EL HOMBRE QUE VENCIÓ A LA OSCURIDAD
Publicado en
marzo 22, 2017
Su mágica destreza de cirujano devolvió la vista a miles de personas.
Por el Dr. Alfredo Muiños, tal y como lo relató a Raúl Vázquez de Parga. (EL Dr. Alfredo Muiños, director del Departamento de Retina en el Centro de Oftalmología Barraquer, es uno de los cirujanos oculares más eminentes del mundo.)
TODO EN él reflejaba al genio: sus ojos grandes de color castaño, cálidos y amistosos y, sin embargo, dotados de una penetrante intensidad inquisitiva; sus facciones finas, enmarcadas por largos mechones de cabello oscuro y una perilla corta y puntiaguda que le daban la apariencia de un santo de los cuadros del Greco; su lenguaje conciso y rápido denotaba la impaciencia que le producía la verborragia.
Vi por primera vez al profesor Ignacio Barraquer en septiembre de 1949. Recibía en el patio de su clínica de Barcelona a los asistentes a un congreso de oftalmología. Tenía entonces 65 años y para mí, recién salido de la facultad de medicina y deseoso de especializarme en oftalmología, era la encarnación del supremo maestro. Para el público en general era el hombre milagroso cuya magia había devuelto la vista a muchos miles de personas. Para sus colegas era un pionero de la oftalmología cuyas revolucionarias técnicas quirúrgicas habían contribuido poderosamente a convertir en un procedimiento de rutina la extirpación de cataratas, antes considerada difícil y fácil para el fracaso.
Un mes después de nuestro breve encuentro me admitió como observador sin sueldo, o "mirón", en el Instituto Barraquer, el centro anexo a la clínica. "Todo lo que hay aquí está a tu disposición", me informó bondadosamente. Tuve acceso a una de las bibliotecas más completas en la especialidad, al laboratorio y a las conferencias que muy a menudo daban allí oftalmólogos de todo el mundo acerca de las enfermedades de la vista. Pude asimismo presenciar operaciones a diario. En 15 años ascendí de mirón a auxiliar y con el tiempo llegué a ser colaborador directo y amigo personal de don Ignacio. Así pasé la mejor parte de mis años, hasta los 40, escuchando y aprendiendo a su lado.
UN EXTRAÑO DON
Desde nuestros primeros contactos me aconsejó: "Trata a cada paciente como te gustaría que se te tratase". Él daba el mejor ejemplo. Jamás lo vi enfadado o de mal humor. Su máximo reproche era una mirada de sus profundos ojos oscuros y un retórico: "¿Cree usted realmente que lo hizo bien?" Para el colega aquello era peor que un latigazo.
Poseía el extraño don de levantar el ánimo de los enfermos de gravedad. Recuerdo a una mujer asustada que tenía un tumor maligno en un ojo. Tomando suavemente sus manos, don Ignacio le explicó que había hecho muy bien en consultar con el oculista a los primeros síntomas de trastorno; con lo que la temible enfermedad se detectaba en una fase precoz y el pronóstico era optimista. "Una vez que le hayamos extirpado el ojo", prosiguió, "quedará usted libre del tumor, sana y salva". A medida que hablaba, a la mujer se le iba disipando el miedo y salió sonriente del consultorio.
Era una delicia observarlo mientras operaba. Sus ágiles dedos se movían con rapidez y seguridad, a pesar de que en cirugía ocular un error de un milímetro en una incisión puede equivaler al desastre. Su técnica de sentarse detrás de la cabeza del paciente, y trabajar con la mano derecha o la izquierda, según fuera necesario (llegó a ser un ambidextro perfecto), creó un estilo muy personal que sus discípulos de la clínica siguen aún.
Cuando comencé a operar bajo su supervisión, me dijo: "Monta una verdadera representación y ensaya de antemano cada movimiento como si te prepararas para una actuación escénica. Esto te ayudará a dar lo mejor de ti y, en última instancia, beneficiará al paciente más que nada". Era un consejo sabio: hay, por ejemplo, una manera especial de tomar el escalpelo, utilizado en la operación de cataratas, que no sólo resulta elegante para la galería, sino que permite hacer una incisión más limpia.
Nadie en la clínica trabajaba con más empeño que don Ignacio. Lo llamaban día y noche. En ocasiones, de madrugada, bajaba de su residencia situada en el tercer piso y rondaba por los corredores para charlar con el personal de guardia y cerciorarse de que ciertos pacientes dormían tranquilos.
ANIMALES Y COCHES
Además del trabajo tenía dos pasiones: los animales y los automóviles veloces. De niño criaba perros, conejos y zorros. Después prefirió especies exóticas: un guepardo, tortugas gigantes, un puma, un chimpancé y varias aves tropicales de brillante colorido. Doña Pepita, su esposa, que le dio cinco hijos y dos hijas, definía con gran cariño su vida hogareña como "habitar en el arca de Noé".
Mecánico nato, don Ignacio descansaba revisando el motor de su coche deportivo. Siempre condujo a gran velocidad. Pisaba tranquilamente el acelerador hasta llegar a los 160 k.p.h. Nada pudo hacerlo disminuir la velocidad, ni siquiera un accidente que tuvo en 1926 y que le destrozó una pierna. Los médicos querían amputársela por debajo de la rodilla, pero él se opuso tercamente y, como no encontró en el mercado una prótesis adecuada, se fabricó él mismo una vaciando en metal un molde de yeso que hizo de su pierna. La pieza funcionó perfectamente.
SU TRAYECTORIA
Ignacio Barraquer y Barraquer nació en Barcelona en 1884. Su adiestramiento en cirugía ocular comenzó muy pronto. A los 12 años ya operaba ojos a conejos y cerdos bajo la vigilancia y la cuidadosa orientación de su padre, José Antonio, que en 1902 fue el primer catedrático de oftalmología en la Universidad de Barcelona. A los 13, don Ignacio extirpó una catarata de un ojo humano, previo consentimiento del paciente. El órgano estaba muy afectado y José Antonio estaba por extraerlo.
En 1908 se doctoró en medicina por la Universidad de Barcelona con los máximos honores. Desde los inicios de su carrera le fascinó la dificultad de extraer cataratas.
Cierto día en 1916, mientras miraba un pequeño acuario en su casa, vio cómo una sanguijuela levantaba un guijarro mediante succión. ¿Por qué, pensó, no extraer por succión las cataratas? En los meses siguientes dibujó una bomba en miniatura. El dispositivo, conocido comúnmente como "la ventosa", revolucionó la cirugía de cataratas. Don Ignacio lo empleó en más de 30.000 operaciones —quizá más que cualquier otro cirujano en la historia— con resultados excelentes.
Viajó incansablemente por Europa haciendo demostraciones del instrumento. En un congreso internacional de oftalmología, en París, se dirigió así a los concurrentes: "Señores, comparen las pinzas quirúrgicas con las garras de un gato y mi ventosa con los labios de una mujer bonita. ¿Qué preferirían sentir en la mejilla?"
El invento atrajo la atención pública en 1920, cuando don Ignacio lo utilizó para devolver la vista a unos ojos negros que en otros tiempos fueron considerados los más bellos del mundo, los de la española Eugenia de Montijo, viuda de Napoleón III, que para entonces tenía 94 años. Después de la operación, realizada en el palacio ducal de Liria, de la Casa de Alba, la ex emperatriz bromeaba: "Gracias a usted, doctor, he visto la luz dos veces en España".
El Dr. Barraquer ideó muchos otros instrumentos quirúrgicos que se usan en todo el mundo. Miles de personas, entre ellas el propio don Ignacio, han empleado los anteojos Barraquer, curvados como el parabrisas de un automóvil para permitir una visión panorámica. Deseoso de que sus alumnos observaran de cerca las operaciones, inventó el oftalmoquiroscopio: un espejo que, suspendido del cielo raso por encima de la cabeza del cirujano, refleja mediante una serie de lentes la imagen 18 veces mayor, en una pantalla en el anfiteatro.
SU HUELLA
Pese a que en dos clínicas atendía a unos 6000 pacientes al mes, se sentía frustrado. Ambas resultaban insuficientes y no había espacio para ampliarlas. Por la noche, después de sus jornadas de 14 horas, bosquejaba los planos de la institución de sus sueños. "Ni los ingenieros ni los arquitectos lograban plasmar mis ideas en el papel", explicaba. No hubo casi ningún detalle que no se le debiera a Barraquer: puertas ligeras que cerraban suavemente y sin necesidad de muelles; un dispositivo que inmovilizaba las ruedas de las camillas rodantes convirtiéndolas en mesa de operaciones y un singular anfiteatro en el que los observadores se sentaban en torno de la mesa de operaciones y podían ver, a través de unos paneles de plástico transparente las manos del cirujano a una distancia de poco más de un metro.
La Clínica Barraquer se inauguró en septiembre de 1940. Siete años más tarde se terminó de construir el Instituto Barraquer, edificio de cinco pisos contiguo a la Clínica. Cuando, en 1973, se levantaron nuevas plantas para duplicar el número de camas hasta 156 —más de la mitad de ellas en régimen de dispensario— la Clínica y el Instituto se unificaron bajo un solo nombre: Centro de Oftalmología Barraquer.
Con más de 20.000 nuevos pacientes al año (la tercera parte extranjeros), y unas 20 operaciones realizadas cada mañana, el éxito de la Clínica estriba en la eficiencia del equipo que creó don Ignacio. Antes de que el paciente llegue a las manos del especialista, día y medio después de su ingreso, se le ha hecho ya un historial clínico exhaustivo. Si se requiere un trasplante de córnea (unos 350 casos al año), el Centro está preparado: su banco de ojos —el primero de la Europa continental cuando se inauguró, en 1962— contaba con 89.000 donantes asegurados en 1978 y el número va en continuo aumento.
Más de 500 médicos, entre ellos muchos extranjeros y los dos hijos de don Ignacio, han hecho sus prácticas de la especialidad oftalmológica en el Instituto. José Ignacio, para dar continuidad a la obra de su padre, fundó y dirige el Instituto Barraquer de las Américas, en Bogotá (Colombia). Joaquín es director ejecutivo del Instituto de Barcelona y primer cirujano de la Clínica.
Don Ignacio no vivió para ver que la cuarta generación de los Barraquer (dos nietos y dos nietas) seguía la carrera de oftalmología. A principios de 1964 cayó gravemente enfermo de una afección hepática. Falleció el 13 de mayo de 1965, a la edad de 81 años. Aquella misma tarde sus hijos trasplantaron sus córneas, tal como él había dispuesto, a dos pacientes ciegos. Así, hoy al igual que ayer, Ignacio Barraquer sigue dando el precioso don de la vista a los ojos humanos.