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marzo 29, 2017
Sección de libros.
Los animales domésticos han estado incorporados a la familia humana desde hace tanto tiempo que hemos acabado por considerar su presencia, en la salud y en la enfermedad, como un hecho natural. Pero, ¿qué hay de los animales salvajes que viven a manera de rehenes en nuestros zoológicos, circos y parques de safari?
Ellos son, en ocasiones, los olvidados del mundo animal por el hecho de que dependen del hombre. El Dr. David Taylor, misericordioso y activo veterinario de Lancashire, nos permite echar un vistazo revelador y con frecuencia gracioso a su vida como médico de estos animales inocentes.
Por David Taylor.
CUANDO el domador de ballenas Martin Padley entró una mañana a primera hora en el delfinario de Flamingoland, sintió que de repente el estómago se le contraía. La profunda piscina en forma de reloj de arena, donde vivía la valiosísima orca Cuddles, aparecía llena de un líquido escarlata. Seguramente el animal, de casi cinco metros de longitud, yacía muerto en el fondo. Pero no era así. Con la habitual descarga de aire y vapor de su respiración, la negra y reluciente cabeza de Cuddles surgió de aquel caldo rojo.
En aquel entonces yo trabajaba por mi cuenta, pero en un tiempo había sido veterinario residente de Flamingoland, entonces Parque Zoológico Flamingo, en los páramos de Yorkshire del Norte, y cultivaba un interés particular por los problemas médicos de los cetáceos, es decir, la familia de las ballenas y los delfines. Al recibir la angustiosa llamada de Martin salí inmediatamente en dirección al parque y recorrí en automóvil, a través de los montes de la cadena Penina, los 150 kilómetros que separaban mi casa, situada en Lancashire, del zoológico.
Pensaba que Martin exageraba. Es verdad que las ballenas sangran como cualquier otro animal cuando se les hiere, y Cuddles pesaba más de dos toneladas y media; pero resultaba inconcebible que hubiera Podido teñir completamente de rojo los 950.000 litros de agua de su piscina.
Sin embargo, apenas me encontré en el lugar, el horror acabó con mis dudas. Lo que me habían dicho era verdad. El agua tenía la apariencia de sangre ligeramente anémica. Cuddles flotaba, casi inmóvil, en el centro de la piscina. Aquella no era la gallarda y traviesa criatura que yo conocía tan bien y que solía llamarme con sus agudísimos chillidos cuando pasaba yo entre la muchedumbre de los espectadores. Las zonas de su cuerpo que solían ser de un negro profundo, se veían de un color gris oscuro. Sus encías y la membrana que rodeaba sus ojos, normalmente de un color rosa profundo, eran ahora de un blanco mortecino. Pregunté por su apetito. Cero. El entusiasmo de Cuddles por los arenques y las macarelas se había desvanecido.
De todos los animales con los cuales he tenido la suerte de trabajar, con ninguno he tenido mayor cercanía que con Cuddles. Aunque en libertad las orcas son mortíferos cazadores, en cautiverio suelen ser amables con los seres humanos que las cuidan. Desde su llegada yo había jugado en el agua con la ballena como si se tratara de un rollizo bebé. Le gustaba abrazar a uno con las aletas mientras flotaba verticalmente y uno le cosquilleaba la blanca y tersa barriga con los dedos de los pies. Casi todas mis técnicas para manejar y curar ballenas las había aprendido con Cuddles. Pero, según parecía, estaba a punto de perderlo.
Me puse un traje de baño mojado y salté a la piscina. Mi amigo me miró con sus redondos y oscuros ojos, pero no hizo ningún esfuerzo por arrimarse, como solía. Le examiné la aleta dorsal y la cola; no había señales de herida. Empleando la aleta natatoria izquierda como si fuera una palanca, le di la vuelta. El blanco y reluciente abdomen quedó a la vista. Ni el menor rastro de lastimadura. Entonces, de repente, algo que parecía ser sangre casi pura brotó de su ano. Cuddles sufría una abundante hemorragia en los intestinos.
De regreso en la orilla, ordené vaciar la piscina. Una vez que Cuddles reposara en el fondo seco lo examinaría a conciencia y le tomaría muestras de sangre para ver la gravedad de su mal. A continuación, había que detener la hemorragia y reemplazar con una trasfusión parte del líquido que el animal había perdido. Lo ideal hubiera sido disponer de muchas unidades de sangre de orca, pero esta no suele hallarse en ningún banco de sangre. Las orcas cautivas más cercanas estaban en Estados Unidos. Posiblemente alguno de mis colegas norteamericanos guardaba sangre en depósito.
Telefoneé a todos los acuarios importantes de Estados Unidos. Ninguno tenía sangre de orca; ninguno tampoco quería vaciar su piscina, en mitad de la temporada turística, para obtenerla. Por tanto, había que desechar la idea de una trasfusión de sangre pura.
Cuddles yacía en el fondo de la piscina y con mangueras lo mojaban continuamente para mantener húmeda su piel. Bajé y tomé una muestra de sangre del gran vaso sanguíneo de la cola. A simple vista parecía diluida. En las pruebas de laboratorio se comprobó que la hemoglobina, el componente rojo de la sangre que sirve de vehículo al oxígeno, había disminuido considerablemente. En ese momento entró uno de los domadores llevando en la mano algo que parecía un pedazo de papel blanco mojado: "Acaba de tener otra descarga de sangre", informó, "y allí encontré esto".
Deposité la pegajosa muestra en un vaso de agua fría y la extendí con la ayuda de una aguja. Se trataba de un pedazo de la mucosa intestinal de la orca. En tres o cuatro puntos había agujeros redondos bordeados por un material de color pardo rojizo. Cuddles padecía en su aparato digestivo, unas úlceras que estaban sangrando activamente. Volví al problema de reemplazar el volumen de sangre perdida. Si bien carecía de capacidad para transportar oxígeno, el plasma artificial podría combatir muchos de los factores que ocasionan el choque de hemorragia, e impedir el colapso del aparato circulatorio. El Dispensario General de Leeds, que no estaba lejos, aceptó suministrarnos el líquido salvador, del que nos enviaron 100 botellas bajo escolta de policía. Mientras tanto, con una aguja de 30 centímetros de longitud, inyecté al animal vitaminas, sustancias antinflamatorias y antibióticos.
Cuando llegó el sustituto del plasma inicié de inmediato la transfusión. De rodillas, con la gran cola de Cuddles sostenida por encima de mi cabeza, inserté un tubo, semejante a una aguja, en una vena caudal. A continuación conecté al tubo la botella del sustituto de plasma y ajusté el regulador de dosis. Un guardián, subido en una silla, sostenía en alto la botella de manera que el flujo del líquido no fuera contrarrestado por la potente presión del enorme corazón de la ballena.
La operación duró en total diez horas. En seguida volvimos a llenar la piscina. Observé con alegría que cuando el agua llegó a la altura de dos metros Cuddles aceptó algunos peces. Pero a la mañana siguiente el corazón se me fue nuevamente a los pies. Otra vez el agua estaba teñida de un intenso escarlata. La vaciamos de inmediato e hice otra transfusión del sustituto de plasma, le puse a la ballena más inyecciones y le inserté un tubo estomacal a través del cual le suministré una mezcla rosada que había preparado en un gran cubo de plástico. La mezcla se componía de agua, miel, sales minerales, glucosa, jarabe de rosas, alimento para enfermos y caolín para aliviar el intestino inflamado, así como cerveza negra.
Al día siguiente las cosas presentaban mejor aspecto: Cuddles no sangró durante la noche. Al tercero amaneció de nuevo en agua ensangrentada, pero los análisis demostraron que la pérdida había sido mucho menor. Repetí mis inyecciones y la mezcla rosada.
La causa de las úlceras seguía siendo un misterio, aunque me inclino a pensar que fue obra de un virus. El apetito de Cuddles mejoraba e incluso, con ciertas precauciones, empezó a jugar. Aún se le veía muy pálido, pero cada día se mostraba más fuerte. Reforcé su pescado mezclándolo con pedazos de budín negro de Lancashire, manjar hecho con sangre y sebo.
No volvió a sangrar. Cinco semanas después del primer ataque, su nivel de hemoglobina era normal. Para entonces comía budines de Lancashire por docenas y abría, diligente, su boca color salmón para que le vertiéramos directamente en el gaznate espumosos litros de cerveza negra.
DE LOS MONOS A LAS BALLENAS
DESDE que tengo uso de razón he querido trabajar con animales. De pequeño sólo pensé en llegar a ser cirujano veterinario. Los pequeños hongos que crecían en los renacuajos que yo conservaba en frascos de mermelada en mi dormitorio, los parches sarnosos de calvicie que a veces sufrían mis ratones blancos, los erizos que encontrábamos aletargados y moribundós en los campos de juego de la escuela, acentuaron mi inclinación. Desde pequeño me atrajeron más los animales silvestres que los domésticos. Los sapos, murciélagos y lagartijas son criaturas que todavía me emocionan más que los perros y los caballos.
Durante cinco años estudié medicina veterinaria en la Universidad de Glasgow y luego tomé un curso de doce meses de patología comparativa. Al cabo, retorné a mi ciudad natal, Rochdale, en Lancashire, para ejercer mi profesión.
No creo que hubiera un lugar mejor para un veterinario joven. Allí había de todo: fincas ovejeras en ásperos marjales, granjas vacunas, escuelas de equitación, perreras de galgos, y además los gatos, perros y periquillos australianos que pululan en las ciudades algodoneras del Gran Manchester. Cosía y cortaba, inyectaba y sangraba; me esforzaba por volver a su sitio el útero caído de una vaca en una granja de la cordillera Penina, a las 3 de una madrugada de febrero azotada por una ventisca; extraía tumores grandes como ciruelas a papagayos con picos capaces de rebanar acero. Tuve la mejor capacitación posible.
En aquella época me impresionó un comentario de Ray Legge, director del Parque Zoológico de Manchester. Dijo que ciertos zoológicos tenían por costumbre llamar a facultativos en medicina humana cuando alguno de sus grandes monos enfermaba. Era hasta cierto punto comprensible. Los gorilas, orangutanes y chimpancés se parecen al hombre en muchos aspectos y sufren enfermedades similares. Pero los médicos nunca trataban a los animales con la suficiente seriedad. Por tanto, consideré que era tiempo de que alguien, dedicado a la profesión veterinaria, demostrara que la medicina referente a los grandes monos es un campo específico de esta especialidad.
Fue así como me puse a estudiar con miras a ganar una beca para el Real Colegio de Cirujanos Veterinarios, en enfermedades de primates de parques zoológicos. En los medios días libres trabajaba en la gran casa de simios del Zoológico de Manchester. Los fines de semana visitaba otros parques que tenían colecciones importantes de primates. Finalmente obtuve mi certificado, lo festejé en compañía de Sheila, mi esposa, y resolví abandonar la práctica general, para ver si podía ganarme la vida exclusivamente con los animales exóticos.
Era un riesgo. En Lancashire hay menos serpientes, monos y papagayos que perros y caballos. Tampoco se puede cobrar mucho cuando uno cura los ojos enfermos de una tortuga de agua de 7,5 cm, que un niño ha llevado a examinar, o cuando hay que reacomodar el ano en prolapso de una serpiente de 15.
Debía aprender mucho acerca de los animales en cautiverio, y sobre los aspectos del mantenimiento de parques zoológicos que nada tienen que ver con lo veterinario. Fue así como me convertí en guardián y veterinario del Parque Zoológico Flamingo y de los otros parques de la misma empresa. Uno de los primeros en traer delfines a Europa, el Flamingo me hizo dar la vuelta al mundo para que aprendiera más acerca de los hábitos y las necesidades especiales de los mamíferos marinos y otras especies raras.
En compañía de los experimentados pescadores de delfines del golfo de México, salí en persecución del ágil e inteligente delfín de nariz en forma de botella (Tursiops truncatus). En lanchas que alcanzaban velocidades hasta de 100 k.p.h. y podían girar en un espacio mínimo, aprendí a manejar animales recién capturados, a impedir que un delfin recién nacido, una vez a bordo, se suicidara al retener literalmente la respiración; a transportar a estos delicados animales a través de continentes y océanos, y a tratar los problemas que surgen por exceso de calor, agrietamiento de la piel, llagas, parásitos, envenenamiento por mercurio y pulmonía.
En 1972 se asoció conmigo Andrew Greenwood y, tomando mi casa de Rochdale como base, nos dispusimos a servir a los animales silvestres que necesitaran ayuda en cualquier lugar del mundo. Nuestras maletas están siempre preparadas con mudas de ropa, medicinas básicas, algunos instrumentos indispensables y una selección de frascos para muestras y jeringas.
El trabajo es satisfactorio y emocionante. Y el orgullo de nuestra labor se resume con simplicidad en las dos palabras de nuestra dirección telegráfica: ZOOVET ROCHDALE.
DENTISTA DE ELEFANTES
HASTA el decenio pasado, la medicina de animales exóticos estuvo muy a la zaga en comparación con la de animales domésticos. El principal problema, al ser animales salvajes y sumamente excitables, consistía en inmovilizarlos o ponerlos en estado de inconsciencia para operarlos, examinarlos o asistirlos en el parto. Disponíamos de barbitúricos, que funcionaban muy bien cuando se inyectaban por vía intravenosa; pero, ¿cómo persuadir a un rinoceronte atenazado por el dolor a permanecer inmóvil mientras uno toma su yugular con una mano y le aplica una intravenosa con la otra?
Anestesiar al paciente no es el único problema con los animales exóticos. En 1959 me llamaron para atender a Mary, una elefanta del Parque Zoológico de Manchester, en Belle Vue, que sufría agudos dolores de muelas. Introducir la mano en la boca de un elefante no es la tarea menos arriesgada de un veterinario. El espacio es pequeño y los dedos pueden ser fácilmente empujados por la vigorosa lengua contra las muelas, experiencia terriblemente dolorosa. En este caso, cuando golpeé ligeramente con mi nudillo el molar infectado, Mary se echó para atrás, me dio un buen golpe en la cabeza con la trompa y lanzó un berrido.
Se trataba de un absceso en la raíz. A otros animales se les saca el diente y ahí acaba todo; pero en el caso de un elefante el asunto es completamente diferente. La muela estaba firmemente arraigada en el maxilar y, como suele suceder con los dientes de los elefantes, tenía múltiples raíces curvas que penetraban en la mandíbula y se trababan intrincadamente con el tejido óseo que las rodeaba. Por consiguiente, la muela no se podía extraer ni con un par de fórceps gigantes.
El dolor se hizo tan agudo que Mary empezó a pegar con la cabeza en la pared. Los golpes, sordos y rítmicos, se escuchaban a 200 metros de distancia. El único modo de extraer el molar enfermo consistía en operar al animal en la quijada. Para ello se necesitaría anestesia general y no se disponía de una apta para elefantes.
La siguiente mañana me levanté temprano y visité al ferretero. Los instrumentos dentales que se utilizan en la práctica común, humana o veterinaria, son ineficaces ante los dientes, duros como el granito, de un elefante. El ferretero me mostró justo lo que yo necesitaba: un par de robustas herramientas, con filos de tungsteno, diseñadas para abrir agujeros en piedras duras.
Cuando llegué al zoológico Mary sufría notoriamente, pero le pude poner una inyección de fenciclidina, el mejor anestésico general que tenía en ese momento. Pasaron dos minutos, luego cinco; de repente, como enfriada por una corriente de aire helado, Mary empezó a temblar. Se le doblaron las rodillas y con un bostezo y gran estruendo, se derrumbó.
Bastaron pocos minutos para levantar una gran sección de encía sobre la zona de las raíces; la hemorragia fue controlada muy rápidamente mediante fórceps. Luego empezó la lenta tarea de picar la quijada. Para golpear los afilados cinceles utilizaba un pesado mazo de metal, guiándome por líneas pintadas con colorante antiséptico sobre el hueso. Este era tan duro que las vibraciones producidas por el rebote del mazo y del cincel empezaron a entumecerme las manos. Sin embargo Mary continuaba inconsciente.
Dos horas después me abrí paso por el hueso maxilar. Pero, a semejanza de lo que sucede con un iceberg, había más muela bajo la superficie que sobre la encía. Seguí trabajando sin descanso con el cincel, liberando poco a poco las anchas ramificaciones curvas del molar. Al cabo de cuatro horas pude ver finalmente el área inflamada de la raíz, que era la causa de nuestros problemas. Transcurrió otra hora y entonces, mientras intentaba una vez más apalancar hacia afuera, se escuchó un fuerte ruido, como de algo que se quebraba, y el diente más grande que jamás haya extraído cayó de la quijada con un golpe seco.
Al empezar la última fase, o sea, al reconstruir la encía, advertí que su color no era tan rosado como antes, sino que estaba teñida de lila. Apresuradamente terminé los últimos puntos de sutura y me senté agotado. El cambio de color había diluido parte del gusto que debía haberme producido mi labor.
Fue en ese momento cuando, como llegado de muy lejos, se oyó un nuevo sonido sordo, como de burbujas. Metí el estetoscopio en el estrecho espacio que quedaba entre la parte inferior del pecho de Mary y el piso. El ruido se oía con claridad, semejante al de un caldero de mermelada que hirviera suavemente. El enorme peso del animal, al comprimir el pulmón que daba al piso, bloqueaba el flujo del aire y la sangre a través de los tejidos vitales, por lo que empezaba a juntarse líquido en la parte inferior del pulmón. "Hay que voltearla cuanto antes", indiqué.
Los guardianes se apresuraron a atar cuerdas en las patas de Mary, y a empujar tablas bajo la protuberante barriga para que sirvieran como palancas. A continuación, apoyando los pies contra la pared, la levantamos poco a poco hasta que la dejamos echada sobre la espina dorsal, con las patas hacia arriba. Luego la inclinamos suavemente sobre el otro costado. Le inyecté estimulante para el corazón y los pulmones, y algunas drogas contra el choque y la infección. El burbujeo disminuyó en el pulmón derecho, pero advertí con horror que empezaba a oírse en el otro. Mary había estado bajo la anestesia demasiado tiempo.
¡Sí sólo pudiera anular los efectos del anestésico inyectado! Un completo retorno a la conciencia y la posibilidad de ponerse de pie y caminar restablecerían la circulación normal en el pecho.
"Póngase a mi lado e intentemos darle respiración artificial", dije a uno de los hombres.
Simultáneamente saltamos sobre el gran pecho, gris y combado, del gigante. El costillar cedió un poco. Inmediatamente saltamos al suelo. Nuestros esfuerzos produjeron algo de resuello, pero no el suficiente. Al cabo de cinco minutos Mary dejó de respirar y sus latidos se debilitaron gradualmente hasta que dejé de oírlos.
HOY ESTO NO SUCEDERÍA. En el decenio pasado aparecieron los primeros suministros de una sustancia llamada M99, de la familia de la morfina, que hace efecto en dosis minúsculas. Lo más importante es que se puede neutralizar por medio de un antídoto tan eficaz que los animales vuelven a la normalidad en pocos segundos.
TIGRE EN UN TANQUE
ANTES de que aparecieran los sedantes seguros, Matt Kelly, guardián en jefe en Manchester, me enseñó a manejar animales. De él aprendí a hipnotizar cocodrilos poniéndolos boca arriba y frotándoles la barriga, y a desconcertar a un iracundo papagayo, empeñado en arrancar un dedo humano de un bocado, mediante un movimiento de kung-fu que deja al pájaro azorado y boca arriba, aunque sin hacerle daño.
Sin embargo, jamás podré comprobar si alguno de los trucos de que me habló Matt funcionan en la práctica. ¿Qué se hace cuando un chimpancé enfurecido y altamente peligroso se lanza contra uno? Matt me juró que en cierta ocasión se había visto ante ese dilema y que, con la rapidez del relámpago, se había bajado los pantalones y mostrado el trasero, como lo hace un chimpancé en la postura de sumisión. El atacante reaccionó a esta señal, que quiere decir "muy bien, me rindo; tú eres el mejor", y frenó su ataque. Abrigo la esperanza de que, si alguna vez llego a verme en semejante situación, no se me trabe la cremallera del pantalón.
Aunque muchos animales de circo son adiestrados sin crueldad, suele haber casos terribles, sobre todo en los circos y en los parques zoológicos pequeños. He visto osos a los que se intimida con periódicos encendidos para obligarlos a pasar de la jaula en que viajan a la pista del circo; he escuchado los desagradables golpes aplicados con una pértiga de bambú para domar a un elefante encadenado, que finalmente se derrumbó, agobiado por la tortura.
Hay otros modos de adiestrar animales. Los mejores resultados se obtienen a través de una buena relación entre el hombre y la bestia, antes que con el terror y el dolor. De hecho, comprobé que quienes usan el miedo y la tortura tienen claramente menos éxito que quienes optan por una combinación de paciencia, conocimiento de la conducta animal, sicología y afecto verdadero.
Trabajar en un circo o en un acuario en donde se practican métodos humanitarios es una experiencia inmensamente placentera. En los pocos casos vergonzosos espero siempre influir para que mejoren las cosas. Incluso en las peores y más tristes colecciones ambulantes de animales salvajes alguién debe preocuparse por la salud de estos. Lo contrario sería condenar a las pobres bestias a padecimientos peores; por consiguiente, mi regla ha sido estimular el mejoramiento de esas colecciones desde dentro, más bien que criticarlas desde fuera sin resultado.
Los actos de circo no son de ninguna manera dañinos desde el punto de vista más importante, o sea el del animal. Ciertas especies, como los delfines, los léones marinos, los perros y los caballos, disfrutan totalmente de sus ejercicios. Por supuesto, el elefante que danza torpemente el vals sobre un cubo o el chimpancé que levanta las faldas de su compañera, ofrecen un espectáculo poco digno, embarazoso y en cierto modo abusivo. Es mejor ver a un elefante atravesar a galope las sabanas de África, y observar el espectáculo fascinante de los chimpancés que organizan su existencia en la selva. Sin embargo, nuestra vergüenza emana de un sentimiento de culpa. Los animales no tienen problemas emocionales como nosotros. En un circo bien administrado nadie los lastima, los plátanos abundan y el alojamiento es cómodo. Muchos han nacido en el zoológico o en el circo y no conocen otro tipo de existencia. Son tan artificiales o están tan domesticados como un falderillo o un gato siamés.
Un ejemplo de domadores hábiles y humanos es la familia Naumann, de Alemania. Crían a sus leones, tigres y pumas desde que son cachorros, y todos los días, durante largas horas los enseñan pacientemente a ejecutar sus actos estimulándolos con alguna recompensa, como un trozo de carne tierna del tamaño de un dedo, caricias, mimos y alabanzas con voces que les son familiares. Naturalmente debe haber firmeza, pero no coerción ni dolor ni miedo.
Con estos métodos, los Naumann crearon un acto extraordinario en el cual un tigre de Bengala adulto se tiraba a un tanque desde una plataforma de seis metros. Hace varios años los Naumann. llegaron a Belle Vue (Manchester) para abrir una temporada de verano. Instalaron la pileta, la escalera y la plataforma, pero por alguna razón esta no quedó colocada directamente sobre el centro del tanque.
El tigre trepó por la escalera y, después de las fanfarrias y redobles de tambor habituales, se lanzó. Cayó en el agua, pero pegó violentamente con el lomo contra el borde de metal. Muy adolorido y paralizado parcialmente, el pobre animal se arrastró hasta los pies de su afligido domador.
Pocos minutos después llegué al circo para examinarlo. El golpe lo había hecho sangrar y había causado graves daños a los tejidos que cubren la medula espinal. A cada minuto aumentaba su dolor y estaba perdiendo la movilidad de las patas traseras. El animal estaba visiblemente de pésimo humor. Tendríamos que atenderlo dentro de la pequeña jaula en que viajaba. Aquí fue donde fructificó la habilidad de Herr. Naumann para domar a sus bestias.
"No se preocupe", me dijo. "Usted podrá hacer lo que haga falta. Yo me encargo de eso". Sé introdujo por el portillo de la jaula y me hizo seña con la mano de que lo siguiera. Dentro, el tigre gruñía y se quejaba por el dolor. Con gesto afectuoso, Naumann le tomó la cabeza en las manos, se la puso sobre las rodillas y le habló en tono tranquilizador. El tigre cesó de gruñir y se echó tranquilo.
"Adelante", me indicó el domador. "Ya está bien".
Su confianza me maravilló. Si al auscultar al tigre encontraba fracturas, el hecho de perturbar los tejidos lastimados haría que el animal no se sintiera bien. Con gran precaución puse las manos sobre el musculoso lomo del enorme felino. Cuando le toqué las zonas dañadas se puso tenso y gruñó. Naumann le apretó más la cabeza con los brazos.
La siguiente fase fue más delicada. Yo quería palpar, hasta donde me fuera posible, los contornos interiores de la pelvis, para lo cual tenía que introducir dos dedos en lo profundo del ano. Me puse un dedil, me lubriqué la mano y, lentamente, hice entrar mis dedos en el recto.
Esto no agradó al tigre, pero pude convencerme de que no había fracturas palpables. Si nos asistía la suerte se podía combatir la inflamación de los tejidos y la medula espinal recuperaría sus funciones normales. Preparé las inyecciones de analgésicos, reductores de inflamación y enzimas. Si el tigre iba a tener alguna reacción violenta sería ahora, al clavar la aguja en lo profundo de los músculos.
La cara de Naumann estaba a no más de un par de centímetros de los curvos colmillos del felino. Un solo golpe de la zarpa delantera izquierda del tigre le abriría el pecho como un tenedor que ensartara un jamón hervido. Le advertí sobre lo que estaba por hacer.
"Adelante. Él entiende perfectamente que no estamos aquí para hacerle daño".
Clavé la aguja con toda la rapidez que pude. Con gran alegría vi que el tigre no se movía. Al cabo de un tiempo todas las drogas fueron inyectadas.
Poco a poco volvió la fuerza a los cuartos traseros del felino y, cuando me convencí de que ya se había. recuperado por completo, le permití volver a la plataforma para zambullirse.
HIPOPÓTAMO DURMIENTE
AUNQUE cuidar animales exóticos es fascinante, no todos los días se da el caso de que un veterinario se vea ante un problema de vida o muerte, como fue el drama de la hemorragia de Cuddles. De todos modos, sucede que una tarea relativamente simple se convierte en ocasiones en una situación que requiere presteza para salvar un animal valioso.
Cierta tarde llegó al zoológico de Manchester un nuevo hipopótamo llamado Hércules. Había sido enviado desde Londres en un enorme cajón hecho de gruesas vigas reforzadas con tiras de acero. El hipopótamo no es una criatura con la que se pueda jugar. Se mueve con notable agilidad, es tan difícil de parar como un tanque de guerra y, cuando muerde, los resultados pueden ser desastrosos.
Para estar seguros, los embarcadores habían inyectado a Hércules una dosis de fenciclidina y recomendado que le aplicaran otra antes de sacarlo del cajón.
Subí por un costado de la jaula —que estaba abierta por arriba— para asomarme y examiné la vaporosa coraza de cuero del gran hipopótamo. Parecía tranquilo. Por mi parte hubiera prescindido de la segunda inyección, pero nunca antes había desembarcado un animal de esos.
Por tanto, llené una jeringa, me incliné sobre el borde del cajón y clavé la más gruesa de mis agujas en la grupa del animal. Al poco tiempo las orejas de Hércules pendían ligeramente y del hocico le caía un hilo de saliva. Decidí dejarlo salir. Quitamos los tornillos de la puerta trasera y la abrimos de par en par de manera que saliera andando hacia atrás con menos probabilidades de embestir. Pero como Hércules no retrocedía abrimos cautelosamente la puerta delantera.
El hipopótamo olfateó con desdén la casa acuática donde habría de vivir y parpadeó. Luego descubrió el reluciente estanque de agua tibia que le esperaba con la superficie cubierta de vapor. Poco a poco salió de la caja, bajó lentamente la rampa, por así decirlo, de puntillas, olfateó el agua, la encontró de su gusto y se zambulló, con gracia. A través del agua clara, todavía no enturbiada por excrementos de hipopótamo, lo vimos acomodarse apaciblemente en el fondo y luego, al parecer, echarse a dormir.
La segunda dosis de fenciclidina, junto con el sedante baño tibio, comenzaba a operar un efecto que tal vez resultara mortal. Aunque un hipopótamo consciente puede retener la respiración bajo el agua durante muchos minutos, a la larga debe emerger para tomar aire. Pero, ¿suponiendo que, bajo el efecto de la droga, Hércules inhalara mientras soñaba en el fondo del estanque? Sentí que el estómago me daba un vuelco.
"Traigan cuerdas, ¡rápido!" dije a los guardas que estaban conmigo. Cuando llegaron las cuerdas el director del parque zoológico, Matt Kelly, y yo nos desvestimos y nos echamos al agua. No es fácil orientarse en la anatomía de un hipopótamo, sin anteojos protectores, mientras uno tira de una gruesa cuerda. Sin embargo, después de varias zambullidas, conseguimos acomodar las cuerdas más o menos como queríamos, mientras Hércules dormía. Los guardas tiraron de las cuerdas y el animal subió, aunque no precisamente como una Venus, a la superficie. En el momento de salir del agua la cabeza, las grandes ventanillas de la nariz se abrieron y el hipopótamo exhaló aire suavemente.
Como los hipopótamos no están provistos de asas, era imposible sacar al voluminoso Hércules del estanque. Nos limitamos a sostenerlo con algunas cuerdas más bajo la barriga. Mantuvimos su cabeza levantada por medio de toallas sujetas a una viga. Parecía tener dolor de muelas.
Al cabo de unas horas empezó a moverse y decidimos que se había recuperado lo suficiente como para cuidar de sí mismo. Una vez libre, se retiró al fondo del estanque mirándonos con ojos lúgubres. Varios minutos más tarde lo vi emerger y respirar profundamente. Ya estaba bien.
Hércules acabó por enamorarse del estanque, las cascadas, las islas y la lujuriante vegetación de su falso trópico. Pero su llegada fue un desastre para los tapires, capibaras y pájaros exóticos jóvenes que compartían su hábitat. Acechaba, y si podía, devoraba a estos animales. Al igual que un cocodrilo, se mantenía bajo la superficie del agua; ya oscurecida por su excremento, y utilizaba sus prominentes ojos a manera de periscopios. Cuando un tapir se acercaba a beber o un pájaro se posaba en la orilla, Hércules se deslizaba suavemente como un submarino. Repentinamente asía a la presa con las quijadas y la mataba de un solo y poderoso apretón. Luego devoraba hasta el último hueso. Se dice que los hipopótamos son vegetarianos. Este no es el caso de Hércules.
INDIGESTIÓN DE PIEDRAS
NORMALMENTE, si viven en libertad, los leones marinos suelen tener algunas piedras en el estómago. Estas actúan como un lastre inofensivo que ayuda al animal a sumergirse, de la misma manera que el cinturón con plomos de un buzo. Pero si está en cautiverio, esta ingestión de piedras puede convertirse en un problema.,
Un león marino llamado Otto, que vivía en un parque de safari de Inglaterra, perdía súbitamente el apetito después de comer uno o dos pescados. En seguida, como si acabara de ingerir unos platillos chinos, sentía hambre otra vez. Los propietarios del parque no se preocuparon porque, al parecer, el león marino aumentaba de peso. Pero finalmente Otto murió.
Empecé la autopsia de aquel rollizo cuerpo y, a los pocos segundos de haber abierto la pared abdominal, me encontré con un asombroso espectáculo. El estómago, normalmente de un tamaño similar al humano, estaba horriblemente distendido. Llenaba el abdomen y aplastaba el hígado, los riñones y los intestinos. En el interior del estómago había centenares de piedras, que ocupaban todo el espacio, estirando la pared estomacal hasta dejarla tan delgada como papel de china. Las piedras llenaron tres cubos de cuatro litros cada uno.
Los demás leones marinos del parque parecían sanos, pero de todas maneras le pregunté al domador si había advertido algún síntoma anormal.
—No, me parece que no, salvo —frunció el entrecejo—. Salvo Mimí, que se está comportando como Otto.
Llamó a Mimí, que estaba en su plataforma de exhibición. El animal bajó y se desplazó hacia la cubeta de pescado. En el momento en que pasaba oí un ruido en sordina, como de agua que ondeara contra una playa de guijarros. Acaricié a Mimí y nos hicimos amigos; después, con gran cuidado, le apreté el estómago. Sentí, más que oí, un leve crujido. Era como meter los dedos en un saco de canicas. Estaba repleta de piedras y decidí operarla. Una por una, saqué 124 piedras del estómago de Mimí. En conjunto pesaban más de siete kilos. Cuando la cosí, se veía bastante más esbelta.
También otros animales comen cosas extrañas. El elefante del zoológico de Belle Vue devoró un paraguas y no pareció sufrir el menor daño. En cambio, una vieja y enorme foca en Cleethorpes murió sofocada mientras intentaba engullir un suéter de lana.
No siempre es necesario operar. En la actualidad se ha generalizado el uso de un ingenioso gastroscopio óptico de fibra, mediante el cual se pueden hacer maravillas pasándolo por la garganta de un animal. Fino y flexible, consta de una fuente de luz, una punta móvil para observaciones ópticas, un aditamento para rociar agua y un tubo de aire con el cual se inflan los órganos por inspeccionar. A través del ocular se pueden ver, amplificados y a todo color, las arrugas y ángulos secretos del estómago, además de que es posible cauterizar los puntos hemorrágicos, tomar muestras para biopsias de tejidos enfermos y atrapar o enlazar objetos.
Uno de los primeros pacientes con quienes utilizamos el gastroscopio óptico de fibra fue Brandy, una estrella del espectáculo de delfines en Marineland, en Mallorca. Brandy se había tragado uno de los anillos de plástico blando, de 15 centímetros de diámetro, con que jugaba en sus números. En un principio siguió comiendo y trabajando normalmente; pero los potentes ácidos del estómago empezaron a vulcanizar lentamente el plástico, convirtiendo al suave anillo en un duro irritante. Poco a poco empezó a fallar en sus pruebas y su apetito desapareció.
Andrew, mi socio, voló hacia Mallorca con el gastroscopio. Lo acompañó David Wild, que como nadie en el país manejaba el complejo instrumento. Cuando llegaron, Brandy, pálido y adolorido, fue sacado de la piscina y colocado sobre un blando colchón de caucho. Mientras un hombre armado de un cubo lo mojaba constantemente, Andrew le abrió las mandíbulas y por el gaznate introdujo hasta el estómago el gastroscopio lubricado.
A través del ocular, David Wild observaba cómo la punta del instrumento avanzaba hacia el estómago, rociaba con agua la lente cuando los jugos estomacales le nublaban la visión, y empujaba las paredes del estómago lejos del tubo mediante aire, para contar con suficiente espacio para sus observaciones. Mediante un aditamento lateral al ocular, Andrew dirigía el movimiento del aparato.
No tardaron en ver en la mucosa estomacal la primera de una serie de úlceras hemorrágicas de muy mal aspecto. David hizo girar en redondo la punta del gastroscopio hasta ver el anillo en un charquillo de sangre negra y parcialmente digerida. Las contracciones naturales de los músculos del estómago contra el duro plástico hacían que las úlceras perforaran el delicado y aterciopelado revestimiento del órgano.
Un aditamento especial del gastroscopio permitió introducir un lazo de alambre, que se hizo pasar en torno del anillo para después tirar hacia el instrumento. Una vez sujeto firmemente el anillo, se retiró el gastroscopio. Brandy soltó un enorme eructo al sentir que el anillo retrocedía hacia su gaznate. Cuando estuvo fuera se vio inmediatamente que Brandy se sentía mejor, pero Andrew volvió a introducir el gastroscopio y por medio de electricidad cauterizó algunos de los peores puntos hemorrágicos. Para asegurar la completa recuperación del paciente se le dio un tratamiento de tabletas que normalmente se recetan a los hombres de negocios de edad madura y que padecen dispepsia.
CESÁREA PARA CEBRAS
INDUDABLEMENTE el aspecto más emocionante de la medicina de zoológico es el parto. Es siempre un privilegio presenciar el nacimiento de un chimpancé, un antílope o un delfín; pero ser llamado para prestar ayuda en un parto difícil es algo particularmente mágico. En todos los casos las madres parecen entender que uno está allí para ayudarlas. Jamás he recibido la coz de una jirafa o de una ñu mientras las sigo, con el brazo introducido profundamente en su matriz, tratando de enderezar las patas enredadas o la cabeza de una cría palpitante que se ha quedado atorada en el camino de salida.
Durante el parto de las jirafas, generalmente me acompaña un hombre que se encarga de ponerme un cajón de naranjas para ganar altura. Cada vez que la parturienta deja de moverse por el corral el hombre pone el cajón en el suelo y yo, con el brazo untado de gelatina antiséptica a modo de lubricante, palpo el interior para diagnosticar el problema. Si tiro de una de las patas o de la cabeza de la cría, la madre por lo general empuja contrayendo sus potentes músculos abdominales; pero si empieza a moverse de nuevo, al instante salto de la caja y la sigo en compañía de mi asistente.
Todos los delfines cuyo nacimiento he observado, llegaron al mundo rápidamente y sin ayuda. El único caso difícil ocurrió una vez en que 2300 kilómetros me separaban de la paciente. Un animal en Malta tenía gran dificultad en el alumbramiento y dirigí el parto por teléfono. Una enfermera y el veterinario local trabajaban con el delfín, mientras un asistente, a la orilla de la piscina y teléfono en mano, transmitía mis instrucciones.
A veces tengo que administrar a la madre un anestésico con objeto de resolver un problema más complicado, como sucedió con una poderosa cebra en Flamingoland. Los guardianes, al ver la placenta colgando del animal durante algunas horas, creyeron que había parido. Sin embargo, inspeccionaron con cuidado el recinto de las cebras y comprobaron que no había ningún pequeño.
Fui llamado. Mientras examinaba desde lejos al nervioso animal con ayuda de unos binoculares la vi contraer poderosamente el abdomen. Una cosita blanca apareció a la entrada de la vagina y desapareció otra vez cuando el animal dejó de empujar. Era la delicada pezuñita de una cebra que, a punto de nacer, emergía por efecto de la presión. Por un momento dejé que las cosas siguieran su curso; pero dos horas más tarde el animalito aún no nacía. La madre parecía más embotada y cansada. Algo andaba mal y decidí intervenir.
Dada la imposibilidad de acercarme al animal, utilicé un fusil de dardos de largo alcance para anestesiarla con M99. Con un guardián al volante entré con mi automóvil al recinto de las cebras en dirección a la parturienta. Cuando la tuve a tiro apreté el gatillo. El proyectil sale a una velocidad tal que no produce más dolor que un golpe dado con la mano abierta, de manera que el animal pocas veces huye alarmado. Cinco minutos más tarde la cebra dormía tirada en el suelo y yo empezaba mi examen interno.
El potrillo estaba sumamente enredado. Aunque podía desenredar las patas, que estaban plegadas de modo muy raro, no me era posible corregir la posición de la cabeza, que estaba doblada hacia atrás, hacia lo profundo de la matriz, y torcida además sobre su eje. No me quedaba otro remedio que intentar una cesárea. Las cesáreas en los equinos, de los cuales forma parte la cebra, son todavía poco frecuentes debido a que contraen peritonitis con una facilidad alarmante. Y no había ningún antecedente en lo tocante a cebras o a otros solípedos exóticos. Sin embargo, no quedaba otro camino.
Un tractor tiró de la cebra anestesiada sobre un trineo improvisado con una vieja puerta, hasta su establo. Con toda rapidez corté la piel, los músculos y los tejidos del peritoneo, y el voluminoso útero quedó al descubierto. Abrí la matriz y al instante salió una patita rayada. Tiré de ella y la forma esbelta y perfecta de la cría se deslizó hasta quedar en el suelo junto a su madre inconsciente. No advertí ninguna señal de vida.
Olvidé por un momento a la madre, abrí el hocico del potrillo y con los dedos extraje el moco de su garganta. A continuación lo tomé por los menudos traseros y empecé a darle vueltas para limpiar sus conductos respiratorios por fuerza centrífuga. Luego me detuve y le escuché el corazón. Ningún sonido. Le puse una inyección estimulante y dejé caer algo de líquido en la base de la diminuta lengua a fin de estimular los centros respiratorios y ponerlos en acción. Nada. Finalmente ensayé la respiración de boca a boca, metiendo el viscoso hociquito en mi boca y soplando con todas mis fuerzas. Fue inútil. El potrillo estaba muerto..
Ahora había que salvar a la madre. Empecé a coser las diversas capas de tejidos en la herida. Antes de cerrar el abdomen dejé en él un puñado de tabletas antibióticas, y rocié los intestinos con una sustancia química para impedir que la peritonitis los pegara. Por último suturé la resistente piel, y al hacerlo me pinché los dedos con el filo de las grandes agujas curvas.
Le inyecté una dosis preventiva de antibióticos en el cuello y después el antídoto del anestésico. Dos minutos más tarde la cebra resopló, se enderezó, se puso en pie y avanzó poco a poco hacia otra parte del corral. Recuperó por completo la salud y un año después, orgullosamente y sin ayuda, dio a luz la más graciosa cría de cebra que se pueda imaginar.
EL CHIMPANCÉ CHOFER
A mi regreso de un viaje a Qatar, donde había atendido algunos órixes árabes (tipo de antílope) muy raros, visité un parque zoológico de Marsella. La mañana posterior a mi llegada, Maurice Villemin, propietario del zoológico, telefoneó a mi hotel para avisar que me había mandado un vehículo con chofer. Terminado el desayuno salí a la bulliciosa calle. Allí estaba el señor Maurice Villemin en su automóvil y, estacionada directamente frente al hotel, una motocicleta. En el asiento del conductor esperaba pacientemente y vestido con suéter, pantalones y gorra de punto, un chimpancé.
"¡Monte en el sillín, detrás de Henri!" gritó el señor Villemin. "Es buen conductor".
Si tuviera que ponerme a los mandos de un tanque de guerra y precipitarme en el torbellino marsellés de estruendosos Citroéns y oscilantes bicicletas, lo pensaría dos veces. Con más razón me alarmaba la idea de viajar en una motocicleta manejada por un chimpancé.
—¿Conoce el camino? —pregunté para ganar tiempo.
El zoológico distaba cerca de dos kilómetros.
—Por supuesto que sí; confíe en Henri.
Me dirigí a la motocicleta. El chimpancé me miró, imperturbable, y con el talón impulsó con vehemencia el arranque. Brrrrm-brrrrm. Aceleró el motor como un conocedor, con una mano negra y peluda, mientras con la otra se hurgaba lentamente la nariz. Yo monté con grandes precauciones en mi asiento, listo para tirarme al suelo al primer signo de desastre.
Henri volvió a acelerar el motor. Yo puse los brazos alrededor de su cintura. Él volvió la cabeza a la derecha y luego, al ver un hueco en el tránsito, embragó con un experimentado pie desnudo y se separó de la acera trazando una curva.
"Levante los pies, señor Taylor", me gritó Villemin, que nos seguía en automóvil.
Coloqué los pies en los estribos y descubrí, para mi consuelo, que viajábamos en línea recta a 25 k.p.h. a lo largo del bulevar. Henri parecía saber adónde iba. Luego nos aproximamos a un semáforo en rojo. Me puse tenso. ¿Sería cierto que los chimpancés son daltónicos?
Henri redujo la marcha y mantuvo el equilibrio a una velocidad muy baja, oscilando lentamente de un lado a otro para mantener el impulso hasta que la luz cambiara. Y apareció el verde. Brrrrm-bruuum-bruuuum. Henri hizo un cambio rapidísimo de velocidades y salimos disparados.
El siguiente obstáculo fue un agente de tránsito. No se presentó ningún problema. Al vernos a Henri y a mí el policía sonrió, detuvo el tránsito de la calle transversal y nos hizo seña con la mano de que prosiguiéramos. El chimpancé lo pasó rugiendo, sin una inclinación de cabeza o un simple bon jour. Nos acercábamos al zoológico, pero antes tendríamos que correr por algunas calles estrechas y doblar algunas esquinas agudas.
Encorvado sobre los manubrios, Henri se inclinó con estupendo equilibrio al tomar la primera curva. Yo oscilé con torpeza y me aferré a su estómago. La máquina se tambaleó. Sin protesta alguna, Henri corrigió el bamboleo. Dos esquinas, luego una carrera cuesta abajo a una velocidad como para que el aire doblara hacia atrás las orejas, con forma de plato, de Henri y, por último, tras otra curva, que tomó con algo más que un poco de exhibicionismo, llegamos a los terrenos del zoológico. Los atravesarnos hasta la casa de los monos, donde el animal detuvo la motocicleta. La sostuvo con los pies, me miró sin parpadear y nuevamente empezó a hurgarse la nariz.
Aunque el señor Villemin había adiestrado a Henri hasta capacitarlo para hacer frente al mortífero tránsito de Marsella, el manejo de grandes monos generalmente exige paciencia, habilidad, astucia y una buena dosis de fortuna. La fenciclidina y otros anestésicos han facilitado la tarea, pero incluso en esas condiciones no es prudente dejar que un primate vea a uno poniendo droga en su bebida favorita. Más de una bebida preparada por mí a la vista de un curioso y marrullero chimpancé o gorila me ha sido arrojada a la cara o la he visto ser cuidadosamente vertida en el desagüe más próximo. Además, como descubrí un día, el efecto de los anestésicos pasa.
En cierta ocasión yo transportaba un orangután ligeramente sedado. Su nombre era Harold. Íbamos de Flamingoland al Parque Zoológico de Manchester; el animal estaba en el asiento delantero de mi automóvil, al que se hallaba sujeto por un cinturón.
Hacía calor y Harold padecía una cierta flatulencia, por lo que hube de bajar los cristales de las ventanillas. En un principio, el orangután se mantuvo tranquilo con su cinturón de seguridad, pero al llegar a Leeds vi que el hígado de Harold y el aire fresco estaban descomponiendo rápidamente la fenciclidina en su organismo.
Lo primero que hizo fue sacar lentamente el brazo por la ventanilla; luego se puso a abrir y cerrar continuamente la callosa mano. Si quería llegar a Manchester sin tropiezos tendría que darle un poco más de narcótico. Más adelante encontraríamos semáforos con luz roja. Cuando llegara a ellos me detendría para dar a Harold sus gotas.
Así lo hice. Junto al automóvil había un papelerillo en bicicleta con su bolsa de lona colgada del hombro. Estaba tan concentrado en la espera de la luz verde que no reparó en el gordo y pelirrojo borracho que iba sentado no lejos de su codo. El semáforo cambió y yo saqué el embrague.
Se oyó un grito agudo. Miré en mi espejo retrovisor y no vi nada. "¡O0000h! ¡Eeeee!" El grito se escuchaba hacia mi izquierda y detrás de mí. Reduje la velocidad y miré por encima de la cabeza de Harold. Pegado como una mosca al costado de mi automóvil estaba el papelerillo. La mano de Harold había tropezado con la bolsa de lona cuando esperábamos el cambio de luz. En el momento de arrancar, la mano, por acción refleja, había agarrado con fuerza la banda de lona, y el chico había sido arrancado de su bicicleta como la piedra que sale de una catapulta.
Me bajé y di la vuelta al auto para rescatar la presa de Harold. Por fortuna el chico estaba ileso. Lo presenté al mono y le permití que sostuviera la botella mientras yo preparaba otra dosis de narcótico. El muchacho no tardó en recobrar la compostura. Pero aún me pregunto si le habrán creído cuando contó cómo, en plena Leeds, un auto se había detenido a su lado y un orangután había tratado de secuestrarlo.
UN GORILA EN BRAZOS
Jo-Jo, EL gorila, y su compañera, Suzy, estaban casi recién nacidos cuando llegaron a Manchester. Los gorilas pequeños son notoriamente delicados y sucumben con facilidad a los gérmenes humanos. Por eso se tomaron todas las precauciones posibles para protegerlos. Su guardián, Len Horner, vivía virtualmente con ellos en un cuarto pequeño cercano al suyo en la casa de los monos. Allí les preparaba su dieta especial, les daba sus gotas de vitaminas, hervía su leche, y les batía el tónico que debían tomar antes de dormir.
A los gorilas les encantaba que los tomaran en brazos y los mimaran. Pero, lo que resultaba fácil cuando sólo pesaban de 5 a 10 kilos, más adelante, cuando, con 30 kilos encima, insistían en ser arrullados, se convirtió en un problema. Pero la dificultad no era tanto el dolor de los brazos mientras el mono en cuestión dormitaba mejilla con mejilla; el problema surgía cuando el arrullo y los mimos debían prolongarse hasta el día siguiente. Como niños mimados, Jo-Jo y Suzy se oponían a que los humanos los abandonaran y con los dientes se aferraban de partes de la anatomía de quien los tenía en brazos, o se aferraban a la ropa con una mano fuerte y dura como una tenaza. Al principio no eran suficientemente grandes como para imponer su punto de vista; pero con el paso del tiempo su conducta volvió cada vez más problemáticas las inspecciones.
Por ejemplo, yo solía entrar acompañado de Ray Legge, el director del zoológico, y de Len, para examinar las encías de Jo-Jo o aplicarle el estetoscopio. Esto significaba primeramente dejar que el mono se enredara en torno de mí para ser arrullado. Una vez que lo tenía satisfactoriamente colocado en los brazos, utilizaba la mano libre para sacar mi instrumento y colocarlo subrepticiamente en el lugar apropiado. Terminado el reconocimiento tenía que deshacerme del gorila, lo que significaba pasarlo a alguna otra persona, que generalmente era Len. A los gorilas no les importaba el cambio, y al parecer consideraban que cualquier par de brazos era bueno. Cuando nos retirábamos, Len se desprendía del gorila y lo ponía en el suelo. Acto seguido, se escabullía veloz por la puerta, mientras el mono empezaba a protestar e intentaba atraparlo.
Así fue al principio, pero con el paso del tiempo a Len se le hizo más difícil salirse con la suya. En plena fuga sentía algunas veces que dos, tres o cuatro brazos negros y relucientes se le pegaban a la ropa, a las extremidades o al cabello. El rito se volvió cada vez más largo y complejo. Llegó el día en que, estando los tres en la inspección médica de rutina, Jo-Jo, en cuya frente empezaba a crecer el mechón rojizo que caracteriza a los machos maduros, y quien contraía los músculos como Mister Universo, decidió que había llegado el momento de jugar el todo por el todo.
El examen de Jo-Jo no presentó la menor dificultad y, como otras veces, Legge y yo salimos del cuarto y Len retrocedió hacia la puerta. Una vez allí, trató de quitarse de encima al mono, pero tan pronto como lograba zafar una mano del hombro, el lugar de esta era ocupado por un pie, o, lo que era más amenazador, por un potente par de mandíbulas. Trajimos uvas, plátanos y albaricoques. Jo-Jo no se dejaba sobornar. Si Len quería salir del Cuarto, tendría que hacerlo con el gorila.
"Déjame probar a mí", dijo Legge, y volvió a entrar.
Ahora le tocaba moverse con la carga hasta el umbral de la puerta y ahí, mientras hablaba con suavidad y acariciaba la cabeza del mono, intentó librarse de él. Imposible. Pasó media hora y llegó el momento de hacer otro intento. Se llamó a Matt Kelly. Jo-Jo se pasó a sus brazos como un corderito; sin embargo, cuando Matt trató de quitárselo de encima perdió algo de cabello, un bolsillo y todos los botones de la camisa, pero no al gorila.
Estábamos en un brete. La solución parecía ser una dosis de narcótico, pero no se podía usar el fusil de dardos ni inyectar tranquilizante, porque existía el riesgo de enfurecer a Jo-Jo. El único medio práctico de administrar la sustancia era la boca. En la tienda de alimentos inyecté una fuerte dosis de fenciclidina en la pulpa de un plátano sin pelar. Jo-Jo prefiere hacerlo él mismo.
En la casa de los monos, Matt estaba de mal humor sentado en el suelo, abrumado por el amoroso montón de gorila agarrado de él. Para dar plátanos drogados a los monos o salchichas con sustancias químicas a los lobos, o panes huecos rellenos de medicina a algún hipopótamo suspicaz, hay una regla que se debe observar siempre: ofrézcase antes un artículo del mismo tipo, pero en estado natural. Di a Jo-Jo un plátano normal. En seguida le ofrecí el caballo, o mejor dicho, el plátano de Troya. Jo-jo lo tomó, lo peló y se preparó a echárselo en la boca. De repente, del fondo de su mente emergió un generoso impulso o, lo que es más posible, según sospecho, un barrunto de que se estaba urdiendo algo en su contra. Frunció gentilmente los labios y, al son de suaves arrullos, metió firmemente la fruta entre los labios de Matt. El jefe de guardas empezó a atragantarse, pero jo-Jo estaba decidido a que se la comiera. Yo estaba horrorizado. Si Matt engullía la fruta quedaría inconsciente en diez minutos y, lo que es peor, podría sufrir después durante días fantasías eróticas y sensaciones de ardor en las extremidades.
"¡Escupe el plátano, por Dios!" grité. "¡No lo vayas a engullir!"
Matt escupió como desesperado. Jo-Jo, claramente sorprendido de semejante ingratitud trató de meter pedacitos de pulpa nuevamente en la boca de Matt; pero en lo que a Jo-Jo respecta, no comió ni un trozo de la fruta ni tampoco aceptó otros alimentos.
Finalmente, dado que ya estaba bien entrada la noche, se decidió que Len relevara al pobre Matt. La transferencia se efectuó sin dificultades, pero una vez más Len no pudo salir del cuarto.
Por último se decidió dejar a Len en la casa del gorila. Se le llevó una silla, comida y se puso fuera un radio de transistores. Cuando Legge volvió a medianoche, Jo-Jo seguía cómodo e inamovible en su lugar. Len intentaba dormir. Finalmente, a las 7 de la mañana, Jo-Jo se abandonó a los brazos de Morfeo. Len pudo entonces depositarlo suavemente en el suelo, salir del cuarto y cerrar.
Nunca más volvimos a establecer contacto directo con los dos gorilas. En la actualidad son adultos y, cuando necesito examinarlos, recurro al fusil de dardos. Sin embargo, todos recordamos con afecto los felices días que pasamos jugando con una pareja de gorilas bebés. Como en el caso de los niños, es una lástima que tengan que crecer.
LO MÁS EMOCIONANTE
DE TODOS los viajes que he hecho como profesional al extranjero, el más trascendental fue quizá el que realicé a China, adonde me invitaron a estudiar durante dos semanas acupuntura animal e inspeccionar colecciones zoológicas.
Presencié una operación de cirugía abdominal en un caballo anestesiado con dos largas agujas, una de ellas insertada encima de la rodilla de la mano izquierda, y otra en esa misma mano pero abajo de la rodilla. Una vez colocadas las agujas exactamente en su sitio, se conectaron con alambres que salían de un generador de corriente alterna. Se puso a trabajar el generador y unos pequeños músculos cercanos a las agujas, empezaron a contraerse. Mi adiestramiento occidental me decía que era imposible que aquellas dos agujas y la caja eléctrica que zumbaba junto a la cabeza del caballo pudieran eliminar todo dolor, en una área diferente, y tan retirada. Pero el costado del caballo fue abierto hasta descubrir las capas musculares sin que el animal pestañeara.
Volví convencido de que en la medicina veterinaria occidental hay sitio para la acupuntura. Si trabajaba con animales pequeños, como perros y gatos, podría experimentar con las agujas en condiciones difíciles de resolver mediante los métodos ortodoxos. Entre las áreas ideales de investigación se hallaban las enfermedades nerviosas, los ataques, la parálisis, la artritis y las enfermedades de la piel. Pero ¿cómo usar esas técnicas en animales de zoológico?
Estudié los diagramas de la vaca, el caballo y el hombre, que junto con un juego de agujas y una pequeña máquina eléctrica, había traído de China, y me di cuenta de que el punto de inserción de una aguja para tratar una enfermedad específica o anestesiar cierta zona, se encuentra en la misma posición anatómica correspondiente de cada una de las tres especies. En consecuencia, intenté trasladar los puntos de acupuntura de la vaca, el caballo y el hombre a mis pacientes.
Poco después de mi retorno de China se me presentó el primer caso. Eddie, una joven jirafa del Real Parque de Safari de Windsor, había sufrido periódicamente artritis crónica en los cuatro tobillos desde pequeña. Las articulaciones de Eddie daban pena: hinchadas, recubiertas de tejido de cicatrización y con tendencia a producir dolores que impedían moverse al animal. Le habíamos aplicado toda clase de tratamientos, desde cataplasmas y cortisona hasta tratamientos de oro y algunas drogas antiartríticas nuevas; pero nada tenía un efecto duradero. En consecuencia, decidí darle cinco sesiones de acupuntura de 20 minutos, con intervalos de una semana, utilizando los puntos de su organismo equivalentes a los usados por los chinos para la poliartritis del ganado.
Con unos suculentos ramos de roble atrajimos a Eddie hasta un corral donde no podía ni volverse ni retroceder. Con auxilio de una escalera subí hasta donde pude localizar en la caja torácica los dos puntos indicados. Desinfecté la piel, inserté las delgadas agujas a una profundidad de dos o tres centímetros y las conecté con los dos alambres que conducían al generador, movido por una diminuta batería.
Tenso por el nerviosismo, di la vuelta al interruptor. Una lucecita roja empezó a encenderse y apagarse en la caja. Ajusté el control de frecuencia de acuerdo con las instrucciones que había recibido en China, y los músculos de la piel de Eddie empezaron a contraerse entre las dos agujas. Eddie continuó masticando las hojas de roble. Veinte minutos después apagué el aparato. La jirafa se alejó cojeando.
Al cabo de tres días el guardia comunicó que había observado una evidente mejoría en el modo de andar del animal. Yo no quería ni siquiera abrigar la esperanza de que la acupuntura hubiera surtido efecto, pero al cabo de una semana no cabía duda de que Eddie caminaba mejor y me parecía que sus articulaciones ya no estaban tan grotescamente hinchadas. Repetí el tratamiento.
A la semana siguiente no me quedaba ni sombra de duda. Las articulaciones mejoraban. En el momento de suspender el tratamiento ya habían recuperado casi su tamaño normal y la jirafa se movía con gracia, sin la menor sombra de cojera. El problema era saber si la artritis se repetiría, como había sucedido, al cesar otras formas de terapia. Esperamos. Pasaron una, dos, tres semanas. Dos meses después las articulaciones seguían bien. Al cabo de cuatro meses nos pareció justo decir que se había registrado una notable recuperación.
EN OCASIONES he fracasado, pese a mis esfuerzos, en la cura de un paciente, pero junto a los momentos de desesperación las criaturas que he podido ayudar, desde tortugas hasta elefantes, me han proporcionado otros buenos. Mi verdadera recompensa es constatar el pulso cada vez más firme en un gorila que se recupera de un ataque de pulmonía, o ver que el ojo del cocodrilo ha dejado de ser una masa tumorosa y ensangrentada para observarlo a uno fija y malignamente a través de una córnea límpida.
Todos los días veo algo nuevo en el vasto mundo de los animales exóticos. Todos los días compruebo cuán poco sé realmente acerca de sus innumerables enfermedades. Hay mucho que hacer, muchos problemas por resolver. ¿Qué secreto encierran la mortal enfermedad hepática de los guepardos y la hepatitis de los delfines? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de tantas de las enfermedades no estudiadas de reptiles y anfibios?
Desconozco la respuesta a estos y a muchos otros interrogantes. Es probable que nunca la conozca, pero buscarla es lo más emocionante de mi vida.
CONDENSADO DE "ZOOVET" © 1977. 1976 POR DAVID C. TAYLOR. PUBLICADO POR GEORGE ALLEN & UNWIN LTD., LONDRES (INGLATERRA). FOTO: ESTUDIO FOTOGRÁFICO DE CLIVE COVENEY.