vé por última vez», y le ocasionaba tristeza, y las dos últimas «lita» que significaban «luz de estrellas», hacíanle sentir el suave roce de la luz celestial.

    El idioma del nuevo mundo, cual un finísimo fluido había logrado penetrar en nuestros aviadores.

    Pero al octavo día, Aelita, fatigada por al esfuerzo, no mandó despertar a los hombres, que durmieron hasta el anochecer.

    Cuando Loss se levantó de la cama, veíanse por la ventana largas sombras mientras un pájaro cantaba, cristalina y monótonamente. El ingeniero se sentía algo mareado, pero su corazón rebosaba alegría. Se vistió apresuradamente y sin despertar a Gusev salió del dormitorio dirigiéndose a la biblioteca. Llamó a la puerta, y con gran asombro suyo no obtuvo respuesta. Por primera vez en aquella semana el ingeniero salió entonces al patio. El terreno bajaba hacia el bosquecillo y allí pacía dando tristes mugidos el rebaño de animales torpes y velludos, semi osos, semi vacas, que se llamaban «jashi». Los oblicuos rayos del sol poniente doraban la espesa hierba. Toda la pradera ardía con reflejos de oro húmedo. Cigüeñas de color esmeralda volaban sobre el lago. En lontananza destacábase el cono nevado de la cima de la montaña, levemente alumbrado por la luz crepuscular. La paz y la divina tristeza del día reinaban por doquier, con su oro pálido y sus vagos perfumes.

    Loss tomó un sendero que conducía hacia el lago. Reconoció los árboles llorones de color celeste que crecían a ambos lados del camino, vio las ruinas a través de los troncos sintiendo el mismo aire frío de la primera vez. Pero todo le parecía nuevo. Cuando se acercó al lago, el sol ya se había puesto, dejando en él como un recuerdo de sus últimas luces. Encendiéronse luego las estrellas y su extraño dibujo se reflejó en el agua. En la escalera que conducía a las aguas y cuyos peldaños vigilaban con la cara vuelta hacia las constelaciones los gigantes de piedra, Loss pudo respirar a plenos pulmones el vaho húmedo del lago y el agria fragancia de las flores lacustres. Magazitl sonreía bajo el polvo de oro de las estrellas. Loss, apoyado en la estatua, permaneció largo rato contemplando el paisaje; luego bajó algunos escalones y vio a Aelita sentada en actitud meditabunda.

    —¿Aiu tu isa jasje Aelita? —dijo Loss, escuchándose a sí mismo con gran asombro.

    Las palabras surgieron de sus labios con dificultad, pero el ansia de que estaban poseídas, las hizo claras y elocuentes:

    —¿Me permite quedar a su lado, Aelita? —He allí lo que querían decir.

    La joven alzó la cabeza, le respondió afirmativamente y volvió a su actitud primera. Loss se sentó a su lado. El cabello de Aelita estaba cubierto por el capuchón de su capa negra, su rostro curioso se distinguía claramente a la luz de las estrellas. Tenía la mirada perdida en una vaga lejanía.en una vaga lejanía.

    —¿Ha sido usted feliz en la Tierra? —preguntó, sin mirar al hombre.

    Loss no le contestó en seguida, absorbido en la contemplación del rostro de la joven que aparecía impasible, pero con pliegues de tristeza en la comisura de los labios.

    —Sí —balbuceó, por fin, sintiendo oprimírsele el corazón—. ¡He sido feliz...!
    —¿En qué consiste la felicidad en la Tierra?

    Loss contestó cabizbajo:

    —Creo que en el arte de olvidarse de sí mismo. Quien sabe hallar la alegría en el deseo de consagrar su vida a otro ser es feliz.

    Aelita volvió el rostro hacia su interlocutor. Sus enormes ojos miraban con gran asombro al gigante de cabellera blanca.

    —Semejante dicha sólo puede provenir del amor hacia una mujer —prosiguió Loss.

    Aelita bajó la cabeza. Su capuchón tembló ligeramente y Loss no pudo darse cuenta de si la joven reía o lloraba.

    —¿Por qué abandonó usted la Tierra? —preguntó ella con voz temblorosa.
    —La mujer a quien yo amaba entrañablemente murió —fue la respuesta—. La vida se volvió insoportable para mí. Quedé solo con mis torturas y no tuve ni fuerzas para combatir mi desesperación, ni deseos de vivir. Hace falta mucho valor para vivir en la Tierra, donde todo está envenenado por el odio. Soy, pues, un prófugo, un cobarde.

    Aelita sacó de debajo de la capa su fina mano, rozando ligeramente la gran mano de Loss y volvió a cubrirse.

    —Yo sabía que en mi vida iba a suceder «eso» —murmuró pensativa—. Cuando niña solía soñar extrañas cosas. Soñaba con altas montañas verdes, con ríos claros distintos de los nuestros con enormes nubes blancas, con hombres gigantescos. Creí más de una vez que había perdido la razón. Pero más tarde mi profesor me dijo que aquella era mi segunda vida que se llama «ashje». Los descendientes de los magazitls tenemos viva la memoria de la otra vida. El ashje está dormitando en nuestra alma como una semilla sin germinar, pero contiene una fuerza poderosa y una enorme sabiduría. Sin embargo, yo no sé qué es la dicha...

    Aelita se restregó las manos suavemente.

    —Hace muchos años que vengo de noche aquí para contemplar las estrellas —prosiguió—. Sé muchas cosas de las que nunca llegará a enterarse usted, pero he sido solamente feliz en mi infancia, cuando soñaba con los gigantes, las montañas verdes y las nubes blancas. Recuerdo que mi profesor me dijo que eso me llevaría a la perdición.

    Aelita miró a Loss con triste sonrisa. El hombre se sentía dominado y encantado por su belleza sobrenatural, por el peligroso aroma agridulce que se desprendía de todo su ser.

    Loss le dijo con voz suplicante:

    —Aelita; cuéntame algo acerca de su vida, de su sabiduría, de sus sueños.
    —Todo es un misterio —replicó la joven—. Pero algo he de decirle.

    En la bóveda celeste brillaban grandes constelaciones. Dijérase que el soplo del viento de la eternidad pasaba por sobre las cabezas de Loss y Aelita.

    —Escúcheme —dijo la joven, exhalando un suspiro:


    XX - Primer relato de Aelita


    —Hace doscientos siglos, Turna, es decir, Marte, fue habitado por los Aolos, una raza de piel anaranjada, que era cazadora y que se alimentaba con las grandes arañas, habitando la zona ecuatorial. De la raza no ha quedado nada, a excepción de unas pocas palabras que se conservan en nuestro idioma. Algunas tribus de Aolos poblaban los golfos australes de un gran continente en cuyas orillas hay grutas volcánicas con lagos salados y dulces. Los Aolos buscaban refugio en estas grutas durante los fríos invernales. Había otra rama de los Aolos que habitaba cerca del Ecuador, en los montes en que había arroyos de agua potable. Estas tribus sabían construir casas, criaban jashis de largo pelo, guerreaban con las que se alimentaban de arañas y adoraban a la estrella sangrienta: Talzetl. En una de las tribus que poblaban la rica región de Azora apareció un shojo excepcional. Era hijo de un pastor; había nacido en las montañas de Lidira y cuando cumplió trece años bajó al valle de Aora para que ciudad en ciudad predicando lo siguiente: «He tenido un sueño extraordinario. Se abrió el cielo y se cayó una estrella. Lleven sus rebaños de jashi en dirección de la caída y vi a un hijo del cielo que yacía en la yerba. Era de alta estatura y blanco como la nieve de las montañas. Sus ojos irradiaban luz y locura. Caí de bruces aterrado y permanecí largo tiempo en aquella postura. Sentí que el hijo del cielo tomó mi cayado y mandó a mis jashi. La tierra temblaba bajo sus fuertes pisadas, y también oí su voz poderosa que decía: «Morirás porque así lo deseo». Lo seguí porque no quería perder mis jashi, pero sin atreverme a acercarme al gigante por temor al fuego malévolo que surgía de sus ojos. Para salvarme de la muerte tuve que ocultarme varias veces. Así caminamos mucho tiempo, alejándonos siempre de las montañas e internándonos en el desierto. El hijo del cielo daba unos golpes en el suelo con el cayado y hacía brotar el agua que bebíamos yo y mis jashi. Él me mandó ser su esclavo. Entonces tuve que cuidar su ganado y alimentarme con los amargos restos de la comida que quería arrojarme.» Así habló el pastor a los habitantes de las ciudades, en los mercados. Además, decía: «Los dóciles pájaros y los pacíficos animales viven sin labor la hora de su muerte. El ave de rapiña «ixi» despliega sus alas encima de la cabeza de la cigüeña; la araña a su tela, y los ojos del terrible «cha» brillan a través de los matorrales azules... ¡Temed, mortales! No tenéis dagas suficientemente afiladas como para herir el mal, no tenéis murallas suficientemente fuertes como para protegeros contra él; no poseéis piernas suficientemente largas como para escaparos de su asechanza. Yo veo desgarrarse el cielo y advierto como cae su hijo malévolo sobre vuestras cabezas. Sus ojos tienen el fuego rolo de Talzetl...»

    Al oír estas palabras, los habitantes de la pacífica Azora, alzaban aterrados las manos al cielo, y el pastor proseguía:

    —«Cuando el cruel «cha» os busque con su vista a través de los matorrales, convertios en una sombra para que su olfato no perciba vuestro olor; cuando el «ixi» se precipite desde la nube rosada, transformaos en sombras y sus ojos os buscarán en vano en el suelo; cuando de noche, a la luz de las dos lunas «ollo» y «litja», la terrible araña «zitl» enrede vuestras cabañas con su tela, convertios en sombras y no podrá capturares. Haced sombra para el Mal, pobres hijos de Turna. Sólo el mal atrae el mal, y vosotros debéis alejar de vuestros corazones aquello que pueda parecer malo; enterrad vuestro odio a las puertas de vuestras cabañas y caminad al santo arroyo de Soam para purificarse. Entonces seréis invisibles para el malévolo hijo del cielo y sus ojos sanguinarios no os encontrarán.»

    Los habitantes de Azora escuchaban al pastor y muchos de ellos lo siguieron hasta el lago redondo y el santo arroyo de Soam. Una vez allí preguntaron algunos:

    —¿Cómo se puede enterrar al mal a las puertas de las cabañas...?

    Otros dijeron:

    —No podemos enterrar al mal porque hemos sido ultrajados por nuestros vecinos.

    Y los de más allá, encolerizados:

    —Tú nos estás engañando. Los ofendidos y los mendigos te han aconsejado que distraigan nuestra atención, para luego apoderarse de nuestros bienes.

    Algunos fraguaban complots, diciendo para su coleto:

    —Llevaremos al pastor loco a la roca y lo arrojaremos al lago para que él mismo se convierta en una sombra.

    Al oír todo esto, el pastor tomaba su «ulla», una zampona de madera rematado en un triángulo, se sentaba entre los incrédulos y recelosos y empezaba a cantar tocando su instrumento. Su música y su canto eran tan deliciosos que hacían callar a los pájaros, calmarse el viento, acostarse a los rebaños y detenerse al sol en el firmamento. A cada uno de sus oyentes parecíale en aquel momento que ya había enterrado el mal, y muchos se dirigieron al lago para tomar el baño purificador.

    Así predicó el pastor durante tres años. Pero, de repente, desde los pantanos llegaron las tribus que se alimentaban de arañas y atacaron a los habitantes de Azora.

    El pastor iba de población en población, diciendo:

    —No os dejéis dominar por el mal. Por sobre todo apreciad la pureza y temed más que la muerte su pérdida. Algunos siguieron su consejo y no opusieron resistencia a los salvajes que los mataron en los umbrales de sus propias chozas. Entonces los jefes se pusieron de acuerdo, y conduciendo al pastor a la roca, lo arrojaron al agua.

    La doctrina del pastor traspasó los límites de Azora. Hasta los habitantes de las grutas de la zona oceánica grabaron su imagen en las rocas. Los caciques de algunas tribus sentenciaban a muerte a los que adoraban al pastor, pues consideraban peligrosa su doctrina, pero por fin llegó la hora en que había de cumplirse su profecía. Los anales de aquella época dicen lo siguiente: «Durante cuarenta días y otras tantas noches, cayeron sobre Turna los hijos del cielo. La estrella Talzetl aparecía en el firmamento después del ocaso y ardía con luz sobrenatural. Muchos de los hijos del cielo se estrellaban contra las rocas o se ahogaban en los océanos y lagos, pero una enorme cantidad de ellos llegaron sanos y salvos a la superficie de Turna». Así relatan los anales la gran cruzada de los magazitls, es decir, de una de las tribus de la raza terrestre que había perecido durante el diluvio, doscientos siglos atrás.

    Los magazitls llegaban volando en aparatos de bronce de forma oval, empleando como fuerza motriz el poder germinante de las semillas. Ellos sabían manejar esa fuerza de la misma manera que ustedes saben aprovechar la de la disociación de las moléculas. Y así abandonaron la Tierra durante cuarenta días no sin que gran cantidad de ellos pereciera, algunos en el desierto sideral y otros estrellándose contra Turna. La minoría bajó ilesa en las llanuras del continente ecuatorial. Los anales dicen: «Salían de sus huevos. Eran altos y tenían los cabellos negros y el rostro chato y amarillo. Sus cuerpos y sus rodillas estaban cubiertos por una malla de bronce. El yelmo que sobresalía de la frente llevaba en su parte superior una aguda cresta y cada uno llevaba en la mano izquierda una corta espada y en la derecha un pergamino con caracteres que ocasionaron la perdición de los pobres e ignorantes pueblos de Turna.»

    Los magazitls formaban una tribu cruel y poderosa. En la Tierra había habitado la Ciudad de los Cien Portones de Oro, capital del continente que se había sumergido en el fondo del océano. Poseían la mayor sabiduría, pero la aprovechaban para hacer mal. Dirigiéronse, pues, a las poblaciones de los Aolos donde se apoderaron de todo cuanto les agradó, dando muerte a quienes se les oponían. Enviaron a las llanuras los rebaños de jashls y se pusieron a cavar pozos. Labraron los campos y sembraron avena, pero como el agua era escasa, las semillas no germinaron en el suelo estéril. Entonces los magazitls ordenaron a los Aolos ir a la llanura para cavar los canales y construir los acueductos. Algunas tribus acataron la orden y trabajaron, pero otras dijeron: «No hagamos caso a los advenedizos y matémoslos». Entonces, las tropas de los Aolos salieron a la llanura y la cubrieron como una nube. Los intrusos eran pocos; pero llamaron en su auxilio a los elementos de la naturaleza, y así se desencadenaron tormentas que hicieron estremecer a las montañas y los llanos. El océano se desbordó, volaron por el aire los árboles y las casas y las voces roncas y potentes de los magazitls se sobreponían al estruendo, en extraños exorcismos. Los Aolos parecían como la yerba atacada por la nieve. Los advenedizos los ultimaban con sus espadas y les confundían las ideas haciéndoles bregar entre si. Las aldeas ardían; huían los rebaños y de los pantanos salían los crueles «chas» a devorar niños y mujeres. Las arañas tejieron sus telas alrededor de las chozas y los «ixi», alimentándose de cadáveres, engordaron a tal punto, que casi no podían volar.naturaleza, y así se desencadenaron tormentas que hicieron estremecer a las montañas y los llanos. El océano se desbordó, volaron por el aire los árboles y las casas y las voces roncas y potentes de los magazitls se sobreponían al estruendo, en extraños exorcismos. Los Aolos parecían como la yerba atacada por la nieve. Los advenedizos los ultimaban con sus espadas y les confundían las ideas haciéndoles bregar entre si. Las aldeas ardían; huían los rebaños y de los pantanos salían los crueles «chas» a devorar niños y mujeres. Las arañas tejieron sus telas alrededor de las chozas y los «ixi», alimentándose de cadáveres, engordaron a tal punto, que casi no podían volar.

    Los últimos Aolos vieron a un fantasma a la hora del ocaso: un hombre de cabellera llameante que, en el horizonte, alzaba los brazos en ademán de maldición. Se acercaba el fin del mundo. Entonces se acordaron de esa profecía del pastor, que decía:

    —Convertios en una sombra, pobres hijos de Turna y así los ojos sanguinarios de los hijos del cielo no os podrán hacer daño.

    Fueron, pues al gran arroyo de Soam para purificarse con sus aguas, y algunos se refugiaron en los montes esperando oír el canto de la «ulla» que tenía la propiedad de purificar el alma. Otros repartieron sus bienes y perdonaron las ofensas, buscando el bien en ellos y en sus prójimos y festejándolo con cánticos y lágrimas de alegría. Los adeptos que habitaban las alturas de Lisiasira construyeron el santo umbral debajo del cual se enterró el mal. Tres círculos de hogueras inextinguibles protegían la entrada, y el que quería purificarse había de trasponer el fuego. Fue, pues aquel, un siglo sangriento y elevado.

    El ejército de los Aolos quedó reducido a nada. Las tribus que se alimentaban con arañas quedaron exterminadas en sus bosques. Los pescadores se convirtieron en esclavos; pero los magazitls no le hicieron ningún daño a los adeptos del pastor. No destruyeron su santo umbral, no se acercaron al arroyo de Soam, no penetraron a los valles en que, al mediodía, el viento traía los sonidos misteriosos de la «ulla».

    Pasaron muchos años tristes. Los hijos del cielo no tenían mujeres y no obstante haber conquistado a Marte, tenían que morir sin dejar prole. Por eso, una vez en las montañas que servían de refugio a los Aolos, apareció como mensajero un bello magazitl. No llevaba ni yelmo ni espada y traía en la mano un bastón en cuyo extremo lucía un trapo blanco. Acercóse a las hogueras que rodeaban el santo umbral y dijo a los Aolos que acudieron:

    —Mi cabeza está descubierta, mi pecho está desnudo; pueden herirme. Somos poderosos, hemos poseído la estrella Tazetl hemos cruzado a vuelo el camino de las estrellas, hemos conquistado a Marte y exterminado a nuestros enemigos. Ahora estamos construyendo acueductos y canales para poder regar las estériles llanuras de Turna. Construiremos una gran ciudad: Soazéra, que significa población del Sol y dejaremos vivir en ella a quienes quieran. Pero no tenemos mujeres y tenemos que morir sin cumplir lo que nos está predestinado. Entréguennos sus vírgenes, y produciremos una raza fuerte que poblará a Marte. Vengan con nosotros y ayúdennos a construir.

    El mensajero puso su bastón junto al fuego y se sentó dando la cara al umbral. Sus ojos estaban plegados; pero todos vieron en sus ojos un tercer ojo cubierto por una membrana. Los Aolos celebraron un consejo y se dijeron:

    —En las montañas falta agua y pasto para los animales; nos helamos de frío en invierno; los vientos derriban nuestras cabañas... Más vale aceptar la proposición del magazitl y volvernos a nuestras antiguas viviendas...

    Bajaron, pues, de sus montañas a la llanura de Azora, llevando sus mujeres, niños y rebaños de jashi. Los Aolos no sentían temor, pues sus almas eran dóciles y sus corazones denodados. En las montañas habían aprendido el secreto de la eterna bienaventuranza, y así no existía ningún mal que pudiera turbarlos.

    Los magazitls se unieron a las vírgenes Aolas, y de aquella mezcla de sangres surgió la raza azul de la montaña. En aquella época comenzó la construcción de diez y seis gigantescos acueductos, en los que se acumulaba el agua procedente del derretimiento de las nieves de los polos. Las estériles llanuras fueron atravesadas por canales. Los campos dieron abundantes cosechas. Y nuevas poblaciones fueron construidas. Se edificaron las murallas de Soazéra.dieron abundantes cosechas. Y nuevas poblaciones fueron construidas. Se edificaron las murallas de Soazéra.

    Los magazitls poseían, además del secreto de aprovechar la fuerza germinante de las semillas, el don de hacer mover los cuerpos inanimados, mediante palabras misteriosas. También hacían crecer las plantas cuando querían. Su sabiduría fue consignada en libros por medio de manchas de color entrelazadas con los signos de Zodiaco.

    Desgraciadamente esta sabiduría desapareció con el último hombre llegado de la Tierra, y sólo al cabo de doscientos siglos, nos ha sido posible, a los descendientes de la raza de las montañas, descifrar el secreto de esos libros.


    XXI - Un descubrimiento casual


    Completamente aburrido, Gusev, al anochecer, se decidió a recorrer la casa. Era espaciosa y sólida. Había numerosos corredores y todas las habitaciones estaban tapizadas. Gusev vagaba al azar contemplándolo todo, distraído.

    —Viven con lujo estos bribones —se decía—, pero, en fija que se aburren...

    De lejos se oía rumor de voces y ruido de utensilios de cocina. La voz del encargado, llena de cólera, retumbó de repente.

    Gusev llegó a la cocina. El fogón estaba encendido y la comida que en él se preparaba despedía un grato olor humeante. Husmeando, el hombre se detuvo en el umbral. Al verlo, la cocinera y el encargado interrumpieron su disputa y retrocedieron asustados.

    —¡Qué de humo...! Cuánto humo hay aquí —les dijo Gusev en ruso—. Hay que construir una chimenea. ¡Parece mentira que siendo marcianos no sepan una cosa tan sencilla!

    Completó sus palabras con una serie de ademanes, que ni siquiera él comprendió, y salió al patio. Se sentó en un escalón, sacó su cigarrera y encendió un cigarrillo. A lo lejos veíase a un pastor que corría y gritaba para que su rebaño entrara a un galpón. Una mujer se encaminaba hacia la casa llevando dos pequeños baldes de leche. El viento inflaba su blusa amarilla y agitaba la borla de la gorra que cubría su cabeza pelirroja. De pronto se detuvo, puso en el suelo los baldes para taparse la cara con una mano y con la otra ahuyentar un insecto que la molestaba.

    El viento levantó su pollera. La mujer la bajó, riendo, y reanudó su camino, a la carrera. Al ver a Gusev volvió a reír, enseñando su blanca dentadura. Era la sobrina del encargado, alegre, regordeta y de tez trigueña, que se llamaba Ija. Al pasar junto a Gusev le echó una mirada furtiva. El soldado tuvo intención de darle un pellizco, pero se contuvo, y siguió sentado, fumando.

    Al cabo de pocos momentos, Ija volvió a salir llevando una canasta y un cuchillo. Se sentó a escasa distancia del hijo del cielo y se puso a pelar legumbres. Sus espesas pestañas temblaban ligeramente. Era evidente que estaba del mejor humor del mundo.

    —¿Por qué será que en Marte las mujeres son azules? —le preguntó Gusev en ruso y agregó—: Eres una tontita Ija, pues no entiendes nada de la vida.

    La muchacha le contestó algo y Gusev creyó entender confusamente:

    —En el colegio, en el Sagrado Testamento, leí que los hijos del cielo eran malvados. Los libros dicen una cosa y la realidad es otra, pues yo no creo malos a los hijos del cielo.
    —¡Claro está que son buenos! —replicó Gusev, guiñarlo los ojos.

    Ija se rió de buena gana. Las peladuras de las legumbres se deslizaban rápidamente entre sus manos.

    —Mi tío dice —aseguró la joven— que los hijos del cielo tienen el poder de matar con una sola mirada. Yo no noto nada de esto.
    —¿De veras...? ¿Y, qué es lo que notas...?
    —¿Qué dice? —preguntó la joven—. No entiendo su idioma, pero creo que en la estrella roja —su estrella—, todo es igual a lo de acá.

    Gusev tosió y se acercó a la muchacha. Ija tomó su canasta y se apartó, pero él volvió a aproximársele y entonces ella le dijo sonriendo:

    —Va a gastar el traje arrastrándose por los peldaños.

    Gusev le entendió a medias y contestó:

    —Bueno. Me parece que nuestra conversación toma un giro atractivo.

    Se acercó por completo a la joven, que bajó la cabeza y suspiró. Gusev no esperó más para abrazarla. Ija alzó la cabeza y abrió desmesuradamente los ojos, pero el hombre la siguió abrazando y le dio un fuerte beso en la boca. Ija hizo un esfuerzo logrando librarse de sus brazos, y huyó. Gusev quedó sentado, atusándose el bigote y sonriendo con aire de triunfador.triunfador.

    Caía la noche y un sentimiento extraño empezó a adueñarse del alma del soldado. El frío nocturno erizó su piel. El patio estaba ya lleno de sombras grotescas. Gusev penetró de nuevo en la casa. En el corredor encontró a Ija y la llamó con un ademán imperioso. Cuando se le hubo acercado empezó a hablarle articulando trabajosamente las palabras.

    —Sábelo bien, Ija, y no olvides. Suceda lo que suceda, me casaré contigo. Obedéceme, pues, en todo.

    La muchacha se acurrucó contra la pared sin pronunciar una palabra. Gusev la apartó violentamente tomándola de un brazo.

    —Oye —dijo—. Yo, hijo del cielo, no vine aquí para perder el tiempo en bagatelas. Tengo importantes transacciones que hacer en tu planeta, pero resulto un ser nuevo, desconocido y nada sé de las costumbres que por aquí imperan. Tú debes estar dispuesta a ayudarme. Pero, fíjate bien: no trates de engañarme inventando cosas que no sean ciertas. Dime por lo pronto quién es tu amo.
    —Nuestro amo —contestó Ija, que había escuchado con gran atención todo cuanto Gusev le dijera— es el que gobierna todos los países de Marte.
    —¡Qué me cuentas! —exclamó Gusev, parándose en seco—. ¿No mientes...? Y, cómo se llama...? Qué título tiene...? Es rey o Gran Zar...?
    —Su nombre es Tuscub. Es el padre de Aelita y la cabeza dirigente del Consejo Superior.
    —Bueno. A otra cosa. En aquella pieza he visto un espejo opaco. Quisiera ver cómo funciona. Enséñamelo.

    Entraron en una habitación estrecha que estaba completamente a oscuras y en la que había muchos sillones. Gusev, a tientas, se sentó en uno. Ija de preguntó:

    —¿Qué desea ver el hijo del cielo?
    —Muéstrame la ciudad.
    —Es de noche. El trabajo ha terminado en todas partes. Todo está cerrado y las plazas se encuentran vacías. ¿No le gustaría más ver las diversiones públicas...?
    —Bueno. Lo que tú quieras.

    Ija conectó el cordón que pendía de la pantalla con una tabla llena de inscripciones singulares y se situó al lado de Gusev.

    Un ruido ensordecedor llenó los ámbitos de la habitación. El espejo se iluminó dejando ver, hasta perderse de vista, enormes techos de vidrio que cubrían extensiones de terreno en las que había miles de seres humanos, y carteles de diferentes tamaños que irradiaban luz. Figuras aladas iban y venían por el cielo, como murciélagos gigantescos. Densas nubes de humo multicolor subían en espiral hasta los techos, prestando al conjunto el aspecto que tuvieran si se las hubiera observado con lentes ahumados.

    —¿Qué están haciendo? —gritó Gusev a voz en cuello, tal era el tumulto que venía desde la pantalla.
    —Aspirando el humo precioso. ¿Observa usted esas humaredas? Son producto de las hojas de javra. Este humo ha recibido el nombre de humo de la inmortalidad. Todo individuo que lo aspira vé cosas maravillosas, a tal extremo, que cree que no morirá jamás. Hay hasta quien oye la voz de la «ulla». Pero nadie está habilitado para aspirarlo en su casa. Este delito está castigado con pena de muerte. El Consejo Superior ha dispuesto que sólo doce veces al año se queman hojas de javra en ese edificio.
    —¿Y esos que están allá... qué hacen...?
    —Dan vueltas a unas ruedas con cifras, tratando de adivinar un número. Hoy es el día en que cada cual puede hacer esa tentativa, y si logra adivinar, queda libre de trabajar para toda la vida. El Consejo Superior le regala una linda casa, un campo, diez jashis y un barco alado. Resulta una gran cosa acertar con el número.

    Mientras daba estas explicaciones, Ija se sentó en el brazo del sillón y Gusev aprovechó tal oportunidad para abrazarla. La joven hizo, al principio, la tentativa de librarse de él, pero, como no pudo, quedóse quieta.

    Gusev no salía de su asombro, mirando los cuadros que se reflejaban en el espejo opaco, y cuando concluyó la proyección, pidió a Ija que le mostrara algo más. La joven se levantó del sillón y se dirigió hacia el cuadro de las cifras delante del cual titubeó largo rato antes de colocar el tomacorriente. Por fin lo hizo y volvía a su lugar. Tenía expresión soñolienta. El soldado la miró sonriendo. Ella se sentía dulcemente aterrorizada.

    —Ea, chica —díjole Gusev en ruso—. Lo que a tí te hace falta es casarte.

    Ija separó los ojos del rostro del hombre y exhaló un suspiro. Gusev le acarició la espalda, haciéndola estremecer de placer y le dijo:

    —Te quiero, mi linda, mi azulada muñeca...
    —Voy a enseñarle ahora —murmuró la muchacha—, algo muy interesante—. Y tiró del cordón.

    En el espejo apareció una espalda que casi ocupaba por completo la superficie. Una voz glacial pronunciaba, lentamente palabras incomprensibles para Gusev. La espalda se apartó a un lado y el soldado pudo ver un gran recinto abovedado cuyas paredes estaban cubiertas por inscripciones y figuras geométricas. Alrededor de la mesa que había en el centro de la habitación, estaban sentados, en actitud pensativa, los mismos marcianos que hablan salido al encuentro de la aeronave a la llegada de nuestros amigos. De pie ante esa mesa se encontraba Tuscub, el padre de Aelita. Sus finos labios se movían y hacían ondular sobre la capa dorada las hebras de su barba. Parecía hecho de piedra. Sus ojos miraban fijamente y tenían una expresión lúgubre.

    Pronunciaba palabras que causaban terror a quienes las oían.

    La voz «Talzetl» surgió varias veces de sus labios, en tanto que movía amenazadoramente las manos. Un marciano, sentado frente a él, se puso de pie, y pálido de cólera, exclamó echándole una mirada de odio.

    —¡No son ellos, sino tú...!

    Ija se estremeció. No obstante estar sentada frente al espejo, no había visto nada, pues estaba como adormecida bajo el influjo de las caricias del hijo del cielo que seguía rascándole la espalda. Cuando resonó el grito del marciano, Gusev le preguntó:

    —¿De qué hablan...?

    Y entonces Ija pareció despertarse y miró, atónita, el espejo. Dejó escapar un grito lastimero y tiró apresuradamente del cordón.

    —Me he equivocado —balbuceó, cuando se hubo apagado la pantalla—. Fue sin querer. Ningún shojo puede escuchar los secretos del Consejo Superior.

    La joven, desesperada, se mesó los cabellos murmurando siempre:

    —¡Me he equivocado...! ¡No tengo culpa...! Y ahora me enviarán a las grutas de los hielos eternos...
    —No te desesperes, Ija —díjole Gusev, atrayéndola y acariciándole los cabellos tibios—. Nadie lo sabrá... A nadie se lo contaré.

    La joven se apaciguó y cerró los ojos.

    —Eres una tonta, mi chiquilla —prosiguió el soldado—. No sé si eres un animalito o un ser humano, querida...

    Y le rascaba detrás de la oreja, seguro de proporcionarle placer.

    Ija se acurrucó en el sillón. Sus ojos brillaban y los blancos dientes le asomaban por entre los labios húmedos. Parecía, verdaderamente, un animalillo.

    De repente resonaron los pasos y las voces de Loss y Aelita. Ija se levantó precipitadamente y se dirigió a la puerta.

    —Nuestros asuntos marchan muy mal —dijo Gusev a Loss esa noche—. Por casualidad vi una reunión del Consejo Supremo en el espejo opaco y, por lo que ha entendido, me parece que deberemos tomar medidas si no queremos morir como perros, Créalo usted, Mstislav Sergievich.

    Loss lo escuchaba sin comprenderlo, mirándolo con ojos soñadores. Luego, sin darle importancia a lo que el soldado le dijera, exclamó, tendiéndose en el lecho:

    —Sin duda se trata de una brujería. No haga caso y hágame el favor de apagar la luz.

    Gusev permaneció un rato pensativo. Giró más tarde sobre sus talones y se fue a su habitación murmurando:

    —Así es la cosa, sin embargo...


    XXII - La mañana de Aelita


    Aelita se despertó temprano, pero siguió acostada, atenta al hilo de sus pensamientos. Su ancha cama estaba colocada en el medio de la pieza, sobre una especie de tablado tapizado de alfombras. El cielo raso se inclinaba en un rincón descendiendo hasta una gran pileta de mármol. Las paredes estaban adornadas, con mosaicos multicolores. La luz del alba se reflejaba en las níveas sábanas del lecho y en la cabeza rubia de la joven.

    Aelita había pasado mala noche. Fragmentos de sueños inquietantes había pasado desordenadamente ante sus ojos entornados. Por eso se había despertado al rayar el alba, y sin embargo, seguía acostada, inmóvl. Sus pensamientos eran claros, pero por sus venas corría una inquietud desconocida, lo que trastornaba su ánimo siempre tan sereno.

    «La inquietud de la sangre, la confusión, son el retorno a los tiempos extintos. Este estado de ánimo llevará a los pueblos a la perdición. El viento primaveral tras la inquietud y la germinación. Dar a luz, hacer crecer las seres para que mueran, enterrarlos y volver a sentir deseos maternales, resulta ciego e inútil.»

    Tales eran las reflexiones de Aelita, pero, no obstante su filosofía, no disipaban su inquietud. Entonces la joven saltó del lecho, y calzándose unas chinelas, cubrió sus desnudos hombros con una bata y se dirigió al baño. Se desnudó, hizo un moño de sus cabellos y bajó la escalera que conducía a la pileta. En el último peldaño se detuvo para gozar la caricia de los rayos solares que allí se quebraban. Miró al agua azulada y se vio a sí misma. El sol le alumbraba el vientre. Una mueca de asco hizo temblar el labio superior de la joven. Y cerrando los ojos se precipitó al agua. El baño dio a sus pensamientos el giro habitual. Aelita tenía la costumbre de conversar todas las mañanas con su padre. Con tal objeto, tenía instalada una pantallita en su cuarto de vestir. Se sentó, pues, ante el espejo de su tocador, peinó su espesa cabellera, frotó su rostro, su cuello y sus manos con una crema aromática, se miró al espejo y por última hizo funcionar el aparato.

    En el espejo opaco apareció el escritorio de su padre, tan familiar para la joven, con sus altos estantes, sus mapas y la gran mesa cubierta de papeles. Entró Tuscub, y al sentarse ante la mesa, apartó los papeles y encontró los ojos de Aelita. Una leve sonrisa se dibujó en sus finos y largos labios.

    —¿Qué tal has pasado la noche, Aelita...?
    —Bien. Todo va bien por aquí.
    —¿Qué hacen los hijos del cielo...?
    —Están tranquilos y contentos. Duermen aún.
    —¿Sigues enseñándoles nuestro idioma?
    —No. El ingeniero ya habla bien. Y en cuanto a su compañero, sabe lo bastante para él.
    —¿Todavía no tienen deseos de dejar la casa...?
    —No... No...

    La contestación de Aelita fue demasiado vehemente. Al oiría, los opacos ojos de Tuscub expresaron gran asombro. Bajo su mirada, Aelita retrocedió cohibida.

    —No te comprendo —dijo Tuscub.
    —¿Qué es lo que no comprendes...?¿Por qué no me dices la verdad, padre? ¿Tienes acaso, intención de hacerles mal...? Dímelo. Te lo ruego.

    Aelita no terminó la frase. El rostro de Tuscub cambió bruscamente como bajo la influencia de una llama de cólera. El espejo sé apagó, pero Aelita siguió contemplando la opaca superficie en que aún le parecía ver la cara de su paire, horrible, tanto para ella como para todo ser viviente.

    —Es espantoso —murmuró, desesperada— ¡Sería atroz! —Se puso de pie, desazonada, pero luego volvió a sentarse. Una inquietud la dominaba, una inquietud aguda, absurda, en cuyo centro se hallaba el varonil rostro del hijo del cielo rodeado por sus albos cabellos y con su expresión siempre cambiante. Sus ojos, ora tristes, ora cariñosos, impregnados de los reflejos de todo lo terrestre, sol, agua y bruma, eran dominadores, aniquilantes. Aelita alzó la cabeza y sacudió sus rubias guedejas. Se le oprimió el corazón... Con aire resuelto se inclinó sobre el aparato y tiró del cordón.albos cabellos y con su expresión siempre cambiante. Sus ojos, ora tristes, ora cariñosos, impregnados de los reflejos de todo lo terrestre, sol, agua y bruma, eran dominadores, aniquilantes. Aelita alzó la cabeza y sacudió sus rubias guedejas. Se le oprimió el corazón... Con aire resuelto se inclinó sobre el aparato y tiró del cordón.

    En la opaca luna del espejo apareció la figura de un anciano acurrucado en un amplio sillón, dormitando. La luz de una ventana alumbraba sus manos, cruzadas sobre la frazada que te cubría las piernas. Al sentir a Aelita, se estremeció, se arregló los anteojos, miró la pantalla y sonrió.

    —¿Cómo estás, hija mía? —preguntó con tono cariñoso.
    —Me atormenta una inquietud, maestro —contestó la joven—. Me abandona mi calma habitual. Quisiera dominarme, pero no puedo y tengo miedo.
    —¿Reside en el hijo del cielo la causa de tu inquietud...?
    —Sí. Hay en él algo que no llego a comprender, maestro. Acabo de conversar con mi padre. Parecía estar fuera de sí. Presiento por eso una lucha. Temo que el Consejo Supremo haya tomado alguna horrible resolución. ¡Venga usted en mi ayuda, maestro...!
    —Acabas de decirme que el hijo del cielo es la causa de tu inquietud. ¿No sería mejor, entonces, alejarlo por completo de tu lado...?
    —No —exclamó Aelita, poniéndose de pie. Y un intenso rubor cubrió sus mejillas. El anciano frunció el entrecejo.
    —No comprendo tus pensamientos, Aelita —dijo, con tono seco—. Tus ideas son ambiguas y contradictorias.
    —También lo noto yo —replicó Aelita.
    —Esa es la mejor prueba de que estás equivocada, hija mía. La suprema idea es clara, precisa, imparcial... jamás contradictoria. Haré lo que me pides y hablaré con tu padre. Es un hombre que se deja dominar por la pasión, lo que puede conducirlo a algunos procedimientos contrarios a la sabiduría y la justicia.
    —Abrigo mi única esperanza en usted.
    —Cálmate, hija mía y se razonable. Analiza tu corazón. ¿En qué consiste tu inquietud...? ¿Sube el antiguo instinto desde el fondo de tu sangre...? ¿Te sientes envuelta en rojas tinieblas...? ¿Está en tí la sed de prolongar la vida...? ¿Hierve tu sangre...?
    —Maestro: la inquietud que él me ocasiona tiene otro carácter.
    —Por elevado que sea el sentimiento que te domina, en tí despertará la mujer y ello te perderá. Sabe, Aelita, que la dicha sólo consiste en la sabiduría, en la contemplación indiferente del indispensable perecimiento de todo ser viviente, en la espera del momento en que el espíritu perfeccionado, no necesita la triste experiencia de la vida y traspase los límites de la razón para dejar de existir. La felicidad es la fría tristeza. Y tú quieres volver atrás. ¡Ten cuidado con tus tentaciones, hija mía! Es fácil caer y rodar rápidamente. Lo penoso es subir. Sé juiciosa, Aelita.

    La joven lo escuchaba cabizbaja.

    —Maestro —exclamó de pronto con los labios temblorosos y alzando los ojos llenos de angustia—. El hijo del cielo me dijo que en la Tierra sabían algo que es superior a la razón y a la sabiduría, no llegué a comprender que podía ser eso. Y ello ocasiona mi inquietud. Anoche, mientras estuvimos sentados en la orilla del lago, subió al firmamento la estrella roja y él la señaló, diciendo: La Tierra está rodeada por las tinieblas del amor. Sólo sus sacrificios son excelentes. El hombre que llega a conocer el gran amor no muere nunca... ¡Una infinita angustia me desgarra el corazón, maestro...!

    El anciano se puso sombrío.

    —Bueno —dijo por fin—. Que el hijo del cielo te dé el conocimiento que te falta, y hasta que no estés bien enterada de todo no vuelvas a molestarme. Ten mucho cuidado.

    El espejo se apagó y el silencio reinó en la habitación. Aelita enjugó su frente con un fino pañuelo. Miróse luego en el espejo con suma atención y severidad. Abrió en seguida un cofrecillo y extrajo de el la diminuta pata del animalito «indri» engarzada en un precioso metal. Colocósela en el cuello. Según una antigua superstición era un amuleto de gran eficacia para las mujeres en o momentos difíciles de la vida. Hecho esto, exhaló un suspiro y se encaminó a la biblioteca. Loss, que estaba leyendo junto a la ventana se puso de pie y fue a su encuentro. Al mirarlo la joven se sintió embargada de ternura hada aquel hombre grande y bondadoso. Con la mano sobre el amuleto que pendía de su cuello, dijo con voz emocionada:metal. Colocósela en el cuello. Según una antigua superstición era un amuleto de gran eficacia para las mujeres en o momentos difíciles de la vida. Hecho esto, exhaló un suspiro y se encaminó a la biblioteca. Loss, que estaba leyendo junto a la ventana se puso de pie y fue a su encuentro. Al mirarlo la joven se sintió embargada de ternura hada aquel hombre grande y bondadoso. Con la mano sobre el amuleto que pendía de su cuello, dijo con voz emocionada:

    —Ayer prometí referirle cómo pereció Atlántida. Siéntese y escúcheme.


    XXIII - Segundo relato de Aelita


    —He aquí lo que hemos leído en los libros multicolores: La raza de los atlantes se dividía en siete naciones, por el color de la piel, y se repartían comarcas diferentes. La civilización se desarrollaba pasando de una nación a otra. Los atlantes eran invasores y conquistaban constantemente lo que constantemente les era conquistado. Corría la sangre a torrentes, y una civilización sucedía a la otra, casi sin transición.

    Por aquel entonces el centro del mundo era una gran ciudad que tenía cien portones de oro y que hoy se encuentra sepultada en el océano. De aquella ciudad partían el poder y las tentaciones de la opulencia y la riqueza. Constituía, pues, un imán irresistible que atraía con la promesa de su rico botín. Invadida y destruida numerosas veces, otras tantas rehacíase, tras el natural decaimiento de la civilización lesionada, para surgir con igual esplendor, y volver, luego, a ser convulsionada a sangre y fuego por las hordas salvajes del desierto. Sus fundadores primigenios fueron los negros africanos de la nación de Zenze que se consideraban pertenecientes a la raza que en épocas remotísimas poblaba el hemisferio austral. Esta raza pereció casi totalmente a raíz de un choque entre la Tierra y el Cometa Ptó. Lo que de ella quedó se dividió en tribus que volvieron al estado primitivo, pero a pesar de todo, lograron conservar el recuerdo de su glorioso pasado. Los hombres de Zenze eran de estatura y fuerza hercúleas; poseían un don maravilloso que consistía en poder distinguir a distancia, a pesar de ser casi ciegos.

    El origen de esta particularidad residió en que habían pasado largos años escondidos en las oscuras cuevas de los bosques tropicales. Huyendo de las moscas venenosas, los Zenzes abandonaron las florestas y se dirigieron al noroeste hasta encontrar una región que les fue propicia. Fueron a una altiplanicie boscosa y pedregosa bañada por dos grandes ríos. Allí encontraron frutos y animales. En las montañas había oro, cobre y estaño, y los bosques les proporcionaron la madera para construir sus habitaciones. Los Zenzes construyeron una ancha muralla para defenderse de las fieras erigiendo una pirámide de trozos de granito para significar que el lugar en que se habían establecido era duradero y seguro. En el vértice de la pirámide colocaron un manojo de plumas del ave «elitli», a la que adoraban por haberlos librado de las moscas venenosas. Los jefes de los Zenzes se adornaban can plumas de aquella ave y adoptaban nombres de pájaros.

    Prosperando siempre, dominaron a las tribus vecinas y sentaron las bases de una civilización estable, pero un día, siglos más tarde, en el Extremo Oriente apareció un gran jefe de los pieles rojas que se llamaba Uru, conduciendo una horda numerosa que envolvió la ciudad. Los zenzes emplearon para defenderse la ciencia que habían heredado de sus mayores, pero, los pieles rojas eran fuertes por su cantidad y avidez. Se apoderaron de la ciudad y la saquearon. Uru se proclamó jefe del universo. Y los pieles rojas adquirieron pronto las ciencias y las artes de Zenze, aprendiendo sus costumbres. Las generaciones mestizas resultaron de gran capacidad, heredando de sus progenitores la misteriosa facultad de conocer la naturaleza de las cosas, y extendiendo en gran manera sus dominios.

    La ciudad fue rodeada por un nuevo muro en que se practicaron cien portones enchapados en oro. Y hacia ella se dirigían, atraídos por la curiosidad, los pueblos de todo el universo.

    Nuevos hombres aparecieron entre las tribus que rodeaban los muros de la ciudad. Eran de tez trigueña, ojos oblicuos y brillantes y nariz aguileña. Su inteligencia y astucia se evidenciaba en el menor detalle. Así, insensiblemente, fueron apoderándose de la ciencia y el comercio de la ciudad. Llamábanse los hijos de Aam y tanta era su capacidad, que descifraron los antiguos manuscritos de Zenze, dedicándose principalmente al desarrollo de esa doble visión que les permitía ver lo esencial de las cosas.

    Construyeron un templo subterráneo dedicado al culto de la Durmiente Cabeza del Negro y atraían a los fieles por medio de brujerías y enseñándoles las sombras de los muertos.

    Así empezó la dinastía de los lerofantes, que luego se extendió poderosamente, haciendo desaparecer hasta el último de los urus.

    El primer terremoto coincidió con esta época. La Tierra se vio envuelta en una llamarada formidable y el cielo se cubrió de ceniza. Grandes extensiones de tierra se precipitaron al océano. Hacia el norte surgieron en el mar islas rocallosas y se unieron con el continente, formándose así los contornos de la planicie europea. Los lerofantes, adorando siempre la Durmiente Cabeza del Negro, no gustaba de las guerras y aunque dominaban el mundo, ello era debido a su astucia y habilidad. Comerciaban, curaban las enfermedades y difundían su culto en los países lejanos, por medio de las siguientes palabras: «El verdadero mundo es invisible. No puede ser visto ni palpado, no tiene gusto ni olor. Es el movimiento de la razón, cuyo fin principal es inconcebible. La razón es una materia y más veloz que la luz. Como toda materia, busca la calma y se entrega a cierto sueño, lo que se llama la encarnación de la razón en la materia. Según la profundidad del sueño, la razón se convierte en fuego, aire, agua o tierra, o sea en los elementos que forman el mundo visible. Un objeto cualquiera es la contemplación provisoria de la razón. El objeto es el núcleo de la esfera de la razón, del mismo modo que en el relámpago circular se encierra el aire tormentoso. La razón cristalizada está en absoluta calma. En el espacio sideral la razón se encuentra en perfecto movimiento. El hombre sirve de puente para estos dos estados de la razón. A través del hombre, el torrente de la razón corre en el mundo visible. El hombre es el rey del mundo que todo lo domina»

    Así hablaban los lerofantes, hijos de Aam. Y el pueblo no entendía su culto. Algunos adoraban los animales, otros la sombra de los muertos, y, los más, los ruidos nocturnos, la tempestad, los astros.

    Los lerofantes construyeron templos. Y en ellos, para luchar contra tantas supersticiones, adoraron al Sol, padre todopoderoso de la vida que moría y volvía a nacer. Este culto se extendió rápidamente por toda la tierra. Pero en la ciudad de los Cien Portones de Oro, siguió adorándose la Cabeza del Durmiente, que en lo alto de una pirámide, se erguía sobre una fogata que ardiese constantemente.

    El supremo Sacerdote de los templos del Sol era dueño absoluto de la ciudad y del mundo. Repartía los víveres, las vestiduras, los terrenos y los animales domésticos. No existían bienes personales, pues todo pertenecía al Sol. El trabajo era sagrado y la pereza se castigaba con la pena de muerte. En primavera el primero que salía al campo a arar y sembrar era el Sacerdote Hijo del Sol.

    Los templos estaban llenos de semillas, telas y especies. Los buques de los atlantes navegaban por todos los mares conocidos. Reinó la paz largamente. Y la gente perdió la costumbre de manejar la espada.

    Pero, de repente, sobre Atlántida apareció una densa nube que llegaba del Este. En Asia habitaba una fuerte raza amarilla de ojos oblicuos llamada Uchcura, formada por seres huraños y crueles a los que gobernaba una mujer llamada «Su Jutan Lu», que significaba: «La que conversa con la Luna». Esta ofreció a su pueblo una tierra maravillosa y los uchcuros bajaron de sus colinas y asaltaron a las tribus nómades de los shumiros amarillos, a quienes vencieron, pidiéndoles que los siguieran al país del Sol.

    Unidos, siguieron su avance avasallador, extendiéndose por la planicie oriental de Europa, en donde se quedaron algunos.

    Los más fuertes prosiguieron su camino hacia el oeste y a las orillas del Mediterráneo, arruinando la primera colonia de los atlantes informándose por los vencidos de la dirección del país del Sol. Su Jutan falleció en esta contingencia y los uchcuros le sacaron la cabellera para lucirla como bandera. Por medio de balsas se trasladaron al África; la tierra prometida de Atlántida no estaba lejos y atacaron la sagrada ciudad de Tule, pero no la quisieron destruir porque les pareció demasiado bella. Se proveyeron de grandes cantidades de víveres y vestiduras y continuaron su avance. Los atlantes presentaron batalla algo más allá. Pero eran débiles y hermosos y los uchcuros los vencieron. Los habitantes de la Ciudad de los Cien Portones de Oro, mandaron mensajeros en todas direcciones anunciando la invasión de que eran víctimas. Hicieron sacrificios humanos y se entregaron a toda suerte de conjuros para evitar el peligro. Los sabios se llevaron los libros de la Sabiduría Suprema y los enterraron en las montañas. La guerra fue fatal para los atlantes que, al fin, vencidos por los uchcuros, quedaron casi diezmados, no sin que la lucha durara largos años. Llegaron el hambre, la peste y todos los horrores de la contienda. Los muros de la ciudad fueron derruidos, y el Sacerdote, Hijo del Sol, se arrojó desde la cúspide de la pirámide. Los sagrados fuegos de los Templos se extinguieron y por último la milenaria civilización se convirtió en polvo.quisieron destruir porque les pareció demasiado bella. Se proveyeron de grandes cantidades de víveres y vestiduras y continuaron su avance. Los atlantes presentaron batalla algo más allá. Pero eran débiles y hermosos y los uchcuros los vencieron. Los habitantes de la Ciudad de los Cien Portones de Oro, mandaron mensajeros en todas direcciones anunciando la invasión de que eran víctimas. Hicieron sacrificios humanos y se entregaron a toda suerte de conjuros para evitar el peligro. Los sabios se llevaron los libros de la Sabiduría Suprema y los enterraron en las montañas. La guerra fue fatal para los atlantes que, al fin, vencidos por los uchcuros, quedaron casi diezmados, no sin que la lucha durara largos años. Llegaron el hambre, la peste y todos los horrores de la contienda. Los muros de la ciudad fueron derruidos, y el Sacerdote, Hijo del Sol, se arrojó desde la cúspide de la pirámide. Los sagrados fuegos de los Templos se extinguieron y por último la milenaria civilización se convirtió en polvo.

    Así los pastores hacían pacer sus ovejas entre los derruidos muros de la antigua gran ciudad, haciendo sonar sus flautas y entonando la canción en que se lamentaba la efímera vida de la tierra prometida.

    —¿A dónde tenemos que ir ahora? —preguntaron los nómades.

    Y los jefes, respondían:

    —Estamos en la tierra prometida y ya no hay a donde ir. Vivid en paz aquí.

    Tuban, el más sabio de los caciques, fue elegido para gobernar el país vencido. Ordenó éste arreglar las derruidas murallas, limpiar los jardines y reconstruir las casas. Dictó leyes sanas y sencillas y llamó a los lerofantes que se refugiaban en las montañas, para decirles:

    —Mis oídos están abiertos a la sabiduría.

    Les nombró sus consejeros y envió mensajeros a todos los países para preguntarles si querían la paz. Aquel era el principio de la tercera y más alta cumbre de la civilización de los atlantes. Los nómades se mezclaron con las demás tribus y se asimilaron en seguida a sus costumbres. Así apareció una nueva raza de hombres robustos de cabellera negra y tez cetrina. Sólo entonces empezó a llamarse al mundo Atlántida, pues así se denominaban los uchcuros. El lujo, las ciencias y las artes dominaban al pueblo. Oro y adornos lucieron por doquier. Y como los atlantes eran de espíritu curioso y de gran iniciativa, muy pronto se encaminaron hacia un progreso positivo, dominando a todos los pueblos vecinos y extendiendo sus dominios desde la India hasta el océano Pacífico.

    La base de la nueva civilización consistía en lo siguiente: «En el alma del hombre está dormitando el elemento más poderoso del mundo, que es la materia de la razón pura. Como una flecha dirigida por mano segura da en el blanco, la materia de la razón que está dormitando puede ser dirigida por la mano de la sabiduría y entonces la concentración de su fuerza es ilimitada.»

    Sólo un siglo duró el pleno dominio de esta doctrina tan sabia. Pero las tradiciones califican de siglo de oro a esta época feliz en la que todo se mantuvo en paz y en constante progreso.

    Conquistados los negros, la semilla de la sabiduría de Zenze dio productos amplios y magníficos. Pero los más sabios hombres de ese tiempo diéronse cuenta de que en toda civilización hay un pecado primitivo que consiste en que el hombre comprende la vida de la tierra y de los seres como un producto de su razón, creyendo que él es lo esencial del universo, que la existencia sin él no es posible. Semejante concepto había de llevar a un estado de cosas en que cada ser humano llegara a afirmar que es el único «yo» que existe verdaderamente, siendo todo lo demás sus propias ideas solamente. Y así se armaron graves disturbios y se desdobló la razón en dos creencias: la que cifraba en el propio mal la sola semilla de la existencia y la que aseguraba que el mal no residía en la naturaleza sino en el alejamiento de la razón de la naturaleza. El rayo del sol muere al caer, pero surge el fruto que él fecundó. Así es el movimiento de la razón, que tiene que descender hasta la forma carnal para pasar por la viva puerta de la muerte que es el sexo. Sólo Eros es quien obliga a caer a la Razón...

    Quienes participaban de estas ideas, instituyeron una especie de fiesta primaveral en los jardines del antiguo templo del Sol. Durante esta fiesta, un joven virgen, representaba a la Razón, una mujer, a la puerta de la carne mortal y una serpiente, a Eros. El espectáculo atraía a los curiosos y era interesante y enardecedor. En tanto sobrevino la decadencia del siglo de Oro. La guerra se generalizó entre los dos bandos. Y como el que practicaba la idea del mal como suprema razón había descubierto la forma de volatilizar la fuerza que hace germinar las plantas, esta arma poderosa, dispersa por todas partes, se abatió sobre el mundo y el desastre se avecinó. Un día la Ciudad de los Cien Portones de Oro fue sacudida por un terremoto. Grandes porciones de tierra se hundieron en el mar y el País de la Serpiente Alada quedó dividido para siempre.

    En franca huida, los que creían en Eros, los poderosos jefes de la Orden Negra del Mal, llamados Magazitls (lo que quiere decir Implacables), se posesionaron de la ciudad de los Cien Portones de Oro, pregonando que habían de exterminar a la humanidad, por no ser ésta otra cosa que un mal sueño de la razón. Previamente organizaron festejos; las más lindas mujeres de la secta vencida fueron entregadas al pueblo, se abrieron las puertas de los templos: se llenaron con vino las fuentes públicas, y un vértigo se apoderó de los hombres. Los magazitls esperaron el momento en que la orgía era mayor para caer sobre el pueblo y pasarlo a cuchillo. Las escenas de horror se sucedieron durante muchas horas. Pero, de pronto, una formidable sacudida subterránea se dejó sentir. Derrumbóse la estatua de Tubal, abatiéronse, como si fueran de papel las columnas de los acueductos y grandes llamaradas preñadas de ceniza surgieron de la tierra.

    Cuando rayó el alba el cuadro no podía ser más lúgubre. Las ruinas humeantes, calcinadas, se alzaban ante los restos del pueblo enloquecido y una cantidad fabulosa de cadáveres se veía por todas partes. Los magazitls se embarcaron entonces en sus aparatos volátiles de forma ovalada y abandonando la Tierra, volaron hacia el espacio sideral, patria de la razón abstracta.

    Entre tanto en la Tierra sobrevino el cuarto terremoto. Del norte se abatió sobre la tierra una ola del océano que arrasó con todo ser viviente. Una tormenta furiosa se desencadenó en seguida. Y aquello fue el Caos...

    Así se sumergió en el agua bulliciosa la ciudad de Los Cien Portones de Oro y la Atlántida brumosa y magnífica.


    XXIV - Gusev observa la ciudad


    Ija se hallaba bajo el completo dominio de Gusev. Envolvía al soldado en miradas cariñosas y cumplía todo cuanto éste le ordenaba. Gusev tratábala con severidad y justicia. Cuando la veía trémula de amor, la sentaba en sus rodillas, le acariciaba la cabellera, le hacía cosquillas tras de las orejas y le contaba algún cuento popular ruso. Ija, casi nunca le entendía una palabra, pero lo miraba con adoración.

    Para nuestros amigos la casa de Tuscub era una especie de trampa. Ninguna duda cabía de que corrían peligro allí, pero Gusev hizo en vano algunas tentativas para hablar sobre el particular con Loss. Este ni siquiera le oía, abstraído como estaba en su amor por Aelita.

    —Es usted un ser inquieto, Alexis Ivanovich —decíale—. ¿Acaso le tiene miedo a la muerte...? ¿Por qué no se quedó entonces en Petrogrado...? Allí no corría ningún peligro...

    Gusev ordenó a Ija que le buscara las llaves del hangar en que se guardaban los barcos aéreos y penetró allí, provisto de una linterna. Toda una noche se la pasó revisando los aparatos, que eran de sencillo mecanismo y que debían desarrollar gran velocidad. El diminuto motor poníase en movimiento mediante partículas de un metal blanco que se deshacían con enorme fuerza bajo la influencia de la electricidad. Gusev acercó el barco a la salida del hangar, cerró la puerta y devolvió la llave a Ija. En caso de necesidad ya no habría temor de quedarse allí sin la más remota probabilidad de fuga.

    El soldado quiso luego observar la vida de la ciudad. Aleccionado por su enamorada, aprendió a usar el conmutador del espejo opaco, y así, realizó investigaciones curiosísimas. En las plazas, calles comerciales, fábricas y suburbios habitados por los obreros, Soazéra presentaba una extraña vida. Las bajas y largas salas de las fábricas, iluminadas por escasa luz, llamaron principalmente su atención. Los obreros eran de rostros huraños, llenos de arrugas y de ojos desmesurados y hundidos. Trabajaban incesantemente, siempre encorvados... Eran como hormigas...

    Por las calles rectas y limpias de su barrio, veíanseles más tarde caminar con aire sombrío. Un aburrimiento milenario se desprendía de ellos y de sus casas. Parecían seres sin esperanza.

    En el centro de la ciudad era otra cosa. Palacetes, jardines, gentes elegantes ataviadas de trajes multicolores. Grandes macetas floridas adornaban las esquinas. Por el aire, los barcos alados iban y venían como en un paseo.

    Gusev reparó en que la vida ciudadana tenía doble aspecto. Hombre de experiencia, tuvo, además el presentimiento de que tendría un tercer secreto. Efectivamente, en cierta ocasión vio transitar por las calles de la ciudad a numerosos marcianos jóvenes, negligentemente vestidos y de rostros sombríos, que se paseaban sin hacer nada, observándolo todo, con las manos en los bolsillos.

    —Esto me recuerda la vida política de Rusia —pensó el soldado.

    Ija le explicaba todo, dándole los pormenores que se le pedían. Sólo se negaba a comunicar la pantalla con la casa del Consejo. Cuando Gusev se lo pedía, la joven sacudía la cabeza aterrorizada y exclamaba, uniendo las manos suplicantemente:

    —No me lo pida, hijo del cielo. Preferiría morir a hacerlo...

    Una mañana Gusev se sentó, como de costumbre, en el sillón de la biblioteca e interceptó el espejo opaco. Un cuadro extraño apareció a sus ojos: en la plaza central de Soazéra había grupos de marcianos que conversaban preocupadamente. Un destacamento de soldados apareció de pronto, con rostro ceñudo. En una calle comercial agitábase una muchedumbre tumultuosa. Se armó un motín y del seno de la multitud subió un marciano en un aparato alado. También se aglomeraba la gente en otras calles. En una fábrica enorme veíase grupos de obreros con arre emocionado y sombrío. Era evidente que en Soazéra había acontecido algo sumamente importante.en Soazéra había acontecido algo sumamente importante.

    —¿Qué sucede? —preguntó Gusev a Ija, presa de gran asombro.

    Pero la joven guardó silencio, observándolo con los ojos húmedos de cariño.


    XXV - Tuscub


    Una zozobra extraña envolvió como una nube a la ciudad. Señales luminosas cruzaban el aire. En calles y plazas las gentes cuchicheaban e iban y venían desorientadas. Corría el rumor de que una mano criminal había prendido fuego a los grandes almacenes de cactus secos. Hacia el mediodía se agotó por unos momentos el depósito del agua corriente. Una lejana explosión resonó al sudoeste. La inquietud se esparcía sobre la ciudad desde la casa del Consejo. Se decía que el poder de Tuscub disminuía y que lo iban a sustituir.

    —No habrá luz eléctrica esta noche —murmuraban algunos grupos.
    —Van a parar las estaciones polares —decían otros.
    —Desaparecerá el campo magnético —aseguraban los de más allá.
    —Hay muchos detenidos en los sótanos del Palacio del Consejo...

    Gran atención se prestaba a tales rumores en los suburbios y las fábricas. Era evidente que allí estaban bien enterados de donde procedían. Hablaban con malévola alegría de que los obreros subterráneos del gigantesco acueducto número once habían provocado su explosión, de que los agentes del gobierno buscaban los depósitos clandestinos de armas, de que Tuscub reunía sus tropas en Soazéra.

    Al medio día la gente abandonó sus tareas y se aglomeró en el centro. Llamaron la atención, a poco, unos jóvenes desconocidos que se paseaban entre la muchedumbre con aire significativo. En la tarde pasaron varias aeronaves de la Armada por sobre la ciudad y una lluvia de proclamas blancas cayó del cielo. El Gobierno aconsejaba a la población no hacer caso de los rumores malintencionados procedentes de los anarquistas enemigos del pueblo. Al mismo tiempo aseguraba que el poder constituido nunca había sido tan fuerte como entonces.

    Por algunas horas la población se calmó, pero luego volvieron a correr rumores, esta vez más lúgubres. Lo único que se sabía con seguridad era que aquella noche, en la casa del Consejo de Ingenieros se esperaba una lucha definitiva entre Tuscub y el líder de los obreros de Soazéra, ingeniero Gor.

    Al anochecer, una inmensa muchedumbre se situó agitadamente frente a la casa del Consejo. Los soldados formaron una barrera para contenerla. La noche era fría, nebulosa. Todas las ventanas del Consejo estaban alumbradas.


    Bajo la pesada bóveda del salón circular, en los bancos situados en anfiteatro, estaban sentados los miembros del Consejo, cuyos rostros expresaban gran expectativa. Por la pantalla situada en una de las paredes, pasaban los cuadros de la vida urbana de aquellos momentos; vida que circunscribía a un todo rodeado de soldados. La plaza del Consejo con su océano de cabezas, y el rumor de la muchedumbre, fue lo que más impresionó al Consejo. Un silbido fino distrajo la atención de los presentes. La pantalla se apagó. Y apareció Tuscub, huraño, pálido y sereno.

    —La ciudad está presa de inquietud —pronunció—. Se cree que esta noche acá me van a contradecir. Y esta sola suposición ha sido suficiente para interrumpir el equilibrio del Gobierno. A mí me parece que tal estado de cosas es nefasto. Es recesarlo, pues, aniquilar de una vez para siempre la causa de la rebelión. Yo sé que entre los presentes hay quienes esta misma noche harán conocer en la ciudad las palabras que surjan de mis labios. Y digo: la ciudad está en poder de la anarquía. Sé por mis gentes que el país entero carece de fuerza para resistir. Estamos, pues, en vísperas de que se pierda el mundo.

    Un rumor corrió entre los miembros del Consejo. Tuscub sonrió con aire desdeñoso:

    —La fuerza que arruina el orden mundial, es decir, la anarquía —prosiguió Tuscub—, viene de la ciudad, que es un laboratorio en que se fabrican asesinos, borrachos, ladrones, almas vacías. La gente derrocha acá la serenidad de su alma, la voluntad innata de la vida y la fuerza de los sentimientos, para proporcionarse diversiones dudosas y placeres enfermizos. El alma de la ciudad consiste en el humo de javra y en el delirio consiguiente. El alboroto, los atavíos, el lujo de los barcos dorados, despiertan la envidia de los de abajo. Las mujeres semidesnudas, hechas de adornos, perfumes y afeites, seres semianimados, enloquecen a los voluptuosos. Por doquier se fijan carteles y avisos que despiertan esperanzas imposibles. Y así, la tranquilidad del alma se convierte en ceniza, ansiando únicamente satisfacer su sed a fuerza de sangre. El aburrimiento reina en todas partes. El anarquismo no desea sino arruinarlo todo, pregonando la libertad. Y el deber del Gobierno es luchar contra los aniquiladores ilusos, oponiéndoles la voluntad del orden. Tenemos que hacer un llamamiento a las fuerzas sanas del país y arrojarlas contra la anarquía. Declarémosle una guerra implacable. La defensa pasiva sería un paliativo pasajero. Es, pues, necesario aniquilar la ciudad, no dejar nada de ella...y la fuerza de los sentimientos, para proporcionarse diversiones dudosas y placeres enfermizos. El alma de la ciudad consiste en el humo de javra y en el delirio consiguiente. El alboroto, los atavíos, el lujo de los barcos dorados, despiertan la envidia de los de abajo. Las mujeres semidesnudas, hechas de adornos, perfumes y afeites, seres semianimados, enloquecen a los voluptuosos. Por doquier se fijan carteles y avisos que despiertan esperanzas imposibles. Y así, la tranquilidad del alma se convierte en ceniza, ansiando únicamente satisfacer su sed a fuerza de sangre. El aburrimiento reina en todas partes. El anarquismo no desea sino arruinarlo todo, pregonando la libertad. Y el deber del Gobierno es luchar contra los aniquiladores ilusos, oponiéndoles la voluntad del orden. Tenemos que hacer un llamamiento a las fuerzas sanas del país y arrojarlas contra la anarquía. Declarémosle una guerra implacable. La defensa pasiva sería un paliativo pasajero. Es, pues, necesario aniquilar la ciudad, no dejar nada de ella...

    La mitad de los presentes se puso de pie sobresaltada. Sus rostros estaban pálidos y les brillaban los ojos.

    —La ciudad será derruida, de un modo u otro —prosiguió Tuscub—. Y nosotros mismos tenemos que organizar la ruina. Más tarde propondré un plan de traslado a las aldeas de la población sana. Iremos más allá de las montañas de Lisiasira, al país abandonado y rico que allí existe desde la última guerra civil. Nos espera un trabajo enorme, cuyo fin será sublime. Seguramente que la destrucción de la ciudad no nos hará posible salvar la civilización, más ni siquiera podremos postergar su fin, pero podremos proporcionar al mundo la ocasión de morir tranquilo y solemne.
    —¿Qué es lo que dice? —exclamaron los presentes, con voz tomada por el horror—. ¿Por qué tenemos que morir...? ¡Se ha vuelto loco...! ¡Abajo Tuscub...!

    Con una sola mirada, Tuscub apaciguó a los enardecidos. Luego continuó:

    —La historia de Marte ha terminado. Según la estadística, la vida de nuestro planeta toca a su fin. No pasará más de un siglo sin que el ultimo marciano desaparezca. Somos impotentes para detener la muerte. Tomemos, pues, medidas severas y sabias para rodear de lujo y dicha los últimos días del mundo. Nuestro primer y más importante deber es arruinar la ciudad. La civilización ha sacado de ella el mayor provecho posible. Ahora la Ciudad está pudriendo a la civilización y, por consiguiente tiene que perecer.

    En el medio del anfiteatro se puso de pie Gor, que no era otro que él mismo joven a quien Gusev había visto la primera vez que sorprendió en la pantalla la reunión del Consejo. Con voz ronca y fuerte, exclamo, indicando a Tuscub:

    —¡Miente...! Quiere derruir la ciudad para conservar su poder, y con este fin nos está condenando a muerte. El sabe que sólo el aniquilamiento de millones de marcianos podrá servirle para conservar aún su poder. El sabe el odio que le profesan todos cuantos no vuelan en los barcos dorados, los que nacen y mueren bajo la tierra, los que sienten el alma agotada por el trabajo, y en los días de fiesta, de desesperación y aburrimiento aspiran el humo de la maldita javra. Tuscub nos ha preparado la sepultura. Bien. Que se acueste en ella él. No queremos morir. Sabemos el peligro que corre Marte y que consiste en su degeneración; pero también sabemos la forma de conjurar este peligro. Los hombres de la Tierra, la Tierra misma, con su raza sana y fresca, han de salvarnos. Tuscub les tiene miedo, un miedo sin límites, y por eso los ha encerrado en su casa. Ha eliminado a los hijos del cielo, porque sólo se siente fuerte frente a les obreros débiles, embrutecidos por la javra. Pero si se hallara frente a los fuertes, frente a los gigantes de sangre ardiente, entonces se convertiría en una sombra y desaparecería como un fantasma. He allí lo que lo asusta. Ha inventado a los anarquistas; ha fraguado el derrumbamiento de la Ciudad. Necesita sangre, él mismo, para apagar su sed; quiere llamar la atención del mundo, para poder, en la sombra, eliminar a los hombres de la Tierra, posibles salvadores nuestros. Me consta que acaba de dar esa orden...

    Gor calló de pronto y su rostro se obscureció a causa del gran esfuerzo que había realizado. Tuscub le buscó la mirada.

    —No me obligarás a callar —exclamó Gor, con voz ronca—. A pesar de tu antigua brujería no me causan miedo tus ojos...

    Enjugó el sudor de su frente, exhaló un suspiro y se tambaleó; luego, en el vasto silencio que se había hecho, se dejó caer en su asiento, inclinó la cabeza y rechinó los dientes.

    Tuscub alzó las cejas y habló calmosamente:

    —¿Esperas la salvación de parte de los hombres de la Tierra...? Ya es tarde... ¿Quieres introducir en nuestras venas la fresca sangre de allá...? Ya es tarde, y, además, en el caso de ser posible, resultaría cruel. Lo único que lograríamos sería prolongar la vida agonizante de nuestro planeta y aumentar sus sufrimientos, pues, inevitablemente nos convertiríamos en esclavos de los conquistadores. En lugar del tranquilo, del solemne ocaso de la civilización, entraríamos de nuevo en el penoso círculo de los siglos... Y eso, para qué, siendo una raza antigua y sabia...? ¿Para qué trabajar para otros...? Para que volviera la belicosidad ancestral...? ¡No...! Tenemos que morir, tranquilos, en los umbrales de nuestras casas. Pueden iluminarnos desde lejos los rayos rojos de Talzetl; pero no dejaremos entrar a los forasteros. Construiremos nuevas estaciones en los polos y rodearemos a Turna de una capa impenetrable. Derrumbaremos Soazéra, nido de la anarquía y de las esperanzas insensatas. Y en esta labor trabajarán los propios ilusos. Generosamente, les regalaremos la vida, pero envuelta en cadenas... A todos los que estén de acuerdo y se sometan a nuestra voluntad se les dará una estancia, garantizándoseles la vida y la comodidad. Creo que doscientos siglos de trabajos forzados nos proporcionan el derecho de llevar, por fin una vida ociosa, tranquila y contemplativa... La civilización tendrá una muerte digna, coronándose con los atributos del siglo de Oro...

    Un profundo silencio siguió a este discurso de Tuscub. Sus oyentes permanecían encantados bajo el influjo de sus palabras. Un intenso rubor cubría el rostro del Jefe. El rumor de la muchedumbre se acrecentaba afuera. Gor se puso de pie con el rostro demudado y se precipitó hacia Tuscub con las manos en alto. Lo tomó por el cuello y lo arrojó al suelo. Luego se dio vuelta hacia sus compañeros, y gritó a voz en cuello, irguiendo los crispados puños:

    —Bien... ¡La muerte...! ¡Que así sea...!

    Todos los miembros del Consejo saltaron de sus bancos. Algunos corrieron a prestar ayuda a Tuscub, que yacía en el suelo. Gor se dirigió a la puerta, haciendo violentamente a un lado al soldado de guardia y al cabo de unos instantes su voz resonó en la plaza. Acto seguido un aullido recorrió a la muchedumbre furiosa, mientras resonaba un estrépito de vidrios rotos...


    XXVI - Loss queda solo


    —Ha estallado la revolución, Mstislav Sergievich —exclamó Gusev, penetrando en la biblioteca—. ¡Toda la ciudad está alborotada...!

    En sus ojos, por lo común soñolientos, brillaba la alegría, retorcíase el bigote y paseaba, impaciente, a todo lo largo del aposento.

    —Ya están en el bote aéreo las provisiones y las armas. Deje usted los libros y prepárese a volar...

    Loss, que estaba arrellanado en un rincón del sofá, miraba sin verlo. Hacía más de dos horas que el ingeniero esperaba a Aelita, impacientemente. Pero la joven, contrariando su costumbre, se retardaba, y el júbilo diario de Loss se mantenía suspenso en la dulce inquietud de la espera...

    —¿Qué le pasa a usted Mstislav Sergievich? —interrogó Gusev, asombrado—. ¿Tiene usted fiebre...? Sus ojos están enrojecidos y tienen una expresión curiosa... Le digo que todo está preparado y que tenemos que emprender, cuanto antes, el vuelo. Lo he nombrado a usted Comisario de Marte.

    Bajo la mirada fija de Gusev, Loss inclinó la cabeza e interrogó en voz queda:

    —¿Qué es lo que acontece en la ciudad...?
    —¡El diablo lo sabrá...! Yo sólo sé que la gente corre por las calles vociferando y rompiendo los vidrios de las ventanas...
    —Vaya usted sólo, Alexis Ivanovich y vuelva esta misma noche. Le prometo prestarle ayuda en todo lo que quiera. Haga revoluciones, nómbreme Comisario de Marte y, si le parece necesario, mándeme fusilar... ¡pero, hoy, déjeme en paz...! Se lo suplico...
    —Bueno —refunfuñó Gusev y agregó, malhumorado—: Todo el desorden del mundo procede de las mujeres. Aunque vaya uno al séptimo cielo, allí también se las encuentra uno, para su tortura... ¡Caramba...! Adiós. Estaré de vuelta a la media noche. Ija se preocupará de mantener en secreto mi escapatoria.

    Gusev se retiró y Loss volvió a tomar el libro que miraba sin leer.

    —¿Cómo terminará esto? —pensaba, volviendo las hojas—. ¿Pasará la tormenta del amor sin atacarme...? Yo sé que sufro, pero soy feliz. Cuando está a mi lado Aelita, siento llenarse mi espíritu con la voz de todo el universo que grita: ...Vivir ...vivir ...vivir ...y la vida penetra en mí ...pero esto debe ser un sueño ¡otro sueño! Suponiendo que sucediera lo que ansío, el contacto, la vida se produciría en ella y ella también se sentiría llena de savia, de luz, de palpitaciones gloriosas. Y en tanto yo, volvería a mi soledad y a mi sed...

    Jamás había experimentado Loss con tanta acucia la insaciable sed del amor. Nunca había comprendido tan a fondo el engaño que consiste en que la mujer quede fecundada, para que el padre permanezca como una sombra, con los brazos alzados, Inútil... ¿Era esto el amor...? Sí... Pero también era la maldición que pesaba sobre el hombre, desde el primer vagido del mundo.

    Aelita tenía razón cuando decía que Loss había aprendido demasiado en tan poco tiempo. Por sus venas corría una sangre ardiente. Su cuerpo estaba todavía lleno de los inquietos gérmenes de la vida, pues era hijo de la Tierra. Pero su razón se adelantó a su cuerpo en millares de años, y su cerebro, frío se convirtió en reflexión pura. ¡Maldita sea la sabiduría, que no es más que un desierto sin vida!

    Afuera resonó el chirrido de las hélices del barco aéreo que se alejaba. Luego Ija abrió la puerta de la biblioteca indicando a Loss que era hora de almorzar. El ingeniero se encaminó apresuradamente al comedor en que solía estar en compañía de Aelita. Era una pieza blanca y redonda saturada de un penetrante olor a flores. Ija bajó sus oíos enrojecidos por reciente llanto y cubriendo el plato de Aelita con flores blancas, dijo:

    —Hoy almorzará usted sólo, hijo del cielo.

    El rostro de Loss se ensombreció. Con aire huraño se sentó a la mesa, pero no probó bocado y solo tomó unas cuantas copas de vino. Desde la cúpula de cristal, situada sobre la mesa, resonó, como de costumbre, durante el almuerzo, una suave música. Loss apretó las mandíbulas. Aquella música, suave y dulce, se unía en dos voces maravillosas que se separaban de pronto para volver a encontrarse en las notas altas. Luego parecía escurrirse en un rumor grave y profundo y a veces se volvía como el vértigo del amor en la rueda ligera de un vals, Loss respiraba con dificultad, oprimiendo la copa llena de vino. Ija, apoyada contra una columna, escondía la cara entre las manos, sollozando. Loss se puso de pie bruscamente. Todo lo atormentaba.

    —¿Puedo ver a Aelita? —preguntó a Ija. Sin descubrirse el rostro, Ija hizo un signo negativo con la cabeza.
    —¿Qué ha sucedido? —insistió Loss—. ¿Está enferma...? Necesito verla.

    Ija se alejó corriendo, sin pronunciar palabra, pero, en su huida dejó caer al suelo una fotografía.

    Al levantarla, Loss reconoció en el retrato, empapado en lágrimas, a Gusev, ataviado de coronel. Tenía una mano apoyada en el puño de la espadas y en la otra el revólver. Hacia el fondo había una explosión de granadas. La dedicatoria decía: A la encantadora Ija, como recuerdo inolvidable.

    Loss arrojó el retrato, salió al jardín y se encaminó al bosques. Iba a grandes zancadas murmurando, desesperado:

    —No quiere verme, pues bien: no me importa. ¿Valía acaso la pena hacer un esfuerzo sobrehumano y llegar a otro mundo para estar luego esperando en un sofá la llegada de una mujer...? Es una locura... ¡Un delirio! Gusev tiene razón al asegurar que debo tener fiebre. ¿No es una estupidez esperar como una bendición, una sonrisa, una mirada cariñosa...? ¡Al diablo todo! ¿No quiere...? Pues no me importa... Tanto mejor.

    Sus propios pensamientos atormentaban al ingeniero. Experimentaba casi un dolor físico que le arrancaba gritos ahogados. Sin calcular sus fuerzas, daba grandes saltos. El viento le agitaba la blanca cabellera. Un odio mortal hacia sí mismo le dominaba en aquellos momentos. En su desenfrenada carrera llegó a la orilla del lago, en cuya serena superficie de color azulado se reflejaban los ardientes rayos del sol. Hacía un calor sofocante. Loss se dejó caer sobre una piedra y se apretó la cabeza con ambas manos. Desde la profundidad transparente de las aguas subían rojos y redondos peces que movían las blancas aletas echando a Loss la indiferente mirada de sus ojos glaucos.

    —Peces —dijo de pronto el hombre, a media voz—. Estoy en mi cabal juicio y hablo con toda tranquilidad. Ardo en el deseo de abrazarla cuando se acerque a mí. Deseo poseer a Aelita, a la mujer. Quiero sentir sobre mi pecho los latidos de su corazón. Y a pesar de toda su sabiduría, ella ha de acercárseme espontáneamente... Quiero ver la expresión semidemente de sus ojos... Ya veis, peces, pero... ¡mejor es que no piense más en ella! De nada sirve mi obstinación. El lazo se ha roto. Todo ha terminado. Mañana iré a la ciudad y celebro de antemano la lucha y, tal vez, la muerte que allí me aguardan. Pero no quiero ver más flores ni oír la divina música... Basta de encantamientos. El globito embrujado en la mano de Aelita es una fantasía... ¡Al diablo todo eso!

    El ingeniero se puso de pie, levantó una gran piedra y la arrojó a los peces. Sentía vértigos. La luz del sol le hería la vista. Necesitaba respirar aire frío y así, se encaminó hacia la montaña, a través de los matorrales azules. Restos de minas abandonadas interceptaban su camino, pero él seguía siempre adelante, impulsado por su obsesión: su deseo de clavar los dientes en la nieve que brillaba a lo lejos.

    En el horizonte apareció una nube de polvo y el viento trajo el rumor de muchas voces. Al subir una colina Loss distinguió una gran cantidad de marcianos que caminaban a lo largo del lecho de un canal seco. Todos estaban armados de horquillas, guadañas, cuchillos, agitándolos furiosamente mientras caminaban tropezando y vociferando amenazadoramente. En el firmamento volaban bandadas de aves de rapiña. Loss recordó lo que le había dicho Gusev acerca de los recientes acontecimientos.lo que le había dicho Gusev acerca de los recientes acontecimientos.

    —¿En qué consiste la dicha? —se dijo—. No hay que reflexionar. Lo esencial es luchar, vencer o perecer. A las generaciones venideras les queda el análisis de la razón de nuestra vida. En cuanto al corazón, es necesario encadenarlo.

    La muchedumbre desapareció tras una colina y Loss prosiguió su camino, debatiéndose en su interna lucha. Pero de repente se detuvo y alzó la cabeza. Había visto un barco alado que descendía lentamente, como nadando en el aire. Sus alas brillaban a los rayos del sol. Por último se posó en tierra. Una mujer, envuelta en pieles blancas, se puso de pie en el bote. Bajo su gorra alba y espesa, se detuvieron sobre Loss los ojos de Aelita, desbordantes de pasión y de ternura.

    El corazón del ingeniero dio un salto. En el colmo de la dicha, se dirigió hacia la aeronave. Aelita descubrió su rostro y el ingeniero la devoró con su mirada ansiosa.

    —Vine a buscarte —dijo la joven—. Estuve en la ciudad y me convencí de que debemos huir. Muero de amor por tí...

    Loss se aferró a la borda del bote, respirando dificultosamente.


    XXVII - El encantamiento


    Sentado detrás de Aelita, Loss la contemplaba en silencio. El mecánico, un muchacho de piel roja hizo subir al cielo al barco alado. El viento frío soplaba en contra. Aelita volvió hacia Loss el rostro encendido y le dijo:

    —He visto a mi padre. Me ordenó que diera muerte a los hijos del cielo...

    Abrió la mano y le mostró un diminuto frasco de barro suspendido por una cadenita de su anillo.

    —Mi padre me dijo, cuando me lo dio: Esto los hará dormir inmediatamente. Han merecido una muerte sublime.

    Los ojos grises de Aelita se humedecieron. Mas, acto seguido, la joven se sonrió y, con ademán decidido, extrajo el anillo de su dedo. Loss, adivinando su intención, la detuvo, exclamando:

    —¡No lo tires!

    Tomó el frasquito, lo guardó en su bolsillo, y dijo:

    —Este es un recuerdo tuyo. En esta gotita oscura están concentrados el sueño y la paz. Hoy para mí la vida y la muerte consiste en tí... Cuando llegue la horrible hora de la soledad volveré a sentirte en esta gotita.

    Aelita cerró los ojos, reclinándose en el pecho de Loss y se quedó abismada, como si se esforzara aún por entender las palabras del amado.

    El viento la aturdía. Sentía el calor de la mano de Loss que le acariciaba su hombro. Y le parecía que la sangre de sus venas eran una sola sangre, que sus cuerpos formaban una unidad llena de éxtasis, que ambos se habían hecho perennes en el vuelo hacia un brillante recuerdo. No quería, pues, comprender nada y se entregó de lleno a la sensación deliciosa...

    Pasó un minuto o quizá más. El barco aéreo llegó a la estancia de Tuscub. El mecánico se dio vuelta y miró, lleno de asombro, los rostros trastornados de Aelita y del hijo del cielo, en cuyas pupilas relucían puntas de fuego. El muchacho escondió en el cuello de su abrigo la nariz puntiaguda, tratando de ahogar la risa; bajó el barco y lo detuvo frente a la entrada de la casa.

    Aelita volvió en sí. Trató de desabrochar su abrigo; pero sus dedos se deslizaron sin encontrar los botones. Loss la alzó en los brazos y, como si se tratara de una pluma, la puso en el suelo.

    —Prepara el bote cerrado —ordenó Aelita al muchacho. Sin advertir la presencia de Ija, que tenía los ojos enrojecidos, ni del encargado que temblaba de miedo, Aelita miró a Loss con una mirada distraída y se encaminó a sus habitaciones. Era la primera vez que Loss penetraba en aquel santuario y aspiraba deleitosamente su ambiente tibio y embriagador.
    —Siéntate —murmuró Aelita.

    Loss obedeció y la joven se arrodilló a sus plantas, puso la cabeza en sus muslos y quedó inmóvil. Loss, lleno de ternura infinita contemplaba la cabellera rubia, la blanca nuca y las finas manos de la joven. Un temblor recorría el cuerpo femenino tan delicadamente frágil. Loss se inclinó hacia ella y escuchó:

    —Me parece que te aburres en mi compañía. Perdóname, pero me siento turbada y no sé qué hacer. Al irme ordené a Ija. «Pon muchas flores en el comedor y haz tocar la «ulla» para él...» ¿Has escuchado la música y has comprendido...? Te acordabas de mí...?
    —Lo ves y lo sabes —contestó Loss—. Cuando no te veo me vuelvo loco de angustia, pero en tu presencia mi zozobra es más horrible aún. Ahora creo que el deseo de verte me sirvió de impulso para atravesar el espacio sideral.

    Aelita exhaló un profundo suspiro. Su rostro irradiaba dicha.

    —Mi padre me dio el veneno, pero observé que no confiaba en mí. Al despedirse, me dijo: os mataré a los dos. Nos queda, pues, poco tiempo de vida, pero nuestros últimos minutos serán eternos y deliciosos.dijo: os mataré a los dos. Nos queda, pues, poco tiempo de vida, pero nuestros últimos minutos serán eternos y deliciosos.

    La joven se interrumpió mirando atónita los ojos de Loss que expresaban una fría resolución:

    —Bien —dijo con tono resuelto— Lucharé...

    Aelita se le acercó, balbuceando:

    —Eres el gigante de mis sueños infantiles, hijo del cielo, valiente, bondadoso y fuerte. Tu rostro es bello. Tus brazos parecen estar esculpidos en hierro y tus rodillas en piedra. Bajo la influencia de tus miradas las mujeres sienten el corazón oprimido y dijérase que tus ojos tienen el poder necesario para dar la muerte...

    La muchacha se puso de pie, apoyándose en el hombro de Loss y su palabra se hizo apenas perceptible.

    —¿Qué tienes? —le preguntó Loss, acariciándola.

    Entonces la joven, en un arranque infantil, rodeó el cuello del hombre con sus finos brazos. Lágrimas copiosas le cubrían el rostro.

    —No sé amar —exclamó, con voz enronquecida y entrecortada por los sollozos—. Nunca supe hacerlo. Ten piedad de mí y no me desprecies. Yo te contaré interesantes cuentos y no te aburrirás amándome. Nadie me había acariciado jamás. Cuando te vi por primera vez, pensé: lo he visto en mi infancia; es un gigante de alma gemela a la mía. Y tuve deseos de que me tomaras en tus brazos y me sacaras de aquí, en donde todo es sombrío y desesperación, en donde sólo la muerte reina por doquier. Marte es un desierto de arena cobriza. ¡Ah... Tierra... Tierra... Llévame a la Tierra, querido gigante! Quiero ver las montañas verdes, los torrentes de agua, las nubes serenas... No... No quiero morir...

    Aelita lloraba desconsoladamente, dándole a Loss, que se llenaba de ternura hacia ella, la impresión de una criatura apenada. Un beso en los ojos la calmó. Y se quedó mirando con adoración al gran hombre de los cabellos blancos.

    De repente resonó un silbido en la habitación y acto seguido se iluminó la pantalla del tocador, apareciendo en ella la cabeza de Tuscub, cuyos ojos sombríos y escrutadores recorrieron la estancia.

    —¿Estás ahí? —preguntó.

    Aelita se acercó apresuradamente al aparato y dijo:

    —Estoy aquí, padre.
    —¿Viven aún los hijos del cielo...?
    —No. Les he dado el veneno y están muertos.

    La joven contestaba con tono frío y resuelto. Ocultaba a Loss con su cuerpo, tratando de ocupar toda la pantalla, para lo cual se arreglaba la cabellera.

    —¿Qué más se te ofrece, padre? —inquirió.
    —Nada más que decirte que mientes —rugió encolerizado Tuscub—. ¡El hijo del cielo está aquí, en la ciudad, encabezando la rebelión!

    Aelita se tambaleó y hubiera caído a no recibirla Loss en sus brazos en el momento en que la cabeza de su padre desaparecía de la pantalla.


    XXVIII - La antigua canción


    Aelita, Ija y Loss, dirigíanse a las montañas de Lisiasira a bordo de un barco aéreo. El receptor de las ondas electromagnéticas que consistía en un mástil con un manojo de alambres atado en el remate, se encontraba en continua actividad. Aelita, inclinada sobre una minúscula pantalla se concretaba a ver y escuchar. Era en verdad difícil darse cabal cuenta de lo que ocurría. Gritos, llamamientos y preguntas agitábanse y volaban a través del espacio, más, sobre todo esta desconcierto destacábase poderosa la Voz de Tuscub, que parecía dominar el caos. Por la pantalla deslizábanse las sombras del mundo alborotado.

    De cuando en cuando, entre el estrépito se distinguía claramente una extraña voz que clamaba:

    —...«Compañeros, no hay que hacer caso de los traidores... No cedamos ninguno de nuestros derechos... A las armas compañeros. Ha sonado la última hora... Todo el poder a los Soviets... Todo el mando a los Soviets...»
    —Es valiente tu amigo —dijo Aelita al oído de Ija—. Es un verdadero hijo del cielo... No hay que temer por él.

    De sus investigaciones la joven sacó en conclusión que su fuga había pasado inadvertida. Esto la consolaba, en parte... Sacóse por último los auriculares y limpiando el cristal del reflector, dijo a Loss:

    —Mira: nos siguen los isis.

    Eran unos pájaros feroces, aunque no de gran tamaño, que, en ocasiones se estrellaban contra las ventanillas de la aeronave con la vana intención de hacer presa en nuestros viajeros.

    Traspuesta Azora, se distinguieron las montañas de Liliasira. El barco aéreo descendió un tanto y voló sobre el lago Soam hasta detenerse en un peñasco suspendido sobre el precipicio. Loss y el mecánico lo escondieron en una gruta y, cargando los sacos de provisiones, descendieron, precedidos por las dos mujeres, por una escalera practicada en la roca viva cuyos escalones, de puro gastados, apenas si tenían ya forma de tales. Aelita caminaba rápidamente y sin esfuerzo alguno. De vez en cuando se apoyaban en las rocas y miraban atentamente a Loss. Bajo las firmes pisadas del ingeniero las piedras rodaban, y producían un eco resonante en el precipicio.

    —Por aquí bajaban los magazitls —dijo Aelita— llevando una antorcha encendida. Este era el lugar en que ardían los círculos de los fuegos sagrados.

    Hacia la mitad de la escalera había un estrecho túnel del que salía un aire húmedo. Loss adelantó por él con gran dificultad, pues era muy bajo. Sin quererlo, rozó el hombro de Aelita y casi inmediatamente sintió en sus labios el aliento perfumado de la joven.

    —¡Amada mía! —murmuró a su oído.

    Al final del túnel había una gruta sumida en penumbras extrañas. Apenas se distinguían algunas columnas de basalto. Un tenue vapor de agua se levantaba del suelo, humedeciéndolo todo. Se oía un rumor de caer de gotas...

    Aelita, que hacía de guía, dijo de pronto:

    —Cuidado.

    Y en seguida apareció sobre el angosto arco de un antiguo puente. Loss sintió que el frágil caminillo se hundía casi bajo sus pies enormes, pero seguía caminando, atento tan sólo a la capa negra de la joven.

    Empezó a aclarar. Grandes cristales brillaban sobre la cabeza de los fugitivos y se distinguía el final de la gruta, que terminaba en una especie de nicho suspendido por pequeñas columnas. A lo lejos veíase la perspectiva de las montañas y acueductos de Lisiasira, alumbrados por el sol poniente. Una ancha llanura cubierta de rojizo pasto se extendía al pie del nicho. Senderos casi impracticables conducían a ella y a lo alto de las montañas. En el centro mismo de la llanura estaba el Santo Umbral, cubierto también de musgo y hundido en el suelo hasta la mitad. Era un enorme sarcófago de oro macizo adornado en los cuatro lados por groseras imágenes de fieras y aves. Su tapa ostentaba la figura de un marciano dormido. Una de las manos de la escultura estaba bajo la cabeza y la otra sobre el pecho, oprimiendo una «ulla». Rodeaban el sagrado lugar los restos de las columnas derruidas.extendía al pie del nicho. Senderos casi impracticables conducían a ella y a lo alto de las montañas. En el centro mismo de la llanura estaba el Santo Umbral, cubierto también de musgo y hundido en el suelo hasta la mitad. Era un enorme sarcófago de oro macizo adornado en los cuatro lados por groseras imágenes de fieras y aves. Su tapa ostentaba la figura de un marciano dormido. Una de las manos de la escultura estaba bajo la cabeza y la otra sobre el pecho, oprimiendo una «ulla». Rodeaban el sagrado lugar los restos de las columnas derruidas.

    Aelita se arrodilló ante el Santo Umbral y besó en el corazón la imagen del Durmiente. Al ponerse nuevamente de pie, su rostro adquirió una expresión dócil y pensativa. Ija, a su vez, abrazó y puso sus mejillas en las plantas de la estatua. Una puerta de oro de forma triangular, aparecía a la izquierda. Loss la abrió con gran esfuerzo, apartando el musgo y las lianas que la cubrían. Esta puerta conducía a la antigua vivienda del guardián del Umbral, una gruta pequeña y oscura, con bancos de piedra, un hogar y una alcoba esculpida en el granito.

    Allí fueron conducidos los canastos. Ija preparó la leche para Aelita, llenó con aceite la lamparilla suspendida del techo y la encendió mientras el mecánico volvía a la cima de la colina para custodiar el barco alado.

    Sentados al borde del precipicio, Aelita y Loss contemplaban la puesta del sol, que se escondía tras los picos agudos, iluminando con luz mortecina aquel sombrío y salvaje país en que antaño los Aolos buscaron refugio contra los hombres de la Tierra.

    —Esto era otra cosa antiguamente —dijo Aelita—. Había aquí vegetación y agua y se vivía bien. Hoy Turna se muere. El círculo milenario de los siglos se está concluyendo para ella. Acaso seamos los últimos habitantes que tenga...

    Guardó silencio. La sangre violácea del sol la envolvió todo.

    —Pero el corazón me dice otra cosa —prosiguió la joven, poniéndose de pie, y juntando a lo largo de la barranca trozos de musgo seco y ramitas de arbustos muertos. Tras unirlos en un haz, volvió al lado de Loss, los amontonó en el suelo y prendió una hoguera con la llama de la lámpara.

    Sacó en seguida de bajo su capa una pequeña «ulla» y la pulsó. Las cuerdas del instrumento produjeron un sonido suave, parecido al zumbido de las abejas. Aelita alzó la vista hacia las estrellas, que empezaban a asomar en el firmamento oscuro, y se puso a cantar en voz queda y empañada de tristeza:

    Junta las hierbas y las ramas secas,
    contra el duro metal frota la piedra,
    ¡oh, mujer conductora de dos almas...!
    y que surja la chispa y que se encienda la hoguera,
    y que tiemble la llama...

    Siéntate junto al fuego y extiende las dos manos...
    Tu esposo está sentado tras las llamas danzantes...
    A través de las nubes de humo está mirando.
    Sobre tu vientre oscuro el fondo de tu alma.

    Sus ojos brillan más que las estrellas,
    arden más que las llamas, mucho más...
    y son más atrevidos y profundos
    que los ojos fosfóricos del «cha».

    Sabe, mujer, que el sol será una brasa extinta
    que todas las estrellas morirán en el cielo,
    que Talzetl, el maligno, también morirá un día;
    pero tú estarás siempre frente al Eterno Fuego...

    Siempre, siempre extendiendo hacía él tus dos manos
    y escuchando las voces que despertarse quieren
    para vivir, las voces que siempre palpitaron,
    cabe la oscuridad gloriosa de tu vientre…


    Casi extinguida la hoguera, Aelita contempló las brasas que le iluminaban el rostro y murmuró, oprimiendo la «ulla» contra el corazón:

    —Según una antigua costumbre, la mujer que canta para un hombre la canción de la «ulla», se considera su esposa. Tómame, pues. Soy tuya...


    XXIX - Loss presta ayuda a Gusev


    A media noche, Loss se apeó del barco aéreo en la estancia de Tuscub. No se veía ninguna luz en las ventanas, de lo que dedujo que Gusev no había vuelto aún. El resplandor de las estrellas iluminaba el frente del edificio. Detrás de las almenas aparecía una sombra de forma extraña. Loss la miró fijamente sin poder determinarla. El ingeniero quedó perplejo. El muchacho mecánico se inclinó a su oído y dijo:

    —No vaya ahí.

    Loss extrajo su revólver con aire decidido. El recuerdo de la hoguera al borde del precipicio se le vino la memoria y junto con él, un olor a humo y la apasionada tristeza de los ojos de Aelita.

    —¿Volverás a mi lado? —le había preguntado la joven, al despedirse—. Tienes que cumplir con tu deber —prosiguió—, mas no te olvides que todo es un sueño, una sombra y que sólo aquí, cerca del fuego estarás vivo y no morirás nunca. No lo olvides y vuelve.

    Aelita se le acercó. Sus ojos parecían clavados en el fondo de su alma y reflejaban la infinita noche llena de estrellas.

    —Vuelve... Vuelve a mi lado, hijo del cielo...

    Solo el tiempo que el ingeniero empleó en sacar el revólver de su vaina duraron estos recuerdos. Al contemplar la extraña sombra que ocultaban las almenas, Loss se sintió poseído por la fiebre de la lucha. Su corazón latía aceleradamente; sus músculos estaban en tensión. Corrió hacia la casa, prestó el oído, se deslizó a lo largo de la pared mirando al patio. Junto a la escalera de entrada yacía un barco aéreo despedazado. Una de sus alas se levantaba hacia el cielo. Loss advirtió cuatro cadáveres en el suelo. En el interior de la casa el silencio y la oscuridad eran absolutos.

    —¿Será posible que Gusev haya muerto? —cruzó por la mente del ingeniero.

    Sin tomar precauciones, corrió hacia los cadáveres, pero pronto se cercioró de que todos eran marcianos. Descubrió un quinto cadáver en el último peldaño de la escalera, y el sexto entre los escombros del barco aéreo. La muerte de todos osos desdichados había sido ocasionada por disparos hechos desde la casa. Loss subió corriendo las escaleras y penetró en la casa por la puerta entornada.

    —¡Alexis Ivanovich! —llamó en voz alta, pero no obtuvo respuesta.

    Encendió las luces de la casa y pensó que aquello era una imprudencia, pero en seguida olvidó este temor y volvió a llamar:

    —¡Alexis Ivanovich!

    Le respondió el silencio, y entonces el ingeniero se encaminó al saloncito en que estaba la pantalla, se sentó en un sillín y reflexionó.

    —¿Qué hacer? ¿Esperar aquí...? Es insensato... Volar en su ayuda...? Pero... ¿a dónde...? A quién pertenece el barco roto...? Los muertos no parecen ser soldados, sino más bien obreros... ¿Quién ha peleado aquí...? ¿Gusev, o la gente de Tuscub? Hay que averiguarlo. No es posible perder más tiempo.

    Loss hizo funcionar la pantalla y en ella apareció la plaza de la Casa del Consejo. Una violenta sacudida acompañada por un ruido ensordecedor le conmovió. A la luz rojiza de los faroles agitábase un espeso humo preñado de chispas. La oscuridad plomiza de lo alto era desgarrada continuamente por explosiones. En la pantalla apareció una figura con los ojos Inyectados de sangre, y agitando los brazos con aire amenazador. Loss apagó el aparato y prosiguió meditando:

    —¿Será posible que Gusev no me haya avisado dónde tengo que buscarlo en este tumulto...?

    Con los brazos cruzados a la espalda el ingeniero empezó a medir la habitación a grandes zancadas. De repente se detuvo y empuñó su revólver. Una cabeza pelirroja asomó tras la puerta. De un salto Loss se acercó a la puerta y vio a un marciano que yacía en un charco de sangre. Lo levantó y lo acomodó en un sillón. El desdichado tenía el vientre desgarrado por una profunda herida. Pasando la lengua por sus resecos labios, balbuceó con voz apenas perceptible:asomó tras la puerta. De un salto Loss se acercó a la puerta y vio a un marciano que yacía en un charco de sangre. Lo levantó y lo acomodó en un sillón. El desdichado tenía el vientre desgarrado por una profunda herida. Pasando la lengua por sus resecos labios, balbuceó con voz apenas perceptible:

    —Nos están aniquilando. Apresúrate en prestarnos ayuda, hijo del cielo. Abre mi mano.

    Loss abrió el puño crispado del moribundo y encontró una esquela en la que a duras penas descifró lo siguiente:

    Le envío a buscar con este barco de la armada tripulado por siete obreros, todos muchachos de confianza. Estoy sitiando la casa del Consejo. Baje en la plaza junto a la torre. Gusev.


    Loss se inclinó hacia el herido para pedirle más informes, pero el marciano agonizaba. Entonces el ingeniero oprimió la cabeza del herido contra su pecho; éste se calmó un tanto, y murmuró, clavando una mirada suplicante en el hombre:

    —¡Sálvanos, hijo del cielo!

    Sus ojos se apagaron y expiró.

    Loss se abrochó la casaca y, envolviéndose el cuello con un echarpe y se encaminó hacia la salida. No bien abrió la puerta, sonó un disparo y voló el casco de su cabeza. Apretando los dientes, Loss se precipitó escaleras abajo, acercándose de un salto al barco destrozado y haciendo un supremo esfuerzo muscular, lo volcó sobre los que se escondían en los escombros. Se oyeron gritos ahogados y dos marcianos lograron escapar a todo correr. Loss los alcanzó en un momento y disparó un tiro. Uno de los fugitivos cayó boca abajo, el otro tiró su fusil y permaneció en cucullas tapándose la cara con las manos. Loss lo agarró por el cuello de su vestido, levantándolo como a un cachorro. Al darse cuenta de que era un soldado, le preguntó:

    —¿Te ha mandado Tuscub...?
    —Sí, hijo del cielo.
    —Te voy a matar.
    —Bueno, hijo del cielo.
    —¿Dónde está el barco en que viniste...?

    El marciano contemplaba al hombre con los ojos llenos de terror. Con mano temblorosa señaló un grupo de árboles, bajo cuya sombra se cobijaba un pequeño bote de la armada.

    —¿Has visto en la ciudad al otro hijo del cielo y podrías encontrarlo allí...?
    —Si.
    —Llévame, entonces.

    Loss subió al bote. El marciano se sentó al timón... Silbaron las hélices y el viento nocturno se precipitó al encuentro de los aviadores, en tanto que en la negra altura se balanceaban enormes y salvajes luceros.

    En los oídos de Loss resonaba la canción:

    Pasando ante los soles y la muerte
    y a través de la lucha y el dolor
    me dirijo hacia tí constantemente,
    constantemente, amor…


    XXX - La actividad de Gusev durante el día


    Gusev salió a las diez de la mañana de la estancia de Tuscub. A bordo tenía un mapa de aviación, armas, provisiones y seis granadas de mano que había traído clandestinamente de Petrogrado. Hacia el mediodía Gusev distinguió, abajo, a Soazéra. Las calles centrales estaban desiertas. Junto a la casa del Consejo, en la enorme plaza estaban estacionados los buques aéreos de la armada y el ejército, formando semicírculos concéntricos. Gusev empezó a descender. Evidentemente fue visto desde la plaza. Y hacia él se remontó un buque de seis alas. En sus bordas veíanse algunos soldados. Gusev describió un círculo por encima del enemigo y sacó con sumo cuidado una granada, se acercó luego por la barandilla de su bote y amenazó con el puño a los soldados. En el buque resonó un grito unánime. Los marcianos alzaron sus cortos fusiles e hicieron fuego. Silbaron las balas y arrancaron un trozo del borde del bote de Gusev. Este blasfemó, precipitándose hacia los atacantes. Al pasar junto a ellos, tiró la granada. Una horrible explosión se dejó oír, y al darse vuelta, Gusev vio que el buque de la armada caía dando vueltas en el aire.

    Este encuentro dio principio a todos los acontecimientos del día. Al pasar sobre la ciudad, Gusev reconoció los lugares que había visto en el espejo, las plazas, los establecimientos nacionales, el arsenal, los barrios obreros, etc. A poco vio a las puertas de una fábrica una muchedumbre de obreros que se agitaba haciendo recordar un hormiguero revuelto. Gusev, bajó. Al verlo los marcianos retrocedieron, pero él los miró sonriendo y se apeó. Entonces miles de brazos se alzaron en el aire y otras tantas gargantas rugieron:

    —Magazitl... Magazitl...

    La muchedumbre se le fue acercando tímidamente, y él pudo distinguir las caras temblorosas, los ojos suplicantes y llenos de lágrimas, los cráneos rojizos y calvos. Era la plebe...

    —Os saludo, compañeros —dijo Gusev, haciendo un gesto amistoso.

    Los marcianos guardaron silencio. Entre el pueblo diminuto, Gusev semejaba un gigante.

    —¿Se han reunido aquí para conversar o para luchar, compañeros? —dijo el soldado—. Si es para lo primero, no tengo tiempo que perder. Adiós.

    Un profundo suspiro corrió por la muchedumbre. Resonaron gritos llenos de desesperación, que, poco a poco se convirtieron en un rugido unánime y profundo.

    —¡Sálvanos... Sálvanos, hijo del cielo...!
    —¿Están dispuestos a luchar? —inquirió Gusev—, y luego gritó con voz poderosa y ronca—: El combate ha empezado. Hace un momento me atacó un buque de la armada y yo lo mandé al infierno... ¡A las armas, compañeros...! Síganme.

    Haciéndose camino por entre la muchedumbre, se le acercó Gor, a quien Gusev reconoció en el acto. Con la cara grisácea a causa de una gran emoción, Gor tomó con los dedos crispados la blusa de Gusev, y dijo, con la voz temblante:

    —¿Qué dice usted? ¿A dónde vamos...? Nos van a aniquilar. No tenemos armas. Se precisan otros medios de lucha.

    Gusev se desprendió bruscamente de las manos que le retenían, diciendo:

    —La principal arma es la decisión. Quien se atreva, poseerá el poder... No llegué aquí desde la Tierra para que me mataran como a una mosca. Vine con el fin de enseñarles a ustedes la forma de decidirse. ¿Se han vuelto ustedes cobardes compañeros marcianos? Aquellos que no tengan miedo a la muerte, síganme. ¿Dónde está el arsenal? Vamos todos allí a buscar armas.
    —¡Aiaiai! —chillaron los marcianos, echando a correr y empujándose los unos a los otros.

    Gor alzó los brazos tratando de persuadir a la muchedumbre, pero viendo que todo era en vano se tapó la cara con las manos.

    Así empezó el motín. Los rebeldes tenían ya su líder y estaban enardecidos. Lo imposible parecíales fácil de cumplir. Gor, que estaba preparando la revolución paulatinamente y valiéndose de medios científicos, pareció despertar de repente. Pronunció doce discursos vehementes, que fueron trasmitidos al barrio obrero por intermedio del espejo opaco. Cuarenta mil marcianos se acercaban al arsenal. Gusev los dividió en pequeños grupos que se adelantaban refugiándose en el camino tras los monumentos, árboles y casas. Dio orden de que ante las pantallas de control por las que el Gobierno estaba al tanto de la actitud obrera, se colocaran grupos de mujeres y niños que protestaran, aunque sin entusiasmo, insultando a Tuscub. Esta astucia asiática logró adormecer por algún tiempo la vigilancia del gobierno. Lo que temía el soldado era un ataque aéreo. Para despistar a las autoridades, aunque fuera por corto tiempo, fueron enviados al centro de la ciudad cinco mil marcianos con la orden de gritar reclamando ropas de abrigo, pan y avra. Cuando fueron enviados, Gusev les previno:

    —Tengan presente que ninguno de ustedes volverá de allí con vida. Pero si se sienten con coraje, vayan.

    Los cinco mil marcianos lanzaron un grito unánime:

    —¡Aiaiai...!

    Y desplegando enormes banderas con inscripciones, se encaminaron hacia la muerte entonando en monótonos aullidos la antigua y prohibida canción.

    Bajo los techos de cristal
    y los altos arcos de hierro
    humean las ollas de barro
    en que la javra se encuentra hirviendo.
    Aiaiai, estamos alegres...
    Que nos den la olla de barro
    Aiaiai, que nos la entreguen
    en nuestras propias toscas manos...

    Ni las canteras ni las minas
    volverán a vernos morir,
    junto a las máquinas malditas.
    Ahora queremos vivir.
    Aiaiai... Vivir alegres
    ante la gran olla de barro
    aiaiai... Que nos la entreguen
    en nuestras propias toscas manos...


    Agitando las enormes banderas y entonando su canción, los marcianos desaparecieron por las estrechas callejuelas. El arsenal, situado en la parte antigua de la ciudad, estaba custodiado por un pequeño destacamento militar. Los soldados, dispuestos en semicírculo, vigilaban el portón enchapado en bronce, y tenían dos máquinas que consistían en espirales de alambre con discos y globos, es decir, exactamente iguales a la que Gusev había visto en la casa abandonada el día de su llegada a Marte.

    Acercándose con cautela por numerosas callejuelas torcidas, los atacantes rodearon el arsenal, cuyas paredes eran abruptas y fuertes. Gusev inspeccionó el lugar tomando precauciones y sacó la conclusión de que la casa debía ser atacada por el frente tratando de apoderarse del portón. Ordenó que se arrancara una pesada puerta de bronce y que la envolvieran con cuerdas. Luego dio la consigna de atacar en masa compacta, dando grandes voces y gesticulando.

    Los soldados del destacamento del arsenal miraban con indiferencia a la gente que pululaba en las callejuelas; pero habían colocado ante ellos las extrañas máquinas en cuyas entrañas chispeaba una luz violácea. Al verlas, los marcianos fruncían el entrecejo, diciéndole en voz baja a Gusev:cuyas entrañas chispeaba una luz violácea. Al verlas, los marcianos fruncían el entrecejo, diciéndole en voz baja a Gusev:

    —Tenemos miedo, hijo del cielo.

    Pero ya era tarde para retroceder. Gusev hizo un esfuerzo y levantó la puerta de bronce, cosa que sólo él podía hacer. De este modo se acercó a lo largo de una pared hasta muy cerca del portón del arsenal y ordenó:

    —¡Prepárense!

    Con la manga enjugó el sudor que le cubría la frente y alzó la puerta a guisa de escudo.

    —¡A entregar el arsenal! —rugió a voz en cuello—. Que nos lo entreguen y que el diablo cargue con ellos.

    Atravesó corriendo la calle. Unas cuantas balas se estrellaron contra la puerta que llevaba Gusev. El soldado se enfureció y aceleró su marcha blasfemando y jurando. Alrededor suyo corrían entre aullidos los marcianos que acudían de todas partes. En el aire explotó una bomba. Pero el torrente impetuoso de los atacantes aniquiló en su camino a los soldados y a las horribles máquinas.

    Gusev, siempre blasfemando, golpeó el portón con el ariete de que era portador y la entrada quedó franca. El arsenal fue tomado y cuarenta mil marcianos se proveyeron de armas. Gusev se comunicó por teléfono con la casa del Consejo y exigió la entrega de Tuscub. Por toda respuesta el gobierno mandó un destacamento de buques aéreos para atacar el arsenal. Gusev salió a su encuentro, llevando toda la escuadra y obligando a huir a los barcos del gobierno. Gusev los persiguió, los rodeó y no dejó nada de ellos sobre las ruinas de la antigua Soazéra. Los buques caían desde el cielo a las plantas de la gigantesca estatua de Magazitl, que sonreía con los ojos cerrados, mientras la luz del ocaso se reflejaba en su casco. El cielo pertenecía ya a los rebeldes. El gobierno concentraba su ejército alrededor de la casa del Consejo. En el techo del edificio lograron colocar unas máquinas que lanzaban proyectiles de fuego en forma de relámpagos circulares, los que destruyeron una parte de la escuadra de Gusev.

    Al anochecer el soldado sitió la plaza de la Casa del Consejo y se puso a construir barricadas en forma de estrella en las calles que en ella desembocaban.

    —Yo voy a enseñarles cómo se hacen las revoluciones, diablos rojizos —decía, mientras daba instrucciones para arrancar las piedras, desarraigar árboles, sacar las puertas y las ventanas de las calles y llenar las bolsas de arena. Frente a la casa del Consejo colocaron dos máquinas sacadas del arsenal y se pusieron a arrojar globos de fuego sobre el ejército leal. Pero no consiguieron ningún resultado, pues el Gobierno había protegido la plaza con el campo magnético. Entonces Gusev pronunció su último discurso de aquel día, muy corto, pero elocuente. Luego trepóse a una barricada y arrojó una tras otra tres bombas de mano. La fuerza de la explosión fue formidable. Se precipitaron columnas de llamas, saltaron al aire las piedras, los soldados y los informes aparatos de destrucción; la plaza se llenó de polvo y humo; y entonces los marcianos emprendieron, aullando, el ataque. Ese era, precisamente. el momento en que Loss miraba al espejo opaco en la estancia de Tuscub.

    El gobierno empleó entonces el campo magnético, pero todo fue inútil. La batalla sólo duró una hora, y al fin, a través de la plaza sembrada de cadáveres, Gusev pudo precipitarse hacia la casa del Consejo encabezando un pequeño grupo de obreros. Pero no encontraron a nadie. Tuscub y todos los ingenieros habían huido.


    XXXI - El cambio de suerte


    Las tropas rebeldes ocuparon los principales puntos de la ciudad, bajo las órdenes de Gor. Era una noche fría y los marcianos tiritaban en sus puestos. Gusev mandó encender hogueras, lo que causó gran extrañeza. Mil años hacía que no se encendía fuego en la ciudad y «las danzantes llamas», sólo eran mencionadas en una canción. Gusev encendió personalmente la primera frente a la casa del Consejo. Los marcianos rodearon el fuego aullando tiernamente: ¡Lilla...! ¡Lilla...!

    Luego en todas las plazas se encendió fuego. En las ventanas se asomaron rostros azulados que miraban con ojos llenos de zozobra el desconocido espectáculo y las harapientas figuras de los revolucionarios. Muchos habitantes abandonaron sus casas aquella noche.

    Sólo interrumpido por el chirrido de las llamas y el ruido de las armas, el silencio reinó en la ciudad... Dijérase que los siglos habían sorprendido de nuevo su monótono girar. Y hasta las estrellas parecían tener diferente aspecto.

    Cabalgando una silla alada, Gusev hizo un vuelo para observar la disposición de sus tropas. Desde el oscuro cielo estrellado caía a las plazas, proyectando una enorme sombra. Era, sin duda, un hijo del cielo, una estatua que acababa de bajar de su pedestal de piedra. Al verlo pasar los marcianos cuchicheaban, llenos de supersticioso horror.

    —Magazitl... Magazitl...

    Los que lo veían por primera vez, se le acercaban arrastrándose para rozar sus vestiduras. Otros lloraban exclamando con voz infantil:

    —Ahora no moriremos... Seremos felices... El hijo del cielo nos ha traído la vida...

    Los cuerpos iguales, cubiertos de idénticas vestiduras, las caras enjutas, arrugadas, de narices puntiagudas y ojos tristes, en que la costumbre de la penumbra de las minas y el eterno girar de las ruedas parecían haberse estereotipado; con los brazos enflaquecidos y torpes para los movimientos de valor o de alegría; todos aquellos seres se volvían hacia el hijo del cielo y le imploraban la libertad y la vida...

    —¡Animo, muchachos! —decíales Gusev—. ¡Más alegría...! No hay ley que obligue a sufrir sin culpa hasta el fin de los siglos... ánimo. No tardaremos en vencer, y entonces verán ustedes lo que es gozar y estar tranquilos...


    Ya muy entrada la noche Gusev volvió a la Casa del Consejo. Tenía frío y hambre. En la sala abandonada, bajo los grandes arcos de oro dormían en el suelo varias decenas de marcianos armados hasta los dientes. El piso lustroso estaba sucio de escupitajos de javra. En la mitad de la sala, sobre un montan de latas y municiones estaba sentado Gor, escribiendo bajo la luz de una linterna eléctrica.

    Gusev se sentó en un ángulo de la mesa y púsose a comer con avidez; limpióse luego las manos en el pantalón, y bebió un sorbo de una botella, tosió y pronunció, con voz ronca:

    —Andamos mal.

    Gor alzó los ojos enrojecidos y se quedó mirando el trapo tinto en sangre que envolvía la cabeza del hijo del cielo.

    —No llego a comprender —prosiguió éste—, dónde diablos se habrán metido las tropas del Gobierno. En las plazas hay unos trescientos soldados muertos, pero el ejército consta de quince mil por lo menos. Han desaparecido. Y sin embargo, no han podido esconderse en ninguna parte de la ciudad, sin ser vistos. Si hubieran salido de la capital, ya estaríamos enterados de la fuga. Estamos, pues, muy mal, ya que en el momento menos pensado el enemigo puede venírsenos por la retaguardia.
    —Tuscub, los miembros del Consejo y una parte de la población —dijo Gor—, se han escondido en las catacumbas que hay bajo la ciudad y que se llaman laberintos de la Reina Magra.Magra.
    —¿Y por qué no me lo dijo antes? —exclamó Gusev, saltando en su asiento.
    —Porque es inútil perseguir a Tuscub, hijo del cielo. Siéntese y siga comiendo.

    Gor extrajo de su bolsillo un paquetito de javra, roja como el pimentón, se la puso en la boca y empezó a masticarla despacio. Sus ojos se humedecieron, volviéndose más oscuros.

    —Hace varios centenares de siglos —relató el marciano— no construíamos grandes casas porque no teníamos con que calentarlas, puesto que aun no conocíamos la electricidad. En los inviernos rigurosos la gente se escondía bajo la superficie de Marte a una considerable profundidad. Túneles, corredores, enormes salas, grutas fantásticas, eran calentadas por el calor interno del planeta, que había sido descubierto por medio de los cráteres de los volcanes. Todas las ciudades de Marte están, pues, unidas por una complicada red subterránea. Y es insensato tratar de buscar a Tuscub en tal laberinto, pues él es el único que conoce bien los planos de las catacumbas de la Reina Magra, «Soberana de los dos Mundos», que dominaba antaño todo Marte. Desde Soazéra, una red de túneles conduce a quinientas ciudades vivas y muertas del planeta. Y en esta otra gran ciudad subterránea, en esta otra gran ciudad que es todo Marte, existen grandes depósitos de armas, puertos de barcos aéreos. Nuestras fuerzas, hijo del cielo, están dispersas, contamos con muy pocos elementos. En cambio Tuscub tiene el ejército y la ayuda de los propietarios de campos y plantaciones de javra, con todos los que hace treinta años, después de la guerra, se volvieron propietarios de casas en la ciudad. Tuscub es inteligente y falso. Ha provocado intencionalmente todos estos acontecimientos para aniquilar los restos de la oposición. ¡Oh... Siglo de Oro...! ¡Siglo de Oro...!

    Gor meneó la cabeza como si estuviera embriagado. Sus mejillas se cubrieron de manchas violáceas. La javra empezaba a hacer efecto.

    —Tuscub sueña con el siglo de oro —continuó—. Quiere iniciar la última época de la vida de Marte. Sólo los seleccionados, los dignos de beatitud tomarán parte en él. La igualdad no existe y no es posible conseguirla. La felicidad general es el delirio de los dementes y de los borrachos de javra. Tuscub ha dicho: «el deseo de la igualdad y la justicia general arruina los supremos fines de la civilización...»

    Una espuma rojiza apareció en los labios del marciano, que siguió hablando como si soñara:

    —Es necesario volver hacia la desigualdad y la completa injusticia. Que se precipiten, pues, sobre nosotros y nos ahoguen los siglos pasados. Hay que encadenar a los esclavos contra las máquinas, en el fondo de las canteras. Que llegue la plenitud de la desgracia. Y que los elegidos tengan la plenitud de la dicha. He allí en lo que consiste el Siglo de Oro. Rechinar de dientes y absoluta oscuridad de un lado. Supremo goce y luz total del otro... ¡malditos sean mi padre y mi madre...! ¿Para qué habré nacido...? ¡Malditos sean...!

    Gusev observaba al marciano y arrojaba al aire las bocanadas de humo de su pipa mientras seguía el desesperado discurso.

    —Caramba —dijo por último—. ¡Cómo está la vida por aquí!

    Encorvado como un anciano, Gor guardó silencio durante largo rato.

    —Sí, hijo del cielo —murmuró al cabo—. Los habitantes de la antigua Turna no hemos resuelto el problema. Hoy lo vi a usted en el combate. La alegría danza como fuego en su ser; usted es soñador, apasionado y despreocupado. A ustedes, pues, hijos le la Tierra, corresponde la solución del problema. En cuanto a nosotros somos viejos y hemos perdido para siempre nuestra hora.

    Gusev se puso de pie, diciendo:

    —Bueno. ¿Qué es lo que se propone usted hacer mañana?
    —Ponernos en comunicación a primera hora con Tuscub y entrar con él en arreglos.
    —Hace una hora, compañero —interrumpió Gusev, que usted no hace otra cosa que decir disparates. Mi orden para mañana es la siguiente: declarar a todo Marte que el poder pasó a nuestras manos y exigir la sumisión completa. Mientras tanto yo reuniré gente de confianza y dirigiré toda la escuadra a los polos para apoderarnos de las estaciones electromagnéticas. Inmediatamente enviaré telegramas a la Tierra, a Moscú, pidiendo ayuda inmediata. En seis meses podrán construir aparatos y el vuelo dura sólo...pasó a nuestras manos y exigir la sumisión completa. Mientras tanto yo reuniré gente de confianza y dirigiré toda la escuadra a los polos para apoderarnos de las estaciones electromagnéticas. Inmediatamente enviaré telegramas a la Tierra, a Moscú, pidiendo ayuda inmediata. En seis meses podrán construir aparatos y el vuelo dura sólo...

    Gusev se tambaleó y cayó pesadamente. Toda la casa temblaba. Desde la bóveda caían las esculturas y adornos de toda clase que la adornaban. Los marcianos que dormían se despertaron sobresaltados, mirando temerosos a su alrededor. Una nueva sacudida se dejó sentir. Rompiéronse los vidrios y las puertas se abrieron de par en par. Un estrépito ensordecedor llenaba la sala En la plaza resonaron gritos y disparos. Los marcianos que se habían precipitado a la puerta retrocedieron viendo aparecer en el umbral a Loss, el otro hijo del cielo. Era difícil reconocerlo. Tenía el rostro demudado. Sus enormes y oscuros ojos estaban rodeados de grandes ojeras y una extraña luz emanaba de ellos. Sus blancos cabellos aparecían revueltos.

    —La ciudad está rodeada por el enemigo —dijo con voz alta y firme—. El cielo está plagado de aeronaves. ¡Tuscub derrumba en estos momentos el barrio obrero!


    XXXII - Contraataque


    En el momento en que nuestros amigos salían de la casa y se encontraban en la escalera, resonó la segunda explosión. Desde la parte boreal de la ciudad subió una llama azulada en forma de abanico que alumbró vivamente el humo y los escombros que saltaban en el aire. El estruendo fue seguido de una gran ráfaga y la llama ocupó la mitad del firmamento... Esta vez ni un solo grito se oyó en la plaza. Los marcianos contemplaban silenciosos el fuego que arrasaba con sus hogares. Dijérase que en las bocanadas del humo negro se estaban esfumando sus últimas esperanzas.

    Después de celebrar un breve consejo con Loss y Gor, Gusev mandó preparar la escuadra aérea para hacerla entrar en combate. Todos los buques de guerra se encontraban en el arsenal, sólo cinco había en la plaza. Gusev los envió a inspeccionar los alrededores de Soazéra. Del arsenal contestaron que la orden sería cumplida inmediatamente y que se ubicaban ya las tropas en las aeronaves. Pasó un largo rato. En la ciudad, alumbrada por las llamas siniestras, reinaba un lúgubre silencio. Gusev enviaba continuamente a los marcianos para que se apresuraran en el arsenal. El mismo erraba por la plaza cual una gigantesca sombra dando órdenes con voz ronca y formando columnas de las tropas dispersas. De vez en cuando se acercaba a la escalera de su cuartel general y gritaba, encolerizado, dirigiéndose a Gor:

    —Dígales a esos (aquí venía una expresión incomprensible para los marcianos) ¡que se apuren!

    Por fin se supo que la escuadra salía y, efectivamente, encima de la ciudad, iluminada por las grandes llamaradas del incendio, aparecieron las libélulas. Gusev contempló complacido el cuadro. Pero en aquel momento resonaba la tercera explosión, que fue la más fuerte, y los puñales de las llamas azules obstruyeron el paso a los buques, haciéndoles dar saltos inverosímiles y vueltas fantásticas hasta desaparecer. En su lugar sólo quedaron nubes de polvo y humo. En la escalera apareció Gor. Su cabeza se hundía entre los hombros y le temblaban los labios. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Al extinguirse el estrépito de la explosión, dijo:

    —Ha volado el arsenal. La escuadra ha perecido...

    Gusev frunció el entrecejo y se mordió el bigote. Loss permanecía de pie apoyado contra una columna, contemplando las llamas. Gor miró ansioso al ingeniero y le dijo con voz llena de angustia:

    —A quienes quedemos con vida nos aguardan sufrimientos atroces. Mas, dígame, hijo del cielo... ¿Tenemos alguna culpa?

    Loss guardó silencio y Gusev descendió a la plaza con aire resuelto. Su voz resonó dando órdenes. Acto seguido los marcianos se dirigieron a las barricadas.

    La sombra alada de Gusev voló por encima de la plaza en una silla de montar.

    —¡Apúrense... Rápido, diablos semimuertos! —gritaba el soldado, desde lo alto.

    La plaza quedó vacía. El enorme sector de los incendios iluminaba ahora las imprecisas líneas de las aeronaves que se acercaban del lado opuesto, subiendo una tras otra desde el horizonte y nadando sobre la ciudad. Eran los buques de Tuscub. Al verlos Gor, exclamó:

    —Huyan, hijos del cielo. Todavía pueden salvarse.

    Por toda respuesta Loss se encogió de hombros. Los buques descendían. A su encuentro subieron desde las calles varios globos de fuego. Pero los proyectiles de los rebeldes eran impotentes contra las bandadas de galeras aladas que describían amplios círculos sobre la plaza. Una de estas galeras se precipitó sobre los techos y quedó suspendida de las truncas alas. Otras bajaron a la plaza y de su interior descendieron soldados que corrieron a lo largo de las calles. Los rebeldes comenzaron la resistencia, arrojando cuanto proyectil pudieron desde las ventanas y los techos. Más y más barcos llegaban entre tanto. Sus sombras rojizas se deslizaban silenciosamente por la plaza y ésta se colmaba de soldados.llegaban entre tanto. Sus sombras rojizas se deslizaban silenciosamente por la plaza y ésta se colmaba de soldados.

    En la terraza de una casa cercana apareció la robusta figura de Gusev. Inmediatamente cinco o seis buques se dirigieron hacia él. Entonces el soldado levantó una enorme piedra y la arrojó contra el que tenía más próximo. Acto seguido, las brillantes alas lo cubrieron. Al ver el peligro que corría, Loss, como en un sueño, se precipitó en su ayuda, apretados los dientes y avizora la mirada, cruzando la plaza en un instante y volviendo a ver a su amigo, sobre cuyo enorme cuerpo había numerosos marcianos suspendidos. Él se removía como un oso bajo aquel montón vivo y empujaba a sus atacantes sin poder librarse de ellos no obstante la eficacia de sus puños. Así arrancó a un marciano que se le había prendido de la garganta y lo arrojó al aire. Dio unos cuantos pasos a lo largo de la terraza, pero de repente cayó. Loss profirió un grito y agarrándose a las piedras de la pared subió a la terraza. Bajo el montón de los marcianos que se revolcaban aullando apareció nuevamente la cabeza de Gusev con los ojos fuera de las órbitas y la boca desgarrada. Unos cuantos soldados se aferraron a Loss. pero este los empujó con asco, precipitándose contra los que oprimían a su amigo y uno por uno los fué arrojando sobre la baranda. Al cabo de unos instantes la terraza quedó vacía.

    Gusev hizo un esfuerzo para ponerse de pie, pero su cabeza era un molino y Loss se vio en la necesidad de levantarlo y conducirlo a una habitación. Allí lo depositó en la alfombra y en tanto que oía su respiración fatigosa se acercó a una ventana, observando como los barcos alados volaban en todas direcciones, mientras los soldados parecían buscarlos. Era, pues, de esperar un ataque decisivo.

    —Mstislav Sergievich —llamó Gusev, incorporándose en la alfombra y escupiendo sangre—. Mstislav Sergievich... ¿Qué ha sucedido...? ¿Nos han derrotado...? Se arrojaron sobre nosotros como nubes preñadas de muerte y me quedé sólo... ¡Qué pena, Mstislav Sergievich...!

    Se puso de pie y dio unos pasos, tambaleándose. De pronto se detuvo frente a una estatua de bronce que debía representar a algún ilustre marciano, la tomó y se precipitó hacia la puerta, gritando:

    —¡Les voy a enseñar quién soy yo...!
    —¿Para qué, Alexis Ivanovich? —dijo Loss, deteniéndolo.
    —Suélteme. No puedo ceder...

    Salió a la terraza. Detrás de las alas de un buque qua pasaba en aquel preciso momento, resonaron algunos tiros a los que siguió un gran estrépito.

    —¡Toma! —gritó Gusev, triunfantemente. Loss lo hizo entrar a la fuerza y cerró la puerta—. Trate de comprender, Alexis Ivanovich, que estamos derrotados —le dijo—. Todo está perdido. Es necesario salvar a Aelita.
    —¡Déjese de molestar con su mujer! —contestó el soldado, con un gesto de mal humor.

    Se sentó en una silla y hundió la cara entre sus manos. Luego gritó en el colmo de la desesperación:

    —¡Qué me arranquen la piel! ¡Cuánta injusticia hay en el mundo! ¡Maldito sea este planeta en el que tampoco hay justicia...! Los marcianos se aferraban a mí suplicándome: «¡Sálvanos... Queremos vivir... Danos esta posibilidad...» Y yo con toda mi alma quise ayudarlos... Pero... ¿qué es lo que puedo hacer...? Derramé mi sangre para defender su causa y nos vencieron.. Pero no soy un cualquiera y no debo darme por vencido. Con mis propios dientes voy a dar cuenta de los verdugos...

    Gusev se encaminó pesadamente hacia la puerta. Loss lo tomó por los hombros, lo sacudió y le dijo, mirándolo fijamente:

    —Lo que acaba de suceder es una pesadilla, un delirio... Vámonos... Tal vez logremos volver a la Tierra.

    Gusev se limpió la sangre que le corría por la cara con el dorso de su manga sucia.

    —Vamos —consintió, por fin.

    Los dos compañeros salieron de la habitación a una plataforma redonda suspendida sobre un profundo y angosto patio que conducía una escalera de caracol. La luz del incendio penetraba a través de la claraboya y alumbraba apenas la gran profundidad. Nuestros amigos emprendieron el descenso. Abajo reinaba un profundo silencio.

    En cambio arriba el ruido era cada vez más ensordecedor. Era evidente que se daba comienzo al ataque del último refugio de los hijos del cielo.

    Loss y Gusev se veían sumidos en la mayor oscuridad conforme descendían. Al llegar abajo apenas distinguieron una pequeña figura que se arrastró a su encuentro y les dijo, con voz débil:

    —Apúrense, pues en seguida van a venir ellos. Aquí hay una puerta secreta que conducía al Laberinto.

    Era Gor, gravemente herido. Pasándose la lengua por los labios resecos, agregó:

    —Sigan los grandes túneles, guiándose por las señas hechas en la pared. Adiós. Si llegan a volver a la Tierra, cuenten nuestra vida miserable, hablen de nosotros... Tal vez ustedes, los terrestres, sean felices. A nosotros no nos queda, en cambio, nada más que el desierto glacial, la angustia, la muerte... Hemos perdido el momento... A la vida es necesario amarla impetuosamente, con crueldad y con misericordia a la vez.

    Gusev y Loss quisieron llevar a Gor, pero el marciano se aferró a la baranda de la escalera, diciendo:

    —Déjenme acá... Quiero morir...

    En el fondo del patio descubrieron una gran piedra con un anillo. Lograron levantarla con alguna dificultad, y un aire seco les azotó el rostro. Gusev precedió a Loss y cuando ambos colocaban de nuevo la piedra en su lugar, vieron en la escalera de caracol las figuras de algunos soldados. Gor alzó los brazos para detenerlos y cayó muerto a puñaladas...


    XXXIII - El laberinto de la Reina Magra


    Con los brazos extendidos, nuestros héroes avanzaban con precaución en la sofocante oscuridad.

    —Un recodo...
    —¿Estrecho...?
    —Muy ancho. No alcanzo a tocar las paredes...
    —Una columna...

    Tres horas habían transcurrido desde que bajaron al laberinto y ya habían gastado todos los fósforos que tenían. Las linternas eléctricas las habían perdido, de manera que caminaban en medio de la más profunda oscuridad. Los túneles se entrecruzaban y ramificaban infinitamente internándose cada vez más en la tierra. A veces se distinguía claramente el monótono ruido de las gotas de agua. Los dilatados ojos de nuestros amigos solo veían contornos confusos y grises, pero aquello no era sino alucinaciones de la oscuridad.

    —¡Párese...!
    —¿Por qué...?
    —No hay fondo.

    Se detuvieron aguzando el oído. Sentían el roce de un vientecillo débil y seco.

    De lejos, como desde una profundidad, llegaron a sus oídos unos jadeos extraños. Tenían la sensación confusa de que a sus plantas se abría una enorme profundidad vacía.

    Gusev levantó a tientas una piedra y la arrojó en la oscuridad. Al cabo de muchos segundos llegó a sus oídos el débil sonido de la caída.

    —Un precipicio.
    —¿Y quién respira...?
    —¡Qué sé yo!

    Volvieron sobre sus pasos y tropezaron contra una pared. Pusiéronse a palparla. La orilla del precipicio estaba junto a la pared y la sentían ora del lado derecha, ora del izquierdo. Entonces se dieron cuenta de que se habían perdido y de que no les sería posible encontrar el camino por donde habían llegado a aquella angosta cornisa. Se apoyaron uno junto al otro contra la pared y sólo prestaron atención a los susurros que traía la profundidad incógnita.

    —¿Llegó el fin, Alexis Ivanovich...?
    —Sí, Mstislav Sergievich. Por lo visto es el fin.

    Tras un corto silencio Loss preguntó con voz extraña:

    —¿No vé nada...?
    —Nada.
    —Lejos... A la izquierda...
    —No... No...

    Loss murmuró algo y luego agregó, con voz clara:

    —Todo es porque se encuentran frente a la muerte y no pueden ni alejarse de ella, ni comprenderla ni vencerla...
    —¿Quiénes...?
    —Ellos... Y nosotros también...

    Gusev suspiró, diciendo:

    —¿Oye cómo respira...?
    —¿Quién...? La Muerte...?
    —Sólo el diablo lo sabe... Pero debe ser ella. —replicó Gusev—. He reflexionado mucho a su respecto. A veces, acostado en el campo con mi fusil, sentía que todos los pensamientos me llevaban hacia la muerte. Me daba cuenta de que yacía vencido como un viejo caballo en medio del camino. No sé lo que sobrevendrá después de la muerte. Pero aquí, mientras vivo, quiero saber. ¿Soy un caballo muerto o un ser humano...? ¿Es esto lo mismo o no lo es...? ¿Cuándo esté para morir y apriete los dientes y cierre los ojos, será ese el fin? Todo lo que he visto con mis ojos, se cambiará o no...? Lo más horrible será que estando uno muerto, todo siga su curso habitual. Eso es incomprensible e injusto. Cuando yo me muera todo tiene que cambiar. Desde el año 1914 estamos dando muerte a la gente. Y ya estamos acostumbrados a ello... ¿Qué es un hombre ahora...? ¿Qué vale? Un tiro de fusil. Y se acabó... No, Mstislav Sergievich. La cosa no debe ser tan sencilla. ¿Acaso durante los últimos siete años el mundo no ha cambiado en nada...? Sí... Si... Todo está, revuelto. Y ha de llegar el día en que nos demos cuenta de ello... Sí, señor... Estoy seguro de que el día que me muera reventará el cielo. Matarme a mí es lo mismo que arruinar el mundo. No... No soy un animal muerto... Una noche, acostado en un carro, gravemente herido, miraba las estrellas. Una gran angustia se apoderó de mi alma al pensar que al fin y al cabo no soy otra cosa que un piojo. Tengo hambre y sed a la par que un piojo e igualmente me resisto a morir. El fin es idéntico. En ese momento reparé en la cantidad de estrellas que había en el cielo y sentí oprimírseme el corazón. Me imaginé que todas las estrellas representaban mi persona y estaban en el interior de mi ser... No... No puedo yo ser como un piojo... Y me puse a llorar... ¡Ah, si la muerte es una cosa muy seria! Hay que cambiar por completo la vida. El hombre no es un piojo. Romper un cráneo humano es una cosa atroz, es un enorme atentado... Y todavía han inventado los gases asfixiantes... Pero, yo quiero vivir, Mstislav Sergievich... No quiero seguir más en esta maldita oscuridad... ¿Para qué estamos detenidos aquí...?viejo caballo en medio del camino. No sé lo que sobrevendrá después de la muerte. Pero aquí, mientras vivo, quiero saber. ¿Soy un caballo muerto o un ser humano...? ¿Es esto lo mismo o no lo es...? ¿Cuándo esté para morir y apriete los dientes y cierre los ojos, será ese el fin? Todo lo que he visto con mis ojos, se cambiará o no...? Lo más horrible será que estando uno muerto, todo siga su curso habitual. Eso es incomprensible e injusto. Cuando yo me muera todo tiene que cambiar. Desde el año 1914 estamos dando muerte a la gente. Y ya estamos acostumbrados a ello... ¿Qué es un hombre ahora...? ¿Qué vale? Un tiro de fusil. Y se acabó... No, Mstislav Sergievich. La cosa no debe ser tan sencilla. ¿Acaso durante los últimos siete años el mundo no ha cambiado en nada...? Sí... Si... Todo está, revuelto. Y ha de llegar el día en que nos demos cuenta de ello... Sí, señor... Estoy seguro de que el día que me muera reventará el cielo. Matarme a mí es lo mismo que arruinar el mundo. No... No soy un animal muerto... Una noche, acostado en un carro, gravemente herido, miraba las estrellas. Una gran angustia se apoderó de mi alma al pensar que al fin y al cabo no soy otra cosa que un piojo. Tengo hambre y sed a la par que un piojo e igualmente me resisto a morir. El fin es idéntico. En ese momento reparé en la cantidad de estrellas que había en el cielo y sentí oprimírseme el corazón. Me imaginé que todas las estrellas representaban mi persona y estaban en el interior de mi ser... No... No puedo yo ser como un piojo... Y me puse a llorar... ¡Ah, si la muerte es una cosa muy seria! Hay que cambiar por completo la vida. El hombre no es un piojo. Romper un cráneo humano es una cosa atroz, es un enorme atentado... Y todavía han inventado los gases asfixiantes... Pero, yo quiero vivir, Mstislav Sergievich... No quiero seguir más en esta maldita oscuridad... ¿Para qué estamos detenidos aquí...?
    —Ella está aquí —dijo Loss, con la misma voz extraña... En aquel momento resonó un estallido lejano y el eco se prolongó por los innumerables túneles. La cornisa tembló bajo los pies de los hombres. Se estremeció la pared y en la oscuridad llovieron piedras. La ola estrepitosa pasó hasta extinguirse por completo. Era la séptima explosión. Tuscub había cumplido su palabra.

    Juzgando por la distancia a que parecía haberse producido el nuevo siniestro. Soazéra estaba lejos, hacia el oeste. Un silencio más profundo que el anterior, se cernía ahora sobre el laberinto en que estaban perdidos nuestros amigos.

    Gusev fue el primero en advertir que los suspiros habían cesado en la oscuridad. Pero, en cambio, notó que en su lugar se escuchaban extraños silbidos, y algo así como un blando deslizamiento.

    Atacado por una especie de locura, el soldado extendió los brazos a lo largo de la pared y corrió hacia delante blasfemando y tirando piedras y puntapiés.

    —¿La cornisa da vueltas, oye? —gritó—. Por aquí debe haber una salida... ¡Ah!, ¡diablo...! Me lastimé la cabeza...

    Durante algunos instantes prosiguió caminando. Luego exclamó, emocionado:

    —Mstislav Sergievich... Hay una llave de luz eléctrica...

    Resonó un chirrido de hierro oxidado y acto seguido la cúpula de ladrillo se iluminó con una violenta luz amarilla. Las paredes de aquella parte del túnel estaban apoyadas en una estrecha cornisa, dispuesta en forma de anillo encima de una cantera redonda de diez metros de diámetro.

    Gusev sujetó la palanca de la luz. Del otro lado de la cantera, debajo de uno de los arcos de la cúpula, estaba Loss, apoyado contra la pared y protegiéndose los ojos contra la viva luz. Gusev observó cómo se destapaba los ojos y se insinuaba, mirando hacia abajo con gran atención. De repente alzó la cabeza. Sus manos temblaban, erizáronse sus blancos cabellos y sus ojos se dilataron expresando un horror mortal.

    —¿Qué hay? —gritó Gusev, mirando a su vez en la profundidad de la cantera.

    Y quedó por un momento paralizado. Allí se debatía un animal peludo de color marrón pardo, que era el que producía el extraño silbido. El horrible bicho subía y se hinchaba. Todo su cuerpo estaba cubierto de ojos que se dirigían hacia la luz. Tenía grandes patas que parecían multiplicarse bajo los pelos que las cubrían.que parecían multiplicarse bajo los pelos que las cubrían.

    —¡La muerte! —gritó Loss.

    Aquello era una enorme aglomeración de arañas, una masa compacta de espantosos animalejos que pululaban subiendo, subiendo en dirección a Loss. Una de ellas, la más enfurecida, corrió a lo largo de la cornisa hasta el lugar en que se encontraba el ingeniero.

    —¡Huya! —le gritó Gusev.

    De un salto traspasó la cantera, rozando la cúpula con la cabeza y cayendo de cuclillas junto a Loss, lo tomó de la mano y lo arrastró hasta el interior del túnel. Luego ambos echaron a correr con toda la velocidad de que eran capaces.

    El túnel estaba ahora iluminado por polvorientos faroles colocados de distancia en distancia. Una espesa capa de polvo cubría el suelo, las hendiduras de las paredes y los umbrales de las angostas puertas que conducían a otros corredores. Gusev y Loss corrieron un largo rato y por fin llegaron al final del túnel, que terminaba en una sala abovedada y adornada con bajas columnas. En el centro se veía una estatua de piedra semi arruinada que representaba una mujer de rostro mofletudo y cruel.

    Loss se detuvo, y mirando a su alrededor con los ojos aterrorizados, murmuró:

    —Las hay a millones... Están esperándonos. Y llegará la hora en que se apoderen de la vida y pueblen todo Marte...

    Gusev lo condujo a la fuerza a un túnel más ancho que salía de la sala. Los faroles, más escasos en aquella parte, daban muy poca luz. Casi a tientas siguieron caminando horas y horas. Pasaron por un puente suspendido sobre una ancha apertura en cuyo fondo yacían restos de gigantescas máquinas. Luego volvieron las interminables paredes grises y polvorientas.

    Una gran desesperación se apoderó del ánimo de nuestros viajeros. Sus piernas temblaban de cansancio.

    Sentía Loss que su corazón cesaba de latir. Una horrible angustia había hecho presa en él. Tropezando seguía los pasos de Gusev, y gotas de frío sudor corrían por su rostro. Se creía cerca del último recodo, del recodo en que se agazapa la muerte, pero una fuerza más poderosa que la misma muerte lo apartó de aquel límite, y él seguía arrastrándose, agonizante casi, a lo largo de los interminables y desiertos corredores...

    El túnel dio una vuelta y Gusev lanzó una exclamación de asombro y alegría. En el marco de la nueva entrada apareció a sus ojos el resplandor del cielo azul y el pico de una montaña cubierta de nieve que les era harto conocida. Habían salido del laberinto y se encontraban cerca de la propiedad de Tuscub.


    XXXIV - Jao


    —¡Hijo del Cielo...! ¡Hijo del Cielo! —llamó una voz chillona.

    Y de los azulados matorrales surgió la puntiaguda carita del mecánico de Aelita. Loss y Gusev se habían acercado a la estancia y el muchacho les salió al encuentro alzando los brazos y bailoteando lleno de alegría. Apartando las ramas del matorral les enseñó un bote aéreo escandido entre las ruinas de un acueducto. Luego relató lo siguiente: la noche transcurrió tranquila, pero al rayar el alba resonó un estrépito lejano y apareció el fuego. Creyendo que los hijos del cielo habían muerto, el muchacho subió al bote y voló hasta el escondrijo de Aelita. Ella también había oído la explosión y desde la roca contemplaba el incendio. Al ver al muchacho, le dijo:

    —Vuelve a la estancia y espera allí al hijo del cielo. Si los criados de Tuscub te encuentran, muere sin pronunciar palabra. En caso de que el hijo del cielo haya muerto, busca su cadáver, busca en sus ropas el frasquito de cristal que yo le di y tráemelo.

    Loss escuchó el relato con los dientes apretados. Luego se acercó en compañía de Gusev al lago y ambos lavaron sus heridas con el agua fresca. Gusev se armó con una gruesa rama de árbol y luego todos se embarcaron en el bote aéreo.

    Gusev y el mecánico escondieron el bote en una gruta y en el suelo, junto a la entrada del escondrijo, desenvolvieron un mapa. En aquel momento Ija bajó corriendo de unas rocas. Al ver a Gusev se cubrió el rostro con las manos y rompió a sollozar. Torrentes de lágrimas corrían de sus enamorados ojos. Gusev rió contento, y la abrazó.

    Loss bajó, solo, al precipicio que conducía al Santo Umbral. Dijérase que las alas del viento lo llevaban por las angostas escalerillas... ¿Qué sería de Aelita...? Qué sería de ellos mismos...? ¿Lograrían salvarse...? El ingeniero no podía concebir cómo. Empezaba a reflexionar sobre algún plan de fuga y lo abandonaba al punto por imposible. Lo esencial para él, lo único verdaderamente importante, después de todo, era que dentro de algunos momentos iba a volver a ver a la nacida de la luz de las estrellas. Su solo pensamiento era mirar con deleite el rostro estrecho y azulado de Aelita y olvidarse de todo entre una oleada de íntima alegría.

    Con precaución salió de la plataforma suspendida sobre el precipicio. El Santo Umbral brillaba, hacía un calor sofocante y el más profundo silencio reinaba por doquier. Loss sintió deseos de besar con ternura y adoración el musgo rojizo en que estaban impresas las huellas de los pies diminutos que conducían a aquella última morada del amor.

    El hombre se acercó a la roca, y entreabriendo la puertita triangular e inclinándose, penetró en el interior de la gruta.

    Alumbrada por la débil luz de las lamparillas suspendidas del techo, Aelita dormía envuelta en blancas sábanas... Su rostro delgado expresaba tristeza y dulzura. Tenía el brazo desnudo bajo la cabeza. Sus ojos cerrados, en los que las venillas se dibujaban claramente, tenían un continuo temblor. ¿Soñaba...?

    Loss se arrodilló a la cabecera del lecho, contemplando con emoción a la amiga de su dicha y de su pena. En aquel momento se sentía capaz de soportar los mayores suplicios del mundo con tal de que ningún dolor turbara jamás aquel rostro divino. Hubiera querido detener por toda una eternidad el encanto de la juventud que allí anidaba, aquel encanto indefinible que hacía mover sobre las mejillas tersas el oro de los bucles y que se desprendía como un perfume tenue de milagro del cuerpo núbil y abandonado.

    A su memoria vino, de pronto, el recuerdo de las arañas que esperaban su hora en el laberinto siniestro y, a su pesar, un suspiro de horror surgió de lo más hondo de su pecho. Aelita suspiro a su vez, despertándose. Miró a Loss, sin plena conciencia de lo que la rodeaba. Luego se sentó en el lecho.

    —¡Hijo del Cielo! —murmuró con voz llena de infinita ternura— ¡hijo mío...! ¡amor mío...!

    Aelita no cubrió su cuerpo desnudo. Un leve rubor se esparció por sus mejillas. Y a Loss parecieron surgidos de las estrellas los azulados hombros, los diminutos senos y las estrechas caderas de la joven. Hincado junto al lecho, guardó silencio, pues casi experimentaba dolor del placer que le causaba la vista de la amada y se sentía embriagado por el perfume agridulce que se desprendía de su cuerpo.

    —He soñado contigo —dijo Aelita—. Me llevabas en los brazos y subías grandes escaleras de cristal. Ibas siempre hacia arriba y yo oía el latido de tu corazón y una gran languidez me dominaba. Esperaba el momento en que habías de detenerte para que huyera mi laxitud... ¡Ah!, hijo del cielo... Quiero conocer el amor. Yo solo se del horror y la pena de la languidez... Tú me has despertado...

    La joven calló de pronto y sus cejas se arquearon.

    —Me miras de un modo muy extraño —prosiguió luego—. ¿Eres acaso mi enemigo...?

    Se acurrucó bruscamente en el rincón opuesto del lecho. Sus dientes brillaron. Loss murmuró con voz apagada:

    —Ven... Ven conmigo...

    Pero Aelita hizo un signo negativo con la cabeza. Sus ojos adoptaron una expresión salvaje.

    —Te pareces al horrible «cha» —dijo por fin.

    Loss se tapó la cara con las manos. Todo su cuerpo temblaba a causa del esfuerzo de voluntad que hacía. La llama invisible lo abrasaba como si fuera un arbusto seco bajo la acción del fuego. Toda pesadez se había alejado de su cerebro y él ardía, ardía... Era una llamarada. Se descubrió el rostro y Aelita le preguntó:

    —¿Qué tienes...?
    —Nada, amor mío... No tengas miedo.

    La joven volvió a acercársele, cuchicheando.

    —Tengo miedo de Jao. Voy a morir.
    —No... no... La muerte es distinta. Anoche la vi en el laberinto. La vi muy de cerca. Pero yo te llamo hacia el amor. Tenemos que unirnos en una sola vida, en un solo fuego. De otro modo llegarán la muerte y la oscuridad y desapareceremos. Esto que ahora nos sucede es la misma vida que nos toma de la mano. No tengas miedo de Jao... Ven.

    Loss extendió los brazos hacia la joven que temblaba y cuyo inteligente rostro estaba extrañamente pálido. De repente, con un movimiento brusco se puso de pie y enseñando por un momento la maravilla lineal de todo su cuerpo desnudo, apagó la luz de la lamparilla. Luego enredó en sus dedos los cabellos blancos.

    —¡Aelita! —murmuró éste—. ¿No ves el fuego negro...?

    Detrás de la puerta de la gruta se oyó un ruido semejante al zumbar de las abejas, pero ellos no lo sintieron.

    Una aeronave subió desde el precipicio y se detuvo al nivel de la plataforma. Una escalerilla fue arrojada desde su borda y Tuscub descendió precediendo a un destacamento de soldados.

    Todos se acercaron a la puerta de la gruta. Tuscub la golpeó con el puño, y al no obtener respuesta, la abrió. Loss y Aelita dormían profundamente. Tuscub ordenó a sus soldados:

    —¡Tómenlos...!


    XXXV - La fuga


    El barco alado voló algunos minutos describiendo círculos sobre el Santo Umbral y luego se dirigió rumbo a Azora. Sólo entonces Gusev e Ija pudieron bajar hasta la plataforma. Y vieron a Loss que yacía en un charco de sangre junto a la entrada de la gruta.

    Gusev lo alzó en sus brazos. Loss casi no respiraba. Sus ojos y su boca estaban cerrados. Tenía la cabeza y el pecho tintos en sangre. En cuanto a Aelita, había desaparecido. Sólo quedaban allí los efectos que había llevada y que Ija se encargó de recoger, llorando a lágrima viva. De las vestiduras de la «nacida de la luz de las estrellas» sólo faltaba su capa. Por lo visto esta prenda había servido para envolver a la joven viva o muerta, al transportarla al buque.

    Gusev puso a Loss sobre su hombro y volvió con Ija por el mismo camino que había seguido antaño el magazitl llevando el delantal de la virgen atado como símbolo de paz, en el remate de una vara. Una vez arriba sacó de la gruta el bote aéreo, colocó en él a Loss, envuelto en una sábana, ajustó su cinturón, calóse el casco hasta las orejas y dijo con rabia:

    —No van a tomarme vivo... Eso si que no... Pero, si llegamos a la Tierra... Volveremos... ¡Vaya si volveremos...!

    Subió al bote y sentándose al timón, exclamó:

    —Adiós, amigos. Que sean ustedes felices y no se olviden de nosotros.

    Estrechó las manos de Ija y del mecánico y dirigiéndose a la muchacha, agregó:

    —No te llevo conmigo porque sé que me aguarda una muerte segura. Pero estoy muy agradecido de tu amor, Ija... Eso es lo que más apreciamos los hijos del Cielo. Adiós. Sé feliz, pequeña.

    Miró al sol, saludó con las dos manos por última vez y se remontó al cielo azul. Ija y el muchacho mecánico lo siguieron largo rato con los ojos; pero no repararon en que una aeronave del ejército subía hacia el sur desde las montañas y se dirigía al encuentro del bote en que viajaba el denodado Hijo del Cielo. Cuando desapareció de la vista, Ija se desplomó en el suelo y se mesó los cabellos presa de una espantosa desesperación. En vano el muchacho mecánico trató de calmarla. Y allí se quedó la desventurada, llorando su amor sin esperanza.

    Tampoco Gusev había advertido el buque de guerra que le obstruía el paso. Miraba el mapa; y se dirigía rumbo al este a los campos de cactus en que habían dejado su aparato. Loss yacía en el fondo del bote. Permanecía inmóvil y parecía dormido, pues no tenía la rigidez propia de los cadáveres. Sólo entonces, mientras lo contemplaba, Gusev se dio cuenta de que le profesaba un cariño entrañable. Le amaba tanto como si fuera su propio hermano.


    ¿Qué había sucedido en la gruta? Gusev no lo sabía. Recordaba que había estado riendo y bromeando con Ija y con el mecánico hasta el momento en que abajo se sintió una descarga seguida de un grito desgarrador. Luego el barco alado de Tuscub se remontó en el aire y desde el arrojaran a la plataforma el cuerpo inanimado de Loss.

    El soldado escupió por encima de la barandilla.

    —Con tal que llegue hasta nuestro aparato —se dijo—. Le haría tanto bien a Loss un trago del alcohol que tenemos allí.

    Palpó el cuerpo de su amigo y lo sintió apenas tibio.

    —Ya volverá en sí, si Dios quiere —pensó—. Por propia experiencia sé el insignificante daño que causan las balas marcianas... Sin embargo —agregó— el desmayo dura demasiado.

    Volvió inquieto la cara hacia el sol poniente y en aquel momento vio al buque que lo perseguía. Tomó entonces rumbo al norte para evitar el encuentro; pero su perseguidor hizo lo mismo. De cuando en cuando de la nave enemiga se desprendían ligeras nubes de humo amarillo que indicaban que estaban haciendo fuego contra él. Entonces Gusev se remontó cuanto pudo, calculando redoblar su velocidad al bajar y de este modo librarse de la persecución.hizo lo mismo. De cuando en cuando de la nave enemiga se desprendían ligeras nubes de humo amarillo que indicaban que estaban haciendo fuego contra él. Entonces Gusev se remontó cuanto pudo, calculando redoblar su velocidad al bajar y de este modo librarse de la persecución.

    El viento glacial silbaba en sus oídos y las lágrimas que se le asomaban a los ojos quedaban inmediatamente convertidas en hielo. El soldado no seguía ya ningún rumbo. El aire enrarecido lo fustigaba como un látigo y él solo se ocupaba de forzar el motor y de huir. Siguiendo su idea primitiva, descendió de pronto y esta astuta maniobra dio el resultado apetecido, pues el barco perseguidor fue quedando atrás hasta perderse en el horizonte.

    Abajo se extendía el infinito desierto de color cobrizo, en el que sólo se veía la sombra del bote corriendo, corriendo, a lo largo de las colinas, y de las hendiduras del suelo que brillaba como si fuera de cristal. Tristes ruinas aparecían de vez en cuando en el desolado espectáculo. Y por todas partes cruzaban las arenas los cauces secos de los canales.

    El sol empezó a ponerse; pero Gusev siguió, sin advertir otra cosa que las olas de arena, las chatas colinas y los escombros del Marte moribundo.

    Pronto llegó la noche y Gusev bajó a la llanura. Salió del bote, levantó la sábana que cubría a Loss, subió los párpados del amigo querido, y le puso el oído en el corazón que apenas latía.

    —Oh, desierto... desierto —murmuró el soldado, mirando en torno suyo.

    Las estrellas glaciales se encendían en el cielo negro e infinitamente alto; alumbradas por ellas las arenas parecían de color gris. El silencio que reinaba era tan completo que se oía el chirrido de la arena al moverse en las profundas huellas de los pies de Gusev.

    —Oh, ¡desierto...! ¡desierto...! —volvió a exclamar, poseído de angustia.

    Volvió luego al bote y quiso reanudar el viaje, pero el combustible se le había acabado y el motor no funcionó.

    —Bueno —se dijo—. ¡Qué le vamos a hacer!

    Se colocó en el cinturón la rama de árbol qua era la única arma que tenía, y sacó a Loss, diciendo: «Vamos, Mstislav Sergievich», se lo cargó al hombro y se puso en marcha. Sus pies se hundían hasta los tobillos en las blandas arenas. Tras caminar largo rato, dejó a Loss siempre inerte en los peldaños de una escalera enterrada bajo la arena y se acostó en el suelo extenuado.

    Nunca supo cuanto tiempo permaneció allí, sin moverse. Solo recordaba que alzó la mirada llena de angustia al cielo y que suspendida en la altura vio una estrella rojiza, un gran ojo sangriento que parecía mirarlo.

    —¡La Tierra! —exclamó, y tomando a Loss corrió en dirección a ella. Ya sabía hacia donde encontraría el aparato.

    Respirando con dificultad y bañado en sudor, el hombre adelantaba a grandes saltos, gritando rabiosamente y tropezando contra las piedras. Corría siempre hacia adelante y casi a su lado nadaba el cercano y oscuro horizonte del desierto. Varias veces se tendió de bruces para refrescarse la boca con la arena fría. Luego reanudaba la marcha llevando a su compañero y mirando, como hipnotizado, los rayos rojizos de la Tierra. Su gigantesca sombra vagaba solitaria por el desierto universal.

    Subió en el cielo la media luna Olla y hacia medianoche apareció la redonda Litja, de luz tierna y argentina. Dos sombras vagaron entonces por la llanura inmensa. La luz de los satélites venció a la de Talzetl. En lontananza empezaban a perfilarse los nevados picos de Lisiasira.

    Al rayar el alba terminó el desierto y Gusev se internó en los campos de cactus. De un puntapié echó abajo una de las plantas y devoró con avidez su carne jugosa.

    Apagábanse las estrellas y en el cielo violáceo aparecían los rosados bordes de las nubes. Un ruido metálico y monótono llegó de repente a oídos de Gusev, quien se dio cuenta inmediatamente de lo que aquello significaba... Sobre los matorrales se divisaban los mástiles del buque de guerra que lo había perseguido. Los golpes resonaban de aquel lado. Era evidente que los marcianos estaban destruyendo el aparato de nuestros viajeros.lado. Era evidente que los marcianos estaban destruyendo el aparato de nuestros viajeros.

    Gusev aceleró su marcha y a poco se presentó a su vista el buque de guerra junto al enorme huevo oxidado del aparato. Hasta veinte marcianos estaban empeñados en la tarea de golpearlo con grandes martillos. Parecía que recién empezaban la faena.

    Gusev colocó a Loss en la arena, sacó de su cinturón el grueso garrote y se precipitó sobre los marcianos, gritando a voz en cuello:

    —¡Ahora van a ver, hijos de perra...!

    De un salto se acercó al buque y con un formidable golpe de su palo hizo pedazos un ala de metal y un mástil del barco enemigo. Los soldados que se hallaban en el interior de la nave salieron huyendo despavoridos. Los que destruían el aparato se arrastraron aullando a lo largo de los surcos y desaparecieron en los matorrales. El campo quedó desierto en un minuto. A tal punto causaba horror a los marcianos la actitud del hijo del cielo.

    Gusev destornilló la puerta del aparato, arrastrando a Loss hasta ella y ambos desaparecieron en el interior del huevo.

    Entonces, los marcianos que se ocultaban tras los cactus fueron testigos de un hecho sobrenatural y asombroso. Aquel enorme huevo, tan grande como una casa se conmovió todo haciendo temblar a Turna, y, tras levantar grandes nubes de polvo, se suspendió en el aire, hundiéndose como un bólido en el vacío, y llevando a su patria a los aventureros y crueles magazitls.


    XXXVI - La nada


    —¿Qué tal, Mstislav Sergievich...?

    Loss sintió que le ardía la boca y que el fuego liquido le corría por las venas. Abrió los ojos. Una opaca estrellita estaba encendida sobre su cabeza. El cielo aparecía amarillo y atravesado por líneas oscuras. Resonaba un ruido monótono y la estrellita temblaba continuamente.

    —¿Qué hora es? —inquirió el herido.
    —El reloj está parado, y es una lástima —respondió alegremente Gusev.
    —¿Hace mucho que volamos...?
    —Sí, Mstislav Sergievich.
    —¿A dónde...?
    —A donde el diablo perdió el poncho. No tengo idea de donde podemos encontrarnos ahora.

    Loss volvió a cerrar los ojos tratando de penetrar en el oscuro vacío de su memoria, pero el vacío lo penetró a él y volvió a sumergirse en un sueño confuso.

    Gusev lo abrigó bien y regresó a los tubos de inspección. Marte aparecía a sus ojos más pequeño que un plato. En él se destacaban como manchas plateadas el fondo de los mares secos y de los desiertos horribles. El aparato se dirigía rumbo a la densa oscuridad. De vez en cuando en los espejos del tubo de observación se hacía presente el rayo argentino de una estrella, pero por más que Gusev investigaba no veía en ninguna parte la gran estrella roja.

    El soldado bostezó. Se aburría sobremanera en aquel infinito vacío. Revisó las provisiones de agua, víveres y oxígeno y luego se acostó en el suelo oscilante al lado de Loss.

    Pasaron algunas horas, al cabo de las cuales Gusev se despertó, a causa del apetito que experimentaba. Loss permanecía acostado, con los ojos abiertos; su rostro estaba lleno de arrugas y con las mejillas hundidas. Preguntó, en voz baja:

    —¿Dónde estamos...?
    —Siempre en el mismo sitio. Vagamos en medio de un desierto.
    —¿Estuvimos o no en Marte, Alexis Ivanovich...?
    —Dijérase, Mstislav Sergievich, que ha perdido usted por completo la memoria.
    —Sí. Tengo un gran vacío en ella. Recuerdo confusamente, pero mis pensamientos se interrumpen extrañamente. No atino a comprender lo que ha sido verdad y lo que sólo responde a la elaboración de mis sueños..., de mis sueños maravillosos... ¿Quiere usted darme un poco de agua, Alexis Ivanovich...?

    El ingeniero cerró los ojos y al cabo de un gran rato, preguntó, con voz temblorosa:

    —¿También ella es un sueño...?
    —¿Quién...?

    Loss no contestó. Y volvió a sumirse en una especie de sopor.

    Gusev observó nuevamente hacia afuera y solo vio tinieblas. Entonces se cubrió con una colcha y se acurrucó en un rincón. No quería ni pensar, ni recordar, ni esperar. ¿Para qué...? El aparato temblaba, adormeciéndolo. Y volaba con vertiginosa rapidez por el infinito vacío...

    El tiempo pasó con lentitud enervadora. Algo así como el frío de la eternidad cerníase sobre los corazones y las mentes de nuestros amigos.


    Un grito desgarrador hirió el aire y Gusev se puso de pie sobresaltado, con los ojos desmesuradamente abiertos.

    De pie entre la revuelta ropa de cama y con la venda ensangrentada cayéndosele, Loss gritaba con voz llena de desesperación:gritaba con voz llena de desesperación:

    —Vive... Vive... ella vive...

    Alzó las manos huesosas y se abalanzó contra las paredes golpeándolas y arañándolas mientras repetía:

    —¡Ella existe...! Déjeme salir... Aquí me ahogo... No puedo más... No... No..., —gritaba y se agitaba como un poseído. Por último se agotaron sus fuerzas y se inclinó en los brazos de Gusev. Luego quedó dormido nuevamente.

    Embotadas las facultades mentales, Gusev también se acurrucó bajo su colcha. Fría ceniza cubría sus deseos. Su oído tardo no percibía ya la pulsación del aparato. Loss se quejaba en sueños y, a veces el rostro se le iluminaba de dicha.

    —Tú te sientes bien, compañero —pensaba Gusev—. Sueñas y es mejor que no despiertes. En tu sueño vivirás tranquilo. Y, en cambio, si te llegas a despertar, tendrás que acurrucarte como yo, temblando de frío. Ah, noche... ¡Este sí que es él verdadero fin...!

    No tenía deseos ni de cerrar los ojos y permanecía sentado con la vista clavada en un punto invisible...

    Así transcurrieron muchas horas, varios días...


    Un extraño chirrido se dejó oír de repente y fuertes golpes sonaron contra la parte exterior del aparato.

    Gusev abrió los ojos. Recobró el conocimiento y prestó oído. Dijérase que el aparato adelantaba por entre grandes aglomeraciones de piedras. Algo tropezó y se deslizó a lo largo de la pared. Luego un choque formidable agitó el aparato. Gusev despertó a Loss. Ambos se arrastraron hacia los tubos de observación, y un grito de espanto se escapó de sus labios.

    En la oscuridad que les rodeaba aparecían campos sembrados de escombros que brillaban como diamantes. Piedras, rocas, facetas de cristales brillaban esparciendo rayos agudos de luz azulada. Y atrás, muy atrás de estos campos, aparecía, suspendido como un globo sangriento, el disco enorme del sol.

    —Es evidente que estamos en medio de un cometa —dijo Loss, en voz baja—. Hay que interceptar los reóstatos, pues tenemos que salir de estos campos, de lo contrario pereceremos irremediablemente, pues el cometa nos llevará al Sol.

    Gusev ascendió hasta el punto de observación superior. Los golpes aumentaban en cantidad y fuerza. El soldado gritaba:

    —Una roca a la derecha... Más velocidad... Se nos acerca una montaña... ¡Pasó...! Más velocidad! Más velocidad, Mstislav Sergievich...


    XXXVII - La Tierra


    Como Loss lo había supuesto, los escombros eran rastros de un cometa que erraba por el espacio sideral. El aparato, que se encontraba en su radio de atracción, se abrió camino durante mucho tiempo entre las piedras celestiales. Su velocidad aumentaba continuamente bajo la acción de las leyes matemáticas y poco a poco entre él y los bólidos abrióse un ángulo que se fue ensanchando hasta que se perdió de vista la nebulosa del astro errabundo.

    La esperanza casi irrealizable de volver a la Tierra despertó a la vida a Loss y Gusev. Ambos observaban el cielo casi constantemente. Reinaba un calor insoportable. Saturno brillaba lejos con sus anillos y sus satélites. Atraído por el cometa del que ya no se veía ni rastros, el huevo volvía al sistema planetario, del que había sido arrojado por la fuerza centrífuga de Marte.

    En la oscuridad brillaban de repente grandes masas de asteroides, los diminutos y misteriosos planetas que giran alrededor del cielo como enormes enjambres. La atracción de estos cuerpos dio aún mayor forma de elipse a la dirección del huevo.

    Mirando a través de uno de los tubos de observación, Loss vio una angosta medialuna que brillaba intensamente. Casi al mismo tiempo Gusev, que observaba en otro lado, se dio vuelta, con la cara encendida, bañada de sudor, y respirando dificultosamente, exclamó:

    —¡Es ella...! Por Dios... ¡Es ella...!

    En la densa oscuridad brillaba un globo azulado y argentino y a su lado aparecía otro globito más brillante, del tamaño de una grosella. El aparato volaba en dirección algo apartada de ellos.

    Loss se decidió entonces a hacer un experimento peligroso: dar vuelta al cuello del aparato para inclinar el eje de las explosiones al lado opuesto de la trayectoria del vuelo. Este objeto fue logrado. Y a poco la Tierra apareció en el cenit.

    El tiempo pasaba lentamente. Gusev y Loss, en el colmo de la angustia, ora observaban, ora se desplomaban exhaustos. Sus fuerzas se agotaban. No tenían más agua y los atormentaba la sed.

    Loss no se daba exacta cuenta del tiempo que pasaba. Estaba sumido en una especie de letargo, del que solo lo sacó la sensación de verse arrastrado a lo largo de las paredes. Luego vio el cuerpo de Gusev suspendido en el aire. Aquella le pareció un delirio, pero, sin embargo, vio claramente que Gusev observaba «de bruces», en el techo, y que luego descendía como en un vuelo y se oprimía el pecho, sacudía la peluda cabeza y murmuraba palabras sin sentido, mientras lágrimas abundantes le inundaban el rostro, empapándole los bigotes.

    —¡Querida mía...! ¡Amada mía! —repetía el soldado con voz entrecortada y llena de alegría.

    Haciendo un esfuerzo Loss se dio cuenta de que el aparato se había dado vuelta y volaba con el cuello para adelante atraído por la Tierra. Se arrastró el ingeniero hacia los reóstatos, haciéndolos girar. El huevo se estremeció produciendo un ruido singular. Loss observó a su vez.

    En la oscuridad estaba suspendido un enorme globo de agua alumbrado profusamente por el sol. Era la Tierra. Los océanos y los mares parecían de color celeste y los contornos de las islas, verdes. A través de amontonadas nubes se distinguía apenas el dibujo sinuoso de un continente.

    Loss y Gusev lloraban. Lloraban copiosamente con el alma rebosante de amor y de gratitud. Y el aparato volaba, volaba al encuentro del foco húmedo, azulado y luminoso.

    ¡Ah, Tierra, Tierra...! Eres la patria de la humanidad, el germen de la vida, el corazón del Universo...

    Casi la mitad del cielo estaba ocupada por la superficie del planeta. Loss dio vuelta a los reóstatos hasta más no poder, pero ello no aminoró la velocidad de la caída. La parte exterior del aparato debía estar ardiendo, pues adentro humeaban las paredes acolchadas.

    Haciendo el último esfuerzo, Gusev destornilló el ojo de buey y por la apertura se precipitó aullando un viento glacial. La Tierra abrió los brazos a sus hijos pródigos. Y el golpe de la caída fue tan formidable que reventó el casco del aparato y éste quedó enterrado en una colina cubierta de hierba.

    Fue hacia el mediodía del tercer domingo de Junio. A gran distancia del lugar de la caída, en la orilla del lago Michigan, las gentes que paseaban en botes, que descansaban en las terrazas de los restaurantes, que jugaban al tenis, al football o al golf, o que remontaban cometas en el aire azul, sintieron durante cinco minutos un espantoso aullido.

    Aun bajo el influjo de los sucesos de la guerra, los que contemplaban el cielo, se dijeron que los proyectiles de los cañones de gran alcance producían aquel ruido. Muchas personas vieron una sombra redonda que caía vertiginosamente a tierra. Hacia esa dirección corrió la muchedumbre, valiéndose de cuanto medio de locomoción cabe imaginar. Y frente al huevo magullado y cubierto de hollín, permaneció atónita.

    Luego vinieron los comentarios. La emoción se había apoderado de la gente al ver las inscripciones que aparecían en el ojo de buey: Estas inscripciones decían así: «El vuelo fue emprendido el 18 de Agosto de 1921, desde Petrogrado.»

    El asombro fue unánime. Aquel día era el 3 de Junio de 1925. Luego la muchedumbre se sintió aterrorizada al oír las quejas que provenían del interior del aparato. Retrocedió silenciosa y esperó.

    Un destacamento de agentes de policía, un médico y doce corresponsales de varios periódicos, aparecieron como vomitados de la tierra misma. Se hizo una apertura en el aparato y de el se extrajo a dos hombres, semidesnudos, el uno flaco y de blancos cabellos, estaba desmayado; el otro, alto y grueso, tenía los brazos fracturados y se quejaba lastimosamente.

    Gritos de compasión y sollozos femeninos resonaron entre la muchedumbre.

    Los viajeros celestiales fueron colocados en un automóvil y conducidos al hospital.


    Tras la ventana abierta cantaba un pájaro con voz cristalina, impregnada de dicha. Parecía alabar al sol, a las flores llenas de miel y al cielo azul.

    Loss escuchaba el canto y abundantes lágrimas le cubrían el rostro lleno de arrugas. Estaba seguro de haber oído en otra ocasión esa voz cristalina y amorosa; pero no se acordaba donde ni cuándo.

    A través de la ventana se veía la hierba cubierta de brillantes gotas de rocío. La sombra de las hojas se movía en la cortina. El pájaro seguía cantando y a lo lejos ascendía en el cielo una nube blanca.

    En lo alto, allá en donde hay otra vida y otros seres, un corazón lleno de congoja Soñaba con aquella Tierra en la que el agua era abundante, las nubes se levantaban blancas y los gigantes vagaban entre las colinas verdes. Loss la recordó de repente. Y tuvo la seguridad de que el pájaro estaba diciendo algo acerca de ella, de Aelita... ¡Oh, Aelita...! ¿Existía acaso...? ¿No era, por ventura, el producto de un sueño...? No... No... Era verdad. El pájaro con su voz cristalina hablaba de la mujer de color celeste como el crepúsculo, de la mujer de rostro enjuto y triste, que una noche, sentada junto al fuego contemplaba las danzantes llamas y cantaba, cantaba, dulce la canción del amor.

    Por eso corrían las lágrimas a lo largo de las mejillas de Loss. Ella estaba en el cielo, más allá de las estrellas... Y él, el viejo iluso, se hallaba desplomado frente a la esperanza que fue realidad en la propia quimera...


    Una mañana apareció en el hospital Archibaldo Skils. Estrechó con efusión la mano de Loss, y le dijo:

    —Le felicito, querido amigo —y se sentó en un banco cerca de la cama del enfermo. Luego agregó, poniéndose el sombrero en la nuca—: Ha desmejorado usted mucho durante este viaje, amigo mío. Acabo de visitar a Gusev y éste se porta a las mil maravillas. Tiene dos brazos en yeso y la mandíbula fracturada y sin embargo no deja de reír. Está muy contento de haber vuelto. Le ha remitido quinientas libras esterlinas a su mujer. Acerca de usted he telegrafiado a la dirección de mi diario y le pagarán una considerable cantidad por su diario de viajero. Será necesario que perfeccione usted su aparato, pues la bajada no le resultó bien. ¡Caramba...! Si parece increíble que hayan pasado cuatro años desde aquella noche de Petrogrado... Y a propósito. Cuando vuelva usted a Petrogrado quedará asombrado. Ahora es una de las más lujosas ciudades de Europa... Y, francamente, le aconsejo, viejo amigo, que se tome una copa de buen cognac. Esto le reanimará.

    Sacó del bolsillo una botellita y siguió:

    —¿Tampoco sabe usted que ya no existe la ley seca...?

    Charlaba alegremente mirando a su interlocutor. Su rostro tostado por el sol, expresaba satisfacción. En su mentón se destacaba un hoyuelo.

    Loss sonrió por primera vez, estrechando las manos del corresponsal y diciendo:

    —Me alegro mucho de verlo, Skils. Es usted un hombre verdaderamente simpático.


    XXXVIII - La voz del amor


    Nubes de nieve corrían a lo largo de la Avenida costanera de Zdanov y se deslizaban por las aceras, girando alrededor de los faroles y amontonados en los umbrales de las casas.

    Loss caminaba por la costa, levantando el cuello del abrigo e inclinaba la cabeza pira protegerse del viento. Un echarpe oscuro flameaba en su espada. Sus pies resbalaban. La nieve le fustigaba el rostro.

    Era la hora en que solía salir de la fábrica a su solitaria mansión. Los habitantes de la costa estaban habituados a ver su sombrero de anchas alas que le llegaba hasta los ojos, su echarpe que le cubría la mitad de la cara y sus hombros cargados. Nadie se asombraba ya ante la extraña mirada de sus ojos. Tenía razón al mirar así, puesto que había mirado lo que ningún otro mortal.

    Algún poeta de antaño se habría inspirado en su figura para hacer un poema, pero los modernos no se dejaban influenciar por eso. Ellos tenían para inspirarse el chirrido de los serruchos, la voz de las hoces y el silbido de las guadañas. Aquel año se empezaban a construir en Rusia las Ciudades Azules. Y ello era mayor motivo de inspiración.

    Seis meses habían pasado desde que Loss volvió a la Tierra. Ya se había apaciguado la desenfrenada curiosidad que se apoderara del mundo al aparecer el primer telegrama anunciando el regreso de los hombres de Marte. Loss y Gusev habían asistido a innumerables banquetes y reuniones científicas celebradas en su honor. Y Gusev había vendido las chucherías de oro que trajera del mundo lejano. Vistió a Masha como a una muñeca, realizó cerca de mil interviús, compró un perro de raza, un gran baúl para guardar ropa y una motocicleta. También empezó a usar lentes redondos y perdió una considerable suma a las carreras. Además, hizo una gira por América y Europa, relatando sus luchas con los marcianos y refiriendo lo que sabía acerca de las arañas gigantescas de Marte, de los cometas errantes y del vuelo que él y Loss habían hecho hasta la Osa Mayor. Mentía de una manera descarada, pero por último se cansó de todo y volvió a Rusia donde fundó una sociedad anónima con el fin de enviar a Marte un ejército que salvara los restos de la población trabajadora de aquel desventurado planeta.

    Loss vivía en Petrogrado y trabajaba en una fábrica construyendo un motor universal del tipo de los que había visto en Marte. Se esperaba que una vez concluido se iban a revolucionar las bases de la mecánica humana y mejorarse los defectos de la economía mundial. El ingeniero trabajaba con ahínco, aunque no creía que pudiera existir máquina alguna capaz de resolver el trágico problema de la felicidad del universo.

    Loss volvía de su trabajo a las seis de la tarde y cenaba sólo en su casa. Leía algún libro una vez en el lecho. Pero todo le parecía un juego infantil y terminaba por apagar la luz y dormirse malhumorado, tras mirar largamente la oscuridad... Aquella tarde Loss volvía como de costumbre y la nieve le azotaba el rostro. Se detuvo de pronto, levantando la cabeza. El viento helado había desgarrado las nubes y en el cielo profundo centelleaba una estrella. Loss la contempló con la mirada extraviada. El rayo resplandeciente se le había entrado al corazón, Y algo le decía al oído:

    —¡Turna...! ¡Turna...! Estrella de tristeza...

    Encapotóse nuevamente el cielo. Y en aquel momento, en el cerebro de Loss surgió con claridad espantosa la visión que hasta entonces se le había escapado...


    Se oyó un ruido semejante al zumbar de las abejas. Fuertes golpes sonaron en la puerta.. Aelita tembló en su sueño y se despertó suspirando. Loss no alcanzaba a verla en la oscuridad de la gruta, pero sentía el acelerado ritmo de su corazón. Volvió a sentirse golpear la puerta, y afuera se ola la voz de Tuscub, que decía:

    —¡Tómenlos...!

    El ingeniero tomó a Aelita en sus brazos. Ella le dijo con voz apenas perceptible:

    —Esposo mío... Hijo del cielo... ¡Adiós...!

    Sus pequeños dedos se deslizaron por el traje de Loss, pero éste le buscó la mano y le arrancó el frasquito de veneno de que se había apoderado. Ella la susurró al oído:

    —Pesa sobre mí una maldición. Estaba consagrada a la reina Magra y según la costumbre, la virgen que viola lo establecido, debe ser arrojada en el pozo del laberinto en que están las arañas, en el pozo que tú mismo has visto... Pero yo no pude resistir la fuerza del amor, hijo del cielo, y soy feliz, a pesar de todo. Te agradezco con toda el alma que me hayas dado la vida. Has quemado mi razón. Me has hecho retornar a los siglos de Jao, a la savia de la vida. Pero yo te agradezco la dulce muerte que me has dado, esposo mío...

    Aelita lo besó en la boca, y Loss sintió el olor del veneno en sus labios. Entonces, de un sorbo se bebió el resto del líquido oscuro y luego, a los nuevos golpes que resonaban en la puerta, intentó levantarse. Pero el conocimiento se alejaba de él y las manos y los pies le pesaban como fardos inútiles. Volvió entonces hacia el lecho se desplomó sobre el cuerpo de Aelita, abrazándola firmemente.

    No pudo hacer ni el más ligero movimiento cuando los marcianos penetraron en la gruta. Sintió que lo arrancaban del cuerpo de su esposa y que a ésta se la llevaban. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se aferró al borde de la capa negra de la joven, pero varios golpes lo arrojaron hacia la puerta dorada de la gruta.


    Venciendo la fuerza del viento, Loss echó a correr a lo largo de la costa. Y por fin se detuvo entre la nieve, para gritar, como en el espacio sideral:

    —¡Vive... ¡Vive...! Ella vive... Aelita... Aelita...

    El nombre extraño fue llevado por el viento. Loss bajó la cabeza, escondió la cara entre sus manos y tambaleándose se dirigió a su casa.

    Al llegar vio un automóvil detenido en la puerta.

    —Vengo a buscarle, Mstislav Sergievich —gritó Gusev, con tono alegre—. Suba en. seguida al auto y vamos.

    Por el camino explicó a Loss lo siguiente: aquel día, a las siete de la tarde la estación radiográfica de Petrogrado esperaba, al igual que en los días anteriores, la recepción de unas señales desconocidas de fuerza formidable. Nadie podía descifrarlas. Todos los diarios del mundo se ocupaban del asunto buscándole una explicación y se suponía que llegaban de Marte. Por eso el jefe de la estación radiográfica invitaba a Loss a recibir las señales aquella noche.

    El auto se detuvo ante una casita redonda situada en el campo. Divisábanse las torres enrejadas y las antenas en las que la nieve parecía más blanca.

    Loss abrió la puerta que casi desaparecía bajo los copos y penetró en la caliente habitación. Un hombre rechoncho y sonrosado se puso a explicarle algo que él no entendió, mientras le retenía la mano.

    El ingeniero se sentó al receptor, poniéndose los auriculares. La aguja del reloj deslizábase lentamente en el cuadrante. De pronto, en los oídos de Loss tembló un cuchicheo. El ingeniero cerró los ojos para escuchar mejor. El sonido volvió a repetirse, lejano, ora inquieto, ora pausado. Una palabra extraña era constantemente repetida.

    Loss aguzó el oído y cual un relámpago atravesó su corazón martirizado una voz dulce que repetía con tristeza:

    —¿En dónde estás...? ¿En dónde estás...?

    La voz calló y Loss miró a su alrededor con los ojos desmesuradamente abiertos. Había reconocido la voz de Aelita, la voz del amor, de la eternidad y de la congoja que volaba a través del universo, para preguntar:

    —¿En dónde estás...? ¿En dónde estás, oh, dicha...?


    FIN



    LA EXPEDICION A MARTE (AELITA)
    Traducción: Abel Velázquez Moya
    © 1922 Alexis Tolstoi
    © 1977 Editorial Sirio

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    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)