EL YUNQUE DE SATÁN (Victoria Robbins)
Publicado en
marzo 21, 2017
Nadie en Valle Absoluto podía entender cómo todavía Wolcano, a sus doce años, seguía manteniendo la osadía de formular preguntas, cuando éstas se hallaban prohibidas por las leyes civiles y eclesiásticas. Mil veces le habían medido las costillas y marcado la piel las rudas manos de su madre y la cruel vara de fresno de su padre, siempre persiguiendo la inútil empresa del sometimiento a las órdenes que debían ser acatadas aunque no se comprendieran.
Así le impusieron al niño infinidad de precauciones, que eran hijas de las limitaciones de la edad más que del miedo, porque éste él no lo conocía. Además, fueron alimentando su astucia, su hipocresía y su odio al género humano.
Había aprendido a leer cerca de los monjes inflexibles del monasterio, a los que burló, años atrás, debido a que le fascinaron las ilustraciones demoníacas y voluptuosas que llenaban las páginas de los códices y manuscritos de piel de cordero.
A pesar de saber que su condición de plebeyo suponía un freno para coronar tan preciada conquista, encontró la forma de utilizar un fingido servilismo y una no menos ficticia mansedumbre para ganarse al mejor maestro. Porque en las cocinas del impresionante edificio, entre perolas, canastas de berzas, ratas y humedades enfermizas, movía su reuma gimiente un religioso, tan solo de hábito, el cual poseía en su cerebro y en su lengua más ciencias ocultas y proscritas que ningún otro ser vivo de aquel universo medieval.
Wolcano sólo debió vigilar, a lo largo de unos días, para comprobar cuáles eran esas tareas que a aquél más le molestaban, y en las que maldecía y se quejaba. Después, se ofreció a llevar los baldes de agua, pelar patatas, fregar las enormes perolas y cortar y secar la leña que se almacenaba en un sótano infestado de roedores y murciélagos. Pero se encontró con este ataque cuando menos lo esperaba:
—Pequeña sabandija, si te doy un mendrugo de pan y unos sorbos de vino no es porque me hayas engañado. Tú has entrado aquí como la urraca, aguardando el momento de escapar con lo más «brillante» que yo poseo.
—¡Os equivocáis, santo varón! ¡Yo soy un tonto hambriento... Mirad cómo beso los sabañones de vuestras manos, deseando curaros con mis labios...! ¡Jamás me atrevería a ofenderos, santo varón!
—Tus palabras empiezan a ser de Oro, lo que te resultará muy útil si aprendes a utilizarlas en los lugares más convenientes —admitió el viejo, dejándose ganar por la adulación juvenil—. Iba a echarte de mi cocina a patadas; pero acabo de comprobar que tienes pasta de triunfador. ¿Qué tipo de ayuda deseas obtener de mi persona?
—Quiero entender el significado de las figuras y de las letras que se encuentran en unos montones de pergaminos, de piel lisa y suave, que vi en las habitaciones altas del monasterio... Reconozco que hice mal, santo varón, al trepar por las paredes para asomarme por los ventanales y, luego, entrar en las estancias de los escribanos...
—O sea que también eres capaz de moverte como los lagartos. Pudiste romper este hermoso pescuezo que sostiene tu bella cabecita, nada más que por dejarte llevar por esa curiosidad que te empujaba a burlar las prohibiciones. ¡Diablillo, diablillo, yo te voy a enseñar tanto que, lleno de miedo, me suplicarás que detenga mi lengua de áspid! ¿Serás capaz de soportar tan dura prueba?
—¡No temo a nada en este mundo!
—Bendita sea la ignorancia que propicia las más fantásticas conquistas... y también los fracasos más estrepitosos. Desde mañana emplearemos en tu educación la mitad del tiempo que tarda la arena de un reloj en pasar de una ampolleta a otra. Tendremos que utilizar las horas del atardecer y las de la noche, lo que supondrá que vas a tener que robar la mitad del tiempo a tu sueño.
A medida que el conocimiento de aquellos códices y manuscritos fue llegando a su mente, Wolcano se dio cuenta de que sus perspectivas se iban multiplicando, a la vez que sus conocimientos cobraban límites jamás sospechados. Sin embargo, en el instante que pudo interpretar las ilustraciones demoníacas, sangrientas y voluptuosas no sintió ningún pudor a la hora de mostrar su gran interés con una voz firme:
—¿Es todo esto la causa de que en Valle Absoluto se prohíban las preguntas, Jeremías?
Desde el primer día de la «escuela clandestina», el joven había dejado de utilizar el tratamiento halagador de «santo varón». Realmente, maestro y alumno eran cómplices de un delito que les hubiese conducido, de ser descubiertos, a terminar lapidados. Pero, ¿quién podía desconfiar de dos seres aparentemente tan indefensos como ellos?
—No, diablillo. Esa prohibición constituye la base principal de la tiranía. Quien no se acostumbra a preguntar, termina por aceptar todo lo que se le dice y obedece sin rechistar. Lo que has estado aprendiendo durante estos últimos días, supone un conocimiento que se halla por encima del que obtiene la mayoría de los hombres. Me refiero a tus conocimientos sobre la pasión carnal, que nunca debe encelar hasta la esclavitud, sobre todo cuando se conoce que una mujer y un hombre, por hermosos que éstos sean, alimentan las mismas apetencias e idénticas debilidades que sus adoradores. También la utilización de la sangre, ya que representa la muerte que puede llegarnos a los seres humanos por medio de dos clases de violencia: la primera es singular, ya que la vamos a representar con un duelo o un asesinato; y la segunda ha de ser plural, como la guerra y el poder que se atribuyen ciertos hombres para desencadenar el enfrentamiento armado entre las gentes luego de conseguir que se dividan en dos o más bandos. Y, por último, a todos los hombres y mujeres nos supera el Diablo o Satán... ¡He aquí el verdadero enemigo, el más temible de todos! Se ha escrito que Satán es un ángel castigado por Dios; pero yo te aseguro, porque así me lo han demostrado mis estudios, que el alma humana también es capaz de obtener la más poderosa de las transformaciones si se templa en el Yunque forjado con los siete pecados capitales, cuyos fermentos son la hiel de la perversión y el veneno del odio.
—¿Alguien ha conquistado ese Yunque?
—No conozco a nadie que lo haya logrado. Pero algunos lo han intentado cabalgando hasta la Gruta Negra. Aunque ninguno de ellos ha vuelto a Valle Absoluto para contarlo.
Con el paso del tiempo, las enseñanzas debieron finalizar porque el reuma del viejo monje exigió el internamiento en su celda. Entonces, Wolcano volvió al bosque, a la libertad que le iba a permitir recuperar el afán de jugar, de divertirse y de conseguir esa plena flexibilidad de sus músculos que su vitalidad física, todavía en pleno desarrollo, estaba necesitando.
Le gustaba perseguir a los ciervos, tenderles trampas y degollarlos una vez los encontraba indefensos. Esta muestra de crueldad implicaba un riesgo mayor, debido a que se hacían merecedores de la horca todos aquellos que se atrevieran a matar un venado real. Esto suponía que el joven Wolcano se viera obligado a no dejar ninguna huella de su presencia. El riesgo de enfrentarse al jabalí en su propia madriguera tampoco era un reto al que hiciera ascos. Sin embargo, su empeño constante era comprobar hasta dónde podían llegar sus fuerzas y sus habilidades, lo que jamás podía suponer un suicidio, ya que siempre procuraba contar con alguna ventaja: una daga oculta, la yesca y el pedernal con el que poder encender fuego, etc.
Sin embargo, aquella mañana no fueron los animales la causa que despertó su morbosa curiosidad, sino los cascos de un caballo y el sonido de la armadura de un caballero. Le sorprendió que éste llevara una absurda dirección, aunque... ¡Pronto cayó en la cuenta de que únicamente podía dirigirse a un solo punto, situado en la base de la barrera inexpugnable de montañas que circundaban Valle Absoluto!
Porque el sendero no conducía a ninguna otra parte. A Wolcano le habían dicho que más allá del Bosque de las Sombras únicamente se alzaban unas paredes que nadie podía superar... ¡Luego el caballero debía estar cabalgando en busca de la Cueva Negra!
Animado por una curiosidad superior a todas las anteriores, el muchacho se desplazó por entre los arbustos y la alta maleza. Teniendo la precaución de disponer siempre de un escondite que le permitiese contemplar al que se aproximaba sin correr ningún riesgo inútil.
Pronto logró retener en sus pupilas una imagen impresionante: el rostro grave y digno del caballero, su porte altanero, sus ojos de halcón, la estatura de un gigante y la armadura plateada de quien iba armado como si marchara a librar la más cruenta batalla.
Wolcano arrancó una manzana silvestre, la limpió frotándola sobre sus propias ropas, tragó saliva, se dio coraje con los párpados bien abiertos y salió al camino para enfrentarse al arrogante desconocido. El corazón le palpitaba al borde del encabritamiento emocional, porque estaba siendo movido por una iniciativa que había sido incapaz de controlar.
—¿Marcháis a la Gruta Negra, mi señor? ¡Tomad esta manzana, os refrescará!
Pero la respuesta que obtuvo no pudo ser más desalentadora. Recibió una patada en la mano, que envió la fruta a muchos palmos de distancia; luego, fue herido por una mirada más fría que el agua de las nieves, y se notó bañado por el desprecio del caballero. Seguidamente, su cuerpo juvenil se quedó inmóvil, sujeto por un error imperdonable y un amago de maldición contra sí mismo se le ahogó en el pecho; al mismo tiempo, su cerebro fabricaba una conclusión que jamás olvidaría: cualquier impulso debe contar con el sólido apoyo de una mente calculadora. ¡Jamás volveré a dejarme arrastrar por la curiosidad, por fuerte que ésta sea!
Y todavía no se había desvanecido en su conciencia el eco de la humillación, cuando una mano gigantesca, febril y rabiosa, le atrapó por un brazo para obligarle a darse la vuelta. ¡De esta manera se encontró frente a los gritos de su padre!
—¡Granuja! ¡Vas a olvidar ahora mismo que has pisado esta zona del bosque... y que has visto a ese caballero! ¡Entérate de una vez por todas! ¡Jamás has venido hasta aquí!
El odio esculpía en granito las facciones del hombre, a la vez que el fulgor de sus ojos era alimentado por el horno de la crueldad.
—¿Por qué? —preguntó el muchacho, a pesar de saber que estaba añadiendo un error a ese otro que ya era capaz de entender.
—¡Si has preguntado, maldito! —bramó el adulto, con los ojos inyectados de sangre—. ¡A los vasallos nos está prohibido hacerlo!
Sin embargo, al querer acompañar los gritos con unos golpes de castigo, se encontró con que sus brazos eran sujetados por unas manos férreas. Wolcano ya era casi tan alto y musculado como su padre, lo mismo que podía ser capaz de transmitir con sus ojos tanto o más odio que su progenitor. Por espacio de unos minutos se libró una pelea, más bien un brutal forcejeo de uno, el mayor, para soltarse de la tenaza que le frenaba, y del otro, el más joven, para impedir los golpes. Hasta que fue el primero el que debió ceder, no sin dejar de mostrar su desagrado:
—El hecho de que hayas evitado que te ponga la mano encima no quita para que te recuerde lo mucho que nos comprometes, a tu madre y a mí, viniendo a estos lugares prohibidos. Yo tendré que dejarte sin el castigo que te mereces, ¡pero otros cabrán sobre ti, y hasta te matarán, si vuelves a cometer un nuevo error de este calibre! ¡Jamás lo olvides, rebelde endemoniado!
Wolcano pudo eludir la paliza; sin embargo, su obsesión había alcanzado tales niveles, que entregado a unos sueños casi febriles llegó a gritar los nombres del Yunque de Satán y de la Cueva Negra. En esta ocasión fue su madre la que acudió a recordarle que si los jueces le hubieran oído pronunciar esos nombres prohibidos todos ellos habrían sido conducidos al cadalso, donde los habrían ahorcado luego de someterlos a las peores humillaciones.
A pesar de esto, al muchacho nadie le arrebató el afán de llegar a ser un personaje superior. Después de dejar atrás la fase de ansiedad, al autoconvencerse de que nada ni nadie podía llevarle a volver a correr el riesgo inconsciente de descubrir sus secretos mientras dormía, siguió entrenando su físico, su astucia y, en especial, el arte de tender trampas. Le divertía provocar el enfrentamiento entre sus compañeros de trabajo y de diversiones, pero sin que a ninguno de ellos le quedara la sensación de que habían sido arrastrados a la victoria o a la derrota por alguien de superior inteligencia. En realidad Wolcano se había aliado con la maldad, le gustaba herir emocionalmente a sus semejantes por el simple gusto de ver correr la sangre de los gritos insultantes o los ayes del dolor.
Durante este período de su adolescencia ocurrieron dos hechos trascendentes: su familia entró a servir en el Castillo de la Arrogancia, y él se enteró de que podía aspirar al rango de caballero por su condición de bastardo del mismo rey. No se esforzó para que le explicasen el cambio de su posición social, porque lo había comprendido a la perfección. Su interés cabalgaba en un solo rumbo: entrar en la Cueva Negra, donde se forjaría en el Yunque de Satán.
A lo largo de los seis años siguientes, Wolcano fortaleció sus músculos mediante un duro trabajo físico y con el ejercicio de las armas. No se le habían olvidado los conocimientos adquiridos junto a Jeremías, el anciano monje cocinero; sin embargo, se cuidó de simular ignorancia, de tal manera que los profesores creyeran que se las veían con un analfabeto, como era lógico en alguien que había sido plebeyo durante su niñez y adolescencia.
Le animaba un impulso fijo, inalterable, por eso no se alejaba de la frivolidad de sus compañeros de entrenamientos, de la promiscuidad de los dormitorios colectivos y de los placeres de la mesa. Prefería el vino al agua y el buen comer no le causaba estragos, porque sabía llegar a esa frontera en la que el cerebro anuncia que va a comenzar a enturbiarse. De nuevo le había vuelto el deseo de provocar a los demás, sin que se le pudiera reprochar el papel de instigador, para que se embriagaran, cometieran graves errores al pretender satisfacer pasiones imposibles o al buscar pelea con rivales más fuertes. Para Wolcano todo esto era como si se situara en una atalaya, desde la cual pudiera asistir al teatro de las debilidades de los demás, mientras él no cometía fallos al aprender de los que le servían de diversión. Mejor que la serpiente del paraíso, dejaba la manzana del pecado en el lugar conveniente, para que fuese mordida por una víctima que jamás se lo podría reprochar.
Sus progresos con las armas llamaron la atención del rey, hasta el punto de que se le concedió el cuidado de la jauría de perros en todas las partidas de caza. Cumplió esta tarea a la perfección, debido a que dominaba a los animales. Conocía la forma de manejar a los más fieros, y ésos que pasaban por ser auténticas bestias carniceras terminaban echándose a temblar nada más ver el látigo de su joven amo.
Una tarde otoñal, cuando el sol se acostaba tras las montañas inaccesibles y en el ambiente aún se mantenía el aroma del asado de ciervo, Wolcano fue llamado a la tienda real. La carátula de un verdugo no hubiera sido más expresiva que su rostro, a pesar de que esperaba lo mejor y seguía manteniendo el halago como una de sus armas de mayor eficacia.
Por este motivo, nada más rebasar la barrera de los armados guerreros y de levantar la tela de entrada, supo hacer frente al asalto de la lujuria. Una agresión más mental que física para la que contaba con buenas defensas. A las enseñanzas teóricas del viejo Jeremías había incorporado las prácticas oportunas. Por eso se limitó a mantenerse quieto, sabiendo que aquello era pecado, aunque lo estuviera protagonizando el mismo monarca de Valle Absoluto.
Mantuvo la cabeza alta, limitándose a esperar; mientras, las risas y los jadeos le revelaban que el fogoso encuentro debía suponer un placer para la pareja. Un calor de pasión empezó a fraguarse en su cuerpo, cultivando una excitación bien conocida, que le invitaba a llevar la mirada discretamente hacia el espectáculo. Por último, cuando el egregio personaje se echó sobre las colchas de pieles, sudoroso y exhausto, la joven diosa de la tentación soltó una riada de sensuales carcajadas.
Wolcano debió apretar los puños y morderse los labios para no precipitarse en la búsqueda de aquel cuerpo tan apetecible. Porque estaba siendo examinado por el rey Melgabo, el cual le hizo una seña para que se aproximara y, luego, le ofreció este regalo:
—Es tuya, muchacho. Nos te la brindamos para que apagues tu fogosidad.
—Gracias, excelencia.
Otro amago de precipitación dominó al aspirante a caballero, sobre todo al quedarse solo en la tienda real con la adorable muchacha, cuyos labios le sonreían invitadores. Una indecisión que no lastró sus pies, porque supo abrazarla sin perder la cabeza, cuando ella le extendió los brazos y acercó hasta él toda su desnudez.
Seguidamente, los besos y las caricias de Wolcano fueron de la pasión a la desenvoltura, en especial al saber que no se le estaba regalando nada: su hermosura de atleta, el frescor de sus iniciativas eróticas y su facilidad para recuperarse después de una eyaculación le estaban convirtiendo en un amante bien deseado. Por esta causa, muy pronto supo dar mucho más de lo que recibía, lo que causó tanta admiración en la joven Berenil, que no dudó ésta en contárselo a sus amigas.
Durante las semanas siguientes, la «locura carnal» sirvió para que Wolcano dispusiera de la más preciada información: cada una de las damas y doncellas con las que se acostaba le confiaban más de un secreto, casi siempre referentes a las «debilidades en el lecho» de los personajes más poderosos de Valle Absoluto. Porque él era hermoso y deseable, a la vez que su virilidad controlada hábilmente podía satisfacer a plenitud a más de una veintena de hembras bellísimas, entre las que terminó encontrándose la misma reina Sorjana. Todas se le disputaba, en ocasiones sin ningún tipo de discreción.
La atracción sexual vino acompañada de la satisfacción, que le brindaban las ropas ostentosas, las joyas y de los lacayos aduladores. Así vivió Wolcano como un cortesano que prestaba oídos a las confidencias, jugaba a las cartas, aceptaba los desafíos del vino y los manjares y hasta se unía a algunas conspiraciones de salón y de cama, que le iban brindando categoría social sin implicarle en ninguna lista de enemigos de uno u otro bando.
Después de una tarde de alcohol y abrazos, sentado ante la mesa del banquete que había compartido con el rey, la visión de una panoplia cubierta de armas blancas, devolvió a Wolcano el recuerdo del caballero que viera en el Bosque de las Sombras. Esto consiguió que renaciese en su ánimo el impulso de desentrañar los misterios de la Gruta Negra y del Yunque de Satán.
A la mañana siguiente, no dudó en entregarse al duro ejercicio de las armas. Necesitaba fortalecer sus músculos para superar la última fase de su empresa. Cuando las bellas intentaron alejarle de ese tenaz empeño, las amó con rapidez y habilidad. No obstante, durante los días sucesivos, el canto de amor de estas sirenas le estuvo acosando hasta situarle al borde de la extenuación.
Las ofertas que se le hacían llegaron a ser tan desmedidas, que terminó por saber quién era el verdadero responsable de las mismas. Reaccionó de una forma astuta, lo que le permitió llevar su sutil represalia hasta el trono real.
—En efecto, nos hemos querido mostrarte, Wolcano, lo mucho que puedes gozar en Valle Absoluto —reconoció el monarca—. Eres uno de nuestros mejores guerreros, y nos negamos a perderte por una locura. Hemos investigado toda tu vida. Ahora escucha esta pregunta: «¿quieres que encarguemos a los carpinteros que preparen tu ataúd y a los sacerdotes el exorcismo que arroje fuera de tu cuerpo al diablo que lo ha invadido?».
—Su majestad puede ordenar lo que guste, que este siervo acatará su suerte con la fidelidad que os debe. Pero ¿cómo permitiréis que esas decisiones lleguen a privaros de una diversión a la que asistís, mientras mi miserable humanidad, que os pertenece, goza de las jóvenes más hermosas y lascivas? ¡Y pensáis, rey mío, que vuestra augusta esposa no tolerará que se le arrebate al «fogoso semental», es el nombre que ella me dedica, que le apaga el hambre que vuestra excelencia ha venido causándole desde hace muchos años!
El chantaje fue tan directo y cínico que el rey se encontró cediendo con estas palabras:
—De acuerdo, nos y tus padres hemos querido destruir una ambición que te arrastrará a la muerte. Te advierto que en Valle Absoluto sólo existe una posibilidad de que un hombre sea dueño de su propio destino: ¡vencer al mejor de mis caballeros en un duelo de honor!
Wolcano aceptó el desafío, sometiéndose a unos entrenamientos que no se detuvieron ante las lágrimas de su madre, ni al escuchar los consejos de sus ex compañeros de orgías e intrigas palaciegas. Tampoco bajo las encendidas promesas de amor de las bellísimas mujeres, de todas las cuales se sirvió únicamente como desahogo camal nocturno.
También supo eludir el veneno del exceso en las bebidas alcohólicas, y dosificó hábilmente sus comidas. Al mismo tiempo, la espada y la lanza se iban convirtiendo en una prolongación de sus brazos, a la vez que sobre el caballo se sentía más cerca de un infernal centauro que de un hombre normal.
Y de esta forma, la mañana del duelo de honor la expectación adquirió unos límites de acontecimiento. Nadie en Valle Absoluto dejó de estar presente, y hasta los ciegos pagaron espléndidamente a quienes les contasen lo que iba a suceder.
Cuando sonaron las trompetas y el silencio concedió su total protagonismo a los ojos y a los oídos de las gentes, Wolcano espoleó a su montura. Blandía un acero de eficacia, superioridad y odio. Y nada más derribar al enemigo con su primer golpe, no vaciló en darle muerte sin esperar la decisión del rey. Estaba en su derecho. Pero la crueldad que acababa de demostrar impidió que estallasen los aplausos y los vítores. Se hizo un silencio de panteón. El triunfador había obtenido lo que quería, y ni el propio monarca podía arrebatarle el derecho a ser, al fin, el único responsable de su destino. Pero también acababa de ganarse el temor y la repulsión de las gentes más humildes.
La victoria concedió a Wolcano el honor de ser nombrado caballero y le autorizó a obtener todos los placeres y respuestas que se le antojaran. Pero lo que gozó y escuchó no pudo saciar sus ansias, como tampoco le convencieron todas las explicaciones que se hallaban escritas en los importantes códices y pergaminos a los que tuvo acceso.
Dado que su afán investigador había quebrado el polvo de años en las bibliotecas más reservadas, a la vez que no quedaba satisfecho con las respuestas de los sabios y poderosos, acudieron a persuadirle las altas jerarquías religiosas.
—Ya sabes que el jinete que viste en el Bosque de las Sombras se dirigía a la Gruta Negra, ¡de la que nadie ha vuelto! —le amenazó el obispo, pero sin dejar de evidenciar que estaba utilizando sus últimas armas—. Lo han escrito nuestros antepasados, te lo han hecho saber tus padres con sus castigos y el Rey con unos honores que colmarían las apetencias de los más ambiciosos. ¿Por qué te obstinas en creer que pretendemos engañarte?
—Todos olvidáis mencionar el Yunque de Satán. ¡Sé que su posesión me otorgará el poder sobre todos los seres humanos! —exclamó el joven triunfador, exultando una seguridad provocadora—. ¿Qué me dices del caballero con el que me tropecé hace unos ocho años en los límites del Bosque de las Sombras?
—Aquel caballero solitario, igual que los otros locos que le precedieron, cuenta con un ataúd en un rincón del cementerio, donde hemos levantado cruces y colocado lápidas a pesar de que allí no se encuentre ningún cadáver enterrado. ¿Acaso tu cabeza de hierro es incapaz de comprender que jamás superarás esa empresa suicida? —clamó con voz profética el prior del monasterio—. Respecto al Yunque de Satán, supone una ambición fuera de los límites de cualquier ser humano que esté en su sano juicio: ¡porque su conquista es la más indigna y abyecta a los ojos de Dios! Recuérdalo: ¡si lograras coronar esa victoria, lo que considero un imposible, maldecirías eternamente sus consecuencias!
—¿Por qué?
—¡Es lo que está escrito en los códices sagrados! —respondió el cardenal sin ocultar su disgusto.
Sólo habían sido palabras. Un millón de ellas no hubieran conseguido destruir la obsesión que dominaba a Wolcano, pues a éste le correspondía el derecho de hacer uso de su libertad y de su poder de la forma que se le antojara.
Y una tarde preñada de silencios de funeral, sus servidores le ayudaron a ponerse la armadura, le trajeron el escudo, la espada y el caballo. Después, le vieron partir en busca del único camino que le iba a permitir coronar la ambición de dominio que ya constituía el único objetivo de su existencia. Antes de que se adentrara en el Bosque de las Sombras, se dejaron oír las últimas amenazas de un coro de monjes y soldados:
—¡Vuelve atrás, loco! ¿Es que no escuchas el martilleo de los carpinteros que están clavando las maderas de tu ataúd?
No hizo caso a los gritos humanos, como tampoco prestó atención a los animales que se cruzaron en su camino, ni a las aves que revoloteaban a su paso. Siguió avanzando al trote lento y regular de su montura, impasible. En su equipaje llevaba la fuerza, la soberbia y el odio. Estaba dispuesto a enfrentarse a su destino, sabiendo que el Yunque de Satán sería su próxima conquista.
Repentinamente, una bocanada de orgullo confirió mayor fuerza a sus músculos. Al mismo tiempo, la tibieza del bosque estaba dando paso a los calores de un sol que ya no caía sobre la techumbre formada por las copas de los árboles. Pronto se encontró frente a la barrera inaccesible de las montañas.
Siguió cabalgando teniendo una sola visión: la oscura entrada de la Gruta, que iba creciendo en su perspectiva. Por encima de él sobrevolaron unos buitres leonados, los cuales se posaron en unas rocas peladas, como si estuvieran aguardando.
Finalmente, Wolcano entró en un lugar ignoto, donde superó la frontera entre la claridad y las sombras, estando seguro de que se había preparado a conciencia para afrontar aquel momento. De repente, el hedor de lo corrompido le abofeteó, y docenas de calaveras y esqueletos, que sembraban el suelo, le permitieron saber el destino de algunos de los caballeros que le habían antecedido. Pero no retrocedió.
Se dio cuenta de que los cascos de su caballo originaban ecos envolventes, y que una singular fosforescencia atenuaba la negrura reinante; mientras, a derecha y a izquierda, comenzó a descubrir restos de armadura, escudos cubiertos de herrumbre y espadas rotas.
De repente, de la pétrea bóveda se descolgó una bandada de murciélagos, y un frío helado le llegó al rostro. Retiró con la mano derecha una madeja de telas de arañas, teniendo el presentimiento de que ya no estaba solo, aunque el silencio continuaba hiriendo sus oídos siempre alertas.
Súbitamente, todo el terror de la Gruta Negra le asaltó. Se vio enfrentado a unas serpientes gigantescas de fauces dilatadas por las furias, a demonios fabulosos que escupían todo el veneno de sus poderes maléficos, a descomunales esqueletos vivientes y a un tropel de monstruos dispuestos a no consentir la profanación de aquel infierno.
Los músculos de Wolcano se inundaron de un temblor contenido, sus ojos se convirtieron en cristales sin reflejo y su cerebro se negó a aceptar aquella realidad...
¡Pero la magia negra nada podría contra la fiera voluntad forjada por el odio y la seguridad en la victoria!
En aquel momento, el caballo se detuvo, encabritado. Porque era un simple irracional que no se podía hallar imbuido de la voluntad de su amo. Sin embargo, éste le obligó a seguir en el combate descamándole los flancos con las espuelas. Luego, la cólera del guerrero se fundió con la espada, para abrirse camino entre las sombras fantasmagóricas, sin importarle verse sometido a un esfuerzo inagotable.
Los enemigos surgían por todas partes, inopinadamente, y los nuevos superaban en malignidad y proporciones a todos los anteriores. Los tajos del acero cercenaban siluetas, huesos y cuerpos, todo lo cual sangraba a chorros y, a la vez, desencadenaba una vorágine de gritos y alaridos de ultratumba. El conjunto apocalíptico de obstáculos infernales se multiplicaba, de la misma forma que el mercurio al ser esparcido sin ningún control.
Los brazos, las piernas y todo el cuerpo de Wolcano, que habían sido moldeados por la cólera y el odio, se hicieron un molinete defensivo. Sin que sus reflejos dejaran de captar todos los ataques, aunque procediesen de los puntos más inverosímiles.
Su voluntad no cedía, entregado a un empeño sobrenatural, que nunca podría ser considerado un «morir matando». Por eso el caballo respondía a aquella especie de droga sobrehumana que su amo le comunicaba. De esta manera prosiguió la lucha a lo largo de horas, de días, de meses...
¿Acaso la medida del tiempo llegaba a deformarse hasta ese punto en el interior de la Gruta Negra?
A Wolcano el aliento vital le llegaba de cada partícula de su ser, y empleaba todas las fuerzas sin importarle agotar hasta las últimas reservas. Había superado la barrera del cansancio; sin embargo, se hallaba muy lejos de ser un autómata. Ya no sudaba, porque la frialdad de la carencia de piedad le era innata.
En un momento difícil de precisar en aquella continua pelea, el enfrentamiento le situó frente a unas bellísimas hechiceras, que comenzaron a tentarle sexualmente, a burlarse de su inútil derroche de energías y a abrazarle. A todas terminó por atravesarlas con su espada, después de refocilarse con algunas de ellas, sin atender a las engañosas promesas y a los insultos ofensivos. Más tarde siguió avanzando, seguro de que alcanzaría la meta porque se sabía invencible.
Pero ignoraba que su pelea ya se medía por años. La inercia de la acción también les había arrebatado, a él y a su caballo, la necesidad de comer y de beber. Porque sus vituallas parecían encontrarse en la certeza de su despiadada supervivencia. A la gesta de odio que Wolcano estaba protagonizando le bastaba con el arrojo y la habilidad. Sin embargo...
Repentinamente, adquirió conciencia de su vejez y de su debilidad. Cayó al suelo, notándose imposibilitado para seguir avanzando. Se incorporó apoyándose en el escudo y en la espada. Acto seguido, queriendo despreciar el dolor de los huesos, forzó a su montura para que se levantara. Entonces no pudo dejar de advertir que iba a servirse de un esqueleto cubierto de una piel seca y agrietada.
—¿Es éste el final que espera... a quien se atreve a profanar los misterios de la Gruta Negra? —se preguntó, rabioso—. ¡Maldito Destino, que me has traído hasta aquí para derrotarme sin dejarte ver! ¡Te desafío a Ti, ya seas Dios o el Demonio, a que des la cara... ante tu IGUAL!
La respuesta le llegó con una carcajada alucinante, frente a la cual actuó como una ballesta, que le catapultó a seguir avanzando. Hombre y animal reanudaron el combate, entregados a un esfuerzo fuera de toda lógica, alucinante.
Hasta que, en cierto momento, el aire de la noche sobresaltó al tenaz, viejo que ya era Wolcano. Sus brazos se habían vuelto losas pesadas, y su agotamiento acababa de cobrar las formas de unas raíces gigantescas que le clavaban en el suelo... Sin embargo, en un postrer sobresalto, sus ojos casi ciegos descubrieron una extraña barrera de árboles...
¡Ya no le cupo la menor duda de que se encontraba fuera de la Gruta Negra! ¡¡Había conseguido atravesarla!!
Su mente se veía imposibilitada para discernir los pálidos reflejos que captaban sus pupilas; además, una infinita necesidad de descanso abrazaba todo su ser...
¡¡Y en aquel mismo instante frente a él apareció ALGO feroz y rugiente!!
Tiró del pomo de la espada, y acusó un dolor inmenso en todos sus huesos. Esto no le impidió hostigar a su caballo para lanzarse a por el nuevo enemigo... ¡Debía ser el último! Había pasado toda su vida en aquel infierno de terrores. Cabalgó en busca del monstruo, hasta que se produjo el impacto... ¡Entonces, todo su odio, lo único joven que se conservaba en su existencia, se incrustó en un cuerpo escamoso, en cuyo interior la viscosidad de una sangre espesa, de hedores nauseabundos, le devolvió todas las fuerzas, igual que si se estuviera regenerando!
¡Con este convencimiento reptó por el interior de aquel encierro vivo, latente, al mismo tiempo que notaba el crecimiento de su cólera, de su odio y de toda su malignidad! ¡Estos poderes le parecieron superiores a todos los conocidos al ser sobrenaturales!
En el mismo instante que adquirió un exacto conocimiento de lo que le había sucedido, supo que ya era dueño de una figura colosal, desnuda, negra y repulsiva, que se hallaba provista de una cornamenta impresionante:
¡¡Porque se había transformado en Satán, el odio supremo!!
Y el placer de su conquista, la suprema victoria, le hizo eructar una bocanada de azufre llameante. También se dio cuenta de que no le había resultado nada difícil volver a Valle Absoluto, al serle muy sencillo desplazarse con el simple hecho de desearlo. ¿Acaso se había vuelto omnipresente?
Este poder tendría que comprobarlo. Liberó una carcajada apocalíptica, porque acababa de recordar la advertencia de Jeremías, el viejo monje cocinero:
«...Se ha escrito que Satán es un ángel castigado por Dios; pero yo te aseguro, porque así me lo han demostrado mis estudios, que el alma humana también es capaz de obtener la más poderosa de las transformaciones si se templa en el Yunque forjado con los siete pecados capitales, cuyos fermentos son la hiel de la perversión y el veneno del odio...».
Fin
Victoria Robbins nació en Londres el 4 de abril de 1952. Adolescente en tiempos de Los Beatles y la minifalda, llegó a Ibiza con los hippies. Muchas aventuras para una mujer de naturaleza tranquila, que sentó la cabeza al decidir tomar las playas de Valencia como su residencia habitual, sobre todo en Tabernes y en Gandía. Comenzó a escribir en diferentes revistas de su país, hasta que le publicaron algunos cuentos eróticos en distintas publicaciones eróticas de Madrid y Barcelona.
Sin embargo, lo suyo es el dibujo y la ilustración, a pesar de que no le gusta firmar sus obras. Mientras realizaba unos bocetos para la desaparecida «Bruguera», uno de los asesores literarios le sugirió que escribiera relatos fantásticos. Esto supuso todo un acierto, debido a que Victoria ha colaborado desde entonces, como guionista, en algunos de los más importantes canales ingleses de televisión. Pero nunca ha dejado el dibujo y otro tipo de ilustraciones, como las que se adornan los vestidos y bañadores. Dado que de cuando en cuando le gusta seguir escribiendo, ha realizado dos libros de Enigmas para nuestra Editorial. Y luego de tenerle que rogar lo nuestro, conseguimos que nos cediera los derechos del relato de esta publicación.