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febrero 14, 2017
Este libro es para mi hijo Peter.
Todos recordamos esa época. No fue distinta para mí que para otros. Sin embargo hoy nos contamos una y otra vez las particularidades de los hechos vividos y, al repetirlos y escu-charlos, es como si dijéramos: «¿Fue así, también, para ti? En ese caso, eso lo confirma, sí, así fue, así debe de haber sucedido, seguramente, no lo imaginé». Competimos y disputamos, como gente que ha visto seres extraordinarios durante un viaje: «¿Viste ese gran pez azul? Ah, el que tú viste era amarillo». En cambio, el mar que cruzamos fue el mismo, el período prolongado de malestar y tensión, antes del fin, el mismo para todos, en todas partes: en los sectores que conformaban nuestras ciudades, las calles, los grupos de altos edificios de apartamentos, en los hoteles, como también en las ciudades, las naciones, los continentes... Es verdad, admito que hay imágenes bastante exageradas, cuando consideramos los hechos a que me refiero, imágenes como peces extraños, océanos y demás. Tal vez no estaría fuera de lugar mencionar aquí la forma en que todos, todos nosotros, tendemos a contemplar un período de la vida a través de una serie de sucesos, para encontrar en ellos mucho más de lo que encontramos en el momento en que se registraron. Esto es verdad, aun en cuanto a hechos tan desalentadores como los desperdicios dejados en los parques después de una fiesta popular. La gente compara impresiones como si deseara, o esperara, la confirmación de algo que los hechos en sí no autorizaron, ni mucho menos algo que, en apariencia, excluyeron del todo. ¿La felicidad? Palabra que he tomado en determinadas épocas de mi vida para examinarla, aunque nunca la vi mantener su forma. ¿Un significado, entonces, un propósito? De todos modos, el pasado, visto en retrospectiva desde mi estado de ánimo actual, aparece empapado en una sustancia que antes le era, aparentemente, ajena, extraña a mi vivencia del mismo. ¿Es posible que esta sea la esencia de la verdadera memoria? Nostalgia no, no me refiero a ella; al ansia, al lamento, a ese escozor lleno de ponzoña. Tampoco se trata de la importancia que cada uno de nosotros intenta incorporar a tan poco significativo pasado: «Yo estaba allí, ¿sabes? Yo lo presencié».
Es, no obstante, esta propensión nuestra la que tal vez me permite las metáforas fantásticas. De verdad vi peces en ese mar, como si las ballenas y los delfines hubiesen decidido mostrarse de color escarlata y verde, pero yo no comprendiese el momento que estaba viviendo e ignorase, con seguridad, hasta qué punto mi experiencia personal era común, compartida. Esto es lo que, al mirar hacia el pasado, reconocemos en primer término: nuestras semejanzas, no nuestras diferencias.
Una de las cosas que, según sabemos ahora, era verdad para todos, aunque cada uno de nosotros, para nuestros adentros, lo considerara prueba de una originalidad de la mente conservada con empeño, era el hecho de captar lo que ocurría por medios no siempre oficiales. Ni respetables. Las noticias de la radio y los periódicos, así como los discursos, eran lo que estábamos habituados a oír, y que distábamos mucho de despreciar. Sin ellos nos habríamos sentido deprimidos, angustiados, ya que indudablemente es necesario contar con el sello de lo oficial, en particular en momentos en que nada marcha conforme a lo previsto. La verdad es que cada uno de nosotros advirtió, en algún punto, que no era en las fuentes oficiales donde obteníamos los hechos que luego elaborábamos para formar imágenes muy diferentes de las publicadas. Las series de palabras cristalizaban los hechos para formar un cuadro, casi una narración: «Y entonces sucedió esto y fulano de tal dijo...», pero cada vez más a menudo se dejaban caer estas palabras en el curso de una conversación casual y aun surgían cuando estaba uno a solas. «Sí, desde luego», pensábamos a solas. «Esto es. Lo sé desde hace tiempo. Lo que pasa es que no lo oí contar en realidad, en tales términos, que no capté...»
Las actitudes frente a la autoridad, frente a Ellos, simplemente, eran cada vez más contradictorias y todos imaginábamos estar viviendo en una comunidad particularmente anarquista. Sin duda no era así. En todas partes sucedía lo mismo. Pero quizá sería mejor desarrollar este punto más adelante, y detenerme aquí tan solo para comentar que el uso de las formas impersonales es siempre un signo de crisis, de ansiedad colectiva. Hay un abismo entre: «¿Por qué diablos tienen que ser tan incompetentes?» y «¡Las cosas están muy mal!», igual que «Las cosas están muy mal» no es lo mismo que «Conque también está empezando aquí», u «¿Oíste algo más sobre ello?».
Comenzaré esta crónica en la época anterior a que todos empezáramos a hablar de «ello». Estábamos todavía en la etapa de malestar generalizado. Las cosas no marchaban bien y aun podría haberse dicho que marchaban mal. Muchas cosas marchaban mal, se desmoronaban, cedían, o bien «daban motivos de alarma», según lo expresaban los noticiarios de la radio. No obstante, «ello», con la acepción de algo vivido como amenaza inmediata, que no podíamos conjurar, no.
Vivía yo en un bloque de apartamentos, uno entre varios semejantes. Ocupaba la planta baja, al nivel del suelo; no como si estuviera en una aldea aérea con senderos invisibles trazados entre ventana y ventana y con ojos inquisitivos e interrogantes de aves que surcaban sus propios caminos, mientras el tráfico y el quehacer humano se desplegaban lejos, abajo. Por el contrario, yo era una de quienes miraban hacia arriba, imaginando cómo serían las cosas allá, en lo alto, en las regiones superiores donde las puertas daban a los ascensores colectivos y con ellos hacia abajo, abajo, hacia el ruido del tránsito, hacia el olor de las sustancias químicas y de la vida vegetal, hacia la calle. No eran apartamentos construidos por las autoridades municipales, con fachadas garabateadas, ascensores orinados y las paredes de los vestíbulos embadurnadas con excremento. No estaban en las calles verticales de los pobres, sino que habían sido construidos por la inversión privada y eran, por lo tanto, sólidos, ampliamente arraigados en la tierra valiosa, la tierra que en otros tiempos fue valiosa. Las paredes eran espesas, construidas para las familias que podían permitirse pagar su independencia del ruido y la promiscuidad. En la entrada había un vestíbulo amplio y alfombrado. Había incluso plantas, artificiales pero bonitas. Teníamos un portero. Estos edificios daban las pautas de lo que debían ser los edificios en cuanto a solidez y decoro.
Sin embargo, en aquella época, con tanta gente alejada de la ciudad, las familias que vivían en ellos ya no pertenecían en su totalidad a la clase para la que estaban destinados. Así como durante años, a través de las corroídas calles de los pobres, las casas habían sido ocupadas por intrusos que se instalaban en ellas en familias o en grupos de familias, de tal manera que durante largo tiempo fue imposible decir «este es un barrio de clase trabajadora, esto es homogéneo», igualmente, en esas grandes viviendas ocupadas en un tiempo exclusivamente por gentes acomodadas, profesionales y hombres de negocios, había ahora familias de las clases pobres. La situación se reducía al hecho de que un apartamento o una casa pertenecía a quienes tenían la iniciativa de mudarse a ellos. Así pues, en los pasillos y vestíbulos del edificio donde yo vivía era posible encontrar, como en la calle o en el mercado, todo tipo de personas.
En el apartamento igual al mío, corredor abajo, vivían un profesor con su mujer y su hija. Arriba vivía una familia india con muchos parientes y personas a su cargo. Menciono a estos dos grupos de gente porque eran los que estaban más próximos y porque quiero destacar el hecho de que no es como si me hubiese faltado, desde un principio... ¿qué?... una conciencia de lo que sucedía detrás de las paredes y techos. En este punto hallo dificultades, porque no hay nada que pueda circunscribir, concretar... no me refiero ahora a las presiones sociales o a los hechos que encuadramos dentro de palabras como «ellos», «a ellos», «ello», y así sucesivamente, sino a mis propias comprobaciones individuales, que se volvían tan insistentes y me reclamaban a la sazón con tanto apremio. No puedo afirmar «El día tal supe que detrás de aquella pared se vivía una determinada forma de vida», ni aun «Fue en la primavera de ese año cuando...». La forma de conciencia de aquella otra vida que se desenvolvía tan cerca de mí, tan oculta de mí, fue un proceso lento, incorporado precisamente dentro de la categoría de la comprensión que llamamos «darse cuenta», con su connotación de apertura gradual hacia la comprensión. Tal apertura, desarrollo, puede requerir semanas, meses, años. Sin duda es posible, además, saber algo y no saberlo. (También es posible saber algo y luego olvidarlo.) Cuando miro hacia el pasado puedo afirmar concretamente que el desarrollo de aquella otra vida o forma de existir detrás de la pared estuvo en el fondo de mi mente mucho tiempo antes de que me «diera cuenta» de la esencia de lo que había estado escuchando, esperando. No puedo, sin embargo, fijar fecha ni época. Es también cierto que esta preocupación interior fue previa a la otra, la pública, que he designado, espero que no se piense que frívolamente, con la palabra «ello».
Aun en los momentos más oscuros y densos, no sabía bien si aquello de lo cual estaba adquiriendo conciencia, de lo cual estaba a punto de «darme cuenta», era de una calidad diferente a la de lo que, de hecho, sucedía a mi alrededor. Sobre mi cabeza, la vida familiar ágil, activa y cálida de los indios, que provenían, según creo, de Kenya, y diferente, en fin, de lo que oía desde las habitaciones ocupadas por el profesor White y su familia, cuya cocina tenía una pared que era a la vez la mía y a través de la cual, a pesar de su espesor, teníamos noticias recíprocas.
No darme cuenta de las implicaciones, o mejor dicho, no permitirme captar las implicaciones de los sucesos que se registraban detrás de la pared de mi sala era imposible, porque al otro lado había solo un pasillo. En términos más precisos, lo que oía era imposible. Los sonidos provenientes del pasillo, un pasillo tan transitado como aquel, son limitados. Un pasillo sirve para trasladarse de un lugar a otro. La gente se desplaza por ellos sola, en grupos, conversando, o bien en silencio. Este pasillo comunicaba con el vestíbulo principal del edificio, desde la puerta de entrada de mi apartamento y la de los White, hasta los apartamentos más distantes del lado este de la planta baja. Por este pasillo pasaban el profesor White y los miembros de su familia y sus visitas, yo misma y mis visitas, las dos familias del lado este y sus visitas. Se utilizaba, pues, bastante. A menudo era imposible no advertir los pasos y las voces algo atenuadas por la solidez de la pared, pero siempre me decía: «Debe de ser el profesor. Hoy ha llegado temprano, parece». O bien: «Parece que Janet vuelve de la escuela».
Llegó, con todo, el momento en que tuve que reconocer que había un cuarto detrás de esa pared; tal vez más de uno, una serie de cuartos que ocupaban el mismo espacio que el pasillo, o bien que estaban, mejor dicho, superpuestos a él. La toma de conciencia de lo que estaba oyendo, el conocimiento de que había advertido algo semejante a lo largo de mucho tiempo, se hizo más intenso en mi interior en el momento en que también supe con certeza que tendría que abandonar esta ciudad. Claro que para entonces todo el mundo tenía la misma sensación. La conciencia de que tendríamos que partir no estaba limitada exclusivamente a mí. Este es un ejemplo de algo ya mencionado, la idea que acude a la mente de todos en el mismo momento y sin la intervención de las autoridades. Es decir, no fue enunciada por los altavoces, ni en plataformas publicas, diarios, radio o televisión. Dios sabe que continuamente se divulgan noticias de toda especie, pero no eran absorbidas por la gran masa de la población, como lo era esa otra información. En general, todos tendían a no prestar atención a lo que señalaban las autoridades. No, esto no es del todo exacto. La información pública era objeto de comentarios, controversias y quejas, pero tenía un impacto diferente. Digamos que se la consideraba, casi, como una diversión... no, tampoco esto es correcto. Lo que ocurría era más bien que la gente no actuaba conforme con lo que se oía afirmar, a menos que se la obligara a ello. Esa otra información, en cambio, la que provenía de nadie sabía dónde, las noticias que estaban «en el aire», llevaban a todos a la acción. Por ejemplo, semanas antes del anuncio oficial del racionamiento de un producto alimenticio básico, encontré a mister Mehta y a su mujer, los viejos, los abuelos, en el vestíbulo. Arrastraban un saco de patatas entre los dos. También yo tenía una reserva de ellas. Nos saludamos con una sonrisa de elogio mutuo por nuestra previsión. Del mismo modo recuerdo haber cambiado los buenos días con mistress White en el sector pavimentado frente al edificio. Mistress White me dijo en tono preocupado: «No debemos demorar las cosas demasiado». A mi vez repuse: «Tenemos unos meses todavía, pero estoy de acuerdo en que conviene prepararse». Nos referíamos al tema que ocupaba a todos, la necesidad de abandonar la ciudad. No había ninguna insinuación directa de que había que partir. Ni tampoco hubo nunca reconocimiento por parte de las autoridades municipales de que la ciudad estaba quedando vacía. Se llegaba a mencionar el hecho de pasada, como síntoma de alguna otra cosa, como un fenómeno transitorio, pero no como el hecho sobresaliente en nuestras vidas.
No había una razón clara y determinada que motivara la partida de la gente. Sabíamos que todos los servicios públicos habían cesado al sur y al este y que esta situación comenzaba a extenderse hacia nuestro sector. Sabíamos que todo el mundo había abandonado esa región del país, salvo las bandas de gente, en su mayoría jóvenes que vivían de lo que podían encontrar: cosechas que habían quedado sin recoger en los campos, animales salvados del sacrificio con anterioridad al derrumbe general. Estas bandas o pandillas no habían sido, en un principio, particularmente violentas o dañinas frente a los pocos que se negaban a irse. Cooperaron, incluso, con las «fuerzas de la ley y el orden», según informaban los noticiarios. Luego, cuando escasearon aún más los alimentos y se aproximó más el peligro, cualquiera que fuese, que había puesto en marcha a las poblaciones en primer lugar, las pandillas se volvieron peligrosas, y cuando pasaban por los suburbios de nuestra ciudad, la gente corría a encerrarse en casa y se mantenía fuera de su camino.
Hacía varios meses que sucedía esto. Las noticias, primero por medio de rumores, luego a través de las fuentes informativas, de que las pandillas estaban desplazándose a través de tal o cual zona, donde los habitantes habían echado el cerrojo a sus puertas hasta que pasara el peligro; de que nuevas pandillas se aproximaban a tal o cual zona, donde los habitantes debían actuar con prudencia y velar por sus vidas y sus bienes; que otro distrito, en fin, antes peligroso, era nuevamente seguro... todos estos toques de alarma formaban parte de nuestras vidas.
Donde yo vivía, en el sector norte de la ciudad, las calles no fueron lugar de tránsito para las pandillas migratorias hasta mucho después de haberse habituado a ellas los suburbios del sector sur. Aun mientras parte de nuestra propia ciudad aceptaba como natural la anarquía, nosotros, en el norte, hablábamos, y nos considerábamos inmunes. La dificultad de-saparecería, se disiparía, se alejaría... Tal es la fuerza de aquello a lo que estamos habituados... que las primeras dos o tres incursiones de pandillas en nuestros suburbios nos parecieron incidentes aislados, cuya repetición era improbable. Poco a poco llegamos a comprender que eran nuestros períodos de paz, de normalidad, no los de saqueo y de lucha, los que habrían de ser, en adelante, lo excepcional.
De manera que... tendríamos que alejarnos. Partiríamos, sí. Todavía no. Pero muy pronto, sería necesario irse y lo sabíamos... y durante todo ese tiempo mi vida habitual era la fachada, la zona iluminada, si es que puedo describirla así, de un misterio que se desenvolvía desde hacía mucho tiempo, «en algún punto». Cada día aumentaba mi sensación de que la vida común y habitual que llevaba no venía al caso, no tenía importancia. Aquella pared se había convertido para mí en... ¿cómo expresarlo? Iba a decir una obsesión. ¿La palabra implica, tal vez, que estoy dispuesta a traicionar a la pared, a lo que representaba, o bien que estoy preparada para consignarlo al terreno de lo patológico? ¿O que me sentía aprensiva entonces, o ahora, por mi interés por ella? No, me sentía como si el centro de gravedad de mi vida se hubiese desplazado, como si el equilibrio estuviese en otro punto, y comenzaba a creer, siempre con aquella sensación aprensiva, que lo que sucedía detrás de la pared bien podría ser tan importante en cada uno de sus aspectos como la vida cotidiana en mi apartamento limpio y confortable, aunque algo desvencijado. Permanecía en mi sala; los colores eran el crema, amarillo y blanco, o, por lo menos, estos colores en cantidad suficiente como para que yo tuviera la sensación, al entrar en el cuarto, de hacerlo en un lugar lleno de sol, y allí me quedaba esperando, contemplando en silencio la pared, maciza, común. Una pared sin puerta ni ventana: la del vestíbulo de entrada al apartamento se abría sobre la pared lateral del cuarto. Había una chimenea, no en el centro, sino más bien a un lado, de manera que buena parte de la superficie de la pared estaba enteramente vacía. No había puesto cuadros ni adornos. El blanco de las paredes se había oscurecido y no reflejaba mucha luz, a menos que las iluminara el sol. En una época habían estado empapeladas. Habían pintado sobre el papel, pero debajo de la pintura todavía se distinguían los contornos de flores, hojas y pájaros. Por la mañana, cuando el sol caía sobre parte de aquella pared, el dibujo borroso aparecía con tanta claridad que la imaginación seguía los esbozos de árboles y de jardín hasta imaginar que el baño de luz creaba colores: verde, amarillo, un determinado tono de rosa nacarado y transparente. No era una pared alta. Los techos del cuarto eran de una altura confortable.
Como puede verse, no encuentro nada en esta pared capaz de aislarla de lo común. A pesar de ello, cuando estaba allí, contemplándola, o bien pensando en ella mientras hacía otras cosas en el apartamento, la sensación y la presencia de la pared estaba siempre en mi mente; era como tener junto al oído un huevo que está a punto de romperse para que salga el polluelo. La forma tibia y lisa palpita en la palma de la mano. Detrás de la frágil cáscara que, aunque se pueda aplastar con dos dedos, no es posible violar, dado las necesidades del tiempo de gestación del ave, del plazo exacto y fijo que requiere para salir de su oscura prisión, un peso parece redistribuirse, como un niño al cambiar de posición dentro del claustro materno. Se produce el más leve de los ruidos. Otro. El pollo, la cabeza debajo del ala, golpea el cascarón con el pico para salir, y ya aparecen en ese cascarón fragmentos increíblemente diminutos de calcio, en el punto donde en un instante se verá el primer orificio negro y estrellado. Llegué a descubrirme apoyando la cabeza contra la pared, como si esta fuera un huevo fértil, escuchando, esperando. No los ruidos de mistress White, ni los movimientos del profesor. Bien podrían haber salido o acabar de llegar. Los sonidos habituales del pasillo podían en realidad estar allí. No, lo que oía provenía de otro lugar. Eran sin embargo ruidos corrientes, en sí. Muebles trasladados de sitio, voces, aunque muy lejanas. Un niño que lloraba. Nada claro. Eran, no obstante, ruidos que me resultaban familiares y que había venido oyendo toda la vida.
Una mañana me quedé allí con mi cigarrillo de después del desayuno —me permitía fumar este único auténtico cigarrillo al día— y, entre las nubes del humo que ascendía en vo-lutas, contemplé el amarillo del sol alargándose en un círculo achatado, dando la impresión de que la pared misma era más alta en el centro que en los extremos. Contemplé el resplandor y el estremecimiento del amarillo, lo observé como escuchando, a la vez que pensaba cómo con el cambio de estaciones cambiaban también la forma, la extensión y la posición de esa mancha de luz matutina. Entonces me encontré detrás de la pared y supe qué había allí. Aquella primera vez no descubrí mucho más, aparte de que había una serie de cuartos. Los cuartos estaban desocupados desde hacía algún tiempo. Años, quizá. No había mobiliario. La pintura se había desprendido de las paredes en ciertos puntos y formaba pequeños montones de escamas en el suelo, mezclada con trozos de papel, moscas muertas y polvo. No entré, sino que me quedé allí, en el umbral entre dos mundos, mi apartamento tan familiar y esos cuartos que todo aquel tiempo habían estado esperándome en silencio. Me quedé allí y miré, alimentándome con los ojos. Sentí una intensa expectativa, un profundo anhelo. Ese lugar contenía lo que yo sabía que estaba allí, lo que había estado esperando... sí, sí, durante toda la vida, toda la vida. Conocía ese lugar, lo reconocí ya antes de absorber realmente, por medio de los ojos, la información de que las paredes eran mucho más altas que las mías, que había muchas ventanas y puertas y que era un apartamento o una casa amplia, luminosa, aireada, encantadora. En otro cuarto, mucho más lejos, vislumbré una escalera de pintor; y entonces, en el momento en que se esfumaba la mancha de luz sobre mi pared al ocultarse el sol detrás de una nube, vi a una persona con un mono blanco que levantaba un rodillo para aplicar pintura blanca sobre la superficie desteñida y manchada.
Olvidé el episodio. Proseguí con todas las rutinas menudas de mi vida, consciente de la otra vida que se desarrollaba detrás de la pared, pero sin recordar mi visita allí. Transcu-rrieron varios días hasta que volví a encontrarme de pie en el mismo lugar, con un cigarrillo en la mano, a media mañana, contemplando a través del humo la luz del sol reflejada en la pared, y pensé: «¡Vamos! Ya he pasado por esto, desde luego que sí. ¿Cómo pude olvidarlo?». Y otra vez la pared se disolvió y me encontré al otro lado. Había un mayor número de habitaciones que las imaginadas la primera vez. Tuve esta fuerte sensación aunque no las veía todas. En cambio no vi, en esta oportunidad, al hombre o a la mujer que vestía el mono. Los cuartos estaban vacíos. ¡Cuánto trabajo requerirían para hacerlos habitables! Sí, vi que se precisarían semanas, meses... Me quedé allí, anotando mentalmente el yeso desprendido, la esquina de un techo manchada de humedad, las paredes sucias o desconchadas. Fue, no obstante, aquella mañana, mientras empezaba a comprender cuánto trabajo se requería, cuando vi, solo durante el soplo de un segundo... bien, ¿qué vi? No puedo definirlo. Puede que haya sido más una sensación que algo visto. Había cierta dulzura, desde luego... cierta bienvenida, ciertas seguridades extendidas. Tal vez vi un rostro, o bien la sombra de un rostro. El que vi con claridad más tarde me era familiar ya, pero es posible que ese rostro vislumbrado apareciera en mi memoria en ese lugar, durante mi segunda visita. Había vuelto a reflejarse sin necesitar más espejo que la emoción de una dulce nostalgia, un anhelo que constituía su ambiente normal. Aquel era el habitante legítimo de los cuartos del otro lado de la pared. No lo dudé entonces ni más adelante. El habitante exiliado; pues sin duda no era posible que viviera, no podría haber vivido nunca, en aquel esqueleto frío y vacío, lleno de suciedad y de aire viciado. Cuando volví a tener conciencia de estar de pie en mi sala, con el cigarrillo medio consumido, me quedé con el convencimiento de una promesa que nunca me abandonó, aun en medio de las mayores dificultades sobrevenidas después, tanto en mi propia vida como en esos cuartos secretos.
Me dejaron a la niña en las siguientes circunstancias. Estaba en la cocina, oí un ruido y me fui a la sala, y allí me encontré a un hombre con una niña casi adolescente. No conocía a nin-guno de los dos y me adelanté dispuesta a aclarar un posible error. La idea que cruzó mi mente fue que debía de haberme dejado la puerta abierta. Se volvieron para mirarme. Recuer-do con qué fuerza me impresionó, entonces, la sonrisa rígida y nerviosa en el rostro de la niña. El hombre, de edad madura, con ropas corrientes, vulgar en todo sentido, dijo: «Esta es la chica». Iba ya camino de la puerta. Antes le había puesto una mano en el hombro, le había sonreído y la había saludado con un gesto antes de volverse para salir.
—Pero sin duda... —dije.
—No, no hay error. Usted es responsable de ella.
Estaba ya junto a la puerta.
—Un momento, por favor...
—Es Emily Cartright. Cuídela. —Y desapareció.
Nos quedamos allí, la niña y yo, mirándonos. Recuerdo que el cuarto estaba bañado de sol; era aún de mañana. Me pregunté cómo habían entrado, pero esto ya no tenía importancia, puesto que el hombre se había ido. Corrí a la ventana: una calle con unos cuantos árboles a lo largo de la calzada, una parada de autobús con la familiar cola de gente esperando, es-perando. Enfrente, en la ancha acera opuesta, debajo de los árboles, algunos de los niños de la familia Mehta, que ocupaba el apartamento de arriba, jugaban con una pelota... chicos y chicas de piel oscura, todos con deslumbrantes camisas blancas, cuidados vestidos rosados y celestes, dientes blancos, pelo reluciente. Pero del hombre que buscaba, ni el menor rastro.
Me volví hacia la niña, pero esta vez no me tomé el tiempo necesario, y mientras tanto me preguntaba qué decir, cómo presentarme, cómo manejarla... todas esas técnicas y argucias patéticas de la autodefinición. Me miraba detenida, atentamente. Se me ocurrió que era esta una estimación experta de las posibilidades por parte de una prisionera que observaba a su nueva guardiana; y yo ya sentía un peso en el corazón, el peso de la ansiedad. Mi inteligencia todavía no alcanzaba a comprender demasiado bien lo que estaba ocurriendo.
—¿Emily? —dije con cautela, con la esperanza de que decidiera responder a las preguntas que deseaba hacerle.
—Emily Mary Cartright —me dijo en un tono que estaba de acuerdo con la voz y la sonrisa ágil e imperturbable. ¿Pizpireta? En cualquier caso presentaba una apariencia resistente, esmaltada. Intenté penetrarla o, al menos, circundarla. Tenía conciencia de estar haciendo señales desesperadas, con la sonrisa, los gestos, señales que pudiesen, tal vez, conectar con algo más flexible y más cálido que debía de existir bajo aquella muralla de frialdad.
—Bien. ¿Quieres sentarte? ¡O bien podría ofrecerte algo de comer! ¿Té? Tengo té auténtico, pero naturalmente...
—Quisiera ver mi cuarto, por favor —dijo ella. Y había en los ojos de la niña, sin que ella lo supiera, una llamada. Necesitaba, necesitaba intensamente saber con qué paredes, con qué refugio, podría envolverse, como en una manta, para reconfortarse.
—Pues... —dije— todavía no lo he pensado, no sé exactamente... tengo que...
El rostro pareció marchitársele. A pesar de ello mantuvo su aire de desesperada y decidida insistencia.
—Verás —proseguí—, no esperaba... vamos a ver.
Ella esperó. Esperó, obstinada. Sabía que viviría conmigo. Sabía que su refugio, sus paredes, su cueva, el pequeño espacio que le correspondía y en el cual podría cobijarse, estaba en algún lugar de la casa.
—Está el cuarto de huéspedes —dije—. Lo llamo así, pero no es muy...
Pero me fui hacia allí, y recuerdo con qué sensación indefensa y melancólica me alejé para cruzar el pequeño vestíbulo y entrar en el cuarto de huéspedes.
El apartamento estaba en la parte delantera del edificio, en la fachada sur. La sala ocupaba la mayor parte del espacio; había alquilado el apartamento por su tamaño. En el extremo más alejado del vestíbulo de entrada, de modo que era necesario atravesar la sala para llegar a ella, estaba la cocina, en la esquina del edificio. Era una cocina bastante amplia, con armarios para guardar cosas, y la utilizaba también para comer. El dormitorio estaba en la parte delantera del edificio y se llegaba a él por la sala. El baño, antecámara y cuarto de huéspedes ocupaban el mismo espacio que el dormitorio, que no era grande. Como cabe apreciar, el cuarto de huéspedes era muy pequeño. Tenía una ventanilla alta. Estaba muy ventilado. No había manera de proporcionarle algún atractivo. Nunca lo usaba, salvo para guardar cosas, o bien después de disculparme, para que alguna amistad pasara allí la noche.
—Lamento que sea tan reducido y oscuro... tal vez tendríamos que...
—No, no, no me importa —dijo ella en el tono sereno, algo desafiante, que le era tan propio. Estaba contemplando la cama con anhelo y supe que acababa de hallar su refugio, el que le pertenecía; allí, por fin.
—Es precioso —dijo—. Sí, sí, usted no me cree, pero tendría que haber visto...
Pero renunció a la posibilidad de explicar lo que había vivido y esperó, expresando con todo su cuerpo cuánto deseaba que me retirara.
—Y tendremos que compartir el cuarto de baño —le dije.
—Ah, verá que soy muy ordenada —me aseguró—. En realidad soy muy buena, ¿sabe? Y no desordenaré las cosas; nunca lo hago.
Comprendí que si yo no hubiese estado en el apartamento, si ella no hubiera sentido que debía portarse bien, habría estado ya bajo las mantas, lejos del mundo real.
—No seré una molestia —volvió a reiterar—. Aprenderé a ser ordenada. Me daré prisa. Me daré la mayor prisa posible.
La dejé sola y me quedé esperándola en la sala, primero de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, preguntándome si no me aguardarían otras sorpresas. Después me senté, diría que en una actitud semejante a la del Pensador, o alguna otra pose de concentración semejante.
¡Sí, era extraordinario! Sí, todo era posible. Aunque después de todo, yo había aceptado lo «imposible». Vivía con esa realidad. Había abandonado toda expectativa de cotidianeidad para mi mundo anterior, para mi vida real en ese lugar. En cuanto a lo público, al mundo exterior, hacía ya mucho que había dejado de ofrecer la normalidad. ¿Sería posible, tal vez, describir ese período como la cotidianeidad de lo extraordinario? Bien, el lector no debería tener dificultades en este punto. Estas palabras son la expresión de los tiempos que vivimos entonces. ¿Una descripción de toda una vida?... probablemente, aunque no sea de mucha utilidad entenderlo así.
Estas palabras sin embargo transmiten de forma perfecta la atmósfera de lo que estaba ocurriendo cuando me trajeron a Emily. Mientras todo, todas las formas de organización social se desintegraban, nosotros seguíamos viviendo, adaptando nuestras vidas, como si no estuviera ocurriendo nada fundamental. Era sorprendente ver qué decididos, qué empeñados, cuan autorrenovados eran los esfuerzos por llevar la vida habitual. Cuando nada, o bien poco, restaba de aquello a lo que habíamos estado habituados y que habíamos aceptado como lógico unos diez años antes, continuábamos hablando y actuando como si todas aquellas viejas formas nos pertenecieran aún. Y, efectivamente, el orden de antaño, alimentos, comodidades y aun lujos, existían en los niveles superiores. Todos lo sabíamos, aunque evidentemente quienes disfrutaban de todas esas cosas no atraían la atención sobre sí mismos. Y también podía haber orden en ciertos enclaves aislados en el espacio o en el tiempo, durante períodos de semanas y meses, o bien en un distrito determinado. En esos enclaves la gente vivía y hablaba, pensaba incluso como si nada hubiera cambiado. Cuando sucedía algo realmente malo, como cuando quedaba devastada una zona, la gente solía alejarse durante días y semanas para albergarse con parientes o amigos, y volver luego, quizá a una casa saqueada, y retomar sus empleos, sus tareas domésticas, su orden establecido. Podemos acostumbrarnos a cualquier cosa. Esto es sin duda un lugar común, pero quizá sea necesario haber vivido tiempos como aquellos para ver qué horrible verdad es esta. No hay nada que la gente no esté dispuesta a intentar incorporar a «la vida cotidiana». Fue precisa-mente esto lo que dio un sabor tan extraño a aquella época, la combinación de lo raro, lo alocado, lo alarmante, lo amenazador, la atmósfera de asedio o de guerra... con todo lo que era habitual, común y decente.
Por ejemplo, en los boletines de noticias y en los diarios se seguía durante días la historia de una sola criatura secuestrada, arrebatada de su cochecito, tal vez por alguna pobre mujer desafortunada. Centenares de miembros de la policía se dedicaban a rastrear los suburbios y las inmediaciones buscando al niño y a la mujer para castigarla. Luego, la noticia siguiente se refería a la muerte en masa de centenares, millares y aun millones de personas. Todavía creíamos, queríamos creer, que lo primero, la preocupación por el niño aislado, la necesidad de castigar al criminal individual, aunque para lograrlo se requirieran semanas y semanas y la colaboración de centenares de miembros de nuestra abrumada policía, era lo que en verdad daba nuestra imagen. Lo segundo, la catástrofe, era, como habían sido siempre estas noticias para la gente que no se hallaba en la zona amenazada, un accidente lamentable pero menor o, por lo menos no decisivo, que no interrumpía el curso uniforme, el desarrollo de la civilización.
Este era el tipo de cosa que aceptábamos como normal. A pesar de ello todos nosotros teníamos momentos en que el juego que todos estábamos de acuerdo en jugar no se hallaba, simplemente, a la altura de los hechos. Nos asaltaban entonces sentimientos de irrealidad semejantes a la náusea. Tal vez ese sentimiento, la sensación de que la tierra se disolvía bajo nuestros pies, era el verdadero enemigo... o por lo menos, así lo creíamos. Tal vez nuestro sentimiento tácito de que no ocurría gran cosa, o por lo menos nada que fuera irrecuperable, se debía a que el enemigo era para nosotros la Realidad, era permitir darnos por enterados de lo que estaba pasando. ¿Tal vez nuestras comedias, las de todos, que en los momentos en que nos sentíamos desnudos, indefensos, eran como representaciones teatrales y, además, absurdas, deberían considerarse como admirables? ¿O bien eran acaso necesarias, como los juegos de los niños que saben servirse de la ficción para mantener la realidad a buena distancia de su debilidad? Pues cada vez más a menudo, continuamente, debíamos vencer esa necesidad de reír, simplemente. No, no era una risa sana, lejos de ello. Eran más bien carcajadas y gritos de burla.
Otro ejemplo: durante la misma semana en que una horda de unos doscientos mocetones se abalanzó sobre nuestra vecindad, dejando un cadáver sobre la acera opuesta, frente a mi ventana, vidrios destrozados, establecimientos saqueados y restos de hogueras, un grupo de mujeres de edad madura se reunían voluntariamente, en calidad de cuerpo de vigilantes, para protestar formalmente ante la policía contra un grupo teatral formado por unos cuantos jóvenes aficionados. Este grupo había escrito y puesto en escena una obra en la que se describían las tensiones dentro de una familia común, residente en un bloque de apartamentos como los nuestros, una familia que había albergado a media docena de refugiados de las localidades del este. (Cuando los grupos migratorios formaban parte de las pandillas, eran «matones», pero tan pronto como se separaban para buscar refugio junto a alguna familia o en una casa, eran «refugiados».) Una casa ocupada con anterioridad por cinco personas albergaba de pronto a doce, y las fricciones resultantes llevaban al adulterio y al incidente en el cual «una adolescente seducía a un hombre con edad suficiente como para ser su abuelo», según describían el episodio las buenas mujeres, indignadas. Lograron organizar un mitin, no muy concurrido, para tratar sobre «la decadencia de la vida familiar», «la inmoralidad», «la licencia sexual». Todo esto era cómico, sin duda. A menos que fuera triste. A menos, como he sugerido ya, que fuese admirable, un signo de la vitalidad de la llamada «vida cotidiana» que al final acabaría triunfando sobre el caos, el desorden y la malevolencia de los acontecimientos.
¿Qué puede decirse, en fin, de los innumerables grupos de ciudadanos que aparecieron hasta el final mismo, para todos los fines éticos y sociales que fuera posible concebir? Para mejorar las pensiones por ancianidad, en unos momentos en que el uso del dinero estaba siendo reemplazado por el trueque; para administrar cápsulas vitamínicas a los escolares; para crear un servicio de visitadoras para los inválidos; para disponer la adopción legal definitiva de niños abandonados; para prohibir las noticias sobre todo hecho violento o «de-sagradable» con el fin de «no meter ideas en la cabeza de los jóvenes»; para razonar con las bandas de matones a su paso por las calles, o bien para castigarlos corporalmente; para ir de calle en calle, exhortando a la gente a «restablecer el sentido de la decencia» en su vida sexual; para llegar al acuerdo de no comer carne de perro ni de gato, y así interminablemente, sin pausa... la cosa realmente no tenía fin. Una farsa. Escupir contra el huracán, permanecer frente al espejo retocándose el maquillaje, o enderezarse la corbata, mientras la casa se des-morona sobre nosotros, tender la mano serena y tranquilizadora del miembro de la familia real al bárbaro que, con toda seguridad, se inclinará para darle una buena dentellada... todos estos símiles acuden a la mente. Se hacían entonces analogías, desde luego, en las conversaciones, que eran el pan cotidiano, y también entre los cómicos profesionales.
En semejante atmósfera, en tiempo de tales sucesos, que llegase un desconocido a mi casa y me entregara una niña, diciendo que quedaba bajo mi responsabilidad, y luego se fuera sin añadir palabra, no era tan extraño.
Cuando por fin Emily salió del dormitorio, después de cambiarse el vestido y lavarse la cara para borrar lo que aparentemente había sido un acceso de lágrimas de pesar, dijo:
—El cuarto será un poco pequeño para Hugo y para mí, pero no importa.
Vi entonces que a su lado tenía un perro, no, un gato. ¿Qué era? Un animal, en cualquier caso. Tenía el tamaño de un bulldog y su forma recordaba más la de un perro que la de un gato, pero la cara era de gato.
Era amarillo. Tenía un pelaje duro y áspero. Tenía los ojos y bigotes de gato. Tenía una cola larga, como un látigo. Feo animal. Hugo. La chica se sentó con cuidado en mi viejo sofá mullido, frente a la chimenea, y el animal dio un salto para tenderse tan apretado a ella como pudo. La chica lo rodeó con un brazo y me miró desde allí, con la cara muy pegada a las facciones de gato del animal. Ambos me miraban, Hugo con sus ojos verdes, y Emily, con los suyos castaños, astutos y desconfiados.
Era una niña alta, de unos doce años. Una niña no, en realidad, sino una adolescente ubicada en ese punto a medio camino, después del cual no tardaría en ser una joven. Sería bo-nita o, por lo menos, bien parecida. Bien formada, pues tenía manos y pies pequeños y miembros bien hechos y tostados por el sol y la buena salud. El cabello era oscuro y lacio, con la raya al lado y retenido por una horquilla.
Conversamos. Mejor dicho, nos lanzamos pequeños comentarios, cada una esperando que en algún punto girase el conmutador y con ello se hiciera más fácil estar juntas. Mientras permanecía allí sentada y en silencio, su mirada sombría y taciturna, su boca con una decidida aptitud para el humorismo, su aire de atención paciente y pensativa, me hicieron ver en ella a una persona a quien podría llegar a querer mucho. Por otra parte, tan pronto como estuvo segura de que iba a responder a mis esfuerzos, a mi sentimiento de agrado frente a sus potencialidades, surgió en ella la pequeña «comadre», vivaz y atrevida. La palabra, un tanto pasada de moda, le iba muy bien. Había algo anticuado en su imagen de sí misma. ¿O era, quizá, la idea que de ella se había formado otra persona?
Me dijo locuazmente.
—Estoy muerta de hambre, y Hugo también. Pobre Hugo. Hoy no ha comido. Yo tampoco, la verdad sea dicha.
Me disculpé y salí apresuradamente a las tiendas en busca del alimento para gatos o para perros que pudiera hallar para Hugo. Tardé algún tiempo en encontrar un comercio que tu-viese esos productos. Me convertí en objeto de interés para la empleada, persona amante de los animales, quien elogió mi intención de defender mi derecho a tener «animalitos» en tiempos como aquellos. También desperté el interés de uno o dos clientes y me cuidé muy bien de no decir dónde vivía, cuando uno de ellos me lo preguntó, y luego volví a casa por otro camino y me cercioré de que nadie me siguiera. En el trayecto entré en varios comercios en busca de cosas que en general nunca me molestaba en comprar, por ser de tan difícil obtención, además de caras. Finalmente conseguí algunos bizcochos y galletitas de bastante buena calidad, golosinas que, según supuse, podrían gustar a una niña. Tenía una buena cantidad de manzanas y peras secas y una reserva de alimentos básicos. Cuando por fin llegué a casa, hallé a Emily dormida en el sofá con Hugo, también dormido a su lado. Tenía la cara amarilla apoyada sobre el hombro de la chica, que lo tenía abrazado. En el suelo, a su lado, yacía su maletita, tan frágil como las que usan los escolares internos para ir a casa el fin de semana. Contenía unos cuantos vestidos muy bien doblados, un par de vaqueros y un suéter. Estas eran, aparentemente, todas sus posesiones en lo tocante a ropas. No me habría sorprendido ver un osito o una muñeca. En lugar de esto había una Biblia, un álbum de fotos de animales y varios libros de ciencia-ficción en edición de bolsillo.
Preparé, lo mejor que pude, una cena de bienvenida para ella y Hugo. Me costó despertarlos. Estaban en ese estado de agotamiento posterior al alivio que sigue a una prolongada tensión. Cuando terminaron de comer quisieron acostarse a pesar de que aún era media tarde.
Así fue como Emily se quedó a vivir conmigo.
Durante aquellos primeros días durmió interminablemente. Por ello, y por su total obediencia, llegué a verla, de forma subconsciente, como más joven de lo que era en realidad. Me quedaba esperando en la sala, con gran paciencia, mientras ella dormía, exactamente como quien vela el sueño de un niño de corta edad. Le remendé un poco la ropa, se la lavé y se la planché. Sin embargo, por lo general me quedaba contemplando la pared, esperando. No podía por menos de reflexionar que tener conmigo a una niña, justo cuando la pared empezaba a abrirse, sería una molestia. La verdad era que ella y su animal interferían bastante en mi vida habitual. Esto me provocaba sentimientos de culpa. Otra vez volví a sentir una serie de emociones que hacía mucho no había experimentado y llegué a desear, simplemente, desaparecer por la pared para no volver más. Habría significado volverle la espalda a mis responsabilidades.
Sucedió uno o dos días después de la llegada de Emily. Estaba detrás de la pared y abría una puerta tras otra, o me internaba por los recodos de largos pasillos para encontrarme frente a otros cuartos o series de cuartos, vacíos. Es decir, no veía a nadie, aunque la sensación de la presencia de alguien era tan intensa que no cesaba de volver la cabeza, como si esperase ver surgir a esa persona desde el lado opuesto de la pared, en el instante en que le hubiese vuelto la espalda. Vacíos, pero habitados. Vacíos, pero amueblados... vagando allí, entre altas pa-redes blancas, de cuarto en cuarto, vi que estaban llenos de muebles. Conocía esos sofás, esos sillones. Pero ¿por qué? ¿A qué momento de mi vida pertenecían? No eran de mi gusto. Y sin embargo tenía la sensación de que habían sido míos, o bien de algún amigo íntimo.
La sala tenía cortinajes de seda rosa pálido, una alfombra gris con delicadas flores rosadas y verdosas, muchas mesas pequeñas y vitrinas. Los sofás y las sillas estaban recubiertos de tapicería en tonos pastel, y cada mueble, dispuesto con precisión. El cuarto era demasiado formal y presuntuoso para haber sido mío alguna vez. Reconocía, no obstante, todo lo que había en él. Entré y me invadió, poco a poco, una mezcla de desaliento y fastidio. Todo lo que veía tendría que ser reemplazado o limpiado, pues nada estaba en buenas condiciones o limpio. Sería necesario volver a tapizar las sillas, cuya tela estaba raída. Los sofás estaban oscuros de hollín. Los cortinajes mostraban pequeños desgarrones y las manchas ásperas que deja la polilla, cada una de ellas con un agujero minúsculo. La alfombra dejaba ver la trama. Y lo mismo sucedía con los muchos cuartos que había allí, lo que me daba la sensación de que todo se me escurría entre unos dedos torpes y entumecidos. Sería necesario vaciar toda la vivienda y quemar o arrojar a la basura todo lo que contenía. Sería mejor tener cuartos vacíos, en lugar de la mediocre pobreza de esos cachivaches deteriorados. Cuarto tras cuarto tras cuarto... no terminaban nunca, como tampoco terminaría el trabajo que debía realizar. Busqué con empeño el cuarto vacío con la escalera del pintor y la silueta, apenas percibida, vestida con un mono. Si llegaba a encontrarlos significaría que había dado ya un primer paso. No había cuartos vacíos, sino que cada uno de ellos estaba repleto de objetos, todos los cuales reclamaban atención.
No debe suponerse que todas mis energías se orientaban hacia ese lugar oculto. Durante días enteros no pensaba en él. El conocimiento de que estaba allí, cualquiera que fuese la forma que adoptara en ese instante, se me aparecía en chispazos en el curso de mi vida diaria, cada vez con mayor frecuencia. Pero también lo olvidaba durante días enteros. Cuando me encontraba efectivamente al otro lado de la pared, todo lo demás me parecía irreal y aun las preocupaciones nuevas y serias, como Emily y su animal, se deslizaban y distanciaban para formar parte de otra vida lejana que poco tenía que ver conmigo. Y en ello reside la dificultad de describir aquella época. Al mirar ahora hacia atrás es como si dos modos de vida, dos mundos, hubiesen existido el uno junto al otro, estrechamente relacionados. Entonces, en cambio, una vida excluía a la otra y yo no esperaba que los dos mundos llegasen a unirse jamás. Nunca creí que pudieran llegar a unirse y aun habría afirmado que esto no era posible. Especialmente entonces, con la presencia de Emily. Especialmente cuando yo tenía tantos problemas que giraban en torno al hecho de que ella estaba conmigo.
El problema principal era, y siguió siéndolo durante algún tiempo, que Emily fuera tan infinitamente comedida y obediente. Cuando me levantaba por la mañana ya estaba despierta, con uno de sus pulcros vestidos, las prendas de niña juiciosa cuya madre necesita que sus hijos vayan siempre bien vestidos, notablemente bien vestidos. Se había cepillado el pelo. Se había lavado los dientes. Estaba esperándome en la sala con su Hugo y acto seguido empezaba a parlotear vivamente, ofreciéndome esto o aquello, diciéndome qué bien había dormido, o contándome lo que había soñado, o esta o aquella otra ocurrencia divertida, o tonta, o útil... y todo era un torrente frenético que pretendía anticiparse a cualquier crítica o exigencia por mi parte. Seguidamente empezaba a hablar del desayuno, de que «le encantaría» prepararlo, «simplemente sería un placer hacerlo, por favor», porque la verdad es que era sumamente diestra y capaz. Nos íbamos, pues, las dos a la cocina, donde Hugo y yo nos instalábamos a presenciar sus preparativos. Y la verdad es que era competente y hábil. Luego comíamos todo lo que había preparado, la cabeza de Hugo a la altura de su cintura, mientras nos miraba a ambas con ojos serenos, nos miraba las manos, las caras y, cuando se le ofrecía un trocito de comida, lo tomaba con delicadeza, como un gato. Por fin, Emily se ofrecía a lavar la vajilla.
—¡No, no, me encanta fregar, aunque le parezca increíble! ¡Le juro que me encanta!
Lo fregaba todo, entonces, y dejaba la cocina en perfecto orden. Su cuarto estaba ya arreglado, aunque no la cama, hecha siempre un nido, o un claustro forrado de mantas y almohadas entremezcladas. Nunca le reprendí por ello. Al contrario, me alegraba saber que había allí un lugar que consideraba suyo, que era su refugio, en el cual podía apartarse de aquella necesidad terrible de ser siempre tan vivaz y buena. A veces, de manera inesperada, en mitad del día, se iba a su cuarto, como si de pronto algo hubiese sido ya demasiado para ella. Cerraba las puertas y, no me cabía la menor duda, se introducía en aquella cueva enmarañada y se tendía allí para recobrarse; pero... ¿de qué? En la sala se sentaba en mi viejo sofá, con las piernas replegadas, en una actitud que era una ofrenda a lo que cabía esperar de ella, como también lo eran sus modales, su obediencia. Me observaba, como si previera órdenes o necesidades, o a veces leía. Sus gustos en materia de lectura eran los de una adulta. Verla allí con la lectura elegida hacía más incongruente aún esa actitud de niña vivaz, como si deliberadamente estuviera insultándome. Otras veces se sentaba con un brazo en torno al animal amarillo, que le lamía la mano, le ponía la cara de gato sobre el brazo y ronroneaba con un ruido que resonaba por todos los cuartos de mi apartamento.
¿Habría estado prisionera de algún modo?
No se lo pregunté. Nunca, ni una vez, le hice preguntas. Por su parte, nunca me dijo nada. Entretanto, me oprimía el corazón verla, pues reconocía su actitud como lo que era. Y al mismo tiempo que me sentía, en realidad, enternecida y ridículamente llena de compasión hacia ella, sufría una intensa irritación, debido a mi incapacidad de superar la valla defensiva que ella había levantado. Allí estaba esa niña solemne, seria, con su vestido de niña juiciosa, con todos los signos de la niña solitaria, toda timidez y vigilancia, pero que luego se lanzaba de pronto a la charla locuaz, a la tarea de ser «divertida», a ofrecerme todas las habilidades y aptitudes a cambio de... ¿qué? Por mi parte, no me consideraba un ser que inspirase temor. Casi sentía, más bien, que no tenía existencia propia. ¿Era para ella una continuación de unos padres, o de un padre o una madre, de un tutor, de unos padres adoptivos? ¡Además, cuando debiéramos partir, posiblemente tendría que entregarla a alguien! ¿Volvería a llevársela el hombre que me la había entregado? ¿Llegarían sus padres? De lo contrario, ¿qué haría con ella? Cuando iniciara mis viajes hacia el norte o el oeste, para incorporarme al movimiento generalizado de la población, lejos de las regiones sur y este del país, ¿qué destino me aguar-daba? ¿Qué género de vida? Lo ignoraba. Sabía, en cambio, que nunca había contado con una criatura, nunca había previsto una responsabilidad tan absoluta... Aparte de que, aun en los pocos días pasados en mi casa, ella había cambiado. Sus senos se perfilaban, levantando el corpiño del vestido infantil. El rostro redondeado, con atrayentes ojos oscuros, requería ya muy poco para transformarse en el de una adolescente. Una «niña» era una cosa ya bastante molesta... una «niña con su animalito», pero... una «jovencita» podría ser algo muy distinto, sobre todo en los tiempos que corrían.
Tal vez suene contradictorio afirmar que otra cosa que me preocupaba era su indolencia. Es verdad que no había mucho que hacer en el apartamento. Se quedaba sentada durante horas junto a la ventana y observaba, absorta, lo que ocurría afuera. Me entretenía con sus comentarios, con esa ofrenda deliberada y medida. Era evidente que sus comentarios «divertidos» habían sido elogiados antes. En este punto, asimismo, no sabía yo bien a qué me veía abocada, ya que aquellas no eran, ni mucho menos, las percepciones de una niña. Podía ser, por otra parte, que fuera yo quien estaba anticuada y que eso fuera lo que cabía esperar en tales circunstancias, puesto que ¿cuántas pruebas y tensiones no tenían que aceptar e incorporar a su persona los niños de aquel momento?
El profesor White salía del vestíbulo principal y bajaba la escalera, se detenía, observaba a ambos lados de la calle, con gesto casi militar: «Alto, ¿quién va?». Luego, más tranquilo, se detenía un instante y una casi podía imaginarlo: poniéndose unos guantes, ajustándose un sombrero. Era un hombre delgado, joven para ser ya profesor, en la treintena aún, un hombre meticuloso, pálido, con todos los aspectos de su vida correctamente encasillados. Mientras lo observaba, en el rostro de Emily aparecía una sonrisa levemente agria, como si estuviera pensando: «¡Te atrapé, no puedes escapar!». Y por encima de las orejas amarillas del animal de guardia decía: «¡Parece como si estuviera poniéndose un par de guantes!». (Sí, esta era la observación.) Y luego: «¡Debe de tener muy mal genio!» —¿Por qué? ¿Por qué lo supones?—. «Pues... todo ese control, todo tan cuidado, tan limpio... tiene que reventar por algún lado.» Y, en una oportunidad: «Si tiene una amante... —el uso de aquel término, algo pasado de moda, fue intencionado, parte de la comedia— tendría que ser una persona con muy mala fama, una persona bastante inaceptable, o bien él, tendría que verlo así, o la otra gente, aunque no fuese verdad. Porque tendría que sentirse una mala persona, ¿comprende?». Bueno, evidentemente tenía razón.
Pronto me encontré buscando pretextos para sentarme allí y oír sus ocurrencias. A la vez tenía una cierta reticencia a contemplar cómo caía el puñal con tanta destreza, con tanta precisión, una y otra vez.
Sobre Janet White, quien tenía aproximadamente su misma edad, dijo: «Se pasará la vida buscando a alguien como su papá, pero ¿dónde podrá encontrarlo?... quiero decir, ahora. No existe». Se refería, desde luego, a la desintegración general de todo, a la época poco propicia para la producción de profesores con camisas blancas e impecables y una afición secreta a lo pecaminoso, por cuanto la respetabilidad misma estaba sentenciada a muerte y, con ella, los matices de los cuales se nutren sus necesidades profundas. Llamaba al profesor el Conejo Blanco. La hija era la Niña de Papá, con lo cual señalaba que al mismo tiempo, naturalmente, se describía a sí misma. «¿Qué otra cosa, si no?» Cuando le insinué que podría trabar amistad con Janet, comentó: «¿Cómo? ¿Ella y yo?».
Allí se quedaba la mayor parte del día, repantigada en un gran sillón que trasladaba con ese fin. Una niña que se presentaba como tal. Era posible imaginarla con calcetines blancos sobre esas piernas llenas y bien formadas y con un lazo en el pelo. Lo que veía, en cambio, era muy diferente. Vestía vaqueros y una camisa de algodón, planchada esa mañana, con los dos botones superiores sin abrochar. Llevaba ahora el cabello con raya en medio, y con solo estos cambios se había transformado en una belleza. Sí, ya estaba allí la adolescente.
Además, como en un reconocimiento de este paso hacia la vulnerabilidad, sus comentarios malévolos o tolerantes se dirigían hacia los muchachos que pasaban frente a la ventana. La manera de caminar de este, estaba segura, representaba una inseguridad frente a sí mismo. La forma llamativa de vestir de este otro. El cutis feo de aquel otro, o el cabello mal cuidado. Esos seres poco atrayentes representaban una fuerza, un imperativo que no había modo de eludir. Como una niñita cuyo columpio se balancea a demasiada altura, los gritos de Emily eran a la vez de excitación y de terror.
Era terrible en la exactitud de sus críticas. Me deprimía por... oh, por muchas razones, entre ellas mi propio pasado. Ella, en cambio, no lo sospechaba. Creía de verdad, como de-mostraban sus modales desenvueltos, las miradas llenas de seguridad que me dirigía, estar «pagándome», como siempre, la hospitalidad que le brindaba, esta vez mediante esas mues-tras de agudeza. Simplemente no podía dejar pasar a nadie sin «ingerirlo», para regurgitarlo luego, cubierto de su lodo. Era la chica lista a quien nadie engañaba, a quien nadie podía con-vencer de algo inexistente, la chica a quien habían elogiado por ser así, a quien habían enseñado a ser así.
No obstante, en una ocasión entré en la sala y la vi hablando por la ventana con Janet White. Se mostraba seria, afectuosa, aparentemente sincera. Aunque no le gustaba Janet White, estaba empeñada en gustarle a Janet White. Las dos chicas se hicieron gran cantidad de promesas mutuas, relacionadas con futuras incursiones en los mercados, visitas, paseos a pie. Y cuando Janet se alejó sonriendo por la calidez derramada por Emily, Emily dijo: «Oyó hablar de mí a sus padres y ahora les llevará su informe». Lo cual era verdad, sin duda.
Lo importante es que nadie que se le acercaba, que pasaba frente a sus ojos, dejaba de ser percibido por ella como una amenaza. Así la había «solidificado» su experiencia, cualquiera que hubiese sido. Me descubrí tratando de ponerme en su lugar, tratando de ser ella, para comprender por qué todos tenían que desfilar repetidamente frente a ella para satisfacer su necesidad de criticar, o de defender, y me encontré pensando que esto era simplemente lo que hacía todo el mundo, lo que yo misma hacía, aunque en Emily había algo que ampliaba, acentuaba, exageraba esta tendencia. Sin duda, siempre que se nos aproxima alguien, somos todo cautela, medimos a la persona en cuestión; miles de mediciones y valoraciones se suceden con increíble rapidez, situándole, situándola en el lugar que le corresponde, para por fin llegar al callado veredicto: sí, esta persona me va; no, no tenemos nada en común; no, él, o ella, representa una amenaza... ¡Cuidado! ¡Peligro! Y así sucesivamente. Sin embargo, hasta que Emily no me subrayó todo esto, no caí en la cuenta de la prisión que habitamos todos, de la imposibilidad para cualquiera de nosotros de permitir que se nos acerque un hombre, una mujer o un niño sin efectuar la inspección defensiva, el análisis rígido, agudo, frío. Ocurría que la reacción era tan veloz, tan inveterada, probablemente la primera que nos enseñan nuestros padres, que nunca advertimos hasta qué punto nos dominaba.
—Mire cómo camina —decía Emily—. Mire a esa vieja gorda. —(La mujer, diré, tenía cuarenta y cinco o cincuenta años y aun puede que tuviera solo treinta)—. Cuando era joven, seguramente alguien le dijo que tenía una manera de caminar provocativa, seguramente le dijeron: «¡Qué manera coqueta de mover las caderas, qué provocativa eres!». —La parodia era horrible por su exactitud. La mujer, esposa de un corredor de bolsa que entonces era vendedor de trastos viejos y vivía en el piso superior, tendía a exhibir una serie de gestos de coquetería, con los labios, los ojos, las caderas. Esto era lo que veía Emily y, seguramente, lo primero que veíamos todos. Por estos gestos, en fin, la juzgaba con certeza todo el mundo. Era imposible oír a Emily sin sentir que se vaciaba todo el propio ser, el sentido de la propia identidad, hasta quedar rebajado y agotado. Significaba un ataque a la propia vitalidad. Escuchar a Emily significaba reconocer los límites dentro de los cuales vivimos todos.
Le sugerí que quizá debería ir a la escuela, para «hacer algo», añadí rápidamente, al ver su mirada sardónica. Esta mirada no fue de cálculo, sino una reacción genuina. Acababa de sorprender, pues, un fugaz reflejo de lo que tanto deseaba desde hacía mucho tiempo: saber qué pensaba de mí, cómo me veía... Lo que vi fue tolerancia.
—¿Para qué? —replicó Emily.
Para qué, en verdad... La mayoría de las escuelas habían renunciado a toda tentativa de enseñar. Se habían convertido, para la gente más pobre al menos, en extensiones del ejército, del mecanismo destinado a mantener a la población bajo control. Había aún escuelas para los hijos de la clase privilegiada, la de los administradores y supervisores. Janet White iba a una de ellas. Decidí que tenía demasiado buen concepto de Emily para proponerle que fuera a una de esas escuelas, aun si me hubiera sido posible conseguir una plaza. No era que la educación impartida en ella fuera mala. No venía al caso, eso era todo. Merecía... una mirada sardónica.
—Estoy de acuerdo contigo en que no tiene mucho objeto. Además, imagino que de todos modos no estaremos ya mucho tiempo aquí.
—¿Adonde piensa ir después?
La pregunta me oprimió el corazón. El aislamiento desconsolado en que vivía nunca se evidenció con tanta agudeza. Había hablado en un tono cauteloso, hasta delicado, diría, como si no tuviera derecho a preguntar, como si no tuviera derecho a mis cuidados, a mi protección... ni parte alguna en mi futuro.
Debido a la emoción que sentí, me mostré mucho más segura en cuanto a mis planes de lo que en realidad estaba. De hecho, me había preguntado varias veces si una familia que conocía en el norte de Gales estaría dispuesta a cobijarme. Era buena gente de campo... sí, eso daba exactamente la medida de mis fantasías sobre ellos; «buena gente de campo» era la forma que tomaban la seguridad, el asilo, la paz, la utopía, en la mente de muchos, durante aquella época. Por otra parte, conocía bien a Mary y George Dolgelly, conocía bien la granja, había estado en su anexo para huéspedes, habilitado durante el verano. Si lograba llegar hasta allí, tal vez podría vivir un tiempo con ellos. Yo era una persona con destreza manual, aficionada a la vida simple, que me sentía cómoda tanto fuera como dentro de la ciudad... Por supuesto, en aquellos días tales cualidades eran aplicables a gran número de personas, en particular «los jóvenes», quienes eran capaces, cada vez más, de realizar cualquier tipo de trabajo que fuera preciso. No creía que los Dolgelly pudiesen considerarme un gran hallazgo. También creía, con todo, que tampoco me considerarían una carga. Pero ¿una chica? O mejor dicho, ¿una muchacha atractiva? ¿Una muchacha atractiva y desafiante? La verdad era que ellos tenían sus propios hijos... se ve aquí cómo mis ideas eran hasta entonces bastante convencionales y sin gran originalidad. Hablé de ello a Emily y ella me escuchó, mientras su sonrisita agria se iba transformando, poco a poco, en otra divertida. Era una diversión di-simulada bajo la cortesía. No pude convencerme, por lo menos entonces, de que se tratase de afecto. Emily reconocía mi fantaseo en toda su realidad, pero a pesar de ello, le divirtió, como me divertía a mí. Me pidió que le describiera la granja. En una ocasión había pasado una semana allí, acampando en una meseta, con agua transparente que corría por la ladera color de púrpura. Todas las mañanas llevaba a George y Mary un recipiente para que lo llenasen de leche recién ordeñada y al mismo tiempo les compraba una pieza de pan casero. Idílico. Un idilio que posteriormente desarrollé al agregarle detalles. Tomaríamos unas habitaciones en la casa para huéspedes y Emily «ayudaría con los pollos», este último, un toque de cuento de hadas. Comeríamos sentadas a la mesa de la casa, una larga mesa de madera. En un hueco había una cocina anticuada. Allí hervirían lentamente los guisos y las sopas, comida de verdad, comeríamos tanto como quisiéramos... no, aquello no era muy realista, pero por lo menos, comeríamos lo indispensable, pan de verdad, queso de verdad, legumbres frescas y, alguna vez, incluso un poco de buena carne. Se olería el perfume de las hierbas colgadas a secar en ramos. ¡La chica escuchó todo esto, y yo no podía quitarle los ojos del semblante, donde la leve sonrisa sabia alternaba con su necesidad de protegerme a mí contra mi inexperiencia y mi vida protegida! Más intenso que todo lo demás, había algo de lo cual no tenía conciencia, algo que, de llegar a advertirlo, destruiría antes que permitirle revelar alguna debilidad. Algo más intenso que las estratagemas, que la necesidad de congraciarse y de comprar sumisión, que la penosa hambre, una necesidad, algo puro, que hizo que su rostro perdiese toda esa vivacidad metálica y los ojos esa expresión defensiva. Era ahora la imagen del anhelo intenso. ¿Anhelo de qué? Es difícil saberlo, siempre es difícil. A pesar de ello, lo reconocí, lo vi, puesto que una conversación sobre la granja en Gales hizo tanto como cualquier otra cosa para traerlo a la superficie, para hacerlo resplandecer allí. El buen pan, el agua pura del pozo profundo, las legumbres frescas, el amor, la generosidad, la honda protección de una familia. Hablamos, pues, de la granja, de nuestro futuro, el de ella y el mío, como de una fábula en la cual marcharíamos juntas, tomadas de la mano. Y entonces comenzaría «la vida», la vida como debía ser, como fuera prometida... ¿por quién?, ¿cuán-do?, ¿dónde?... a todos los seres de la tierra.
Ese período idílico, de pocos días en realidad, llegó bruscamente a su fin. Una tarde templada miré por la ventana y vi, bajo los plátanos de la acera opuesta, unos sesenta jóvenes, a quienes reconocí como un grupo migratorio que cruzaba nuestra ciudad. No siempre era fácil reconocer estos grupos, a menos que fueran tantos como esta vez, porque si se veían dos, o tres o cuatro miembros de uno de estos grupos, separados de los demás, podría suponerse que eran estudiantes como los que solían verse aún, aunque cada vez en menor nú-mero, en nuestra ciudad. También podían ser hijos de gente del barrio. Vistos en conjunto, en cambio, eran inconfundibles, se los reconocía al instante. ¿Por qué? No, no era solo que una masa de gente joven en aquellos días no pudiera representar otra cosa. Era que habían renunciado a la individualidad, esto era lo esencial, al criterio individual y a la responsa-bilidad individual, hecho que se revelaba de mil maneras; una, por ejemplo, muy importante, era nuestra reacción instintiva al encontrarnos frente a ellos, una reacción de aguda apren-sión, porque reconocíamos que en una confrontación, si acaso se llegase a ella, se dictaría la sentencia de la jauría. No soportaban quedarse solos mucho tiempo. La masa era su hogar, el lugar donde se reconocían a sí mismos. Eran como los perros que se congregan en un baldío. El cuidado perrito de la señora (con su voluminoso peinado erigido en defensa frente al temor que revelaba su animalito, con su piel que recuerda los rizos ralos de una anciana que no llegan a cubrir parte de la vieja epidermis sonrosada, pero a la vez protegidos por una manta de lana escarlata de confección casera); el gran afgano, creado para cubrir cuarenta millas al día sin sentirlo, encerrado en su reducida casita en un diminuto jardín; el mestizo, vástago de los que sobrevivieron; el faldero, por naturaleza, perro de caza... todos estos queridos compañeros de la familia. Fido y Bonzo y Plumita y Lobo, después de haberse olido mutuamente el trasero y establecido el orden de precedencia, se alejan en jauría, unidad... Tal descripción es válida, desde luego, para cualquier grupo de personas de cualquier edad en cualquier lugar, cuando los papeles no les vienen asignados ya por alguna institución. Las pandillas de «chicos» no hacían más que abrir el camino a sus mayores, quienes no tardaban en imitarlos. Las «bandas de chicos» incluían casi siempre, en forma cada vez más frecuente, gente de más edad y aun familiares, pero el calificativo de «chico» persistía. En tales términos hablaba la gente de las «hordas en movimiento». Esta palabra, «horda», fue exacta al menos hasta el momento final, cuando ya pareció que todo un pueblo estaba en movimiento.
Aquella tarde en particular, con las copas de los árboles, espesas y frondosas, sobre sus cabezas y el sol que ofrecía una fiesta en un mes de septiembre lleno de tibieza, la banda se instaló en la calle, encendió una enorme hoguera y dispuso sus posesiones en una pila guardada por dos de los miembros, un par de muchachos armados con gruesos garrotes. Todo el sector quedó desierto, como había ocurrido ya antes. La policía estaba ausente. Las autoridades no podían afrontar el problema, ni lo deseaban. Se congratulaban de librarse por fin de estas bandas en marcha hacia otro lugar, junto con los problemas que creaban. En millas a la redonda todas las ventanas de las plantas bajas estaban cerradas y con las cortinas metálicas bajadas, pero a la vez se distinguían muchos rostros, apretados contra las ventanas de los pisos altos de todos los bloques de casas. Los jóvenes estaban congregados en grupos junto a la hoguera y algunas parejas estaban abrazadas. Una chica tocaba la guitarra. El olor a carne asada era intenso y a nadie le gustaba mucho pensar en su origen. Me pregunté si Hugo estaría seguro. No había llegado a querer al animal, pero me preocupaba por Emily. Entonces caí en la cuenta de que no estaba en el cuarto ni tampoco en la cocina. Llamé a la puerta de su cuarto y la abrí. El montón de ropa de cama sin ventilar, bajo la cual se refugiaba siempre en busca de protección, estaba como siempre allí, pero Emily no. Y Hugo tampoco. Recordé que en la masa de gente joven había una chica con vaqueros azules y camisa rosada que se parecía a Emily. Era Emily, en efecto, y ahora, desde la ventana, la observé. Estaba cerca de la hoguera, con una botella en la mano, riendo, como un miembro más de la pandilla, la multitud, la banda, la manada. De pie, muy pegado a sus piernas, temeroso de su suerte, estaba el animal amarillo; antes lo ocultaba la multitud agolpada. Vi que ella gritaba, discutía. Retrocedió, con una mano sobre la cabeza de Hugo. Retrocedió lentamente y luego dio media vuelta y corrió con el animal siguiéndola a toda velocidad. Verlo así, unos instantes tan solo, me recordó de forma dolorosa el poder, la capacidad, el alcance, la resistencia de ese animal, debilitados ahora por los cuartos reducidos que le limitaban la vida y los movimientos. Un gran alarido de hilaridad desorbitada se levantó entre los jóvenes. A juzgar por esta risotada, resultó evidente que habían estado gastando bromas sobre Hugo. En realidad no tenían inten-ción de matarlo, pero habían fingido tenerla. Emily les había creído. Todo esto se reducía a un hecho: que no la habían considerado como uno de sus miembros, ni aun como un miembro posible. Había allí, sin embargo, muchos chicos tan jóvenes como ella. A su vez, ella no se habría enfrentado a ellos como una niña, no, sino como una muchacha, una igual. Aquel debió de ser el motivo por el cual no la aceptaron. Todo esto se me ocurrió y fue objeto de mis reflexiones hasta el momento en que entró en mi sala, pálida, temblorosa, aterrada, se sentó en el suelo y rodeó a su Hugo con los brazos, abrazándolo estrechamente, a la vez que se mecía y le decía, cantando o, tal vez, sollozando: «No, no, Hugo querido, no les dejaría, no se lo permitiría, no tengas miedo». La verdad es que Hugo temblaba tanto como ella. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Emily y ambos tenían aquella actitud, de consolarse mutuamente, que siempre adoptaban en tales circunstancias.
Casi inmediatamente, sin embargo, al ver que yo estaba allí y comprendía el rechazo de que fuera objeto por parte del grupo adulto al que se había dirigido, se ruborizó y se enfadó. Apartó a Hugo y se levantó con una expresión en el rostro que reflejaba la lucha por recobrar el dominio de sí misma. Luego la expresión se volvió sonriente y dura, y Emily rió y dijo: «La verdad es que son gente muy divertida y no veo por qué dicen tantas cosas desagradables de ellos». Se acodó sobre el alféizar de la ventana para mirarlos mientras bebían de sus bo-tellas y se pasaban trozos de comida compartida. Estaba apagada. Quizá tenía miedo y estaba preguntándose cómo había podido acercárseles. Pero al mismo tiempo cada uno de nosotros, los centenares que observábamos la escena desde nuestras ventanas, todos estábamos examinando mentalmente nuestras propias posibilidades, nuestro propio futuro.
Poco después, sin dirigirme una mirada, Emily empujó a Hugo hacia el dormitorio, lo encerró, y nuevamente salió del apartamento y cruzó la calle. Ahora el resplandor de la ho-guera formaba un brillante reducto bajo los árboles medio chamuscados. Todas las ventanas de las plantas bajas estaban a oscuras, aunque reflejaban las llamas, o bien algún resplandor frío de la luna en cuarto creciente, visible entre dos bloques de apartamentos. Las ventanas superiores estaban llenas de cabezas delineadas contra tipos y grados diversos de iluminación. Algunos de los ciudadanos comunes se habían unido ya a los jóvenes, curiosos por saber de dónde venían, adonde se dirigían. Emily no era la única. Debo confesar que, más de una vez, yo misma había visitado los campamentos algunas noches. No en este sector de la ciudad, no; temía a mis vecinos y su censura. Pero en ellos había visto, no obstante, caras conocidas, de mi propio vecindario. Todos hacíamos lo mismo, y con los mismos cálculos.
No temía por lo que pudiera sucederle a Emily, siempre que se portara con sensatez. Si no lo hubiera hecho, estaba preparada para cruzar la calle y rescatarla. Estuve vigilándola toda la noche. A veces la veía, a ratos, no. La mayor parte del tiempo estuvo junto a un grupo de muchachos menores que ella. Era la única mujer y la verdad es que actuaba tontamente, provocándoles, señalando su presencia. Todos estaban ebrios, y ella no era más que uno de los ingredientes de ese estado de embriaguez.
Había gente tendida en el pavimento, dormida, con la cabeza apoyada sobre un jersey arrollado, o bien en los brazos. Dormía despreocupada, mientras el resto se movía a su alre-dedor. Este sueño despreocupado, confiado en que los otros no les pisarían, en que estarían protegidos, revelaba más que cualquier otra cosa el tipo de reciedumbre adquirido por esos muchachos, la confianza mutua que sentían. Pero el sueño general no era lo previsto. El fuego se había apagado. Pronto amanecería. Vi que todos estaban congregándose para poner-se en marcha. Pasé una media hora difícil, preguntándome si Emily partiría con ellos. Después de unos cuantos abrazos ruidosos y groseros, como los abrazos y los chistes que intercambian al despedirse prostitutas y soldados cuando se aleja un regimiento, y después de haber corrido junto a ellos unos cuantos metros por la acera, Emily regresó con pasos lentos. No volvió a mí —la conocía demasiado bien para suponerlo—, sino a Hugo. Al pasar por el corredor iluminado pude verle la cara un instante, una cara solitaria, apesadumbrada, en modo alguno una cara de niña. En cambio, cuando entró en la sala ya tenía puesta la máscara.
—Ha sido una noche estupenda, digan lo que digan —comentó.
Yo no había dicho nada antes, ni tampoco lo dije ahora.
—Aparte de comerse a la gente, son muy simpáticos —dijo ahogando un bostezo exagerado.
—¿Acaso se comen a la gente?
—La verdad es que no lo he preguntado, pero yo diría que sí. ¿Usted no?
Abrió entonces la puerta de su cuartucho, del cual salió Hugo con los ojos verdes fijos en su cara. Emily le dijo:
—Está bien, no he hecho nada que no hubieras hecho tú, te lo juro.
Y con este torpe comentario y una risita forzada se alejó, a la vez que añadía por encima del hombro:
—Podrían pasarme cosas peores que irme un día de estos con ellos, creo. Por lo menos se divierten.
La verdad es que prefería aquel «buenas noches» a muchos otros que habíamos intercambiado cuando, a las diez, Emily me decía: «Bueno, es hora de acostarse. Me voy», y un beso de niña obediente quedaba suspendido entre las dos, como los guantes invisibles del profesor White.
Sucedió luego que durante todo aquel principio de otoño, día tras día, fueron pasando nuevas bandas por nuestra calle. Y día tras día, Emily estaba junto a ellos. No preguntaba si podía ir. Por mi parte, no estaba dispuesta a prohibírselo, ya que sabía que no me obedecería. No tenía ninguna autoridad. No era mi hija. Evitábamos todo enfrentamiento. Estaba allí cada vez que se llenaba la acera opuesta y que ardían las hogueras. En dos ocasiones volvió muy ebria, y en otra, con la camisa desgarrada y marcas de mordiscos en el cuello. Me dijo entonces:
—Supongo que creerá que he perdido la virginidad. Pues no, no la perdí, aunque faltó poco, se lo aseguro. —Y enseguida, el comentario frío y lacónico, la firma personal—. Como si importara algo, cosa que dudo.
—Yo diría que sí importa —dije.
—¿De verdad? En este caso usted debe de ser optimista. O algo así. ¿Qué opinas, Hugo?
La sucesión de bandas trashumantes se interrumpió. Las aceras a lo largo de nuestra calle estaban ennegrecidas y resquebrajadas por las hogueras que habían ardido durante tantas noches, las hojas de los plátanos colgaban muertas y destrozadas, había huesos y trozos de piel y de vidrios rotos esparcidos por todas partes, el solar desocupado del fondo estaba pisoteado y sucio. En este punto hizo acto de presencia la policía y trabajó activamente para tomar declaraciones e interrogar a la gente. Vinieron las cuadrillas de limpieza. Las aceras recobraron su aspecto normal. Todo volvió a la normalidad por un tiempo y durante la noche las ventanas de las plantas bajas se veían iluminadas.
Fue más o menos entonces cuando comprendí que los hechos registrados en la calle y lo que ocurría entre Emily y yo podrían tener alguna relación, quizá, con lo que veía durante mis incursiones detrás de la pared.
Al desplazarme a través de las altas y mudas paredes blancas, tan inestables como las bambalinas de un teatro, sabiendo que el verdadero habitante estaba allí, siempre presente, detrás de la siguiente pared, dispuesto a revelarse al abrir la puerta contigua, o bien la siguiente, llegué a una habitación alargada, con techo muy alto, una habitación que había sido hermosa en otra época, una habitación que reconocí, que conocía (pero ¿de dónde?) y que estaba en tal desorden que me sentí enferma y llena de temor. Estaba como si la hubieran ocupado unos salvajes o como si hubiesen acampado soldados en ella. Los sillones y sofás habían sido deliberadamente cortados y perforados con bayonetas o cuchillos, el relleno se derramaba por todas partes, los cortinajes de brocado estaban arrancados de sus galerías de bronce y apilados en el suelo. Hubiérase dicho que la habitación había sido utilizada como carnicería. Estaba cubierta de plumas, sangre, trozos de entrañas. Empecé a limpiarla. Trabajé, utilizando innumerables cubos de agua caliente, froté, remendé. Abrí las altas ventanas que daban a un jardín del siglo XVIII, con plantas cultivadas en cuadrados y rombos entre setos bajos. El sol y el viento, invitados a entrar en el cuarto, lo limpiaron. Todo el tiempo estuve sola, pero a pesar de ello, no tenía la sensación de estarlo. Por fin terminé mi tarea. Los viejos sofás y sillones quedaron reparados y limpios. Los cortinajes estaban doblados en pilas para enviar a la tintorería. Recorrí largo tiempo la habitación, pues era lo suficientemente grande como para pasearse por ella. Me detuve junto a las ventanas y contemplé las flores de malva y de rosa y olí la lavanda, el romero, la verbena, consciente de los recuerdos que me invadían, clamorosos, insinuantes. Uno de ellos provenía de mi vida «real», que me perseguía y me tironeaba para decirme que las calles donde ardieran las hogueras y donde se habían chamuscado los árboles eran parte de la esencia y sustancia de ese cuarto. Pero también estaba el tirón de la nostalgia frente al cuarto mismo, de la vida vivida en él, que continuaría en el momento en que lo abandonara. Y, también, la nostalgia del jardín, cuyos senderos y rincones todos conocía en lo más profundo de mi ser. Y sobre todo, del habitante que estaba cerca, en algún punto, observándome, de seguro. El habitante que, una vez que me fuera, entraría y contemplaría con aprobación la obra de limpieza que había realizado y luego, tal vez, saldría a pasearse por el jardín.
Lo que hallé luego se encontraba dentro de un marco muy diferente y, sobre todo, en una atmósfera diferente. Fue la primera de las experiencias «personales». Tal era la palabra que utilicé para ellas desde un principio. En verdad la atmósfera era siempre inconfundible, tan pronto como entraba en cualquier escenario. Es decir, entre la sensación o la textura o estado anímico de las escenas que no eran «personales», como por ejemplo, el cuarto alargado y silencioso, tan devastado, o cualquiera de los hechos, por abrumadores, difíciles o desalentadores que fueran, que veía en este o aquel escenario; entre estos y las escenas «personales», se extendía todo un mundo. Las dos categorías, la «personal» (aunque no necesariamente para mí) y la otra, existían en esferas totalmente distintas y separadas. Una, la «personal», se reconocía al instante por el aire que la aprisionaba, por las emociones que la poblaban. Las escenas impersonales causaban, tal vez, desaliento, o bien creaban problemas que era necesario resolver, como reparar paredes o muebles, limpiar, poner orden en el caos; pero a la vez, en ese dominio había despreocupación, libertad, sensación de posibilidades. Sí, eso era el espacio, la certeza de las posibilidades de acción alternativa. Era posible negarse a limpiar ese cuarto o a despejar ese pedazo de terreno. Era posible entrar en otro cuarto, elegir otra escena. En cambio, entrar en la esfera «personal» equivalía a entrar en una prisión donde nada podía suceder, salvo lo que uno veía suceder en ese momento, donde el aire era pesado y enrarecido y, sobre todo, donde el tiempo era una ley estricta e inalterable y... Dios mío, largo, interminable, sin fin, preestablecido minuto tras minuto, sin salida, salvo el lento transcurrir de un instante tras otro.
Nuevamente había una habitación con techo muy alto, pero esta vez cuadrada y desprovista de gracia, con ventanas altas pero pesadas, con cortinajes de terciopelo granate. Ardía el fuego y frente a él había una pantalla metálica que recordaba una fiambrera de alambre tejido. Sobre ella se secaban gran cantidad de pañales gruesos y finos, pañales de bebé de tipo antiguo, muchas camisetas blancas y fajas, y vestidos largos y cortos, capitas, batas y calcetines diminutos. Un ajuar de bebé de principios de siglo, que emanaba un olor que no llegaba a ser de quemado, pero que se aproximaba a ello, el olor de las telas calentadas sin aire. Había un caballo balancín. Abecedarios. Una cuna con volantes de muselina salpicada de florecillas celestes y verdes sobre el fondo blanco... advertí estos colores con una sensación de alivio, porque todo era blanco, prendas blancas, cuna blanca, colcha, mantas, sábanas, canastillas. Un cuarto pintado de blanco. Un pequeño reloj blanco que en un catálogo habría aparecido descrito como reloj para cuarto de niños. Blanco. El tictac del reloj era suave, apagado, incesante.
La niña, de unos cuatro años, estaba sentada sobre una alfombra frente a la chimenea, protegida del calor de las llamas por la ropa tendida en la pantalla. Llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro. Tenía el cabello oscuro peinado con la raya a un lado y sostenido por una gran cinta blanca. Tenía unos ojos castaños con una expresión de intensa seriedad y ya defensiva.
Sobre la cama yacía un bebé al que estaban fajando para la noche. El bebé reía. La niñera o ayudante estaba inclinada sobre él y solo se le veía una espalda ancha y blanca. La expre-sión de la niñita al observar a la niñera llena de ternura, inclinada sobre su hermanito, era suficiente, lo decía todo. Pero había más. Otra figura, sumamente alta, ancha y vigorosa, entró en el cuarto. Todo en este personaje era energía implacable, y también ella se inclinó sobre el bebé, y las dos mujeres se unieron en una ceremonia de amor al niño, que se movía, respondía y balbuceaba. Y la niñita observaba. Todo cuanto la rodeaba era enorme. El cuarto tan grande, tibio y alto, las dos mujeres tan altas y fuertes y antipáticas, los muebles tan abrumadores y difíciles, el reloj con su prisa apagada que les decía a todos lo que debían hacer, obedecido por todos, consultado, observado sin cesar.
Ser invitado a presenciar esta escena era como dejarse absorber por el espacio de la niñez. La contemplé como podría hacerlo una criatura de corta edad, es decir, la vi enorme e implacable. Pero al mismo tiempo, con el conocimiento de que era diminuta e implacable, por su mezquindad, su banalidad. Aquello era la tiranía de lo banal, de lo mecánico. Claus-trofobia, falta de aire, una sofocación de la mente, de las aspiraciones. Y todo ello, sin fin, porque era la edad de la niñez, donde apenas era posible vislumbrar el fin del día desde el mo-mento en que comenzaba, por orden del duro relojito blanco. Cada día era como algo que hay que trepar, como los grandes sillones obstinados, la cama más alta que la cabeza, los obs-táculos y los desafíos superados con la ayuda de grandes manos que aferraban y tiraban y empujaban, las manos que, vistas en el cuidado de aquel bebé, parecían tiernas y consideradas. El bebé estaba levantado muy alto en el aire, sostenido por los brazos de la niñera. El bebé reía. La madre quería quitárselo a la niñera, pero la niñera lo apretaba con fuerza y decía:
—No, este no. Este es mío, es mi bebé.
—No, no —replicaba la torre enorme, la madre, más alta que ningún objeto del cuarto, más alta que la niñera alta, casi tan alta como el techo—. No, no —repetía sonriendo, pero con labios apretados—; es mi bebé.
—No, este es mi bebé —decía a su vez la niñera, acunando y arrullando al niño—. Este es mi bebé adorado, la otra, ella es suya, su bebé; Emily es suya, señora.
Dicho esto le volvió la espalda con un gesto de emotiva indiferencia mientras amaba y acunaba al niño. Y la madre sonrió con una sonrisa diferente de la anterior, que la niñita no comprendió, salvo en la medida en que impulsó a la madre a darle un tirón con una mano y a preguntarle al mismo tiempo:
—¿Por qué no estás desvestida? Te dije que te desvistieras.
Y entonces empezó el incómodo tironear y empujar. Trataba de mantener el equilibrio mientras le arrancaba las sucesivas capas de ropa. Primero el vestido de terciopelo, del que estaba orgullosa, porque le quedaba bien. Así se lo habían manifestado muchas voces que se entrecruzaban para aseverarlo muy por encima de su cabeza. El vestido, no obstante, tenía muchos botoncitos a lo largo de las mangas y de la espalda y cada uno de ellos implicaba mucho tiempo para desabotonarlo, mientras los grandes dedos le hacían daño y la lastimaban. Seguidamente le tocó el turno a la enagua, retirada con rapidez, aunque le raspó el mentón; luego las medias blancas, que le quedaban demasiado holgadas y que dejaron en el aire un perfume tibio y agradable. La madre, al olerlo, hizo un gesto de desagrado.
—Y ahora, a la cama —le dijo mientras le pasaba apresuradamente el camisón por la cabeza.
Emily se metió en su cama junto a la ventana, izándose por encima de la barandilla, ya que para ella la cama era muy grande. Luego levantó una esquina del cortinaje de pesado terciopelo granate para mirar las estrellas. Al mismo tiempo contempló a las dos personas mayores, la madre y la niñera, que atendían al bebé. Su expresión era la de un adulto, mar-chita y fatigada. Sentía que lo comprendía todo, que lo había previsto, que lo vivía porque no tenía otro remedio y lo sentía como una espesa pesadez a su alrededor... el tiempo, a través del cual debía obligarse a avanzar hasta llegar a liberarse de él. De hecho nadie tenía la culpa, ni la madre, esa mujer temida y poderosa, ni la niñera, malhumorada por la vida que llevaba, ni el bebé, por quien ella, la niñita, sentía ya un amor apasionado que la derretía, la volvía impotente. Y ella, la niñita, tampoco podía hacer nada por sí misma, nada. Y cuando la madre le dijo, en su tono áspero e impaciente, aunque se manifestaba como una especie de regocijo, de valor que aun la niña reconocía como una llamada a su compasión: «Emily acuéstate bien, duérmete», Emily se tendió y contempló a las dos mujeres que se llevaron al bebé al otro cuarto, desde donde llegaba una voz masculina, la del padre. Una ceremonia de buenas noches de la que ella había quedado excluida. Habían olvidado llevarla a decir las buenas noches a su padre. Se volvió en la cama y dio la espalda al cuarto caluroso, donde las llamas rojas expulsaban su calor, llenando las gruesas ropas sobre la pantalla de cálidos olores que formaban sombras rojas en las cavernas detrás de los cortinajes rojos, que le provocaban picazón otra vez, debajo de las pesadas ropas de cama. Asió las borlas rojas que colgaban del cortinaje y se las aproximó. Y allí se quedó, tirando, tirando...
Esta niñita era, sin duda, la Emily que habían dejado a mi cuidado, pero durante varios días no caí en la cuenta de haber estado observando una escena de su infancia (aunque ello, desde luego, era imposible, puesto que en aquellos tiempos no existía una infancia de ese tipo, que había quedado anticuada), una escena, entonces, de su memoria, o bien de la historia que la había formado... Estaba sentada junto a ella, una mañana, cuando algún movimiento que hizo me reveló lo que debería haber sido obvio. Entonces empecé a mirar a hurtadillas, una y otra vez, esa cara de niña, esa mezcla tan inquietante de niña y de adolescente, y en ella pude ver la solitaria personalidad de la Emily de cuatro años. Me pregunté si acaso recordaba algo de ese pasado, de esas experiencias que se «exhibían» como una película detrás de la pared de mi cuarto de estar, que en aquel momento —con el sol que iluminaba oblicuamente el espacio y la pintura blanca, donde el diseño floreado del papel que la cubría retenía su existencia débil, pero obstinada— era como un telón transparente. Aquel fue uno de los momentos en que los dos mundos aparecieron muy juntos, en que me fue fácil recordar que era posible caminar, sin más, a través de ella. Me quedé sentada allí, contemplando la pared, e imaginé oír sonidos que sin duda no formaban en absoluto parte de «mi mundo»: un atizador usado con energía sobre una rejilla de chimenea, pies menudos que correteaban, una voz infantil.
Me pregunté si debería decirle algo a Emily, hacerle preguntas... La verdad es que no me atrevía. Le tenía miedo. Lo que temía era mi sensación de impotencia frente a ella.
Vestía sus viejos vaqueros demasiado ajustados y la camisa rosada, igualmente ceñida.
—Tendrías que comprarte ropa nueva —le dije.
—¿Por qué? ¿Es que no me encuentra bonita? —La terrible «viveza» de la pregunta... aunque en ella había también consternación... Acababa de ponerse rígida, dispuesta a so-portar la crítica.
—Estás muy guapa. Solo que esas ropas ya te quedan pequeñas.
—Oh, cielos, no creí que me quedaran tan mal.
Dicho esto se alejó de mí y se tendió en el gran sofá castaño, con Hugo a su lado. No se chupó realmente el dedo pero fue como si lo estuviera haciendo.
¿Debo describir su actitud hacia mí? Es difícil. No creo que me viera la mayor parte del tiempo. Cuando me la trajo el hombre, quienquiera que fuese ella, vio a una mujer de cierta edad, me vio con claridad, minuciosamente, en detalle. Desde entonces no creo que volviese a reparar en mí para nada, ni un instante en todas esas semanas que llevaba conmigo, que vie-se algo más que una mujer de cierta edad, con las características que cabe esperar en ella. Desde luego no tenía idea del terror que sentía por su causa, de la ansiedad, del deseo de protegerla. No sabía que su cuidado había llenado mi vida, como agua que empapa la esponja. Mas ¿acaso tenía derecho a quejarme? ¿No había hablado yo, como los demás adultos, de la «juventud», de «los jóvenes», de «los chicos»? ¿No seguía hablando de ellos aún, a menos que hiciera un esfuerzo por callar? Además, los adultos no tienen demasiada excusa para relegar a los jóvenes a unos compartimientos mentales titulados «No comprendo esto» o «Renuncio a comprender esto otro», puesto que cada uno de estos adultos fue joven alguna vez. ¿Debo avergonzarme de escribir este lugar común, cuando tan pocas personas de edad madura o mayores son capaces de imprimirle vida en la práctica? ¿Cuando tan pocos son capaces de aceptar sus recuerdos? Los viejos fueron jóvenes, pero los jóvenes no han sido nunca viejos... estos comentarios u otros semejantes han figurado en mil diarios, obras de preceptos morales, libros de lugares comunes, colecciones de proverbios y otros, pero ¿qué cambios han provocado? Yo diría que no muchos... Emily veía en mí una persona seca, reprimida, lejana, vieja. Yo la asustaba por representar para ella esa cosa inimaginable, la vejez. En cuanto a mí, en cambio, ella, su situación, estaban tan próximas a mí como mis propios recuerdos.
Cuando se tendió en el sofá, volviéndome la espalda, estaba resentida. Me estaba utilizando para contener su impulso de alejarse de la infancia y convertirse en una adolescente, en una muchacha con ropas y modales y palabras reguladas exactamente para tal condición.
El conflicto en ella era considerable, como también lo era el uso que hacía de mí, insólito y fatigoso. Todo ello se prolongó durante varias semanas, en las que se quejó de que le criticaba el aspecto y de que la culpa sería mía si llegaba a tener que gastar dinero en ropa, y, en fin, que le gustaba, o bien no le gustaba, su propio aspecto, que no quería usar nada, salvo pantalones y camisas y jerséis el resto de su vida, y que «quería algo decente que ponerse de una vez por todas». Y como mi generación lo había malogrado todo, la suya no tenía nada que ponerse y a la gente de su edad no le quedaba otra cosa que figurines de modas anticuadas y sueños de un pasado delicioso pero muerto... y así hablaba, hablaba y hablaba.
Y ahora no se trataba tan solo de que fuese mayor y su cuerpo lo revelase. Comenzó a engordar. Solía quedarse todo el día recostada en el sofá, con su gato amarillo que parecía un perro, o su perro amarillo que parecía un gato. Se quedaba allí abrazándolo, mimándolo, acariciándolo, comía caramelos y pan con mermelada y sobaba al animal mientras soñaba despierta. O bien se sentaba junto a la ventana para hacer sus comentarios breves y cortantes, comiendo todo el tiempo. Otras veces se proveía de una buena cantidad de pan con mermelada, torta, manzanas, y disponía una especie de escena en medio del cuarto de estar con libros y revistas viejas, tendida de bruces, con Hugo desparramado sobre la parte posterior de sus muslos. Allí leía, soñaba y comía a lo largo de toda la mañana, todo un día, semanas enteras.
Me colmaba de irritación. A pesar de ello, recordaba haber hecho yo lo mismo.
De pronto solía dar un salto y correr hasta el espejo y, al mirarse, exclamaba: «¡Qué lastima, engordaré tanto que me encontrará más fea aún que ahora!». O bien: «Ya no entraré dentro de la ropa, aun cuando usted me deje comprarme nueva; aunque sé que en realidad no quiere que me compre ropa nueva, lo dice, solamente, porque cree que soy frívola y de-salmada, cuando hay tanta gente que no tiene ni para comer».
No me quedaba más remedio que repetir que me encantaría verla comprarse ropa. Podía ir a los mercados de prendas de segunda mano, como hacía la mayoría de la gente. O bien, si quería, podía visitar las verdaderas tiendas, por esa vez. Para esa época comprarse ropa o telas en las tiendas era, en efecto, símbolo de una posición acomodada. Las tiendas estaban concurridas casi exclusivamente por las clases de la burocracia, por... los Habladores, como los denominaba la mayoría. Sabía yo que a Emily le atraía la idea de conocer una verdadera tienda. A pesar de ello no prestó atención al dinero que le dejé en un cajón, y siguió comiendo y soñando en voz alta.
Por mi parte pasaba mucho tiempo fuera de casa, ocupada en la tarea, común a todos, de reunir noticias. A pesar de tener, como el resto, la radio, y de pertenecer a un círculo para la lectura de periódicos, por cuanto la escasez de papel prensa había hecho necesaria la compra en común de los diarios para luego hacerlos circular, yo, como todos, buscaba noticias, noticias verídicas, donde solía congregarse la gente, en las calles, en los bares, en los pubs y en los salones de té. En toda la ciudad se veían esos grupos de gente que se desplazaba de un punto a otro, del pub al salón de té y de este al bar, para detenerse frente a los comercios que aún vendían aparatos de televisión. Estos grupos eran como un organismo adicional a los de noticias oficiales. Constantemente se incorporaban a la escena nuevos grupos, o parejas, o individuos, y se quedaban de pie, escuchando, mezclándose, ofreciendo lo que ellos a su vez habían oído y, como si las noticias se hubiesen convertido en moneda de cambio, intercambiando por rumor y chisme, chisme y rumor. Después seguíamos nuestro camino y volvíamos a detenernos, seguíamos adelante y nos deteníamos, como si el mismo movimiento pudiera aliviar el malestar permanente que todos sentíamos. Las noticias recogidas de este modo estaban en boca de todos, a menudo días, y aun semanas, antes de que se les diera existencia oficial en los noticiarios radiofónicos. Claro que con frecuencia eran inexactas, pero las noticias siempre lo son. Lo que la gente intentaba conseguir en su continuo desplazamiento por la ciudad, olfateando noticias, recibiendo información, era aislar los residuos de verdad, rescatables del rumor, que casi siempre estaban presentes. Considerábamos esencial contar con ese residuo preciso, que nos correspondía y al cual temamos derecho. Poseerlo nos hacía sentirnos más seguros y nos confería identidad. No obtenerlo, o bien no obtenerlo en cantidad suficiente, nos hacía sentirnos privados de algo, nos angustiaba. Así es como lo veía a la sazón. Ahora pienso otra cosa: que lo que hacíamos era hablar. Hablábamos. Exactamente como la gente de las esferas oficiales, que se pasaba la vida dedicada a sus conferencias eternas, interminables, a hablar de lo que sucedía, de lo que tendría que suceder, de lo que con gran optimismo esperaba habría de suceder pero que, desde luego, nunca sucedía, también nosotros hablábamos. Les llamábamos los Habladores... pero nosotros mismos pasábamos cada día horas hablando y escuchando a quienes hablaban.
Sobre todo, sin duda, queríamos saber qué ocurría en los territorios del este y del sur, a los que designábamos como «allá» y «allá abajo», por cuanto sabíamos que lo que sucediera allí tarde o temprano nos afectaría a nosotros. Teníamos que saber qué bandas se aproximaban, o se decía que se aproximaban, esas bandas que, como he dicho ya, no eran exclusivamente de «chicos» y «jóvenes» ahora, sino que estaban compuestas por gente de toda clase y edad, que cada vez se asemejaban más a una tribu, que constituían la nueva unidad social. Teníamos que saber qué productos escaseaban o bien comenzaban a reaparecer; si otro suburbio había decidido renunciar definitivamente a la electricidad y al petróleo y al gas, para volver a las velas y al ingenio; si se había descubierto algún nuevo vertedero y, en tal caso, si cualquiera podía tener acceso a sus riquezas; dónde había comercios que pudiesen tener cueros o frazadas usadas, o frutos de rosa silvestre para preparar jarabe con vitaminas, u objetos de material plástico readaptados, o artículos de metal, como coladores y cacerolas, o lo que fuere, cualquier elemento recobrado de la era extinguida de la abundancia.
Era natural que tanto planear y reparar y readaptar comenzara a reflejarse en nuestra vida diaria, nuestra prosperidad, nuestro despilfarro, nuestra glotonería de un período anterior, mucho antes de la época sobre la cual escribo en este momento. Todos éramos expertos en hacer mucho con muy poco, aun mientras todavía teníamos bastante y mientras la publicidad todavía nos instaba a gastar y utilizar y consumir y desechar.
A veces dejaba a Emily —llena de temor, desde luego, por lo que pudiera ocurrirle durante mi ausencia, pero segura, al mismo tiempo, de que valía la pena correr el riesgo— para realizar largas excursiones lejos de la ciudad, a los pueblos, granjas, ciudades distantes. Estas excursiones solían durar dos o tres días, por ser los trenes y autobuses tan poco frecuentes e irregulares, y los automóviles, casi todos, utilizados por funcionarios muy poco dispuestos a recoger a nadie, debido al temor que les inspiraba la gente común. Caminaba, redescubierto el uso de los pies, como le había ocurrido a la mayoría.
Un día volví al apartamento y encontré a Emily con media docena de pieles de oveja. Tenía en su poder, además, otras cosas, cosas que yo guardaba en armarios y escondites con provisiones de todo tipo para uso futuro y para contingencias por el momento tan solo vislumbradas, pero lo importante para ella eran las pieles, porque la lanzaron a una nueva fase de su desarrollo. Al principio fingió no interesarse por ellas. Luego la vi de pie frente al espejo largo que tenía en el vestíbulo, o entrada, asegurándoselas al cuerpo con alfileres. Aparentemente buscaba obtener un efecto de princesa salvaje, pero tan pronto como vio que yo la observaba con interés, volvió a su lugar en el sofá con Hugo, a su ensueño, del cual, de hecho, excluía la época real que estábamos atravesando. A pesar de ello creo que le in-teresaba intensamente el problema de la supervivencia, con sus recursos y ardiles y pequeños artilugios. Recuerdo que fue entonces cuando le agradó mucho inventar un plato de buñuelos con salsa cuyos ingredientes eran tan solo unas cuantas cebollas marchitas, unas patatas resecas y unas hierbas, plato que presentó con la actitud triunfante de una gran cocinera. Le gustaban los mercados donde podía localizar artículos que yo nunca me habría preocupado por obtener. Le encantaba —algo que siempre me irritaba y no podía dejar de comparar con la simplicidad y eficacia de mis hábitos en el pasado— avivar mucho el fuego de la chimenea y calentar en él agua para lavar y cocinar. Me reñía al verme dispuesta a utilizar las reservas de leña que tenía e insistía en salir corriendo hacia algún edificio abandonado, para volver con madera de zócalos y otros fragmentos semejantes, que inmediatamente procedía a cortar allí mismo, sobre el piso, manejando diestramente el hacha, pero no sin antes haber protegido la alfombra con trapos viejos contra peores daños que los sufridos hasta entonces. La verdad es que era muy hábil, y sus habilidades revelaban claramente sus experiencias anteriores al momento en que me la trajeron. Además, sabía que estaba observándola y formulando mis conclusiones, y esto la hacía volver al sofá, ya que la necesidad de ser furtiva, de que nadie la comprendiera ni la descubriera, era, incluso ahora, más intensa que nada en ella. A pesar de todo, me reconfortaba ver sus aptitudes y recursos, y ello alivió un poco la pesada carga de aprensión que siempre arrastraba cuando pensaba en el futuro. ¿Cómo podría sobrevivir esa chica maciza, soñadora, caprichosa, tan absorta en sí misma, en su fantasía, en su pasado, a lo que todos tendríamos que sobrevivir? Y empecé a comprender cuan sombría era tal aprensión, hasta qué punto había llegado a vigilarla y a preocuparme por ella, cuan aguda era mi ansiedad cuando estaba recorriendo los edificios desiertos y los terrenos baldíos. «¿Qué le hace pensar que no sé cuidarme?» exclamaba en el colmo de la exasperación, aunque al mismo tiempo, por ser Emily, y por haber sido instruida en la necesidad de complacer, de aplacar, sonreía e intentaba disimular. La verdadera irritación, las verdaderas emociones debían ser ocultadas y sofocadas, mientras que sus fingidos enojos y rencores, la necesidad de representar de la adolescente, se ponían de manifiesto en todo momento.
Ahora yo agradecía que Hugo estuviese con nosotras. No era un animal que planteara problemas de convivencia (¡por poco digo persona!). Aparentemente no dormía mucho. Vigilaba. Creo que así concebía él su función: debía cuidarla. Prefería que Emily le diese de comer, aunque comía si yo le ponía la comida. Quería ser su único amigo y amor, pero a pesar de ello se mostraba cortés conmigo... sí, creo que es el único término que cabe emplearse. Esperaba con expectación su paseo de todas las tardes, atado a una gruesa cadena, se mostraba desilusionado cuando Emily no lo sacaba, pero accedía a salir conmigo. Comía las desagradables sustancias que se vendían como alimento para perros, pero prefería las sobras de nuestros platos y nunca dejaba de demostrárnoslo.
A decir verdad nunca quedaba mucho; Emily comía y comía y le había dado por usar los faldones de sus escasas camisas fuera de los pantalones apretados al máximo. Se quedaba contemplándose con melancolía en el espejo, las mandíbulas en eterno movimiento masticando golosinas o pan. Por mi parte no decía nada. Me cuidaba de no decirlo aun cuando ella me provocaba. «Me sienta bien estar gorda, ¿no?» O bien: «Seré mucho más sabrosa cuando me asen para la fiesta». Dijera lo que dijese y por mucho que gastara bromas, seguía comiendo. Se tendía en el suelo, con una mano que de forma automática trasladaba pan, más pan, torta, preparados de patata, buñuelos de fruta, hasta la boca, mientras con los ojos seguía los renglones impresos de algún viejo libro cogido al azar, pero que pronto dejaba caer, para quedarse contemplando el espacio con expresión vacía. Hora tras hora. Día tras día. A veces se incorporaba de un salto para prepararse alguna bebida, me ofrecía una taza y luego me olvidaba. Tenía la boca siempre en movimiento, masticando, probando, absorta en sí misma, de tal manera que parecía ser solo boca y que todo el resto de su persona estaba subordinado a esa actividad. Era como si aun las palabras fuesen a sus ojos otra forma de comer, y sus fantaseos, otro consumo más de sustancia material que estaba abotargándola tanto como lo que comía.
Y entonces, de pronto, todo cambió de dirección y su actitud se invirtió. Evidentemente, en su momento no pareció algo repentino. Es ahora, en retrospectiva, cuando todo resulta tan obvio y, me atrevería a decir, hasta banal y mecánico, como suele parecer todo lo inevitable... en retrospectiva.
Algunos muchachos de nuestros bloques de apartamentos cogieron la costumbre de merodear por la acera opuesta y por el solar vacío, bajo los árboles chamuscados. Estos muchachos compartían la gloria y la aventura desaparecidas, los recuerdos de una época en que las tribus trashumantes habían encendido hogueras y celebrado sus fiestas allí. Se señalaban mutuamente los sectores ennegrecidos de las aceras, contaban y volvían a contar episodios de la epopeya. En un principio eran dos o tres, luego, media docena, luego... Emily renunció a soñar despierta para contemplarlos. La verdad es que su expresión no revelaba más que desdén hacia ellos. Recuerdo haber sentido compasión por esos adolescentes rui-dosos, tan desesperadamente ansiosos de que alguien advirtiera su presencia y les mirara, tan desamparados y tan poco atractivos, con sus cuerpos hinchados; y compasión por ella, la chica gorda que miraba desde la ventana, la princesa disfrazada. Me maravillaba que tan corto plazo, tan pocos años, hubiese de transformar aquellas larvas en seres hermosos. Me equivocaba, sin embargo: el tiempo se había acelerado hasta tal punto que ya no era necesario que pasaran años... una tarde Emily salió con aire despreocupado y se detuvo frente al edificio, con una expresión despectiva, mientras su cuerpo suplicaba y exigía. Los muchachos la ignoraron. Luego hicieron algunos comentarios sobre su figura. Emily entró en el apartamento, se sentó pensativa en su rincón del sofá durante varias horas y... dejó de comer.
Perdió peso con rapidez. Subsistía a base de infusiones y extractos de levadura. Y entonces observé el proceso a la inversa, la silueta que comenzaba a surgir, entera y nítida, al fundirse en torno a ella las masas de grasa.
Empecé a quejarme: «Tienes que comer alguna cosa, deberías seguir una dieta adecuada». Pero Emily no me oía. Yo estaba muy alejada de su necesidad de hacerse digna de los héroes de la acera... bastante numerosos ya, ahora que los días comenzaban a alargarse y que la primavera curaba los árboles heridos.
Estábamos presenciando, aunque yo todavía no lo advertía, el nacimiento de una banda, una jauría, una tribu. Sería grato poder afirmar hoy que tenía conciencia de los procesos que se desenvolvían ante mis ojos. Ahora considero que estaba ciega. ¿De qué otro modo se desenvuelven las cosas siempre, salvo por la imitación brotada del intenso deseo de ase-mejarse a otros? Todos los procesos de la sociedad, todo desarrollo individual se basa en ello. Por algún motivo, todos parecíamos habernos conjurado para ignorarlo o no mencionarlo, aún hallándonos casi obsesivamente implicados en el proceso. Había una especie de conspiración de opiniones en cuanto a creer que la gente, niños, adultos, todos, crecían me-diante la adquisición de hábitos inconexos, de fragmentos aislados de experiencia, como quien elige artículos de un mostrador: «Sí, me llevaré este». O bien «¡No, ese no lo quiero!». Pero en realidad la gente se desarrolla, para bien o para mal, tragándose enteras a otras personas, otras atmósferas, sucesos, lugares. Se desarrolla por admiración. Desde luego que, con frecuencia, de forma inconsciente. Somos la compañía que nos rodea.
Delante de mis ojos, en aquella acera, durante semanas, durante meses, podría haber observado, como en un libro de texto o en un laboratorio, la génesis, crecimiento y floreci-miento de una nueva unidad social. No lo hice porque estaba absorta en Emily y en mi preocupación por ella. Aquellos procesos se desarrollaban y yo los observaba; veía destacarse algunos detalles y buscaba los posibles efectos de tal o cual acontecimiento sobre Emily. Solo ahora, al mirar hacia atrás, comprendo qué oportunidad perdí.
Emily no era la única muchacha que se preparaba para ocupar su lugar como mujer entre otras mujeres. Janet White, por ejemplo, antes de que sus padres se lo impidieran, pasaba docenas de veces al día frente a nuestras ventanas, contemplando a los muchachos que se burlaban de ella. Hubo un período durante el cual los chicos de uno y otro sexo, situados en aceras opuestas de la calle, formados en batallones antagónicos, intercambiaban desafíos e insultos. Después empezamos a advertir que se insultaban menos, que con mayor frecuencia se quedaban silenciosos o hablaban calladamente entre sí, aunque fingían no hacerlo.
Dentro del apartamento, Emily recordó las pieles de oveja. Volvió a cubrirse con ellas, las ajustó fuertemente con un cinturón y se contoneó por toda la casa con el pelo suelto.
Se dirigió a mí para decirme:
—Encontré esa máquina de coser. ¿Me deja usarla?
—Por supuesto, pero ¿no quieres comprarte la ropa? Eso es muy viejo. Debe de tener como treinta y cinco años.
—Me sirve.
El dinero que le había dado estaba aún en el cajón. Esta vez lo retiró, y rápidamente, casi en secreto, recorrió a pie las cinco o seis millas hasta el centro de la ciudad, donde se en-contraban las grandes tiendas con los artículos para el consumo de las clases oficiales o para cualquiera que pudiese pagarlos. Casi siempre eran los mismos. Volvió con una tela de buena calidad, de manufactura anterior a la crisis. Volvió con hilos para coser, una cinta para medir y unas tijeras. También recorrió las tiendas de artículos de segunda mano y los puestos del mercado y el suelo de su cuarto se cubrió de botín, de trofeos. Invitó a entrar a Janet White cuando la vio en la acera, no sin antes, desde luego, haberme pedido permiso para ello, y las dos ninfas se instalaron en la reducida habitación, y charlaron y compitieron, y arreglaron sus respectivas imágenes de esta manera y de esta otra frente al largo espejo. Ritual que se repitió cuando a su vez Janet White partió en su incursión a la caza de telas y prendas usadas... se repitió en el cuarto de Janet, más lejos en el mismo corredor. Y ello llevó a que le prohibieran salir a la calle y disfrutar de los placeres de la tribu y a que le advirtieran que no podía continuar siendo amiga de Emily. Janet estaba destinada a otro futuro. A decir verdad, yo no tenía noción de que los White ocuparan una posición tan elevada en los círculos oficiales; aunque tampoco eran la única familia conectada con la administración que se ocultaba a medias de ese modo, viviendo sin ostentación, en un apartamento corriente, en apariencia como todo el mundo, pero con acceso a fuentes de alimentos, mercancía, ropa y transporte, que nos estaban negados a la mayoría.
Emily no dio muestras de lamentar que Janet la abandonara. Siguió un período de varias semanas, durante el cual se mostró tan ensimismada como cuando comía y soñaba, indolente, salvo que ahora estaba llena de energía y austeridad, por lo menos en lo tocante a la comida. Y yo la observaba. La observaba interminablemente, porque nunca había visto nada se-mejante en materia de concentración.
En efecto, si bien ella, Emily, se había concentrado tanto en sí misma ahora, en esta nueva actividad, como antes, cuando holgazaneaba y soñaba, al menos ahora lo que creía ser era totalmente visible, en forma de las fantásticas vestimentas con las que se presentaba ante mí.
El primer autorretrato de Emily... había encontrado un vestido viejo, blanco, con ramos de flores rosadas. En algunas partes estaba manchado y raído. Cortó esas partes. Pedacitos de puntilla y de tul, cuentas, echarpes, se añadían o retiraban formando una prenda caleidoscópica que cambiaba según sus necesidades. La mayoría de las veces era un vestido de novia. Otras era un vestido de jovencita, la ambigua declaración de ingenuidad surgida con mayor frecuencia de una visión más madura que la de quien lo viste, por un ojo que ve en la fragilidad de ciertos tipos de prendas para mujeres jóvenes la expresión de lo efímero de esa carne. Era, en fin, camisón, cuando llevaba su transparencia sobre el cuerpo desnudo. Y era vestido de baile, a veces, cuando no tenía intención de que lo fuera, pues había cierta dureza en ella, una actitud de vigilancia defensiva que despojaban de toda inocencia a cualquier prenda que usase, de tal manera que podía llevar flores en el cabello y en las manos, en un intento de ofrecer su propia versión de la Primavera, pero con un aire de mujer que ha calculado la cantidad exacta de carne que mostrará en una cena de gala. Aquel vestido fue para mí toda una experiencia emocional. Me causaba alarma. Una vez más, esto estaba relacionado con mi sensación de impotencia frente a ella. La creía capaz de salir a la acera con el vestido puesto. Ahora considero que fui tonta. La gente mayor tiende a no ver —¡lo han olvidado!— ese ser oculto en la adolescente, el miembro más fuerte y más poderoso de todo el elenco que habita dentro de su cuerpo, el que instruye, selecciona la experiencia y... protege.
Y además, ver esa creación en aquel momento, en una época de salvajismo y anarquía, ver ese arquetipo de vestido de jovencita, o mejor dicho, ese compuesto de arquetipos, ver cómo esa niña, esa muchachita, había hallado los materiales para sus sueños en las pilas de desechos de nuestra vieja civilización, los había hallado, con trabajo y, a pesar de todo, logrado dar vida a sus imágenes de sí misma... imágenes tan viejas, tan indestructibles y tan irrelevantes, todo ello era demasiado para mí, de modo que me retiré de la escena, decidida a no decir nada, a no demostrar nada, a no traicionar nada. Fue una suerte que lo hiciera. Emily paseó el vestido por todo el apartamento, una niña desnuda, apenas velada. Lo llevaba con desafío, timidez, osadía, temor. Estaba «probándose» no un vestido, sino distintos autorretratos, y lo mismo habría dado que yo no hubiese estado allí, porque no advertía mi presencia. Claro que las presiones sufridas por todos en nuestra vida privada nos habían enseñado a ausentarnos hacia soledades interiores, y todos éramos expertos en el arte de estar con otras personas sin estar con ellas.
La verdad es que yo no sabía si reír o llorar. Hacía un poco ambas cosas; cuando Emily no me veía, desde luego. En efecto, la veía tan absurda, y a la vez tan valiente y llena de re-cursos, con esos ojos pardos de mirada directa y honrada, esos ojos de buena camarada inglesa leal, sin dobleces, esos ojos que juzgaban, llenos de cautela; con sus tentativas de maquillar esa carita fresca, languideciente tras los velos de harén, todo su cuerpo rígido en su pose «seductora». Ese vestido la poseyó durante semanas. Un día, por fin, tomó las tijeras y le cortó la falda en un gesto de burlona impaciencia. Algo no había marchado bien, o por el contrario, había marchado bien para ella, y todo había terminado, no era ya necesario. Emily metió el montón de ropa ajada en un cajón y empezó a trabajar en una nueva invención de sí misma.
Hubo un tardío y prolongado período de tiempo frío. Hasta nevó un poco. En mi apartamento la tibieza del ambiente era un visitante al que había que llamar con insistencia, y como todo el mundo, llevábamos casi tanta ropa dentro de casa como en la calle. Emily tomó las pieles de oveja y se hizo una túnica larga y dramática, que ciñó en la cintura con un pedazo de gasa escarlata. Llevaba esta indumentaria sobre una camisa vieja que me había cogido del armario, sin pedirme permiso. No puedo expresar la alegría que sentí cuando la sacó. El acto demostraba que consideraba tener ciertos derechos frente a mí, por fin. En primer lugar, el derecho de un niño a portarse mal; aunque había algo más: una persona ma-yor, o madura, que descubre a un chico cogiendo simplemente algo, algo personal (particularmente si se trata de una expresión o manifestación de una fase de su vida, como puede serlo para una jovencita un vestido blanco con ramilletes rosados), qué alivio siente, qué sorpresa, como una ducha de agua fría sobre la carne temerosa, si quieren, pero una liberación al fin. «Esto es más mío que tuyo», dice el acto del robo; «es más mío porque lo necesito más, porque conviene a esta etapa de mi vida más que a la tuya, porque tú la has dejado atrás...», y quizá el regocijo que libera puede ser incluso el anuncio de algún suceso todavía futuro, el momento en que vemos en los ojos de otros la declaración, aun inconsciente, tal vez: «Ahora puedes entregar tu vida, ya no la necesitas, nosotros la viviremos en tu lugar, vete, por favor».
Hacía treinta años que esa camisa estaba entre mi ropa; en una época había sido elegante, de fina seda verde. Ahora había ido a parar bajo la piel de oveja contoneante de Emily, y en el momento en que yo luchaba contra el impulso de decirle: «¡Vamos, no puedes llevar este disfraz de pirata por la calle, es invitar a que te ataquen!», ella dejó caer todo el arreglo, pues estaba solo hilvanado y prendido con alfileres, y no era más permanente que un ensueño.
De este modo continuamos viviendo. Emily no salía del apartamento, por lo menos en ninguna de sus fantasías. Por mi parte, observé que estas se volvían más utilitarias.
Una tras otra fueron quedando atrás las envolturas de crisálida y por fin, avergonzada de haber desperdiciado tanto, me pidió sin preámbulos ni cortesía, pero a la vez con aquella voz y aquel modo exageradamente refinados y horribles que le eran propios, que le diera algo más de dinero, y con él se fue sola a los mercados. Volvió con algunas prendas de segunda mano que en un solo paso de gigante la llevaron desde la niña llena de visiones fantásticas hasta la joven, o mejor dicho, la mujer. Tenía entonces trece años, todavía no había cumplido los catorce, pero igual podría haber tenido diecisiete o dieciocho, y todo había sucedido en una explosión de días. Pensé que ahora los héroes de la calle se hallarían probablemente muy por debajo de sus aspiraciones y que ella, una joven, exigiría lo que de hecho le habría elegido la naturaleza, un muchacho de diecisiete, dieciocho, e incluso más años.
Pero la banda, la jauría, la pandilla, aquel grupo que no era aún la tribu aunque iba camino de serlo, había sufrido un crecimiento forzado, como ella. Esto había ocurrido en pocas semanas. Mientras la nieve blanqueaba las aceras y destacaba la negrura de las ramas de los árboles adornados con flecos de verde recién nacido, mientras este verde se marchitaba para renacer otra vez, mientras Emily se unía mentalmente con héroes románticos, presidentes de compañías y tiranos de harén, alrededor de una docena de jóvenes habían emergido de sus anteriores disfraces de torpes e ignorantes jovenzuelos, y comenzaron a distribuirse por las aceras por las noches, bajo los árboles, exhibiendo sus ropas, y las muchachas del barrio se unieron a ellos. A veces era posible observar hasta treinta o cuarenta muchachos y muchachas durante las tardes cada vez más largas de la naciente primavera desde centenares de ventanas. Para entonces el vecindario había caído ya en la cuenta de que un fenómeno que antes habíamos creído propio solo de los sectores de «allá lejos» estaba en proceso de crea-ción ante nuestros propios ojos, en nuestras propias calles, donde hasta entonces prevalecía la sensación de que en el peor de los casos nada podría suceder, salvo el paso de algunos grupos migratorios desconocidos.
Oímos decir que se observaba lo mismo en otros sectores de nuestra ciudad. No solo en nuestras aceras se congregaba la gente joven en un gesto de admiración y luego de emulación de las tribus trashumantes; y mientras las emulaban, se transmutaban. Todos sabíamos, comprendíamos, lo comentábamos en salones de té, bares y lugares de reunión habituales. Se discutía y creaba noticia que ocurriesen cosas. Sabíamos que nuestros jóvenes partirían muy pronto. Emitíamos nuestros rituales ruidos de sorpresa y de alarma. Pero ahora que estaba ocurriendo, todo el mundo comprendía que era inevitable, y nos maravillábamos de nuestra poca visión de futuro... y de la ceguera de los demás, aquellos cuyos barrios no mostraban aún señales del fenómeno y que se creían inmunes.
Emily comenzó a exhibir sus atractivos. Primero desde la ventana, asegurándose de que la habían visto, y más tarde en la acera, paseándose como si no advirtiera la presencia de los jóvenes de la acera opuesta. Este período se prolongó más tiempo del que yo había previsto, o del necesario para que fuera aceptada. Pienso que, llegado el momento, temía dar ese gran paso lejos de la protección, la infancia, la libertad de fantasear; pues ahora tenía el aspecto de las demás muchachas y debía actuar y pensar como ellas. ¿Y qué aspecto tenían? Pues bien, el toque común a las ropas de los grupos migratorios era lo práctico, debían ser de utilidad con cierto estilo. Pantalones, chaquetas, suéteres y echarpes, todo grueso y resistente y abrigado. Pero de los mercados, los vertederos, los depósitos abandonados, surgía un surtido aparentemente interminable de antiguas prendas «elegantes» que era posible adaptar o, por lo menos, transformar en accesorios y detalles de todo tipo. Conque en conjunto parecían gitanos del viejo estilo, y por la misma razón que antes. Tenían que estar abrigados y conservar su libertad de movimientos; pies trasladados a través de largas distancias. A pesar de ello, una exuberante fantasía les confería mucho colorido y el tiempo cálido les hizo salir del capullo como a otras tantas mariposas.
Llegó el día en que Emily cruzó la calle y se incorporó a la multitud allí congregada como si le hubiese resultado muy fácil hacerlo. Casi inmediatamente aceptó un cigarrillo del mu-chacho que parecía tener la personalidad más vigorosa, le permitió que se lo encendiera y fumó con gran espontaneidad. Nunca la había visto fumar. Se quedó allí mientras la luz iba desvaneciéndose del cielo en torno a los altos edificios con sus pequeñas ventanas iluminadas. Continuó allí hasta mucho más tarde. Los jóvenes formaban una masa apenas visible bajo las ramas. Estaban de pie, conversando en voz baja, fumando, bebiendo de botellas que guardaban en los bolsillos de sus chaquetas; o bien sentados en el pequeño parapeto que bordeaba el espacio frente a los bloques de apartamentos más próximos. Aquel espacio de pavimento y de terreno baldío, con los árboles y la maleza, limitado por un lado por el pequeño parapeto y, por el otro, por una vieja pared, se había transformado en algo definido, como una plaza o un teatro abierto. Los grupos allí congregados lo habían hecho suyo y le habían dado forma. Nunca más veríamos aquel sector como otra cosa que como el punto donde estaba formándose la tribu.
Pero Hugo no estaba allí. Emily lo había abrazado y besado, le había hablado susurrándole algo junto a las feas orejas amarillas. Luego lo había dejado en casa.
Sentado sobre una silla junto a la ventana, Hugo la observaba, cuidando que las cortinas lo ocultaran.
Si un extraño hubiese entrado de pronto en la habitación, habría dicho: «¡Qué perro tan amarillo!», y seguidamente: «Es un perro, ¿no?». La faceta que yo veía en él, aunque Emily no lo veía así, ya que desde el instante en que ella cruzaba la calle para regresar a casa él daba media vuelta para recibirla de cara al entrar, era la de un perro de color amarillo paja sentado de espaldas al cuarto, absolutamente inmóvil, hora tras hora, con su cola de látigo asomando entre las varillas de la silla, todo su cuerpo expresión de una paciencia melancólica y vigilante. Un perro. Las emociones de un perro: fidelidad, humildad, resistencia. Visto de espaldas, así, Hugo despertaba las emociones que despierta la mayoría de los perros, compasión, malestar, lo que se siente frente a un prisionero o un esclavo. Solo que entonces solía volver la cabeza y, cuando uno esperaba ver el cálido y abyecto amor de una mirada perro, el sentimiento de camaradería se disipaba. Ese no era un perro, semihumanizado. Sus intensos ojos verdes refulgían inhumanos. Ojos de gato, de un género animal ajeno al hombre; sin nada de humildad, abyección ni súplica. Ojos de gato en un cuerpo de perro, ojos y cara de gato. Ese animal, cuya fealdad llamaba la atención como lo hace la belleza, de tal manera que siempre me sorprendía mirándolo fijamente, tratando de aceptar su presencia y de comprender el derecho que se había arrogado de estar presente en mi vida... esa aberración, ese monstruo, vigilaba a Emily, y lo hacía con tanta devoción como yo. Y era Hugo quien era abrazado, acariciado, amado cuando ella volvía a casa tarde oliendo a humo, a bebida, y colmada de la peligrosa vitalidad absorbida del desenfrenado grupo del que había formado parte durante tantas horas.
Ahora permanecía con ellos todos los días, desde las primeras horas de la tarde hasta medianoche y aun más tarde. Y el animal y yo nos quedábamos sentados detrás de las cortinas escudriñando la oscuridad, pues no habla mas que el solitario farol callejero, y no se distinguía demasiado bien a la gente que deambulaba por allí, salvo la palidez de los rostros, los leves resplandores y destellos al encenderse los cigarrillos; ni tampoco se oía nada de sus conversaciones hasta que algunos reían, o cantaban un rato, o bien cuando las voces se elevaban, salvajes, en una disputa... y en aquellos momentos sentía a Hugo temblar y sobrecogerse. Las disputas, sin embargo, cesaban muy pronto por común consenso, un veto comunal.
Y cuando sabíamos que Emily estaba ya a punto de volver, los dos, Hugo y yo, abandonábamos presurosos nuestros puestos y corríamos hacia donde pudiera suponérsenos dormidos o, por lo menos, no en actitud de espiarla.
En el transcurso de este período, cada vez que me veía absorbida a través de las flores y hojas ocultas debajo de la pintura blanca semitransparente, hallaba cuartos en desorden o dañados. Nunca vi quién ni qué lo causaba, ni tampoco alcancé a vislumbrar al menos al autor. Me parecía cada vez más que al heredar esa extensión de mi vida cotidiana, me habían adjudicado, junto con ella, una tarea. Una tarea que no era capaz de llevar a cabo. Pues por más que barriera, recogiera y levantara sillas volcadas, mesas, objetos, fregara pisos y limpiara paredes, cada vez que volvía a los cuartos después de pasar una temporada alejada en mi vida real, era necesario rehacerlo todo de nuevo. Era como lo que suele leerse sobre las bromas de ciertos duendes domésticos. Mi entrada misma en aquel lugar se efectuaba con una vitalidad disminuida, una sensación de aprensión, en lugar de la expectativa alegre y cálida que sentí cuando pude trasladarme por primera vez allí... En realidad no es necesario aclarar que esa sensación de desaliento no se asemejaba en nada al pesar que acompañaba las escenas «personales». No, aun en sus peores momentos, el desorden y la anarquía de los cuartos nunca eran tan malos como la atmósfera confinada de la familia de lo «personal». Siempre era una liberación alejarme de mi vida «real» a ese otro lugar, tan lleno de posibilidades y alternativas. Cuando hablo de «decaimiento» lo hago solo en términos del aire, en general más libre, de esa región. Nunca podría compararlo con las restricciones del lugar, o la época, en que esa familia vivió todo el ciclo de su comedia de marionetas.
Pero ¿a qué leyes, o necesidades, obedecía el inhumano destructor? Me encontraba muchas veces en el pasillo largo pero irregular, semejante a un vestíbulo prolongado, que se extendía indefinidamente, lleno de puertas y de pequeños nichos, quizá con una mesa de flores o una estatua, cuadros, objetos de todas clases, cada uno con un lugar exactamente asignado... y al abrir una puerta que llevaba a un cuarto contiguo lo encontraba todo en desorden. Un fuerte viento soplaba a través de las cortinas y derribaba mesitas, empujaba li-bros depositados sobre los brazos de los sillones, ensuciaba la alfombra con ceniza y colillas de cigarrillos de un cenicero que rodaba por una superficie, presto a caer al suelo. Abría otra puerta y todo estaba como es debido. Reinaba el orden, era un cuarto preparado para recibir no solamente a sus ocupantes, tan limpio como un dormitorio de hotel, sino además, un cuarto que él, ella, ellos acababan de dejar, pues podía sentir una personalidad o presencia en ese cuarto vislumbrado a través de una puerta entreabierta, y que al entrar, tal vez solo instantes más tarde, podía encontrar sumido en el caos, como si fuese el cuarto de una casa de muñecas y la mano de una niñita se hubiese introducido en él por el techo, derribándolo todo en un impulso insólito o en un gesto de mal humor.
Decidí que lo que debía hacer era repintar los cuartos... Hablo de ellos como si fuesen un conjunto permanente, reconocible, estable, de habitaciones dentro de una casa o de un apartamento, en lugar de tratarse de un ámbito que cambiaba cada vez que lo veía. Primero, pintar: ¿de qué serviría ordenar o limpiar muebles que luego quedarían entre paredes sórdidas y gastadas? Encontré pintura. Latas de diferentes tamaños y colores me esperaban dispuestas sobre periódicos abiertos, en el suelo de uno de los cuartos temporalmente vacíos; lo había visto amueblado solo minutos antes. Estaban las brochas y las botellas de aguarrás y la escalera de pintor que había visto en una de mis primeras visitas. Comencé por un cuarto que conocía bien, el salón con cortinas de brocado y sedas rosadas y verdes y madera vieja. Deposité lo que era utilizable en una pila en el centro del cuarto, bajo unas fundas. Fregué el techo y las paredes con jabón suave, agua caliente, detergentes. Extendí sobre ellos capa tras capa de pintura blanca, la primera, opaca y sin relieve, las otras cada vez más regulares, hasta que la última cubrió todo con un esmalte claro y de un brillo suave, blanco como nieve recién caída o fina porcelana. Era como estar de pie dentro de una cáscara de huevo lavada; sentí que había quedado eliminada la acumulación de suciedad que impedía la respiración a un ente vivo. Dejé los muebles allí, en el centro del cuarto, debajo de sus mortajas, pues ahora parecían demasiado desvencijados para una habitación tan hermosa y consideraba que no tenía mucho objeto distribuirlos en ella. Cuando regresara, el duende habría vuelto a desparramarlo todo o habría arrojado suciedad sobre las paredes. Sin embargo, no, no ocurrió, no se produjo: por lo menos, creo que no ocurrió... pues nunca volví a ver ese cuarto. Y no es que lo buscara sin lograr encontrarlo... ¿Sería acaso más exacto decir que lo olvidé? Ello significaría referirme a él en términos de la vida cotidiana. Mientras estaba en ese cuarto, el trabajo que hacía tenía sentido; había una continuidad en mi tarea, un futuro, y yo me hallaba en relación permanente con la invisible criatura, o fuerza, destructiva, como lo estaba con la otra presencia benéfica. Al mismo tiempo este sentimiento de relación, de conexión, de contenido, pertenecía a aquella visita concreta al cuarto, y en la siguiente visita al cuarto ya no era el mismo, de manera que mi preocupación por él cambió... y ocurrió con los otros cuartos, las otras escenas, cuyos sabores y aromas encerraban una autenticidad total durante el tiempo que persistían, pero ni un minuto más.
He estado describiendo sin especial resistencia ni falta de entusiasmo el dominio de la anarquía, del cambio, de la transitoriedad. Debo volver ahora a lo «personal», y lo hago con pesar, contra mis deseos...
Había llegado hasta una puerta con aprensión, pero también con curiosidad por ver si al abrirla me revelaría el trabajo del duende doméstico, pero en lugar de desorden la escena era de un orden meticuloso, un cuarto que oprimía y desalentaba con su declaración implícita de que todo en él tenía su lugar y su hora, que nada en él cambiaría ni se desplazaría de su orden.
Las paredes eran implacables; los muebles pesados, pulidos, relucientes; los sofás y los sillones, como personas de gran tamaño inmersas en una conversación; las patas de una mesa enorme lastimaban la alfombra.
Había gente. Gentes de verdad, no fuerzas o presencias. Sobresalía entre ellas una mujer, una mujer que yo había visto antes, y a quien conocía bien. Era alta, grande, con el aspecto saludable de la porcelana limpia, toda ojos azules, mejillas sonrosadas, y con la boca decidida y bien formada de una colegiala. Tenía el cabello castaño, abundante, recogido en la coronilla y retenido allí con firmeza. Estaba vestida para recibir invitados. Llevaba ropa fina, costosa, elegante, y dentro de ella el cuerpo parecía querer reafirmarse, con timidez, pero al mismo tiempo con cierto coraje y aun nobleza. Los brazos y las piernas no parecían sentirse cómodos; no quería ponerse ropas, pero sentía que debía llevarlas. Luego se las quitaría con una leve risa, un suspiro y un «¡Por fin, Señor! ¡Qué alivio!».
Hablaba con una mujer; la visita estaba de espaldas a mí. Le veía la cara, los ojos. Esos ojos, limpios de toda autocrítica, como cielos que han permanecido despejados durante de-masiadas semanas, y continuarían azules y limpios durante muchas más, pues no estaba próxima, ni mucho menos, la época del cambio de estación; esos ojos, decía, eran impasibles, no veían a la mujer con quien estaba conversando, ni al niño en el regazo de la mujer, que esta sacudía enérgicamente, utilizando un talón como resorte. Tampoco veía a la niñita de pie a corta distancia de su madre, que observaba, escuchaba, con todos sus sentidos en tensión, como si cada uno de sus poros estuviese absorbiendo información en forma de advertencias, amenazas, mensajes de antipatía. De esta niña se desprendían fuertes oleadas de emoción dolorosa. Era culpabilidad. Estaba condenada. Luego, al reconocer yo esta emoción y el grupo allí congregado en el cuarto amplio y opresivo, el cuadro se formalizó como en una pintura victoriana con mensaje o en una fotografía de una vieja comedia. Llevaba inscrita encima una leyenda enfática: CULPA.
En el fondo había un hombre con expresión incómoda. Era militar, o lo había sido. Alto, fornido, aunque su porte parecía indicar que le era difícil mantener la firmeza de propósitos y el respeto de sí mismo. El rostro, de una apostura convencional, revelaba sensibilidad y facilidad para expresar el dolor, y aparecía medio oculto por un espeso bigote.
La mujer, la esposa y madre, estaba conversando. Hablaba, hablaba, seguía hablando interminablemente como si no existiera nadie salvo ella en ese cuarto y aun fuera de él, como si estuviese a solas y su marido y sus hijos, en especial la niñita, quien sabía que era la principal culpable, el blanco de las quejas, no pudiesen oírla.
—Simplemente no lo esperaba, nadie te advierte nunca de cómo serán las cosas, es demasiado. Cuando llega el fin del día no sirvo para nada, salvo para dormir, mi mente es solo una bruma, todo está mezclado... en cuanto a leer o hacer cosas serias como esa, ni pensarlo. Emily se despierta a las seis, le he enseñado a quedarse quieta hasta las siete, pero a partir de entonces, me muevo, me muevo, me muevo todo el día, es una cosa tras otra, y cuando una piensa que en una época todos me conocían por mi inteligencia, pues casi parece una burla.
El hombre, muy callado, fumaba arrellanado en su asiento. La ceniza de su cigarrillo se alargó y cayó. Frunció el ceño, dirigió a su mujer una mirada de irritación, se acercó rápidamente un cenicero con un gesto que decía que debía haberse acordado antes del cenicero y, al mismo tiempo, que si se le antojaba arrojar ceniza al suelo estaba en su derecho. Siguió fumando. La niña, de unos cinco o seis años, se chupaba el pulgar. Tenía la cara sombría y triste por la presión de la crítica que caía sobre ella, sobre su existencia.
Era una niña de cabello oscuro y ojos también oscuros como los de su padre, ojos llenos de dolor... o de culpa.
—Nadie tiene la menor idea, nadie, hasta que tiene hijos, de lo que significa. Apenas atino a mantenerme al día con las obligaciones, las comidas que se suceden, los alimentos, y no digamos ya dedicar a los chicos la atención que necesitan. Sé que Emily está ya en edad de recibir más dedicación de la que tengo tiempo de darle, pero por otra parte es tan exigente, tan difícil, siempre me ha exigido mucho, quiere que le lean y jueguen con ella todo el tiempo, mientras yo estoy cocinando, comprando comida, trabajando el día entero, ya sabes cómo son las cosas, simplemente no tengo tiempo para ella. El año pasado conseguí tener una muchacha una temporada, pero en realidad dio más trabajo que otra cosa, con todos los problemas y crisis que tienen las muchachas, por lo que una tiene que ocuparse de ellas; me llevaba tanto tiempo como Emily, pero conseguía, sí, tener una hora libre después del al-muerzo para poner los pies en alto, aunque no tenía energía para leer, y mucho menos estudiar; nadie se imagina lo que es, lo que significa. No, las criaturas te arruinan, te destruyen, no soy la que era, desgraciadamente lo sé demasiado bien.
Sacudió con mayor violencia al crío que tenía sobre las rodillas, un niño de dos o tres años, pesado, pasivo, cubierto de lana blanca con olor a humedad. Se le estaban poniendo los ojos vidriosos, mientras el mundo saltaba de arriba abajo a su alrededor, y la boca entreabierta por las adenoides colgaba flácida y le temblaban las gordas mejillas.
El marido, pasivo pero en el fondo tenso de irritación —de culpa—, seguía fumando, escuchando, con el ceño fruncido.
—¿Qué puede ofrecer una cuando no recibe nada? Estoy vacía, agotada. A la hora del almuerzo estoy exhausta y ya entonces lo único que deseo es dormir. ¡Y cuando una piensa en lo que era, en lo que era capaz de hacer...! Nunca se me ocurrió estar cansada, nunca imaginé convertirme en el tipo de mujer que nunca tendría tiempo para abrir un libro. Ya ves...
Suspiró con total espontaneidad. Era una niña, alta, maciza, segura de sí misma. Necesitaba ser comprendida como lo necesita una niña. Allí estaba, reconcentrada en las exigencias impuestas a sus días y sus noches. Nadie más estaba presente para ella, porque imaginaba estar hablando consigo misma; los demás no podían ni querían oírla. Estaba prisionera en una trampa, pero ignoraba por qué sentía eso, ya que su matrimonio y los hijos que tenían era lo que personalmente había deseado, la meta buscada, lo que la sociedad había elegido para ella. Nada en su educación o en su experiencia la había preparado para lo que sentía en realidad, y estaba aislada en su desesperación y su perplejidad, llegando a creer, a veces, que quizá sufría alguna enfermedad.
La niñita, Emily, se apartó de la silla junto a la cual había permanecido de pie, agarrada fuertemente a un barrote, protegiéndose contra la tormenta de reproches y críticas. Se acercó a su padre y se detuvo junto a su rodilla para contemplar a aquella mujer grande y poderosa, su madre, con esas manos capaces de hacer tanto daño. Se encogía más y más al acercarse al padre, quien, aparentemente, no había reparado en ella. El padre hizo entonces un movimiento torpe que derribó su cenicero, y en su gesto instintivo para impedir que cayera le dio un codazo a Emily, la niña cayó de espaldas, desapareció, como un objeto abandonado al paso de un torrente de agua o de una ráfaga de aire. Se dejó caer al suelo y allí quedó de bruces, con el pulgar en la boca.
La voz acusadora y metálica seguía hablando sin cesar, seguiría hablando eternamente, siempre había estado hablando, nada podía detenerla, detener esas emociones, ese dolor, esa culpa por haber nacido, nacido para causar tanto dolor y fastidio y dificultad. La voz seguiría rezongando eternamente, nunca sería acallada, y aun cuando su sonido surgiese atenuado en la memoria, existiría siempre la presión permanente de una falta de cariño, de un resentimiento. A menudo en mi vida corriente solía oír el sonido de una voz, una queja amarga y sorda exactamente en el lado opuesto del sentido. Allí estaba, en uno de los cuartos, detrás de la pared, siempre allí, todavía allí... de pie junto a la ventana contemplaba a Emily, la niña inteligente y atractiva siempre rodeada de gente que escuchaba su charla, su risa, sus pequeños comentarios agudos. Siempre tenía conciencia de todo lo que ocurría, no se le escapaba detalle de los movimientos y actividades de aquella masa humana; mientras hablaba con un grupo era como si con la espalda y los hombros estuviera recibiendo información de otro. A pesar de ello, estaba aislada, sola. El «atractivo» era como una cáscara de pintura brillante, desde cuyo interior ella observaba y escuchaba. Era la intensidad de su conciencia de sí misma lo que la hacía solitaria; un rasgo que no la abandonaba aun en sus momentos más febriles, cuando estaba achispada o ebria, o mientras cantaba con los demás. Era como si tuviera una deformidad invisible, una giba visible, tal vez, solo para ella misma... y para mí, cuando me quedaba allí, contemplándola como nunca podría haberlo hecho cuando estaba a mi lado en casa.
Era como si no me viese para nada. Tan consciente de todo lo que sucedía entre sus compañeros, no tenía muchos ojos para lo que ocurría aparte de ellos. Sin embargo se paró un par de veces ante mí, y entonces fue curioso comprobar cómo me veía, como si yo no advirtiera que me estaba mirando. Fue como si el acto de mirar fuera de la protección conferida por aquella multitud le diese inmunidad, fuese diferente de mirar a alguien contenido dentro del grupo y, por tanto, requiriese un código diferente. Una mirada prolongada, impasible, pensativa, no desprovista de amistad, sino simplemente distante, que descubría su verdadera personalidad; a continuación la sonrisa estereotipada y rígida, el saludo con la mano, el gesto amistoso dentro de los márgenes permitidos por sus compañeros. Tan pronto me perdía de vista, mi existencia se desvanecía para ella. Estaba nuevamente en su sitio rodeada por ellos, prisionera de su situación.
Apostada junto a la ventana con Hugo vigilante a mi lado, observándola, vi cómo había aumentado el número de personas congregadas en la acera. Ahora había cincuenta o más, y cuando miré hacia arriba, hacia las innumerables ventanas repletas de rostros que contemplaban la escena, supe que todos teníamos algo en común. Todos estábamos preguntándonos cuánto tiempo transcurriría antes de que esa multitud, o parte de ella, se pusiera en marcha y partiera, cuándo se irían esos jóvenes... ya no tardarían mucho. ¿Y Emily? ¿Se iría con ellos? Yo aguardaba allí junto al animal amarillo y vigilante que nunca me permitía acariciarlo pero que a la vez parecía contento de tenerme a su lado, muy cerca, la amiga de su dueña, de su amada. Allí permanecía, pensando que cualquier día me acercaría a la ventana y hallaría desiertas las aceras y los empleados de limpieza derramando agua y desinfectante, eliminando todo recuerdo de la tribu. Y Hugo y yo estaríamos solos y yo habría traicionado mi responsabilidad.
Por la mañana Emily solía sentarse junto a su animal amarillo, lo alimentaba con sus sustitutos de carne y sus legumbres, lo acariciaba y le hablaba; por la noche se lo llevaba a su cuarto, donde él se tendía junto a la cama mientras ella dormía. Lo quería, no cabía la menor duda, lo quería tanto como era capaz de querer. Pero no le era posible incluirlo en la vida real que vivía en la calle.
Una vez, cuando comenzaba a anochecer, entró en casa en el momento en que afuera la actividad estaba en su momento más intenso, más ruidoso; es decir, cuando comenzaban a aparecer las luces en distintos niveles de la oscuridad creciente. Emily llegó y con una expresión de intensa expectativa, que trató en vano de ocultarme, le dijo a Hugo:
—Vamos, ven conmigo, te presentaré.
¿Había olvidado su experimento anterior? No, desde luego que no. Le parecía, en cambio, que las cosas habían cambiado, quizá. Ahora era muy conocida allí, más aún, debía considerarse un miembro fundador de esa tribu concreta, ya que había contribuido a formarla.
Hugo no quería ir. No, decididamente no tenía el más mínimo deseo de ir con ella. Depositó en ella la responsabilidad por lo que podría suceder por la forma en que se incor-poró, expresando su buena disposición o, por lo menos, su conformidad a ir con ella.
Emily abrió la marcha seguida de Hugo. No le puso la cadena gruesa. Al dejar a su animal sin protección, hacía a la pandilla responsable de su conducta hacia él.
La vi salir, una jovencita esbelta y vulnerable, aún vestida con sus gruesos pantalones, botas, chaqueta y echarpes, y cruzar la calle mientras su animal la seguía sereno. Tenía miedo, era evidente, cuando la vi detenerse junto a uno de los grupos alegres, parlanchines y ruidosos que siempre parecían iluminados por una violencia interior llena de excitación, o bien de disposición para lo excitante. Emily mantenía una mano sobre la cabeza del animal, para tranquilizarlo. La gente se volvió, y vio a Hugo. Pude ver, pues, la multitud de rostros tal como los veían Emily y Hugo. No me gustó lo que vi... De haber estado allí en su lugar, habría deseado correr, alejarme... Ella, en cambio, lo soportó durante un momento con la mano siempre baja, junto a la cabeza de Hugo, rascándole las orejas, palmeándolo, calmándolo, se desplazó tranquilamente entre los clanes, decidida a realizar la prueba, a verificar su posición frente a ellos. Se quedó allí con Hugo mientras anochecía, y poco a poco los animados grupos se fundieron en una mezcla de luz y penumbra, en la cual el sonido —unas risas, una voz elevada, el ruido de una botella— se aguzaba y verberaba en todas direcciones hacia los observadores, ahora invisibles, de las ventanas, cargado de mensajes de entusiasmo o de alarma.
Cuando volvió con él, parecía cansada. También estaba entristecida. Y se encontraba mucho más próxima al nivel de lo cotidiano donde yo, como miembro de los mayores, vivía. Sus ojos me vieron mientras comía su ensalada de judías, su pequeño trozo de pan, parecieron ver realmente el cuarto en el cual estábamos sentadas. En cuanto a mí, me sentía llena de aprensión. Creía que la tristeza de Emily se debía a que había decidido que su Hugo no podría viajar sin correr peligro con la tribu —por mi parte consideraba una locura que lo hubiera pensado siquiera— y que había decidido irse con ellos y abandonarlo.
Después de comer permaneció sentada largo rato junto a la ventana, contemplando la escena de la que habitualmente formaba parte. El animal estaba sentado, no a su lado, sino inmóvil en un rincón. Habríase dicho que lloraba o que habría llorado, de haber sabido cómo hacerlo. Sufría para sus adentros. Los párpados se le bajaban cada vez que se apoderaba de él una crisis de dolor, y entonces se estremecía.
Cuando Emily fue a acostarse tuvo que llamarlo varias veces hasta que por fin la siguió pausadamente, con pasos afelpados, dignos y silenciosos. Pero mantenía un aislamiento interior frente a ella; se protegía.
Al día siguiente Emily se ofreció a salir en busca de provisiones. Hacía algún tiempo que no lo hacía, y nuevamente tuve la impresión de que con ello se disculpaba simbólicamente por su inminente partida.
Los dos, Hugo y yo, nos quedamos sentados, mudos, en el cuarto alargado, donde no brillaba la luz solar pues ya era mediodía. Yo estaba en un extremo, y Hugo yacía con la ca-beza apoyada en las patas delanteras, junto a la pared exterior del cuarto, donde no podían verlo desde las ventanas situadas más arriba.
Oímos unos pasos fuera que luego se detuvieron y seguidamente se hicieron sigilosos. Oímos voces acallarse de pronto, unas voces antes ruidosas.
¿Una voz de muchacha? No, de muchacho. Era difícil decirlo. En la ventana aparecieron dos cabezas e intentaron penetrar la relativa penumbra del piso. Afuera la luz era intensa.
—Está aquí —dijo uno de los chicos Mehta del piso de arriba.
—Lo he visto junto a la ventana —añadió un chico negro.
Le había visto muchas veces en la acera junto a los demás, un chico delgado, ágil, simpático. Entre las dos cabezas apareció una tercera, la de una chica blanca de uno de los bloques de apartamentos.
—Guisado de perro —dijo con aspavientos—. Bueno yo no pienso comerlo.
—Vamos, vamos —observó el negro—, he visto lo que comes.
Oí un ruido áspero. Era Hugo. Estaba temblando y arañaba el piso de madera con las garras.
En ese momento la chica me vio allí sentada, me reconoció y exhibió la sonrisa radiante y despreocupada que la banda siempre concedía a los extraños.
—¡Ah...! —dijo—. Pensamos que...
—No —señalé—. Vivo aquí. No me he ido.
Los tres rostros se miraron brevemente; el moreno, el negro, el blanco, a la vez que representaban hacían unas muecas que decían «En buena nos hemos metido». Luego se esfumaron alejándose, y la ventana quedó vacía.
Oí gemir suavemente a Hugo.
—No es nada —le dije—. Se han ido.
El ruido áspero se intensificó. El animal se levantó con trabajo y se alejó arrastrándose, en un intento de mantener cierta dignidad, hacia la puerta abierta de la cocina, la parte más alejada de la ventana peligrosa. No quería que yo viese cómo perdía el dominio de sí mismo. Le avergonzaba haberlo perdido. El gemido que escuché era de vergüenza por haber mostrado temor.
Cuando llegó Emily, una niña juiciosa, la hija de la casa, era ya de noche. Estaba cansada, pues había debido de recorrer muchos lugares para encontrar provisiones. Pero se la veía satisfecha. Las raciones eran en aquel momento mínimas, debido al invierno que acababa de terminar: nabos, patatas, repollos, cebollas. Poca cosa más. Había conseguido, sin embargo, unos pocos huevos, algo de pescado y aun ese fruto preciado, un limón fresco y perfumado. Cuando terminó de exhibir su botín le expliqué lo sucedido. Su buen humor se disipó de inmediato. Se quedó sentada con la vista baja, los ojos ocultos bajo los párpados espesos y pálidos bordeados por largas pestañas. Seguidamente, sin mirarme, se apartó de mí y fue en busca de su Hugo para consolarlo.
Y algo después salió a la calle y se quedó allí hasta muy tarde.
Recuerdo que permanecí sentada largo rato en la oscuridad. Estaba demorando el momento de encender las velas, pensando que el cuadrado de luz tenue revelaría mi ventana desde el lado opuesto de la calle y recordaría a los caníbales que aquí estaba Hugo, una vez más en su lugar junto a la pared, donde no podían verlo con facilidad. Estaba inmóvil, como dormido, pero tenía los ojos abiertos. Cuando por fin encendí las velas no se movió ni parpadeó.
Cuando miro hacia atrás me veo sentada en el cuarto alargado, con sus viejos muebles confortables, con las cosas de Emily en el reducido espacio que les reservaba, mientras el animal amarillo permanecía allí tendido silencioso, sufriente. Y a manera de telón de fondo, disolviendo a la vez toda esa vida extraña y todas las ansiedades y presiones de la época... mientras creaba, evidentemente, las suyas propias. Presente como una sombra, allí estaba la pared con sus dibujos de frutas y hojas y flores borrados por la escasa luz. Es así como la veo, como nos veo en aquel entonces: el cuarto alargado, tenuemente iluminado, y yo y Hugo allí, pensando en Emily en la calle, entre multitudes que se desplazaban, disminuían, se esfumaban y desaparecían. Y detrás de nosotros aquella otra región indefinida que se movía, se fundía y cambiaba, en la cual las paredes y los cuartos y los jardines y las personas se recreaban constantemente, como nubes.
Aquella noche había luna. Parecía haber más luz fuera del cuarto que en él. Las aceras estaban atestadas de gente. Había mucho ruido.
Era evidente que el grupo se había dividido en dos partes y que una estaba a punto de emprender el viaje por la carretera.
Busqué a Emily en este grupo, pero no logré descubrirla. Luego la vi. Estaba con los que se quedarían . Todos, yo, Hugo, la parte del grupo que aún no estaba preparada para iniciar el viaje y los centenares de personas en las ventanas, por todos lados y desde arriba observamos, mientras los que partían formaban un regimiento con filas de cuatro o cinco miembros. Aparentemente no se llevaban gran cosa, pero les aguardaba el verano, y la región hacia donde se dirigían no había sido aún demasiado saqueada, o por lo menos eso su-poníamos. En su mayoría eran jóvenes, de menos de veinte años, pero incluían una familia de padre, madre y tres niños pequeños. El bebé iba en brazos de un amigo, la madre llevaba a otro atado en la espalda, el padre tenía al mayor sobre los hombros. Había líderes, tres hombres, no los adultos o viejos, sino los mayores entre los jóvenes. De estos, dos iban con sus mujeres y el otro cerraba la marcha con la suya. Lo acompañaban, además, dos jovencitas. En total la banda comprendía aproximadamente cuarenta personas.
Arrastraban un carro o portaequipajes, semejante a los que antes se usaban en los aeropuertos y estaciones ferroviarias, con algunos paquetes de tubérculos y de cereales, así como los pequeños bultos de los viajeros. Además, en el último momento, un par de jóvenes, riendo pero a la vez avergonzados o tal vez inseguros, colocaron en el portaequipajes un gran paquete blando que chorreaba sangre.
Había asimismo finos haces de juncos en el carro, que para aquella fecha solían venderse de puerta en puerta. Tres jóvenes llevaban estos haces encendidos, a modo de antorchas, una al frente, una en la retaguardia y una en el centro, antorchas mucho más brillantes que la escasa luz de las farolas del alumbrado, a veces totalmente inexistente. Y así partieron, por la carretera del noroeste, alumbrados por las antorchas que dejaban caer peligrosas chispas muy cerca de sus cabezas. Iban cantando. Cantaban «Muéstrame el camino a casa», sin la menor conciencia, aparentemente, de su patética ridiculez. Cantaban también «No nos moverán» y «Junto al río».
Ya se habían ido, pero quedaban muchos en las aceras, todavía. Parecían apaciguados y pronto se dispersaron. Emily llegó silenciosa. Buscó a Hugo, que había vuelto a su lugar junto a la pared, y se sentó a su lado apoyando la parte anterior de su cuerpo sobre el regazo. Y permaneció allí sentada, abrazándolo, inclinada sobre él. Alcanzaba a distinguir la gran cabeza amarilla recostada en el brazo de Emily y por fin lo oí ronronear, murmurar.
Comprendí entonces que, si bien deseaba más que nada partir hacia aquel futuro salvaje e incierto con los emigrantes, no estaba dispuesta a sacrificar a su Hugo. Al menos, sufría un conflicto. Por mi parte, me permití abrigar esperanzas. Pero al mismo tiempo me pregunté por qué tenía importancia para mí que se quedara. ¿Quedarse con qué? ¿Conmigo? ¿Me pa-recía importante que permaneciera donde la había dejado el hombre? La verdad era que mi fe en aquello comenzaba a disiparse. Al mismo tiempo, me importaba su supervivencia, supongo, y ¿quién podía afirmar dónde tenía mayores probabilidades de estar segura? ¿Creía yo que debía quedarse en mi casa con su animal? Sí, lo creía. Era absurdo, sin duda, porque Hugo no era más que un animal. Pero no obstante le pertenecía, ella lo quería, debía cuidarlo. No podía abandonarlo sin hacerse daño. Así decía yo, discutiendo conmigo misma, re-confortándome, discutiendo también con aquel mentor invisible, el hombre que había dejado a Emily conmigo y luego se había ido. ¿Cómo podía saber yo qué hacer? ¿O cómo pensar? Si estaba cometiendo errores, ¿quién tenía la culpa? No me había dicho nada ni había dejado instrucciones. No tenía forma de saber cómo se suponía que debía vivir, ni cómo debía vivir Emily.
Detrás de la pared encontré un cuarto con techo alto, no muy grande y, según creo, hexagonal. No había muebles en él, salvo una mesa sobre caballetes a lo largo de dos paredes. El suelo estaba cubierto por una alfombra, pero era una alfombra que carecía de vida propia. Tenía un diseño intrincado, pero los colores tenían una existencia inminente, poten-cial, nada más. Allí se había celebrado una feria o un mercado que había dejado gran cantidad de trapos, telas para vestidos, trozos de bordados orientales de los que tienen espejuelos pegados con punto de festón, ropas viejas, todas las cosas de ese tipo que quepa imaginar. Había algunas personas en el cuarto. Al principio parecían no hacer nada. Tenían aspecto de ociosos, de inseguros. Luego uno de ellos retiró un retal de los que había entremezclados sobre las mesas de caballete y se inclinó para ver si armonizaban con la alfombra. ¡Eviden-temente, el diseño armonizaba con el de la alfombra! El retal quedó perfectamente superpuesto sobre el dibujo de la alfombra y le confirió vida.
Era como un gigantesco juego de niños, solo que no era un juego, era algo serio, importante, no solamente para la gente dedicada a este trabajo, sino también para todos. Luego una persona se inclinó con otro trozo de tela elegido de la pila multicolor de las mesas, se inclinó, vio cómo armonizaba y se incorporó para contemplar el efecto. Allí estaban, una docena de personas, enteramente silenciosas, dirigiendo los ojos desde los dibujos de la alfombra hacia las telas y nuevamente hacia la alfombra. El reconocimiento, el gesto rápido, la sonrisa de placer o alivio, la mirada de felicitación de uno de los otros... no había competencia allí, tan solo la colaboración más sobria y delicada. Entré en el cuarto, me quedé de pie sobre la alfombra, contemplando con ellos la superficie incompleta, el diseño sin colorido, salvo donde las piezas habían sido colocadas para llenarlo, de tal manera que partes de la alfombra presentaban un débil resplandor, como si la hubieran desteñido, mientras las otras relucían perfectamente terminadas. También yo busqué pedazos de tela capaces de dar vida a la alfombra y en realidad encontré uno e, inclinándome, lo ubiqué en su lugar antes de que una presión me obligara a seguir adelante. Me di cuenta de que por doquier a mi alrede-dor, en todos los otros cuartos, había personas que a su debido turno pasarían a este, observarían la actividad central, hallarían su retal, lo colocarían y luego se alejarían para realizar otras tareas. Abandoné aquel cuarto con techos altos, cuyo cielo raso se perdía en lo alto en la oscuridad, donde creí ver el brillo de una estrella; aquel cuarto cuya parte baja esta-ba inundada de una luz que bañaba las figuras silenciosas y absortas como las candilejas de un escenario. Los dejé y proseguí mi camino. El cuarto desapareció. No pude encontrarlo cuando volví la cabeza para verlo por última vez, para registrar dónde estaba. Sabía, no obstante, que estaba allí esperando. Sabía que no había desaparecido, que en él continuaba el trabajo; debía continuar, continuaría siempre.
Ahora esa época parece haberse prolongado interminablemente, pero en realidad fue muy breve, de unos cuantos meses. Sucedían tantas cosas; y cada hora parecía repleta de nuevas experiencias. A pesar de ello, en apariencia no hacía más que vivir tranquilamente, en aquel cuarto, con Hugo, con Emily. En el interior, todo era caos... la sensación de hallarse invadida por un sentimiento de impotencia, que aparece en los momentos de nuestra vida en que todo está en proceso de cambio, movimiento, destrucción, o bien de reconstrucción, aunque esto último no resulte evidente en el momento, como si girásemos dentro de un remolino de polvo o de una centrifugadora.
No tenía, sin embargo, otra alternativa que seguir haciendo exactamente lo que hacía. Observar y aguardar. Observar, la mayor parte del tiempo, a Emily... quien, según tenía la impresión, hacía años que era una extraña para mí. Sin duda no era así, era más bien la ansiedad que sentía por ella lo que alargaba las horas. El animal amarillo, melancólico, tragándose su pena —sí, juro que le ocurría esto, a pesar de ser solo un animal— con su determinación de permanecer estoico, de no mostrar sus heridas, se sentaba siempre, silencioso, junto a la ventana, en un lugar detrás de los cortinajes del que podía alejarse y bajar con rapidez; o bien tendido a lo largo de la pared, en una actitud de súplica, con la cabeza sobre las patas anteriores, los ojos verdes fijos y abiertos. Allí permanecía hora tras hora, contemplando sus... sus pensamientos. ¿Por qué no? Pensaba, juzgaba, como es posible verles hacer a los animales, si los observamos sin prejuicios. Diré aquí, ya que es necesario decir esto de Hugo en algún punto, que pienso que la serie de comentarios que automáticamente provoca este tipo de afirmaciones, los que como tiras registradas por una máquina calculadora aluden al «antropomorfismo», no tienen nada que ver con esto. Compartimos nuestra vida emocional con los animales; es una ilusión pensar que nuestras emociones como seres humanos son mucho más complicadas que las de ellos. Quizá la única emoción desconocida para un gato o un perro es... el amor romántico. Aun en este punto, cabe abrigar dudas. ¿Qué es el emotivo afecto de un perro por su amo o por su ama sino un amor de ese tipo, todo languidez, y anhelo y «dame, dame»? ¿Qué era el amor de Hugo por Emily sino eso? En cuanto a nuestros pensamientos, nuestro aparato intelectual, nuestros racionalismos, nuestra lógica y nuestras deducciones y todo lo demás, puede afirmarse con total certeza que los perros y los gatos y los monos no pueden enviar un cohete a la luna ni tejer telas sintéticas para vestidos con los subproductos del petróleo, pero desde aquí, sentados en medio de las ruinas de esta variedad de inteligencia, resulta difícil concederle mucho valor. Supongo que ahora la subestimamos tanto como antes la sobreestimábamos. Tendrá que hallar el lugar que le corresponde, un lugar bastante bajo, diría yo.
Creo que, durante toda esta época, los seres humanos vienen siendo observados por otros seres cuya percepción y raciocinio se hallan tan avanzados respecto a todo lo que nosotros hayamos podido aceptar, por culpa de nuestra vanidad, que nos quedaríamos atónitos si llegáramos a saberlo, nos sentiríamos humillados. Hemos estado viviendo con ellos actuando como asesinos y torturadores torpes, ciegos, implacables, crueles, y ellos nos han observado y nos conocen. Y esta es la razón de que nos neguemos a reconocer la inteligencia de estos seres que nos rodean. El choque para nuestro amor propio sería excesivo, el juicio que nos veríamos obligados a emitir frente a nosotros mismos, horrible. Es exactamente el mismo proceso que permite a una persona continuar cometiendo indefinidamente un crimen o una crueldad aun a sabiendas de que es imposible enfrentarse a ello, porque detenerse y ver lo que se ha hecho sería demasiado penoso.
La gente, empero, necesita esclavos, víctimas y apéndices, y, desde luego, muchos de nuestros «animalitos» no son otra cosa, porque los hemos transformado en lo que consideramos que deben ser, del mismo modo que los hombres pueden transformarse en lo que se espera que sean. No todos, sin embargo, ni mucho menos. Todo el tiempo, a lo largo de la vida, nos acompañan, a dondequiera que vayamos, seres que nos juzgan y que se comportan a veces con una nobleza que es... que llamamos humana.
Hugo, ese adefesio de criatura, era tan delicado y tan leal en sus relaciones con Emily como el amante fiel que se conforma con poco, con tal que no le priven de la presencia de la amada. Esto era lo que se había impuesto a sí mismo. No exigiría, no suplicaría, no molestaría. Esperaba. Como yo. Vigilaba, como yo.
Pasaba largas horas con él. O, cuando la luz del sol caía sobre la pared, me sentaba a esperar que se abriera, que se revelara. O recorría las calles, captando noticias, rumores y da-tos con los demás, preguntándome qué sería mejor hacer y decidiendo no hacer nada por el momento. Preguntándome cuánto tiempo soportaría la situación esta ciudad, ya corroída en todos los sentidos, con sus servicios públicos en proceso de deterioro o bien interrumpidos, su población en fuga, sus provisiones cada vez más deficientes, su ley y su orden reducidos cada vez más a lo que se imponían a sí mismos los ciudadanos con un autodominio instintivo, una preocupación incluso por el prójimo en iguales aprietos.
Parecía detectarse una nueva agudeza en la tensión de la espera. En primer lugar, la estación: el verano había llegado con un tiempo caluroso y seco, y el sol tenía un aspecto pol-voriento. Las aceras frente a mi ventana habían vuelto a llenarse. Había, en cambio, menos interés por lo que ocurría en ellas. En las ventanas se veían menos cabezas y la gente se había habituado a todo ello. Todo el mundo sabía que una y otra vez la calle quedaría semidesierta al alejarse una tribu más, y reconocíamos, con sentimientos contradictorios, que el azar había elegido nuestra calle como punto de concentración para las migraciones desde nuestro sector de la ciudad. Por lo menos los padres sabían qué hacían sus hijos, aunque no les gustase. Nos acostumbramos a ver a los grupos de personas diversas congregarse a lo largo de las aceras con su equipaje patético y partir luego, cantando sus viejas canciones bélicas o revolucionarias, tan poco apropiadas para el momento como podrían serlo las canciones de contenido sexual para un grupo de ancianos. Y Emily no partía. Corría un corto trayecto detrás de ellos con algunas de las otras chicas y luego volvía a casa, muda, para rodear con los brazos a Hugo y apoyar la cabeza morena sobre su piel amarilla. Era como si los dos llorasen. Acurrucados una junto al otro, seres presurosos que se confortaban mutuamente.
A continuación sucedió que Emily se enamoró... Comprendo que este término resulta inapropiado para los tiempos que estoy describiendo. Se enamoró de un muchacho que tenía todas las apariencias de ser el próximo líder que conduciría a un contingente fuera de la ciudad. Era, a pesar de sus ropas fanfarronas, un muchacho reflexivo o, por lo menos, de juicio sereno, ¿un observador por temperamento que, tal vez, la época había impulsado a la acción? En cualquier caso, era el guardián natural de los más jóvenes, de los desesperados, de los desolados. Lo conocían por ello, se burlaban de el, a veces lo criticaban. La blandura de este género resultaba superflua frente a los imperativos de la supervivencia. Tal vez fue esto lo que atrajo a Emily.
Creo que la confianza que tenía en él era tal que hasta llegó a pensar en llevar a Hugo entre la multitud para hacer una segunda tentativa, pero debió de transmitir esta idea a Hugo, pues él lo adivinó: se estremeció, pareció achicarse, y ella tuvo que abrazarlo y decirle:
—No, no te llevaré, Hugo, te prometo que no. ¿Me oyes? Te lo... he prometido ¿no?
En fin, ya había ocurrido, estaba enamorada. Era el tradicional «primer amor». Lo cual significa que habían pasado ya media docena de amores de niña, cada uno de ellos tan dolo-roso y tan intenso y serio en todos sus aspectos como los amores «adultos» que vendrían más tarde. Este amor era el «primero» y era «serio» porque era correspondido o, por lo menos, reconocido.
Recuerdo haberme preguntado a menudo si esos muchachos que habían vivido, como hasta entonces, un presente precario, llegarían alguna vez a aislarse en parejas detrás de unas paredes, o durante unos pocos días u horas en alguna vivienda abandonada, en un cobertizo en medio de un campo, y si llegarían a decirse: «Te quiero», «¿Me quieres?», «¿Durará nuestro amor?»... y todas esas cosas. Frases todas que parecían, cada vez más, como las claves o documentos de posesión de unos estados y situaciones ahora superados.
La verdad es que Emily sufría. Sufría con dolor, como se sufre a esa edad, fresca como un pan recién horneado y enamorada de un héroe de veintidós años. Un héroe que inexplicablemente, misteriosamente, diría, la había elegido. Era su chica, elegida entre muchas y reconocida como tal. Estaba junto a él en la acera, lo acompañaba en sus expediciones y todos sentían placer y aun un sentido de importancia de sí mismos cuando la llamaban: «Gerald dice...», «Gerald quiere que tú...».
Del dolor se elevaba de pronto a la exaltación y se quedaba allí junto a él, arrebatada y hermosa, con la mirada tierna. O bien se dejaba caer en la esquina del sofá, para estar a solas unos instantes o, por lo menos, lejos de él, porque todo era demasiado, demasiado poderoso, y necesitaba una tregua. Estaba radiante de asombro, no me veía, ni tampoco veía lo que la rodeaba, y yo sabía que estaba repitiéndose sin cesar: «Pero me ha elegido a mí, a mí...», y con ello no quería decir «¡Y tengo solo trece años!». Ese era un pensamiento para gente de mi edad. Una chica, en cambio, estaba lista para formar pareja cuando su cuerpo lo estaba.
El hecho era que la vida de esos jóvenes era comunal y que la relación sexual estaba lejos de ser el foco ni el eje de su relación cuando se elegían mutuamente. No, ninguna consumación individual significaba nada al lado de aquel otro acto de mezclarse sin cesar con los demás, como en un gigantesco ritual devorador en el cual todo el mundo probaba y lamía y regurgitaba a los otros, dándose a conocer a los demás y reconociéndolos en este acto de probar y seleccionar contemplándose, frotando hombros y cuerpos, hablando, intercambiando olores.
A pesar de ello, a la vez que Emily formaba parte de esa fiesta comunal, también sentía lo mismo que tradicionalmente sienten las mujeres enamoradas. Yo sabía que quería estar a solas con Gerald. Le habría agradado aquella experiencia, la de antes.
En cambio, nunca estaba sola con él.
Lo que deseaba no era apropiado. Se sentía culpable, criminal incluso, o por lo menos sumamente censurable. Era un anacronismo.
No dije nada, ya que nuestras relaciones no eran tales que me permitieran hacerlo, ni tampoco era probable que ella me contase nada por propia iniciativa.
Todo lo que sabía era lo que podía ver con mis propios ojos: que una y otra vez la inundaba una violenta necesidad que explotaba en su interior y que le hacía relucir sus ojos y le agitaba el cuerpo de tal modo que la dejaba atónita, unas ansias que nunca podrían ser calmadas con un abrazo sobre el piso de madera de un cuarto vacío ni en un rincón de un pra-do. A su alrededor todo el acontecer de la vida proseguía, pero Gerald estaba siempre en el centro de todo. Dondequiera que ella se aplicara a una tarea o deber, allí estaba Gerald, tan eficiente y tan práctico y activo en las cosas importantes, mientras ella, Emily, estaba poseída por un enemigo implacable y ardía de júbilo y de pena. Si acaso llegaba a delatar lo que sentía con una mirada o con una palabra fuera de lugar, ¿qué ocurriría? Perdería su sitio allí, entre esa gente, su tribu... Y esto era lo que la obligaba a refugiarse tan a menudo en casa, para deslizarse junto a su amigo Hugo y abrazarlo. Y cuando ella lo abrazaba, él emitía un gemido contenido, porque sabía muy bien cómo lo estaba utilizando.
Se produjo esta yuxtaposición: Emily yacía con la mejilla apoyada contra la áspera piel amarilla, con una mano todavía infantil aferrada a una de las orejas castigadas, el cuerpo ten-so, expresando vacío y nostalgia. La pared junto a mí se abrió y volvió a recordarme con cuánta facilidad y en qué forma inesperada era capaz de abrirse, y me encontré caminando hacia una puerta a través de la cual se dejaban oír voces. Y una risa frenética, chillidos, protestas. Abrí la puerta sobre aquel mundo cuya atmósfera era de irritación, encierro, mezquindad. Un mundo de colores brillantes, de colores planos y vivos como los de los viejos calendarios. Un lugar caluroso y confinado, todo él muy grande, de tamaño mayor que el natural, difícil. La visión de la niña me tenía nuevamente prisionera. Extensión y pequeñez, violencia de la emoción y su significación —contradicciones, imposibilidades, incrustadas y parte integrante de la sustancia de cualquier cosa que una veía cuando se introducía en aquel clima en particular—. Era un dormitorio. Nuevamente ardía el fuego junto a la pared, detrás de una alta pantalla de metal. Nuevamente estaba en un cuarto denso, pesado, abrumador, donde la atmósfera que se respiraba era el transcurso del tiempo, el tictac de un reloj, vivido como condición de cada minuto y cada pensamiento individual. El cuarto estaba inundado de una luz cálida, una luz rojiza, listada y cruzada de sombras, que se extendían sobre las paredes, el techo y las vaporosas cortinas blancas e inmensamente largas que cubrían la pared frente a las dos camas, las camas de papá y mamá, las camas del marido y la mujer.
Por algún motivo, las cortinas, su suave caída, me llenaron de angustia. Eran de muselina blanca, con motas entretejidas, y formaban varias capas. Un blanco, originalmente hecho para la luminosidad y la transparencia y para dejar pasar el sol y el aire de la noche, estaba allí preso y engrosado, y ahora colgaba pesado como una mortaja, para dejar fuera el aire y la luz, para reflejar la intensa luz de las llamas de la chimenea, con su pantalla de barrotes metálicos.
En un lado del cuarto estaba sentada la madre con su bebé de meses, siempre con sus lanas húmedas. Lo tenía abrazado, estaba absorta en él. En un sillón grande, junto a la cortina, estaba sentado un hombre con porte militar que tenía aprisionada entre las rodillas a la niñita que chillaba. En la cara del hombre, debajo del bigote, había una leve sonrisa dura. Estaba «haciendo cosquillas» a la niña. Esto era un «juego», el «juego» de antes de acostarse, ritual. Se jugaba con la hija mayor, se la fatigaba, se le concedía su dosis de atención antes de acostarla, y ese era un servicio que el padre prestaba a la madre, que no podía hacer frente a las exigencias de la niñita, Emily, durante el día. Esta vestía un camisón blanco con volantes en los puños y el cuello. Le habían cepillado el cabello, que llevaba atado con una cinta. Minutos antes había sido una niña bonita limpia y aseada, con su camisón blanco y su cinta blanca en el pelo, pero ahora tenía calor y sudaba, y el cuerpo se le retorcía y doblaba en el intento de escapar de las grandes manazas del hombre, que la apretaban y se le hundían en las costillas, de escapar de la gran cara cruel inclinada tan cerca de ella, con su expresión intensamente satisfecha. Una angustia sofocante llenaba el cuarto; el temor a que la mantuvieran presa en él, la necesidad de que la retuvieran y atormentaran, puesto que era así como agradaba a sus padres. Emily gritó: «No, no, no, no». Indefensa, explorada y desnudada por ese hombre.
La madre permanecía indiferente. No sabía lo que estaba ocurriendo, ni cuánto sufría la niñita. Sin duda era un «juego», y los chillidos y protestas surgían de su propia condición infantil y, por tanto, eran lo aceptado, lo saludable, lo permitido. De ella emanaba pasividad, la indiferencia de la ignorancia. Arrullaba y hablaba con su hijito impávido y boquiabierto, mientras el padre proseguía su tarea, lanzando de vez en cuando miradas a su mujer, con una expresión de maravillosa complejidad: de culpa, aunque él no la advertía; de súplica, pues sabía que aquello no estaba bien y debía cesar; de sorpresa de que le fuera permitido y por su propia mujer, quien no solo no protestaba sino que además lo estimulaba activamente a proseguir el «juego»; y, mezclado con todo esto, otra expresión que nunca se alejaba mucho tiempo de su semblante, la de total incredulidad ante la imposibilidad de todo ello. Aflojó las rodillas fingiendo soltarla, y la niña casi cayó y se agarró a una rodilla para sujetarse, pero antes de que pudiera huir quedó atrapada otra vez por las rodillas, que se cerraron a ambos lados sobre su cuerpo. Y se reanudó la tortura exquisita.
—Toma, toma, toma, Emily —murmuraba el gigante, inundándola con su olor a tabaco y a ropa sin lavar—. Vamos, aquí tienes, más y más —seguía diciendo, mientras los dedos, más gruesos que sus propias costillas, se le hundían en los costados y Emily lloraba y suplicaba.
La escena se esfumó como un resplandor o una pesadilla, y ahora el mismo hombre estaba sentado en el mismo cuarto, pero en una silla cerca de la cama. Llevaba una gruesa bata marrón de lana muy tupida y áspera, una prenda de soldado, y fumaba allí sentado, contemplando a su mujer. La mujer grande y robusta se quitaba la ropa con gestos rápidos y eficientes en su costado de la cama, junto al fuego, solo que ahora era verano y la chimenea tenía unas flores rojas en su interior. Las cortinas colgaban flácidas e inmóviles, muy blancas, pero recogidas para revelar zonas de cristal negro que reflejaban al hombre, el cuarto, los movimientos de la mujer. Ella no reparaba en su marido allí sentado observando cómo aparecía poco a poco su desnudez. Le hablaba, recreaba su día para él, para sí misma:
—Y a las cuatro ya estaba agotada, la muchacha tenía su tarde libre y el bebé estuvo despierto toda la mañana, no durmió, y Emily estuvo difícil y cargante todo el día... y... y... —seguía la queja mientras la mujer permanecía de pie, desnuda, buscando su pijama.
Era una mujer hermosa y sólida, de carnes firmes y blancas, senos menudos y redondeados, con pezones virginales para una mujer que había tenido dos hijos, pequeños y con aureolas rosadas. El abundante cabello castaño le caía por la espalda, y se rascó primero el cuero cabelludo, luego una axila, levantando el brazo y dejando ver un vello largo y castaño. En su rostro apareció una expresión de intensa satisfacción que, de haberla visto, le habría asombrado. Se rascó la otra axila y luego se permitió rascarse, voluptuosamente, con ambas manos, las costillas, las caderas, el estómago. Las manos no llegaron más abajo. Se quedó allí, rascándose con entusiasmo durante largo rato, un par de minutos, y marcas rojizas aparecieron en la firme piel blanca bajo los dedos enérgicos, y de vez en cuando dejaba escapar un estremecimiento de frío. El marido estaba inmóvil y la miraba. Tenía una leve sonrisa en los labios. Se llevó el cigarrillo a la boca y aspiró una profunda bocanada de humo que luego expulsó poco a poco, dejándolo deslizar lentamente por la boca entreabierta y la nariz.
La mujer había terminado de rascarse y se estaba enfundando un pijama de algodón de lunares con el cual parecía una alegre colegiala. En la cara se le leía glotonería de... sueño. Mentalmente estaba hundiéndose ya en el sueño. Con gran destreza se metió en la cama, como si su marido no existiera, y en un solo movimiento se tendió y le volvió la espalda. Bostezó. Entonces recordó que él estaba allí. Debía hacer algo antes de entregarse a aquel supremo placer. Volviéndose, le dijo: «Buenas noches, viejo», tras lo cual fue como si la chuparan hacia dentro y allí quedó dormida, con la cara vuelta hacia él. Y el siguió sentado, fumando, y ahora la examinaba abiertamente a su antojo. En él había burla, incredulidad y, al mismo tiempo, una austeridad que había comenzado, aparentemente, con una especie de cansancio moral, una falta de vitalidad incluso, y que mucho tiempo atrás se había convertido en una sentencia dictada contra él y los demás.
Apagó el cigarrillo, se levantó de la silla despacio, como si temiera despertar a un niño. Pasó al cuarto contiguo, el de los niños, con sus cortinajes de terciopelo rojo, su blanco, blan-co, blanco en todas partes. Dos cunas, una pequeña, una grande. Caminaba con gran cuidado, hombre grande entre un millar de pequeños objetos de cuarto de niños, dejó atrás la cuna pequeña y se acercó a la grande. Se detuvo a sus pies y contempló a la niñita ya dormida. Las mejillas eran llamaradas de escarlata. En la frente aparecían gotas de sudor. Su sueño era muy ligero. Mientras él la miraba, apartó con los pies la ropa de cama, dio media vuelta y quedó allí tendida, con el camisón arrollado alrededor de la cintura, mostrando unas nalgas menudas y la parte posterior de unas bonitas piernas. El hombre se inclinó más y se quedó mirándola, mirando... Un ruido en el dormitorio, su mujer que se volvía en la cama y tal vez decía algo en sueños, le hizo erguirse y adoptar una expresión... culpable, pero a la vez desafiante y, sobre todo, de enojo. ¿Enojo por qué? Por todo, esa es la respuesta. Otra vez el silencio. Más abajo en aquella casa alta un reloj dio la hora. No eran más que las once. La niñita volvió a agitarse y quedó tendida de espaldas, desnuda, con el vientre combado, la vulva visible. Una emoción más se añadió a las ya escritas en el rostro del hombre. De pronto, pero a pesar de todo, sin violencia, cubrió a la niña con la manta y la aseguró firmemente bajo el colchón. Ella empezó a agitarse y a lloriquear en el acto. Hacía demasiado calor en el cuarto. Las ventanas estaban cerradas. Estaba a punto de abrir una, cuando recordó una de las prohibiciones. Entonces dio media vuelta y salió del cuarto de los niños, sin volver a mirar las dos cunas, en una de las cuales dormía silencioso el bebé, con la boca abierta, mientras que en la otra la niña se agitaba y luchaba por salir, salir, salir.
En un cuarto con ventanas abiertas a un jardín formal, un cuarto que tenía ese «aire» de pertenecer a algún otro país, diferente de otros cuartos de esa casa, había una camita donde estaba acostada la niña. Era algo mayor y estaba enferma e inquieta. Más pálida, más delgada que otras veces que la había visto, tenía el cabello húmedo y pegajoso, y flotaba un olor a sudor rancio. Estaba rodeada de libros, juguetes y revistas de dibujos. Se movía sin cesar, molesta, frotándose los miembros, volviéndose, agitándose, cantando en voz baja, murmurando quejas y órdenes a alguien. Era un terremoto de fiebres, energías, deseos, resentimientos, necesidad. Entró la mujer grande y robusta, absorta en el vaso que llevaba. Al ver el vaso la niña pareció animarse —al menos allí había una diversión—, y se incorporó a medias. Pero su madre ya había dejado el vaso junto a ella y se alejaba para cumplir otra obligación.
—Quédate conmigo —le suplicó la niña.
—No puedo. Tengo que ocuparme del bebé.
—¿Por qué lo llamas siempre el bebé?
—En realidad no lo sé, es verdad que es hora de... tiene edad como para... pero siempre lo olvido.
—Por favor, por favor.
—Bien, pero solo un minuto.
La mujer se sentó en la esquina más alejada de la cama, con ese aspecto acosado de siempre, ese aspecto de estar sobrecargada e irritada. Al mismo tiempo estaba contenta.
—Bebe tu limonada.
—No tengo ganas. Mamita; mímame, mímame...
—¡Emily!
Con una carcajada de halago, la mujer se inclinó y se ofreció. La niñita le rodeó el cuello con los brazos y se colgó allí. Pero no obtuvo ningún estímulo.
—Mímame, mímame —canturreaba, como para sus adentros, lo cual no habría sido nada extraño, ya que la mujer estaba perpleja por todo. Soportó unos instantes los bracitos acalorados, pero luego no pudo contenerse, su rechazo a la carne le hizo levantar las dos manos para alejar de sí los brazos de la niñita.
—¡Vamos, basta ya! —dijo, pero se quedó un instante.
El deber la hizo quedarse. ¿Deber hacia qué? La enfermedad tal vez. «El niño enfermo necesita de su madre», o algo por el estilo. Entre el cuerpo febril, anhelante, necesitado de la niñita, que pedía ser calmado con una caricia, con afecto, que quería acurrucarse junto a la muralla grande y fuerte de un cuerpo, un cuerpo seguro que no hiciera cosquillas ni atormentara, ni apretara, que quería seguridad y confianza —entre ella y la respiración regular de su madre, de su cuerpo sereno, todo aplomo y sentido del deber, había un vacío, una falta de contacto—. No había contacto, ni mutuo consuelo.
La niñita volvió a tenderse y luego tomó el vaso y bebió con ansia. En el instante en que el vaso quedó vacío, la madre se levantó y dijo:
—Te prepararé otra.
—No, quédate, quédate conmigo.
—No puedo, Emily. Vuelves a ponerte difícil.
—¿No puede venir papá?
—Papá está ocupado.
—¿No puede leerme?
—Puedes leer sola ahora, eres una chica mayor.
La mujer se fue con el vaso vacío. La niña tomó una galletita a medio comer de debajo de su almohada y luego un libro y empezó a leer y comer, comer y leer, con las piernas en constante movimiento, agitándose y cambiando de posición, mientras con la mano libre se tocaba la mejilla, el cabello, los hombros, palpándose la carne, más y más abajo, cerca de los genitales, sus «partes íntimas» —aunque de allí la mano se apartó precipitadamente, como si la zona estuviera rodeada de alambre de púas—. Luego se acarició los muslos, los cruzó y volvió a separarlos, se movió y se retorció y siguió leyendo y comiendo, comiendo y leyendo.
Allí estaba Emily ahora, en el suelo de mi sala.
—Hugo querido... querido, querido Hugo —eres mi Hugo, eres mi amor, Hugo...
Y me inundó esa ridícula impaciencia, la impotencia del adulto que mira cómo crece la niña. Allí estaba encerrada en su edad, pero a la vez en un todo continuado con las escenas de detrás de la pared, la tierra desconocida que la había formado, aunque no podía verlo ni saber nada acerca de ello, de modo que sería inútil contárselo. Si se lo contaba no oiría más que pa-labras. De aquella región borrosa que se extendía detrás de Emily provenía el juicio: «Eres esto y esto y esto... esto es lo que tienes que ser y no aquello». Y las exigencias biológicas propias de su edad se apoderaban de su vida con una puntualidad predecible y precisa, para hacerla exactamente «esto» y «aquello». Y así proseguiría, tenía que proseguir y yo debía vigilar. Y a su debido tiempo se llenaría, como un recipiente, de sustancias y experiencias. Y la liberarían esas parteras, algunas de ellas reconocidas, comprendidas y comunes para todos, y otras cuya identidad solo sería posible deducir según sus métodos de operación... y llegaría a ser una persona madura, condición imaginada como justificativo de toda experiencia previa, cúspide del éxito, inevitable y peculiar en ella. Esta cúspide es nuestra manera de ver las cosas, lo que vemos es una cumbre biológica: el crecimiento, la realización en lo alto de la curva de la existencia como animal, seguida por el descenso gradual hacia la muerte. Tonterías, sin duda un absurdo. Con todo, me costaba dominar esa visión de ella en mí y ahogar mi impaciencia al verla revolcarse y acurrucarse junto al animal amarillo con su ronroneo, obligarme a reconocer que esa etapa de su vida era tan válida en todos sus aspectos como la que le esperaba —la cual tal vez podría resumirse o encuadrarse en la imagen de una sonrisa eficiente pero a la vez serena—, y que lo que yo esperaba, en realidad (como ella, en algún punto de sí misma, también esperaba), era el momento en que descendería para siempre de ese carrusel, de esa escalera mecánica que la llevaba de las tinieblas a las tinieblas. Descender para siempre... ¿y después?
Se produjo un nuevo hecho en la vida de la calle. Estaba relacionado con Gerald, precisamente con su necesidad de proteger a los débiles, de identificarse con ellos, cualidad que no era imposible incluir en los libros de Debe y Haber de la supervivencia. De pronto allí aparecieron niños de nueve, diez y once años, sin familia, solos. Algunos tenían padres a los que habían abandonado o a quienes veían, pero solo de vez en cuando. Algunos carecían de padres. ¿Qué les había sucedido? Era difícil decirlo. Oficialmente, sin duda los niños aún tenían padres y hogares y demás; en caso contrario deberían hallarse bajo tutela o custodia. Oficialmente, los niños incluso iban regularmente a la escuela. En la práctica, nada de esto ocurría. A veces los niños se incorporaban a otras familias, porque sus propios padres no podían hacer frente a las exigencias de la vida diaria, no sabían dónde encontrar alimentos y provisiones o, simplemente, habían perdido todo interés y los habían arrojado a la calle para que se las arreglasen por sí solos, como en una época había hecho la gente con los perros y gatos que ya no les proporcionaban placer. Algunos de los padres habían muerto a raíz de la violencia o de las epidemias. Otros habían abandonado la ciudad dejando atrás a sus hijos. En general las autoridades ignoraban a estos niños expósitos, a menos que se les llamara especialmente la atención hacia ellos, aunque la gente solía alimentarlos o recibirlos en sus propios hogares. Todavía formaban parte de la sociedad o, por lo menos, deseaban pertenecer a ella, por ello permanecían en lugares donde residían grupos. No se parecían en modo alguno a los niños que tendré que describir muy pronto; los que se habían colocado enteramente fuera de la sociedad, los que eran nuestros enemigos.
Gerald advirtió que aproximadamente una docena de niños vivía prácticamente en las aceras y comenzó a cuidar de ellos de manera organizada. Por supuesto, Emily lo adoraba por ello y lo defendía contra las inevitables críticas. Eran principalmente los viejos quienes afirmaban que habría que dejarlos perecer —puedo afirmar que esto sumaba una nueva dimensión de terror a la vida de los ancianos, en sí insegura—, que los débiles tenían que terminar en el paredón, cosa que ocurría ya, y que no era este un proceso que se debiera contener mediante el despliegue de un sentimentalismo morboso. Gerald, no obstante, se mantuvo firme. Comenzó por defenderlos cuando la gente trató de ahuyentarlos. Dormían en el baldío detrás de las aceras y ello dio lugar a quejas por el mal olor y los desperdicios. Pronto ocurriría lo que todos temíamos más que nada. Las autoridades tendrían que intervenir.
Estábamos rodeados de casas y apartamentos vacíos. A una milla de distancia, aproximadamente, había una casa grande, desocupada y en buen estado. Gerald llevó allí a los niños. Hacía mucho que le habían cortado la electricidad, aunque la verdad es que en aquel entonces casi nadie la pagaba ya. El agua estaba conectada aún. Habían roto los cristales, pero se hicieron celosías para la planta baja y se cubrieron con pedazos de polietileno las ventanas del piso de arriba.
Gerald se había transformado en padre o hermano mayor de los niños. Les conseguía alimentos. En parte lo solicitaba en los mercados. La gente era generosa. Esto era lo extraordinario, que la ayuda mutua y el espíritu de sacrificio estuviesen presentes al lado del cinismo. Por otra parte, hacía excursiones al campo para obtener provisiones que aún era posible adquirir o robar. Por último, lo mejor de todo, estaba el gran huerto en el fondo de la casa, que Gerald enseñó a cultivar a los niños. Este huerto era guardado día y noche por los niños mayores, armados de revólveres o garrotes, arcos y flechas u hondas.
Allí estaban, pues, el calor, el afecto, la familia.
Emily creía haber adquirido una familia ya formada.
Y en este punto comenzó una época nueva, extraña. Vivía conmigo, «bajo mi cuidado», lo cual era un chiste, pero a la vez, la razón por la cual seguíamos juntas. Sin duda seguía viviendo con su Hugo, a quien no se resignaba a dejar. Todas las noches, no obstante, después de comer temprano (y yo llegué a disponer la hora de esta comida de tal manera que le fuera más fácil seguir la nueva vida), me decía: «Me voy ahora, si a usted no le importa», y sin esperar respuesta y con una leve sonrisa culpable y a la vez maliciosa, partía, después de haber besado a Hugo en una pequeña ceremonia privada que era como un pacto o una promesa. En general, volvía a casa mediada la mañana siguiente.
Me preocupaba, desde luego, un posible embarazo, pero las convenciones impuestas por nuestra relación me impedían hacerle preguntas, y de todos modos sospechaba que lo que yo veía como una carga imposible, que la arrastraría consigo, la destruiría, sería acogido por ella con estas palabras: «¿Qué tiene de malo? Otras han tenido niños y se las arreglaron, ¿no?». Me preocupaba, asimismo, que su relación con su nueva familia se hiciera tan estrecha que simplemente se alejara de nosotros, de Hugo y de mí. Allí estábamos nosotros, los dos, esperando. Esperar era nuestra ocupación. Nos hacíamos compañía. El hecho era, no obstante, que el animal no era mío, saltaba a la vista que no lo era. Esperaba, escuchando, a Emily, con los ojos verdes fijos y vigilantes. Siempre estaba preparado para levantarse y recibirla en la puerta —yo sabía que estaba a punto de llegar minutos antes de que apareciera, porque Hugo husmeaba u oía o intuía su presencia cuando todavía estaba a varias manzanas de distancia—. Junto a la puerta los dos pares de ojos, los verdes y los castaños, se ligaban en un deslumbrante haz de emociones. Luego Emily lo abrazaba, lo alimentaba e iban a bañarse. Todavía no había baños ni duchas en la comuna de Gerald. Después se vestía e inmediatamente se dirigía a la acera.
También este período pareció prolongarse de forma interminable. Fue un verano largo con tiempo invariable, día tras día. Fue caluroso, sofocante, ruidoso, polvoriento. Emily, así como las demás muchachas, había vuelto, con el tiempo caluroso, a formas anteriores de vestirse y había abandonado las gruesas prendas que antes usara para abrigarse. Volvió a instalar la vieja máquina de coser y se confeccionó vestidos vistosos con ropa vieja de los puestos callejeros, o bien usaba directamente los vestidos viejos. Aquellas aceras tenían un aspecto curioso para alguien de mi edad, con su despliegue simultáneo de modas de distintas décadas, que borraba el orden de la memoria que establece que «Aquel fue el año que usamos...».
Todos los días, después de almorzar, Gerald estaba con sus chicos de la comuna en las aceras, de modo que Emily no se separaba de su «familia» más de dos horas cada día, cuando hacía su visita a mi casa para cambiarse y bañarse, y otra hora o dos por la noche, cuando cenaba conmigo. O mejor dicho, con Hugo. Creo, además, que volver a casa por este breve período era una necesidad emocional para ella. Necesitaba aquella tregua en sus emociones, su felicidad. En aquella otra casa todo era un «crescendo» de júbilo, éxito, realización, trabajo, creación, ser necesitada. Volvía de ella como quien vuelve corriendo y riendo después de una tormenta o de oír música demasiado ruidosa. Se dejaba caer riendo en mi sofá, dispuesta ya a volar otra vez, radiante, feliz, amiga del mundo. No podía evitar reír todo el tiempo, dondequiera que estuviese, de tal manera que la gente la miraba, luego se le acercaba para conversar, tocarla, compartir la vitalidad que emanaba de su persona como de una fuente o reserva de vida. Y en aquella cara radiante alcanzábamos a ver siempre la pregunta maravillada: «Pero ¿por qué yo? ¡Esto me sucede a mí!».
Bien, era natural que tal intensidad no pudiera durar. En su punto culminante se vio ya amenazada. Emily comenzaba a caer en pequeñas depresiones, o fatigas e irritaciones, durante las cuales la exaltación mostrada solo una hora antes parecía imposible ya. Luego volvía a elevarse en una ola de júbilo.
Pronto vi que Emily no era la única muchacha favorecida por Gerald; que no era, ni mucho menos, la única que le ayudaba a manejar esa familia. Comprobé que no estaba segura del lugar que ocupaba en la vida de él. A veces no iba a la casa, sino que permanecía conmigo. Creo que ello se debía a que quería «mostrarle», o bien confirmar frente a sí misma, que aún tenía cierta independencia y voluntad propias.
En las fuentes de rumores me enteré de que el joven Gerald estaba «seduciendo a todas esas jovencitas, es escandaloso». Era extraño oír todas esas palabras antiguas, seducir, inmoral, escandaloso y demás; y que no tenían ya ninguna fuerza quedaba demostrado por el hecho de que no se tomaba ninguna medida. Cuando los ciudadanos se sienten conmovidos en un sentido o en otro, lo demuestran, pero la verdad era que a nadie le importaba mucho que las chicas de trece o catorce años tuvieran relaciones sexuales. Habíamos vuelto a una etapa anterior de la condición humana.
¿Y qué sentía Emily en aquel momento? Una vez más, sus emociones no se habían adaptado al cambio. Solo unas pocas semanas, o aun días, después de que hubo pasado, se veía como la viuda de una dicha muerta, de un paraíso. Hubiera querido que se prolongase para siempre esa época en que ella misma se veía como un sol que atraía a todos, en que bañaba a todos con su luminosidad y su calor, en medio de aquella felicidad que creaba con Gerald, su amante. En cambio, al no verse ya como la primera, o la única junto a él, al en-contrarse ella misma insegura y sin apoyo allí, donde sentía que estaba su centro, perdió belleza, brillo. Se volvió lánguida, se quedaba sentada sin ganas de hacer nada y debía hacer un esfuerzo para desplegar alguna actividad. Me alegré de que esto ocurriera. Seguía convencida de que debía quedarse conmigo porque el hombre guardián, protector o lo que fuere, me había pedido que la cuidara. Y sí Gerald la rechazaba —así lo vivía ella—, la situación resultaría dolorosa pero al menos no le seguiría cuando le llegara a él el turno de encabezar una tribu. Si es que partía, ahora que había fundado esa nueva comuna.
Yo esperaba, vigilaba... marchando a través de una ligera mampara de flores, hojas, pájaros, capullos, la esencia del bosque hecha vida en el diseño borroso del empapelado de la pared, desplazándome a través de habitaciones que parecían haber envejecido desde que las viera por última vez. Las paredes habían perdido espesor, habían perdido sustancia frente al aire, al tiempo. En el suelo del bosque se levantaban por doquier paredes altas y frágiles, todas ellas aún en pie y con sus ángulos correctamente trazados, pero al mismo tiempo fantasmas de paredes, como las bambalinas de un teatro. Se elevaban hacia las frondas, se perdían en el follaje. Y el sol se posaba sobre ellas formando una capa fina y transparente donde no aparecían los dibujos de sombras y hojas. El viento lo había cubierto todo de tierra y por todas partes crecían flores y césped verde.
Caminé de un cuarto a otro a través de las paredes insustanciales, buscando a su dueño, su ocupante, cuya presencia sentía intensamente aun en aquel momento, cuando el bosque casi lo había invadido todo.
Alguien... sí, en verdad había alguien. Cerca... avancé sin hacer ruido, por el césped, segura de que al final, donde la pared transversal estaba derrumbada y destruida desde hacía mucho tiempo, podría por fin, sin esfuerzo, volver la cabeza y ver... a quienquiera que fuese... la presencia intensa y sutil, el ser familiar cuyo rostro reconocería por haberlo conocido siempre. Sin embargo, cuando llegué al final de la pared, hallé un pequeño arroyo juguetón que corría entre la hierba, tan transparente que los peces, sobre el lecho de brillantes guija-rros, me miraron con sus ojos redondos como si no nos separase el agua, como si estuvieran suspendidos en el aire a mis pies.
Al vagar de cuarto en cuarto, todos ellos abiertos al follaje y al cielo, con su piso de frescas hierbas y sus flores de un mundo anterior, descubrí la extensión de ese lugar, un espa-cio sin límites ni fin visibles, mucho más amplío de lo que nunca había imaginado. Mucho tiempo atrás, cuando la casa se levantó sólida y fuerte, una protección contra el bosque y el clima, cuántos debieron de vivir allí, una multitud; sin embargo todos se habían sometido a la Presencia única que era el aire que respiraban... Aunque ellos no lo sabían, ese era el Todo del cual ellos constituían minúsculas partes; su vida y su muerte tan poco al arbitrio de su elección personal y de sus deseos, como lo están al arbitrio del suyo el destino y la fortuna de las moléculas que conforman una hoja.
Caminé de regreso hacia la región fronteriza, en cuyo lado opuesto se hallaba mi vida «real», y descubrí que allí había una serie de cuartos todavía sólidos, todavía macizos, con pisos y techos intactos, pero al mirar vi que los tablones del piso comenzaban a ceder y algunos puntos se habían hundido. Luego descubrí que había en ellos agujeros irregulares y que, en realidad, aquellas no eran tablas de entarimado, sino tablones medio podridos, dispuestos sobre un suelo de tierra de la que ya brotaba la hierba verde. Aparté los tablones y aparecieron la tierra limpia y los insectos vigorosamente empeñados en su tarea de recreación. Aparté las pesadas cortinas forradas para dejar entrar la luz del sol. El olor de la vida surgía con intensidad del viejo cuarto encerrado, y huí de allí y me abrí camino entre las finas mamparas de hojas para abandonar aquel lugar, aquel reino, al crecimiento puro, a la obra de los insectos, porque... tenía que hacerlo. Después de todo, nunca era yo misma quien disponía que en un punto debía interrumpir mi vida ordinaria, pues había llegado la hora de pasar de una vida a otra. No era yo quien hacía más fina la pared bañada de sol, ni tampoco yo quien disponía la ambientación de fondo. Nunca había tenido elección. Muy intenso era aquel sentimiento de hacer lo que me ordenaban y lo que debía hacer, de que me conducían, me guiaban, me señalaban, me mantenían siempre en la palma de una inmensa mano que encerraba mi vida y me utilizaba para fines que yo, por tener demasiado de escarabajo o de lombriz, no alcanzaba a comprender.
Debido a tal sentimiento, nacido de las experiencias vividas detrás de esa pared, estaba cambiando. Una inquietud, un ansia que había estado dentro de mí toda la vida, acompañada también siempre por una tormenta de rebeldía (mas ¿contra qué?) estaba siendo calmada ahora. Comprobé, en fin, que cada vez con mayor frecuencia esperaba, simplemente. Vigi-laba para ver qué ocurriría luego. Observaba. Contemplaba ahora cada acontecimiento con serenidad, con el deseo de poder comprenderlo.
El acontecimiento siguiente fue la aparición de June.
Una tarde, cuando Emily llevaba un día entero y una noche en casa conmigo y con Hugo, sin haber ido para nada a la casa comunal, llegó una chiquilla y pidió verla. Digo una chi-quilla consciente de lo absurdo de la frase, con sus asociaciones de frescura y de promesa. La verdad es que era una niña pequeña, una niña muy delgada, con pómulos salientes y marcados. Tenía ojos de color azul muy claro. El cabello, muy rubio y de aspecto sucio, le caía sobre los hombros y ocultaba en parte el rostro delgado y conmovedor. Era pequeña para su edad y podría haber tenido ocho o nueve años, aunque en realidad tenía once. En otras palabras, era dos años menor que Emily, mujer joven y amada, en forma precaria, por el rey Gerald. Con todo, tenía senos incipientes y puntiagudos y un cuerpo que estaba ya en la fase de crisálida.
—¿Dónde está Emily? —preguntó. La voz... no, diré tan solo que estaba en el extremo más distante del llamado «buen inglés», la norma utilizada en una época en la publicidad, las noticias o el oficialismo. Apenas pude comprender lo que decía debido a lo degradado de su acento. No me refiero a los términos que usaba, bastante agudos si uno llegaba a descodi-ficarlos y también intentos empecinados y vigorosos de aprisionar significados e ideas tan claras y tan válidas como las que expresa un habla cultivada. El tono perentorio del «¿Dónde está Emily?» no surgía de la mala educación, sino del esfuerzo que había puesto en la frase, de su determinación para que la comprendiesen y la llevasen hasta Emily, o para que Emily fuera hasta ella. Se debía asimismo al hecho de que no era una persona criada en la convicción de que tenía derechos. A pesar de todo, se dirigía hacia objetivos, deseaba cosas y las obtenía. Llegaría hasta su Emily sin ayuda de palabras, aptitudes, cortesía... sin derechos.
—Está aquí—le dije—. Entra, por favor.
Me siguió, tiesa por la determinación que la había llevado a casa. Los ojos se posaban en todas partes y me asaltó la idea de que ponía precio a todo lo que veía. O mejor dicho, lo eva-luaba, ya que aquello de «poner precio» era un término algo pasado de moda.
Cuando vio a Emily, en aquel momento una jovencita lánguida y sufriente, sentada en una silla junto a la ventana, con los pies desnudos apoyados uno junto al otro sobre su inseparable animal amarillo, el rostro de la niña se iluminó con una sonrisa dulce y desgarradora, toda confianza y cariño, y se adelantó corriendo, olvidando todo lo demás. Y Emily, al verla, sonrió y olvidó sus propias penas, las penas de amor y de quién sabe qué más, y las dos se encaminaron al cuarto diminuto de Emily. Dos niñas con una amistad de niñas, a pesar de que una de ellas ya era una mujer y la otra todavía una niña con cuerpo y cara de niña. Aunque no, según descubrí, con una imaginación de niña, pues estaba enamorada de Gerald. Y después de haber sufrido celos por culpa de Emily, la favorita, y de haberla odiado y denigrado sucesivamente, o admirado de forma febril y rastrera, era ahora su hermana en el dolor porque a Gerald lo amaba, lo servía otra muchacha, o tal vez otras.
Llegó por la mañana. A la hora de almorzar salieron del dormitorio y Emily me preguntó con aquella invariable cortesía de invitada: «Si no tiene inconveniente, me gustaría invitar a June a comer un sandwich, o algo».
Más avanzado el día, las dos chicas se cansaron de estar en el cuartito cerrado y se sentaron en el suelo con Hugo entre las dos, charlando mientras lo acariciaban y lo mimaban. June necesitaba consejo e información sobre toda una serie de cuestiones prácticas y, en particular, en lo que se refería al jardín, que era responsabilidad de Emily por ser la entendida en este tipo de trabajo.
¿Era entendida, en realidad? Yo no sabía nada de Emily y conmigo nunca había evidenciado el menor interés por este tipo de actividades, ni aun por las plantas de las macetas.
Me quedé allí sentada oyéndolas conversar, reconstruyendo a partir de sus palabras la vida de su comuna... Qué extraño era que en todas nuestras ciudades, junto a los ciudadanos que seguían utilizando corriente eléctrica, obtenían el agua que pagaban de los grifos, contaban con que les recogieran los desperdicios, existieran esas casas donde la vida se de-sarrollaba como si jamás se hubiera producido la revolución tecnológica. La gran casa a quince minutos de marcha de la nuestra había sido una residencia para ancianos. Tenía un ex-tenso terreno. Lo habían despejado de arbustos y de macizos de flores y ahora se cultivaban solo hortalizas. Hasta había un pequeño cobertizo en el cual se criaban unos cuantos pollos, otra ilegalidad que se cometía en todas partes y que las autoridades fingían no ver. La comuna compraba, o adquiría por otros medios, harina, legumbres secas, miel. Estaban, sin embargo, a punto de instalar una colmena. También compraban sustitutivos de carne de «pollo» y de «vaca» y de «cordero» con los cuales preparaban las comidas poco apetitosas por todos conocidas. Poco apetitosas para algunos, ya que bastantes de aquellos niños no habían comido nunca otra cosa y preferían el sustitutivo al alimento verdadero. Como he dicho ya, aprendemos a apreciar lo que podemos obtener.
La casa era un conglomerado de pequeños talleres, donde se elaboraba jabón y velas, se tejían y teñían telas, se curtían pieles, se secaban y conservaban alimentos, y se reconstruían o fabricaban muebles.
Así vivían, entonces, todos, la banda de Gerald, treinta en aquel momento, siempre bajo la presión de que aumentara su número, debido a que muchos querían unirse al grupo y era necesario rechazarlos. No había sitio.
No era que me sorprendiese enterarme de todo esto. Lo había oído con anterioridad, en diversas manifestaciones. Por ejemplo, había existido una comuna de adultos jóvenes y ni-ños, no muy lejos, donde hasta el agua corriente y las cloacas habían dejado de funcionar. Habían construido un retrete en el jardín, un pozo con un cajón de embalaje encima y una lata llena de ceniza para los malos olores y las moscas. Compraban agua en la puerta o bien la sacaban de las canalizaciones cuando podían, y también conseguían bañarse en casa de amigos. Hubo un momento en que utilizaron mi cuarto de baño. Ese grupo, no obstante, se desplazó hacia otro sector. En toda la ciudad había de estos reductos de una vida que re-trocedía, día a día, hacia lo primitivo, hacia la vida precaria. Parte de una casa... luego la casa entera... un grupo de casas... una calle... un grupo de calles. La gente que observaba desde los edificios altos veía cómo se instalaban y propagaban estos núcleos de barbarie. Al principio mostraban solo hostilidad y temor. Dejaban escapar las expresiones habituales de desa-probación, de rectitud, pero en realidad estaban aprendiendo; ellos, los que eran todavía afortunados, aprendían observando a esos salvajes de cuyos dedos brotaban nuevas artes y aptitudes. En algunos sectores de la ciudad se habían transformado suburbios enteros. Millas habitadas por gente que cultivaba sus patatas y cebollas y zanahorias y coles y los vigilaba día y noche, criando además pollos y patos, convirtiendo el estiércol, comprando o vendiendo agua, utilizando cuartos vacíos o casas vacías para criar conejos y aun un cerdo... Gente que no formaba ya familias compactas y normales, sino que se integraba en grupos y clanes cuya estructura surgía de las exigencias del estado de necesidad. Por la noche esas zonas se hundían en una peligrosa oscuridad a la que nadie osaba acercarse, con su alumbrado escaso o inexistente, sus calles llenas de baches y huellas hundidas, mientras en cada ventana parpadeaban las luces minúsculas de las velas o el resplandor débil de algún artefacto improvisado sobre la pared o bien colgado del techo. Aun durante el día, caminar por allí viendo esas caras cautelosas vislumbradas detrás de las celosías y sabiendo que había preparado arcos y flechas y hondas y aun armas de fuego, apuntando hacia una por si se cometía una transgresión... semejante expedición era como introducirse en terreno enemigo, o bien volver al pasado de la humanidad.
Sin embargo, aun en aquella etapa posterior había un sector de cierto nivel en nuestra sociedad que se las componía para vivir como si no estuviera pasando nada, nada irreparable. La clase dirigente —aunque, según se decía, esto era letra muerta— o, en fin, el tipo de persona que manejaba las cosas, que administraba, que se sentaba en concejos y comisiones, que tomaba decisiones, hablaba. La burocracia. Una burocracia internacional. Pero ¿cuándo no ha sucedido esto, que el sector de una sociedad que saca las mayores ventajas de ella mantenga en su seno, y mientras le sea posible también en los otros, una ilusión de seguridad, permanencia, orden?
Yo diría que en el fondo esto tiene algo que ver con la conciencia, órgano del que quedan vestigios en la humanidad y que exige todavía algún género de justicia o equidad, que siente que es intolerable (la mayoría de la gente lo siente en algún punto o, por lo menos, de vez en cuando) que algunos individuos prosperen mientras otros sufren hambre y fracasan. Este es el mecanismo más poderoso de todos para, en primer lugar, el mantenimiento de una sociedad y, luego, su destrucción subterránea, su corrupción, su caída... claro que nada de esto es nuevo, y muy probablemente y dentro de lo que es posible determinar, ha venido sucediendo a lo largo de la historia. ¿Hubo alguna época en nuestra nación en que la clase dirigente no viviera dentro de la campana de vidrio de la respetabilidad o de la riqueza, cerrando los ojos a lo que sucedía fuera de ella? ¿Podía haber una auténtica diferencia cuando esta «clase dirigente» utilizaba términos como justicia, juego limpio, equidad, orden y aun socialismo? Cuando los usaba y aun creía, tal vez, en ellos durante algún tiempo, aunque entretanto todo se venía abajo y, al mismo tiempo, como siempre, los administradores vivían protegidos contra lo peor, intentando lograr que todo se olvidase hablando, deseando, legislando, ya que admitir lo que estaba ocurriendo significaba reconocer su propia inutilidad, reconocer que la seguridad adicional de que gozaban era producto del robo y no de servicios prestados...
En cierto modo, no obstante, todo el mundo representaba un papel en la confabulación de que no estaba ocurriendo nada, o bien de que estaba ocurriendo, pero un día las cosas se invertirían y entonces... ¡Abracadabra! Todos estaríamos una vez más en los buenos tiempos de antes. ¿Cuáles?, pregunto. Aquello era cuestión de temperamento. Cuando no se tiene nada, hay libertad para elegir entre los sueños y las fantasías. Por mi parte imaginaba una forma elegante de feudalismo, desde luego sin guerras, sin injusticia. Emily, por no haberla vivido ni sufrido nunca, hubiera deseado el retorno de la Era de Prosperidad.
Yo participaba en el juego de la complicidad, como todo el mundo. Durante ese período renové mi contrato de alquiler, que era por siete años. Sin duda sabía bien que no nos quedaba tanto tiempo, ni mucho menos. Recuerdo una conversación con Emily y June sobre la posibilidad de poner cortinas nuevas. Emily quería cortinas de muselina amarilla, como unas que había visto en una tienda de trueques. Yo estaba a favor de una tela más gruesa que nos aislase del ruido. June se mostró de acuerdo con Emily; la muselina, debidamente forrada —y había un comercio que vendía exclusivamente telas de forro viejas, a solo dos millas de distancia—, caía bien y era abrigada. Después de todo, las telas más gruesas, que se suponía eran más abrigadas, caían con tanta rigidez que las corrientes de aire se introducían por los bordes... sí, pero una vez lavado, ese tejido más grueso perdía rigidez... ese era el tipo de conversación que éramos capaces de sostener. Solíamos dedicar días y semanas a tomar una decisión. Las verdaderas decisiones, las necesarias, como que habría que renunciar del todo a la electricidad, se tomaban, por lo general, con un mínimo de debate. Tales decisiones nos eran impuestas, y fue aquel verano cuando decidí hacer desconectar la electricidad. Inmediatamente antes de la visita de June, en realidad. Su primera visita, porque pronto comenzó a venir todos los días y casi siempre nos encontraba hablando de la iluminación y la calefacción. Ella nos dijo que había un hombre en un pueblo a unas doce millas de allí que vendía equipos de los que antes se utilizaban para acampar. No, no eran los mismos artefactos, sino que él había perfeccionado otros de toda clase. June había visto algunos de ellos y nos los mencionó, pues creía que debíamos comprarlos. Lo discutieron con Emily y cuando decidieron no hacer la excursión solas, pidieron a Gerald que las acompañara. Partieron entonces los tres y un día llegaron muy tarde, cargados con toda clase de aparatos o artefactos para alumbrarse u obtener calefacción. Y allí estaba Gerald, en mi sala. Visto de cerca, ese joven cacique no era tan formidable. Tenía un aspecto preocupado, desolado incluso; las miradas que lanzaba sin cesar a Emily revelaban ansiedad, y continuamente le pedía consejo sobre esto o aquello... consejo que ella le daba, puesto que era tan práctica y tan sensata. Pude descubrir entonces algo de la relación entre ellos, me refiero a la que se ocultaba debajo de aquel lazo, quizá menos poderoso, aparente en la superficie y al cual respondía Emily. Detrás de esa situación casi convencional de la chica enamorada del jefe de la banda, veía a un joven muy joven, excesivamente cargado de obligaciones y excesivamente responsable e inseguro, que solicitaba apoyo y aun ternura. Había partido con Emily y June para «ayudar a trasladar las cosas que Emily y su amiga necesitarían durante el invierno», pero no había en ello tan solo bondad, aunque era sumamente bondadoso, sino además una manera de decirle a Emily que necesitaba volver a tener su presencia en su casa. Un pago, quizá, o bien un soborno, si queremos ser cínicos. Emily jugaba con la posibilidad de volver a él. Saludablemente fatigada después de la larga marcha con aquella carga, con su aspecto tostado, arrebatado y atractivo, coqueteaba con él y se hacía la distante y la difícil. En cuanto a June, puesto que aún no podía jugar este juego, guardaba silencio y observaba, muy excluida de todo. Emily, consciente de su poder sobre Gerald, lo utilizaba. Se desperezaba, se regocijaba del poder de su cuerpo y jugaba con la cabeza y las orejas de Hugo mientras le sonreía a Gerald... sí, volvería a él, a su casa, ya que tanto lo deseaba, ya que tanto la deseaba. Y al cabo de una hora de esto, se fueron los tres, Emily y Gerald abriendo la marcha, June a la zaga. Padres con la hija, era lo que me recordaba... esa era la sensación que, según sospeché, debía de tener June, al menos.
Y ahora supongo que cabrá preguntarse y responder por qué Emily no eligió ser jefe, líder por sus propios méritos. Pues bien, ¿por qué no? Sí, desde luego me lo pregunté. Las actitudes de las mujeres frente a sí mismas y frente a los hombres, las pautas que se autoimponían las mujeres, la intrepidez de su lucha por la igualdad, el cuestionarse durante décadas, llenas de sufrimiento, acerca de su propio papel, sus propias funciones... todo esto hace que ahora me resulte difícil afirmar, simplemente, que Emily estaba enamorada. ¿Por qué no tenía su propia banda, su propia casa llena de valientes merodeadores y ladrones, de creadores, panaderos y cultivadores de su propio alimento? ¿Por qué no era de ella de quien se diría: «Allí estaba esa casa vacía. Emily reunió una banda y todos se han mudado a ella. Sí, se pasa muy bien allí; trataremos de que nos permita vivir también allí»?
Nada se lo impedía. Ninguna ley, escrita o tácita, establecía que no pudiera hacerlo, y además sus aptitudes y habilidades eran tan variadas, desde todo punto de vista, como las de Gerald o de cualquiera. Pero no lo hizo. No creo que se le ocurriese en ningún momento.
La dificultad residía en que amaba a Gerald, y esa nostalgia de él, de su atención y de su dedicación, la necesidad de ser ella quien lo reconfortara y le diera su apoyo, quien lo re-lacionara con la tierra, quien le hiciera mantener el rumbo con su sentido común y su calidez, esta necesidad le robaba toda la iniciativa que hubiera requerido para ser la conductora de una comuna. Solo quería ser la mujer del líder de la comuna. Su única mujer, sin duda.
Esta es una historia, después de todo y, según espero, verídica.
Una tarde volví de una excursión para obtener noticias y hallé que los cuartos del apartamento no estaban como de costumbre, sino exactamente como aparecían en el lugar detrás de la pared cuando lo perturbaba el duende, el «poltergeist» o principio de la anarquía. Tal fue mi pensamiento al quedarme contemplando una silla derribada en el cuarto, libros desparramados por el suelo. Había un desorden general, una sensación de vacío y, sobre todo, un ambiente que me era familiar. Luego, una tras otra, las faltas y ausencias individuales se hicieron evidentes. Habían desaparecido las provisiones de alimentos, reservas valiosas de cereales, alimentos envasados, frutas secas, velas, pieles, hojas de polietileno, las cosas obvias. Bien, los ladrones habían entrado en mi casa y tenía suerte de que no hubiese ocurrido antes. Luego, en cambio, vi que me faltaban objetos de un valor tan solo retrospectivo, como un televisor no usado desde hacía meses, una grabadora, lamparillas eléctricas, una batidora. La ciudad contaba con cobertizos repletos de estos artefactos eléctricos que no tenían ya utilidad, y comencé a pensar que esos ladrones eran extravagantes o necios. Vi a Hugo tendido a lo largo de la pared de enfrente. Los intrusos no lo habían molestado. Era extraño, pero apenas me había convencido de la naturaleza inexplicable de este robo, cuando el rumor de voces familiares me llevó hasta la ventana. Allí me quedé para contemplar la pequeña procesión que traía mis bienes de regreso. Sobre una docena de cabezas, cabezas de niños, iban en equilibrio el televisor, bolsas de combustible y alimentos de todas clases, maletas y cajas. Luego pude ver las caras, doradas y blancas y negras, cuando se levantaron en respuesta a la voz de Emily: «¿Ven? ¡Es demasiado tarde!». En otras palabras, yo había regresado y los veía desde la ventana. Vi llegar a Emily detrás de los chicos. Estaba al mando, dirigiéndolo todo, con aire de responsabilidad y de fastidio, comedia, en suma. No la había visto en este papel con anterioridad. Para mí, era una nueva Emily. June también estaba a su lado. Conocía todas esas caras, eran las de los chicos que integraban la comuna de Gerald.
En un instante empezaron a desfilar por mi sala cajas, bultos y paquetes con chicos debajo de ellos. Cuando el suelo quedó cubierto con todo lo que se habían llevado, los chicos empezaron a salir furtivamente mirando a Emily, no a mí. Era como si yo fuera invisible.
—Y ahora, pedid disculpas —ordenó ella.
Los chicos sonrieron con esa sonrisa débil y confusa que acompaña al «¡Ah, no termina de hablar nunca!». Obedecían a Emily, pero la encontraban dominante. Aquellas sonrisas avergonzadas y afectuosas no eran las primeras que les había arrancado, según pude apreciar. Mi curiosidad en cuanto al papel que jugaba en esa otra casa aumentó aún más.
—Vamos, vamos —dijo Emily—. Es lo menos que podéis hacer.
Los delgados hombros de June se encogieron, mientras decía:
—Disculpe; pero le hemos devuelto las cosas, ¿no?
Me sería imposible transcribir aquí los sonidos ininteligibles que brotaron de la boca de June.
En el esfuerzo por expresarse estaba involucrada toda la intensidad de la frustración. Esta niña, como otros chicos formados en nuestra época anterior, cuando todo había sido verbal, se había visto excluida de toda esa riqueza. Nosotros (me refiero a la gente educada) nunca habíamos encontrado la forma de compartirla con los sectores más deprimidos de nuestra sociedad. Aun entre dos mujeres que intercambiaban sus escasas frases de chismografía, de pie en el borde de la calzada, se detectaba el esfuerzo explosivo de la frustración. El lenguaje empobrecido, recortado, de los pobres había contenido siempre esa energía que brota del resentimiento (inconsciente, tal vez, pero presente), alimentado por la conciencia de que existen aptitudes y facilidades que están fuera de su alcance y cuyo lugar dentro de su propia expresión había sido ocupado por la repetición constante de frases hechas, muletillas como «¿sabes?», «¿sabes lo que quiero decir?», «¿no crees?» y tantas otras frases que formaban buena parte de todo lo que decían. Las palabras, en boca de ellos, como ahora en la de June, tenían una calidad penosa, colmada por el esfuerzo, terrible en contraste con la fluidez tan fácilmente asequible para otros, pero no para ellos.
Por fin los chicos se retiraron, aunque June se quedó. A juzgar por la mirada que dirigió en torno al cuarto, pude ver que no pensaba irse. Estaba lamentando, no el hecho, sino sus consecuencias, por cuanto bien podrían separarla de su querida Emily.
—¿Qué sucedió? —pregunté.
El aire autoritario de Emily se disipó y, de pronto, se aflojó, con la actitud de una niña preocupada y cansada, junto a Hugo. El animal le lamió la mejilla.
—Les gustaban algunas de sus cosas, eso es todo.
—Sí, pero... —Mi sentimiento era: «¡Pero soy su amiga y no debieron elegirme a mí!».
Emily lo captó y con su sonrisita agria dijo:
—June había estado aquí, sabía dónde estaba todo, así que cuando los chicos se preguntaron en qué lugar podían trabajar la próxima vez, ella les propuso este.
—Tiene sentido, supongo.
—Sí —asintió ella, mirándome con ojos graves para que no tomara con ligereza su insistencia—. Sí, tiene sentido.
—¿Quieres decir que no debo pensar que hubo nada personal en lo que hicieron?
Otra vez la sonrisa, patética por la sabiduría que encerraba, por la precocidad que expresaba... Precocidad, qué palabra tan anticuada, una palabra cuya fuerza se apoyaba en ciertas normas de conducta.
—¡No, fue algo personal... un cumplido, por así decirlo!
Apoyó entonces la cara contra la piel amarilla de Hugo y se echó a reír. Yo sabía que Emily debía ocultar el rostro para escapar al esfuerzo de presentarlo lleno de vivacidad y ale-gría, de bondad e inteligencia. Los dos mundos de Emily, la casa de Gerald y la mía, acababan de superponerse de forma amenazadora. Lo intuía en ella y lo comprendía. Pero al mismo tiempo había un agotamiento en ella, una tensión que yo no comprendía, si bien había sorprendido un chispazo del motivo en sus relaciones con los niños. Su problema no residía tanto en el hecho de ser solo una entre quienes competían por los favores de Gerald, sino más bien en que las cargas que pesaban sobre ella eran excesivas para alguien de su edad.
Le pregunté:
—¿Por qué se interesaron por los artefactos eléctricos?
—Porque estaban aquí —repuso, con demasiada concisión. Adiviné entonces que la había desilusionado. No había comprendido las diferencias entre ellos, categoría dentro de la cual unas veces se incluía y otras veces no, y mi propia persona.
Me miraba. No sin afecto, me alegra señalarlo, pero la mirada era desconcertante. Se preguntaba si debía intentar hacer algo conmigo; si eso me molestaría, si la comprendería.
—¿Ha estado arriba en las últimas semanas?
—No, la verdad es que no. ¿Debí haber subido?
—Yo diría que... ¡Sí, sí creo que debe subir! —Y al decidir llevar adelante lo que fuera que planeaba se volvió intrigante, alegre, encantadora y zalamera, como una niña que quiere persuadir a un padre o a un adulto—. Pero tenemos que encontrar algo para llevar las cosas... —exclamó—. Sí, esto nos servirá. Y desde luego, si el ascensor no funciona, que es lo que sucede la mayor parte del tiempo, por desgracia...
En un instante estaba revoloteando por toda la casa, recogiendo todos los artefactos eléctricos que yo tenía, a excepción de la radio, sin la cual aún estábamos convencidos de no poder vivir —las noticias de otros países lo mismo podrían haber provenido de otros planetas, tan lejanos nos parecían, y de todos modos, las cosas marchaban allí exactamente de la misma forma que en el nuestro—. Batidoras, el televisor, lámparas, ya los he mencionado. A ello se agregó un secador de cabello, un aparato para masajes, un asador, una tostadora, otro asador cubierto, una cafetera, una marmita y una aspiradora de polvo. Todo esto fue apilado sobre una mesa rodante de dos pisos que yo tenía.
—Vamos, vamos, vamos, vamos —exclamó alegremente, aunque con tono suave, sin quitarme de encima esos ojos graves, temerosa de que me ofendiera, y por fin salimos del apartamento, empujando la mesa rodante cargada de objetos. El vestíbulo estaba lleno de gente que bajaba y subía la escalera o esperaba el ascensor, que funcionaba. Todos reían y hablaban y gritaban. Era una multitud entusiasta y llena de expectación, inquieta, animada, fervorosa. Todo el mundo tenía un aspecto enfebrecido. Me di cuenta entonces de que sin duda me había habituado a ver el vestíbulo y la acera frente al edificio llenos de personas como esas, pero no había comprendido. Ello se debía a que, a lo largo de los pasillos de los pisos bajos del edificio, todo estaba como había estado siempre: silencioso, sobrio, las puertas marcadas con los números 1, 2,3, detrás de las cuales vivían mister y mistress Jones y su familia, miss Foster y miss Baxter, mister y mistress Smith y miss Alicia Smith... pe-queñas unidades independientes todas ellas, el viejo mundo.
Esperamos nuestro turno para tomar el ascensor, cargamos en él el carro repleto y subimos con una multitud de personas que miraban nuestros bienes con un cierto desdén. En el último piso empujamos el carro hacia el corredor y Emily se detuvo un instante, indecisa. Adiviné que no era por no conocer el camino, sino porque estaba pensando qué me con-vendría más, ¡ni más ni menos, qué sería lo mejor para mí!
Ese piso era igual que la planta baja: cuartos alrededor de todo el edificio con un corredor detrás, cuartos individuales detrás de este, con un patio en el centro, aunque desde luego allí el lugar del patio estaba ocupado por un pozo de luz, un vacío. También allí había gran actividad y movimiento. Todas las puertas estaban abiertas. Era como el acceso a un mercado callejero: la gente acarreando bultos, o bien el viejo cochecito de niño cargado con esto o aquello, el hombre que llevaba, con cuidado y envuelta, una posesión preciosa sobre la cabeza, para que nadie tropezase con ella. Era difícil recordar que en los pisos inferiores de la casa había calma, así como la sensación de que la gente se concedía mutuamente cierto espacio. En un cuarto situado frente al ascensor había un gran montón de objetos que llegaba hasta el techo y, a su alrededor, unos niños que clasificaban las cosas en categorías. Una niña miró sonriendo a Emily y le explicó: «Estoy ayudando con esta carga que acaba de llegar». Y Emily repuso: «Muy bien, me alegro», alentando a la chica. Una vez más hubo algo en ese intercambio que me dio que pensar. La chica se había mostrado excesivamente dispuesta a explicar lo que hacía. Estábamos ahora junto a la entrada de otro cuarto, donde una brecha irregular en la pared, como las causadas por bombas, comunicaba con el cuarto del cual acabábamos de salir. La pila de artículos la ocultaba. A través de la brecha se transportaban a mano, o bien en carritos de diferente tipo, ciertas categorías de artículos. Este cuarto estaba destinado a guardar envases, frascos, botellas, latas y demás recipientes hechos de toda clase de materiales, desde vidrio hasta cartón. Alrededor de una docena de chicos estaban ocupados en trasladar los envases de la pila del cuarto contiguo a través del hueco hasta esta habitación. Lo único que no faltaba en estos mercados, el bien de quien nadie había carecido desde hacía largo tiempo, era la mano de obra, manos para trabajar donde fuera necesario. Dos muchachos montaban guardia en el rincón, armados con revólveres, cuchillos y nudillos de acero. Solo cuando estuvimos fuera de la puerta de otro cuarto más, donde el ambiente no era quizá tan saludable y, en cambio, más melancólico, y donde no había guardias, comprendí que el contenido de los cuartos vigilados por los dos muchachos armados era valioso, mientras que este otro contenía artículos sin ningún valor, artefactos eléctricos semejantes a los que llevábamos en nuestro carro.
Nos quedamos allí un rato, contemplando la actividad y el movimiento, viendo trabajar a los chicos.
—Reciben dinero —dijo Emily—, o algo a cambio... Hasta los chicos que van a la escuela vienen a trabajar aquí una hora o dos.
Vi entonces que, de hecho, entre aquellos niños había algunos cuyas caras me eran muy familiares por haberlas visto en la acera, unos que estaban mejor vestidos y más limpios, pero sobre todo que mostraban aquella actitud de estoy-aquí-porque-me-da-la-gana, que distingue a los chicos de las clases privilegiadas cuando realizan trabajos que consideran por debajo de la imagen que tienen de sí mismos. Estaban allí, en resumen, realizando el equivalente a las tareas de vacaciones de los niños de la clase media en tiempos pasados, embalando artículos para firmas comerciales, haciendo limpieza en los restaurantes, vendiendo detrás de mostradores. La verdad es que con el correr del tiempo habría reparado en esto aunque Emily no hubiera estado conmigo, sus ojos perspicaces estaban fijos en mí y aceleraban el proceso. En realidad ella me encontraba lenta en comprender, en adaptarme, y cuando yo no parecía captar las cosas con la rapidez necesaria, según su propio juicio, se empeñaba en explicármelas. Aparentemente, a medida que la gente había abandonado estos pisos superiores para huir de la ciudad, los comerciantes se habían instalado allí. Era un edificio grande, de mayor solidez y mejor construcción que la mayoría, con buenos pisos gruesos, capaces de soportar peso. Mister Mehta había adquirido los derechos a un vertedero antes de que el gobierno se incautara de todos ellos, y había organizado un negocio con varios socios, uno de ellos el padre de Gerald, quien en una época había dirigido una firma fabricante de cosméticos. Todo lo utilizable del vertedero era trasladado y clasificado, en su mayor parte por niños. La gente acudía al edificio a hacer canjes. Muchos de los bienes eran transportados nuevamente abajo para ser llevados a mercados y comercios. Los artículos rotos o que no era posible reparar se quedaban allí. Pasamos por cuartos donde gente con experiencia artesanal, en general personas mayores, estaba sentada reparando artículos, artefactos, cacerolas, ropas, muebles. En estos cuartos se observaba una gran actividad e interés, pues la gente se detenía a observar. Un hombre viejo, un relojero, estaba en un rincón, bajo una luz instalada especialmente para él, y a su alrededor, fascinados, conteniendo casi la respiración, se había reunido un nutrido grupo de personas, tantas que uno de los guardias les pedía sin cesar que dieran un paso atrás y, cuando no obedecían, los obligaba a retroceder con su garrote. Ellos apenas lo notaban, tan absortos estaban, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, mientras contemplaban aquella preciosa destreza, las manos de un viejo trabajando sobre un mecanismo diminuto.
Había una mujer que adaptaba lentes a armazones de gafas. Tenía una tabla de oculista sobre la pared y, según el resultado de la lectura, iba distribuyendo gafas de segunda mano entre la gente que esperaba haciendo cola e iba recibiendo, por turno, el par de gafas que ella consideraba indicado. Una oculista de otra época que también tenía una multitud de admiradores. El reparador de sillas, el cestero, rodeado de paja torcida y de juncos, el afilador de cuchillos, allí estaban todos, los antiguos artesanos, cada uno con su guardia, cada uno observado por bárbaros maravillados.
¿Qué no se veía en los cuartos que recorrimos uno tras otro? Cuerdas y botellas, montones de trozos de material plástico y de polietileno, el más valioso, tal vez, de todos los bienes. Trozos de metal, alambre, cinta plástica. Libros, sombreros, ropas. Había cuartos llenos de cosas que parecían enteramente nuevas y en buen estado, que habían llegado a los vertederos protegidas de la suciedad y el deterioro, como un jersey en una bolsa de plástico, paraguas, flores artificiales, una caja llena de corchos.
Y por todas partes la gente entusiasta y alegre, presente tanto por el espectáculo como por los bienes. Hasta había un pequeño café en una habitación donde se vendían infusiones, pan y bebidas alcohólicas. Mucha gente tenía aspecto de haber bebido, pero esto sucede a menudo en los mercados, aun cuando la gente no beba alcohol. Era difícil distinguir a los vendedores de los compradores, a los propietarios de las visitas. Se trataba de una multitud políglota, una multitud de buen talante que respetaba las órdenes e instrucciones de los numerosos guardias, una multitud disciplinada, capaz asimismo de arreglar en su mismo seno y con rapidez, según el nuevo estilo, las disputas y diferencias sin que se permitiera ningún sentimiento posterior de rencor que malograse el acuerdo. Las gentes gastaban bromas, se mostraban recíprocamente las compras efectuadas, y hasta compraban y vendían entre sí sin pasar por la formalidad de recurrir a los servicios de los comerciantes oficiales, proceso totalmente aceptado y aprobado. Lo que querían los comerciantes era gente, mucha gente, el movimiento constante de bienes en uno y otro sentido.
Hicimos un recorrido por todo el piso y después de intercambiar saludos con innumerables personas, ya que muchas de las que frecuentaban las aceras estaban allí, volvimos a entrar en el cuarto de los artefactos eléctricos, empujando nuestro carro. Por esta mercancía nos dieron unos cuantos recibos, y le dije a Emily que ya que habíamos acudido a ese lugar por su iniciativa podría guardar para sus gastos el producto de las ventas. Me miró con expresión misteriosa, expresión que no me sorprendió y que comprendí que se debía a que ella suponía que yo esperaba ganancias importantes. Además quería saber yo qué harían con nuestras tostadoras y asadores eléctricos. Me dijo que seguramente los desmontarían para obtener sus partes y que estas serían incorporadas a otros objetos. Evidentemente no servían para nada en su función actual... ¿Seguro que no me importaba deshacerme de los aparatos? Bien, si no me importaba, le gustaría llevar a casa de Gerald—¿seguro que no me importaba...?—algunos enseres de cocina porque allí no tenían gran cosa. Encontramos una cacerola vieja, una jarra esmaltada, una palangana de material plástico, un cepillo para fregar. Esto fue lo que nos dieron a cambio de los artefactos eléctricos, de lo que había sido, en definitiva, un apartamento abundantemente equipado.
De regreso a nuestro apartamento, Emily depuso su actitud de niña zalamera, sin la cual nunca habría podido decidirse a llevarme a una expedición que, sin duda, consideraba dentro de su territorio y sumamente alejada del mío. Y luego se sentó allí a observarme. Se preguntaba, supongo, aunque ello fuese poco halagador para mí, si verdaderamente había comprendido que los bienes, las «cosas», representaban mercancías distintas para niños como June y como ella, en cierto modo más preciosas, por ser irreemplazables, pero a la vez sin valor... no, no es esa la palabra, diría más bien, sin valor personal. No eran de propiedad individual como antes. Desde luego, esto había sido una realidad para mucha gente mucho antes de quedar atrás la época del obtener y el poseer. Se habían puesto en práctica toda clase de experimentos de comunas, aparte del hecho de que gente como «los Ryan» siempre habían vivido sin el concepto de «lo mío» y «lo tuyo», y ello sin necesidad de teorías o sugerencias. June era June Ryan. Su familia había provocado la desesperación de las autoridades mucho antes del derrumbamiento de la vieja sociedad, cuando las cosas seguían siendo, según se suponía, normales. Luego, como una Ryan... Pero me referiré a esto más tarde, cuando describa a la familia Ryan en el lugar que le corresponde.
¿Por qué aplazo tal descripción? Este punto podría ser tan apropiado como cualquier otro. ¿Mi deseo de aplazar lo que debe decirse acerca de los Ryan, para los fines de la narración, es simplemente la extensión y el reflejo de las actitudes y emociones frente a «los Ryan»? ¿Actitudes que giraban en torno a la idea de que «los Ryan», y con ellos se indicaba un modo de vida, no eran asimilables ni en teoría —las teorías sobre la sociedad y cómo funciona— ni en la práctica?
Para describirlos, a ellos y su situación... no diré nada que el lector no haya oído centenares de veces. Se trataba de una historia clínica, digna de figurar en los libros de texto, según decían las asistentas sociales. Un jornalero irlandés casado con una refugiada polaca, católicos ambos. Con el tiempo tuvieron once hijos. Él bebía, era brutal, intermitentemente afectuoso. Ella bebía, era histérica, incompetente, inesperadamente afectuosa. Los chicos no permanecían en la escuela. Las autoridades de Bienestar Social, las autoridades de la vi-vienda, la policía, los psicólogos, todos conocían a los Ryan. En un momento determinado los dos hijos mayores comparecieron ante el juez por robo y fueron internados en una ins-titución Borstal por un tiempo. La segunda de las chicas —no la mayor— quedó embarazada. Tenía quince años. No, no había nada insólito en todo ello, si bien el caso de los Ryan parecía más grave y más desesperado porque eran muchos y porque los dos padres eran personajes grandes y pintorescos cuyos dichos solían ser citados en conferencias y reuniones. Suele ocurrir que un caso aislado adquiera vuelo para salir del anonimato y constituirse en representativo de los demás. En nuestra ciudad solamente, había millares de «Ryan» de toda clase, raza, nación, desconocidos salvo para los vecinos inmediatos y para las autoridades, y a su debido tiempo esta gente acababa ocupando las prisiones, los reformatorios comunes o del sistema Borstal y otras instituciones. Sucedió que una organización de asistencia se interesó por la familia Ryan y la instaló en una casa en un esfuerzo por mantenerla integrada.
Así se presentaba el cuadro a las autoridades oficiales, como una familia que marchaba tan bien como era posible en sus particulares circunstancias. Así la presentaban también los informes y, por último, el periódico que eligió a los Ryan entre tantos otros por aquella cualidad que poseían de resultar mucho más visibles que otros. El artículo se tituló «Al borde y por debajo de la miseria». Una obra describía cinco casos de familias asistidas, la de los Ryan entre ellas: Rechazados por la Sociedad Próspera. Un joven que acababa de terminar la carrera y cuya tía era una de las asistentas sociales encargadas del caso recopiló notas para un libro, Los bárbaros que creamos, en el que se comparaba a los Ryan con los que derribaron a Roma de su esplendor.
Los Ryan...
Para empezar, ¿cómo era la casa de los Ryan? Pues bien, era un lugar inmundo y los pocos muebles que tenía no servían para otra cosa que para la basura. Nada sobre los pisos desnudos, salvo suciedad, un hueso, un plato de comida ya podrida para el gato. Los perros y los gatos, como los niños, eran alimentados por impulso. Nunca había mucha calefacción en la casa, de modo que los trece Ryan con sus amigos —los Ryan atraían a otros y los mantenían en su órbita— vivían siempre en un solo cuarto, todos amontonados. Los padres estaban, por lo general, ebrios, y a veces los chicos también. Los amigos eran de todos los colores y con frecuencia fuera de lo común, tenían vidas fuera de lo común, y todos se sentaban allí, comiendo bizcochos o patatas fritas y hablando, aunque a veces la madre o una de las hijas mayores cocinaba patatas con un poco de carne o abría latas de algo y la reunión se transformaba en una fiesta. Patatas fritas, refrescos y té con seis u ocho cucharadas de azúcar blanco por taza... tal era el régimen de los Ryan, de modo que siempre estaban apáticos, o bien eran presa de un acceso poco natural de vitalidad mientras el azúcar jugueteaba por sus arterias bailando una giga irlandesa. Se quedaban sentados y hablaban y hablaban. El cuarto palpitaba con aquella crónica perpetuamente renovada, Los Ryan contra el mundo: Cómo una pandilla o familia rival había atacado a los tres chicos del medio mientras estos jugaban en el parque, pero ellos habían ganado. O bien cómo la vieja de Bienestar Social había dejado un papelito diciendo que la quinta, Mary, tenía que ir a la clínica el miércoles y de verdad debía recordarlo esta vez porque era necesario tratarse esa erupción. O bien cómo Paul había encontrado un automóvil abierto y había tomado... lo que fuera que hubiese dentro ya que estaba allí. Dos de las chicas habían ido a una tienda, parte de una cadena de almacenes, y habían regresado con pequeños bolsos de material plástico, dos libras de café, tijeras de podar para el jardín, algunas especias tomadas del estante de produc-tos orientales y seis coladores de material plástico. Estos artículos estaban destinados a quedar desparramados por la casa sin usar o bien se cambiarían por otros. El hurto se efectuaba, pues, por el acto en sí y no por la posesión. Tessa, la chica negra amiga de Ruth, el hermano de Tessa y las otras amigas de Ruth, Irene y su hermana, habían estado viendo la televisión en uno de los comercios hospitalarios de la calle principal, que no ahuyentaba a los chicos cuando llegaban furtivamente a mirar gratuitamente un programa de tarde... El televisor de los Ryan estaba siempre estropeado. Stephen había encontrado un perro en la calle y habían ido juntos hasta el canal, donde Stephen había arrojado palos que el perro recogía, porque el perro era tan listo que trajo tres, no, cinco, no, seis palos al mismo tiempo... hablaban y hablaban. Bebían y vivían sus días, sus vidas, a través del comentario pintoresco y agudo. Y cuando se acostaban eran las tres, las cuatro, las seis de la mañana... pero no se desvestían, pues nadie en la casa se desvestía para dormir, ya que nunca era hora de acostarse. Uno de los niños caía dormido donde estaba sentado, en la falda de su hermana, y allí se quedaba, o bien le ponían en el suelo sobre un abrigo. Por la mañana, las cuatro camas de la casa tenían tres o cuatro cuerpos, y también perros y gatos, todos muy juntos, recibiendo o dando calor, protegiendo y recibiendo protección. Nadie se levantaba hasta las diez, las once, la media tarde. Si un Ryan encontraba empleo, lo perdía en una semana porque le era imposible levantarse para llegar puntualmente.
Vivían de la asistencia pública, a menos que mister Ryan se despabilara, dejara de beber y hallara trabajo. Era carpintero. Entonces entraba el dinero a raudales y todos se compraban ropa y calzado. La ropa era de uso comunitario ya que nadie tenía su propio jersey ni su vestido. Los niños usaban lo que les quedaba más o menos bien o lo que tenían más a mano. Era frecuente que las prendas estuviesen hechas trizas al día siguiente de haber llegado a la casa, por uno u otro motivo.
Los niños salían a hacer un «trabajito» cada vez que sentían ganas, lo cual sucedía a menudo. June, la niña delgada y de rostro dulce, fue líder del grupo desde los siete años. Cuatro o cinco niños se introducían sigilosamente en un apartamento o una tienda y aparecían con... ¿dinero? No, no era dinero, puesto que el objetivo no era este. O bien, si era dinero, durante días andaban con los bolsillos repletos de billetes que dejaban caer, o regalaban, o que los otros les «limpiaban». No, lo más probable era que saliesen con una lámpara de mármol, un juego de mesitas que iban una debajo de la otra, vistas en un anuncio de televisión y que les habían gustado, o un espejo con marco de material plástico rosado y, en fin, cigarrillos, estos últimos muy apreciados y repartidos de inmediato.
El punto esencial era que la meta perseguida por santos y filósofos les pertenecía por derecho innato, lo que podría llamarse «El estilo de los Ryan». Cada día, cada experiencia, era válida en sí misma; cada acto, divorciado de sus consecuencias. «Si robas irás a la cárcel.» «Si no comes como es debido sufrirás deficiencia vitamínica.» «Si gastas ese dinero ahora no lo habrá para pagar el alquiler el viernes.» Estas verdades, presentadas invariablemente a los Ryan por los funcionarios de asistencia pública que entraban y salían de la casa, nunca pudieron entrar en la cabeza de ninguno de ellos.
¡Sin duda los sacerdotes y los asesores espirituales sentían vergüenza! ¿No es malo aferrarse a los bienes? ¿Qué bienes? Ningún Ryan tenía bienes, ni siquiera una camisa o un peine. ¿Ser esclavo del hábito es una cadena? ¿Qué hábitos... a menos que no tener ninguno sea una especie de hábito? ¿Querer a tu prójimo como a ti mismo? Esta gracia propia de los muy pobres estaba en ellos. Dentro del clan formado por los Ryan y sus amigos blancos, negros y de color, que entraban y salían de la casa día y noche, había un infinito dar y tolerar, había generosidad en el juicio, había una delicadeza para comprender, que no son dados a otros más afortunados o, por lo menos, no sin una dura lucha previa contra los hechos y las circunstancias.
¿No hay que preocuparse por las apariencias? Hacía mucho tiempo que los Ryan habían dejado de permitirse ese lujo.
¿No se debe ser engreído, no se debe insistir en los propios derechos, hay que ser humilde y poco exigente? Cinco minutos pasados en la casa de los Ryan hubieran llevado a cualquier miembro de la clase media a llamar por teléfono, lleno de indignación, a su abogado.
Sin raíces ni responsabilidad, sin esperanza, sin futuro, sin educación, ineducables... si eran capaces de leer y estampar su propio nombre, ya era mucho. Degradados, disminuidos y depravados... pero ¿qué puede esperarse cuando cuatro o cinco personas de cualquier sexo o edad duermen juntas en una cama...? Sucios, enfermos, cubiertos de piojos y debilitados por la mala alimentación, cuando no estaban en una «euforia» momentánea... en pocas palabras, todo lo que nuestra vieja sociedad consideraba malo, los Ryan lo eran. Todo lo que nuestra vieja sociedad aspiraba a poseer, los Ryan ni lo intentaban, pues se habían marginado y todo ello era demasiado para los Ryan.
Los pobres Ryan, sentenciados y condenados, los peligrosos Ryan; amenaza para todos nosotros, para nuestra forma de pensar; los afortunados Ryan, cuyas vidas vividas al minuto, sus vidas comunales y azarosas eran, en apariencia, todo goce y sensación. Les gustaba estar juntos. Se gustaban mutuamente.
Cuando comenzaron los malos tiempos o, mejor dicho, se vio que comenzaban, lo cual es diferente, los Ryan y todos cuantos eran como ellos fueron vistos, de pronto, bajo una luz diferente. En primer lugar... bien, lo que sigue no es más que un lugar común sociológico, algunos de los chicos se colocaron en la policía o bien en alguna de las muchas organiza-ciones militares o paramilitares que surgieron. Luego fueron estas personas quienes aceptaron con mayor facilidad la vida precaria de las tribus trashumantes. Nada demasiado fundamental cambió para ellos, puesto que ¿cuándo no habían vivido trasladándose, de cuartos a casas deshechas o complejos de vivienda o refugios en medio del arrabal? ¿Comían mal? Ahora comían mejor y de forma más nutritiva que cuando los había alimentado la civilización. ¿Eran ignorantes y analfabetos? Ahora sobrevivían con eficiencia y con alegría, más de lo que podía decirse de tanta gente de la clase media, que en algunos casos vivía fingiendo que, en realidad, no sucedía nada, solo una reorganización de la sociedad, o en otros casos se marchitaba de muchas maneras al no poder soportar una existencia cuya respetabilidad y lucro habían dejado de constituir ya la medida del valor personal.
«Los Ryan», al dejar de ser el extremo, desaparecieron dentro de la sociedad, fueron absorbidos por ella. En cuanto a nuestros propios Ryan, la familia descrita en estas páginas, existía aún un núcleo cercano, la madre y los tres hijos menores. El padre había muerto en un accidente relacionado con su ebriedad. Todos los chicos mayores habían abandonado la ciudad, salvo dos que habían ingresado en la policía. June se había incorporado al grupo de Gerald y uno de sus hermanos menores estaba con ellos parte del tiempo. «Los Ryan» habían resultado no ser nada especial, después de todo. A su manera, humilde y sin exigencias, habían formado parte de nuestra sociedad, aun cuando no dieran la impresión de hacerlo. Ella los había formado y ellos, a su vez, la obedecían. Estaban tan alejados de los que debían venir más adelante, y no mucho más tarde, diré —cuando «la banda de chicos del metro» apareció en nuestras vidas y destrozó la casa de Gerald—, como lo estábamos, o habíamos estado, nosotros de «los Ryan».
Utilizo la expresión «la casa de Gerald» como en una época la gente se había referido a «los Ryan», queriendo significar una forma de vida. Formas de vida transitorias, ambas; todas nuestras formas de vida, nuestras concesiones, nuestras pequeñas adaptaciones... transitorias todas, ninguna podía durar.
Sin embargo, mientras duraban, mucho dependía de ellas y estaba enfocado hacia ellas, como en el caso de Emily con sus obligaciones en la casa de Gerald, que entonces visité. En efecto, Emily y yo llevábamos apenas unos pocos minutos en nuestro apartamento cuando sonó el timbre y era June, toda sonrisas radiantes y ansiosas. Al principio no mencionó el robo, sino que se sentó en el suelo, rodeando a Hugo con los brazos. Sus ojos se paseaban sin cesar por el cuarto, para ver dónde estaban ahora las cosas que se habían llevado y que les habían obligado a devolver. La mayoría no estaba a la vista, sino guardada en armarios y alacenas, pero en una silla había un bulto de retazos de piel, y por fin dijo, con un impulso desesperado de recobrar algo:
—Eso no importa, ¿no? Quiero decir, ¿no importa? —Y llegó a levantarse para acariciar las pieles, como si fueran animales que hubiera lastimado.
Hubiera deseado echarme a reír o, por lo menos, sonreír, pero Emily me miraba severamente, con un gesto sumamente indignado, y luego dijo a June:
—Sí, todo está bien, muchas gracias.
Y al oír esto, la niña cobró inmediatamente un aspecto animado y dijo, dirigiéndome su atención con esfuerzo:
—¿Vendrá a visitarnos? Quiero decir que Gerald dice que está bien. Se lo he pedido, ¿sabe? Le he dicho si podía venir, ¿se da cuenta?
—Me gustaría mucho —dije, después de consultar a Emily con los ojos. Emily sonreía con la sonrisa de una madre o de un guardián.
Emily tuvo que prepararse primero, no obstante, y al cabo de un tiempo apareció del baño con el cabello recién lavado y peinado, la ropa limpia, el pecho delineado por el algodón azul, las mejillas suaves, frescas y con olor a jabón, una chica bien arreglada, completamente lista para asumir sus responsabilidades y para presentarse ante Gerald. Al mismo tiempo tenía una mirada sombría, defensiva, preocupada, y junto a ella estaba la niña, June, con un rostro enteramente abierto, sin defensas y una sonrisa confiada para Emily, la mujer... su amiga.
Caminamos las tres por las calles cubiertas de polvo y, como siempre, llenas de papeles, latas y toda clase de desperdicios. Tendríamos que pasar por delante de un hotel de muchos pisos construido en uno de los últimos auges del turismo y me interesaba ver qué camino elegiría Emily. Cada uno tendía a elegir con cuidado su ruta, por los peligros que acechaban en esas calles, y era posible averiguar mucho acerca de la naturaleza de una persona según optase por pasar frente a un edificio dudoso, corriendo con ello el riesgo de que desde él la vieran como posible blanco o presa, o bien escogiera otra calle enteramente distinta, según saludase con osadía en dirección a los jardines custodiados, o bien pasara de largo mirando hacia otro lado. Emily tomó el camino directo, avanzando despreocupadamente entre la basura. No fue la primera vez que me maravillé ante sus normas de conducta, opuestas en la calle y en casa. En casa, Emily era tan remilgada como una gata, mientras que fuera, al parecer, no le importaba qué inmundicias pisaba.
Hacía mucho que el hotel había sido ocupado por intrusos, otro término anticuado. El hecho era que allí vivía toda clase de gente, a pesar de que, como máquina, el edificio estaba inservible, como lo estaban todas las complejas unidades que dependían de factores técnicos para su funcionamiento.
Al mirar el alto edificio, dibujado ese día contra un cielo caluroso y polvoriento, se veía arruinado y remendado como un trozo de encaje. Las ventanas estaban destrozadas o hundi-das. A pesar de ello, los pisos superiores estaban erizados de aparatos diversos. En el exterior de una ventana alguien había instalado un pequeño molino de viento para transformarlo en energía y obtener así agua caliente o iluminación. Junto a otras había discos iluminados, que sobresalían de lo que desde la calle parecían ser telas de arañas enormes, pero que solo eran artilugios solares de diverso tipo. Y entre todos estos artefactos improvisados bailaba y se agitaba la colada de colores, colgada de la cuerda y la madera de siempre.
Allá arriba todo se veía alegre y aun frívolo, con un cielo azul como telón de fondo. Abajo, en cambio, los desperdicios se amontonaban alrededor de todo el edificio, con sen-deros abiertos a través de ellos para llegar hasta las puertas. En cuanto al olor... no hablaré de él ya que Emily y June parecían soportarlo con tanta facilidad.
Poco tiempo antes había entrado en el edificio y había subido hasta el último piso. Allí me había quedado contemplando la ciudad que, sin que ello me sorprendiera mucho, no tenía un aspecto muy diferente del que presentara en los años anteriores al cese del funcionamiento de las máquinas. Miré, entonces, hacia abajo y me imaginé otra vez en esa época pasada. Todos hacíamos mucho eso de cotejar y comparar, de sopesar los hechos mentalmente intentando situarlos y orientarlos, por nuestra parte, dentro de su marco. El presente era tan notable y fantástico que acomodarlo implicaba el uso del siguiente proceso: «Fue así, ¿no? Sí, fue así, pero ahora...». Mientras estaba allí de pie, pensando que faltaba algo —el aeroplano, el avión de reacción a chorro que se elevaba o descendía hacia el aeropuerto y dominaba el cielo—, había oído un zumbido suave, como de una abeja, no mucho más intenso, y allí lo vi... un aeroplano. Diminuto como un saltamontes, pintado de color rojo brillante, solitario en el cielo desierto donde tantas máquinas enormes habían llenado de ruido nuestras vidas. Allí estaba, un superviviente, transportando tal vez, miembros de la policía, o del ejército, o del gobierno, a alguna conferencia que debía celebrarse en algún punto para hablar, hablar, hablar y aprobar resoluciones referentes a nuestra situación, a la triste situación de la gente en todo el mundo... Había sido grato verlo; animaba el espíritu ver aquel objeto pequeño y reluciente allí, en el vacío, camino de algún lugar al cual nadie que lo estuviera mirando habría podido llegar en aquel mismo momento salvo con la imaginación.
Había caminado con paso lento a través del ex hotel, explorando, examinándolo todo. Me había recordado un nuevo centro urbano construido para obreros africanos fuera de una importante mina de África que visitara en aquellos tiempos, no tan lejanos después de todo, en que todos los continentes estaban próximos, a un día de viaje. El centro urbano cubría muchos metros cuadrados, lo habían construido de una sola vez y estaba integrado por millares de «casitas» idénticas, cada una de ellas compuesta por un cuarto, una pequeña cocina y un retrete con lavabo. En alguna casa, no obstante, era posible advertir, casi sin alteraciones, la estructura de la vida tribal trasladada a la ciudad. El fuego ardía en el centro del piso de ladrillos, había un rollo de mantas en un rincón y dos cacerolas y un jarro en otro. En la «casa» siguiente había una escena de decoro Victoriano: el aparador, la mesa de comedor, una cama, todo ello barnizado con un brillo horrible, una docena de trabajos de ganchillo como adorno, y una fotografía de miembros de la familia real en la pared opuesta a la entrada, de modo que la reina, con su indumentaria militar de gala, pudiera cambiar miradas de aprobación con el observador que mirara este decorado. Entre los dos extremos había toda especie de variantes y concesiones. Pues bien, en algo semejante se había transformado este hotel, en una serie de calles verticales en las cuales cabía encontrarse con cualquier cosa, desde la familia limpia y respetable que hacía chistes sobre las condiciones de Inglaterra antes del advenimiento de los sistemas de alcantarillado modernos y que llevaba bacinillas y baldes, tramo tras tramo, escalera abajo, hasta el inodoro que todavía funcionaba, hasta quienes vivían, comían y dormían en el suelo, quemando combustible sobre una plancha de amianto y orinando por la ventana... de manera que un leve rocío que cayera del cielo a la sazón no tenía por qué significar lluvia inminente ni vapor condensado.
La verdad es que quería alejarme a toda prisa de la posibilidad del hecho mencionado, en lugar de detenerme allí, entre los desperdicios, mirando hacia arriba, en particular porque alcanzaba a divisar en las ventanas de la planta baja a un par de muchachos armados que guardaban el edificio, o bien parte de él, o bien sencillamente su propio cuarto, o cuartos... ¿quién podía saberlo? June, en cambio, lanzó una exclamación al verlos y luego los llamó muy contenta, de aquel modo que tenía ella de expresar contento, como si cada suceso trivial le proporcionase inmerecidos tesoros de placer. Después de pedir disculpas a Emily por hacerla esperar (June tenía enorme dificultad en recordar mi presencia), entró en el edificio mientras nosotras dos, Emily y yo, permanecíamos en medio de una nube de moscas, contemplando la escena de la ventana donde June era abrazada y abrazaba a su vez. Uno de los muchachos había visitado la casa de los Ryan, lo cual quería decir que había sido casi parte de la familia. Seguidamente el muchacho le regaló una docena de palomas. Las armas que esgrimían eran rifles de aire comprimido. Las palomas volverían —se habían alejado al llegar nosotras— y se posarían otra vez sobre los montones de basura de los que se alimenta-ban. Nos fuimos, llevando con nosotras las palomas muertas que servirían para la próxima comida del grupo de Gerald, mientras oíamos el batir sedoso de numerosas alas y el ruido seco y repetido de los rifles.
Cruzamos unas vías ferroviarias, ahora florecientes de vegetación, parte de la cual Emily arrancó al pasar entre ellas, para aprovechar las plantas como remedio o como condimento. Pronto llegamos junto a la casa. En efecto, había pasado junto a ella en el curso de mis paseos, pero nunca había deseado entrar por mi constante temor a molestar a Emily con mi intromisión. June volvió a saludar con la mano a un muchacho que estaba de pie detrás de las persianas de una ventana del piso bajo, entreabiertas a causa del calor, y de nuevo alguna arma fue bajada. Entramos en un cuarto muy despejado y limpio. Esto fue lo que me llamó la atención en primer término, por cuanto aún no me había despojado de las antiguas asociaciones con «los Ryan». No había muebles pero sí cortinas, las persianas estaban fregadas y reparadas, y las esteras y colchones, arrollados o apoyados contra las paredes. Me llevaron de un cuarto a otro en una rápida visita, mientras yo buscaba mentalmente los cuartos comunales, el comedor, el salón y demás. Vi un cuarto muy largo para comer, con mesas de caballete y bancos, todo ello de madera bien fregada. Aparte de este cuarto, cada uno de los otros era, según descubrí, una unidad independiente que podía ser aposento o bien taller. Al abrir sucesivamente las puertas vimos un grupo tras otro de niños sentados sobre colchones que a la vez eran camas. Conversaban, o bien realizaban alguna tarea, y en las paredes colgaban sus ropas y pertenencias. Pude advertir que las afinidades y amistades espontáneas habían creado, o estaban en proceso de crear, grupos menores dentro de la comuna.
Había una cocina, una habitación de gran tamaño cuyo piso se había cubierto hasta la mitad con planchas de amianto, cubiertas a su vez por otras de hierro acanalado, sobre las que se podía encender fuego con cualquier tipo de combustible al alcance en aquel momento. Ardía un fuego y dos chicos estaban preparando la comida en él. Cuando reconocieron a Emily se apartaron para que probara e inspeccionara. Era un guiso de sucedáneo de carne con patatas. Emily declaró que era bueno pero que le vendrían bien unas hierbas, y les ofreció los manojos recogidos junto a las vías del ferrocarril. Además estaban las palomas, que podían desplumar si lo deseaban o, de lo contrario, buscar a alguien que tuviera ganas de hacer una tarea extra. No, ella misma, Emily, buscaría a alguien y lo enviaría a la cocina.
Comprendí entonces lo que hasta ese instante solo había intuido a medias, la manera de reaccionar de los chicos al ver a Emily. Era la forma en que la gente reacciona frente a la autoridad. Y a continuación, como ella había criticado el guiso, uno de los chicos se arrodilló y picó las hierbas sobre un trozo de madera con un fragmento de acero afilado. Le había impartido una orden, o por lo menos, así lo veía él y, por lo tanto, obedecía.
Los ojos de Emily estaban fijos en mí. Quería saber qué había visto, cómo lo interpretaba, qué pensaba. Tenía una expresión tan preocupada que instintivamente June la tomó de una mano y le sonrió. Todo ello ponía tan agudamente de relieve una situación que no intenté eludirla fingiendo no haber notado nada.
Unos días antes Emily había regresado tarde de esa casa y me había dicho:
—Es imposible no tener distintos palos en el gallinero. Por mucho que una quiera evitarlo.
Lo había dicho casi al borde de las lágrimas, lágrimas de niña, diré.
—¡No eres la primera en tener dificultades! —repliqué a mi vez.
—Sí, pero no es lo que queríamos, lo que planeamos. Gerald y yo lo discutimos desde el principio, todo estaba discutido, no íbamos a tener ninguna de esas cosas absurdas de antes, una persona diciéndole a otra qué tiene que hacer, todas esas cosas horribles.
A esto repuse:
—A todos nos han enseñado a ocupar un lugar dentro de una estructura... esto, como primera lección. Obedecer. ¿No es así? Y por tanto eso hace todo el mundo.
—Pero la mayoría de estos chicos no han recibido nunca ninguna educación.
Era toda indignación e incredulidad. Era una pregunta de adulto, de adulto muy maduro y responsable, la que hacía ella, y, después de todo, una pregunta que nunca formula la mayoría de los adultos. Lo que tenía ante mí, en cambio, era una muchacha en cuyos ojos aparecían de forma repetida, para ser rechazadas, combatidas, las necesidades que tiene el niño de que le tranquilicen, el hosco reproche de cualquier persona muy joven contra las circunstancias. No, no era una persona adulta ni mucho menos.
—Comienza cuando naces —le había dicho—. «Es una niña buena.» «Es una niña mala.» «¿Te has portado bien hoy? Me dicen que te has portado mal.» «Ah, es tan buena, una niña tan buena...» ¿No recuerdas? —Y Emily me había mirado con fijeza, aunque en realidad no me había oído—. Todo es falso, no tiene nada que ver con la realidad, pero todos permanece-mos allí encasillados, toda la vida... «eres una niña buena, eres una niña mala». «Haz lo que te digo y yo te diré que eres buena.» Es una trampa y todos vivimos presos en ella.
—Nosotros decidimos que no ocurriría —dijo Emily.
—Bien —repuse—, pero no obtienes una democracia aprobando resoluciones, o bien pensando que la democracia es una idea atrayente. Y esto es lo que hemos hecho siempre. Por un lado «eres una niña buena, eres una niña mala», e instituciones y jerarquías y un lugar en los palos del gallinero, y por otro, dictamos resoluciones sobre la democracia o repetimos que somos muy democráticos. Tienes aquí una buena razón para no sentirte tan mal frente a esto. Todo lo que ha sucedido es lo que sucede siempre.
Se había puesto de pie. Estaba indignada, confusa, impaciente por mis palabras.
—Mire —me había dicho—. Lo teníamos todo para poder empezar de nuevo. No era necesario que llegara a ser lo que es ahora. Esto es lo principal, me temo. —Y dicho esto, se había alejado hacia la cocina como para huir del tema.
Y en ese momento estaba de pie en la cocina de Gerald, o en su propia cocina, enfadada, confusa, resentida.
El chico que realizaba con prisa su tarea sin levantar los ojos porque la supervisora seguía mirándolo y podría criticarlo... esto la humillaba.
—Pero ¿por qué? —susurró, con la mirada fija en mí, según pude ver realmente deseosa de una respuesta, de una explicación. Y June estaba a su lado sin comprender, mirando llena de compasión, a su amiga que estaba tan triste.
—¡Bueno, muy bien, no importa! —dijo por fin Emily, se alejó de mí, de June, de la escena y se fue, no sin preguntar al salir—: ¿Dónde está Gerald? Dijo que estaría aquí.
—Fue al mercado con Maureen —dijo uno de los chicos.
—¿No ha dejado ningún recado?
—Me ha dicho que te diga que tienen que lavarnos la cabeza hoy.
—Sí, ¿eh? —Seguidamente, aliviada ya de su malestar, dijo—: Muy bien, que todo el mundo vaya al salón grande —y nos condujo al huerto.
Era un hermoso huerto, planeado, preparado, organizado, lleno de cosas útiles: patatas, nabos, cebollas, repollos, toda clase de legumbres, sin una maleza ni una flor visibles. Algunos niños estaban trabajando allí y cuando vieron a Emily trabajaron con más brío. De pronto ella exclamó:
—¡No, no, no! Dije que había que dejar las espinacas hasta la semana próxima, habéis recogido demasiadas.
—Uno de los niños, de unos siete años, le hizo abiertamente una mueca a June, la mueca que quiere decir: «¿Quién se ha creído que es, para mandarnos así?», esa reacción invariable que es posible observar en cualquier lugar donde haya grupos, jerarquías, instituciones. En una palabra, en todas partes. El hecho es que Emily percibió esto, se enterneció y dijo en tono más suave:
—Os dije que las dejarais, ¿no? ¿No lo veis? Las hojas son todavía muy pequeñas.
—Le enseñaré a Pat —dijo rápidamente June.
—En realidad, no importa —repuso Emily.
Antes de salir del huerto, Emily tuvo que volver a exclamar y explicar que habían esparcido la ceniza de madera de las hogueras, para ahuyentar la mosca de los repollos, demasiado cerca de los tallos:
—¿No ves? —le dijo al niño, un niño negro que estaba de pie, rígido, con el rostro empañado en el esfuerzo de aceptar la crítica cuando él sentía que había trabajado tan bien—. No tiene que estar cerca del tallo, hay que hacer un círculo, así... —Y Emily se arrodilló en el suelo húmedo y esparció una fina lluvia de ceniza de una bolsa de plástico alrededor del tallo. Lo hizo con pulcritud y rapidez, tan experta era. El chico, por su parte, suspiró y miró a June, quien lo abrazó. Cuando Emily levantó los ojos de lo que estaba haciendo, vio a las dos criaturas, una de ellas abrazando con aire protector, ambos aliados contra ella, la patrona. Se ruborizó, entonces, y dijo:
—Perdonad que me haya enojado al hablar, pero era necesario.
Y al oír esto los niños se separaron, la flanquearon uno a cada lado y se alejaron, conmovidos por el malestar de ella, por los senderos del huerto inmaculado y en dirección a la casa. Los seguí, olvidada por ellos. El niño negro tenía una mano sobre el brazo de Emily. June la tomaba de la otra mano. Ella caminaba entre ellos sin ver, y adiviné que era porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
Al llegar a la puerta trasera entró sola, seguida por el niño negro. June me esperó. Me dirigió una sonrisa, y por una vez me vio. Y su sonrisa tímida, abierta, indefensa, me dio la medida de su vulnerabilidad, su privación, su historia. Al mismo tiempo me pedía con los ojos que no criticara a Emily, porque no podría soportar que alguien no la quisiera.
En el gran salón, o refectorio, a lo largo de las mesas de caballete, habían dispuesto recipientes llenos de agua con una hierba muy perfumada, peines finos y trozos de trapos viejos. Junto a estas mesas estaban los chicos; y los mayores, con Emily, empezaron a peinar el cabello contra el cuero cabelludo de las cabecitas que se les ofrecían.
Emily me había olvidado. Al verme me llamó:
—¿Quiere quedarse a comer con nosotros?
Sentí, no obstante, que no quería que me quedara. Apenas me había vuelto para irme, cuando oí su voz fuerte y ansiosa:
—¿Dijo Gerald cuándo volvería? ¿Dijo algo Maureen? ¿Sin duda Gerald dijo algo de la hora en que volvería?
Una vez en casa, por la ventana vi llegar a Gerald a la acera, acompañado de una muchacha, que supuse era Maureen, y como de costumbre se quedó allí rodeado por los chicos menores, algunos de su comuna, otros no. Probablemente veía como una función que le correspondía esta permanencia de varias horas en la calle. Creo que así era. Recoger información, todos debíamos recogerla. Atraer nuevos reclutas para su causa... aunque tenía más solicitantes de los que podía aceptar. Mostrarse simplemente, desplegar sus cualidades entre los otros cuatro o cinco jóvenes que también eran conductores naturales... ¿era esto el equivalente del hombre que va a cazar mientras las mujeres trabajan en casa? Tuve todos estos pensamientos mientras estaba de pie allí con Hugo a mi lado, contemplando al joven en su indumentaria de bandido que tanto destacaba entre el resto de la gente, con tantas mu-chachas merodeando a su alrededor, intentando atraer una mirada, hablar con él... pensamientos ya viejos sobre el cambio en las estructuras sociales. Sin embargo uno los tenía, no morían. Así como los viejos modelos se repetían, volvían a formarse aun cuando los acontecimientos parecían justificar cualquier experimento, desviación o mutación, también los viejos pensamientos se repetían en correspondencia con los modelos. Seguía imaginando que oía la voz aguda y tensa de Emily:
—¿Dónde está Gerald, dónde está? —desde su lugar y papel de mujer, quitando piojos y liendres de las cabezas de los niños menores, mientras Gerald probablemente planeaba una expedición destinada a capturar provisiones en alguna parte, ya que nadie podía decir que careciera de iniciativa o que fuera un haragán.
Más tarde vi que se había ido con Maureen. Muy poco después Emily volvió a casa. Estaba muy cansada y no trató de ocultarlo. Se dejó caer inmediatamente junto al animal y descansó mientras yo preparaba la cena. La serví y lavé los platos mientras ella reanudaba su descanso. Tuve la impresión de que el hecho de haber visitado yo la otra casa, y haber visto cuánto tenía que trabajar allí, le permitía por fin relajarse conmigo, sentarse y dejar que yo la sirviera. Cuando terminé de lavar la vajilla, preparé té para las dos y me senté con ella en la penumbra de aquel atardecer de verano, mientras ella seguía tendida, sin fuerzas, junto a su Hugo.
Afuera, el rumor y clamor de la acera bajo una puesta de sol radiante. En casa, serenidad, luz tenue, ronroneo del animal que lamía el brazo de Emily. En casa, ruido de una adolescente llorando como una niña, con sollozos y sonidos contenidos al tragar saliva. No quería que descubriera que estaba llorando, pero no le importaba lo bastante como para alejarse.
La pared se abrió. Detrás de ella había un cielo intensamente azul, de un azul vivamente intenso y frío, un azul que nunca se veía en la naturaleza. De horizonte a horizonte, el cielo se levantaba uniforme, teñido de color, sin mostrar en ningún punto esa profundidad que lleva a los ojos a mirar hacia dentro en busca de reflexión o de alivio, el azul que cambia con la luz. No, este era un cielo todo autonomía, que no podía cambiar ni reflejar nada. Las paredes altas, nítidas, quebradas llegaban hasta él, y contemplarlas era experimentar su resistente dureza, como de cáscaras de pintura magnificadas. De una blancura deslumbrante eran estas astillas de pared, como era azul el cielo; un mundo amenazante y endurecido.
Apareció Emily con el rostro grave inclinado sobre una tarea. Llevaba una prenda tipo bata de color azul suave, como los niños en los cuartos infantiles de otra época, y sostenía una escoba de rama de las usadas en los jardines, con la cual iba amontonando en pilas las hojas caídas en distintos puntos del césped que recubría el suelo de esa casa derruida. Sin embargo, mientras barría, mientras formaba sus montones, las hojas volvían a acumularse a sus pies. Comenzó a barrer más y más rápido, con el rostro enrojecido, desesperado. La escoba se agitaba en una nube de hojas amarillas y anaranjadas. Intentaba retirar las hojas de la casa para que el viento no volviera a dispersarlas. El cuarto quedó limpio, luego otro, pero afuera las hojas le llegaban hasta las rodillas, el mundo entero estaba cubierto de hojas que caían en todas partes como copos de nieve desde aquel cielo horrible. El mundo estaba quedando sumergido en hojas muertas, ahogado por ellas. Se volvió en un impulsivo movimiento de pánico para ver qué sucedía en los cuartos que acababa de barrer. Los montones formados en ellos ya estaban sumergidos por más hojas. Corrió, desesperada, por los cuartos sin techo, para ver si aquí, o allí, había quizá un lugar cubierto y protegido aún, seguro aún contra esa caída sofocante de materia vegetal muerta. No me vio. Su mirada fija, desorbitada, horrorizada, me atravesó. Vio tan solo los fragmentos de paredes que no podían protegerla, ni tampoco mantener alejada aquella susurrante llovizna. Se apoyó contra una pared, mirando y escuchando, mientras las hojas susurraban y caían sobre ella y a su alrededor y sobre todo el mundo, en una tormenta de deterioro. Desapareció la figura menuda y atónita, la niña de vivos colores, semejante a un adorno de porcelana pintada de una vitrina o una repisa, la vívida mancha de color sobre la blancura pintada, la horrible blancura del mundo de los niños contigua al cuarto de los padres, donde el verano, o la tormenta, o el mundo de la nieve se extendía al otro lado de gruesas cortinas.
Blanco. Mantillas, frazadas, ropa de cama y almohadas blancas. En una llanura blanca interminable estaba sumergido el bebé sin poder mover los brazos. Miraba fijamente el alto techo. Al volver la cabeza vio una pared blanca a un lado y el borde de un armario blanco en el otro. Esmalte blanco. Paredes blancas. Madera blanca.
El bebé no estaba solo. Algo se movía por el cuarto, una persona pesada y torpe, cada uno de cuyos pasos hacía temblar la cuna. Toe, toe avanzaban los pesados pies, y luego el ruido del metal contra la piedra. El bebé levantó la cabeza y no vio nada, se esforzó por levantar la cabeza del húmedo calor de la almohada, pero tuvo que renunciar a ello y dejarla caer en ese mullido calor. Nunca más, hasta que llegara a yacer impotente en el lecho de muerte, con las fuerzas totalmente desaparecidas de sus miembros, sin nada ya en ella, salvo la conciencia detrás de sus ojos, volvería a sentirse tan indefensa como ahora. La persona enorme y torpe se aproximó con sus pasos pesados a la cuna, cuyos barrotes de hierro se estremecieron y chirriaron, la gran cara se inclinó sobre ella y la extrajeron de la blancura calurosa y la alzaron, dejándola sin aliento, dos manos que la aferraron y le apretaron las costillas. Se había ensuciado. Ya... ¡Sucia! La palabra tenía un sonido de desaprobación, de asco, de desagrado. Significaba ser enrollada, vuelta de aquí para allá, entre manos duras que la lastimaban, como un trozo de pescado sobre el mármol o un pollo que están rellenando.
Sucia... sucia... el sonido áspero y frío de la palabra, para mí que contemplaba la escena, era el toque de lo «impersonal», de lo inalterable de las leyes de este mundo. La blancura, el rechazo a través de una palabra, la frialdad, el ahogo, mientras el aire caía y caía, arrastrado por una tormenta de blanco en la cual las marionetas se agitaban en sus cuerdas... Supongamos, luego, que los diques se llenasen de hielo y que la nieve cayera eternamente, en un eterno descenso de blancura. Supongamos los cuartos llenos de polvo frío, toda el agua desaparecida y cristalizada, todo el calor contenido, latente en un aire seco y glacial que chocase y matase nuestros pulmones... una escena en el dormitorio de los padres, donde las cortinas blancas están recogidas en olas de muselina blanca moteada. Detrás de ella la nieve es, una vez más, blanco contra blanco, porque el cielo está borrado. Las dos grandes camas que se elevan hacia lo alto, muy alto, casi hasta la mitad de la pared, contra el techo blanco y asfixiante, están ocupadas. Mamá en una, papá en la otra. Hay una novedad en el cuarto, una cuna blanca, otra vez, de una blancura helada y reluciente. Es alta esta cuna, no tan alta como las camas inmensas con esa gente enorme, pero siempre fuera de su alcance. Entra con paso rápido una figura blanca, la que tiene el pecho como una gran colina dura. Levanta un paquete de la cuna. Mientras las dos personas de las camas sonríen como dándoles ánimo, se tienden el paquete y se lo acercan a la cara. El paquete huele, huele. Agudos, peligrosos, estos olores, como tijeras, como manos duras y atormentadas. La niña siente ahora una desolación y una soledad como no ha sentido nadie en el mundo (salvo todos en el mundo) y la violencia de su dolor es tal que no puede hacer nada excepto quedarse allí, rígida, mirando primero el paquete, luego a la gran enfermera vestida de blanco y, por fin, a la madre y al padre que sonríen en sus camas.
Habría deseado hundirse y desaparecer de la vista de ellos, que sonríen, de los seres enormes sostenidos en alto allí contra el techo, en el cuarto caluroso y asfixiante, rojo y blan-co, blanco y rojo, alfombra roja, llamas rojas agolpadas en la chimenea. Todo es demasiado, demasiado alto, demasiado ancho, demasiado poderoso. No quiere nada, salvo arrastrarse lejos y esconderse en algún lugar, para que todo se deslice de su ser. En cambio le siguen presentando, una y otra vez, el paquete maloliente.
—Vamos, Emily, este bebé es para ti —le llega la voz sonriente, pero a la vez perentoria, desde la cama de la mujer enorme—. El bebé es tuyo, Emily.
Esta mentira la confunde. ¿Es un juego, una broma, ante la cual debe reír y protestar, como cuando su padre «le hace cosquillas», tortura que habrá de reaparecer en pesadillas du-rante años? ¿Debe reír y comentar y agitarse? Mira fijamente las caras, la madre, el padre, la enfermera, puesto que todos la han traicionado. Este no es su bebé y lo saben bien, de modo que por qué... Mas una y otra vez dicen: «Este es tu bebé, Emily, y tienes que quererlo».
Le empujaban el paquete contra el cuerpo y pretendían que le tendiera los brazos y lo sostuviera. Otro engaño, porque no lo sostenía ella, en realidad, sino la enferma. Y ahora sonreían y la elogiaban porque sostenía aquello en los brazos. Todo fue, pues, demasiado, demasiadas las mentiras, demasiado el amor. Eran demasiado fuertes para ella. Y sostuvo al bebé, en realidad. Siempre estaban levantándolo para dárselo, para ponerlo contra ella, en dirección a ella. Lo sostenía y lo amaba con un amor apasionado y protector que tenía como fondo una trampa, una traición, fuego con un corazón de hielo...
Ahora el cuarto es el de los cortinajes de terciopelo rojo, y una niñita de unos cuatro años, vestida con un traje floreado con bordados de nido de abeja, está de pie junto a un niño regordete y boquiabierto, sentado sin mayor energía sobre un trozo de caucho extendido sobre la alfombra.
—No, así no, así —le dice, y el niño, con una mirada de admiración para esta asesora fuerte e inteligente, intenta colocar un bloque encima de otro. Se cae—. Así —repite ella con un chillido, y se arrodilla febrilmente y hace una torre de bloques, con gran rapidez y destreza. Está enteramente absorta, con cada una de sus células, en la necesidad de hacer esto, de hacerlo bien, de mostrar que sabe hacerlo, de probarse a sí misma que sabe hacerlo. Y el niño estólido sentado allí la mira, está impresionado, pero la cosa es hacerlo, sí, hacerlo, poner los bloques uno encima de otro, con perfección, coincidentes esquina con esquina, borde con borde.
—¡No, así no, así! —Las palabras resuenan en el cuarto, en el cuarto contiguo, en los cuartos de abajo, en el jardín—. Así, bebé. ¿No ves? ¡Así!
Las cosas siguieron marchando mejor entre Emily y yo después de mi visita a su otro hogar. Una mañana pude, por ejemplo, hacer un comentario sobre su cara húmeda de llanto y sus ojos hinchados. No había estado en casa de Gerald el día anterior y tampoco parecía tener intención de ir en aquel momento. Era ya mediodía y no se había vestido. Llevaba lo que había usado para dormir, una prenda de algodón que recordaba una camisa antigua y que en otro tiempo había sido un vestido de verano. Estaba sentada en el suelo rodeando a Hugo con los brazos.
—La verdad es que no veo qué hago allí —comentó, pero el comentario era más bien una pregunta.
—Yo hubiera dicho, más bien, que allí lo haces todo.
Me miró sin parpadear y sonrió, con una sonrisa amarga, pero a la vez espontánea:
—Sí, pero si no lo hiciera yo, lo haría otra.
Bien, yo no esperaba algo así. Era, por así decirlo, una idea demasiado adulta. Al mismo tiempo que la felicitaba mentalmente por haberla expresado, reaccionaba con alarma, porque el lado opuesto de dicha idea, su proyección, es en verdad sombría y puede llevar al desaliento y la desesperación de todo género. Con frecuencia es el primer paso, para no hablar con circunloquios, hacia el suicidio... o por lo menos, es la más mortífera entre las ideas que nos despojan de toda energía.
Eludí una respuesta directa y dije:
—Es verdad. Es verdad para todos nosotros. ¡Pero ello no quiere decir que todos podamos quedarnos en cama! Lo que yo tengo en mente, te diré, es «por qué te sientes así en este momento». En este. ¿Qué lo provocó?
Emily sonrió. La verdad es que era muy rápida, muy perspicaz:
—¡No, no pienso degollarme! —Y luego, cambiando totalmente de ánimo, en un impulso repentino exclamó—: Aunque si me matara, ¿qué importaría?
—¿Es Maureen? —le pregunté. No pude impedirlo.
Mi estupidez le permitió contenerse. Estaba una vez más en su nivel normal. Me miró, me miró... ah, con esas miradas que yo debía recoger sin cesar como golpes suaves y burlones. Esta significaba: «¡Qué melodrama! ¡No me quiere a mí, quiere a otra!».
—Maureen... —el nombre se le escapó, como un encogimiento de hombros y, en realidad, también se encogió de hombros. Luego, como una transición, concedió—: No es Maureen, en realidad, en este instante es June.
Se quedó observándome, esperando, con una leve sonrisa agria, a que se oyera mi:
—¡No, qué disparate, no puede ser!
—No está bien, ¿verdad? —me remedó.
—Pero... ¿qué edad tiene?
—En realidad tiene once años, pero ella dice tener doce.
Sonreía ahora con una sonrisa surgida de su verdadera filosofía de la vida. Mi enérgica desaprobación era una fuente de energía para ella y hasta se irguió mientras se echaba a reír. Mi propia lengua iba rechazando, una tras otra, un surtido de verbalizaciones, ninguna de la cuales, según sabía, podría ser acogida más que con burla. Por fin me hizo objeto de ella al decir:
—Bueno, por lo menos no pude quedarme embarazada, eso ya es algo.
No tenía intención de ceder.
—Sea como sea —dije—, no puede ser bueno para ella.
La sonrisa de Emily cambió. Ahora era melancólica, algo envidiosa, tal vez. Quería decirme: «Olvida que no estamos en posición de permitirnos sus propias normas. Nosotros no somos tan afortunados. ¿No lo recuerda?».
Frente a esta sonrisa callé, hasta que ella dijo:
—Usted está pensando «¡No es más que una niña, qué mal está!», o cosas por el estilo, pero yo pienso que June era mi amiga y ahora ya no lo es.
Esta vez realmente no supe qué decir. ¿Qué sinsentido era ese? Si June no era su amiga ahora, lo sería dentro de una semana, cuando Gerald dirigiera su atención a una de las otras. En un momento —cosa que parecía suceder diez veces al día— Emily había pasado de un terreno de sofisticación muy lejano a mí (dando a esta palabra la acepción de tolerancia, comprensión, hacia cómo se desarrollan los hechos) a ser una niña, verdaderamente una niña, como las que había antes... Me encogí de hombros y la dejé con su problema. No podía ayudar, y esa conversación tan fluctuante había sido demasiado para mí.
Emily vivió mi gesto como una condena, porque exclamó:
—Nunca tuve a nadie antes, a nadie realmente íntimo, como era June. —Y al decir esto volvió el rostro como para ocultar las lágrimas.
Hasta ese punto es posible mostrarse ciega frente a algo. Yo había estado contemplando a June, la niña, en su adoración de la «mujer mayor», como era natural y como una etapa normal en el desarrollo de cualquiera. Nunca había comprendido cuánto dependía Emily de aquella chica delgada y de rostro demacrado que no solo aparentaba ser tres años menor, sino que además pertenecía a otro mundo, ni más ni menos, tan diferente como puede serlo una niña de una mujer adulta.
Solo atiné a decirle:
—Sabes que pronto se cansará de ella y volveréis a ser amigas.
Casi gritó de exasperación ante mis frases e ideas anticuadas.
—No es cuestión de cansarse.
—De qué, entonces. Dímelo.
Me miró, se encogió de hombros a su vez y repuso:
—Bien, las cosas son muy diferentes, creo... él tiene que... explorar el terreno, pienso. Como el gato que marca su territorio. —Y al pensar en ello rió con suavidad.
—Bien, por originales y brillantes que sean las nuevas costumbres, lo importante es que June quedará libre muy pronto, ¿no?
—Yo la echo de menos ahora. —Emily se echó a llorar, niña otra vez, mientras con los pulgares se quitaba las lágrimas de los ojos. Casi enseguida no obstante, se levantó de un salto y dijo con voz de adulta—: Comoquiera que sea, tengo que irme allí, me guste o no. —Y se fue, con los ojos enrojecidos, dolorida, llena de furia contenida que se evidenciaba en cada movimiento. Se fue porque su sentido del deber no le permitía hacer otra cosa.
Detrás de mi pared florida había una casa arrogante, alta, hermosa, de un blanco brillante. La veía a lo lejos, pero luego me aproximé a ella y advertí que era la primera vez que me acercaba a una casa desde el exterior, en lugar de encontrarme dentro de un edificio desde el instante en que atravesara mi frontera misteriosa. Era una casa sólida y bien cuidada en el estilo holandés del Cabo, una casa cuyas sobrias curvas hablaban todas del burgués, el ciudadano de clase media. La casa relucía con un extraño resplandor suave. Estaba hecha de una sustancia que en sí me resultaba familiar, pero no como material de una casa. Rompí un trocito y me lo comí. Era dulce y se me disolvió en la boca. Una casa de azúcar como las de los cuentos de hadas. O bien, si no era azúcar, era esa sustancia con que antes solían rodear las barras de turrón. Seguí rompiendo trocitos y comiendo y probando... era compulsi-vamente comestible, por lo poco satisfactoria, empalagosa. Una podría comer y comer sin quedarse nunca harta de esa insipidez blanca. Allí estaba Emily, rompiendo pedazos enteros del techo y llenándose la boca ansiosa con ellos, y allí estaba también June, lánguida, quitando trocitos, eligiendo; un fragmento de pared, un fragmento de cristal de ventana... Co-mimos y comimos de aquella casa como termitas, con el estómago cargado y a la vez insatisfecho, sin poder detenernos y al mismo tiempo con una sensación de náusea. Al comerme toda la esquina y ver detrás el cuarto que estaba en ese sector supe que era «personal». Conocía el cuarto. Un cuarto pequeño iluminado por la fuerte luz del sol que entraba por una ventana. Suelo de piedra y en el centro una cuna con un niño, una niña de corta edad. Emily absorta, distraída. Estaba comiendo... chocolate. No, excremento. Había hecho sus necesidades sobre la blancura de la cama y, tomando el excremento con las manos, lo había embadurnado por todas partes, con gritos repetidos de triunfo y de regocijo. Lo había desparramado sobre las sábanas y las frazadas, sobre la madera de la cuna, sobre su persona, la cara y el cabello y allí estaba sentada, como un monito, probando y digiriendo con aire pensativo.
Esta escena —niña, cuna, cuarto— se achicó notablemente, disminuyó dentro del foco de mi visión y se desvaneció de pronto para dar lugar a la misma escena, pero más reducida, reducida por la necesidad de disminuir, y por ello de contener, el dolor, porque de pronto se oyeron pasos sonoros y pesados sobre la piedra, una voz fuerte y enojada, bofetones, respiración agitada —murmullos en voz baja seguidos de exclamaciones de disgusto y la niña que gritaba y chillaba, primero enojada y luego, al cabo de un intervalo durante el cual por poco no la ahogan a raíz de la energía con que la fregoteaban y agitaban dentro de un baño caliente, con desolación—. Lloraba con inocente desolación, mientras la mujer grande la subyugaba y la olfateaba para ver si el hedor de mierda estaba ya lavado, y siempre descubría (todavía, a pesar del agua demasiado caliente que ardía y quemaba, a pesar del frotar que dejó la frágil piel dolorida y roja) un ligero olor repelente que obligaba a la madre a exclamar repetidamente palabras de antipatía hacia la niña. Y la niña sollozaba, extenuada. La pusieron bruscamente dentro de un corralito y sacaron del cuarto la cuna para fregarla y desinfectarla. En la soledad de su desgracia, lloró y lloró interminablemente.
Una niña que llora. El triste sonido perdido de la incomprensión.
—Eres muy mala, Emily, mala, mala, mala, asquerosa, sucia, sucia, sucia, sucia, sucia, una niña sucia, Emily, eres una niña mala y asquerosa, eres una niña asquerosa, sucia, sucia, Emily.
Vagué en busca de ella por las piezas contiguas, pero nunca encontré el cuarto, a pesar de que a veces oía a Emily muy cerca, con su dolor. En ocasiones sabía que solo nos separaba una pared fina. Podría haberla tocado de no haber estado allí la pared. En cambio, cuando seguí dicha pared hasta el fin, vi que llevaba más allá de lo «personal» y me encontré en un sector cubierto de césped verde, un pequeño parque o prado, con árboles vestidos de veraniego follaje en los bordes. Sobre el césped había un huevo. Era del tamaño de una casa pequeña, pero estaba posado tan ligeramente que se movía con la brisa. Alrededor de este huevo de un blanco brillante, bajo un cielo radiante, se desplazaban Emily, su madre y su padre —la asociación de personas más improbable que quepa imaginar— y también June, junto a Emily. Allí se paseaban contentas, bajo los rayos del sol, con la brisa ligera que acariciaba sus ropas. Tocaron el huevo. Retrocedieron unos pasos y lo miraron. Sonrieron, colmadas de infinito deleite y placer. Apoyaron la cara contra la curva suave y saludable de la superficie para que gozaran sus mejillas. Lo olieron, lo mecieron suavemente con la punta de los dedos. Toda esta escena era amplia, ligera y grata; era la libertad —pero después de ella doblé una esquina que me llevó nuevamente y de manera brusca a un pasillo angosto y oscuro y hasta el sonido de un niño que lloraba...—. Desde luego me había equivocado. Ella no había estado detrás de esa pared, había otra y yo sabía exactamente dónde estaba. Eché a correr, corrí, tenía que llegar hasta ella. Tenía conciencia, a la vez, de sentir resistencia, ya que no veía con placer el momento en que también yo tuviese que oler ese leve olor contaminador de su cabello, de su piel. Mientras corría iba imponiéndome una tarea, la de no mostrar mi repugnancia como había hecho su madre con su respiración contenida, sus náuseas ahogadas, las contracciones repetidas de su estómago, su temblorosa repulsión frente a la niña, que se transmitía a través de los brazos que levantaron a Emily y se alejaron del escenario de su placer para dejarla caer, violentos y castigadores, dentro de la bañera con el agua aún fría porque habían tenido que darse tanta prisa, pero donde fluía el agua muy caliente, y los dos chorros de agua muy caliente y muy fría se arremolinaban en torno de su cuerpo y le quemaban y helaban las piernas y el estómago. Sin embargo no pude encontrarla, nunca la encontré, y el llanto se prolongó, interminable, y entonces pude oírlo durante el día, en mi vida «real».
He dicho ya, creo, que cuando estaba en mi mundo, la región que se hallaba detrás de la pared florida de mi sala, el mundo ordinario y lógico de todos los días, dominado por el tiempo, no existía; que en el curso de mi vida «ordinaria» olvidaba, a veces durante días, que la pared se abriría, se había abierto, volvería abrirse y entonces yo caminaría, simplemente, a través de ella y hacia aquel otro espacio. En ese momento, no obstante, se inició un período en el cual algo del sabor del espacio de detrás de la pared invadía continuamente mi vida real. En un principio se manifestó en el sollozo de una niña. Muy bajo, muy lejano. A veces apenas perceptible, o casi imperceptible, cuando mis oídos se esforzaban por captarlo y luego lo perdían. Volvía a comenzar y a elevarse aun mientras yo estaba, por ejemplo, conversando con Emily misma o bien de pie junto a la ventana, observando los hechos del exterior. Oía los sollozos de una niña, una niña solitaria, rechazada, repudiada y, al mismo tiempo, oía la queja de la madre, el reproche de la mujer, y los dos sonidos llegaban juntos, tema y contrapunto. Me quedaba escuchando. Me sentaba sola y escuchaba. Hacía calor, un calor excesivo. Fue durante aquel caluroso verano final. A menudo había truenos, súbitas tormentas secas. Había inquietud en las calles, una necesidad de movimiento... por mi parte inventaba pequeñas tareas, porque también quería moverme. Me sentaba, o bien me mantenía ocupada y es-cuchaba. Una mañana llegó Emily, llena de energía y entusiasmo, y al verme ocupada en clasificar ciruelas sobre una bandeja para secarlas se acercó para ayudarme. Aquella mañana vestía una camisa de algodón de rayas y vaqueros. Le faltaba un botón a la altura del pecho y el escote entreabierto revelaba unos pechos ya muy formados. Tenía aspecto cansado, a pesar de su energía. No se había bañado aún y de ella emanaba un olor a sexo. Estaba realizada y contenta, un poco triste, pero a la vez con cierto humorismo. Era, en resumen, una mujer, y estaba allí sentada frotando las ciruelas con gestos lentos y seguros; todas las apetencias, los impulsos y las necesidades extraídas y eliminadas de su cuerpo, exorcizadas por la actividad sexual reciente. Y todo el tiempo, aquella niña seguía llorando. Yo la miraba. Pensaba, según piensa la gente de cierta edad mientras lucha contra el tiempo, en la esencial perversidad de este, sin provecho (aunque en verdad no pueden evitarlo), utilizando una y otra vez el mismo pensamiento como una especie de pauta o guía: «Fue hace catorce años, o menos, cuando lloraste con tanto dolor y durante tanto tiempo porque no comprendías y porque tenías las nalgas y los muslos y las piernas quemadas. Catorce años son para mí un período muy breve, pesa muy poco en mi balanza, pero en la tuya, en tu balanza, es todo, toda tu vida».
Ella, pensando en el tiempo, hablando de él como en un tiempo se había esperado de ella, consciente del lento transcurrir de los hitos que la llevaban, uno a uno, hacia la condición de mujer adulta y la libertad, dijo: «Ya voy para los quince», pues acababa de cumplir catorce. Solo el día anterior había dicho esto. Era capaz de hablar así, hasta con un aire pizpireta y un gesto de agitar el cabello, como «una chiquilla». Al mismo tiempo, en ese momento volvía de hacer el amor, y no era el amor de una niña.
Toda la mañana estuve oyendo esos sollozos mientras trabajaba a su lado. Emily, en cambio, no oía nada, si bien yo no podía creerlo.
—¿No oyes llorar a alguien? —pregunté con el tono más despreocupado posible, mientras en mi interior me retorcía y me esforzaba por no seguir oyendo aquel sonido melancólico.
—No, ¿y usted? —Y Emily se alejó para detenerse junto a la ventana con Hugo a su lado. Intentaba ver si había llegado ya Gerald. No había llegado. Fue a bañarse, a vestirse. Se quedó esperando junto a la ventana... sí, acababa de llegar él. Y ahora Emily se quedaría allí unos instantes más cuidándose de no verle, para reafirmar su independencia, para subrayar esa otra vida conmigo. Se quedaría media hora, una hora. Hasta volvería a sentarse con su feo animal amarillo, acariciándolo y haciéndole cosquillas. Su silencio se volvería más tenso, las miradas por la ventana, más estereotipadas: Muchacha en la ventana, ajena a su amante. Entonces la mano sobre la cabeza del animal, la mano que lo acariciaba y palmeaba, lo olvidaría, se apartaría. Gerald la había visto. Había advertido que ella no advertía que estaba allí. Él le había vuelto la espalda. En contraste con ella, de verdad no le importaba mucho o, mejor dicho, le importaba, pero en modo alguno de la misma manera.
Sea como sea, esa tarde estaban allí June y Maureen y una docena de chicas más. Y Emily no podía soportarlo. Se fue después de besar a Hugo. En cuanto a mí, me dirigió las palabras rituales de siempre: «Voy a salir un rato, si no le importa».
Y en un instante estuvo con ellos, con su familia, su tribu, su vida. Una muchacha de aspecto radiante, con el cabello negro que le caía a cada lado del rostro pálido, demasiado grave. Estaba dondequiera que estuviese Gerald, mientras este fanfarroneaba con sus cuchillos al cinto, sus bigotes, sus fuertes brazos tostados. ¡Dios mío, cuántos siglos habíamos derribado, cuántos peldaños lentos y extensos en la lenta marcha del hombre hacia el futuro deshizo Emily cuando cruzó la calle desde mi apartamento hasta la vida en las aceras! ¡Y cuántas promesas, cuántas posibilidades, cuántos experimentos, cuántas variantes del tema de la humanidad quedaron cancelados! Al observarlo, me sumió en la desesperación ver cuan precario era todo el esfuerzo y la iniciativa humana, y tuve que alejarme de la ventana. Fue aquella tarde cuando intenté deliberadamente penetrar detrás de la pared. Me quedé frente a ella largo tiempo contemplando y esperando. La pared no reflejaba claridad a esa hora, sino que era uniforme, opaca, impasible. Me acerqué a ella y apoyé las manos, palpando, sintiendo, intentándolo todo para obligar a aquella pesada solidez a ceder bajo la presión de mi voluntad. Era un disparate, lo sabía bien. La pared nunca caería ni se transformaría en puente o en puerta por voluntad mía ni de nadie. Por otra parte, los sollozos interminables, apagados, de esa niña desconsolada me enloquecían, me despojaban de mi equilibrio habitual... Aunque si volvía la cabeza podía verla, una muchachita llena de apetitos animales, en la acera, seria; quizá porque era innatamente seria, pero muy lejos, diré, de estar llorando. Era la niñita a quien quería levantar y besar y tranquilizar. Y la niña estaba tan cerca, se trataba solo de encontrar el lugar indicado de la pared para apretarlo, como en los viejos cuentos. Una flor determinada del diseño, o bien un punto identificado calculando tantas pulgadas desde aquí hasta allí, y luego empujar suavemente... Desde luego, sabía que ello no podía implicar ningún esfuerzo deliberado de la voluntad. A pesar de todo me quedé allí toda la tarde hasta entrada la noche, mientras afuera oscurecía y se encendían las fogatas en las aceras, reflejando las masas congregadas que comían, bebían, se desplazaban sin rumbo fijo entre sus clanes y agrupaciones. Lentamente deslicé las palmas de las manos por la pared, pulgada a pulgada, pero no hallé ningún acceso ese día, ni tampoco el siguiente, ni nunca encontré a aquella niña que lloraba siempre allí, sola y abandonada, y con tantos años por delante por vivir antes de que el tiempo le confiriese fuerzas y, con ellas, libertad.
Nunca encontré a Emily. Encontré en cambio... lo que quiero decir es que lo que encontré era inevitable. Podía haberlo previsto. El hallazgo encerrado contenía como íntima esencia de banalidad el tedio, la mezquindad, las restricciones de aquella dimensión «personal». Qué más podía encontrar —inesperadamente, es obvio señalarlo— cuando detrás de aquella pared corrí por pasillos, por corredores, por cuartos donde sabía que debía estar, pero no estaba, hasta que por fin la encontré, una niña rubia y de ojos azules, pero a la vez enrojecidos y empañados de tanto llorar. ¿Quién podía ser sino la madre de Emily, la mujer grande como un ropero, su verdugo, la imagen del mundo? No fue a Emily a quien tomé en mis brazos o cuyo llanto intenté calmar. Los bracitos se levantaron pidiendo desesperadamente consuelo, pero algún día habrían de ser los grandes brazos macizos a los cuales nunca habían enseñado ternura. El rostro, enrojecido de ansia, se sosegó, por fin, envuelto en otra expresión de agota-miento, ya sin dolor, mientras la niña rubia se desplomaba contra mi cuerpo y apoyaba la cabeza en mi hombro. Y los suaves mechones de pelo infantil y dorado volvieron a secarse y a ser bonitos cuando terminé de frotar sus hebras húmedas entre los dedos para quitarles el sudor. Una niña bonita, rubia, que por fin hallaba consuelo en mis brazos... ¿y a quien vi en una etapa anterior a la de la escena en que la niñita se untaba con regocijo las heces marrón chocolate en el cabello, en la cara, en las ropas de cama? Por una vez, siguiendo los sollozos ahogados, entré en un cuarto que era todo blanco y limpio y estéril, el color de pesadilla de la privación de Emily. ¿Un cuarto de niños? ¿De quién? Esto era antes de nacer un hermano o una hermana, porque ella era diminuta y estaba sola. La madre estaba en otra parte, no era la hora de alimentarla. La niñita estaba desesperada de hambre. El hambre le desgarraba el estómago, la necesidad de alimento la carcomía viva. Gritaba dentro de aquel calor espeso y sofocante. El sudor corría por su carita inflamada. Agitaba la cabeza en busca de un pecho, un biberón, cualquier cosa. Quería líquido, tibieza, aliento, bienestar. Se retorcía y luchaba y gritaba. Y gritaba porque debía pasar un tiempo antes de que la alimentaran, ya que el orden estricto de la crianza decía que así tenía que ser. Nada podría mover a aquella mujer terca que había fijado sus propias necesidades y su relación con su hija de acuerdo con un horario que nada tenía que ver con ninguna de las dos y que ella obedecería hasta el fin. Supe entonces que estaba presenciando un episodio que se repetía una y otra vez en el comienzo de la vida... ¿De Emily? ¿De su madre? Era algo continuado. Había continuado, día tras día, mes tras mes. Primero había un bebé escandaloso y hambriento, luego un bebé que lloriqueaba o se quedaba hosco, ansioso por la comida siguiente que no llegaba, o que no era suficiente. Había algo en aquella mujer fuerte e insensible que había dado origen a esto, que lo hacía fatal. Necesidad. Leyes estrictas de este pequeño mundo personal. Calor. Hambre. La batalla de la emoción. El cálido y rojo temblor de las llamas en una chimenea protegida por barrotes contra las paredes blancas, lana blanca, madera blanca, blanco, blanco. El olor a vómito surgido de la humedad que raspaba el mentón, el olor de la lana gruesa y mojada. Y la pequeñez, la pequeñez infinita, el clamar y gritar con impotencia, pidiendo las migajas de alimento, libertad, variación en las opciones, lo único que podía llegar a alcanzar, el rinconcito caluroso como aquel, donde los títeres se sacudían obedeciendo a los tirones de sus cuerdas invisibles.
Creo que este es el lugar indicado para decir algo más acerca de «ello». Aunque no hay, desde luego, un lugar o un momento «indicado», ya que no hubo un momento determinado que marcase —entonces, no ahora—su comienzo. A pesar de todo hubo un período en el cual todo el mundo hablaba de «ello» y sabíamos que hasta poco antes no lo habíamos hecho. Un ingrediente distinto había aparecido en nuestras vidas.
Tal vez habría sido mejor comenzar esta crónica intentando describir de forma completa este «ello». ¿Es posible, no obstante, escribir la crónica de cualquier cosa sin que este «ello», bajo una u otra forma, sea el principal tema? Tal vez, el «ello» sea verdaderamente el tema de toda la literatura y la historia, como una escritura con tinta invisible entre líneas, que surge con nítidos contornos negros para atenuar las viejas líneas impresas que conocíamos tan bien, de la misma manera que la vida, personal o bien pública, se desarrolla de pronto para hacernos presenciar algo que nunca habríamos creído posible; vemos el «ello» como el fondo agitado de los hechos, de la experiencia... Muy bien, entonces, ¿qué era «ello»?... Estoy segura de que desde que existieron hombres en la tierra se ha hablado del «ello», precisamente en estos términos, en épocas de crisis, puesto que es en la crisis donde el «ello» se vuelve visible y nuestra soberbia se derrumba frente a su fuerza. «Ello» es, en efecto, una fuerza, un poder, que toma la forma de terremoto, de cometa aparecido de pronto, cuya malignidad se aproxima cada vez más, noche tras noche, deformando todas las ideas mediante el temor... «ello» puede ser, ha sido, la peste, la guerra, la alteración del clima, la tiranía que deforma la mente de los hombres, el salvajismo de una religión.
«Ello», en resumen, es la palabra que describe la ignorancia impotente, o bien la conciencia impotente. ¿Será la palabra que describe lo inadecuado que es el hombre?
—¿Has oído algo nuevo sobre ello?
—Tal y Tal dijeron por último que ello...
Peor aún es cuando se llega a la etapa de «Has oído algo nuevo», cuando «ello» lo ha absorbido todo, y nadie se refiere a otra cosa cuando se pregunta qué mueve nuestro mundo. Ello. Solo ello, palabra mucho peor que «ellos», porque «ellos» al menos también son humanidad, pueden ser movidos, son impotentes, como nosotros.
«Ello» era, tal vez, en este punto de la historia sobre todo, la comprensión de que algo tocaba a su fin.
¿Cómo podía expresar Emily en palabras lo que sentía? Podría describir esto, quizá, con los términos que describen esa imagen de ella misma barriendo, barriendo el aprendiz de brujo obligado a trabajar en un jardín perverso contra oleadas de hojas muertas que nunca podría apartar, por muchos esfuerzos que hiciera. Su sentido del deber, pero expresado en imágenes... no podía decir de sí misma que sí, que era una niña buena en lugar de una niña mala y sucia, una niña buena que debía amar y proteger a su hermano, el bebé indefenso, impotente, con su sonrisa de amable indiferencia, ambos allí sentados, desaliñados y desganados con su lana blanca húmeda y maloliente. «Era tan difícil», podría haber dicho. «Todo era tan difícil, tanto esfuerzo, tan pesado, todos esos chicos en la casa, ni uno de ellos dispuesto a hacer nada si yo no los empujaba, que se volvían contra mí como si fuera un tirano y se reían de mí; aunque no era necesario, podrían haber tenido un trato igual y sencillo de haber hecho su parte, pero no, siempre tenía que vigilarlo todo, peinarles ese pelo sucio y ver si se habían lavado, y luego todas esas llagas que les salían cuando no comían como es debido, y el olor horrible a desinfectante todo el tiempo, el que mandaba el gobierno, y la forma en que enfermó June, casi enloquecí de preocupación, estaba enfermando sin que yo supiera por qué... Eso era, que nunca había una buena razón para nada, y yo trabajaba y siempre era lo mismo, pasaba algo y luego todo se venía abajo.»
Sí, probablemente así sonaría la versión de Emily de aquella época.
Cuando June volvió con Emily a mi apartamento un día, aproximadamente dos semanas después de su iniciación como mujer —lo expreso así porque evidentemente así lo sentía ella—, había cambiado físicamente, en todo sus aspectos. La experiencia le había marcado el rostro, que ahora era más indefenso, más demacrado que nunca. Además parecía mayor que Emily. Su cuerpo tenía aún la solidez de la cintura propia de una niña y los senos le habían crecido sin tomar forma. La ansiedad, o el amor, la habían llevado a comer lo suficiente para engordar. Vimos a esa niña de once años tal como sería en su edad madura: el cuerpo macizo y duro, la expresión que siempre albergaba, que parecía poder albergar, las dos cualidades opuestas: la paciente impotencia de la víctima y la aguda curiosidad de la utilizadora.
June no estaba bien. Nuestras preguntas le arrancaron que esto no era nada nuevo, que hacía tiempo que no se sentía bien. ¿Síntomas?
—No sé, me siento mal, ya saben qué quiero decir.
Tenía frecuentes dolores de estómago y dolores de cabeza. Le faltaba energía... aunque no cabía esperar energía en una Ryan. Simplemente «no se sentía bien en ninguna parte del cuerpo, todo iba y venía, en realidad».
Este mal no era propio solo de June. Muchos de nosotros lo conocíamos.
Dolores y malestares diversos, indisposiciones que iban y venían, pero no conforme con las condiciones y épocas señaladas por los médicos. Infecciones que parecían provenir de un foco corriente, ya que se extendían por toda la población como una epidemia, pero no con la uniformidad propia de estas. Indicaban su presencia con síntomas diferentes en cada víctima, como erupciones sin causa aparente, enfermedades nerviosas que desembocaban en accesos de demencia, o causaban tics y parálisis, tumores y enfermedades cutáneas, dolores y molestias que «vagaban» por todo el cuerpo, enfermedades enteramente nuevas que durante un tiempo eran identificadas con las antiguas por falta de información, hasta que resultaba evidente que se trataba de enfermedades nuevas, muertes misteriosas, agotamiento y apatía que mantenían a muchos postrados en cama durante semanas y llevaban a los parientes, y aun a ellos mismos, a utilizar términos como fingir y neurótico, y otros más, hasta que luego, al desaparecer de pronto, liberaban a los pobres pacientes de la crítica y de las dudas frente a sí mismos. En resumen, se registraba desde hacía bastante tiempo un aumento general de la morbilidad tanto tradicional como de reciente aparición, y cuando June se quejaba de «no sentirse bien en ninguna parte del cuerpo, ¿saben lo qué quiero decir?», nosotras lo sabíamos, ya que el mal era suficientemente corriente como para ser reconocible como una enfermedad en sí. June decidió mudarse a vivir con nosotras, «por unos pocos días», según nos dijo, aunque lo que necesitaba era escapar de las presiones, psicológicas o de otra especie, de la casa de Gerald, y Emily y yo sabíamos, aunque June lo ignorara, que habría deseado irse de allí para siempre.
Ofrecí a June el sofá de la sala, pero ella prefirió un colchón sobre el suelo del cuarto de Emily y hasta creo que dormía en él, aunque a veces, como era natural, me interrogaba al respecto. En silencio. Con harta frecuencia había experimentado una reacción de asombro a preguntas formuladas con la mayor inocencia. En realidad ignoraba si Emily y June habrían considerado el lesbianismo como la cosa más normal del mundo o, por el contrario, algo inmoral. Los estilos en materia moral habían cambiado de forma tan aguda y con tanta frecuencia a lo largo de toda mi vida, y eran asimismo tan diferentes en los distintos sectores de la comunidad, que hacía tiempo había aprendido a aceptar cualquier norma establecida para un tiempo y lugar concretos. Me inclino a creer, más bien, que las dos chicas dormían abrazadas en busca de mutuo consuelo. Evidentemente no podía tener dudas, después de lo que me había contado Emily, acerca de cómo debía de sentirse ahora que tenía a la niña, su «amiga de verdad» a solas con ella allí. Casi a solas... ya que estábamos también Hugo y yo. Por lo menos no tenía continuamente tanta gente a su alrededor.
Emily intentó hacer de «enfermera» para June. Quiero decir que hacía aspavientos e insistía en alimentarla. El hecho es que un Ryan no come como una persona cualquiera. June mordisqueaba de esto y de aquello y tenía infinidad de antojos y antipatías. Probablemente sufría, según opinión de Emily, de deficiencias vitamínicas, pero ella replicaba:
—Para mí eso no quiere decir nada. Nunca como de otro modo, ¿sabes? Aunque es verdad que ahora me siento mal por dentro y en todas partes, ¿no? Y no me sentía mal antes.
Así pues, si se preguntaba a June cómo era «ello» en su propio caso, habría sido muy probable que respondiera:
—Pues... de veras que no lo sé, pero me siento mal por dentro y en todo el cuerpo.
Quizá, en definitiva, sea necesario caracterizar «ello» como una especie de nube o de emanación aunque invisible, como el vapor de agua que, según sabemos, está presente en el aire del cuarto donde estamos, forma parte del aire presente allí cuando miramos por una ventana... nuestros ojos atraviesan el aire, eso nos dice la inteligencia cuando miramos al gorrión comiendo insectos de una ramita. Y sabemos asimismo que el aire es en parte vapor de agua, que en cualquier momento —al llegar una ráfaga de aire frío de otro lugar— se condensará en forma de niebla o bien caerá como lluvia. «Ello» estaba en todas partes, en todo, circulaba en nuestra sangre, en nuestra mente. «Ello» no era algo que fuera posible describir de una vez por todas, ni identificar con precisión, ni mantener estable. «Ello» era una enfermedad, una fatiga, unos forúnculos. «Ello» era el dolor de ver a Emily, una niña de catorce años, encerrada dentro de su necesidad de... barrer hojas muertas. «Ello» era el precio o la ineficiencia de los servicios de electricidad, los teléfonos que no funcionaban, las tribus trashumantes de caníbales. «Ello» eran ellos y sus extravagancias. «Ello» era, en fin, lo que una experimentaba... y estaba en el espacio detrás de la pared, movía a los actores de detrás de la pared tanto como en nuestro mundo ordinario, donde una hora sucedía a la otra y la vida obedecía a las unidades clásicas, como en una especie de obra teatral.
Al terminar aquel verano, el estado de cosas era tan malo en el espacio detrás de la pared como de este lado, el nuestro. O quizá era solamente que veía lo que ocurría allí con mayor claridad. En lugar de entrar en un cuarto o un pasillo, donde había una puerta que daba a otros cuartos y pasillos, de tal modo que mantenía un sentido de las oportunidades y las posibilida-des, aunque siempre limitadas por el siguiente recodo del pasillo, por la posibilidad de que se abriera la puerta siguiente... la sensación de abundancia, de espacio que se abría siempre y se ampliaba dentro de un marco de orden del que yo formaba parte integrante... Mas ahora parecía como si se hubiese desplazado una de las perspectivas y yo estuviese contemplando las series de cuartos desde arriba, o bien como si me desplazase a través de todos ellos a tal velocidad que podía visitarlos todos casi a la vez y de forma definitiva. Sea como sea, el sentimiento de sorpresa, de expectativa, había desaparecido, y hasta podría haber afirmado que estas series y conjuntos de cuartos, hasta tan poco tiempo atrás llenos de alternativas y posibilidades, habían absorbido algo de la atmósfera claustrofóbica del ámbito de lo «personal», con sus necesidades rígidas. Al mismo tiempo, el desorden nunca había sido tan grande allí. A veces tenía la sensación de que todos aquellos cuartos habían sido cuidadosamente instalados, correctos hasta en sus últimos detalles, solo con el fin de volver a arrasarlos, como si una vasta residencia hubiese sido ocupada y decorada con un despliegue de un centenar de maneras, modalidades, épocas diferentes, pero arbitrariamente, no en orden consecutivo, ni para dar el sentido de la evolución de un estilo hacia el siguiente. Instalados, perfeccionados y luego derribados.
Me resulta imposible dar una idea, aproximada siquiera, de la ruina de esos cuartos. A veces no podía ni entrar en alguno de ellos, tan repleto estaba de muebles crujientes y des-vencijados. Otros habían sido utilizados, o por lo menos era tal su aspecto que parecían vertederos de desperdicios y estaban llenos de malolientes montones de basura. Otros tenían el mobiliario cuidadosamente dispuesto, pero carecían de techo o bien las paredes estaban resquebrajadas. Una vez, en el centro de un cuarto de estilo formal y suntuoso, francés del Segundo Imperio, tan sin vida como si lo hubiesen dispuesto para un museo, vi los restos de una fogata encendida sobre un trozo de hierro viejo, unos cuantos sacos de dormir esparcidos de cualquier modo, una gran olla llena de patatas cocidas, cerca de la pared y con una docena de pares de botas. Comprendí que los soldados volverían de pronto y que sí quería salir con vida debía irme. Ya había allí un cadáver, cuya sangre seca manchaba la alfombra sobre la cual yacía.
Con todo, con todas aquellas pruebas de destrucción, no podía, ni aun en ese momento, trasladarme detrás de la pared sin que se apoderase de mí algo de la antigua expectación, esperanza, nostalgia aun. Con razón, porque cuando la anarquía estaba en su punto máximo y yo casi había perdido el hábito de esperar nada, salvo cuartos destrozados y sucios, hice una visita en la que hallé lo siguiente... Me encontré en un jardín rodeado por cuatro paredes, viejas paredes de ladrillos, y había un cielo despejado y hermoso sobre mí que comprendí era el cielo de otro mundo distinto del nuestro. Este jardín tenía unas pocas flores, pero abundaban las verduras. Había parterres cuidadosamente cultivados con hortalizas, hojas verdes de zanahorias, lechugas, rabanitos, además de tomates y arbustos de grosellas y melones. Algunos parterres estaban rastrillados y preparados para plantar, otros aparecían lavados y estaban abiertos al sol y al aire. Era un lugar pleno de industriosidad, utilidad, esperanza. Me paseé por allí, bajo el cielo generoso, y pensé en la gente que se alimentaría con ese huerto. Pero esto no era todo, por cuanto comprendí que debajo del huerto había otro. Pude llegar con facilidad hasta él por una rampa de tierra apisonada, y hasta tenía escalones de piedra, según creo recordar. Estaba yo en este jardín inferior situado inmediatamente debajo del otro y que ocupaba el mismo espacio. La sensación de bienestar y seguridad que me dio es, en realidad, indescriptible. Tampoco contaba este jardín inferior con menor cantidad de sol, viento y lluvia que el superior. También aquí se veían las altas paredes de ladrillo templado por el tiempo y los parterres dispuestos en grado variable para su cultivo y aprovechamiento. Había un viejo rosal de exquisita belleza contra una pared. Las rosas eran de un color amarillo suave y su perfume inundaba todo el ámbito del jardín. Los claveles y la reseda crecían junto a la piedra vieja bañada de sol. Eran las flores de antes, pequeñas pero a la vez sutiles e individuales. Todas las flores tradicionales de nuestra casita rural estaban allí entre los puerros, los ajos y la menta. Había un jardinero. Lo vi en el momento en que advertí estar escuchando con deleite el rumor del agua que corría cerca de mis pies, donde había un canal abierto en la tierra, con hierbas y pastos diminutos a lo largo de sus bordes. Junto a la pared, la zanja era de piedra y más ancha. El jardinero estaba inclinado sobre el pequeño curso de agua, que entraba en el jardín desde el exterior por una baja abertura verde y aterciopelada de musgo. En torno a cada parterre había agua clara, y el jardín estaba surcado por una red de zanjas de riego. Y al mirar hacia arriba y detrás de la pared, vi que el agua llegaba de las montañas a cuatro o cinco millas de distancia. Había nieve sobre ellas, a pesar de estar a mediados de verano, y esa agua era nieve fundida, muy fría, con el gusto del aire que soplaba sobre las montañas. El jardinero se volvió cuando corrí hacia él para preguntarle si tenía noticias de la persona cuya presencia era tan intensa en ese lugar, tan penetrante como el perfume de las rosas, pero se limitó a hacer un gesto con la cabeza y reanudó su trabajo entre los parterres. Miré a lo lejos, hacia las montañas y la llanura que nos separaba, con poblaciones y grandes casas de piedra en medio de jardines, y tuve la impresión de contem-plar un submundo, tan extenso y productivo como el mundo a cuyo nivel debía volver ahora. Me encaminé nuevamente hacia este y vi las viejas paredes tibias con el sol de la tarde y oí correr el agua por todas partes a pesar de no haberla oído al detenerme antes allí. Di pasos cortos, llenos de cautela, de un punto sólido pero húmedo al siguiente, entre el aroma de la menta que me llegaba a la altura de las rodillas y con el zumbido de las abejas en los oídos. Contemplé el alimento creado por la tierra, el alimento que nos mantendría durante el in-vierno, el alimento para la humedad de este mundo. Jardines bajo jardines, jardines sobre jardines. Las superficies capaces de alimentar la tierra se doblaban, se triplicaban, interminables... la abundancia, la riqueza, la generosidad...
Y al regresar a mi vida ordinaria vi a June, apática, en un sillón profundo, agitando la cabeza con una sonrisa paciente ante el plato que le ofrecía Emily.
—Pero... tiene que comer, ¿no? —me dijo Emily con la voz áspera de preocupación, y cuando la niña siguió sonriendo y rechazando la comida, Emily se volvió bruscamente y colocó el plato delante de Hugo, que, consciente de que se le utilizaba como ilustración de un rechazo, como si ella hubiese arrojado la comida al cubo de basura, apartó la cabeza. Vi entonces a Emily, toda remordimiento afectuoso, sentarse junto a su esclavo desdeñado para hundir la cara en el pelo del animal, como en otra época hiciera con tanta frecuencia. Vi cómo él volvía lentamente la cabeza hacia ella, a pesar de su intención de no responder ni, mucho menos, evidenciar placer. A pesar de sí mismo, le lamió brevemente la mano, con la expresión de quien hace algo que no desea hacer, pero que no puede evitar... Y Emily se quedó junto a él y lloró, lloró. Allí estaban los tres, June con su enfermedad, fuera lo que fuese, la fea bestia amarilla con su humildad, sufriendo ese dolor del corazón, y la arrogante muchachita, Emily. Me quedé inmóvil con los tres y pensé en los jardines, el uno sobre el otro, tan próximos a nosotros, detrás de una pared que a esa hora del día —era al atardecer— se extendían mudos, sin profundidad, sin promesa. Pensé en las riquezas reservadas a estos seres y a otros como ellos y, a pesar de que era difícil retener el conocimiento de aquel otro mundo con sus perfumes y sus aguas juguetonas y sus innumerables plantas mientras me hallaba allí sentada, en ese cuarto opaco y raído de nuestros días, con la calle afuera hirviendo como de costumbre con su vida tribal, logré retenerlo. Lo retuve en la mente. Pude hacerlo. Sí, hacia el final sucedió así. La intuición de aquella vida, o vidas, se hizo más poderosa y frecuente en la vida «ordinaria», como si aquel lugar estuviese alimentándonos y sosteniéndonos y deseara que tuviésemos conciencia del hecho. La brisa soplaba de un punto a otro. El aire de un lugar era aire del otro. Cuando iba a la ventana después de una incursión en el espacio que se extendía detrás de la pared, se registraba una duda y la mente vacilaba y se serenaba ante la convicción de que no; lo que contemplaba era la realidad, era la vida real. Estaba ubicada en lo que cualquiera hubiera aceptado como lo normal.
Al finalizar ese verano había centenares de personas en la calle. Gerald era entonces solo uno de los doce o más líderes. Entre ellos había un hombre de edad madura, una novedad. Había asimismo una mujer que conducía a una pequeña banda de muchachas. Expresaban de forma deliberada y ruidosa su crítica a la autoridad masculina, la organización masculina, como si se hubiesen impuesto el deber de estar siempre presentes para hacer el comentario de todo lo que hacían los hombres. Había un coro de reprobación. A pesar de ello, esta líder se veía obligada a dedicar mucha energía a evitar que los miembros de su propio rebaño se alejaran para unirse a los hombres. Esto daba origen a numerosos comentarios, no siempre bien intencionados, por parte de los hombres y, a veces, de las otras mujeres. Sin embargo, los problemas y dificultades que debía soportar todo el mundo hacían que estos desacuerdos pareciesen de importancia secundaria. La verdad es que formaban un grupo eficiente que evidenciaba mucha ternura recíproca y, sobre todo, hacia los niños, además de que siempre estaba dispuesto a informar, servicio más preciado que ningún otro, y a mostrarse generoso con los alimentos y bienes con que contaba.
Cuando perdimos a June, fue por su incorporación a este grupo de mujeres.
Sucedió del siguiente modo: Emily había vuelto a pasar la mayor parte de sus días y sus noches en la otra casa. El deber la requería otra vez, por cuanto le habían llegado mensajes de que la necesitaban allí. Quería que June se trasladara con ella, y June escuchó los argumentos persuasivos y se mostró de acuerdo... pero no se fue. Comencé a creer que perdería a Emily, mi verdadera responsabilidad, por culpa de June, por quien no sentía ninguna responsabilidad particular. Me gustaba la chica, a pesar de que su presencia mustia daba un tono melancólico a mi casa y me comunicaba su apatía, aparte de mantener a Hugo en un constante estado de pesarosos celos. Me agradaba mucho cuando cobraba energías sufi-cientes para conversar conmigo, pero la mayor parte del tiempo permanecía acurrucada en una esquina del sofá sin hacer nada. A decir verdad, hubiera preferido que se fuera. Preguntaba por Gerald cuando Emily volvía apresuradamente a casa para prepararse una comida de patatas fritas, o bien una tetera llena de mi precioso té, que servía en tazas llenas hasta la mitad de mi precioso azúcar. Escuchaba, preguntaba sobre esto y aquello. Le gustaban los chismes. Me decía, a mí y a Emily, y sin duda a sí misma, que iría, sí, que mañana iría. Hacía frente a los frenesíes y ansiedades de Emily con un: «Mañana iré, Emily, sí, iré mañana», pero se quedaba donde estaba.
En la acera Emily se mostraba sumamente activa. La tropa de Gerald se componía de unas cincuenta personas, entre la gente que vivía en su casa y los que habían gravitado hacia él procedentes de los grupos que seguían llegando sin cesar durante las tardes largas y calurosas.
Emily estaba siempre junto a Gerald, en un papel destacado como consejera, fuente de información. En aquellas circunstancias hice lo que en un momento anterior me había abs-tenido cuidadosamente de hacer, por temor a irritar a Emily, a perturbar aquel equilibrio. ¡Crucé yo misma la calle para ver «qué sucedía», como si no hiciera meses que venía observando lo que sucedía! Por otra parte era en tales términos que los ciudadanos mayores describían sus primeras excursiones y aun las subsiguientes a la acera, como las describían a menudo, hasta el momento mismo en que tomaban una manta, algunas prendas de abrigo y unos alimentos, para abandonar la ciudad junto con una tribu de paso o alguna que partía de nuestro barrio. Hasta llegué a preguntarme si este alejamiento mío de mi casa para cruzar la calle no sería acaso una señal de una intención aún no exteriorizada de partir, intención que había ignorado hasta entonces. La idea me resultó tan atrayente que tan pronto como me vino a la cabeza, se apoderó de mi imaginación y tuve que luchar contra ella. Mi primera excursión al pavimento. Quedarme allí, ir de un lugar a otro entre la multitud durante cosa de una hora, significaba en realidad enterarme de lo que Emily brindaba en ese lugar con tanta aptitud y durante tantas horas todos los días. Pues bien... me quedé atónita... ¡cuántas veces me había sorprendido esa muchachita! Me paseé, pues, entre esa multitud inquieta, alegre y sin convenciones, y vi cómo todo el mundo, no solamente aquellos que parecían dispuestos a comprometer su lealtad con Gerald, recurría a ella en busca de noticias, información, consejo. Y ella lo daba todo. Sí, había manzanas secas en una tienda de tal suburbio. No, el autobús para tal pueblo situado veinte millas hacia el oeste no estaba totalmente suprimido, seguía circulando una vez por semana hasta el mes de diciembre, además de que había un viaje el lunes siguiente a las diez de la mañana, pero habría que hacer cola desde la noche anterior y estar dispuesto a luchar por un sitio. Valía la pena, porque, según decían, allí había abundancia de manzanas y ciruelas. Todos los viernes llegaba un campesino con un carro cargado de grasa de oveja y pieles y era posible encontrarlo en... Se vendían caballos grandes y fuertes, o se cambiaban. Ah, sí, había una casa a unas cuatro manzanas que era bastante apropiada para utilizar como establo. En cuanto a alimento, era posible obtenerlo, pero mejor aún, cultivarlo, ya que para un caballo se necesitaría... Una variedad de recursos químicos para cocinar e iluminar estaban a punto de ser montados la tarde del día siguiente en el segundo piso del antiguo hotel Plaza. Se necesitaba ayuda y se pagaría por dicha ayuda con los mismos aparatos fabricados. Ceniza de madera, estiércol, abono vegetal, todo ello se vendía debajo del puente de la carretera frente a Smith Street el domingo a las 15.00. Lecciones sobre cómo construir los propios generadores eólicos, pagaderas con alimentos y combustible... Limpiadores y purificadores de aire, purificadores de agua, incubadoras de barro... gallinas ponedoras y estantes para las mismas... afiladores de cuchillos... un hombre que conocía la disposición de las cloacas subterráneas y de los arroyos que entraban en la canalización y que sacaba agua de ellos por medio de una bomba en... Entre la calle
Sin duda Emily había reparado en mi presencia en la acera y estaba suponiendo que me disponía a partir. La verdad es que era simpático mezclarse con una masa de gente vigorosa, llena de recursos para sobrevivir en un mundo precario, espontánea y llena de inventiva en todo lo que hacía. Qué alivio sería despojarse, con un simple movimiento de hombros, de todas las viejas costumbres, los viejos problemas... problemas que una vez que uno diera el paso de cruzar la calle para incorporarse a las tribus se esfumarían, perderían importancia. El cuidado de la casa en la situación que vivíamos bien podría haber sido calificado como el cuidado de la caverna, y era una tarea sin importancia, trivial. El caparazón de la vida individual era un marco para «todas las comodidades modernas», mas debajo de este caparazón se canjeaba y capturaba y aun se robaba, se utilizaban velas y se congregaba uno alrededor del fuego de maderos cortados con hacha. Y toda esa gente, la de esas tribus, estaba a punto de volverle la espalda a todo esto y lanzarse simplemente a los caminos. En efecto, tendrían que hacer alto en alguna parte, hallar una aldea abandonada y ocuparla, o radicarse donde se lo permitieran los agricultores que habían sobrevivido a cambio de su trabajo, o bien actuando en calidad de ejércitos privados; se verían obligados a crear para sí mismos algún tipo de orden, una vez más, aunque solo fuera el que correspondía a los bandidos que vivían dentro o al borde de los bosques en el norte. Las responsabilidades y los deberes serían inevitables, y probablemente se endurecerían y se harían monótonos muy pronto. Entretanto, durante semanas, meses quizá, con un poco de suerte un año o más, imperaría una forma de vida humana de una era anterior, disciplinada, pero democrática. Cuando esta gente se manifestaba en sus mejores aspectos, hasta las voces de los niños se escuchaban con respeto, no había preocupación por los bienes, no había tabúes sexuales, salvo los nuevos, pero los nuevos siempre son más fáciles de soportar que los viejos; todos los problemas, en definitiva, compartidos y llevados en común. Libres, libres por fin, de todo lo que restaba de la «civilización y sus cargas». Infinitamente digna de envidia, infinitamente deseable, de tal manera que cuánto deseé cerrar mi casa y partir. Sin embargo, ¿cómo podría irme? Estaba Emily. Mientras ella se quedara, también yo me quedaría. Comencé a hablar, con mucho tacto, de los Dolgelly, de que podríamos pedirles que nos dejasen utilizar un cobertizo en su granja y construir lo necesario para convertirlo en un hogar... con June también, desde luego, ya que por la intensa ansiedad que expresó Emily comprendí que le sería del todo imposible separarse de June. ¿Y Hugo? La verdad es que no tenía tiempo de ocuparse de él, y llegué a pensar entonces que, si bien había sido lo que retuviera a Emily antes, no sucedía así ahora.
Creo que abandonó toda esperanza durante aquella época en que Emily no estaba casi nunca con nosotros y solo venía apresuradamente a ver a June. Un día lo vi sentado abier-tamente junto a la ventana, con la totalidad de su cuerpo feo, amarillo, empecinado, enteramente visible para cualquiera que mirase en esa dirección. Era un desafío, o bien indiferencia. Lo vieron, por supuesto. Algunos muchachos cruzaron la calle para mirar al animal amarillo sentado allí, observándolos fijamente con sus ojos de gato. Se me ocurrió en ese momento que algunos de los más jóvenes del grupo, los verdaderos niños de cinco o seis años, nunca habían visto en «un gato o un perro» a un animal amigo al cual amar y aceptar como miembro de la familia.
—Qué feo es —oí comentar, y vi las muecas de los chicos mientras se alejaban. No, nada sería capaz de salvar a Hugo cuando le llegara la hora. Nadie podría decir: «¡No, no lo matéis, es un animal tan bonito...!».
Bien... Emily llegó una noche y vio la mancha amarilla dibujada en la ventana. Hugo estaba allí, vivido, iluminado por el resplandor de una puesta de sol tardía y por las velas de nuestra casa. Se quedó sorprendida, porque inmediatamente comprendió el motivo que lo había llevado a desobedecer su instinto de conservación.
—¡Hugo —dijo— pero Hugo, mi Hugo querido...! —Hugo le dio la espalda, aun cuando Emily lo tomó por ambos lados del cuello y le hundió la cara en la piel. No se ablandó, y ella comprendió que él le decía que lo había abandonado, que ya no lo quería.
Lo persuadió de que bajara de la ventana y se sentó con el en el suelo. Empezó a llorar con unos sollozos irritados, irritantes, llenos de suspiros, surgidos del agotamiento. Yo lo adiviné. También lo adivinó June, quien observaba sin moverse. Y también lo adivinó Hugo. Por fin le lamió la mano y con gran paciencia se tendió, diciéndole con este gesto: «Lo hago para complacerte. No me interesa vivir si tú no me quieres».
Ahora Emily era toda conflicto, toda ansiedad. Todo el día corría apresuradamente entre mi apartamento y la casa, entre la casa y la acera. June, tenía que ver a June, llevarle los trozos de alimento que le gustaban, hacer el gesto de obligarla a acostarse a una hora razonable, ya que, abandonada a sus propios medios, June se habría quedado en el rincón de ese sofá hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, sin hacer nada, salvo registrar los movimientos interiores de su enfermedad, que nadie conocía bien. En cuanto a Hugo, tenía que hacer hincapié en mimar a Hugo, en quererlo. Era como si se hubiese impuesto el deber de amar a Hugo. Y allí estaba yo, la guardiana vieja y reseca, la mentora... con cierto atractivo, supongo. Estaban los niños a quienes siempre mandaban a buscarla si permanecía fuera de la casa demasiado tiempo. Estaba exhausta. Estaba irritada, nerviosa y acosada, y para mí era muy triste verla así.
En ese punto, de pronto, todo se solucionó. June partió.
Se levantó trabajosamente del sofá un día y volvió a la acera. ¿Por qué? Lo ignoro. Nunca supe qué movió a June. Cualquiera que fuese el motivo, por las tardes estaba otra vez con la multitud de la acera. No parecía pertenecer a un grupo más que a otro. Se veía su persona opaca, pálida y borrosa tanto con los otros clanes como con el que Gerald mantenía unido. Se la vio, aunque solo un par de veces, junto al grupo de mujeres. Y un día este grupo de mujeres partió, y June se fue con ellas.
Y la verdad es que no lo creímos, ni supimos en un principio qué había sucedido. June no estaba en mi apartamento. No estaba en la calle. No estaba en la casa de Gerald. Emily corría ansiosamente de un lado a otro, preguntando. En aquel momento estaba atónita. ¿Se había ido June, sin decir nada, sin dejar siquiera un mensaje? Efectivamente, era lo que había sucedido. Nadie le había oído decir, según comentó alguien, que pensara marcharse.
Fue este hecho, que June no se despidiese, lo que Emily no podía aceptar. ¿No había dado June ningún indicio? Lo discutimos detenidamente, analizando las pocas migajas de información que teníamos, y lo único que pudimos aportar como respuesta fue que June había dicho el día de su partida: «Bien, ya nos veremos, creo». Pero no había dirigido este co-mentario a nadie en particular, ni mucho menos a Emily ni a mí. ¿Cómo podríamos haber comprendido que aquel era su adiós antes de marcharse definitivamente?
Las implicaciones de la acción nos produjeron una sensación de estupor. ¿No creía June que merecíamos el esfuerzo de despedirse de nosotras? ¿No se había despedido, tal vez, por temor a que intentáramos retenerla? No, no podíamos creer que fuera esta la razón. Podía quedarse con la misma facilidad con que había partido. La realidad sorprendente era que June no creía que ella mereciera tal esfuerzo. El hecho de dejarnos, debió de suponer, no tenía importancia. ¿A pesar de que Emily la quería con tanta solicitud y devoción? Sí, a pesar de ello. June no se valoraba a sí misma. El amor, la dedicación, el esfuerzo, podían ser vertidos tan solo dentro de ella, receptáculo sin fondo del cual se derramaban sin dejar rastro. No merecía nada, no se le debía nada, nadie podía amarla de verdad y por lo tanto nadie la echaría de menos. Así pues, había partido. Probablemente una de las mujeres se mostró bondadosa con ella y June había respondido a este pequeño destello de afecto, como antes frente a Emily. Se fue porque lo mismo le daba partir un día que otro. No importaba, ella no importaba. Por lo menos estuvimos de acuerdo en que la mujer enérgica y masculina que conducía aquella banda había conquistado a la apática June con su energía, en un momento en que Emily no había tenido suficiente para dedicarle algo de ella.
Emily no lograba comprenderlo.
Y en ese punto, se echó a llorar. Primero, las lágrimas violentas y heridas de un niño, con el rostro demudado y los ojos muy abiertos, que expresan solamente «¿cómo, a mí me sucede esto? ¡Es imposible! ¡No es justo!». Torrentes de lágrimas, sollozos entrecortados, exclamaciones de ira y disgusto, pero durante todo el tiempo unos ojos que parecían pintados, impasibles: «a mí, a mí que estoy sentada aquí, es a quien le ha sobrevenido esta horrible injusticia...». Inquietud, ruido, gemidos, lágrimas de aquellas, pero en modo alguno intolerables ni dolorosas, ni lágrimas de mujer adulta...
Esto llegó después.
Emily, con los ojos cerrados, las manos sobre los muslos, se meció hacia atrás y hacia delante y de un lado a otro, y lloró como llora una mujer, lo que es como decir que la tierra está sangrando. Estuve a punto de decir «como si la tierra hubiese decidido llorar a su antojo», pero esto restaría eficacia al hecho. Al escucharla, no podía hacer menos, sin duda, que rendir homenaje a la cualidad profunda del llanto de una mujer adulta cuando llora.
Quién más es capaz de llorar así. La mujer de edad, no. Las lágrimas de la anciana pueden ser dolorosas, pueden ser abyectas, tan terribles como podamos imaginar. Sin embargo, son lágrimas en las que la experiencia impide clamar pidiendo justicia, pues han aprendido demasiado y carecen de esa calidad abismal que recuerda un desangramiento. Un niño pe-queño puede llorar como si toda la angustia y soledad del universo le pertenecieran exclusivamente, mas no es el dolor del llanto de una mujer lo que importa, no, es lo definitivo de esa aceptación de un mal. Allí estaba, como en aquel momento y como estaría siempre en el futuro, con los ojos cerrados, de los que caían lentamente las lágrimas, el cuerpo que se movía con lentitud, el pesar... el acto del duelo, eso es. Se ha enfrentado a un enemigo, se ha trabado lucha con él, pero se ha perdido una batalla, todo se ha derrumbado, todo se ha ago-tado, no queda nada, no cabe esperar nada... sí, a pesar mío, todo lo que escribo en este instante bordea la farsa, se oye con frecuencia una carcajada que es tan intolerable como las lágrimas. Seguí sentada mientras contemplaba a Emily, la mujer eterna, en su tarea de llorar. Hubiera querido poder alejarme, sabía que no tenía importancia alguna para ella que yo estu-viese allí o no. Hubiera querido darle algo, reconfortarla, ofrecerle unos brazos abiertos, o... ¿una buena taza de té? (a su debido tiempo se la ofrecería). No, debía escuchar. Escuchar ese pesar, esa expresión de lo intolerable. «Que cosa en el mundo —se habría preguntado quien la observara en aquel momento, marido, amante, madre, amigo, aun alguien que en un momento determinado hubiese llorado esas mismas lágrimas, pero en particular, desde luego, un marido o un amante— ¿qué puedes haber esperado de mí, de la vida, por Dios, que ahora lloras así? ¿No ves que es imposible, que tú eres imposible, que nadie podría haber recibido promesas suficientes como para justificar, siquiera, tales lágrimas... no lo ves?» Pero es inútil. Los ojos ciegos miran a través de uno, están viendo un enemigo ancestral que no es, gracias a Dios, uno mismo. No, es la vida, el azar, o el destino, una fuerza de este tipo, que ha golpeado a la mujer en lo más profundo del corazón, y allí permanecerá sentada siempre, balanceándose en su dolor arcaico y terrible, y los sollozos que desgarran su ser son uno de los pilares sobre los que debe descansar todo. Nada menos podría justificarlos.
Al cabo de un rato Emily se dejó caer hacia un lado, se quedó acurrucada, y al pasar el ritual a un tono totalmente diferente, se sorbió las lágrimas como una niña, lloró entre-cortadamente un poco más y por fin se durmió.
Cuando despertó, en cambio, no volvió a la otra casa ni tampoco fue a la acera. Se quedó sentada, tratando de hallar una tregua. Y es probable que se hubiese quedado allí eternamente si alguien no la hubiera desafiado.
Gerald fue a verla. Había estado en casa antes, es verdad, y a menudo, a pedir consejo. Como su visita no era nada nuevo, no advertimos en aquel momento que su problema, nuestro problema, lo fuese. Tampoco él lo notó en aquel momento.
Quería hablar sobre una «banda de chicos» hacia los cuales sentía cierta responsabilidad. Estaban viviendo en el metro y subían a la superficie en busca de comida y provisiones. Aquello tampoco era una novedad. A mucha gente se le había ocurrido llevar su existencia en los subterráneos, aunque resultaba en general un poco extraño, dado que había tantas casas y hoteles vacíos. Podía ocurrir, no obstante, que la policía los buscase activamente, o que se tratase de criminales, y por ello encontrasen más seguro el metro.
Estos niños, pues, vivían como topos, o como ratas, bajo tierra, y Gerald consideraba que había que hacer algo, para lo cual solicitaba el apoyo y la ayuda de Emily. Quería desespe-radamente que recobrase su energía y se la comunicase, junto con su fe y su competencia.
Su llamada era insistente, Emily se mantenía apática y distante. La situación no dejaba de ser cómica. Emily, mujer, allí sentada expresando con todo su ser el seco: «Quieres volver a tenerme, me necesitas... mírate, mi pretendiente, casi de rodillas, pero cuando me tienes no me valoras, me tomas como algo sin importancia. ¿Y qué hay de las otras?». La ironía le inspiraba las actitudes y los gestos, e irradiaba un resplandor de inteligencia lleno de crítica ante su mirada. Por su parte, Gerald sabía que era objeto de reproches y que sin duda era culpable de una u otra cosa, pero no había tenido la menor idea, hasta ese momento, de la profundidad de los sentimientos de ella ni de la magnitud de su propio crimen. Buscaba en su memoria todos los actos que en el momento de haber sido cometidos había intuido como delictivos y que ahora podía reconocer... si realmente lo intentaba y... estaba dispuesto a intentarlo... ¿será esta, tal vez, la situación cómica por esencia?
Lo aguantó. Y también ella. Era como un niño, con su jersey destrozado y sus vaqueros raídos. Un muchachito muy joven, en realidad, este pirata, este joven cacique. Se le veía cansado, estaba ansioso. Daba la impresión de necesitar apoyar, en ese momento mismo, la cabeza en el hombro de alguien que le dijera: «¡Vamos, vamos, no es nada!». Daba la impresión de necesitar una buena comida y una noche de sueño realmente reparador. ¿Es necesario describir lo que ocurrió? Por fin, Emily sonrió, secamente y como para sus adentros, puesto que él no alcanzaba a ver por qué sonreía y ella, por su parte, no estaba dispuesta a ser desleal frente a él compartiendo la sonrisa conmigo. Emily, pues, reaccionó ante la llamada que él no tenía idea de estar haciendo, la verdadera llamada, mientras seguía explicando y exhortando con gran despliegue de lógica. En pocos minutos se encontraron discutiendo los problemas de su casa como dos padres jóvenes. Luego ella se fue con él y durante varios días no la vi, y solo por momentos llegué a comprender la naturaleza de este nuevo problema y de lo que resultaba tan difícil en el caso de estos «chicos» en particular. No me enteré de ello solamente por Emily. Cuando me reuní con la gente de la acera, todo el mundo hablaba de ellos. Eran un problema para todos.
Un problema nuevo. Al comprender por qué lo era, todos nosotros, los que aún ocupábamos casas, llegamos a aceptar hasta qué punto nos habíamos desplazado de aquella fase en que solíamos intercambiar cuentos y rumores sobre «esa gente de allá», sobre las tribus y bandas migratorias. En otra época, y de ello hacía bastante poco tiempo, contemplar, llenos de temor, el paso de una banda frente a nuestras ventanas había sido el límite de nuestro descenso hacia la anarquía. En otra época, pocos meses atrás, habíamos visto a las bandas como grupos totalmente al margen de todo orden. Ahora nos preguntábamos si no deberíamos unirnos a ellas. Sin embargo, lo esencial era que, si uno las estudiaba, si las comprendía, las bandas y las tribus tenían una estructura, semejante a la de los hombres primitivos o los animales, entre los cuales reina, en realidad, un orden estricto. Bastaba vivir un tiempo con gente que llevaba este tipo de vida para aprender las reglas, todas ellas no escritas, desde luego, pero uno sabía cuáles eran.
Y en este aspecto residía, precisamente, la diferencia de estos chicos nuevos. Nadie sabía qué cabía esperar de ellos. Antes, los numerosos niños sin padres se incorporaban de buen grado a otras familias, clanes o tribus. Eran desorbita dos y difíciles, cargados de problemas, desgarradores. No eran como los niños que vivían en una sociedad estable, pero era posible manejarlos dentro de los términos de lo conocido y comprendido.
No era este el caso de esta nueva «pandilla» de «chicos». O mejor dicho, pandillas, pues pronto nos enteramos de que existían otras. Nuestro distrito no era el único en que las jaurías de chicos muy jóvenes, como estos, desafiaban toda tentativa de asimilación. La verdad es que eran muy jóvenes. Los mayores no tenían más de nueve o diez años. Daban la sensación de no haber tenido nunca padres, de no haber conocido nunca el afecto atemperante de una familia. Algunos habían nacido en los subterráneos y habían sido abandonados. ¿Cómo habían sobrevivido? Nadie lo sabía, pero sobrevivir era lo que sabían hacer estos niños. Robaban lo que necesitaban para seguir viviendo, que en verdad era muy poco. Usaban ropa... solo la indispensable. Eran como... no, no eran como animales que, de cachorros, han sido lamidos y acariciados y que, como las personas, encuentran el camino hacia la buena conducta observando a sus modelos. Tampoco formaban una jauría, sino una serie de individuos que se mantenían juntos exclusivamente por la protección que da el número. No tenían lealtad recíproca o, de tenerla, era una lealtad caprichosa y circunstancial. En un momento podrían estar cazando en grupo, y matar a alguien de ese mismo grupo al instante siguiente. Se lanzaban unos contra otros obedeciendo a impulsos del momento. No había amistades entre ellos, solo alianzas de un instante, y aparentemente no parecían recordar lo ocurrido un minuto antes. Unos treinta o cuarenta componían la pandilla que merodeaba por nuestra vecindad, y por primera vez vi a la gente dar muestras incontroladas de verdadero pánico. Estaban a punto de llamar a la policía, al ejército. Obligarían a los chicos a salir del metro recurriendo a los gases, al humo...
Una mujer del edificio donde yo vivía se había aproximado con algunos alimentos para ver si «se podía hacer algo por ellos» y se encontró con dos de los chicos que buscaban pro-visiones. Les ofreció el alimento, que ellos comieron allí mismo, desgarrándolo y gruñendo y mostrando los dientes. Esperó, deseosa de hablar, de ofrecerles ayuda, más alimentos, un hogar incluso. Terminaron de comer y huyeron sin dirigirle una mirada. Se sentó entonces. Estaba junto a un viejo cobertizo cerca de la entrada del metro en el que la maleza y las hierbas asomaban a través del pavimento, un lugar a la vez abierto y protegido, a fin de poder huir corriendo si era necesario. Y fue necesario... mientras estaba allí sentada vio que la rodeaban por todas partes los chicos y que se acercaban sigilosamente a ella. Iban armados con arcos y flechas. Como no podía creer, según sus propios términos, que «estuviesen más allá de toda salvación», les habló en voz baja mencionando lo que podía ofrecerles, los riesgos que corrían al vivir de esa manera. Entonces comprendió, con una sensación de verdadero terror, que los chicos no la entendían. No, no era que no comprendiesen el lenguaje, ya que se comunicaban entre ellos con palabras reconocibles, aunque apenas... eran palabras, y no menos gruñidos, ladridos y gritos. Se quedó sentada inmóvil, segura de que cualquier impulso bastaría para que se esgrimiera un arco y le dirigieran una flecha. Habló todo el tiempo que pudo. Era, dijo, como hablar en el vacío, la experiencia más increíble de toda su vida. «Cuando los miraba, veía niños, esto era lo que no entraba en mi dura cabeza, que eran solo niños... pero eran malvados. Por fin me levanté y me fui. Y lo peor fue que uno de ellos vino corriendo y me tiró de la falda. No podía creerlo. Sabía que igual podría ha-berme clavado un cuchillo. Sonreía. Tenía un dedo en la boca y me tiraba de la falda. No era más que un impulso, ¿comprenden? No sabía lo que hacía. Al instante siguiente oí un grito y todos se lanzaron a perseguirme. Corrí, se lo aseguro, y solo me salvé entrando en ese viejo hotel Park de la esquina, donde pude librarme de ellos encerrándome en una habitación del cuarto piso hasta que oscureció.»
Estos eran los niños que Gerald había decidido incorporar a su comuna. ¿Cómo se incorporarían a ella? Pues bien, de alguna manera, y de lo contrario, había esa otra casa grande dos calles más abajo, y tal vez Emily y él podrían, entre ambos, manejar las dos casas…
Hubo gran resistencia a esta iniciativa. De parte de todos. También de Emily. Sin embargo Gerald logró vencerla. Siempre lo conseguía, ya que, después de todo, era él quien los mantenía a todos, quien obtenía alimentos y provisiones, quien asumía la responsabilidad. Si él afirmaba que era posible, quizá... y si no eran más que unos «chicos», tenía razón, por lo menos en esto. «Son unos chicos, ¿cómo podemos dejar que se pudran allá abajo?»
Creo que los otros miembros de la comuna se reconfortaban pensando que «no vendrán, de todos modos». Estaban equivocados. Gerald sabía lograr que la gente creyera en él. Bajó al metro, fuertemente armado y en forma bien visible. Sí, estaba asustado... surgieron de agujeros, rincones y túneles, y aparentemente eran capaces de ver sin necesidad de mucha luz, mientras él estaba medio deslumbrado por la luz de la linterna. Estaba solo, allí abajo, era un enemigo, como todos, ya que les ofrecía algo cuyos términos ni siquiera conocían. A pesar de ello pudo lograr que le siguieran. Salió del metro como el Flautista de Hamelin, y los veinte niños que le siguieron corrieron gritando por toda la casa, abriendo las puertas con violencia y golpeándolas para cerrarlas, hundiendo los puños en el precioso polietileno que cubría las ventanas. Al oler los alimentos que se cocinaban, se detuvieron todos juntos esperando que llegase hasta ellos. Vieron que la gente se sentaba, chicos de su misma edad con adultos, espectáculo que les resultaba insólito. Parecían estar impresionados, o bien por el momento sus reflejos se habían detenido. ¿O quizá tenían curiosidad? Se negaron a sentarse a la mesa. Nunca lo habían hecho, ni tampoco se sentaron en el suelo con cierto orden para que les sirvieran, sino que se quedaron de pie, dando manotadas a la comida que pasaba junto a ellos servida en bandejas y tragándola en instantes, observándolo todo con ojos brillantes y crueles, tratando de comprender. Cuando la comida no fue suficiente para las cantidades que habían esperado, se dispersaron gritando y riéndose por toda la casa, rompiéndolo todo.
Inmediatamente el grupo se desintegró. Gerald se negaba a escuchar razones alegadas por los habitantes permanentes. Había algo en las condiciones de esos niños que Gerald no podía tolerar. Tenía que tenerlos con él, tenía que intentarlo y ahora no quería expulsarlos. Para entonces ya era tarde. Los otros se fueron. Bastaron unas pocas horas para que Gerald y Emily comprobaran que su «familia» se había ido en su totalidad, mientras ellos quedaban como padres de chicos que eran salvajes. Aparentemente Gerald había creído de buena fe que sería posible enseñarles reglas elaboradas para el bien de todos. ¿Reglas? Apenas comprendían lo que se decía. No tenían el concepto de la casa como un mecanismo, lo destruyeron todo, arrancaron todas las hortalizas, se sentaron en las ventanas para arrojar desperdicios a los que pasaban, como otros tantos monos. Estaban ebrios. Habían aprendido a embriagarse.
Desde mi propia ventana vi que Emily tenía un brazo vendado y fui a preguntarle qué le había ocurrido.
—No, nada grave —repuso con su risita seca, y seguidamente me contó que ella y Gerald, al bajar esa mañana a la parte inferior de la casa, habían hallado a los niños en cuclillas rascándose como monos en una jaula demasiado pequeña. Por todas partes había restos de carne asada a medias. Habían estado asando ratas. Junto a la casa había un acceso a algunas alcantarillas. Nada debajo de la tierra podía ser extraño a estos niños, y habían bajado a las cloacas con sus hondas y sus arcos y sus flechas.
En el piso superior, Gerald y Emily habían discutido la táctica a adoptar. Su situación era melancólica. No habían podido encontrar a ninguno de sus propios niños, ni uno solo. Todos ellos habían partido hacia otras comunas o casas, o bien decidido que había llegado el momento de incorporarse a una caravana para partir definitivamente de la ciudad. Los dos estaban solos con los nuevos niños. Por fin ambos decidieron que era necesario intentar una incursión decidida y firme al piso inferior y una arenga razonable pero a la vez severa. Lo que se proponían era, en realidad, la inmemorial conversación de los adultos, con la cual apelan al sentido común y a la sensatez antes de tener que recurrir al castigo. La dificultad estribaba en que ningún castigo era posible para esos descastados a quienes todo les había acaecido ya. Emily y Gerald cayeron en la cuenta de que no tenían nada con que amenazarlos ni nada que ofrecerles, salvo los viejos argumentos de que la vida es más confortable para la comunidad cuando sus miembros mantienen el lugar limpio, comparten el trabajo, respetan la individualidad de cada uno. Sin embargo, esos niños habían sobrevivido sin que tales ideas se les hubiesen presentado jamás.
El hecho es que, no pudiendo pensar en algo distinto, los dos jóvenes padres bajaron y uno de los chicos corrió de pronto hacia Emily y la golpeó con un garrote. Y volvió a golpearla y gritó... y en un instante otro niño de corta edad se acercó a unirse al ataque. Gerald, al volar a socorrer a Emily, se vio a su vez golpeado, mordido, arañado por una docena de ellos. Tuvieron que recurrir a todas sus fuerzas para rechazarlos, a esos niños de los cuales ninguno tenía más de diez años. Y a pesar de ello, la inhibición contra el hecho de golpear o maltratar a un niño era tan fuerte en ellos que «nos paralizaba los brazos», según me explicó Emily. «¿Cómo es posible pegarle a un niño?», había preguntado Gerald, a pesar de tener Emily un brazo magullado. De pie allí, maltrechos, mientras la sangre salpicaba por todas partes, los dos jovencitos habían resistido a los niños con gritos más fuertes que los de ellos, tratando de razonar y persuadir. La respuesta a estas exhortaciones fue que los niños se agolparon en un grupo muy apretado en un rincón del cuarto, haciéndoles frente, mostrando los colmillos, sus palos en alto como para repeler un ataque, como si las palabras hubiesen sido proyectiles. Por fin Emily y Gerald se retiraron, sostuvieron otra conversación, decidieron intentar algo más, aunque no sabían bien qué. Aquella noche, acostados en su cama en el piso superior de la casa, notaron olor a humo. Los chicos habían incendiado la planta baja, exactamente como si la casa no fuese el lugar que los cobijaba. Se logró extinguir las llamas y una vez más los pequeños salvajes se amontonaron detrás de sus armas mientras Gerald, dominado por la emoción, porque simplemente no podía soportar que esos niños no fuesen salvados (para que, era sin duda algo que ninguno de nosotros preguntaba), suplicó y razonó y persuadió. Una piedra lanzada por una honda lo golpeó junto al ojo y le produjo un corte sobre el pómulo. ¿Qué hacer?
No era posible expulsar a los niños. ¿Quién podría expulsarlos? No, con sus propias manos Gerald había abierto esas puertas a los invasores y ahora se quedarían. ¿Por qué no? Tenían gran cantidad de ropa de cama, vestidos, un lugar para consumir combustible. Nunca habían estado abrigados antes. La verdad es que la casa no tardaría en ser destruida por el fue-go. Había estado ordenada y limpia. Ahora había comida por todas partes, en el suelo, las paredes, el techo. Olía a excremento. Los niños utilizaban los rellanos, y aun los cuartos donde dormían. Ni siquiera tenían el instinto de limpieza de los animales, ni tampoco el de la responsabilidad. En todos los aspectos eran peor que los animales y peor que los hombres.
Amenazaban a todos en la vecindad y se había convocado una reunión general en la acera para el día siguiente. Acudiría gente de los apartamentos y de las casas cercanas. Me invita-ron. El hecho de que las barreras entre los ciudadanos y la vida de la calle hubiese desaparecido era prueba de la seria amenaza que representaban estos niños.
La tarde siguiente salí, pero tuve la precaución de encerrar a Hugo en mi dormitorio, cerrando la puerta con llave y corriendo los cortinajes.
Era una tarde de otoño y el sol estaba bajo y frío. Las hojas volaban por todas partes. Nos reunimos una gran masa de gente, quinientas personas o más, y todo el tiempo acudían otras. En una pequeña plataforma improvisada con ladrillos había unos seis líderes. Emily estaba allí con Gerald.
Antes de iniciarse las conversaciones, llegaron los niños de quienes debíamos ocuparnos y permanecieron algo apartados, escuchando. Eran ahora unos cuarenta. Recuerdo que a todos nos animó el hecho de que estuvieran con nosotros, que hubiesen venido... ¿espíritu de comunidad, tal vez? Por lo menos habían comprendido que se celebraba una reunión relacionada con ellos. Habían captado algunas palabras y comprendido lo mismo que nosotros... y entonces comenzaron a golpear con los pies y a cantar: «Yo soy el rey del castillo y tú eres un bandido». Fue algo aterrador. Esta antigua canción infantil era una canción bélica, la habían convertido en ello, estaban viviéndola. No obstante, había algo más. Todos vimos cómo las palabras familiares podían escapar a su intención y nosotros a las nuestras... Habíamos cambiado. Aquellos niños éramos nosotros mismos. Lo supimos enton-ces. Permanecimos allí, hoscos, llenos de malestar, escuchando. Fue con el acompañamiento de este canto estridente y burlón que Gerald empezó a describir la situación. Entretanto había aprensión, inquietud entre la multitud, debida a algo más que a la presencia de los niños o a nuestro reconocimiento de nosotros mismos. Era en verdad como una «reunión masiva» del mundo común, y teníamos todas las razones posibles para temer reuniones de este género. Sobre todo, lo que más temíamos era atraer la atención de la Autoridad... que «ellos» repa-rasen en nosotros. Gerald, razonable como siempre, explicó cuan esencial era, por el bien de todos nosotros, salvar al niño; y nosotros, allí juntos, hombro con hombro, escuchando una vez más a una persona que nos hablaba desde arriba, desde una plataforma, pensábamos que esa era una calle de uno de los muchos suburbios, que nuestro confortable hábito de vernos solo a nosotros mismos, a nuestras calles y a sus entusiastas actividades, era una manera de poder afrontar el temor. Una manera útil. Nosotros no éramos importantes y la ciudad era grande. Podíamos proseguir con nuestras vidas menudas y precarias merced a nuestro sentido común que hacía que Ellos no reparasen en nosotros. Los que optaban por ignorar eran cada vez más, pero a pesar de ello no podían aceptar que se incendiase una casa o una calle, ni que una pandilla de niños sin control de nadie aterrorizase a todo el mundo. Tenían sus espías entre nosotros. Sabían todo lo que ocurría.
Tal vez al describir, como he hecho, solo lo que ocurría entre nosotros, en nuestra vecindad, no he podido presentar un cuadro suficientemente claro de la forma en que funcionaba nuestra sociedad, tan notable a esas alturas... pero que, después de todo, funcionaba. Todo aquel tiempo, mientras la vida ordinaria se esfumaba o encontraba nuevas formas, la estructura del gobierno continuaba, a pesar de su pesadez y torpeza y de estar cada vez más ramificada. Casi todos los que tenían algún tipo de empleo pertenecían a la administración —... sí, naturalmente nosotros, la gente corriente, hacíamos chistes sobre el mecanismo gubernamental que se mantenía para que los privilegiados tuviesen empleos y salarios—. Y algo de cierto había en ello. Lo que hacía en realidad el gobierno era adaptarse a los acontecimientos mientras fingía, probablemente aun frente a sí mismo, llevar la iniciativa. Además los cuerpos judiciales seguían trabajando, muchos de ellos. Los procedimientos de la ley eran infinitamente complicados y largos, o bien inesperados y draconianos, como si la impaciencia de los representantes de la ley con sus propios procedimientos y jurisprudencia los impulsase a abandonarlos de pronto, desvirtuados y alterados, para que luego los nuevos también pasaran a desarrollarse con la misma lentitud que los reemplazados. Las prisiones estaban tan llenas como siempre, a pesar de que se venían descubriendo expedientes para vaciarlas. Se cometían muchos delitos, además de los que parecían encuadrarse dentro de categorías nuevas e imprevistas que ahora se registraban a diario. Reformatorios, reformatorios de sistema Borstal, hogares para niños abandonados, asilos para ancianos, todas estas instituciones proliferaban y eran lugares violentos y horrorosos.
Todo marchaba. Marchaba de alguna manera. Marchaba sobre el filo que separaba, por un lado lo que la autoridad toleraba y, por el otro, lo que no podía tolerar. Ese mitin nuestro estaba fuera de lo tolerado. Muy pronto llegaría la policía con una escuadra de coches patrulla, y se llevaría a la fuerza a esos niños y los pondría tras rejas, en un «hogar» donde no sobrevivirían ni una semana. Nadie que conociera su historia podía sentir más que compasión hacia ellos. Ni uno de nosotros les deseaba que acabaran en un «hogar», pero tampoco deseábamos, ni podíamos tolerar, una visita de la policía que llevaría al conocimiento oficial de una serie de mecanismos cotidianos de supervivencia que no eran legales. Casas habitadas por gente que no eran sus dueños, jardines en los que se cultivaban alimentos para gente que no tenía derecho a comerlos, plantas bajas de edificios utilizadas como establos para cobijar caballos y asnos, que se usaban como medios de transporte para los innumerables negocios de poca monta que florecían en forma legal, negocios donde todas las riquezas de la antigua tecnología eran adaptadas y transformadas, minúsculos criaderos de pavos, de pollos, de conejos, toda esa nueva vida, en fin, surgida como los retoños que brotan debajo de viejos árboles, era ilegal. Nada de todo esto estaba permitido. Nada de esto existía oficialmente. Y cuando «ellos» se veían obligados a ver todas esas cosas, enviaban tropas o a la policía para eliminarlas. Las visitas de este género eran mencionadas en los titulares, en los carteles, o en las noticias radiofónicas que señalaban que «Tal y tal calle ha sido limpiada hoy». No obstante, todo el mundo sabía con exactitud qué había sucedido y daba gracias a su buena fortuna de que se tratara de la calle de otros.
Esta «limpieza» era lo que todos temíamos más que nada, pero a pesar de este temor estábamos tentándolos, a «Ellos», al reunimos en masa. Gerald siguió hablando en un tono emotivo y desesperado, como si el acto mismo de hablar pudiese llevar a una solución. En un momento determinado dijo que la única forma de manejar a los «chicos» era separarlos y distribuirlos entre los grupos de uno en uno y de dos en dos. Recuerdo las burlas que surgieron entre los chicos y sus rostros blancos y furiosos. Cesaron de bailar su patética danza guerrera y se quedaron inmóviles, muy juntos todos, mirando hacia afuera, con las armas preparadas.
Sobre las cabezas de la multitud apareció un muchacho, aferrado con un brazo al tronco de un árbol al que había trepado.
—¿Para qué hacemos esto? —gritó—. Si vinieran ahora sería nuestro fin. No nos preocupemos tanto por esos chicos. Y si queréis saber mi opinión, creo que debemos informar a la policía y terminar con el asunto. No podemos manejarlo. Gerald lo intentó... ¿no, Gerald?
El muchacho desapareció al descender del tronco.
Le tocó hablar a Emily. Aparentemente alguien se lo había pedido. Se subió a la pila de ladrillos con una expresión grave y preocupada y dijo:
—¿Qué pueden esperar? Estos chicos se defienden. Es lo que han aprendido. ¿No deberíamos quizá insistir? Yo me ofrezco, si otros están dispuestos.
—No, no, no —se oyó desde varios puntos entre la multitud. Alguien gritó—: Tienes un brazo roto, por lo que veo.
—Fue el rumor el que me rompió el brazo, no los chicos —respondió Emily con una sonrisa, y unos cuantos rieron a su vez.
Y allí estábamos. No sucede a menudo que un grupo de gente tan numerosa pueda permanecer indecisa frente a una decisión. Llamar a la policía significaría una verdadera caída del nivel de lo que podíamos tolerarnos mutuamente, y no nos decidíamos a dar ese paso.
Un hombre gritó:
—Yo mismo llamaré a la policía y después podéis véroslas conmigo. Tenemos que llamarla, pues de lo contrario toda la vecindad estará en llamas una de estas noches.
Y ahora los niños mismos comenzaron a retroceder, formados siempre en su apretada banda, aferrando sus palos, piedras, hondas.
Alguien gritó:
—Se van. —En efecto, se iban. La multitud se agitó y se movió, tratando de ver a los niños que corrían por la calle, hasta que se perdieron en la penumbra del atardecer.
—¡Qué vergüenza! —gritó una mujer—. Están asustados, los pobrecitos.
En aquel momento hubo otro grito:
—¡La policía! —Y todo el mundo echó a correr. Desde las ventanas de mi apartamento, Gerald, Emily, yo y otros más vimos llegar rugiendo a los enormes camiones cerrados con su parpadeo de reflectores y sus sirenas. No había nadie en la calle. Los vehículos pasaron en formación, dieron la vuelta alrededor de un bloque y volvieron a pasar. La patrulla de monstruos con su estruendo metálico, sus alaridos, sus chillidos, recorrió varias veces las calles silenciosas, durante media hora aproximadamente, «enseñando los dientes», como decíamos nosotros, y luego se alejó.
Lo que «ellos» no podían tolerar ni aun ahora, era nada que se asemejase a una reunión pública, que pudiera significar una amenaza para ellos. Extraordinario, patético, porque lo último que le interesaba a nadie en aquel momento era un cambio de gobierno. Solo queríamos olvidar al gobierno.
Cuando las calles quedaron tranquilas, Emily y Gerald fueron a la otra casa para ver si los niños habían ido. Habían estado allí, pero se habían marchado inmediatamente llevándose consigo sus pequeñas pertenencias, palos y piedras, pedazos de rata asada, patatas crudas.
Los dos tenían la casa a su entera disposición. Nada les impedía organizar una nueva comuna allí. ¿O bien sería posible restablecer la anterior? No, desde luego que no. Algo or-gánico, algo que había crecido de manera natural, había quedado destruido.
Hacía frío. Había poco combustible. Durante las largas tardes y noches oscuras me sentaba con una sola vela encendida en mi cuarto. O bien la apagaba, dejando como única iluminación el resplandor del fuego.
Sentada allí un día, contemplando este fuego, pasé detrás de él, más allá de él... para verme frente a la escena más absurda que sea posible imaginar. ¿Cómo puedo calificar de «inoportuno» a un mundo en el que el tiempo no existía? De todos modos, aun allí, donde uno aceptaba lo que venía y no criticaba el orden de las cosas, pensé: «¡Qué escena extraña surge en este momento!».
Estaba yo con Hugo. Hugo no era simplemente una compañía para mí, o un protector, como lo es un perro. Era un ser, una persona por derecho propio, además de ser esencial para los hechos que estaba presenciando.
Era un cuarto de niña, el de una escolar, bastante pequeño, con cortinas floreadas convencionales, una colcha blanca sobre la cama, un escritorio con libros escolares en ordenados montones, un horario escolar clavado sobre el armario blanco. En el cuarto, delante de un espejo que habitualmente no formaba parte de él (contaba con un espejito colgado en la pared sobre el lavabo), un espejo vertical, grande, con un marco lleno de tallas y escorzos dorados, el tipo de espejo que asociamos generalmente con un decorado para una película, una tienda de modas elegante o bien un escenario de teatro; delante de este espejo, en ese lugar, tan solo porque los requerimientos emocionales de la escena lo exigían, más que el sobrio espejito cuadrado, había una joven. Allí estaba Emily, una chiquilla arreglada o bien decorada como una mujer joven.
Hugo y yo estábamos juntos, observándola. Tenía la mano sobre el cuello del animal y sentía los estremecimientos de inquietud que pasaba hasta ella desde su corazón aprensivo. Emily tenía unos catorce años, pero estaba «bien desarrollada», como tiempo atrás se acostumbraba a expresarlo. Llevaba un vestido de noche. El vestido era escarlata. Es difícil describir mis sentimientos cuando lo vi, cuando la vi a ella. Sin duda eran violentos. Me chocó el vestido, o mejor dicho, que vestidos como ese hubiesen sido tolerados, aun usados por cualquier mujer, por convertirla en lo que la convertían. El hecho es que había sido algo aceptado, una moda más, ni peor ni mejor que cualquier otra.
El vestido era muy ceñido en la cintura y el busto. La palabra «busto» es la indicada, ya que aquellos no eran unos senos que respiraran, se elevaran y cayeran con las emociones, los cambios mensuales, sino que formaban un bulto único, inflado, saliente. Los hombros y la espalda estaban desnudos. El vestido era ajustado sobre las caderas y las nalgas, y aquí, una vez más, uso el término apropiado, porque las nalgas de Emily estaban redondeadas en una protuberancia única. Debajo se agitaba y se abultaba alrededor de los tobillos. Era un vestido de una vulgaridad estridente. Además, toda su exhibición del cuerpo era perversamente no sexual ya que corporizaba las fantasías del tipo de hombre que, al vestir así a la mujer, la convertía en una muñeca ridícula, provocativa e indefensa, y a la vez la desarmaba, la transformaba en un objeto de odio, de compasión, de temor... en algo grotesco. En esa monstruosidad de vestido, la prenda convencional usada por centenares de miles de mujeres durante un período de mi vida, la prenda codiciada por las mujeres, admirada por las mujeres en innumerables espejos, llevada por las mujeres para vestir sus fantasías masoquistas... dentro de ese horror escarlata estaba Emily, quien volvía la cabeza a uno y otro lado delante del espejo. Tenía el cabello «levantado», lo que le descubría la nuca. Tenía las uñas escarlata. Durante toda la vida de Emily no había imperado esta moda... no había imperado ninguna moda, por lo menos para la gente corriente, pero allí estaba, a pocos pasos de nosotros y, al intuir nuestra presencia allí, la de su fiel animal y su ansiosa guardiana, volvió la cabeza lenta, muy lentamente, y nos miró con los párpados de largas pestañas entornados, los labios entreabiertos como en espera de besos imaginados. Entró en el cuarto una mujer alta y grande, la madre de Emily, y con su aparición Emily dio la impresión de empequeñecerse, de volverse más pequeña, de tal manera que fue encogiéndose desde el momento en que su madre estuvo a su lado. Emily la miró y, mientras su tamaño seguía disminuyendo, representó su provocativo fantaseo sexual, retorciéndose y mostrando la lengua entre los labios. La madre la miró horrorizada, llena de desagrado, mientras su hija se achicaba cada vez más hasta quedar reducida a una muñeca vestida de escarlata, con su pecho de paloma, su trasero delineado entre cintura y rodillas. La muñequita se contoneaba y cambiaba de poses, y por fin se esfumó con un resplandor de humo rojizo, como una alegoría medieval de la carne y el diablo.
Hugo se adelantó hacia el espacio delante del espejo y olfateó, y luego hizo lo mismo con el suelo donde había estado Emily. El rostro de la madre se crispó de desagrado, pero ahora era el animal lo que la afectaba tanto.
—Vete —le dijo en voz baja y entrecortada, la voz que nos brota a todos en el extremo de la repugnancia o el temor—. ¡Vete, animal sucio, asqueroso! —Y Hugo retrocedió hasta mí y ambos retrocedimos frente a la mujer que avanzaba con un puño levantado para pegarme, para pegar a Hugo. Retrocedimos más y más, y la mujer avanzó, se hizo enorme y absorbió todo el cuarto de la adolescencia de Emily, con su convencionalismo remilgado, el espejo absurdo y... de pronto... estuvimos otra vez en la sala, en el cuarto sombrío donde la única vela florecía en su hueco de luz, donde el fuego escaso calentaba parte del aire que lo rodeaba. Yo estaba sentada en mi lugar habitual. Hugo yacía cerca de la pared y me contemplaba. Nos miramos. Estaba lloriqueando... no, es más exacto decir que lloraba. Lloraba con desconsuelo, como un ser humano. Se volvió y se alejó, arrastrándose hacia mi dormitorio.
Y aquella fue la última vez que vi a Emily en lo que he llamado lo «personal». Quiero decir que no me introduje más en escenas que mostrasen su desarrollo de adolescente, de bebé, de niña. La horrible escena del espejo, con sus implicaciones de perversidad, fue la última. Ni tampoco, cuando entré en aquel momento a través de... y también esto era novedad... las llamas, o el resplandor controlado del fuego, mientras me sentaba a su vera en aquellas largas noches de otoño, hallé los cuartos que se comunicaban entre sí. Por lo menos no creí encontrarlos. Cuando volvía de una incursión a aquel lugar, no tenía un recuerdo claro de lo vivido ni de dónde había estado. Sabía que había estado allí por las emociones que me embargaban o me agotaban. Allí me había alimentado de alguna fuente generosa y murmurante, toda solaz y dulzura. Me habían asustado o amenazado. O tal vez dentro, o debajo de la luz escasa de este cuarto parecía resplandecer ahora otra luz que provenía de allá... la había traído conmigo y me acompañó un tiempo, haciéndome añorar lo que representaba.
Y cuando se desvaneció, qué lento y sombrío y pesado quedó el aire... Hugo tenía ahora una tos seca, y mientras estábamos sentados los dos, de pronto se levantó de un salto y corrió hacia la ventana para olfatearla con los flancos palpitantes, y yo corrí a abrirla al darme cuenta de que a mi vez estaba atontada por el confinamiento y la pesadez del ambiente. Allí permanecimos una junto al otro, respirando el aire que entraba de fuera, intentando inundar nuestros pulmones con su pureza.
Al cabo de algunos días de no ver a Emily para nada, me fui a la casa de Gerald por calles que estaban en el mismo desorden de siempre, pero que parecían más limpias. Era como si un exceso de suciedad hubiera hecho erupción en todas partes pero luego el viento o, por lo menos, los movimientos del aire, la hubiesen eliminado en parte. No vi a nadie en el trayecto.
Había esperado a medias que se hubiese desplegado algún esfuerzo por restablecer el huerto. No, seguía destrozado y pisoteado y algunos pollos se paseaban por él. Desde los arbustos se les acercaba sigilosamente un perro. Este era un espectáculo tan poco habitual que no pude por menos de detenerme a contemplarlo. No era un solo perro, era una jauría de perros que se acercaban de todas partes hacia los pollos que comían allí. Me es difícil expresar la sensación de malestar que me produjo esto. Había algo enorme que acechaba para lanzarse sobre mí, un verdadero movimiento y cambio en nuestra situación. ¡Perros! Una jauría de perros, once o doce... ¿qué podría significar? Al verlos, el cosquilleo de la piel y el sudor frío de mi frente me dijeron que tenía miedo y que tenía buena razón para ello. Los perros optarían por mí en lugar de los pollos. Corrí tan velozmente como pude hacia el interior de la casa, la cual estaba limpia y vacía. Mientras la recorría esperé oír señales de vida en los ambientes que se comunicaban con los rellanos de la escalera... nada. En la parte superior de la casa había una puerta cerrada. Llamé y Emily la abrió apenas. Al ver que era yo me permitió entrar, y luego cerró la puerta con rapidez y le echó el cerrojo. Estaba vestida con pieles, pantalones de piel de conejo o de gato, una chaqueta de piel y una gorra de piel gris que le tapaba toda la frente. Parecía un gato de pantomima. Estaba, en cambio, pálida y apesadumbrada. ¿Dónde estaba Gerald?
Volvió al nido que se había preparado en el suelo, un nido de mantas y almohadones de piel. El cuarto tenía el olor de una madriguera a causa de las pieles, pero cuando aspiré me di cuenta de que en otro sentido el aire era puro y vigorizante y me encontré respirando con ansia. Emily me hizo lugar sobre las pieles y me senté y me cubrí con ellas. Hacía mucho frío. Allí no había calefacción. Nos sentamos muy quietas las dos... respirando.
Ella habló primero:
—Ahora que el aire de afuera se ha vuelto imposible de respirar, paso la mayor parte del tiempo aquí.
Por mi parte comprendí que tenía razón. Este fue el momento en que alguien dijo que algo se cristalizó en apreciaciones de hechos captados solo a medias hasta entonces y que siempre habían señalado hacia un desenlace obvio... en este caso, que el aire que respirábamos se había vuelto malsano para nuestros pulmones y venía transformándose desde hacía largo tiempo en algo impuro y espeso. Nos habíamos acostumbrado a él, nos adaptábamos. Yo, como todos, había respirado con un ritmo rápido y poco profundo, lleno de resistencia, como si racionara lo que entraba en los pulmones, en mi organismo, como si racionara asimismo los venenos... ¿qué venenos? ¿Quién podía decirlo, o saberlo? ¿Era esto «ello», nuevamente, en una forma nueva... o bien, quizá, «ello» en su forma original?
Sentadas en ese cuarto cuyo piso estaba cubierto de pieles para tenderse o reclinarse en ellas, un cuarto en el cual no quedaba otra alternativa que acostarse o sentarse, caí en la cuenta de que era... sencillamente feliz, simplemente por el hecho de estar allí y respirar. Cosa que hice durante un buen rato mientras se me despejaba la cabeza y me sentía mucho más animada. Miré hacia afuera a través del polietileno limpio y vi un cielo turbulento y cargado de nubes que anunciaban nieve. Vi cambiar la luz sobre la pared. De vez en cuando Emily y yo nos sonreíamos. Reinaba un gran silencio en todas partes. Hubo un momento en que se oyeron ruidosos cacareos y ladridos en el jardín, pero no nos movimos. El ruido cesó. Nuevamente el silencio. Seguimos sentadas allí, sin movernos, respirando.
Había mecanismos en el cuarto, un artefacto que colgaba del techo, otro en el suelo y otro clavado en la pared. Eran aparatos para purificar el aire y funcionaban emitiendo haces de electrones, de iones negativos. Hacía algún tiempo que la gente los usaba; del mismo modo que a nadie se le habría, ocurrido beber agua a menos que hubiese pasado antes por uno de los innumerables tipos de purificadores que existían. Aire y agua, agua y aire, bases de nuestra sustancia, elementos en los cuales nadamos, nos movemos, de los cuales nos formamos y volvemos a formar, continuamente, perpetuamente recreados y renovados... ¿cuánto tiempo hacía que debíamos desconfiar de ellos, huir de ellos, verlos como posibles enemigos?
—Le convendría llevarse a casa uno de esos aparatos —dijo Emily—. Hay un cuarto lleno de ellos.
—¿Gerald?
—Sí, los trajo de un depósito. Hay un cuarto lleno debajo de este. Yo la ayudaré a llevarlos. ¿Cómo puede vivir en ese ambiente inmundo? —dijo esto como lo hubiera dicho cualquiera que expresase algo largamente contenido, reprimido.
Sonreía, con aire de reproche.
—Piensas volver... —vacilé antes de decir «a casa», pero ella dijo:
—Sí, iré a casa con usted.
—Hugo se pondrá contento —dije sin intención de hacerle un reproche, pero a pesar de todo Emily se sonrojó y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Por qué puedes volver ahora? —me arriesgué a preguntarle, pero se limitó a mover la cabeza, como queriendo decir: «Responderé en un momento»... y respondió una vez que hubo recuperado el dominio de sí misma.
—No tiene objeto que me quede aquí ahora.
—¿Se ha ido Gerald?
—No sé dónde está. No lo sé desde que trajo los aparatos.
—¿Está formando una nueva banda?
—Intenta formarla.
Cuando estaba de pie, arrollando pieles en grandes rollos para llevarlas con nosotras, dejando otras apartadas para envolver los aparatos, llamaron a la puerta y Emily fue a ver quién era. No, no era Gerald, sino una pareja de niños. Al verlos sentí miedo. Y me di cuenta en un instante, ¡otro chispazo de intuición!, de que yo, como todo el mundo, había llegado al punto en que todos los niños me parecían simplemente aterradores. Aun antes de la llegada de los «pobres niñitos» había sido así.
Estos dos, sucios, de expresión inteligente, alertas, cautelosos, se sentaron sobre las pieles, lejos de nosotras, separados entre sí. Cada uno esgrimía un garrote con la punta erizada de clavos, listo para usarlo contra nosotros o bien contra el otro.
—Pensé que sería bueno tomar un poco de aire puro —dijo el chico, un pelirrojo de cutis lechoso y simpáticas pecas. La niña, una rubia de aspecto angelical añadió, como hablando consigo misma:
—Sí, yo quería tomar el aire.
Permanecieron sentados respirando y observándonos, mientras nosotras, sin dejar de vigilarlos, seguíamos preparando rollos y bultos.
—¿Adonde van? —preguntó la chica.
—Dile a Gerald que ya sabe dónde encontrarme.
Esto me dio tanto que pensar que no pude asimilarlo inmediatamente.
¿Esos niños formaban parte de la nueva banda de Gerald? ¿No eran miembros de la banda de niños del metro? Si lo eran, pues... ¿quería decir que esa banda era mortífera tan solo tomada como unidad, pero en cambio los individuos eran rescatables y, por tanto, Gerald tenía razón? Cuando estuvimos listas, partimos, acompañadas por los dos niños. Sin embargo nos dejaron ver el matadero en que se había convertido la huerta. Había plumas por todas partes, trozos de carne, un perro muerto. Cuando nos alejamos los chicos estaban descuartizando el perro, en cuclillas a cada lado del animal, trabajando con trozos de acero afilado.
Volvimos por calles que señalé a Emily por hallarlas... ¿sin duda, menos sucias? Noté su débil reacción contenida. Calles en las que no había nadie, ni un alma, aparte de nosotras... también se lo comenté y la oí suspirar. Se mostraba paciente conmigo.
En el vestíbulo principal del edificio donde vivíamos, un gran jarrón junto al ascensor, antes lleno de flores, estaba volcado en fragmentos sobre el suelo. Entre la basura había una rata muerta. Cuando Emily tomó al animal por la cola para arrojarlo a la calle, el profesor White, su mujer y Janet se aproximaron por el pasillo que compartíamos. Habían conservado tanto las antiguas costumbres que era posible advertir inmediatamente que estaban vestidos para viajar, con abrigos, echarpes y maletas. Verlos vestidos de ese modo nos recordó aquel otro mundo o sector de la sociedad, por encima de nosotros, en el cual la gente seguía presentándose escudada tras ropas o bienes adecuados para cada ocasión. Los White, como si nada le hubiera ocurrido a nuestro mundo, se iban de viaje. Y Janet decía: «Rápido, vamos, mamá, papá, es horrible estar aquí cuando ya no queda nadie». Clic... allí estaban, las pocas palabras lanzadas, emitidas como por el ambiente mismo, por el «ello», resumiendo el nuevo estado de cosas que hasta entonces no había sido resumido, o por lo menos, no por mí. Vi la mirada sagaz que me dirigió Emily, quien instintivamente dio un paso hacia mí, con un gesto maternal de protección ante lo que pudiera ser un momento de debilidad. Me quedé silenciosa, contemplando a los White, que hacían aspavientos y organizaban su partida, y viendo mi pasado, nuestro pasado. Resultaba cómico. Era cómico. Siempre habíamos sido animales ridículos, imbuidos de nuestra importancia, que representábamos nuestros papeles, actuando al amparo de cada uno... no fue agradable contemplar a los White y ver en ellos a nosotros mismos. Y luego todos nos despedimos con las frases consabidas. «Ha sido un placer conocerla, espero que volvamos a vernos» y otras por el estilo, como si no pasara nada. Habían averiguado que aquella tarde partía un coche motorizado de nuestra ciudad, unas diez millas al norte, con una misión aparentemente oficial. No era para uso de los ciudadanos corrientes, pero ellos habían sobornado y molestado a varias personas hasta lograr una plaza en ese autobús, que los dejaría a una milla del aeropuerto con su equipaje. Esa misma tarde se anunciaba un vuelo oficial hacia el extremo norte del país. También en este caso, mientras nadie del grueso de la población podía esperar utilizar nunca ese vuelo, un jefe de departamento con su familia podía conseguirlo, si contaban con la suma, desde luego astronómica, no para los pasajes, repito, sino para los sobornos. Cuántas negociaciones de trueque, promesas, amenazas y llamadas debieron de mediar en ese viaje, qué inmenso esfuerzo —y todo ello dentro de la tónica del nuevo estilo de vida, nuestra nueva moda, la de sobrevivir, de sobrevivir a toda costa—, aunque diré que en la actitud de los White no se reflejaba ni rastro de ello. «Adiós, adiós, encantados de haberlas tenido como vecinas, tal vez nos veamos pronto, sí, así lo espero, adiós, buen viaje.»
Volvimos a nuestro apartamento y desde las ventanas los observamos alejarse calle abajo acarreando sus pesadas maletas.
Las habitaciones contiguas a las mías estarían vacías ahora. Vacías... Se me ocurrió entonces que había visto muy poca gente en el vestíbulo principal, en los pasillos. ¿Qué había sido del mercado? Se lo pregunté a Emily y se encogió de hombros, con un gesto evidente de que yo tendría que estar enterada. Volví a salir del apartamento y me dirigí al cuarto del encargado en el fondo del pasillo. «En caso de emergencia, dirigirse al apartamento 7, 5.° piso». La forma en que colgaba el cartel, torcido, el silencio detrás de la puerta, me dijeron que el encargado y su familia habían partido, huido.
Bien podía hacer semanas que colgaba allí el cartel. A pesar de ello fui hasta el ascensor, que a veces funcionaba, y apreté el botón de llamada. En algún punto de los pisos superiores el mecanismo se movió y seguí esperando, apretando y escudriñando, pero el ascensor no bajó, de manera que utilicé la escalera, arriba, arriba, piso vacío tras piso vacío, despojados todos de la vida del comercio y el trueque. Los comerciantes, los compradores, las mercancías, todo había desaparecido y no había nadie en el apartamento 7 del quinto piso, pero en cambio, en el último piso del edificio, cerca del techo, vi algunos muchachos alimentando a unos caballos con bieldos cargados de heno y me retiré para que no me vieran, ya que algunos de los que estaban trabajando eran niños de poca edad. Avancé sigilosamente por el pasillo, frente a cuartos en los que había más animales. Por una puerta entornada apareció la cabeza de un chivo; un par de corderos llenos de dignidad estaban al final del corredor y desde algún punto muy próximo llegaba un rumor de empujar y rascar y el olor de los cerdos. Visité el tejado, construido como azotea. Había allí una huerta floreciente llena de hortalizas y hierbas de todas clases, un invernadero de polietileno, conejos en jaulas y una familia de madre, padre y tres niños, todos trabajando afanosamente. Me dirigieron la mirada típica de la época: «¿Quién eres?, ¿amiga?, ¿enemiga?», y se quedaron esperando, esgrimiendo sus herramientas como para usarlas como armas. Volví a bajar un piso y de pronto un niño se quedó inmóvil en un rincón oscuro. Había estado siguiéndome. Mostraba los dientes con una sonrisa vengativa, pero a la vez calculada. Quiero decir que la animosidad era calculada, medida, como para asustarme. Lo imaginé frente a un espejo recogido de algún rincón, practicando una serie de expresiones horribles. Estaba verdaderamente asustada. Tenía la mano (como la tenía Emily ¡en los últimos días!) junto al pecho, donde pude ver que asomaba el mango de un cuchillo. Creí reconocerlo y pensé que era, por ser pelirrojo y de la altura que correspondía, uno de los chicos abandonados que habían visitado a Emily ese mismo día. Sin duda no intenté apelar a él recurriendo a argumentos sentimentales como el de conocerle, sino que a mi vez lo miré con fiereza y con un gesto de amenaza moví una mano hacia mi cuchillo inexistente. El chico no retrocedió y pasé junto a él por el pasillo, mirando en el interior de los cuartos mientras sentía que él iba detrás, furtivamente, pero a bastante distancia. Vi a Gerald. Estaba sentado sobre una pila de pieles, rodeado por los niños, los de la «pandilla del metro», que estaban viviendo en «mi» edificio. Esto me produjo una sensación de verdadero estupor y bajé la escalera dejando atrás al muchachito, quien mantenía siempre su expresión maligna y amenazadora. Abajo, abajo, hasta que llegué a mi apartamento, el cual, luego de todo lo que había visto, se me apareció como un pequeño refugio de inusitado orden, comodidades de otra época, calidez. Emily había encendido el fuego y estaba sentada cerca de él frente a Hugo. Se miraban sin tocarse, se miraban fijamente y en silencio. La chica, enteramente envuelta en pieles, de modo que era difícil decir dónde empezaba y donde terminaba su propio cabello brillante y la pobre bestia, con su piel áspera y amarilla, la Bella y la Bestia, en ese atuendo, aunque ahora la Bella estaba tan cerca de su Bestia, envuelta en su ropaje animal, alerta y vigilante como un animal, sobreviviendo como un animal. La verdad es que la Bella había caído, caído muy bajo... Tuve un momento difícil al ver a los dos allí, cuando pensé cuan cerca estábamos ya todos de correr y deslizamos como ratas a lo largo de los túneles, pero entonces vi que el fuego era abundante y vivo, que los purificadores de aire que habíamos traído funcionaban todos y que los cortinajes estaban corridos y tenían frazadas prendidas con alfileres. El aire en casa era saludable, limpio, y en él sentí revivir mi verdadera personalidad. A pesar de este hecho volví a salir del apartamento para bajar a la acera. Anochecía. Había pocas personas en el punto de reunión. Se paseaban allí con aspecto desorientado y perplejo. ¡Se habían ido tantas tribus que estos eran rezagados! ¡Qué oscuro estaba todo! Por lo general, al avanzar la noche centenares de llamas de velas encendidas daban la impresión de flotar en numerosos puntos de los altos edificios. Gente en las ventanas mirando hacia abajo y los cuartos a sus espaldas llenos del reflejo de la luz de las velas. En cambio esa noche se veían apenas unos débiles reflejos muy alto en medio de la oscuridad. De mis ventanas nada, a pesar de que había aún vida en casa. No era posible decir ahora, por las luces de las ventanas, quiénes estaban en el edificio. No había luces en las calles, tan solo una oscuridad espesa y opresiva, el resplandor de algún cigarrillo en la calle y, fuera de esto, nada. Me descubrí allí contemplando la faz sombría del edificio con una sola luz de vela, la mía, en todo él. Así marchaban las cosas en los últimos tiempos. Cualquiera que pasara habría sabido que allí, sola, indefensa, vivía una sola persona, o una sola familia. Era una locura por mi parte. Las leves reacciones contenidas de Emily, de impaciencia o de preocupación, eran comprensibles y, ahora, las comprendía. Y con bastante frecuencia, en el resplandor de aquella llama aislada debió de resultar visible la silueta de Hugo en su vigilancia impasible. Sí, la verdad es que era una suerte que Emily hubiese vuelto a casa, esta vez, o por lo menos tal era mi impresión, para cuidarme, en lugar de cuidarla yo a ella.
Regresé al apartamento. Emily se había acostado, sin que Hugo la acompañara. Por orgullo, y sin duda ella debía de comprenderlo. Estaba junto al fuego como cualquier animal doméstico, con la nariz vuelta hacia el calor, con los ojos verdes, vigilantes y abiertos. Extendí una mano hacia él y me concedió un leve temblor de la cola. Me quedé sentada allí largo tiempo viendo cómo se extinguía gradualmente el fuego, escuchando el silencio total del edificio. Sin embargo, arriba había una granja, había animales, había niños asesinos, había un viejo amigo, Gerald. Fui a acostarme y me cubrí la cabeza, como los campesinos y la gente simple, contra todo pensamiento de peligro y dejando libre solo la cara... y al día siguiente me desperté y descubrí que no salía agua del grifo.
El edificio, como mecanismo, había muerto.
Esa mañana Gerald bajó con dos de los niños, el pelirrojo y una niña negra. Trajo como presente un poco de vino, por haber encontrado el negocio de un comerciante de vinos a medias saqueado, y también algunas frazadas y algunos alimentos. Emily preparó una comida para cinco, una especie de cocido de cereales con un poco de carne. Era sabroso y me reconfortó.
Gerald quería que nos trasladáramos al piso superior, donde le sería fácil reparar una máquina de viento, uno de aquellos pequeños molinos capaces de proporcionar energía suficiente como para calentar agua cuando la obtuviéramos. No dije nada, permití que Emily hablara y tomara las decisiones. Dijo que no, que sería mejor quedarse aquí. No me miró al decir esto, y poco a poco caí en la cuenta de que en la parte alta del edificio seríamos más vulnerables al ataque. Allá arriba no nos sería fácil huir, mientras que aquí solo era cuestión de saltar por una ventana. Esta fue la razón de su negativa a la oferta de «un apartamento grande, de verdad Emily, muy grande y lleno de toda clase de comida y de cosas. Y podría instalarle energía en un día... ¿no podríamos?», preguntó, dirigiéndose a los niños, quienes sonrieron y asintieron. Estaban a ambos lados de Gerald. Esos niños de tan poca edad, de unos siete y ocho años, eran de Gerald, eran sus chicos; él los había hecho suyos; tenía su banda, su tribu... pero al precio de hacer lo que ellos querían, de servirles.
Mas lo que él quería era volver a tener a Emily. Quería que subiera con él, que viviera con él, como reina, como primera dama, como mujer del bandido, entre los niños, su banda. Ella, en cambio, no quería esto, decididamente, no. No era que lo expresara, pero resultaba evidente. Luego los niños, con sus ojos agudos y alertas, estaban al tanto del problema. Era difícil decir cuáles eran sus sentimientos ya que no había ninguna de las señales conocidas para indicárnoslo. Los ojos pasaban de Emily a Gerald, de Gerald a Emily. ¿Se preguntan si Emily, como Gerald, se convertiría en una de ellos, si mataría con ellos? ¿O bien pensaban que era bonita y simpática y que sería agradable tenerla entre ellos? ¿La veían, o bien la sentían, como si llenara el lugar de su madre, si acaso recordaban una madre, una familia? ¿Estaban pensando en matarla en vista del amor que sentía Gerald, su propiedad, hacia ella? ¿Quién podía saberlo?
Sus modales para comer eran repugnantes. Gerald les decía: «¡Utilizad la cuchara, mirad, así... no, no la tiréis al suelo!». Hasta cierto punto esto indicaba que en sus propias habitacio-nes, en su propia caverna, había dejado de preocuparse por estos refinamientos. La mirada que le dirigía a Emily expresaba que, de estar ella junto a los niños, llegaría a influenciarlos y civilizarlos... pero todo fue inútil y los tres, el hombre y los dos niños, se retiraron al mediodía. Al día siguiente nos traerían carne fresca, pues se había dispuesto sacrificar una oveja. Pronto volvería a ver a Emily. Se dirigió a ella y ahora mi casa era la de Emily. Mi apartamento era propiedad de Emily y yo era su ayudante, una mujer de edad. Pues bien, ¿por qué no?
Se quedó silenciosa cuando Gerald se fue, y entonces vino Hugo y se sentó con la cabeza apoyada sobre sus rodillas, diciéndole con ello: Veo que me has elegido a mí, por fin, a mí y no a él, a mí en lugar de todo el resto.
Era cómico, patético, pero Emily me dirigía miradas indicando que no debía reírme. Era ella quien contenía las sonrisas, se mordía los labios, respiraba hondo para reprimir la risa. Y hacía aspavientos y acariciaba: «Hugo querido, querido Hugo... », mientras yo registraba mentalmente, observaba. Estaba viendo a una mujer madura, una mujer que lo ha recibido todo hasta sentirse colmada, pero de quien se sigue pidiendo, exigiendo, a quien se sigue persuadiendo para que dé. Semejante mujer es en verdad generosa, sus fuentes y reservas están siempre repletas y siempre dispuestas a dar. Ama... sí, pero en alguna parte de su interior hay una inmensa fatiga. Lo ha conocido todo y no quiere nada más... pero ¿qué puede hacer? Se reconoce —los ojos de los hombres y de los muchachos se lo dicen— como fuente. Si no puede ser esto, no es nada. Por ello todavía piensa, porque todavía no se ha despojado de esa ilusión. Da, da, pero con el cansancio contenido y controlado... Por ello seguía acariciando la cabeza de Hugo, haciéndole el amor a sus orejas, murmurando palabras afectuosas pero sin sentido. Por encima de la cabeza de Hugo, la mirada de Emily se cruzó con la mía. Eran los ojos de una mujer madura, de unos treinta y cinco o cuarenta años... Nunca sufriría voluntariamente lo que había sufrido ya. Como la mujer de nuestra civilización extinguida, conoció el amor como una fiebre que era necesario sufrir, pasar. «Enamorarse», enfermedad que había que pasar, una trampa que podía llevarla a traicionar su propia naturaleza, su sentido común, sus verdaderas aspiraciones. No era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma; como no era tampoco una norma para la existencia, era un estado, una condición, suficiente en sí misma, casi independiente de su objetivo... «estar enamorada». Si hubiese hablado de ello, lo habría hecho en términos semejantes a los que he utilizado. El hecho es que no deseaba hablar. Brotaba de ella la fatiga, la disposición a dar si era absolutamente necesario, a dar, pero sin convicción. Gerald, a quien había adorado, su «primer amor» acorde con la tradición, a quien había esperado, por quien había sufrido, pasado noches sin sueño, Gerald, su amante, ahora la necesitaba y la deseaba, por haber vivido ya el ciclo de sus propias necesidades; pero ella no tenía ahora la energía para levantarse y salir a su encuentro.
Cuando más tarde el mismo día Gerald volvió a bajar, solo esta vez, en un esfuerzo por persuadirla de que volviese junto a él, Emily le habló. Ella habló y él escuchó. Ella le dijo qué le había sucedido a él, porque él no lo sabía.
Después de que la primera comuna organizada en su casa fuera destrozada por la pandilla de «chicos» del metro y cuando comprobó que nadie de su propia «familia» volvería, había concentrado todos sus esfuerzos en lograr que Emily se quedase a su lado para formar una nueva familia. Volvió a la calle para atraer a un núcleo para una nueva tribu. Pero esto no sucedió, no había sucedido. ¿Por qué? Tal vez se sospechara que podía estar en contacto con los chicos peligrosos, o bien que cualquier comuna nueva que formase los atraería. Tal vez el hecho de que se hubiese mostrado abiertamente dispuesto a quedarse con una sola mujer, con Emily, en lugar de ejercer su libertad de elección, de conferir sus favores a quienquiera que hallase en su cama, alejó a las otras muchachas. Cualquiera que fuese la ley que imperó, la consecuencia fue que Gerald, el joven príncipe de ayer, tal vez el más prestigioso de todos los jóvenes de la calle, se encontró sin ningún seguidor, uno más, simplemente, entre los jóvenes que debían colocarse bajo las órdenes de otro líder a fin de sobrevivir... Gerald escuchó, pensativo, atento, sin expresar desacuerdo con nada de lo que decía Emily.
—Y entonces decidiste que era mejor tener a esos chicos que no tener a nadie, o que ser paciente y esperar. Simplemente tenías que tener tu banda, a cualquier precio. Y volviste a ellos y te hiciste cargo de ellos. Ahora ocurre que ellos se han apoderado de ti... ¿no lo ves? Apuesto a que tienes que hacer exactamente lo que ellos quieren. Estoy segura de que nunca puedes impedirles que hagan lo que les dé la gana, ¿no? ¿Y tienes que aceptarlo todo, cualquier cosa?
Ahora Gerald retrocedía, no estaba preparado para oír esto, no podía seguir escuchando.
—No son más que niños —dijo—. ¿No es mejor para ellos tenerme a mí? Les consigo alimentos y cosas. Los cuido.
—Antes tenían ya alimentos y cosas —dijo Emily con sequedad.
Demasiada sequedad... Gerald advirtió su actitud crítica... esa actitud y nada más. No había afecto para él, o por lo menos, no lo sentía. Partió y no volvió en varios días.
Estábamos organizando nuestra vida, nuestros cuartos.
Contábamos con aire purificado porque nos sentábamos y hacíamos girar la manivela para cargar las baterías periódicamente. Estábamos calientes. Emily salía con un hacha y volvía con grandes haces de leña. Luego, cuando yo ya temía que la falta de agua nos obligara a ponernos en marcha, oímos un ruido de cascos sobre el pavimento y apareció un carro tirado por un asno, cargado de cubos de agua, de plástico, de madera, de metal.
—¡Aaaaaa-guaaaa! ¡Aaaaa-guaaa! —El viejo pregón resonó a través de nuestras húmedas calles del sector norte. Dos niñas de unos once años vendían agua, o mejor dicho, la daban a cambio de otras cosas. Salí con unos recipientes y vi acercarse a algunas personas de los distintos edificios de apartamentos de la vecindad. No eran muchas, unas cincuenta en total. Pagué muy cara el agua. Las niñas habían aprendido a negociar con dureza, a mover la cabeza y encogerse de hombros ante la perspectiva de que la gente se privase de agua. Por dos cubos llenos de agua potable, que por lo menos nos permitieron probar antes de comprar, entregué una piel de oveja.
Entonces apareció Gerald con unos veinte miembros de su banda, todos con vasijas de todo género. Evidentemente esos animales que tenían allí arriba necesitaban agua. El hecho es que en un instante la banda se apoderó del agua, la tomó, sencillamente, sin pagar. Me encontré de pronto gritando, diciéndole a Gerald que vivían de ello, las dos niñas... pero él no reparó en mí. Creo que no me oyó. Se quedó allí, de guardia, con los ojos fríos y calculadores, mientras sus niños se apoderaban de los baldes llenos de agua y se alejaban corriendo hacia el edificio, mientras las niñas se quejaban y la gente que había acudido a comprar el agua también se quedaba gritando y expresando su indignación. Luego se fueron Gerald y los niños y me tocó a mí ser robada. Estaba allí con mis dos baldes llenos, cuando un hombre del bloque de edificios de enfrente extendió una mano a la vez que bajaba la cabeza y me miraba cruelmente. Mostrando los dientes le entregué uno de los baldes y corrí a casa con el otro. Emily había estado observando desde la ventana. Parecía triste y, además, irritada. Imaginé las palabras que usaría para recriminar a Gerald.
Pusimos una vasija con agua limpia para Hugo, quien bebió y bebió. Se quedó luego junto a la vasija vacía, con la cabeza baja. Volvimos a llenarla y bebió, un tercio del balde desapareció de este modo, y en la mente de todos había una misma idea, en la de Hugo inclusive. Emily se sentó junto a él y lo rodeó con los brazos, como antes. No debía preocuparse ni apenarse, ella lo protegería, nadie lo atacaría. Tendría agua, aunque le faltara a ella, a mí...
Cuando los vendedores de agua volvieron dos días más tarde, había hombres armados con revólveres que la guardaban y la compramos, después de formar colas ordenadas. Gerald y su banda no estaban. Una mujer comentó que «esa banda de criminales» había abierto un acceso al Fleet River y había comenzado a vender agua por su cuenta. Era verdad, y para nosotros, Emily, Hugo y yo, fue una circunstancia afortunada, porque Gerald nos traía un balde de agua todos los días y a veces más.
—Bien, tuvimos que hacerlo, teníamos que dar agua a nuestros animales, ¿no?
Por su tono defensivo adivinamos que se había librado un duro combate. ¿Con las autoridades? ¿Con otra gente que utilizaba esa fuente? No es necesario recordar que los viejos pozos y fuentes habían sido reabiertos en toda la ciudad. Si la lucha se había librado con las autoridades, ¿cómo era que Gerald y los chicos habían ganado? Tenían que haber ganado, para poder utilizar la fuente de provisión.
—Lo que sucede —dijo Gerald— es que no tienen suficientes tropas para vigilarlo todo... Casi todos se han ido, ¿no? Quiero decir que ahora somos más que ellos...
... Si todo el mundo se había marchado, ¿qué hacíamos allí Emily, Hugo, yo?
Sin embargo, no pensábamos ya en partir; al menos, no lo pensábamos seriamente. Solíamos hablar un poco de los Dolgelly, o bien decir:
—Bien, un día de estos realmente habría que pensar en...
Aire, agua, alimento, calor... lo teníamos todo. Las cosas resultaban más fáciles de lo que habían sido durante mucho tiempo. Había menos tensión, menos peligro. Pero aun las pocas personas que seguían alojadas en los huecos y rincones de esta gran ciudad seguían partiendo, partiendo siempre...
Vi partir a una tribu al terminar el otoño y aproximarse el invierno. La última tribu, por lo menos de las que partieron de nuestra acera. Era como todas las otras cuya partida había presenciado, pero estaba mucho mejor equipada y era típica de las caravanas formadas en nuestra zona. ¡Ahora, al comparar notas con otros, se diría que cada sector de la ciudad tuvo sus peculiaridades, y aun su estilo de viajar! Sí, creo que puedo utilizar esa palabra... ¡con qué rapidez maduran los hábitos y las costumbres! Recuerdo haber oído decir a alguien en los días iniciales del éxodo de las tribus: «¿Donde está la piel para calzado? Nosotros siempre tenemos una provisión de piel para calzado».
Tal vez tenga interés describir con mayor detalle esta partida tardía.
Hacía frío esa mañana. Un cielo cargado se desplazaba con rapidez de oeste a este como un mar sombrío y torrencial. El aire estaba espeso y era difícil respirarlo a pesar del viento, que agitaba y arremolinaba los montones de copos de nieve que cubrían con una fina capa la calle y las aceras. El suelo tenía un aspecto fluido. Los altos edificios, todo a nuestro al-rededor se dibujaban con contornos nítidos y sombríos, o bien desaparecían detrás de las ráfagas de nieve o de las nubes.
Se habían reunido unas cincuenta personas, todas ellas arrebujadas en sus pieles. Delante del grupo había dos jóvenes armados con revólveres que exhibían muy visiblemente. Detrás de ellos estaban otros cuatro, con arcos y flechas, palos, cuchillos. Luego iba un carro hecho con un automóvil. Se le había retirado toda la carrocería hasta el nivel de las ruedas y cubierto el piso con tablones para formar una superficie. El carro iba tirado por un caballo y sobre los tablones estaban apilados bultos de ropas y enseres, tres niños de corta edad y heno para el caballo. Los niños mayores debían caminar.
Detrás del carro marchaban las mujeres y los niños, y cerrando esta marcha iba otro carro, bajo el yugo del cual iban tirando dos jóvenes. Sobre este carro había una versión aumentada del viejo carro cocina. Un recipiente de madera, aislado y acolchado, dentro del cual era posible colocar ollas que, retiradas del fuego momentos antes de iniciar el viaje, seguirían hirviendo suavemente dentro de su recipiente de madera y estarían listas para suministrar una comida caliente una vez finalizada la etapa. Seguía a este carro un tercero, un viejo carro de lechería cargado con alimentos: cereales, legumbres secas, concentrados y otros artículos. Por fin un cuarto, tirado por un asno y dividido en jaulas, con gallinas ponedoras, conejos, no para alimento, sino para cría, alrededor de una docena de hembras preñadas. Este último carro tenía una guardia especial de cuatro muchachos armados.
El caballo y el asno eran lo que distinguía a esta caravana. Nuestro sector de la ciudad era conocido por sus animales de tiro. Por qué desarrollamos esta especialidad, no lo sé. Tal vez era porque en otra época habían existido establos para caballos de silla y estos se transformaron en establecimientos de cría cuando surgió la necesidad. Aun nuestro reducido terreno público contaba con caballos, protegidos por una eficaz guardia día y noche, por supuesto.
Por lo general, cuando partía una columna en su viaje hacia el norte o el oeste, la gente salía de los edificios para despedirla, para desearle buena suerte, para enviar mensajes a amigos o parientes que habían partido antes. Esa mañana aparecieron solo cuatro personas. Hugo y yo nos sentamos con cierta cautela junto a la ventana para observar, mientras la tribu se ordenaba y partía sin aspavientos ni adioses. Muy distinta, esta partida, de las anteriores, tan ruidosas y alegres. Esta gente estaba muy callada, parecía sentir aprensión y trataba de pasar inadvertida dentro de sus pieles. La caravana que formaban representaba un rico botín.
Emily ni siquiera miraba.
En el último momento salió Gerald con media docena de niños y todos se quedaron en la acera, hasta que el último carro con su carga cacareante se perdió de vista más allá de la iglesia de la esquina. Gerald se volvió entonces y condujo a su rebaño de regreso al edificio. Me vio y me saludó con un gesto, pero no sonrió. Tenía una expresión tensa, lo cual no me sorprendió. El espectáculo, simplemente, de aquella banda de niños bastaba para que los músculos del estómago se pusieran tensos de ansiedad. Gerald vivía entre estos niños, día y noche. Creo que había salido tras ellos para impedirles que atacasen los carros cargados.
Aquella noche llamaron a la puerta y vi a cuatro de los niños. Tenían una mirada enloquecida y estaban muy excitados. Emily les cerró la puerta con fuerza y echó el cerrojo. Luego puso unas sillas pesadas contra ella. Se oyeron pasos que se arrastraban y unos murmullos... los pasos se alejaron.
Emily me miró y con los labios me envió un mensaje mudo por encima de la cabeza de Hugo. Tardé unos pocos instantes en descifrarlo: «Asar a Hugo».
—O asar a Emily —repuse yo.
Pocos minutos más tarde oímos gritos en la calle, luego el rumor de muchos pies que corrían y voces infantiles, chillonas y triunfantes... los ruidos propios de una incursión, un crimen. Apartamos nuestras pesadas cortinas y tuvimos tiempo de ver, con el resplandor de la nieve iluminada por una luna muy pequeña, a la banda de Gerald, pero sin Gerald, arrastrando algo por la escalera del edificio. Parecía ser un cuerpo. Quizá no se trataba de nada de esto, sino de un bulto o un saco lleno. El hecho es que la sospecha estaba en nosotras y era lo bastante intensa como para que la creyéramos.
Nos quedamos sentadas en silencio junto al fuego toda la noche, esperando, vigilando. No había nada que impidiese que nos convirtiéramos en víctimas en cualquier momento.
Nada. Ni el hecho de que Gerald, solo o con un grupo elegido de sus niños, o aun algunos de los chicos sin él, bajaran a visitarnos en los términos más normales del mundo. Nos trajeron regalos. Nos trajeron harina y leche en polvo y huevos, hojas de polietileno, cinta de celofán, clavos, herramientas de todas clases. Nos dieron mantas de piel, carbón, semillas, velas. Nos trajeron... La ciudad en torno de nosotros estaba vacía y todo lo que había que hacer era entrar en las casas sin protección y tomar lo que a uno se le antojase. A pesar de ello, la mayor parte de lo que había en las casas eran cosas que nadie volvería a usar nunca ni desearía usar, cosas que, en unos pocos años, si algún superviviente las descubría, le obliga-rían a preguntar: «¿Para qué diablos puede haber sido esto?».
Como les ocurría ya a esos niños. Podía vérselos en cuclillas frente a una pila de tarjetas de felicitación, una pantalla de lámpara de nailon plegado de color rosa, un enano de material plástico para el jardín, un libro o un disco, mirándolos de un lado y de otro: «¿Para qué era esto? ¿Qué hacían con esto?».
El caso era que aquellas visitas y regalos no significaban que en otro estado de ánimo, en otra oportunidad, no pudieran matar. Por un capricho, una fantasía, un impulso.
Una inconsecuencia...
Una nueva inconsecuencia, como la partida de la pequeña June. Nos quedamos sentadas allí y hablamos de esto, hablamos interminablemente, a la vez que escuchábamos... muy le-jos, sobre nuestras cabezas, se oía el piafar de un caballo, el balido de las ovejas. Los pájaros volaban frente a nuestras ventanas en dirección a la parte superior de los edificios, donde estaban los tesoros de las huertas y pesebres, mediante un simple vuelo a través de una ventana rota, las hortalizas y aun algún árbol. Inconsecuencia, elemento nuevo en la psicología humana. ¿Nuevo? La verdad es que si había estado siempre presente, a partir de un momento la habían canalizado, disciplinado, socializado. O, por lo menos, nos habíamos acostumbrado tanto a las formas en que se manifestaba que no la reconocíamos.
En otra época, no hace mucho tiempo, si un hombre o una mujer nos hubiese estrechado la mano, nos hubiese ofrecido regalos, habríamos tenido motivos para suponer que él o ella no nos mataría la próxima vez que nos viéramos porque la idea acabara de metérsele en la cabeza... esto suena, como siempre, como rayando en la farsa. Sin embargo la farsa se basa en lo normal, lo usual, lo común. Sin la norma, fuente de la farsa, esa forma particular de la hilaridad se agota.
Recordé a June la primera vez, cuando me saqueó el apartamento y pregunté a Emily: «Pero ¿por qué yo?», y su respuesta fue: «Porque usted está aquí y porque la conoce. Más aún. Porque usted es una amiga».
Cabía suponer que los chicos de arriba pudiesen bajar una noche y matarnos porque éramos sus amigas. Nos conocían.
Una noche, muy tarde, mientras estábamos sentadas junto al fuego casi apagado, oímos voces detrás de la puerta y frente a la ventana. No nos movimos ni buscamos armas. Los tres intercambiamos miradas... no puede afirmarse que fueran miradas divertidas, no. No teníamos la filosofía necesaria para ello, pero sí diría que estas miradas tenían algo de humorismo. Aquella mañana habíamos alimentado a algunos de esos chicos que estaban ahora afuera. Nos habíamos sentado a comer con ellos. «¿Estáis abrigados? Comed otro poco de pan. ¿Queréis más sopa?»
No podíamos protegernos contra tantos, treinta o más en total, murmurando detrás de la puerta, debajo de la ventana. ¿Y Gerald? No, eso no podíamos creerlo. Estaba durmiendo, o bien ausente, en alguna expedición.
Hugo se volvió y se colocó entre Emily, a quien defendería, y la puerta. Me miró, como sugiriendo que me colocase yo entre ella y la ventana. Sin duda era a Emily a quien debíamos defender.
Los movimientos y susurros prosiguieron. Hubo unos cuantos golpes contra la puerta. Más movimientos de lucha. Luego un ruido brusco, gritos y pasos que se alejaban veloz-mente. ¿Qué había sucedido? No lo sabíamos. Quizá Gerald los había oído y acudido para impedirles que hicieran lo que pensaban hacer. Quizá habían cambiado de idea, simplemente.
Y al día siguiente los niños, acompañados por Gerald, bajaron a casa y lo pasamos muy bien juntos... Soy capaz de decirlo, de escribirlo. No puedo, en cambio, transmitir la normalidad del episodio, la calidad de habitual de haber estado sentados allí, compartiendo la comida, contemplando una cara de niño y diciéndonos: «¡Es increíble... pensar que podrías haber sido tú quien planeaba hundirme un cuchillo en el cuerpo anoche!».
Y así continuaron las cosas.
No nos marchamos. Si alguien nos hubiera preguntado: «¿Quieres decir que las dos os quedáis en peligro, en lugar de abandonar la ciudad hacia el campo, donde todo es seguro o, por lo menos, más seguro, por culpa de ese animal, de esa bestia fea y áspera que tenéis ahí...?, ¿estáis dispuestas a morir de frío o de hambre o asesinadas, simplemente por culpa de esta bestia?», nosotras habríamos respondido: «Desde luego que no, no somos tan absurdas, damos a los seres humanos el lugar que les corresponde, más arriba de los animales, y hay que salvarlos a toda costa. Hay que sacrificar los animales a los humanos, es lo correcto y lo adecuado y lo haremos, como lo ha hecho todo el mundo».
El caso es que ya no se trataba de Hugo.
El problema era ¿adonde iríamos? ¿A qué? No se sabía nada de aquellos lugares, los lugares adonde se había dirigido tanta gente. Silencio y frío... nunca teníamos noticias de ellos, nadie volvía a nuestras calles para informar: «He vuelto del norte, del oeste, y me encontré con Fulano y me dijo que...».
No, lo único que veíamos al mirar hacia arriba eran aquellas nubes bajas amontonadas del invierno que se aproximaban a toda prisa. Nube negra, nube negra y fría. Puesto que nevaba. Caía la nieve, llegaba la nieve hasta los alféizares de nuestras ventanas. Y toda esa gente que se había ido, esas multitudes, ¿qué había sido de ellas? Era como si hubiesen caído desde el borde de un mundo plano... Por la radio, y de vez en cuando por los altavoces de un automóvil oficial, que visto desde nuestras ventanas era como una reliquia de una era muerta, llegaban noticias del este. Unas pocas personas todavía se dedicaban a la agricultura, cultivaban y subsistían. «Allá», «allá lejos»... oíamos mencionar esos puntos y tenían vida para nosotros. Pero donde estábamos también había vida. La antigua ciudad, no obstante estuviera casi vacía, contenía personas, animales, plantas que crecían y crecían, invadiendo las calles, las aceras, las plantas bajas de los edificios, abriendo grietas en el cemento, trepando por las paredes... vida. Cuando llegase la primavera, qué explosión se produciría... cuántos animales se hallarían reproduciéndose, comiendo, prosperando...
En cambio al norte y al oeste, nada. Nada, salvo frío y el silencio. No queríamos partir. Además, ¿con quién partir? Emily, yo y nuestro animal... ¿debíamos partir solas? No partían tribus, no se formaban tribus y cuando mirábamos por nuestras ventanas no había nadie en las aceras. Nos quedamos en medio de la fría oscuridad de aquel invierno interminable. Ah, qué oscuro estaba, qué oscuridad baja y espesa... Todo a nuestro alrededor, las torres altas y negras se elevaban desde la nieve espesa que se amontonaba en sus bases, cada vez más alto. Ni una luz brillaba ahora en esos edificios. Nada. Cuando brillaba el cristal de una ventana durante las largas noches de tinieblas, era el reflejo de la luna cuando aparecía por instantes entre una y otra nube apresurada.
Una tarde, alrededor de una hora antes de oscurecer del todo, Emily, que estaba junto a la ventana mirando, exclamó: «¡Ah, no, no, no!». Me acerqué y vi a Gerald de pie en la nieve blanca y limpia que se amontonaba hasta gran altura debajo de las ramas despojadas. Llevaba su abrigo de bandido, pero estaba abierto, como si a Gerald no le importara el frío intenso. Tenía la cabeza descubierta y deambulaba como si estuviera enteramente solo en la ciudad y nadie pudiese verle. ¿Volvía a visitar los escenarios, tan recientes después de todo, de sus triunfos, cuando había sido el señor de las aceras, el jefe de las tribus en formación, tal vez? Contempló todo a su alrededor, la nieve hermosa y suelta, después el cielo donde las nubes bajas traían la noche desde el oeste, luego los árboles negros con sus toques de blanco. Permaneció varios minutos en cada actitud, enteramente pasivo, mirando fijamente, perdido en sus pensamientos o abstraído. Y Emily lo observaba y sentí cómo crecía en ella una ansiedad febril. Ahora los tres observábamos a Gerald, y desde luego otras personas estaban junto a sus ventanas, observándolo. No llevaba armas. Tenía las manos sin guantes en los bolsillos o, a ratos, colgando a los lados. Tenía una expresión indiferente, se había desarmado y no le importaba.
Entonces un pequeño objeto arrojadizo pasó velozmente por su lado, como un pájaro en vuelo. Gerald dirigió una mirada rápida e indiferente al edificio, pero no se movió. Siguió un pequeño chaparrón de piedras. Desde las ventanas, más arriba de las nuestras, le dirigían hondazos, tal vez peor que hondazos. Una piedra le dio en el hombro. Podría haberle herido en la cara y aun en el ojo. Entonces se volvió deliberadamente y miró hacia el edificio, y vimos que se ofrecía como blanco. Con las manos flácidas colgando a los costados, siguió allí de pie, impasible, sin sonreír, pero a la vez sin preocuparse o alarmarse, esperando, con los ojos fijos en algo o en alguien de las ventanas, probablemente un piso más arriba del nuestro.
—¡No, No! —dijo otra vez Emily, y en un instante se envolvió los hombros con un chal, como una campesina, y salió del apartamento. La vi correr por la calle. La respiración de Hugo se oía en leves quejidos de ansiedad y su nariz cubría de vapor el cristal de la ventana. Le apoyé una mano en el cuello y se serenó un poco. Emily había tomado de un brazo a Gerald y le hablaba, tratando de persuadirle de que se alejase de la acera y viniese a casa con nosotros. Hubo una andanada de piedras, trozos de metal, entrañas, desperdicios. Apareció sangre en una sien de Gerald y una piedra golpeó a Emily en el abdomen y la hizo tambalear. Gerald, llevado a la acción por el peligro de Emily, la protegió con un brazo y ya la llevaba hacia nuestro edificio. Arriba oía a los niños gritando y cantando la copla de antes: «Soy el rey del castillo...». El golpear de pies y los cantos prosiguieron sobre nuestras cabezas, mientras Gerald y Emily entraban en el cuarto donde les esperábamos Hugo y yo. Gerald estaba muy pálido y tenía un profundo corte en la frente, que Emily curó con gran solicitud. Luego él le pidió que comprobara si la pedrada que había recibido le había hecho mucho daño. No había nada, salvo una magulladura. Estaba abatido, deprimido.
—No son más que niños, chicos —volvió a decir mirándonos a Emily y luego a mí y a Hugo—. No son más que niños. —Su rostro reflejaba total incredulidad y dolor. No se que había en Gerald que no podía soportar, ni aun ahora, lo que habían llegado a ser esos niños. Sé, por otra parte, que era algo profundo en él, esencial, y que para él abandonarlos significaba renunciar, o por lo menos así lo sentía, a lo mejor de sí mismo.
—¿Sabes una cosa, Emily? El chico menor, Denis, no tiene más que cuatro años, sí, solamente cuatro. ¿Lo conoces, sabes a cuál me refiero? Estuvo aquí conmigo hace pocos días, el pequeñito, el de la cara de pícaro.
—Sí, lo recuerdo, pero Gerald, tienes que aceptar...
—Cuatro —insistió—. Cuatro años. Nada más. Lo deduje por algo que dijo. Nació el año que pasó por esta zona el primer grupo de gente. Y a pesar de su edad va con los otros y es tan malo como los demás. ¿Sabías que tomó parte en ese trabajo, el de anoche?
—¿Un asesinato? —pregunté, pero Emily no dijo nada y siguió frotándose las manos ateridas.
—Sí, aunque... bien, supongo que fue un asesinato. Allí estaba el hombre. Cuando volví esa noche perdí los estribos, me sentí enfermo. Les dije... y entonces uno de ellos dijo que fue Denis, que fue el primero en atacar con lo que tenía... una piedra, creo. Fue el primero, y luego, los otros. Cuatro años... y cuando volví al apartamento, el muerto estaba allí y todos lo rodeaban y estaban... y también estaba allí Denis, Denis en persona, tomando parte en todo... no tienen la culpa, ¿cómo pueden tener la culpa? ¿Cómo se puede culpar a un niño de cuatro años?
—Nadie los culpa —dijo Emily con suavidad. Tenía los ojos brillantes, el rostro pálido, y estaba sentada junto a Gerald, como protegiéndolo, como si lo hubiera salvado y no estuviese dispuesta a dejarlo nunca más.
—No, pero, por otra parte, si nadie los salva, es lo mismo que culparlos, ¿no? ¿No es así? —repitió dirigiéndose a mí.
Nos quedamos en vela toda aquella noche, esperando. Sin duda esperábamos un ataque, una visita, una embajada, algo. Arriba, en el gran edificio vacío, no se oía ni un sonido. Y todo aquel día siguiente nevó y estuvo nublado y frío. Permanecíamos sentados, esperando, y no sucedió nada.
Sabía que Emily esperaba que Gerald visitara la parte superior del edificio para averiguar qué ocurría allí. Tenía la intención de disuadirlo, pero Gerald no subió, y lo único que dijo al cabo de unos días fue:
—Probablemente se han mudado a otro lugar.
—¿Y los animales? —preguntó Emily con énfasis, pensando en los pobres animales allí arriba.
Gerald levantó la cabeza, la miró y se echó a reír de aquel modo que indicaba que alguien ha llegado mentalmente a una decisión. Una decisión que está sembrada de ironía o de con-flicto:
—Si subo, pues... puede que vuelvan a atraerme y... es inútil. En cuanto a los animales, tienen que correr sus riesgos, como todo el mundo... todavía hay alguna gente allí.
Y así nos quedamos, llevando una existencia callada.
Todo llegó a su fin, aunque no puedo afirmar que fuera cuando Gerald se unió a nosotros. Habíamos estado esperando que terminase el invierno y sabíamos que faltaba mucho, pero no tanto como indicaban nuestros sentidos exhaustos. Un período interminable, pero nunca más largo que un invierno. Luego, una mañana, un largo rayo amarillento se reflejó en la pared y allí, dotado de nueva vida, estaba el diseño oculto. Tuve el sentimiento de que eso era lo que habíamos estado aguardando, ya que era tan intenso que no pude por menos de llamar a los otros, que aún dormían.
—¡Emily! Gerald y Emily, venid pronto. Hugo, ¿dónde estás?
Del cuarto de ella apareció la bestia obstinada, Hugo, seguido por Gerald y Emily envueltos en sus pieles, bostezando, desaliñados, pero no sorprendidos, sino con aspecto interrogante. Hugo no estaba sorprendido, lejos de ello. Permaneció alerta y lleno de vida junto a la pared, contemplándola como si por fin lo que quería y necesitaba y sabía que habría de suceder estuviese allí, y él estuviera preparado para ello.
Emily tomó a Gerald de la mano y, con Hugo, atravesaron los tres la barrera del bosque, hacia... me resulta difícil describir con exactitud qué sucedió en realidad. Estábamos en ese lugar que podría presentarnos cualquier cosa... cuartos amueblados de este o aquel otro modo, que abarcaban los gustos y costumbres de millares de años. Paredes rotas que caían y volvían a levantarse. Una casa con un techo como una selva, lleno de hierbas y nidos de pájaros. Cuartos destrozados, sucios, saqueados. Un parque cubierto de césped verde debajo de nubes tormentosas y amenazadoras y, sobre el césped, un gigantesco huevo negro, de hierro carcomido, pero al mismo tiempo pulido y reluciente, alrededor del cual, reflejados en la brillante superficie negra, se habían reunido Emily, Hugo, Gerald, el padre de ella, oficial del ejército, la madre, esa mujer grande y valerosa, y el pequeño Denis, el criminal de cuatro años, aferrado a la mano de Gerald, aferrándola y mirándole a la cara con una sonrisa... Allí estaban todos, contemplando el huevo de hierro, hasta que este, quebrado por la fuerza de su presencia, se abrió y en su interior surgió... una escena, tal vez, de personas en un cuarto silencioso, inclinándose para colocar fragmentos de material de colores sobre una alfombra que no tuvo vida hasta ese momento, cuando le confirieron vitalidad esos trozos que respondían exactamente al diseño. Aunque no, no vi eso, o bien si lo vi con claridad... ese mundo, al presentarse en mil visiones fugaces, facetas de otra imagen, efímero todo él, se dobló sobre sí mismo en el momento en que entramos en él para luego dividirse, encogerse y desaparecer... todo, árboles y arroyos, pastos y cuartos y personas. Pero la única persona que yo había buscado todo el tiempo estaba allí, sí... allí estaba ella.
La verdad es que no puedo decir claramente cómo era. Era bella. Esta palabra es adecuada. La vi tan solo un instante, durante un período igual al de la chispa que se apaga en la oscuridad, una visión apenas percibida. Me miró solo una vez y lo único que puedo decir es... nada.
A su lado entonces, cuando se volvió para alejarse y abrir la marcha, mientras el mundo se doblaba sobre sí mismo a su alrededor, iba Emily, y junto a Emily, Hugo, y siguiéndolos, Gerald. Emily, sí, pero más allá de sí misma, en una transmutación y en otra dimensión, y la bestia amarilla, Hugo, se adaptaba ahora a su nueva personalidad. Un animal espléndido, hermoso, todo dignidad generosa y dominio, marchando a su lado, mientras ella le apoyaba una mano en el pescuezo. Ambos marcharon rápidamente detrás de ella, la que los guiaba y les mostraba el camino, fuera de ese pequeño mundo hundido, hacia otro enteramente distinto. Ambos, por un instante, volvieron la cara hacia atrás, al pisar el umbral de ese mundo. Sonrieron... y al ver esos rostros Gerald se sintió atraído, aunque seguía sacudido por un terrible conflicto, y miró a su alrededor y a sus espaldas, mientras los fragmentos brillantes giraban a su alrededor. Por fin, en el último instante, llegaron, llegaron sus niños corriendo, cogiéndose las manos y las ropas, y todos sucesivamente fueron pasando mientras se disolvían las últimas paredes.
Fin
Título original: The memoirs of a survivor
Doris Lessing, 1974
Traducción: Mireia Bofill
Editorial: DEBOLSILLO
ISBN: 9788483468364