TIEMPO EXTRA (John Wyndham)
Publicado en
febrero 21, 2017
I
Una persona, al despertar, debería en mi opinión volver solamente a la coordinación, de otro modo nota como si hubiese alguna parte de él que no hubiera regresado a tiempo.
Y también hay otra cosa que me disgusta: se trata del brusco golpear del codo de una mujer —bueno, es decir, del codo de cualquier persona— entre mis costillas, y más particularmente si ocurre que esa mujer es mi esposa. Después de todo, aprender a no obrar de ese modo es parte de las obligaciones de una cónyuge.
En aquellas circunstancias mi respuesta salió bien clara de lo más hondo de mi subconsciente.
—¡Bueno, no es para tanto! —exclamó Sylvia—. Sé que soy sólo tu mujer, George, pero… ¡bueno, no es para tanto!
El espacio de tiempo entre causa y efecto se puso al corriente dentro de mi ser.
—Lo siento —dije—. Pero, santo cielo, de todas maneras, ¿qué es lo que pasa?
—No lo sé —reconoció Sylvia—. Pero tengo el presentimiento de que algo va mal.
—¡Oh, diablos! —exclamé, y encendí la luz.
Naturalmente, todo tenía el aspecto normal de costumbre.
—¿Intuición? —sugerí.
—No es necesario que te burles de mí, George. ¿No te acuerdas de aquel domingo en que supe que íbamos a tener un accidente con el coche?
—¿Qué domingo? Han habido tantos… —respondí.
—Oh, el domingo en que lo tuvimos, claro. Sentí lo mismo exactamente que estoy sintiendo ahora.
Me senté en la cama. El reloj de pared era también un regalo de bodas. Al cabo de un rato calculé que trataba de señalar las 3.15 de la madrugada. Me puse a escuchar. Por ninguna parte se oía nada. Sin embargo, ya saben ustedes lo que es la intuición.
—Supongo que será mejor que eche un vistazo. ¿Dónde creíste que ocurría? —le pregunté.
—¿Que ocurrió el qué? —contestó ella.
—Lo que has oído.
—Pero yo no oí nada. Te dije… presiento que algo va mal… o que ocurre algo malo.
Me relajé y me arrellané en la almohada.
—¿Debería hacer algo acerca de eso? —pregunté.
—¿Qué puedes hacer? Es sólo un presentimiento.
—¿Entonces por qué diablos…? —empecé.
En aquel momento la luz se apagó.
—¡Mira! —exclamó Sylvia triunfante—. Lo sabía.
—Bueno. Bien, eso era entonces —dije, y me volví a tapar con el embozo.
—¿Es que no vas a echar un vistazo? —preguntó ella.
—Un posible fundido puede esperar hasta mañana… aun cuando tú hubieses guardado mi linterna eléctrica en el sitio —contesté.
—Pero puede que no sea un fusible —dijo ella.
—Al infierno con todo —murmuré, volviéndome a poner cómodo.
—Yo creí que te gustaría averiguar… —sugirió ella.
—No me gusta. Sólo quiero dormir —dije.
II
Cuando volví a despertar la mañana era hermosa y brillante. El sol entraba a raudales transformando el color de parte de la pared opuesta en un tono de oro pálido. Me desperecé un poco dentro de aquel cálido confort y extendí la mano en busca de un cigarrillo. Mientras lo encendía me acordé de la luz. Di al interruptor una y otra vez sin resultado. Aquel gracioso reloj eléctrico de pared aún parecía marcar las 3.15. Mi reloj de pulsera marcaba las siete de la mañana. Permanecí boca arriba, disfrutando las primeras bocanadas de humo del cigarrillo.
Sylvia seguía durmiendo. Tuve la tentación de darle un codazo en sus costillas para variar. Pero ella mientras duerme forma una figura decorativa y llena de paz y tranquilidad. Precisamente entonces, ella dijo:
—Ugh —y se subió las sábanas hasta los oídos—. Mi mujer no es de las que saludan el alba con un grito de alegría.
En aquel mismo instante se me ocurrió a mí, que algo raro había aquella mañana… una especie de ambiente de fiesta general. De ordinario se oyen una serie de sonidos como fondo, el tráfico de la calle principal, un coche que pasa ocasionalmente por delante de nuestra casa, las botellas de leche al sonar unas con otras y un sentido general de actividad. Esta mañana todo eso faltaba… incluso el canto de los pájaros. Un conturbador aire de paz se extendía por toda la vecindad. Cuando más escuchaba, más antinatural parecía. Por último me vi obligado a levantarme y acercarme a la ventana. Tras de mí Sylvia murmuró y se tapó más todavía con las sábanas.
Creo que permanecí mirando por la ventana varios minutos antes de volverme. Entonces dije:
—Sylvia. Ocurre algo muy raro.
—Ugh —contestó ella.
Dejando caer la afirmación, le dije:
—Ven y echa un vistazo. Si tú no te das cuenta también, es que yo debo de estar volviéndome loco.
El tono de mi voz penetró en ella y abrió los ojos.
—¿Qué es?
—Ven y lo verás —repetí.
Bostezó, se destapó y salió de la cama. Calzóse unas zapatillas decoradas con plumas por alguna incomprensible razón femenina y envolviéndose en una bata caminó vacilante cruzando la habitación.
—¿Qué…? —comenzó. Luego de pronto se quedó muda y estática, con la vista fija.
Vivimos en una urbanización. Es hermosa, con gente agradable. Las casas son parecidísimas, todas con sus garajes y jardines. No son grandes, como tampoco lo son los jardines, aunque sí lo bastante para que los maridos tengan trabajo ocupándose de arreglarlos. Nuestro edificio se alza en una ladera y desde la ventana del dormitorio podemos ver la parte posterior de una fila similar de casas cuya fachada principal da a una calle paralela a la nuestra, con jardines posteriores que suben ascendentes hacia nosotros. El extremo de nuestro jardín queda separado del final del opuesto por una alta cerca de madera que va continuando a lo largo de las demás propiedades. A través de los tejados de las casas opuestas, podemos ver la masa apiñada de las zonas industriales lejanas. En los días despejados vemos hasta muy lejos, hasta las bajas colinas donde casas similares a las nuestras se alzan entre árboles y jardines; pero más a menudo, las dos áreas residenciales están ocultas una de otra por la espesa bruma producida por el humo que se les interpone. No es, quizás, un panorama inspirador el de las altas chimeneas, las torres municipales y las panzudas partes posteriores de los cines, pero nos da una sensación de espacio y nos hace poseer una amplia zona de cielo. Lo malo en aquella mañana era que nos proporcionaba muy poquita cosa más.
Por debajo de nosotros se veía nuestro jardín y los macizos florales. Luego la cerca que separa el huerto del jardín. Allí las filas de judías, guisantes y coles, deberían haber seguido bajando hasta pasar un peral a la izquierda y un ciruelo a la derecha y llegar hasta el departamento de las frambuesas y demás. Pero no era así. Comenzaban… pero a mitad de camino había un borde de tierra arenosa y parda en la que una hierba áspera crecía alta en retazos pequeños y en grupitos solitarios. Era como una tierra de dimas excepto que carecía de ondulaciones perceptibles y se extendía largamente, ondeando en la lejanía hasta que se encontraba con las colinas verdes y parduscas.
Miramos hacia allá en silencio durante un ratito. Luego Sylvia dijo con voz sofocada:
—¿Se trata de alguna especie de broma, George?
Sylvia tiene dos reacciones tipo ante cualquier clase de sorpresa desagradable. Una es, que si esta sorpresa fracasa en el intento de divertirla debe ser un chiste de cualquier especie. Y la otra, en lo que a ella concierne, yo debo de ser el responsable de tal acto. Yo no pretendo saber que ella pensase qué es lo que pude realizar con el fin de evaporar todo un panorama, pero fui capaz de replicar con la verdad, diciendo que no podía haber nadie más sorprendido que yo.
Entonces ella emitió una especie de respingo y salió corriendo de la habitación.
Permanecí donde me hallaba, mirando hacia fuera. A la izquierda se veía el jardín de los Saggitts, paralelo al nuestro, e interrumpido de la misma manera peculiar. Más allá estaba el de los Drury… por lo menos parte de él, porque no sólo estaba interrumpido en la línea con el nuestro, sino que no se veía más que una franja de unos dos metros de ancho; más allá estaba el suelo arenoso.
Sylvia volvió con expresión asustada.
—Ocurre lo mismo delante —dijo—. Está allí el jardín y la mitad de lo ancho de la acera… luego el mismo terreno y la mitad del garaje ha desaparecido.
Alcé la persiana y miré hacia la derecha.
Desde aquel ángulo podía mirar hacia el techo del garaje.
Parecía bastante normal.
Entonces vi lo que ella quería decir.
—Lo que ha deparecido es la mitad del garaje de los Gunners… —dije.
Y era verdad.
El techo de su garaje trepaba hasta un par de dedos o tres sobre el borde y luego se detenía como si lo hubiesen cortado como si fuera una rebanada de queso. Donde el resto de la construcción debía haber estado… y donde también debía haber estado la casa de los Gunners, briznas de hierba se mecían bajo la suave brisa.
—Gracias al cielo —exclamó Sylvia. No de manera poco caritativa, comprendan, sino que, después de todo, agradecía que no nos hubiese pasado a nosotros, ya que hacía muy pocas semanas que teníamos el nuevo coche descapotable.
—Debemos de estar soñando —dije, un poco tembloroso.
—No puede ser que soñemos los dos a la vez —objetó ella.
Eso, claro, era discutible, pero no valía la pena hacerlo por el momento, así que contesté:
—Bueno, yo sueño contigo, ¿o eres tú quien sueña conmigo?
Me puse algo de ropa apresuradamente y salí para ver lo que podía averiguar.
La parte delantera estaba como Sylvia dijo. Caminé por el sendero, abrí la puerta y salí a la acera reducida a la mitad.
El borde donde empezaba el suelo arenoso parecía como si hubiese sido cortado con un cuchillo afilado. Me incliné para miradlo más estrechamente… y recibí un fuerte golpe en la cabeza. Recibí o me di un fuerte golpe en la cabeza.
Fue tan inesperado que retrocedí ligeramente. Entonces extendí la mano para ver lo que me había golpeado. Mis dedos hallaron una superficie lisa que ni era caliente ni fría y parecía tan sólida como la roca.
Levanté la otra mano y palpé otros cuantos palmos cuadrados de aquello. Me asustó un poco porque, aunque era poco familiar, tenía un parentesco muy próximo con lo conocido. No tenía uno más que imaginarse una lámina de vidrio con una superficie perfecta reflexiva…
No pude tocar el suelo arenoso y la hierba de más allá. La pared transparente se alzaba desde la mismísima línea en donde terminaban las cosas normales. Mientras permanecía allí agachado mirando a través del cristal, advertí una cosa rara… la hierba de más allá oscilaba; sin embargo, no notaba ni la menor agitación en el aire que me rodeaba.
Al cabo de un momento me dirigí al garaje.
Allí tomé el más pesado de mis martillos y encontré una vieja lata medio llena de sucia gasolina.
Otra vez fuera, arrojé el contenido de la lata a la pared transparente. Fue muy raro el modo en que el líquido salpicó de repente en medio del aire y comenzó a caer formando regueros.
Entonces así con fuerza el martillo y pegué duro.
El martillo rebotó y vibró en mis dedos con tal fuerza que lo dejé caer. No hubo otro resultado perceptible.
Cuando investigaba en la parte trasera de la casa, descubrí que en la misma barrera invisible terminaba lo que quedaba de jardín… y con un efecto extraño, porque allí parecía cortar por la mitad un ciruelo, de modo que, visto lo más cerca que pude, todo el tronco y la copa tenían un dorso plano como si fuese un pedazo de decorado teatral. Deseé poder dar la vuelta para ver qué aspecto tenía desde la parte de atrás, pero el muro transparente me lo impidió.
En una burda inspección calculé que la zona de normalidad encerrada por aquellas paredes sería un cuadrado aproximado de setenta metros. Más allá de esto, en todas direcciones, se extendían las dunas informes… imprecisas, es decir, excepto las colinas distantes que ocupaban precisamente la misma posición que en nuestro panorama. No mucho más enterado, regresó a la casa.
Sylvia, que se siente capaz de enfrentarse a cualquier cosa después de haber tomado una taza de café, maldecía la cocina porque no funcionaba.
—Oh, eres tú. ¿Puedes arreglar ese plomo, el fusible? —me pidió.
—Bueno… —Comencé a responder dudoso. Luego fui y miré la caja de los fusibles. Como me había esperado, estaba todo en perfecto orden. Así lo dije.
—No digas tonterías —contestó Sylvia—. No hay nada que funcione.
—Al contrario, todo funciona —dije—. Aunque sólo… De todas maneras, la cuestión es, ¿de dónde va a venir la energía eléctrica?
—¿Cómo voy a saberlo yo…? —respondió. Entones captó el concepto. Volvió a abir la boca, pero fracasó al intentar buscar algo que decir y se quedó plantada mirándome.
Sacudí la cabeza.
—Iré a ver a los Saggitts —dije.
No es que yo esperase que los Saggitts fuesen de mucha ayuda, pero uno comenzaba a tener la sensación de que la compañía de cualquiera seria cosa conveniente.
Doug Saggitts es un poco más viejo que yo… cuarenta y siete años, quizás cuarenta y ocho. Excesivamente gordo. Es difícil deducir por qué Rose se casó con él, teniendo únicamente veintiún años y siendo un apetecible bombón. En la vida suceden cosas así cada día.
Me parece que algunas chicas, quizás cuando están medio despiertas por la mañana, dan alguna especie de codazo a la fuerza vital. «¿Eh?», dice la fuerza vital. «Ya es hora de que te cases». «¿Quién, yo?», dice la muchacha. «Claro, tú… y alguna otra persona, naturalmente», contesta la fuerza vital. «Pero yo quiero divertirme mucho antes», responde la muchacha. «Quizás sí… pero quizás no», dice ominosamente la fuerza vital. «Pudiera ser que mañana perdieses el juicio, o una pierna en un accidente de coche, o…». Después se sigue de esa manera durante un rato hasta que la muchacha queda paralizada de miedo, echa a volar frenética y se casa con un Doug Saggitt. Al cabo de una temporada ella descubre que ella no ha perdido el juicio y sigue teniendo dos piernas, que no se ha divertido y que además posee a Doug Saggitt, y empieza a preguntarse si Doug Saggitt era después de todo lo que tenía en su mente la fuerza vital. Es sólo una teoría, pero me hace decir: «Ahora me doy cuenta por qué se casó ella con él».
De todas maneras, me fui hasta su casa y oprimí el botón del timbre de llamada.
Perecía como, fuese lo que fuese aquello, nosotros y los Saggitts estuviésemos en ello juntos… y a solas, porque la barrera transparente del costado de ellos, pasaba a través de la casa de los Drury, incluyendo nuestro zona. Mirando aquello un ratito mientras esperaba, calculé que, como el ciruelo y las otras cosas que cortaba la barrera, debía quedar pegado a la superficie invisible por una especie de magnetismo.
Volví a llamar, tirando por segunda vez de la campanilla. Al poco oí sonido de pisadas en la escalera y se abrió la puerta. Una mano sacó unas cuantas monedas envueltas en un pedazo de papel escrito. Se movió impaciente cuando rehusé la oferta.
La puerta se abrió algo más y apareció la cabeza de Rose.
—Oh —exclamó—. Creí que usted era el lechero. ¿Qué diablos es? —se interrumpió bruscamente. Se le desorbitaron los ojos cuando vio el panorama que había detrás de mí.
—¿Qué… qué ha ocurrido? —balbuceó.
—Por eso es por lo que yo quería ver a Doug —le dije.
—Todavía duerme —contestó con vaguedad, aún mirando con fijeza hacia donde debería de estar el otro lado de la calle.
—Bueno… —Comencé. Entonces Sylvia cruzó corriendo.
—George —dijo, con una nota acusadora—. El gas tampoco funciona.
—¿Te sorprende? Mira hacia donde debería estar el gasógeno —contesté señalando en dirección a las dunas.
—¿Pero cómo vamos a poder preparar el desayuno?
—No se puede —reconocí.
—Parece ridículo. Tienes que hacer algo, George.
—¿Y qué diablos supones que puedo hacer ahora?
Sylvia me miró y luego se volvió a Rose con una expresión de profundo sentimiento.
—¿Verdad que los hombres son inútiles? —preguntó con una voz que no necesitaba respuesta.
Rose todavía estaba mirando en su tomo con un azoramiento resentido.
—Si usted despierta a Doug, quizás podamos celebrar una especie de conferencia referente a esto —dije.
Sylvia y yo quedamos esperando en la sala de estar.
No fue una espera cómoda, Sylvia estaba representando su numerito de la gallina clueca… esa clase de papelitos que consiste en sumirse en un silencio redondo, manteniendo extendidas todas las plumas como si fuesen las espinas de un puerco espín. En aquel juego yo solía ser el estúpido perrito foxterrier, pero ahora no quise.
Ignoro lo que la irritó más.
Doug apareció en bata, con la barbilla temblorosa y su cabello en el otro extremo de la cabeza… bueno, el cabello que le quedaba.
Rose le seguía. Por alguna oculta razón, había elegido ponerse la más bonita bata de cuantas tenía.
—¿Qué diablos ocurre? —preguntó Doug.
—Escuche —dije—. Antes de que vayamos más lejos, quiero que todo el mundo deje de ladrarme como si yo fuese culpable. Usted verá lo que ha pasado y una vez lo haya visto sabrá tanto como yo.
—No hay energía eléctrica, ni gas —murmuraba Sylvia, con aire de agravio.
—Y el lechero se ha retrasado —añadió Rose.
—¡Retrasado! —repetí impotente, y me senté.
—Hoy nos quedamos sin leche —dijo Doug.
—Bueno, si ustedes los hombres no hacen nada… —dijo Sylvia descolgando el teléfono.
La miré, fascinado.
¿Han visto ustedes alguna vez a una mujer gravemente insultada por un instrumento en perfecto silencio? Resulta bueno. Crispó la boca y salió de la habitación con una especie de decisión de amazona capaz de luchar contra cualquier cosa.
Hubo una pausa mientras miré a Doug y él a su vez me miraba a mí. Por último:
—¿Qué ocurre? —dijo con aire divertido. Señaló con la mano la ventana—. ¿Qué es esto, George? ¿Dónde está…?
Le interrumpió el regreso de Sylvia. Sus ojos estaban ligeramente húmedos y sujetaba un pañuelito apretándolo contra su nariz. La cólera había dado paso a su azoramiento. Incluso se le veía un poco asustada.
—Hay ahí una pared… sólo que no se ve —dijo ella.
—¿Pared? ¡Cáscaras! —exclamó Doug.
—¿Cómo se atreve? —saltó Sylvia, recobrándose con rapidez.
Doug salió para ver por sí mismo.
—Ahora —dije cuando volvió—, ya sabe usted tanto como yo. ¿Qué vamos a hacer?
Hubo una pausa.
—No tengo pan y supongo que el panadero tampoco vendrá —dijo Rose con tristeza.
—Creo que nosotros sí que tenemos una barra extra, querida —le contestó Sylvia consoladora.
—Es usted muy amable, Sylvia… ¿pero está segura que podrá desprenderse de…?
—¡Por todos los cielos! —exclamé casi gritando—. Estamos aquí, ocurriendo a nuestro alrededor la cosa más monstruosa y sorprendente que pueda suceder, y de todo lo que ustedes se preocupan es del pan y del gas.
Los ojos de Sylvia se contrajeron un poco. Entonces recordó que no estábamos solos.
—No es preciso que me grites. ¿Qué sugieres que hagamos? —dijo con tono impertinente.
—Esa es la cuestión… todavía no —dije—. Lo primero es descubrir lo que ha ocurrido. Entonces quizá podamos comenzar a hacer algo. ¿Tiene alguno de ustedes alguna idea aproximada?
En apariencia nadie la tenía. Doug se acercó a la ventana y permaneció allí mudo, sin inspiración, mirando las millas vacías de dunas. Sylvia y Rose se sentaron con femenina subordinación.
—Tengo una teoría —sugerí.
—Que sea buena —dijo Doug con tristeza—. De todos modos, explíquela.
—Me parece que somos sujetos involuntarios de algún ensayo o experimento —sugerí.
Doug sacudió la cabeza.
—Si «involuntariamente» significa lo que me parece, no es la palabra adecuada. Me doy perfecta cuenta de todo esto.
—Lo que quiero decir es que alguien intentó su experimento, y ocurrió que nosotros estábamos aquí cuando se efectuó el ensayo.
—¿Experimento? Se refiere usted a dejar caer una bomba atómica o cosa por el estilo que terminó con todo excepto con nosotros, ¿no? Porque…
—No —contesté con sequedad.
Proseguí explicando mis puntos de vista. Aunque todo rastro de edificios se había desvanecido, la configuración del suelo era prácticamente la misma. Parecíamos hallarnos dentro de una especie de caja invisible de vidrio. Con certeza había paredes a todo nuestro alrededor y probablemente, puesto que el aire estaba tan en calma, también un tejado… Eso lo podríamos comprobar más tarde.
Todo, dentro del área circunscrita, no había sufrido el menor cambio… todo lo exterior, excepto la disposicióngeneral de la tierra habia sido alterada. Oh, podía ser al contrario. Ahora los contenidos de la caja invisible eran perfectamente extraños a sus alrededores; de eso se deducía que debían haber sido trasladados de alguna parte hasta otro lugar. Pero la evidencia era que permanecían quietos en el mismo sitio aunque no tuviesen un aspecto familiar. Por tanto, puesto que ellos no habían sido trasladados en el espacio, el único medio del que podían haberse movido era en el tiempo.
Esta maravilla de razonamiento tranquilo y lógico, me di cuenta, fue recibida con un silencio que duró algunos instantes. Entonces Doug dijo:
—Si una bomba atómica, o varias, hubiesen sido disparadas y nosotros estuviéramos protegidos por esta capa de vidrio o lo que sea…
—Entonces ahí fuera no habría hierba crecida —terminé por él—. No. Lo que debe haber pasado es que en cierto modo esta zona circunscrita fue arrancada a través de otra dimensión y llevada a otro sector del tiempo… probablemente lo que podríamos llamar el futuro. No veo otra cosa que pueda explicar la situación.
—Humm —exclamó Doug—. ¿Y usted piensa que eso lo explica?
Hubo una pausa. Sylvia dijo en tono conversacional a Rose:
—Mi marido lee las publicaciones más atractivas, querida.
Se refieren a chicas que cruzan las profundidades del espacio… sea lo que sea este espacio… sólo con braguitas ysostén. Y de galaxias buenas que luchan contra seres de galaxias malas y esas cosas tan chocantes llamadas mutantes o robots o algo por el estilo, y de hombres guapísimos que salen en patrullas espaciales para hacer un viaje de unos cuantosaños de luz. Muy interesante. Y los títulos también son interesantísimos. Tenemos Relatos Impresionantes, Historias Científicas, Narraciones asombrosas. Ciencia ficción maravillosa, terrible…
—Escuchen —dije con frialdad—. Quizás a ustedes dos les guste explicar lo que pasa aquí basándose en las pistas que hayan recogido La revista de la mujer, Confesiones íntimas, Amor, siempre amor, Aventuras de Don Juan. Oh, Revista del desengaño, ¿verdad?
—Por lo menos en esas publicaciones hay historias de cosas que Pueden ocurrir —dijo Sylvia con tono igualmente impertinente.
—Euclides dijo ya todo lo necesario acerca de triángulos en su primer libro… y llegó a algunas conclusiones.
—Bueno. ¿Dónde colocas tus revistas de historias sobre cosas que nunca pueden ocurrir? —me respondió Sylvia.
—No lo sé. Lo que sí sé es que una de esas cosas que «nunca pueden ocurrir» nos está pasando ahora. ¡Mira! Y cuando yo trato de comprender las cosas, tú te muestras burlona…
—¡Burlona! —exclamó Sylvia—. Me gusta. Me estaba explicando Rose. Oh, si alguien se burlaba…
—Sí —asintió Rose, como si respondiese a una pregunta.
Nos retiramos de momento a nuestros rincones en espera de otro asalto. Doug intervino:
—¿De veras cree usted realmente que aquí puede haber sucedido alguna clase de retorcimiento tetra-dimensional?
Asentí, contento de volver a la cuestión que debatíamos.
—Bueno, una especie de retorcimiento en otra dimensión —asentí—. Tiene que haber sido eso.
—¿Qué es una cuarta dimensión? —preguntó Rose.
Traté de explicárselo:
—Es… bueno, una especie de extensión en una dirección que no podemos percibir. Supóngase que usted vive en un mundo de dos dimensiones; sólo se dará cuenta de lo ancho y de lo largo. Y supóngase que usted se encuentra en un plano país, un, cuadrado.
—¿El qué?
—Nada. Sólo un cuadrado.
—Oh —exclamó Rose, con algunas reservas.
—Bueno, el cuadrado puede ser en realidad la superficie base de un cubo… sólo que usted no será capaz de percibir el resto del cubo. Ahora, si alguien del exterior coge el cubo, lo levanta y lo baja de algún lugar distinto a aquél, en lo que a usted respectase sería como si ese cubo se hubiese desvanecido de repente y luego reapareciese en un lugar distinto. Se encontrará usted perdida e incapaz de comprender las cosas.
—Bueno, eso me pasa. ¿Y qué? —asintió Rose.
Me pregunté con excitación por qué los hombres se casan con mujeres tan tontas.
—¿No lo ven ustedes…? —empecé pacientemente. Pero Sylvia interrumpió:
—No lo vemos. Lo que es más, no percibo que el comprenderlo hiciese las cosas distintas.
—Bueno, prácticamente, con exactitud, no —reconocí.
—Bien, entonces —ella se volvió a Rose—. ¿No tiene usted cocina de petróleo, querida? —inquirió. Rose asintió y siguieron hablando juntas.
Miré a Doug y sacudí la cabeza.
—Lo malo son las mujeres… —Comencé.
—Sí, sí —dijo Doug apresuradamente—. Pero esa teoría suya… ¿lo dice usted en serio?
—Claro. ¿Qué otra cosa podría ser? Calculo que esta sección con nosotros dentro, de algún modo ha sido alzada… transportada quizá hacía varios años dentro del futuro. Tiene que ser el futuro, porque este aspecto no pudo haberlo tenido el pasado.
—Es difícil de tragar —dijo Doug—. ¿Acaso dice usted que las cosas son como en esas revistas de las que hablaba Sylvia?
—Es posible —contesté con irritación—. La cosa es que algo, en algún lugar, alguien está inevitablemente tratando de captar un pedazo del pasado. Admito que uno de esos ensayistas ha tenido éxito… y ocurrió que nosotros estábamos en el tiempo y lugar que él captó.
Volvió a musitar acerca de lo difícil que era detallar todo aquello, luego añadió:
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Me imagino que vendrá alguien comprobando qué tal ha ido el experimento. Lo más probable es que no seamos capaces de aprender mucho… Ellos estarán adelantadísimos. Querrán saber todo acerca de nosotros y nuestros tiempos, claro, pero puede que no sea tan fácil. Me parece que el idioma habrá cambiado muchísimo.
—¿Tendremos que dibujar diagramas del sistema solar y todo eso?
—¿Por qué? —dije algo sorprendido.
—Bueno, porque… oh, no, claro, eso es cuando se llega a otros planetas, ¿no?
Al cabo de poco tiempo Sylvia y Rose volvieron trayendo café. El aroma y el calor aumentaron la amabilidad del medio ambiente. Doug, sorbiendo el contenido de su taza, dijo:
—George cree que vamos a tener visitantes.
—¿De dónde? —preguntó Rose interesada.
Aquella chica tenía el don endiablado de hacer las preguntas más idiotas.
—¿Cómo…? —Comencé. Entonces me detuve. Estaba sentado ante la ventana y capté algo que se movía en uno de los valles poco profundos. No pude distinguir la causa, pero era evidente que algo alzaba una movible nube de polvo.
—Podría estar en camino ahora mismo —dije.
Todos nos apiñamos en la ventana para mirar. La cosa, cualquiera que fuese, no iba a gran velocidad, pero se encaminaba hacia nosotros.
—En los libros de George estos seres tienen siempre cabezas enormes sin pelo —dijo Sylvia reflexivamente.
—Oh, qué horrible —exclamó Rose, y yo pensé que Doug parecía algo dolido.
—Me pregunto qué clase de cosas querrán saber —dijo—. Será como una especie de examen para el que no nos hemos preparado.
—Es preferible que nos pongamos más más adecuado —dijo Sylvia.
—Santo cielo, es verdad —asintió Rose—. Y tú, Doug, tienes que peinarte y afeitarte.
—Tampoco te afeitaste tú, George —me dijo Sylvia intencionadamente.
—Miren ustedes —dije—. Estamos al borde de uno de los encuentros más asombrosos de toda la historia del mundo y sólo piensan en… ¡Oh, de acuerdo, pues…!
III
El objeto en movimiento estaba todavía a varias millas de distancia cuando hube terminado en el cuarto de baño. Pero ahora lo podía ver con más claridad: era una especie de caja larga aplastada con una cubierta transparente que reflejaba la luz de cuando en cuando.
No se movía a más de treinta y cinco o cuarenta kilómetros por hora, estimé, pero viajaba con mucha suavidad sobre un terreno tan accidentado.
De su parte inferior salía demasiado polvo para que pudiese apreciar cuáles eran sus medios de sustentación.
Me reuní con Sylvia. Se había puesto un vestido azul de lana suave que le sentaba perfectamente bien. Su expresión de satisfacción, sin embargo, estaba algo modificada al verme.
—¡Bueno, George! No puedes ir por ahí de esa manera.
—¿Y para qué diablos utilizaste la hoja de afeitar de mi maquinilla, contéstame? —pregunté.
Ella pensó un rato.
Luego contestó:
—¿Y qué otra cosa podía hacer? No hay electricidad. Agua fría, jabón corriente. De todas maneras, fue idea tuya.
Sylvia aspiró una bocanada de aire, pero en aquel momento la voz de Doug llegó desde el exterior:
—¡Eh! Están a punto de llegar aquí, George.
Bajé y me uní a él. Caminamos ascendiendo por lo que quedaba de mi jardín, con Sylvia y Rose a nuestros talones. Donde todo terminaba permanecimos apretados contra la pared invisible, mirando la aproximación del vehículo.
Parecía viajar en alguna especie de dispositivo centrípoda que compensaba automáticamente las desigualdades del terreno.
Se detuvo a unos quince metros de nosotros. Todo un costado, con goznes en la base, se abrió en nuestra dirección, bajándose para formar una especie de rampa. Cuatro hombres dentro se levantaron de sus asientos y bajaron por la rampa formada en el costado, y al descender se nos quedaron mirando. Me di cuenta de que todos nosotros conteníamos la respiración.
—¡Cielos! ¡Lo que tú decías! —murmuró la voz de Sylvia.
—¡Oooh! —dijo Rose, como si alguien la hubiera obsequiado con una caja enorme de bombones.
En cuanto a mí mismo, no sé… bueno, juguemos limpio. Los cuatro individuos eran magníficos en su físico, eso lo admito. Altos, amplios hombros, pechos desarrollados, caderas estrechas y todo lo demás… pero es que en nuestro mundo también así era Tarzán y algunos otros individuos más. Se requieren otras cosas de un hombre más allá de su hermosura aparente. De hecho, algunos de los hombres más guapos que he conocido… De todas maneras, no me interesa mucho tampoco el cómo iban vestidos.
Llevaban unas túnicas amplias y amarillas, con cenefas en tomo a los bordes de un tono marrón, y cinturón. Las piernas las llevaban enfundadas en estrechos pantalones de un material también pardo y las sandalias de largas ataduras eran amarillas. No llevaban sombreros y su cabello rubio tenía un ligero efecto reluciente que destacaba por encima de sus tostados rostros. Cada uno de ellos tenía más de un metro noventa. El efecto total me impresionó hasta casi hacerme tambalear.
Por el modo en que nos miraban, comprendimos claramente que se encontraban asombrados. Conferenciaron y luego volvieron a miramos. Hubo unas risas, que consideré de mala educación dadas las circunstancias. Con la pared entre nosotros, no podíamos oír el más leve sonido de sus voces. Una vez más conferenciaron. Luego debieron llegar a un acuerdo. Uno regresó al vehículo y salió con un instrumento que parecía algo así como un teodolito. Lo instaló sobre un trípode, lo apuntó y oprimió un interruptor. Inmediatamente el aire en torno nuestro comenzó a agitarse como si el viento soplase a través de una brecha en la pared. Entonces, dejando donde estaba el instrumento, los cuatro iniciaron su aproximación definitiva hacia nosotros.
Yo mantuve la mano extendida y abierta para mostrar que teníamos intenciones pacíficas. Ellos parecían turbados.
Hubo un momento de silencio. Luego…
Uno dijo a otro:
—Tiene gracia la cosa… me refiero a eso. Yo creí que Hitler murió en mil novecientos cuarenta y cinco.
Bajé la mano.
—¡Oh! ¡Usted habla inglés! —exclamé.
—Pues claro —dijo el hombre más próximo—. ¿Por qué no?
—Bueno… ejem… yo creí… —Comencé, pero opté por dejar las cosas como estaban—. Me llamo George Possing —le dije, presentándome.
Frunció el ceño ligeramente.
—Debiera ser Julián Speckleton —dijo.
Le miré.
—¡Vaya! —dije con frialdad—. Pues no lo es… mi nombre es George Possing.
—No entiendo —murmuró, reflexionando.
—Es muy fácil. Soy Possing… jamás oí nombrar a nadie llamado Speckleton —le dije.
—¿Y usted no está en el impulsor subatómico?
Supongo que mi aspecto y expresión eran inexpresivos.
—El impulsor subatómico que Cohetes Solares están perfeccionando —dijo, con una pizca de impaciencia.
—Jamás oí hablar de eso… ni de los cohetes —contesté.
—Humm —observó—. Algo ha funcionado mal. Paladanov se va a poner furioso cuando se entere.
Se me ocurrió que debería presentar a los demás. Pero cuando alcé la vista descubrí que era inútil. Ya estaban hablando todos juntos. El hombre junto a mí me preguntó quién era Doug. Se lo dije. Me preguntó:
—¿Cuál es la fecha de hoy?
Cuando la vio, soltó un silbido.
—Nos hemos desviado treinta y cinco años. Alguien va a recibir una buena bronca. ¡Eh, amigos!
No le hicieron caso. Uno había llevado a Doug hasta la brecha en la pared invisible y le estaba enseñando algo allí. Los otros dos charlaban con Sylvia y Rose. Muy animadamente, además. Los ojos de Sylvia brillaban en demasía. Siguieron parpadeando y recorriendo el rostro del hombre que le hablaba, sin perderse el menor movimiento de sus músculos.
Y mi mujer se ruborizaba un poco. Jamás la había visto ruborizarse de aquel modo antes… o casi de aquel modo. En verdad, tampoco me importó muchísimo.
—¡Eh! —dijo mi hombre, en voz más alta. Los otros interrumpieron y vinieron a rodearle. Por el rabillo del ojo vi a Sylvia y a Rose volverse una a otra. Soltaron una risita como un par de colegialas y luego empezaron a susurrar.
—Escuchad —dijo el hombre junto a mí—. Algo ha ido mal aquí. Ninguno de estos individuos es Speckleton.
Todos nos miramos durante un momento.
—Bueno, yo no sé que me importe mucho —dijo uno volviéndose para mirar a Rose, que se ruborizó.
—Ni a mí —asintió el otro—. Me gusta el ambiente —y Sylvia se ruborizó todavía más que Rose.
—Quizá —dijo mi hombre—. Pero la cuestión es que aquí nada tenemos que hacer. Nuestro Speckleton… no hay dibujos. Estos individuos vienen de treinta y cinco años antes.
—Eso no me preocupa ni pizca —le aseguró uno de los demás—. Gente buena —añadió. Y las chicas soltaron su femenina risita.
—Lo mismo. Todo está estropeado. ¿Qué hacemos?
—Esperar instrucciones —contestó uno con premura.
—Eso mismo. Entonces estaremos a mano cuando corrijan el error —añadió el otro.
—Está bien. Entonces enviaré un informe —el hombre se volvió y regresó al vehículo. El que había estado hablando con Doug se fue con él. Rose, aún un poco acalorada y con un toque de aquella indolencia que no significa engaño para nadie, dijo en plan de anfitriona:
—Estoy segura que deben ustedes tener una sed terrible después de toda esta polvareda. ¿No quieren tomar algo de café?
No dudaron en aceptar la oferta. Doug y yo nos quedamos para verles cruzar el seto que separaba nuestros jardines y subir los escalones, riendo, hasta la casa de ella. Nos miramos uno a otro.
—¡Bueno…! —dije.
Quizá los años de Doug habían mejorado su filosófica perspectiva de las cosas. Me contestó, calmoso:
—Tendré que felicitarte, George. Tus deducciones eran correctas.
—Ajá —exclamé, viendo cómo los demás entraban en la casa.
—Sí. De algún modo ha ocurrido el transporte en el tiempo. Y aparentemente algún error… así que en eso también tenías razón, en el que accidentalmente nos encontrásemos aquí.
—Ajá —volví a repetir—. Serviría de ayuda si yo pudiese comprender qué diablos ocurre cuando no hay error.
—No es tan difícil. Aquel tipo me dio una idea general. Mira, dentro de pocos años las oficinas de la Compañía de Cohetes Solares, S. A. se alzará en este lugar… con un hombre llamado Julián Speckleton encargado del departamento de proyección. ¿De acuerdo? Bueno, los individuos que operan este chisme o máquina del tiempo, arrancaron este bloque para… ejem… llevárselo al tiempo que sea el de ellos. De ese modo nos arrancaron también a nosotros.
—¿Pero para qué?
—Ah, ahí es donde intervienen esos tipos. Llegan y fotografían los dibujos y documentos de interés.
—No veo la razón. De todas maneras, tienen que estar con muchos siglos de adelanto con respecto a nosotros.
—Claro. Pero según su modo de trabajar tienen otra segunda máquina del tiempo funcionando en algún lugar. Ahora eso trae a algún tipo llamado Paladanov. A él le dan las copias fotográficas. Entonces invierten el sentido de la máquina y devuelven los objetos.
Pensé en aquello.
—No comprendo… —Comencé.
—Hay ahí una sutilidad —dijo Doug—. El bloque entero de las oficinas regresa al punto de partida en una fracción de segundo, así que nada parece haber ocurrido. Pero el tal Paladanov y su lugar no lo hacen… no del todo. Ha tenido que faltarle su lugar adecuado durante unos cuantos minutos… lo bastante para que pueda recoger las fotografías necesarias, y por tanto los otros tipos han de estar en la casa cuando él vuelva.
Yo exclamé:
—Eso es horriblemente odioso.
—Bueno, si el tipo Paladanov regresase en la misma fracción de segundo en que partió, no tendrían las fotografías… estarían en su casa en aquel mismo segundo, comprenda.
—Me parece que no. Pero dejémoslo. ¿Por qué no traen a Paladanov aquí y le dicen imas cuantas cosas que le coloquen años o generaciones delante de sus competidores, de todas maneras? ¿No sería eso mucho más fácil?
—Lo sería. ¿Pero acaso estos tipos sacarían algo? En alguna forma aquí hay una especie de consorcio. Siempre lo hubo. Podía ser que los empleados de Paladanov invirtiesen dinero en depósitos bancarios y dejasen que se acumulase el capital, ¿no? En ese caso, cuanta menor cantidad de información se filtrase, más duraría el consorcio. O igualmente podría ser que trabajasen el asunto dando otro circunloquio también y mantuviesen ambos lados marchando cuello con cuello y transmitiéndose mutuos secretos. Eso 9ería un trabajo muy fino y bonito —se detuvo para contemplar la idea con admiración—. Sólo una cosa —añadió—. Si volvemos alguna vez a nuestra época lo primero que haré será comprar mi casa y mis jardines.
—Pero, mire —dije—. Es una locura… no es patriótico.
—¿Cómo? No comprendo que una oficina de información en el tiempo… si es que uno puede moverse a través del tiempo… sea más estúpida que otra en el espacio. Adecuadamente operada, podría proporcionar dinero en grande. En cuanto lo de ser antipatriota, eso depende de la distancia, ¿no? Tal y como lo veo, entregar a los alemanes el radar hacia 1938 hubiese sido malo, pero dejar que los troyanos cayesen en el truco del caballo de madera no hubiera importado muchísimo para la historia.
—La ética y la moral no admiten diferencias —dije con frialdad.
—Quizás ellos desconozcan esas cosas, de todas maneras —sugirió Doug.
—De eso me ha estado haciendo preguntas —admití intranquilo, mirando hacia su casa. Escuché los sonidos que venían de allí. Me parecía que había una cantidad antinatural de risitas femeninas.
—¿No cree usted que será mejor que…? —pregunté, señalando con la cabeza en dirección a la casa. Doug también escuchó durante un momento.
—Quizá sí —asintió. Dimos media vuelta y caminamos por el jardín. En la puerta se detuvo.
—Ejem… ¿verdad que son tipos guapos… fuertes? —sugirió.
Tuve que asentir, a mi pesar.
Me temo que tendría que correr un tupido velo sobre la mayor parte de los tres días siguientes. Jamás hubiera creído que dos muchachas honestamente educadas… y también respetablemente casadas…
Si no les importa, lo dejaré estar. Ya le dije a Sylyia lo que pensaba de ello una vez que logré quedarme con ella a solas. Su respuesta no fue nada amable:
—¿Quieres hacer el favor de dejar de meterte en mis asuntos? —me dijo.
—Pero es precisamente de tus asuntos de lo que me quejo —apunté razonablemente.
—Si no te gusta que Alaric sea amigo mío, será mejor que vayas y se lo digas… Ya veremos lo que hace él —contestó.
Alaric era, me parece, ligeramente el más alto de los cuatro.
—No me importa que él sea amigo de quien sea —dije—. A lo que yo me refería es…
—Bueno, ¿a qué te referías? —preguntó ella peligrosamente—. ¿Le estás acusando de algo? Porque quizá sea mejor que te oiga.
—No estoy hablando de él. Estoy hablando de ti.
—¿Y bien?
—Cuando una mujer casada se arroja a sí misma a los brazos de otro hombre… —Comencé.
—¿No acabas de decir que no estabas hablando de él?
—Diablos, no. Es sólo destacando…
—Escucha un momento —dijo ella—. Tú te estás divirtiendo horrores al ver que se convierte en realidad una de las historias de tus malditas revistas. ¿Así que con qué derecho te metes con mis cosas y en mis diversiones?
—Es que no es lo mismo —dije lacónico—. De todas maneras yo no pedí que ocurriese esto. Sucedió, simplemente…
Sylvia se ablandó de manera inesperada.
—Sí —dijo—. Así ocurre con el amor con las mujeres… Sucede, simplemente —añadió con suavidad.
—Eso queda bien en esas historias estúpidas… —empecé.
Su blandura se desvaneció de súbito.
—Historias estúpidas —exclamó ella—. ¡Y lo dices tú! —soltó una risa perfectamente artificiosa.
—Por lo menos mis historias, las que yo leo, son inofensivas y puras —repliqué.
—Bueno, las mías siempre acaban también de la manera más moral —me repuso ella.
—Es que lo que a mí me preocupa no es el final, de momento… —Estaba yo destacando, cuando ella me contestó rápida:
—¿Qué vais a hacer acerca de ello?
Sylvia no parecía comprender de ninguna manera que toda la conversación era la expresión de lo que yo pensaba o hacía. Doug, tengo que reconocer, fue más directo en su método de objeción… aunque no más decisivo. Como yo lo entendí, se llevó a Rose a su cuarto, la puso atravesada sobre sus rodillas boca abajo y con una zapatilla le dio una buena zurra quitándole toda serie de humos y pretensiones. Todo el asunto transcurría perfectamente cuando su amigo Damon entró, atraído por los gritos de Rose. Con tranquilidad cogió a Doug por el cuello y por el fondillo de los pantalones y lo tiró por la ventana. Entonces, claro, Rose necesitó consuelo, así que todo el asunto se inflamó un poquito.
Después de aquello, Doug dedicó la mayor parte de su atención a decidir cuánta tierra en tomo nuestro sería (o había sido, depende de cómo ustedes lo miren) ocupada por la empresa de Cohetes Solares.
Fue en la tarde del tercer día, que el hombre que me había hablado en primer lugar se acercó al jardín desde su vehículo con expresión satisfecha.
—Han localizado el error —dijo—. Había un pequeño atasco en cierto calculador, que hizo que el proceso perdiera el control normal una y otra vez. Ahora ya está arreglado.
—Me alegro de que piense usted así —dije—. Nunca creí que un calculador recompuesto sirviera para reajustar mi trastornada vida conyugal.
—Claro que lo hará —asintió—. Le mandarán de vuelta allá a su lugar de procedencia y luego meterán a Speckleton en las oficinas de la Solar. Presumo que Paladanov ha estado poniendo el grito en el cielo. Como si eso importara. Ese pobre chiflado nunca logrará comprender perfectamente lo que es para él este tiempo extra. Sin embargo, mientras que él tenga que estar aquí se le puede reintegrar al interior a pocos minutos de su extracción. Ustedes, claro, serán devueltos a su época con un margen de una milésima de segundo… la mínima e insignificante tolerancia permitida.
—Supongo que sí —contesté sin la menor complacencia—. De todas maneras, llevamos aquí tres días y durante ese tiempo mi esposa…
—Oh, ustedes tendrán que contar ese período como tiempo extra —dijo con la mayor tranquilidad.
—Eso es lo que usted piensa —observé.
Me di cuenta que quizá sería mejor dejar aquella conversación. Paseé la mirada por el desierto próximo, circundante.
—Sería una amabilidad por su parte hacemos saber dónde y cuándo pasamos nosotros ese tiempo extra —sugerí—. ¿De qué manera se convirtió en esto el lugar que nosotros conocimos de manera distinta?
—¿Eso? —repuso—. No se lo puedo decir con exactitud. Seguro que pasó algo ¿no? Probablemente sería durante la Segunda Guerra Atómica, me imagino. Bueno, tengo que decirles a los muchachos que nos tenemos que ir. ¿Dónde están?
—No lo sé a ciencia cierta, pero me lo imagino —dije con amargura.
Doug y yo permanecimos plantados en el estrecho caminito junto a su casa. La escena al final de mi desmochado jardín no tenía nada de edificante. Más allá de la invisible pared los cuatro hombres subían ahora en su vehículo. A este lado de la pared Sylvja y Rose estaban abrazadas, aparentemente consolándose una a otra. En sus manos blanqueaban sus pañuelitos. Algunas veces los agitaban en dirección al vehículo, otras los empleaban para secarse los ojos. Contemplamos la representación tristes y en silencio. Uno y otro nos habíamos hecho los comentarios acerca del problema docenas de veces.
—Bueno, por fin se van —dijo Doug—. Ya había empezado a creer que se quedarían con nosotros.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —le pregunté.
Miró su reloj de pulsera.
—Unos cinco minutos —respondió.
Yo insistí:
—¿Tenemos que hacer algo en particular?
—No. Según ellos, la cosa sucede sin sentirse.
El vehículo se alejaba va. Sylvia y Rose siguieron agitando sus pañuelos y los hombres del coche agitando sus brazos dando el adiós. Al poco, a unos doscientos metros de distancia, el chisme aquel se detuvo. En apariencia se hallaba a distancia segura. Pudimos ver las cuatro cabezas dentro de la capota transparente, vueltas para miramos. Las chicas seguían abrazadas y moviendo sus pañuelos.
—Escuche —le dije a Doug—. No lo entiendo del todo. Si este conjunto retrocede hasta a una milésima de segundo de donde partimos, ¿cómo vamos a poder recordarlo cuando…?
Me quedé con la frase sin terminar y encontré la respuesta al mismo tiempo. Me vi sentado en la rama. La luz encendida y el reloj marcando las tres quince, Junto a mí, Sylvia sollozaba con la cara apretada contra la almohada.
Me puse en pie de un salto y me precipité a la ventana. La noche estaba en calma y lucía una lima casi llena. Capas de aire humoso parecían estratificadas sobre el valle. De trecho en trecho lucían unas pocas lámparas. Jamás me había alegrado tanto contemplar aquel nuestro no demasiado pintoresco panorama.
—Hemos vuelto —dije.
Sylvia no me hizo caso. Siguió llorando en la almohada como si no me hubiese oído.
Decidí instalarme en el cuarto de los huéspedes para acabar de pasar la noche.
—Iré esta tarde a ver a Grooves —anuncié durante el desayuno.
Sylvia alzó la vista. No estaba en su mejor aspecto. Profundas ojeras y expresión algo desolada… Pero yo estaba decidido.
—Le veré para que haga los preparativos para el divorcio —amplié.
Me miró con fijeza. Recobró sus ánimos y volvió por entero al presente.
—¿Es alguna clase de broma? —preguntó.
—¡Broma! ¿Así llamas tú a tu comportamiento?
—No sé de qué me hablas —exclamó.
La miré con dureza. Ni siquiera parpadeó.
—Fíjate bien —dije—, ¿vas a tratar de fingir que no te acuerdas para nada de tu desgraciada e impúdica conducta?
—¿Me estás insultando? —preguntó con frialdad.
—Recuerda que tengo testigos. Los Saggitt confirmarán cuanto diga.
—Qué interesante, George. ¿Confirmarán el qué… el dónde… el cuándo?
—Bueno, hay que ver el cinismo… —Comencé.
Sylvia sacudió la cabeza reprobadoramente.
—Quizá debiera ponerme furiosa, pero te perdono, George.
—¿Que tú me perdonas?
—Bueno, no es justo hacer a una persona responsable de lo que sueña, ¿verdad? Creo que debe tener algo que ver con todas esas historias absurdas que lees antes de dormirte. Si en cambio leyeras cosas que pudieran suceder realmente, George…
Cuando salí hacia la oficina todo parecía perfectamente normal. Nadie hubiera sido capaz de decir que algo extraordinario había sucedido en aquel lugar. Al mirar con atención la acera me pareció advertir un ligero rastro de grieta, pero no estoy siquiera muy seguro de que no fuese una ilusión de mi imaginación.
Doug salió de su casa cuando yo pasaba por delante.
—Hola, George —miró a la familiar escena en su torno—. Estamos a miércoles —observó—. Lo comprobé por teléfono… y ayer fue martes. Y, sin embargo, hemos tenido tres días entre medio. Extraño, ¿verdad?
—Me alegro de que lo diga —repuse—. Ya empezaba a preocuparme si es que comenzaba a volverme loco.
Me guiñó el ojo.
—Vaya, de modo que eso es lo que ella le ha estado diciendo. Tiene gracia, mi mujer ha dicho lo mismo.
Nos miramos.
—Es… es confabulación o conspiración o algo por el estilo —dije.
—Posiblemente —asintió Doug—. Pero me parece que no podemos hacer nada. Le recomiendo una buena azotaina… pero de modo que nadie pueda interrumpirla esta vez.
—Ejem… no creo que Sylvia… —Comencé.
—Vale la pena probar. Obra maravillas —me aconsejó Doug. Con diferente tono de voz prosiguió—: Voy a comenzar una serie de sondeos acerca de esta propiedad. ¿Quiere participar?
Para mí al recordarlo todo parecía tener más y más el aspecto de sueño que afirmó Sylvia que era, pero para Doug evidentemente eso significaba un posible gran negocio.
—Deme unos cuantos días —sugerí.
—De acuerdo. No hay prisa —asintió mientras nos separábamos.
Estuve a punto de dejarlo estar todo. Había una fuerte solidaridad de opiniones entre Sylvia y Rose… y el completo incidente parecía cada vez más fantástico al recapacitar en sus detalles…
Pero, por fortuna, una gacetilla en el periódico local me llamó la atención cosa de una semana más tarde. Decía:
«Emmeline, esposa de Alfred Speckleton, ha dado a luz un hermoso niño al que se le ha impuesto el nombre de Julián».
Ahora Doug y yo hemos comprado en sociedad buena parte de nuestro barrio. Creo que hemos hecho un gran negocio. Ya hay una compañía en formación que se ha interesado por los terrenos…
Fin