LAS ARMERIAS DE ISHER (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
febrero 20, 2017
Presentación
Jamás nadie superó a van Vogt en su habilidad para manejar a los superhombres en vertiginosas intrigas cósmicas, por entre un dédalo de formas y contraformas paratemporales, en una siembra de trampas y espejos deformantes extradimensionales.
Porque es en este juego de ajedrez de suma intriga, en este juego de espejos, donde se refleja lo insólito y sobre todo por este poder sugeridor de la infinita grandeza cósmica, donde van Vogt se coloca en primera fila de los que se han dedicado por entero a escribir sobre Ciencia Ficción.
En esta poderosa y brillante novela, A. E. van Vogt introduce caracteres tan asombrosos como: Cayle Clark, que nunca perdía en los juegos de cartas, Robert Hedrock, que conocía los secretos de todos, Peter Cadron que vendía superarmas ilegales en público, y a Innelda Isher que nunca había aceptado un no como respuesta.
Las armerías de Isher es verdaderamente un clásico de la ciencia ficción, pleno de superciencia, con un concepto sorprendente del futuro, y una trama de gran suspenso.
«Absolutamente absorbente… una novela maravillosa y excitante». — Galaxy
Prólogo
1
Un caso de hipnosis colectiva
11 de junio de 1963 - La policía y la prensa de Middle City esperan la llegada inminente de un maestro de ilusionismo al que pretenden hacer objeto de una entusiasta acogida si consiente en revelarles cómo ha podido hacer surgir ante los ojos de toda la población la imagen convincente de una verdadera tienda de armas.
El edificio se materializó en el perímetro formado por el restaurante «Casa Tía Sally» y la tienda de M. Paterson, sastre. Ni los empleados del restaurante, ni los de la sastrería se dieron cuenta de lo que era aquello. Un inmenso letrero brillante debajo de la construcción, milagrosamente salida de la nada, indicaba además que no se trataba más que de una sensacional fantasmagoría:
ARMAS DE CALIDAD
ESTAR ARMADO ES SER LIBRE
Fusiles y revólveres de insólitas siluetas estaban expuestos en el escaparate donde se leía también esta frase con letras luminosas:
LOS MEJORES INGENIOS ENERGÉTICOS QUE CONOCE EL UNIVERSO
El inspector Clayton, del Departamento de Investigaciones, quiso entrar; en apariencia la puerta estaba cerrada con llave. Poco después, Chris McAllister, del Bulletin, empujó a su vez la puerta que, esta vez cedió. El policía quiso seguir al periodista, pero su intento resultó vano. Diversos testigos afirman haber visto a McAllister. Desde su desaparición, la misteriosa tienda se desvaneció tan repentinamente como apareciera.
La policía se pregunta: ¿Cómo el mago pudo mantener tanto tiempo un fantasma con esa precisión, capaz de hacer caer en el engaño a una gran cantidad de gente? La policía se declara dispuesta a recomendar sin reserva este número de magia.
Nota del autor: El relato anterior omite un detalle: la policía, deseosa de resolver o aclarar el asunto, quiso establecer contacto con McAllister; no pudo poner la mano encima del individuo. Han pasado semanas; el periodista sigue siendo un enigma inencontrable.
¿Qué ha sido de McAllister después de que entrase en la armería?
Aquella puerta siempre tuvo algo extraño. Le bastó empujarla para que se le abriese. Parecía imponderable. Eso era lo que más asombraba.
La estupefacción le dejó paralizado. Algunos instantes antes, cuando Clayton la sacudiera, la puerta parecía firme. Tenía allí como una especie de obscuro anuncio…
—De todas maneras, he cumplido con mi misión, McAllister —exclamó el policía.
En el interior de la tienda estaba obscuro y McAllister no lograba perforar las tinieblas que reinaban en la otra parte del umbral. Su instinto profesional fue más fuerte: dio un paso hacia la noche absoluta. Por el rabillo del ojo distinguió la mano del inspector avanzando hasta el pomo que había abandonado él mismo instantes antes. Un periodista no entraría solo en la tienda, de eso estaba seguro, si estaba en manos de Clayton oponerse. Sin perder de vista al agente, se hundía más en la obscuridad de la armería cuando una cosa imprevisible se produjo: el pomo de la puerta esquivó la mano del inspector.
Se deformó de manera extraña, se encogió como si estuviese hecho no de materia, sino de energía. Y la puerta golpeó el talón de McAllister en un contacto casi inmaterial. Antes de que pudiese reflexionar o reaccionar, el periodista del Bulletin, impulsado por su propio movimiento, había entrado. Aspiró en la noche y tuvo la súbita impresión de que sus nervios se desencadenaban. La puerta tornó a cerrarse. El malestar se disipó. Delante de él se extendía la decoración brillantemente iluminada de la tienda. ¡Detrás… lo increíble!
Con el cerebro bien abierto para captar las cosas, permaneció inmóvil, el cuerpo algo contraído. Si no tenía más que una idea de las más vagas de lo que le rodeaba, poseía en contraposición una consciencia aguda del breve instante en que se produjo la ruptura: En una fracción de segundo, en el momento en que había franqueado el umbral, se vio como aislado, cortado del mundo exterior.
Nada de tinieblas impenetrables, nada del inspector Clayton. Nada de nieblas atormentadoras y vertiginosas. Nada de fachadas deslavazadas bordeando la calle. De hecho, ya no había calle, sino un parque en cuyas tranquilas frondas se percibía un movimiento provocado por la masa de una brisa inmensa que llenaba las calles de una villa también inmensa e inundada por el Sol.
—¿Quiere usted un arma?
Fue una mujer la que efectuó la pregunta con una voz cálida y melodiosa.
McAllister giró automáticamente y la villa se deshizo como si todo el asunto no fuese más que un sueño.
Una joven avanzó hacia él. Tenía un cuerpo esbelto de una plástica seductora, y una sonrisa atractiva iluminaba sus rasgos. Tenía los ojos castaños. Los cabellos reflejaban también luces pardas. Llevaba un pantalón corsario, sencillo, iba calzada con sandalias y su porte era aparentemente tan normal que McAllister no se detuvo más examinándola. Era preciso que recuperase su sangre fría. Que dijese cualquier cosa.
—¿Por qué el policía que me pisaba los talones no pudo entrar? —Logró decir—. ¿Dónde está?
En la sonrisa de la joven hubo una especie de matiz de excusa.
—Mucha gente encuentra ridículo que insistamos en perpetuar esta vieja querella. Y reconocemos —añadió ella con aire grave—, la habilidad con que la propaganda insiste en la simplicidad de nuestra actitud. Esto no hace nada: pero no dejaremos jamás que uno sólo de sus hombres penetre en nuestra casa. Continuamos intransigentes y aferrados a nuestros principios.
Calló como si estuviera segura de que su interlocutor le había comprendido. Pero un fulgor de asombro apareció lentamente en el fondo de sus pupilas. El rostro de McAllister debía reflejar con toda seguridad la incomprensión total que anidaba en su espíritu.
¡Sus hombres! Del modo en que había pronunciado estas palabras, era evidente que se refería a unos personajes determinados. Y a juzgar por el párrafo dicho, era a los agentes de policía a quienes aludía. Agentes de policía a los cuales la entrada a la armería estaba prohibida. La puerta se negaba a dejarles penetrar.
Tuvo la impresión de que un abismo, un abismo sin fondo, se abría en alguna parte de su cabeza. En todo esto había algo contra lo que se rebelaba la razón.
La joven siguió hablando con sequedad:
—Usted finge no saber que desde varias generaciones el gremio de armeros constituye la única defensa de que disponen los simples ciudadanos contra la esclavitud, ¿verdad? El derecho de armarse.
Se interrumpió y sus ojos escrutadores se clavaron en los de McAllister.
—Empiezo a creer que es usted un cliente singular. Ese absurdo vestido, no será usted un campesino del norte, ¿verdad?
El periodista negó con la cabeza. La situación cada vez era más incómoda, pero no podía hacer nada. La opresión que gravitaba sobre él era más intensa y más intolerable a medida que pasaban los segundos. Se hubiera dicho que un resorte vital se ponía tenso en él… y que alcanzaba el punto de ruptura.
—Pero, pienso… ¿Cómo es posible que ese policía no haya advertido el sistema de alarma cuando quiso entrar?
Ella hizo un gesto y un objeto metálico brilló bruscamente de su puño reluciendo como de acero pulido en el que se reflejara el Sol.
—Quédese donde está, voy a avisar a mi padre —exclamó ella con un tono que esta vez no tenía ni un rastro de excusa—. Tenemos demasiadas responsabilidades en nuestra profesión para correr riesgos. Y hay en verdad algo anormal en usted.
Curioso… fue en este momento cuando el espíritu de McAllister se puso a funcionar correctamente y sus pensamientos se sumaron a los de la joven. ¿Cómo había aparecido esta tienda en medio de aquella calle tan familiar? ¿Cómo había entrado él en este mundo fantástico? ¡Oh, sí! ¡Había algo anormal!
Dirigió su atención hacia el arma con que le apuntaban. Parecía un revólver. Pero un revólver en miniatura cuya culata, ligeramente abombada, estaba erizada por una serie de cubos pequeños alineados en semicírculo. Aquel aparato singular tenía un aire tan verdadero que causaba temor.
—¡Dios del cielo! ¿Qué es… qué es esa pistola? ¿Quiere hacer el favor de bajarla un poco? Tratemos de aclarar las cosas.
Sin escucharle, ella contempló atenta el muro al que McAllister daba la espalda. Él siguió la dirección de la mirada. Siete puntos luminosos palpitaron en la pared. ¡En verdad extrañas lámparas! Las minúsculas esferas latían de manera curiosa y esto con una especie de fascinación que le hizo seguir el juego complicado de luces y de sombras bailarinas. Era como un ballet fluctuante, increíblemente delicado, de infinitesimales pulsaciones.
Después aquel hechizo impalpable cesó. El periodista se volvió hacia la joven. El arma con que ella le amenazaba había desaparecido. Debió expresar sorpresa porque la muchacha declaró con frialdad:
—Los autómatas le vigilan. Si nos equivocamos con respecto a usted, le presentaremos nuestras más sinceras excusas. Entretanto, si quiere aún comprar alguno de nuestros artículos, estoy dispuesta a hacerle una demostración.
Estas palabras no comportaron a McAllister ninguna tranquilidad. Fuera lo que fuesen aquellos autómatas, resultaba poco verosímil que contribuyeran a mejorar su posición. El hecho de que la vendedora hubiese considerado inútil continuar aleccionándole decía mucho sobre la confianza que experimentaba en la eficacia de estas misteriosas defensas. Tenía el periodista el máximo interés en no eternizarse en aquel lugar.
Pero McAllister advirtió que, por encima de todo, deseaba algo: Examinar de cerca aquellas armas cuyo aspecto se prestaba a las más fantásticas suposiciones. Cuando se entra en una armería, es porque uno se interesa por las armas. La vendedora no se asombró.
—Esta misma. Enséñemela —un nuevo pensamiento le cruzó la mente—: No dudo de que vuestro padre está actualmente en situación de estudiarme.
Ella le miró asombrada.
—¿Es que no se da usted cuenta de que su llegada ha sido un trastorno? Los fuegos de los autómatas debieron apagarse en el instante en que mi padre maniobró los mandos. Lo que ha hecho desde que le di la alarma. Sin embargo, no se han apagado. Esto es absurdo —frunció las cejas—. Por tanto, si usted está aquí, ¿cómo pudo franquear la puerta? ¿Será posible que sus científicos hayan descubierto a humanos a los que no afecte la energía sensible? ¿Que sea usted un invulnerable encargado de tantear el terreno, de verificar si se puede franquear la barrera? ¡No! ¡Es usted demasiado ilógico! Si lo hubiesen logrado, no sería más que la sombra de una esperanza de tener el éxito, no se habrían arriesgado a perder la ventaja de la sorpresa. Usted no sería más que la cuña que se clava en el árbol, el signo anunciador de un asalto de gran envergadura. Esto es implacable y su única ambición, la de ella, es la de servirse de los desgraciados cretinos de vuestra clase que no sueñan más que en adorarla, a ella y a los esplendores de su corte.
La joven le lanzó una leve sonrisa.
—Heme aquí empezando a pronunciar un discurso político. En cualquier caso, comprenda usted que tenemos motivos serios para no fiarnos de su persona.
En un rincón había una silla. McAllister se dirigió hacia ella. Se sentía más tranquilo.
—No sé de qué me habla. Tampoco sé por qué me encuentro aquí. Todo esto exige una explicación, en ese punto estamos los dos de acuerdo. Pero parece ser que la palabra «explicación» tiene distinto sentido para ambos.
La voz se le quebró e interrumpió el movimiento que hacía para sentarse. Su cuerpo se enderezó con lentitud. Se podría decir ahora que era viejo, un hombre muy viejo.
—¿Qué es esto? —balbuceó—. ¿Un calendario?
La joven siguió la dirección de su mirada.
—Claro. Estamos a 3 de junio. No veo nada en eso que parezca anormal para usted.
—No es eso. Quiero decir… —Con un esfuerzo se dominó—. La… las cifras de debajo. ¿En qué… en qué año estamos?
Ella entrecerró los ojos Abrió la boca. La cerró.
—No me tome el pelo —exclamó finalmente—. La fecha está bien: Nos encontramos en el año 4784 de la Casa Imperial de Isher. No veo que tenga nada de extraordinario.
2
McAllister se preguntó qué es lo que le quedaba por poner a prueba. Los acontecimientos comenzaban a organizarse: esta fachada aparecida repentinamente en sobreimpresión sobre una calle de 1963, el insólito comportamiento de la puerta, la frase curiosa: «Estar armado es ser libre», las armas de la estantería… «Los mejores ingenios energéticos que conoce el Universo»…
Un hombre apareció en el encuadre de la puerta de la trastienda… de elevada estatura, cabellos nevados… y se enzarzó en una conversación animada con la joven. Mientras, McAllister meditaba. El diálogo prosiguió en voz baja y el periodista no captó más que un canturreo confuso, extraño, inquietante.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó de pronto la vendedora.
Él dio su nombre.
La joven dudó. Después:
—Señor McAllister, mi padre quiere saber de qué año viene.
El hombre de los cabellos blancos avanzó hacia él.
—Me temo que no sea necesario dejar las explicaciones para más tarde —anunció con gravedad—. El tiempo apremia. Lo que nos temíamos, desde hace muchos siglos, se ha realizado: la venida de un tirano que, para satisfacer la sed de poder que le domina, procurará necesariamente nuestra destrucción. Su presencia es la prueba de que dispone contra nosotros de un arma nueva… tan nueva que no nos hemos siquiera percibido de que nos amenazaba. Es verdad. No hay ni un segundo que perder. Lystra, reúne todas las informaciones posibles y adviértelo del peligro que corre personalmente —el hombre giró en redondo y la puerta se cerró sin ruido a su espalda.
—¿Un peligro? ¿Qué peligro?
Notó cómo los ojos del joven se desorbitaban.
—Resulta difícil de explicar —comenzó intranquila—. Acérquese a la ventana. Voy a tratar de hacerle comprender. Me imagino que debe sentirse del todo desconcertado.
McAllister emitió un profundo suspiro.
—Tengo la impresión de que ahora estamos en el buen camino.
Se había disipado su inquietud. El hombre de los cabellos de plata tenía aspecto de saber adónde iba. Entonces regresar no debería constituir ninguna dificultad. En cuanto al enfado de los armeros, eso no le importaba. La joven hizo un movimiento de retroceso cuando él se acercó. Parecía como si le tuviera miedo. La joven respondió también con una risa desprovista de alegría a su muda pregunta.
—No me tome por una loca. Y perdóneme. Pero, se lo suplico, procure no entrar jamás en contacto con un cuerpo humano.
McAllister se quedó como petrificado. Pero el temor que leyó en el rostro de su interlocutora le irritó.
—Quiero poner las cosas en claro. ¿Podríamos charlar sin peligro si no la toco a usted, si no me acerco a su persona? ¿Es eso?
Ella asintió.
—El suelo, las paredes, los muebles, toda la tienda, en una palabra, están hechos en materiales no conductores.
McAllister tenía la impresión de caminar solo en la cuerda floja teniendo debajo un abismo insondable. Con un esfuerzo se calmó.
—Empecemos por el principio. ¿Cómo se han dado cuenta, su padre y usted, de que pertenezco a otra época distinta a la suya?
Hizo mal en pronunciar esta frase incongruente.
—Al fotografiarle; pudo mi padre fotografiar el contenido de sus bolsillos. Nuestros dinamismos sensoriales se han quedado impregnados por la energía de la que está usted cargado. Por eso los autómatas no han funcionado y…
—¿La energía con la que estoy cargado? ¿Qué energía?
—¿Es que no lo comprende? ¡Ha efectuado usted un salto de 7.000 años! De todas las energías del Universo la temporal es la más poderosa. Millares de trillones de crononos le impregnan. Si pone el pie fuera de la tienda, hará saltar la Ciudad Imperial y cien kilómetros de territorio a la redonda. También corre el riesgo de destruir la Tierra —añadió ella con una voz descolorida, indicando que no podía controlarse.
3
No se había fijado en el espejo. También resultaba curioso. Era un espejo de gran talla: por lo menos de dos metros y medio de altura y estaba situado precisamente ante él. Sin embargo, habría jurado que un minuto antes sólo tenía ante la vista la superficie compacta de una pared.
—Mírese —murmuró ella con una voz suave—. No necesita nada para recuperar su equilibrio. Su cuerpo reacciona perfectamente al choque mental.
Miró su imagen. Tenía el rostro pálido pero nada en su apariencia evocaba el torbellino que agitaba su cerebro. Ni un temblor. Ni un escalofrío. De repente se sintió mejor.
—Gracias —dijo con voz serena—. Me hacía falta.
Ella le obsequió con una sonrisa para darle ánimos mientras que su dedo se acercaba a una fila de botones.
Resultaba verdaderamente un personaje contradictorio; hace escasos minutos se mostró incapaz de pronunciar explicaciones, de indicarle de qué naturaleza era el misterioso peligro que le amenazaba. Pero la ojeada al espejo demostraba de manera manifiesta un conocimiento sutil de la psicología.
—Si comprendo bien, su problema se compone de una parte de substraerse a esa mujer de Isher, por otra parte de reexpedirme a 1963… antes de que haga explotar la Tierra del año no sé cuántos, ¿verdad?
—Exactamente. Papá afirma que es posible volverle a enviar al pasado. En cuanto al resto… ¡Escuche, fíjese!
No le dio tiempo de saborear la satisfacción de que podría regresar a su tiempo de origen. Acababa de apretar un botón y el espejo volvió a introducirse en el muro. Un mando chasqueó. Y la pared se desvaneció. A los ojos de McAllister se extendía ahora un parque parecido al que apercibió en el momento de entrar en la tienda y que en apariencia debía ser su prolongación. Se veían árboles. Flores y hierba. Un prado verde bañado por el Sol.
La perspectiva quedaba obstruida por un enorme edificio recortándose masivo contra el cielo. Se encontraba a cosa de un kilómetro de él y, por increíble que éste pareciese, debería medir cuatrocientos metros de altura y otro tanto de longitud. No había ningún rastro de ser humano, ni siquiera en los alrededores de la monstruosa construcción, ni en el parque. El paisaje estaba fijo en una inmovilidad absoluta. Los mismos árboles no agitaban sus ramas…
—Fíjese —repitió la joven con más dulzura.
Esta vez no hubo ningún chasquido. Ajustó simplemente un mando y la decoración perdió su transparencia. El suelo era siempre luminoso, sin embargo. Nada, ni siquiera un cristal se interponía entre los ojos del periodista y el jardín luminoso como una joya. Pero éste no estaba desierto; bullía de momento con hombres y máquinas. El primer instante de estupor pasó, la significación del tablero penetró hasta el cerebro de McAllister.
—¡Pero… son soldados! —murmuró aterrado—. Y esas máquinas son…
—Cañones radiantes. Jamás habían logrado hasta ahora traer su artillería lo bastante cerca de nuestras tiendas para destruirlas. Fíjese bien que sus cañones son eficacísimos, incluso a larga distancia. Nuestros propios fusiles son mortales en un radio de varios kilómetros. Únicamente nuestras tiendas se encuentran fortificadas. Tan poderosamente que si nos quieren aniquilar necesitarán utilizar sus mayores cañones y tirar a bocajarro. Aun así se quebrantarían los dientes contra este obstáculo. El parque que nos rodea nos pertenece. Y nuestro sistema de alerta era perfecto… hasta hoy. Porque, ahora, utilizan una forma de energía inédita que escapa a nuestros detectores. Lo más grave es que constituye una especie de bucle del que no podemos desenredarnos. Con certeza, el principio de invisibilidad es conocido desde hace mucho tiempo. Pero si usted no hubiese llegado, nos habrían aniquilado antes de que nos hubiéramos dado cuenta de algo.
—¿Pero qué van a hacer ustedes? ¡Les sitiarán! ¡Se preparan para…!
En los ojos de la joven brilló de pronto un resplandor salvaje.
—Mi padre ha dado la alerta al gremio. Todos nuestros afiliados han comprobado que los cañones están igualmente enfilados sobre sus tiendas, que se encuentran cercados. El Consejo se va a reunir en sesión continua para examinar la situación.
Los soldados se afanaban alrededor de los cables que creían invisibles y que convergían hacia el edificio cuyo tamaño había sobresaltado a McAllister. Su diámetro daba que pensar en una verdadera catarata de energía que no tardaría en llover sobre la tienda de armas.
El periodista no hizo ningún comentario. Ante lo que se preparaba, ¿qué hubieran podido las palabras y las frases? Se sentía profundamente inútil. Su opinión no tendría el menor valor.
—No, se equivoca —dijo de pronto la voz del padre de la joven; McAllister se preguntó si habría hablado en voz alta sin saberlo—. Usted es el ser más precioso de todos. Gracias a usted hemos descubierto que Isher nos atacaba. Y nuestros enemigos ignoran su existencia: todavía no conocen todas las posibilidades de la nueva energía que manipulan. Usted representa el factor desconocido. Por tanto, necesitamos inmediatamente sacar partido de usted.
El hombre parecía haber envejecido bruscamente. La inquietud había trazado sus líneas duras en su rostro demacrado y oliváceo.
—Número siete, Lystra.
Mientras la joven oprimía el séptimo botón, el comerciante de armas reanudó su explicación a McAllister.
—El Consejo Supremo del Gremio se reunió en sesión especial. Necesitamos determinar el mejor método para resolver el problema y concentrar sobre él todos nuestros esfuerzos individuales y colectivos. Las conversaciones a escala regional se han iniciado y ya están en curso, pero hasta el presente todo se ha reducido a una sola cuestión en… ¡Ah! ¡Buenos días, señores!
McAllister se volvió con un vivo movimiento. Unos hombres estaban en trance de salir del muro con tanta comodidad como si franqueasen la más trivial de las puertas. Pasó uno, dos, tres… treinta.
Todos tenían algo lúgubre, a excepción de uno solo que, después de lanzar una ojeada a McAllister, se paró delante con una sonrisa divertida.
—¡No tenga ese aire tan estupefacto! ¿Cómo hubiéramos podido lograr sobrevivir a través de tantos años, según usted, si no dispusiéramos de un medio de teleportación? A propósito, me llamo Cadron… Peter Cadron.
McAllister acogió la declaración con una inclinación descuidada de cabeza. En el fondo, el asombro que había provocado en él el espectáculo de la técnica insólita de aquel siglo le calaba de manera superficial. No era más que el final lógico de la era maquinista. La ciencia y el espíritu de invención habían alcanzado tales cumbres que el hombre virtualmente no podía hacer un gesto sin depender de una máquina o que no se reflejase en otra máquina.
Uno de los recién llegados tomó la palabra:
—Hemos elegido reunirnos aquí porque es el edificio que se encuentra frente al que abriga la fuente de energía del adversario.
Señaló con el dedo el muro que, una vez más, se había convertido en espejo antes de hacerse ventana.
—Puesto que su construcción ha comenzado hace cinco años, sabemos que se trata de una planta generadora, de un arma dirigida contra nosotros. Hoy el arma ha lanzado un torrente de energía sobre el Universo, una energía tan poderosa que fracturó las líneas de tensión del tiempo. Por suerte, el efecto quedó localizado en los bordes inmediatos de esta tienda. Por consiguiente parece que hay cierta debilidad puesto que se ha producido un transporte y por tanto una disminución energética.
Un hombrecillo pequeño interrumpió sin ceremonias al orador:
—Ahórranos el preámbulo, por favor, Dresley. Estas disgresiones no conducen a ninguna parte. Has estudiado diversos planes propuestos por los grupos regionales. ¿Hay alguno realizable, sí o no?
Dresley se le acercó y McAllister observo no sin asombro que le miraba fijamente con aire meditativo. Sus rasgos parecieron ablandarse durante un momento. Luego recuperaron su dureza.
—Sí. Existe un método. Pero exige forzar a nuestro amigo del pasado a correr un riesgo enorme. Sabéis además de lo que os quiero hablar. Eso nos permitirá ganar tiempo. Y, más que nada, es tiempo lo que necesitamos.
—¿Qué? —exclamó McAllister levantándose.
Todas las miradas convergían en él.
4
¡Aquello era raro! ¡Sólo tenía un deseo… poderse contemplar en el espejo para convencerse de que tenía buen aspecto! Miró al círculo que le rodeaba. Los miembros del gremio formaban un grupo confuso. Unos estaban sentados, otros en pie; unos cuantos se apoyaban en la vitrina donde las armas relucían reflejando todas las luces. Parecían más luminosas que antes; una, dos… veintiocho personas, comprendiendo a Lystra. Por tanto, McAllister, que los había contado, hubiera jurado que eran treinta y dos un instante antes. Volvió la cabeza: La puerta de la tienda-armería se cerraba. Cuatro hombres habían desaparecido por allí.
Intrigado, se rascó la barbilla, después su atención volvió a los que le rodeaban. Escrutó los rostros vueltos hacia él.
—No comprendo —murmuro—. En comparación con ustedes, estoy tan falto de energía como una flor muerta. Párenme si me equivoco, pero supongamos que ustedes tienen intención de hacerme bascular en el tobogán del tiempo, supongamos que uno de ustedes me roza, así, simplemente, esa energía liberada causaría una deflagración fantástica y…
—¡Ha encontrado usted el motivo! —aprobó uno de los jóvenes—. ¡Dresley, has cometido una tontería muy grande! ¡Como psicólogo, has fracasado! Sabes tan bien como nosotros que McAllister, si quiere salvar la vida, quedará obligado a hacer exactamente lo que nosotros queremos que haga. ¡Y bien de prisa!
—¡Déjame en paz! —Gruñó el interpelado—. La verdad es que no teníamos tiempo para perdernos en explicaciones y creí que sería fácil engañarle. Pero me rindo a la evidencia: tenemos ante nosotros una inteligencia poco común.
McAllister contrajo los ojos.
—No me gusta que me den jabón —dijo con tono seco—. No se trata de saber si soy inteligente o no. La verdad es que ustedes están en el último extremo. Que son capaces de matar a su padre y a su madre, dispuestos a emplear cualquier medio para obligarme a marchar. Todo eso porque se encuentran apurados. Ahora, me gustaría conocer el plan que han preparado y en el que querrían ustedes que participara.
Fue el joven quien respondió:
—Vamos a darle una combinación estanca y a reexpedirle a su origen.
—Hasta ahora el programa me satisface. ¿Pero dónde está la trampa?
—No hay trampa.
—¿Me toman ustedes por tonto? Si fuese así de sencillo, ¿cómo esperan ustedes que eso les pueda ayudar en su combate?
El joven lanzó una mirada de reojo a Dresley.
—¿No te lo decía? Le has inquietado. Ahora, desconfía de nosotros. ¡Vaya idea de hablar de compulsión! —se volvió a McAllister—. Lo que nosotros pensamos es, si usted quiere, utilizar una palanca de primer género. Un peso que se desplace a lo largo de una especie de palanca energética y que permita al brazo más corto levantar una masa considerable. Usted tiene que partir hacia cinco mil años en el pasado. Por tanto, el generador al que estuvo usted conectado y de donde provienen todos nuestros apuros se hundirá en el porvenir. Por lo menos unos meses tan solo.
—Eso nos dará tiempo para poner a punto al contraataque —interrumpió uno de los asistentes—. Hay una solución con toda seguridad. Si no, nuestros adversarios no habrían tomado tantas precauciones para asegurar su secreto. Y bien, ¿qué piensa usted?
Lentamente, McAllister se levantó. Su cerebro funcionaba a toda velocidad pero un siniestro presentimiento le advertía:
Carecía de conocimientos técnicos necesarios para protegerse a sí mismo.
—Si no me he perdido en sus explicaciones, esto es poco más o menos como una bomba de mano. El viejo principio: deme una palanca, un punto de apoyo y moveré el mundo.
—¡Eso mismo! —aprobó Dresley—. Algo diferente puesto que nuestra palanca actúa en el tiempo y no en el espacio. Usted resbalará cinco mil años, el edificio de enfrente seguirá el movimiento…
La voz de Dresley se quebró al cruzar su mirada con la de McAllister, toda verborrea pareció agotarse.
—No conozco nada más lamentable que las gentes honradas que se proponen cometer un delito. Ustedes son hombres fuertes, intelectuales de choque que han pasado su existencia defendiendo una concepción idealista de la vida. Siempre les han dicho que, si lo exigían las circunstancias, no volverían a efectuar sacrificios radicales. Pero ustedes no engañan a nadie. Repito: ¿Dónde está la trampa?
5
McAllister miró con asombro a la cosa gris y flácida que le presentaba Peter Cadron. No se había dado cuenta del regreso de los hombres que salieron. Con un sobresalto, de pronto tuvo consciencia de que habían ido a buscar la combinación aislante antes de que pudieran saber que aceptaba la propuesta.
—Póngase eso y desaparezca —dijo Cadron con una voz tenue—. En cuestión de minutos, amigo mío. Cuando sus cadenas radiantes quieran dedicarse a la tarea de evaporizarse, será demasiado tarde para discutir de nuestra honradez.
El periodista siguió dudando. El calor era intolerable. El sudor le corría a raudales por las mejillas y la incertidumbre le producía náuseas. Alguien, detrás de él, dijo:
—Nuestro primer objetivo es ganar tiempo. Entonces abriremos nuevas tiendas en los centros en donde les será difícil atacar. Paralelamente, estableceremos contacto con todo aliado en potencia capaz de ayudarnos directa o indirectamente. En fin, será necesario…
El hombre siguió su discurso, pero McAllister ya no le escuchaba. Su mirada frenética se posó en la joven silenciosa, adosada a la puerta de entrada de la tienda. Avanzó hacia ella. Su mirada extraviada, su simple presencia, quizá, debía ser espantosa, porque ella se acurrucó y gimió.
—Me encuentro como en el fondo de un pozo. ¿Cuál es el riesgo que debo correr? Necesito saber que me queda una posibilidad. Dígame… ¿Cuál es la trampa?
El color de Lystra era gris de momento. Se parecía al de un cadáver.
—La fricción —acabó por murmurar—. Puede que usted no regrese a 1963. Será usted algo así como una especie de cursor que va y viene sobre la balanza…
McAllister dio media vuelta. Se metió en el interior de la combinación. Aquel género era dulce al tacto, casi inconsistente como si fuese de papel de seda y el extraño traje se ajustaba por entero a su cuerpo.
—Esto se cierra por encima de la cabeza, ¿eh?
—Sí —respondió el padre de Lystra—. Una vez que acabe usted de cerrarlo, la combinación dejará de ser visible. Quienes le vean tendrán la impresión de que usted lleva simplemente sus ropas ordinarias. Es más, está equipada para asegurar a su portador una autonomía total. Con esto podría usted vivir en la Luna.
—No comprendo por qué necesito llevarla. Cuando llegué no usaba escafandra…
Se calló, frunció las cejas. Un pensamiento acababa de cruzarle el cerebro.
—¡Eh… esperen! ¿Qué será de la energía de la que estoy cargado, ahora que me encuentro encerrado herméticamente en esta escafandra?
A juzgar por la expresión repentinamente rígida de los que le rodeaban, acababa de poner el dedo en la llaga.
—¡Vaya faena sucia! ¡El aislamiento impedirá que se disipe! ¡Por eso lleva contrapeso!
Con un violento movimiento se contorsionó para escapar de las manos de los cuatro hombres que se habían lanzado sobre él. Pero su esfuerzo resultó inútil. Peter Cadron accionó la cerradura.
—Estoy desolado. Nosotros también llevamos una combinación parecida y usted no puede nada en contra nuestra. Recuerde que su sacrificio no es absolutamente seguro. El hecho de que no haya un cráter en la Tierra prueba que usted no ha explotado en el pasado. Que ha logrado resolver el problema. Bueno. ¡Que alguien abra ahora la puerta, y deprisa!
McAllister se sintió irresistiblemente encadenado.
—¡Esperen!
Era Lystra la que había gritado. Sus ojos fulguraban como diamantes negros y el pequeño revólver con reflejos de espejo, el arma minúscula con la cual, siempre, mantuvo a raya a McAllister, brillaba en su puño crispado. Al ver esto, el grupo de hombres que había dominado al periodista se quedó inmóvil. Pero eso apenas lo advirtió su víctima. No tenía ojos más que para la joven del rostro descompuesto.
—¡Esto es una infamia! ¿Acaso nos hemos convertido en bribones? ¿Es preciso un asesinato ignominioso, es preciso violar de manera tan grosera los derechos de la persona humana para salvaguardar nuestro ideal de libertad? ¡Pues bien, no! ¡No y no! El señor McAllister debe ser protegido por un tratamiento hipnótico. Un retraso tan breve no será seguramente fatal.
—¡Lystra!
Era su padre. La rapidez de sus movimientos decía suficientemente que había calibrado todos los aspectos de la situación. Con un gesto vivo desarmó a Lystra. Ninguna otra persona, lamentó McAllister, hubiera podido correr este riesgo sin la íntima certidumbre de que ella le dispararía. Porque Lystra se encontraba en plena crisis de histeria. Las lágrimas relucían en sus mejillas. Sí… de no haberse tratado de su padre, hubiera hecho fuego.
El incidente, cosa extraña, no había suscitado en él ninguna esperanza. Se sentía como desdoblado, arrancado de sí mismo y de la vida, reducido a la situación de un observador desinteresado. Le pareció transcurrir una eternidad antes de que la facultad de emocionarse le renaciera y, con ella, la sorpresa de verse beneficiado por una tregua: Peter Cadron le había dejado. Se alejó de él y, la cabeza erguida, la frente alta, se enfrentaba al padre de Lystra, calmado y seguro.
—Tu hija tiene razón. Debemos sobrepasar nuestros temores y desear a este desgraciado muchacho que tenga suerte y decirle: Valor… nunca te olvidaremos. Nada podemos garantizarte. Tampoco podemos prever lo que exactamente te ocurrirá. Pero acuérdate de esto: Si todavía está en nuestro poder ayudarte, tendrás absolutamente nuestra ayuda. Para empezar, vamos a protegerte de las terribles presiones psicológicas que, de otro modo, te aniquilarían.
McAllister comprobó, aunque era demasiado tarde, que los comerciantes de armas se habían separado del muro, del muro extraordinario que según sabía poseía recursos asombrosos. No supo quién maniobró el botón.
Se produjo un relámpago cegador. Una fracción de segundo tuvo la sensación de que su cerebro se había desnudado, arrancado del cráneo. La voz después de Peter Cadron le llegó todavía, acuciante, como para imprimir un mensaje indeleble en su conciencia.
—A pesar de todo, conservarás el control de ti mismo. Permanecerás sano de espíritu. En tu propio interés, no hables de tu experiencia más que a los sabios o a las personalidades que creas que te comprendan y podrán ayudarte. Buena suerte.
Todavía aturdido por el relámpago cegador, no sintió más que vagamente las manos que se posaban sobre él, empujándole hacia adelante.
Y se produjo la caída.
Fin del Prólogo
1
El pueblo en la noche parecía extrañamente fuera del tiempo. Fara se encontraba bien. El aire era embriagador como vino. De manera vaga pensó en el artista venido de la ciudad imperial a fin de comprobar lo que (se acordaba con precisión de la frase) los telestáticos habían llamado: una obra simbólica evocando una escena de la Era Eléctrica de siete mil años de antigüedad.
Fara se mostraba absolutamente de acuerdo con estas palabras. La calle que seguía, con su mujer cogida del brazo, se prolongaba recta, sin ningún obstáculo, ni hierbajos crecidos, con sus jardines cuidados automáticamente, sus tiendas plantadas en medio de flores, sus aceras perpetuamente recubiertas de una hierba rica y suave, sus reverberos de una luminosidad integral. Un Paraíso en donde el tiempo se había detenido.
La tela estaba ahora en la colección particular de la emperatriz. Su Majestad la había hallado a su gusto y el feliz artista humildemente suplicó a la soberana que la hiciera el favor de aceptarla. Qué alegría podría obtenerse de poder rendir así un homenaje personal a la gloriosa, a la heroína, a la inteligente Innelda de Isher, la octogésima del mismo nombre.
Fara se volvió hacia su mujer, a la que la noche ocultaba el rostro todavía juvenil. Instintivamente bajó la voz para armonizar con las sombras pastel de la noche.
—Ella ha dicho… la Emperatriz… que del aire respiraba salud y cordialidad, primeras virtudes de su pueblo. ¿No encuentras que esto es una frase encantadora, Creel? ¡Qué mujer tan maravillosamente comprensiva!
Marchaban por una vía lateral. Fara se calló bruscamente. Había, allá abajo, a cincuenta metros…
—Mira —dijo, con una voz ronca señalando con el brazo extendido la enseña que brillaba en la obscuridad.
ARMAS DE CALIDAD
ESTAR ARMADO ES SER LIBRE
Las letras relucían casi cegadoras y Fara experimentó, al contemplarlas, un extraño sentimiento de vacío.
Las gentes comenzaron a agruparse.
—Ya he oído hablar de estas innobles tiendas. Sería preciso que el gobierno tomara de una vez para siempre las medidas necesarias. Están montadas en talleres clandestinos y son transportadas a los pueblos como el nuestro con desprecio de los derechos más elementales de la propiedad. Hace una hora no estaba allí —su expresión se había endurecido—. Entra en casa, Creel —su voz resultaba, cortante, seca como la hoja de una espada.
Creel, algo sorprendida, no se movió de inmediato. Sobre todo era una esposa dócil, que hacía bien agradable la vida conyugal. Dirigió hacia él sus grandes ojos en donde se adivinaba una inquietud que no se atrevía a expresar.
—Fara, ¿qué quieres hacer? ¿No pensarás…?
—Entra.
El miedo de Creel le espoleó.
—Es preciso no dejar que esta infamia deshonre el pueblo. Piensa entonces… en nuestra pequeña comunidad a la que hemos decidido conservar el encanto soberano que tanto gusta a la Emperatriz… —Su voz vaciló, puesto que la perspectiva entrevista resultaba aterrorizante—. ¡Arruinada por… este error!
—No hagas nada impulsivo —respondió Creel, cuya absoluta timidez la había abandonado en aquel momento—. Recuerda. No es la primera novedad que ha surgido aquí desde que el cuadro fue pintado.
Fara no respondió enseguida. Esta era una de las aptitudes de Creel que le enervaba, su habilidad para no dejar de recordar sin necesidad los hechos desagradables. Sabía muy bien qué es lo que ella sugería. La Compañía de Entretenimiento de los Motores Atómicos, el monopolio tentacular cuyas sucursales seductoras se habían instalado desde hacía poco en Glay a pesar de la oposición del Concejo Municipal. Cierto que su implantación nada tuvo de ilegal. Pero le habían hecho perder la mitad de su clientela.
—Esto no tiene nada que ver —gruñó—. Primero, algún día la gente se dará cuenta de que los Automáticos hacen un trabajo muy mediocre. Y después, se trata de una competencia leal. Pero estas tiendas de armas que son un desafío a todas las reglas de decencia que proporciona la alegría de vivir bajo la Casa de Isher. ¡Armarse es ser libre! ¡Te pido bien poco! ¡Qué hipocresía! Vamos, entra en la casa. Haremos de modo que no se vendan más armas en nuestro pueblo.
La silueta temblorosa de Creel se fundió con las sombras de la calle.
—Y si ves a tu hijo a punto de marcharse y no dice a donde, le mandas que te acompañe. ¡Ya comienzo a estar harto de verle salir todas las tardes hasta Dios sabe qué hora!
Ella no se volvió, formó una sombra que destacó contra el confuso halo de los reverberos luminiscentes. Con paso decidido, Fara se puso en camino.
Una multitud creciente, que no cesaba de ampliarse y de la que salía un rumor confuso de comentarios excitados, se había aglomerado en torno a la tienda. Nunca, sin duda, había conocido el pueblo un acontecimiento histórico de tanta importancia.
Esta fachada no era nada más que otro truco de ilusionista. Desde cualquier ángulo que se la miraba, siempre se veía orientada hacia él. Fara quedó inmóvil delante del escaparate, el dispositivo luminoso seguía siempre allí. Imperturbable. ¿Qué podía significar aquella frase?
LOS MEJORES INGENIOS ENERGÉTICOS QUE CONOCE EL UNIVERSO
Proclamaba la frase que brillaba sin cesar en el edificio. Fara se puso tenso, pero a su pesar contempló las armas expuestas. Había de todos los tamaños, desde el minúsculo revólver, hasta la carabina express. Las había en vitrolita pulida como un espejo, en plástico policromo, en aleación de manganeso y berilio con reflejos de esmeralda. Las había… las había…
Fara no pudo reprimir un estremecimiento. ¡Qué fuerza de destrucción en potencia se había concentrado en aquel arsenal! Que supiera, sólo existían dos fusiles en su pueblo. ¡Y eran fusiles de caza!
Era absurdo. Increíblemente pernicioso. Espantoso.
—Esta tienda se encuentra de lleno en el solar de Harris —observó alguien—. ¡Ese viejo negociante ha hecho su agosto! ¡Y nunca acaba de renegar, el muy bribón!
Una carcajada estalló entre la gente y su sonido fue algo extraño relacionado con aquella sombra cristalina.
Era verdad. La fachada, que mediría unos doce metros, cortaba el jardín del viejo Harris, el más tacaño del país. Fara frunció el ceño. Para haber escogido la propiedad del personaje que era el más despreciado de la comunidad era preciso que los armeros tuvieran una astucia demoníaca.
¡Buena broma que hacía gracia a todo el mundo! ¡Sí, esas personas eran fuertes! ¡Demasiado fuertes! Resultaba indispensable enfrentarse a sus planes maquiavélicos. La llegada del alcalde le sacó de sus reflexiones. Se apresuró a acercarse hacia el hombrecillo rechoncho y se llevó respetuosamente la mano al sombrero.
—¿Dónde está Jor? —preguntó.
—Heme aquí —respondió el guardia rural, que se abría camino entre la multitud a base de codazos—. ¿Tienen ya preparado un plan de acción?
—Sólo hay uno —respondió Fara con voz tonante—. Entre usted ahí dentro y arréstelos a todos.
Al oír estas enérgicas palabras, el alcalde y el guardia rural intercambiaron una mirada de perplejidad y se detuvieron bruscamente enfrascándose en la contemplación de la punta de sus zapatos.
—La puerta está cerrada —terminó por decir el representante de la Ley—. Por mucho que se llame, no contesta nadie. Mi opinión es que es mejor esperar hasta el día. Entonces, se avisara…
—¡Ridículo! —exclamó Fara irritado—. Vaya a por un hacha y esa puerta no permanecerá cerrada largo rato. Es preciso no tergiversar las cosas, puesto que eso serviría para animar a tales canallas. ¡Queda fuera de cuestión el que los bandidos pasen una sola noche entre nosotros! ¿No tengo razón?
A su alrededor las cabezas asintieron en silencio con gesto aprobador. Todos se veían algo embarazados. Ante su mirada insistente, muchos ojos se apartaron.
—Tiemblan de miedo —pensó Fara en un murmullo—. No tienen el menor deseo de entrar en acción.
—Usted no ha oído jamás hablar de esas puertas —intervino Jor antes de que pudiese decir alguna otra cosa—. Por lo que se dice, no hay medio de forzarlas.
Fara notó cómo el corazón se le oprimía. Sí que tenía gracia. ¡Daría ejemplo!
—Me asombraría mucho que resistiese a la sierra atómica. Voy al taller y traeré la mía. ¿Está usted de acuerdo, señor alcalde?
El sudor perlaba el rostro de Mel Dale, que sacó su pañuelo y se secó la frente.
—Quizá sería preferible pedir consejo al comandante de la guarnición de…
Resultaba claro que el alcalde trataba de andarse con rodeos. Fara, bruscamente, sintió la convicción de que encarnaba en sí mismo todas las energías de Glay.
—No —dijo—, hemos de actuar nosotros mismos. Otros pueblos han capitulado delante de estas gentes y les han dejado instalarse porque no supieron reaccionar enseguida. Es necesario resistir hasta el límite de nuestras fuerzas. Y sin aguardar un minuto más. ¿No es esa su opinión?
—Así sea —murmuró el alcalde con un suspiro casi inaudible.
Pero Fara no necesitaba más. En el momento en que se aprestaba a abrirse paso por entre la multitud para ir en busca de su sierra, advirtió que estaba su hijo en medio de un grupo de adolescentes, absorto ante el escaparate, contemplando las armas.
—Cayle, ven a ayudarme a traer la sierra.
El interpelado no hizo el menor gesto, ni se molestó siquiera en volver la cabeza. Fara aguardó un poco, dispuesto a armar el escándalo, antes de decidirse a dar media vuelta, hirviendo de rabia. Cualquier día de éstos será preciso tomar medidas serias para meter en cintura a aquel chaval. Si no, se estropeará para siempre.
El aparato vomitó en silencio su flujo de energía. Sin una crepitación, sin una chispa, la lengua blanquecina y pura bañó el panel de metal. Pero no logró hacerle mella.
Negándose a declararse vencido, Fara continuó. Pero a la larga se vio obligado a admitir que las placas eran invulnerables a aquella fuente de energía. Cortó el contacto.
—No entiendo… en principio, ninguna aleación puede resistirse. Ni siquiera las camisas extraduras, que se emplean para las cámaras de explosión de los motores y que absorben las explosiones en series, infinitas, según se dice, dejan de cristalizar al cabo de algún tiempo.
—Ya le previne —opinó el alcalde—. Esas tiendas… son de alguna materia muy dura. Van de una punta a otra del imperio. ¡Y los armeros se niegan a reconocer la autoridad de la emperatriz!
Muy a su pesar, Fara maldijo por lo bajo. Aquel tipo de conversación le desagradaba en sobremanera. Era… era casi sacrilegio. Además, esa historia no podía tenerse en pie… no podía absolutamente tenerse en pie. Iba a responder a su interlocutor, poniéndolo en su sitio, cuando una voz se alzó de entre la multitud.
—He oído decir que la puerta se abre únicamente para las gentes que son incapaces de perjudicar a los que hay dentro.
Esas palabras tuvieron como efecto hacer salir a Fara de su conclusión. Su acción estaba impregnada de las más aviesas intenciones psicológicas.
—Es ridículo —exclamó con sequedad—. Si se hiciesen puertas parecidas, piensen ustedes que también las tendríamos nosotros. Somos…
No terminó.
Nadie, que supiera, había probado a abrir la puerta. Avanzó, tomó la empuñadura y tiró. La puerta se abrió con una extraña facilidad. Parecía carecer de peso y tuvo la sensación de que el pomo le descansaba en la mano.
—¡Jor! ¡Venga!
El guardia rural hizo un movimiento dudoso, luchando entre la prudencia y el deseo de no desacreditarse. De manera precavida se acercó a la puerta… que se le cerró en las narices.
Fara contempló estupefacto su propia mano crispada, como si todavía empuñara el pomo. Notó un escalofrío. El pomo se le escapó de entre los dedos. La puerta se deformó, se convirtió en fluida, se estiró para escapar de su mano. Era una sensación insólita y turbadora. Furioso, cogió de nuevo el pomo. Pero sin resultado alguno: esta vez permaneció inamovible.
El inconveniente estimuló a Fara, que hizo una seña a Jor.
—Apártese, voy a probar —tiró, empujó, sacudió la puerta, sin el menor éxito.
—Decidió dejarle entrar. Y después cambió de opinión —opinó alguien con tono inquieto.
—No diga tonterías —respondió Fara con violencia—. ¡Cambiar de opinión! ¿Ha visto usted alguna puerta que tenga opinión propia?
Pero el miedo le quebraba la voz. Se sentía afrentado. Tan afrentado que olvidó toda preocupación. Con el rostro contraído, miró de reojo el alto edificio luminoso, extraño y amenazador en la noche, que no parecía fácil de conquistar. ¿Qué haría la tropa si se la llamaba? De súbito comprendió que el propio ejército quedaría reducido a la impotencia. Y era horrible considerar que una idea tan impía pudiera germinar en su espíritu. Resuelto, decidió cambiar el curso de sus pensamientos.
—Se ha abierto una vez —dijo con furor concentrado—. Volverá a abrirse.
Se abrió.
Dulcemente, sin resistencia. Experimentó la misma sensación que antes. Idéntica ausencia de peso, igual extraña docilidad. Más allá del umbral reinaban las tinieblas.
—¡Esto es estúpido, Fara! —exclamó alguien a su espalda—. ¿Qué piensa hacer?
Acababa de franquear el umbral.
Desconcertado, se volvía hacia la multitud cuyos rostros aparecían brumosos.
—¡Y bien… y bien…!, ¡pardiez!
La respuesta era tan brillante, tan llena de sutilezas, que se quedó asombrado por su propia presencia de espíritu.
2
Dentro de la tienda reinaba una calma poco habitual. La alfombra apagaba el ruido de sus pasos dudosos. Poco a poco sus ojos se habituaron a la débil luz que emanaba de los muros y del techo.
Había esperado hallarse sumergido en lo fantástico y la trivialidad de la iluminación atómica actuó sobre él como un tónico. Algo más tranquilizado, examinó el local. Su aspecto no podía ser más normal: una tienda sin historia, amueblada con sobriedad, con mostradores completamente corrientes. Advirtió que había una puerta al fondo. Sin perderla de vista, examinó las vitrinas que contenían cada una tres o cuatro pistolitas colocadas en soportes, acostadas en sus estuches, o sobresaliendo de ellos. Mientras calculaba las posibilidades de comprar una de aquellas armas, lo que le permitiría, cuando el comerciante apareciese, intimar con él y ponerle en manos de Jor, una voz se alzó a su espalda.
—¿Desea adquirir una pistola?
Fara, de un salto, se volvió. Furioso al ver reducido así su plan a jirones. Pero la cólera se le disipó. El hombre que acababa de hablar tenía cabellos plateados y, era estúpido, pero no podía evitarlo, la vista de un viejo suscitaba en él una deferencia automática. Aquello era algo más fuerte que su ser.
—Sí… un revólver, sí —logró murmurar débilmente.
—¿Con qué propósito?
Fara se quedó paralizado. Lamentaba desesperadamente que se le hubiera disipado la cólera, lamentaba no poder decir lo que pensaba a aquel individuo. Pero ante un hombre de edad se sentía apabullado. Haciendo acopio de su voluntad, logró proferir:
—Es para cazar.
La explicación parecía plausible y eso le animó.
—Mire —continuó—. Para cazar. Hay un lago un poco más alto y…
Se calló, comprendiendo su error. No tenía costumbre de…
—Para cazar —repitió.
Logró recuperarse. Sentía odio hacia su interlocutor por haberle colocado en este plan de inferioridad.
El anciano sacó de la vitrina un fusil cuyo cañón brillaba con destellos amarillos.
«Ha sido una astucia capaz de afectar a un viejo vendedor», pensó Fara, «tanta astucia como haber escogido ellos el terreno de Mister Harris». Quiso tomar el arma, pero el anciano se la apartó.
—Antes de que la probemos, nuestro estatuto exige que le informemos de las condiciones de venta.
¿De modo que tenían su reglamentación interior? ¡Qué refinamiento psicológico, capaz de impresionar al vulgo!
—Hemos puesto a punto armas capaces de destruir en un radio determinado toda máquina, todo objeto compuesto de lo que se llama materia. Quien posea un aparato semejante deberá vencer a cualquier soldado de la emperatriz. En efecto, está rodeado por un campo de fuerza que lo cubre como una pantalla perfecta hasta el punto de que ninguna potencia destructora no material puede penetrar. La pantalla no ofrece ninguna resistencia a los garrotes, venablos, flechas, balas; en resumen, a los cuerpos materiales, pero sería preciso un pequeño cañón atómico para quebrantar la barrera que se alza en torno a su poseedor. Comprenderá sin dificultades —continuó el anciano—, que tal potencia no debe caer en manos irresponsables. Por eso está prohibido utilizarlas para cometer un asesinato o una agresión. Estos fusiles de caza no deben servir más que para matar a animales de pelo o pluma definidos en la lista establecida por nosotros y que no es susceptible de ser modificada. Última condición: Cualquier arma que provenga de nuestros talleres no debe ser transferida sin autorización nuestra. ¿Queda bien claro?
Fara asintió. ¿Era preciso soltar una carcajada? ¿O aguantar más insultos? ¿Acaso le tomaban por un imbécil? ¡Estaba absolutamente prohibido utilizar aquellos instrumentos para asesinar o robar al prójimo! ¡Prohibido matar animales no comprendidos en la lista…! ¡Y se carecía de derecho a revenderlas! Pero si uno se marchaba a cien kilómetros y se la ofrecía a algún rico desconocido por la suma de dos créditos, ¿quién se enteraría? ¿Y si la robaba un desconocido amenazándole? ¡La cosa resultaba chusca!
El vendedor le presentó el fusil tomándolo por la culata. Fara lo aceptó y tuvo que apretar los dientes para resistir el deseo de apuntar al hombre con el arma.
—¿Cómo funciona?
—Basta apuntar y apoyar el dedo en el gatillo. ¿Quizá desea efectuar una prueba? Para este propósito tenemos blancos.
—Sí —exclamó Fara con aire de triunfo—. Sí. Quiero un blanco. Este sirve perfectamente para mi asunto. Avance hasta aquella puerta y ábrala. Le prevengo —añadió alzando el tono—, que si aparece alguien, utilizaré el arma. Ahora, vaya. Y deprisa o dispararé. ¿Me oye? Dispararé.
—No dudo de su resolución —respondió el anciano sin parecer emocionado en lo más mínimo—. Puesto que hemos decidido sincronizar la puerta para que pudiera franquearla a pesar de su animosidad, hemos tenido también en cuenta sus tendencias hacia el homicidio. Pero eso forma parte de los riesgos que hay que correr. Sería preferible que se hiciese a esta idea y que lanzase una mirada a su espalda.
En el silencio que seguía a estas palabras, Fara, con el dedo crispado sobre el gatillo, mantuvo una inmovilidad absoluta. Se acordaba de vagas alusiones que había oído hacer a propósito de los comerciantes de armas: tenía partidarios clandestinos en todo el país, un gobierno oculto, implacable; una vez que se caía en sus manos, el único medio de escapar era refugiarse en la muerte. Pero, en definitiva, sus pensamientos le condujeron hacia sí mismo, un apacible padre de familia, que era precisamente su condición. Fara Clark, ciudadano sin historia, fiel súbdito de la emperatriz, frente a esta organización tentacularia amenazadora. Se reanimó, recuperó todo su valor.
—No pierda el tiempo. A mí no me engaña. Avance hacia la puerta.
El anciano clavó la mirada detrás de Fara.
—Estás bien, Rad, ¿tienes las coordenadas? —preguntó con flema.
—Suficientes para un primer examen —respondió alguien—. Tipo 7 - Conservador. Posee inteligencia media con tendencias monárquicas características de las pequeñas comodidades. La parcialidad inculcada por las escuelas imperiales aparece presente en forma extrema. Absoluta honradez. Totalmente rebelde a la argumentación racional. Emotivamente no se le podría alcanzar más que con un tratamiento de choque. No hay que preocuparse por él. Que viva su vida como le plazca.
—Si se imagina que esos subterfugios me harán volver la cabeza, se equivoca de medio a medio —articuló Fara con una voz insegura—. Las palabras vienen de la izquierda y sé perfectamente que no hay nadie en ese lado.
—Estoy del todo de acuerdo con tu conclusión —dijo el viejo—. Pero no olvidemos que es él quien ha excitado a la multitud. Soy de la opinión de desanimarle.
—Haremos pública su existencia en nuestra casa. Necesitará todo el resto de su vida para recuperar su buen nombre.
Fara, abrumado por este diálogo incomprensible y turbador, se había olvidado del fusil que empuñaba.
El anciano insistía:
—Creo que un traumatismo emocional puede tener consecuencias a largo plazo. Hágale hacer un viajecito al palacio.
¡El palacio! ¡La palabra sirvió para romper el encanto!
—Son ustedes una maldita banda de embusteros. Y este fusil está cargado. ¡Se…! ¡Oh!
Todo su cuerpo quedó envarado: ya no tenía nada entre las manos.
Una especie de vértigo dominó su cerebro. No… era preciso resistir… recuperar el equilibrio… Veamos… Le habían arrancado aquel fusil sin saberlo. Entonces, eso indicaba que tenía alguna persona a su espalda… La voz no fue un truco mecánico. Quiso volverse pero tuvo que forzar sus músculos y vio que le era imposible realizar el menor gesto.
La tienda le pareció de pronto singularmente obscura. Apenas podía ahora distinguir al viejo. Emitió un gemido silencioso.
La armería acababa de desaparecer.
Flotaba en pleno cielo, sobrevolando una ciudad inmensa. No tenía nada a su alrededor, nada más que él cielo azul del estío. Y, allá abajo, lejos, muy lejos, se desplegaba la ciudad. Sus pulmones acababan de adquirir la consistencia de la piedra. Fara se notaba presto a hundirse en el abismo de la locura. No… No… era una ilusión. Bajo los pies tenía un suelo bien sólido y la ciudad lejana no era más que una quimera.
Bruscamente la reconoció: era la metrópolis de sus sueños, era la Ciudad Imperial, la capital de Isher, la Gloriosa. Desde la altura en la que planeaba podía distinguir el palacio de plata, residencia de la Emperatriz. El terror parecía retroceder ante la maravilla singular. Fascinado vio cómo se acercaba el palacio hacia él con una velocidad de vértigo.
—Enséñale el palacio —habían dicho los otros. La cúpula brillante le dejó sin aliento. Atravesó la impenetrable masa de metal. Y la imagen se estabilizó. Ahora se encontraba en una sala de proporciones majestuosas. En torno a una mesa se sentaban unos veinte hombres y una única mujer. Se estremeció. ¡Qué profanación!
Inexorable, la cámara sacrílega efectuó un giro y encuadró en primer plano a la mujer.
La cólera desencajaba su rostro. Se inclinó hacia adelante y una voz familiar… ¡Cuántas veces Fara la había oído por el telestático, tranquila, mesurada…! Vibró. Pero alterada por el furor, sonó seca, autoritaria, precisa, no siendo más que la caricatura de la voz bien amada. Bufaba, sibilando como una víbora y con tanta limpieza que Fara tuvo la impresión de encontrarse realmente en la estancia.
—Ordeno que ese traidor sea liquidado, ¿comprendéis? ¿Cómo? ¡Eso es cosa vuestra! Exijo que mañana por la noche el asunto esté zanjado.
La escena se borró. Se encontró de nuevo en las penumbras de la armería.
¡Una grosera mixtificación! ¿Se iban a creer aquellos que caería en un truco tan ridículo? ¿Qué quedaría prendido en una estratagema tan grosera como un cable marítimo? ¡Imbéciles! La osadía, la bajeza de este plan hizo que una nube roja se extendiera ante sus ojos.
—¡Es innoble! —rugió—. Tomaron una figurante para que desempeñase el papel de la emperatriz, una especie…
—Basta ya.
Rad entró en el campo de visión de Fara.
Personas capaces de tal villanía, capaces de suplantar a la misma persona de Su Majestad Imperial, gentes que no dudaban ante nada, pensó con angustia, estarían dispuestas a todo.
—No pretendemos que la escena que acaba de presenciar haya tenido lugar efectivamente en el mismo momento que estaba usted presente —explicó el joven con voz metálica—. La coincidencia sería demasiado hermosa. En realidad, tuvo lugar hace dos días. La mujer era verdaderamente la emperatriz. El hombre a quien ordenó la muerte fue uno de sus consejeros, al que consideraba demasiado blando. Se le encontró muerto ayer en su apartamento. Se llamaba Banton Vickers. Lo puede usted comprobar si lo desea. Pero es inútil que insistamos. Hemos terminado con usted.
—¡Pues bien, yo no! ¡Jamás vi parecida infamia! Si creen ustedes que el pueblo les va a aceptar, se hacen ilusiones, amigo mío. Este lugar será puesto inmediatamente bajo vigilancia militar las veinticuatro horas del día. Nadie podrá entrar ni salir de aquí.
—Perfecto —dejó caer el hombre de los cabellos plateados—. El examen ha resultado de los más interesantes. Es usted un hombre honrado: no tendrá más que recurrir a nosotros si se encuentra con dificultades. Eso es todo. Háganle salir.
Era todo. Fuerzas intangibles se apoderaron de Fara Clark, lo precipitaron hacia la puerta misteriosamente surgida en medio del muro donde, algunos segundos antes, se formara la imagen de palacio. Se encontró en un jardín florido. Un poco más lejos distinguía una masa en la que reconoció a algunos de sus conciudadanos. Hasta aquel momento no comprendió que había salido de la tienda.
La pesadilla acaba de terminar.
—¿Dónde está tu fusil? —preguntó Creel, media hora más tarde.
Abría unos ojos como platos.
—¿Mi fusil?
—El telestático acaba de anunciar que fuiste tú el primer cliente de la nueva tienda.
«Haremos pública su presencia», le dijo el joven. Pensó con angustia en su reputación. No le agradaba que su nombre se hiciera célebre. Desde hacía mucho tiempo creía que la sociedad fabricante de motores Fara Clark era muy conocida en la región. Habían comenzado por humillarle a puerta cerrada. Ahora, utilizaban su error para equivocar a los que dudaban del por qué entró en su tienda.
Se dirigió hacia el telestático para ponerse en comunicación con el alcalde, quien le acogió fríamente. Los armeros, le anunció, habían indemnizado a Mister Harris. El avaro les pidió un precio muy alto. Pagaron sin rechistar.
Fara se humedeció los labios.
—Dicho de otro modo. ¿Nadie se les va a oponer? ¿Y la guarnición de Ferd?
—Las tropas imperiales se niegan a inmiscuirse en los asuntos civiles —respondió el hombre gordo con energía.
Al oír estas palabras, Fara estalló:
—¡Asuntos civiles! ¡Mejor dicho, se les va a dejar tranquilamente mantener sus tiendas! Harán subir legalmente, por ejemplo, el precio de los terrenos. Otra cosa. ¿No dijo usted que Jor montaría guardia delante de su tienda? Supongo que no habrá cambiado de opinión.
El rostro gordinflón del alcalde mostró la impaciencia que le dominaba.
—Fara, querido amigo, corresponde a las autoridades constituidas decidir las medidas a tomar.
—Contésteme: ¿Jor montará guardia?
Decididamente, el alcalde parecía enfadado.
—Hice una promesa, ¿sí o no? Jor montará guardia. Ahora, le prevengo que las comunicaciones por el telestático están gravadas con quince créditos la unidad. Un consejo de amigo, Fara: está desperdiciando su dinero.
Fara reaccionó. Tuvo un recuerdo. Se volvió hacia Creel.
—Es preciso tomar una decisión a propósito del muchacho. O trabajará en el taller, o le cortaré la asignación.
—Te desahogas con él. Tiene veintitrés años y le tratas como si fuese un niño. A esa edad tú ya te habías casado.
—Era distinto. Poseía sentido de responsabilidad. ¿Sabes lo que hace ahora?
No captó la respuesta de su mujer. En aquel momento le pareció que le había respondido:
—No. ¿Qué has encontrado para humillarle?
Pero su impaciencia le impidió controlar esas palabras inverosímiles.
—Se negó ante todos a ayudarme. Cayle es malo. Profundamente malo.
—Cierto —murmuró ella con amargura—. Es malo y estoy segura que no dudas en qué punto se encuentra. Frío como el acero, pero no tiene ni la solidez, ni la ductilidad del acero, ha necesitado mucho tiempo, pero ha llegado a detestarme. ¡A mí! A detestarme porque te he apoyado, aun sabiendo que te equivocabas.
—¿Qué…? ¿Qué es lo que dices? Estamos casados. Vayámonos a dormir, será lo mejor.
¡Pero Fara Clark durmió mal aquella noche!
3
Había momentos en que Fara tenía la convicción de que todo el asunto no era en definitiva más que un ajuste de cuentas personal entre los comerciantes de armas y él. Aunque la armería no estuviese en su camino, se desviaba de su ruta cada vez que iba o venía al taller y cambiaba un par de palabras con Jor. Esto duró tres días. Al cuarto, el guarda rural no estaba en su puesto.
Fara esperó un poco, notando cómo le dominaba la impaciencia. Después la cólera. Y decidió presentarse en casa de Jor. La esposa del guardia se asombró. Estaba convencida de que su marido había ocupado su puesto con toda normalidad.
Fara dudó. Iba sobrecargado de trabajo y tenía la sensación de haber descuidado a su clientela por primera vez en toda su vida. Lo más sencillo sería evidentemente telefonear al alcalde para señalarle la anomalía. Pero resultaba enojoso: le pondría al pobre guardia en un mal lugar, pregonando su falta en el cumplimiento del deber.
Yendo hacia la tienda observó una gran cantidad de gente delante de la puerta y aceleró el paso.
—Han asesinado a Jor, Fara —le anunció un hombre muy excitado.
—¿Asesinado? —Por un momento no tuvo verdadera conciencia de que el sentimiento que evocaba la noticia en Jor era… satisfacción. ¡Ahora el ejército no tendría más remedio que intervenir! Se contuvo, espantado de haber tenido un pensamiento parecido.
—¿Dónde está el cuerpo?
—En el interior.
—¿Qué? ¿Estos… sucios (cualquier cosa que hubiese pasado, la palabra no parecía convenir como calificativo al hombre de los cabellos plateados), estos sucios le han asesinado y confiscado el cadáver?
—No ha habido testigos del asesinato —precisó alguien—. Pero hace tres horas que Jor desapareció. El alcalde ha llamado a la tienda. Pretenden no estar al corriente de nada. Siguen con su negocio, eso es todo, según afirman con engolada altivez. ¡Pero no saldrán de este hecho con tanta facilidad, se lo digo yo! El alcalde se ha puesto en contacto con Ferd. El ejército vendrá. Con artillería pesada. Va a ser una verdadera fiesta. ¡Espere un poco!
Fara notó cómo la multitud vibraba enfebrecida. A la alegría que experimentaba, ansiando presenciar los acontecimientos próximos, se mezclaba una especie de singular orgullo… orgulloso de haber sido el primero en tener razón, el único en no haber creído jamás que esta historia era inocua.
—La artillería —repitió con tono tembloroso—. Sí. Lo que necesitamos son cañones y soldados…
La tropa se vería obligada a intervenir, de eso tenía absoluta certeza. Estaba seguro de que debía afirmar su opinión sobre las reacciones de la emperatriz cuando se enterase de que un hombre había sido asesinado por culpa de que el ejército no cumplía con su deber, cuando un estrépito le desvió el curso de sus pensamientos.
—¡He aquí el alcalde! ¿Vamos, señor alcalde, cuándo llegarán esos cañones atómicos?
El autoplano se posó y el edil alzó la mano para reclamar silencio. Acribilló a Fara con una mirada. La multitud se había separado y no quedaba el menor error posible, era seguro a quién dirigía aquella muda acusación mostrada en los ojos severos del alcalde. Pero Fara no comprendía tal animosidad. Mel Dale le señaló con el dedo.
—He ahí el responsable de todas nuestras dificultades. Adelántese, Fara Clark. ¿Sabe lo que le ha costado a la villa? ¡Setecientos créditos!
Ni siquiera para salvar la cabeza Fara habría podido realizar el menor gesto, pronunciar la más mínima palabra.
—Todo el mundo —prosiguió el alcalde—, todo el mundo sabe que la prudencia aconseja mantenerse al margen de esta armería. Si el gobierno imperial las deja en paz, no hay ningún motivo para que nosotros no lo hagamos, o que adoptemos una acción contra ellos. Esa ha sido siempre mi opinión. Pero aquel tipo, Fara Clark, ha encrespado los ánimos, nos ha hecho tomar decisiones contra nuestra voluntad. Y eso nos cuesta setecientos créditos. Yo…
Se interrumpió y continuó después más tranquilo:
—Seré breve. He recurrido a la guarnición. El coronel se echó a reír y afirmó que Jor no tardaría en reaparecer. En efecto, apenas estaba yo de regreso cuando el vigilante me llamó por larga distancia. Desde el planeta Marte.
Cuando los gritos de asombro se fueron apaciguando, Dale terminó con estas palabras:
—El viaje de retorno le costará cuatro semanas y el importe del billete nos será cargado. Todo esto por causa de Fara Clark.
El aludido había reaccionado. Recuperada la sangre fría, se acercó al alcalde y le espetó, sarcástico, antes de girar sobre sus talones:
—Si he comprendido bien, capitula usted tratando de echarme a mí la culpa. ¡Usted es un inconsciente, usted y los que piensan de la misma manera!
Los últimos ecos de la arenga de Dale le llegaron mientras se alejaba: la situación no era del todo desesperada, proclamaba el alcalde. Glay fue escogido por los armeros porque se encontraba a igual distancia de cuatro grandes pueblos. Puesto que la clientela ciudadana era lo que interesaba a los comerciantes de armas. Mejor dicho, el turismo se desarrollaría y el comercio local no podría menos que beneficiarse.
Fara no quiso oír más e ignorando a los individuos que le salieron al paso, llegó al taller.
Lo que más le irritaba era la completa indiferencia adoptada por las gentes de la armería. Se mostraban distantes, superiores, invulnerables. Y cuando Fara meditó sobre el hecho de que habían trasladado a Jor a Marte en menos de veinticuatro horas, mientras que la astronave más rápida necesitaba veinticuatro días a toda velocidad para cubrir la distancia entre los dos planetas, una sorda angustia se apoderó de su interior.
No se molestó en asistir al regreso del guardia rural. El Concejo Municipal había decidido, según supo, cargarle la mitad de los gastos, seguro de que aceptaría pasar por eso, por miedo de que una negativa le costase el empleo. Cuarenta y ocho horas después de que Jor hubiese regresado con su familia, Fara se presentó discretamente en su casa al caer la noche para entregarle ciento setenta y cinco créditos. Después se sintió algo más tranquilo.
Al día siguiente abría la puerta del taller y, ante sus ojos, no pudo evitar un estremecimiento, porque vio que tenía un visitante, Castier, uno de los inútiles del pueblo.
—Tengo una noticia que le va a interesar, Fara —dijo el recién llegado con una sonrisa—. Hace un momento que salió alguien de la tienda.
De manera deliberada, Fara continuó desmontando el armazón de un motor atómico que estaba en reparación. Desencantado, Castier se calló y aunque al industrial le repugnaba la idea de interrogarle, puesto que eso sería admitir que daba crédito a las palabrerías de un ser despreciable, la curiosidad fue más fuerte.
—¿Y el guardia rural ha detenido al hombre? —preguntó de mala gana.
No se imaginaba nada de eso; era como un globo de ensayo.
—No era un hombre. Sino una chica.
Fara alzó las cejas. ¡Qué maquiavelismo! Después del viejo respetable, la virgen pura. ¡Un truco que jamás fallaba! A cualquier atrevido se le hubiese podido detener. ¡Pero nadie se atrevería con una joven!
—Y bien, ¿qué pasó?
—Pues se paseó tranquilamente. ¡Y bien formada que estaba la pobre!
La tuerca había cedido. Fara puso en marcha la pulidora y se dedicó a la larga y minuciosa tarea de eliminar las cristalizaciones térmicas que se habían formado en el metal de la camisa.
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Nada. Se dieron órdenes a Jor, pero no quiso ejecutarlas. No tiene deseos de desaparecer otra vez durante un mes y de pagar los gastos de su propio bolsillo.
Fara contempló largo rato la pulidora que vibraba y zumbaba con un ruido monótono.
—Es que le han puesto la cuerda al cuello —murmuró al fin con una voz sin tono alguno—. No se dan cuenta de que cuando se mete un dedo en el engranaje, acaba por pasar todo el brazo. Es como fomentar el pecado.
Por la expresión de Castier comprendió de súbito que su visitante se deleitaba viéndole furioso. Pero aún había otra cosa en aquella sonrisa torva del individuo…
—Seguro, el pecado… usted… usted no es del todo enemigo.
—A fe mía que sabe bien que cuando se tiene la manga ancha se acaba por ser tolerante —replicó con desaire el recién llegado—. Estoy convencido de que si usted conociese un poco lo que es el pecado acabaría por admitir que tiene un agradable aspecto.
No fue del todo las palabras en sí lo que alertó a Fara acerca de la actitud de su interlocutor.
—¿Qué quiere decir usted con eso? No tengo el menor deseo de conocer tal cosa.
—¡Hay que hacer lo que se ve! ¿No supone usted quién ha sido el primero en acogerla?
—¿Quién…? Escúcheme, Castier…
No siguió más adelante. Notó cómo los hombros le caían bajo el peso de la consternación.
—¿Pretende usted que…?
—Pretendo —respondió Castier, malicioso y triunfante—, que los muchachos no dejan que las chicas guapas vayan solitas. Y que su hijo ha sido el primero en dirigirle la palabra, sin la menor duda. Están ahora paseándose por la Segunda Avenida. Vienen hacia aquí.
—¡Lárguese! —rugió Fara—. ¡Váyase, desaparezca! ¡Y rápido!
Castier no había previsto obtener tan poco de su gestión. Se puso escarlata, pero se contuvo. Se fue cerrando con violencia.
Fara permaneció un instante inmóvil, luego, con gesto inseguro, cortó la corriente y salió a su vez. Había llegado el momento de poner fin a todo aquello.
Carecía de plan alguno. Nada más poseía la voluntad desesperada, la furia, de salir de una situación imposible. Cayle era un hijo indigno. ¿Cómo había logrado merecer un castigo semejante, él, cuya vida fue ejemplar, que no tenía deudas, que trabajaba como un negro, que se esforzaba por exaltar los valores morales tan queridos por la emperatriz?
¿Quizá su hijo había salido a la familia de Creel? No, en todo caso, a la suegra de Fara, una valiente mujer, una trabajadora que dejaría cualquier día de éstos una buena herencia a su hija. Pero el suegro que desapareció cuando Creel era todavía una niña…
¡Maldita vida! ¡Con esa muchacha que había dicho lo que fue preciso para dejarse abordar en tal momento! En el instante mismo en que doblaba la esquina de la Segunda Avenida, divisó a los dos jóvenes.
—Tienen ustedes un concepto erróneo de nosotros —decía la joven—. Un muchacho como usted no tiene lugar en nuestra organización. Cuando se posee un físico y una ambición como las suyas, es preciso colocarse al servicio del Estado.
Fara estaba demasiado preocupado para desentrañar el sentido oculto tras aquellas palabras.
—Cayle —llamó con voz ronca.
Los dos jóvenes se volvieron, Cayle con la languidez de un adolescente que había visto lo bastante para tener nervios de acero; ella con más vivacidad, pero sin perder su aire digno.
Fara notó cómo se disipaba su furor, pero la violencia de las emociones que hervían en su alma le obligó a olvidarse también de este pensamiento.
—A casa, Cayle. En seguida.
Los ojos verdes de la muchacha le miraban fijamente con una extraña intensidad. Impúdica, pensó, y de nuevo creció en él la cólera. Cayle se ruborizó, después se puso pálido.
—Es el viejo chiflado que me dio el apellido —murmuró—. Por suerte no nos tropezamos con frecuencia. Ni comemos en la misma mesa. ¿Qué le parece?
Ella elaboró una sonrisa impersonal.
—¡Oh! Conocemos muy bien a Fara Clark. El partidario más ardoroso que tiene la emperatriz en Glay.
—Exacto —aprobó Cayle con una mueca de desprecio—. Para él esto no es más que el Paraíso y la emperatriz una diosa. Lo malo es que no existe ni la menor oportunidad para que abandone jamás esa idea tan absurda y tozuda.
Y los dos jóvenes se alejaron, dejando a Fara desvalido al borde de la acera. La escena había sido tan desconcertadora que no pudo ni siquiera intervenir. Acababa de cometer un error pero era incapaz de analizarlo por completo. Sabía desde hacía mucho tiempo que la crisis estallaría inevitable un día u otro… después de que Cayle se negase a trabajar en el taller. Esta vez su hijo había revelado brutalmente su crueldad implacable. No era más que una faceta de un problema, por otra parte, más grave. El desastre estaba allí y Fara no quería esquivarlo.
Todo el resto del día le acosó un pensamiento sin tregua: ¿Iban a seguir las cosas como en el pasado? ¿Podrían vivir bajo el mismo techo, su hijo y él, sin intercambiar una mirada, sin preocuparse de las mutuas opiniones? Fara se levantaba a las 6:30, Cayle a las 12:00. ¿Podría durar esto años y años?
Creel le aguardaba a su regreso.
—Fara, Cayle necesita quinientos créditos para ir a la Ciudad Imperial.
Sin decir palabra, Fara asintió.
Al día siguiente envió el dinero a su mujer.
—Te dice que hasta la vista —le anunció ella minutos más tarde al venir del cuarto de Cayle.
El muchacho no estaba allí cuando regresó a casa por la tarde. Debía sentir alivio. Pero no: estaba seguro de la inminencia de una catástrofe.
4
Dispararon la trampa…
Cayle había abandonado el pueblo. Pero su evasión era el resultado de una decisión irrevocable y deliberada con madurez. Desde mucho tiempo soñaba con el viejo deseo de huida que terminó por tomar cuerpo con él mismo, formando parte consubstancial de la persona, al igual que el deseo de comer y de beber. Pero se diluyó en alguna cosa imprecisa y vaga. Acuciado por su padre, consiguió odiar todo cuanto le rodeaba.
En el presente, la cárcel se había abierto. No sabía con exactitud cómo se produjo el hecho. Seguro que intervino la chica de la armería. Ella poseía algo más que una talla esbelta, con ojos verde mar, un rostro atractivo: tenía el aura indefinible de las que han tomado las decisiones en numerosas ocasiones y que jamás pudieron arrepentirse. Ella le dijo… recordaba cada una de las palabras como si acabara de pronunciarías:
«Sí, yo soy de la Ciudad Imperial. Parto para allí el jueves a mediodía».
Entonces le pareció intolerable la idea de quedarse en Glay. Se puso enfermo. El deseo de irse le volvía loco y esto fue, más que la pelea con su padre, lo que le incitó a pedir dinero a Creel.
Estos pensamientos tenía en el auto-plano que marchaba hacia Ferd. Una sola cosa le contrariaba: la joven no se encontraba allí.
En la base aérea de Ferd marchó en busca de Lucy Rall, en espera de la hora de la partida. Pero el tráfico era incesante y la masa demasiado densa le impedía efectuar bien su búsqueda. Después, casi antes de lo que hubiera deseado, el avión se posó en la pista. Su morro quedaba a una altura de treinta metros del suelo. El motor transparente brillaba como si fuese una gigantesca obra de orfebrería.
El espectáculo inflamó a Cayle, que se mostró impaciente por ocupar su plaza a bordo. Pronto el aparato rodó por la pista y se lanzó al aire y los pensamientos de Cayle volvieron a Lucy.
¿Qué clase de persona sería? —se preguntó mientras se instalaba cómodamente en su asiento—. ¿Dónde viviría? ¿Cuál sería su existencia como afiliada a una organización casi rebelde…?
Una carcajada nerviosa estalló junto a él. Una pareja le pasó rozando.
—¿Crees de verdad que podríamos disfrutar del circuito de los planetas, querido? —preguntó la mujer.
«Para esas personas el avión debe ser bastante insignificante», se dijo el joven.
Pero hasta él acabó por acostumbrarse a la novedad. Tomó el periódico del teléstato incrustado en su sillón, ajustó los visores panorámicos para contemplar con indiferencia el rápido despliegue del paisaje bajo el avión. Se había instalado cómodamente cuando los tres viajeros que se sentaban frente a él sacaron un juego de naipes.
—¡Un jueguecito! ¡Apuestas pequeñas!
Uno de los jugadores, al que sus compañeros llamaban Seal, llamó la atención de Cayle desde el principio. Tendría unos treinta años, la piel olivácea, los ojos amarillos como los de un gato, con cabellos indisciplinados que le daban un aire juvenil. Las vueltas de su chaqueta estaban llenas de piedras brillantes y a cada gesto despedían sus facetas millares de luces. Se movía con una tranquila seguridad.
Fue él quien se volvió hacia Cayle.
—He notado que usted nos observa, joven. ¿Quiere unirse al juego?
Cayle había clasificado, sin dudarlo, a Seal como jugador profesional, pero no se quería mostrar tan categórico en cuanto a sus compañeros. El problema residía en averiguar a quién le habían asignado el papel de «primo».
—¿Si le interesa un poco la partida…? —sugirió Seal.
Cayle palideció. Acababa de comprender que los tres trabajaban en equipo. Y que habían hecho su elección: sería él la víctima. Nadie había prestado atención al diálogo, lo que le tranquilizó. Su vecino más cercano había desaparecido. Una mujer, elegante pese a su corpulencia, asomó a la entrada del compartimento, después dio media vuelta. Lentamente la sangre volvió a subir hasta las mejillas de Cayle. ¿De modo que creían tener a mano una perita en dulce? ¡Vaya! Se levantó sonriente.
—Con el máximo placer.
Se sentó delante del hombre de los ojos amarillos.
Le tocó dar. Tuvo una buena mano: tres figuras apoyadas por un rey. Jugó sin correr riesgos e igualó los cuatro créditos, lo cual no estaba mal, teniendo en cuenta lo módico de los envites. De ocho partidas ganó tres. Cayle era un calisténico, aunque ignorase la palabra, con una afinidad temporal hacia los juegos de azar. Una vez, habían pasado ya cinco años, ganó diecinueve partidas de veinte a la carta descubierta. Después de tan memorable aventura ningún habitante de Glay aceptó enfrentársele.
A pesar de sus posibilidades, no experimentaba ningún sentimiento de superioridad. Seal dominaba la partida. Emanaba de él una especie de extraña autoridad, una fuerza normal que no tenía nada de física.
Y Cayle seguía siendo objeto de cierta fascinación.
—No quisiera que usted se lo tomase a mal —terminó por decir—, pero le considero un tipo de hombre muy interesante.
Los ojos amarillos se fijaron cuidadosamente en él, pero Seal no pronunció palabra.
—¿Viaja usted mucho?
Apenas pronunciadas estas palabras el joven lamentó la pregunta. Era una forma bien ingenua de tirar de la lengua a semejante personaje.
—Algo —respondió el jugador sin comprometerse.
Sus compañeros soltaron una carcajada alegre y Cayle se puso escarlata. Pero la curiosidad le dominaba.
—¿Hasta los planetas?
Seal se concentró en sus cartas y aventuró un catorceavo de crédito. Pero, pese a sentirse ridículo, Cayle continuó insistiendo.
—Corren tantos rumores —explicó en tono de excusa—. Que resulta muy difícil desentrañar la verdad de lo falso. ¿Hay planetas que merezcan desplazarse hasta ellos?
—Escúcheme, mi joven amigo, voy a darle una confidencia… —Había un cierto brillo en los ojos amarillos—: nunca plante sus botas en el suelo de los planetas. La Tierra es el Paraíso del sistema solar. Si alguien le cuenta que Venus es maravilloso, mándelo al diablo. Es decir, envíelo a Venus. Y sopeso mis palabras. Tempestades de arena, siempre tempestades de arena, siempre tempestades de arena. Bueno, me acuerdo de un día en Venusberg en que el termómetro subió hasta ochenta y cuatro… ¿se dice eso en los pequeños anuncios?
Cayle se apresuró a asentir. La volubilidad de la réplica le desconcertaba. ¿Jactancia? Imposible saberlo. De pronto, el desconocido le pareció menos interesante. Pero tenía que formularle otra pregunta.
—¿Es usted casado?
El otro se quedó boquiabierto.
—¿Quién? ¿Yo? ¡Mi casa va donde yo voy! Eso es seguro. ¿Acaso le causé esa impresión?
—Bueno, siempre me intereso por las personas.
La respuesta le salió automáticamente. Aquel hombre le decepcionaba. Cierto que era valiente, pero acababa de perder su aula de prestigio en lo que concernía a Cayle. Convenía que su criterio se fundase en la escala de valores utilizados en su pueblo, en la moral de su madre. Pero esto era más fuerte que él. Después de muchos años luchaba aún entre la moral maternal y su instinto que le decía que el mundo no quedaba encorsetado en las reglas al uso en Glay.
—Este muchacho algún día será una personalidad en la gloriosa Isher —exclamó Seal con energía—. ¿No os parece a vosotros? Y no le subestimo ni le sobrestimo… ¡Eh, vaya! ¿De dónde sacó usted todas estas cartas?
Cayle ganó otra vez. Se llevó las puestas. Su beneficio sólo sumaba cuarenta y cinco créditos. Sería mejor, quizás, abandonar antes que enfadar a sus compañeros.
—Me temo que sea preciso que les abandone —murmuró después de un momento de duda—. He de arreglar unas cuantas cosas. Creo que he tenido mucha suerte en…
Las palabras se le estrangularon en la garganta. El minúsculo cañón de una pistola asomaba por el otro lado de la mesa.
—¿Abandonarnos? —exclamó el hombre de los ojos amarillos, que después de las pérdidas había adquirido en su voz una cierta monotonía—. ¿Muchachos, habéis oído? Quisiera abandonarnos. ¿Le damos permiso para que se vaya?
Sus acólitos hicieron una mueca ante la pregunta formulada.
—Personalmente —prosiguió el jefe de la banda—, no vería el menor inconveniente. Pero es preciso reflexionar. Según mi transparador su billetero se encuentra en el bolsillo interior izquierda y tiene cosa de cincuenta créditos en un sobre doblado que lleva en el bolsillo de la camisa. Sin contar, evidentemente, lo que ha ganado y se ha guardado en el bolsillo del pantalón.
Se inclinó hacia adelante. Una llama irónica brillaba en sus ojos amarillos.
—¿Creías que éramos inocentes, no? ¡Error, mi joven amigo! Esa no es nuestra especialidad. Nuestro truco es mucho más sencillo. Si tratas de hacer algo, si tratas de llamar la atención… ¡Pum! Te ganarás una descarga radiante en el corazón. El haz de energía es tan pequeño que nadie se fijará en el agujero de tus ropas. Te quedarás sentado en tu sitio, como lo estás ahora.
Con aspecto de estar dormido. ¿Pero quién se preocupará? Fíjate bien que los pasajeros tienen otras cosas en que pensar.
Su voz se endureció.
—¡Vamos, pajarito! Y apresúrate un poco. Nada de regateos. Te concedo diez segundos.
Necesitó más que eso Cayle para registrar sus bolsillos. En apariencia, lo único que importaba al truhán era que se mostrase dócil. Se le autorizó a recuperar la cartera vacía y, generosamente, Seal le permitió conservar la calderilla.
—Necesitarás tomar un bocado antes de aterrizar.
El arma desapareció y Seal se instaló cómodo en su asiento.
—Suponiendo que se te ocurra quejarte al capitán, te aconsejo que te metas en la cabezota que nada conseguirás. Las consecuencias son evidentes. Tengo una explicación apropiada: perdiste todo tu dinero y después quisiste recuperarlo con violencia, por eso tuvimos que matarte —se levantó, de nuevo imperturbable y misterioso—. Hasta la vista, amigo. Procura tener más suerte la próxima vez.
Los tres hombres se dirigieron con paso descuidado hacia el bar, dejando anonadado al desgraciado Cayle. Habían transcurrido dos horas y cuarto desde que el aparato despegó de Ferd. Faltaba una hora de vuelo antes de llegar a la Ciudad Imperial. Eso ocurriría durante el crepúsculo. Aquella primera noche en la capital de la que esperaba tanto la tendría que pasar errando al azar por las calles.
5
Incapaz de recuperar su calma, Cayle recorrió por tres veces el avión de punta a cabo. El espejo energético delante del que se detuvo le devolvió la imagen de un rostro descompuesto que fijaba sobre él una mirada enfebrecida. ¿Qué hacer ahora?, se preguntó con desesperanza. Pero una cuestión apremiante le acuciaba, eclipsando todos los otros puntos dudosos: ¿por qué se fijaron en él aquellos rufianes? ¿Por qué se le dirigieron inmediatamente, sin dudar? Mientras se miraba al espejo distinguió a la muchacha de la armería que no pareció reconocerle. Llevaba un traje sastre azul y una sarta de perlas opalinas destacaba el brillo divino de su cuello. Iba elegante, parecía tan feliz que no tuvo valor para abordarla. Se alejó. Había un sillón libre; se dejó caer en él.
Un hombre con el uniforme de coronel de la armada imperial se sentó al otro lado del pasillo. Estaba totalmente borracho, tanto que parecía un verdadero milagro que hubiese podido llegar hasta allí. El sentido del equilibrio es un misterio impenetrable… El militar miró a Cayle con ojos turbados.
—¿Qué ocurre? ¿Me espía? ¡Eh! ¡Mozo! —gritó con voz estridente.
El camarero vino presuroso.
—Trae vino a mi ángel guardián. El mejor que tengáis en vuestra bodega.
Mientras que el servidor marchaba a la cocina, el oficial se inclinó hacia el joven.
—Tenemos que descansar juntos, ¿verdad? ¿Por qué no finalizamos el viaje en compañía? Soy un borracho —añadió en tono de confianza—. No es preciso que lo sepa la emperatriz —agitó tristemente la cabeza—. No le gusta. En absoluto. Y ahora, ¿qué es lo que espera? Acérquese.
Maldiciendo interiormente al inoportuno, Cayle obedeció. Una luz de esperanza había nacido. La chica de la armería le había aconsejado entrar en el ejército. Si llegaba a disponer de recomendaciones y se alistaba sin retraso, la pérdida de su dinero carecería de importancia. Había llegado el momento de tomar una decisión.
Más pronto de lo que hubiese querido, se tomó la bebida que le trajo el camarero, mientras contemplaba de reojo a su vecino.
Un chorro de elocuencia se vertió sobre él, la imagen del personaje se le acercó poco a poco. Se llamaba Medlon, Laurel Medlon. Y el coronel Medlon dejó entender que era confidente de la emperatriz, un familiar de palacio y que tenía la responsabilidad de un fiscal de circunscripción.
—Y una buena paga… hip… por la circunscripción —precisó con una satisfacción que daba densidad particular a sus palabras.
Miró a Cayle con aire sardónico.
—¿Le gustaría entrar en el ajo, eh? ¡Ah, ah! —Un ataque de hipo le sacudió de pies a cabeza—. Pase mañana por mi oficina.
La voz se le quebró y se puso a murmurar cosas ininteligibles entre dientes.
—Cuando llegué a la Ciudad Imperial tenía tu edad. ¡Ah, y estaba sin blanca! ¡Eso no hay que decirlo! —Una emoción alcohólica le sacudió espasmódicamente—. ¡Esos tipos sucios del monopolio de los vestidos! A cada región envían modelos distintos. Los tipos que caen en su redil quedan imposibles de reparar. Y en nada de tiempo me vi encuadrado…
Mientras que el coronel se lanzaba a una letanía de juramentos un soplo de rabia se apoderó de Cayle.
¡Eran sus ropas las que le habían delatado! Su padre le obligó siempre a comprar sus trajes en Glay.
—Mi noble familia no se viste en el pueblo, ¿cómo quieres tú que los comerciantes locales vengan a nuestra tienda y taller? —el argumento carecía de réplica y era una cuestión que el viejo no permitía discutir.
—Y heme aquí —se quejó Cayle—. Con la blusa afuera porque llevo ropas de patán —pero su cólera no duró mucho. Al reflexionar descubrió que las ropas que vendían en Ferd no tenían el estilo característico de las de Glay. Era algo sutil. Y repugnante. Pero, por lo menos, el informe había resultado interesante. Aunque llegase demasiado tarde.
El coronel se movió y Cayle volvió a preguntar.
—¿Cómo ingresó en el ejército? ¿Y como llegó a oficial?
La respuesta fue bastante embrollada. El oficial comenzó por murmurar alguna cosa a propósito de la emperatriz que jamás se quejaba de las extracciones fiscales, de la campaña contra las armerías… una faena muy sucia. Después de una alusión obscura a presencias femeninas, lo que convenció a Cayle de que su interlocutor tenía varias amantes, Medlon terminó por ir al grano.
—Cinco mil créditos pagué por mi graduación… ¡Una marranada! ¡La emperatriz quiere que eso sea gratuito, ahora! —murmuró después de haber meditado un instante—. ¡Cero para la pregunta! Es preciso que se ayude al aspirante. ¡Yo he pagado con largueza mis galones! —terminó indignado.
—¿Quiere usted decir que no se puede alcanzar la oficialidad sin tener que repartir dinero a manos llenas?
En su sobreexcitación tiró de la manga del coronel, que abrió los ojos y le miró retador.
—¿Y de hecho quién es usted? —preguntó el oficial con una voz dura en la que no quedaban ya rastros de embriaguez—. ¡Lárguese! ¡Qué época! No se puede viajar sin que todos los vagabundos de la Tierra caigan sobre ti. Me dan ganas de hacerle arrestar.
Cayle, con el rostro púrpura, se levantó y se alejó con paso inseguro. Estaba casi al borde del pánico. ¡Al fin y a la postre esto acabaría por ser insoportable! Se inmovilizó en el quicio de la puerta del bar y sus sombríos pensamientos se disiparon:
Seal y sus cómplices estaban todavía allí.
Cayle, con todos los músculos crispados, comprendió bruscamente por qué sus pasos le habían llevado hasta aquel lugar. El deseo de acción hervía en su sangre. Estaba decidido a no dejarles salirse con la suya. Pero primero necesitaba informes.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la joven de la armería, que, sentada en un rincón, estaba leyendo un libro.
Ella no le apartó los ojos de encima mientras el joven le contó con detalles el robo de que había sido víctima.
—Aconséjeme —preguntó cuando acabó su relato—. ¿Debo quejarme ante el capitán?
Ella negó con la cabeza.
—En su lugar, me guardaría mucho. El comandante de la tripulación percibe, generalmente, el cuarenta por ciento del botín. Ayudaría más que nada a esos granujas a desembarazarse de su cadáver.
Cayle pareció desplomarse en el asiento. Ya no podía más. Era la primera vez en su vida que había ido más lejos de Ferd y este viaje del que tanto esperaba era la prueba más amarga que conociera nunca.
—¿Que por qué le han buscado a usted? ¡Oh! ¡Claro! Usted lleva un atuendo provinciano. Pero yo tampoco comprendo cómo operan. Sondean discretamente a la gente con el transparador. De los que poseen una pistola comprada en nuestras armerías se apartan cuidadosamente.
Los rasgos de Cayle se endurecieron.
—Présteme la suya. Voy a dar una lección a esos bribones.
—Nuestras armas van sintonizadas a su propietario. En sus manos, la mía no funcionaría. Además, deben servir exclusivamente para casos de legítima defensa.
Cayle bajó los ojos con aire sombrío mirando al suelo transparente. El panorama brillante que se desplegaba bajo el aparato, la salpicadura de los pueblos entrevistos no hacían más que acrecentar su desánimo.
Pero todavía se negaba a capitular. Era preciso convencer a Lucy Rall de que le ayudara. Era su única esperanza.
—¿Además de armas, qué se puede encontrar en sus tiendas?
La joven dudó.
—También poseemos un Centro de Informaciones.
—¿Qué género de informaciones?
—¡Oh! La fecha de nacimiento de las personas, su historial, los crímenes que han cometido o que están en trance de cometer. Pero, bien entendido, conservamos una estricta neutralidad.
Era a la vez engañosa y cautivante. El momento quizá no fuese bien elegido, pero hacía años que se proponía tales preguntas sobre las tiendas de armas y por fin encontró una persona capaz de satisfacerle.
—Si tienen ustedes armas tan extraordinarias, ¿por qué no se apoderan del Gobierno?
Lucy Rall sonrió.
—¡Usted no comprende! Las armerías fueron creadas hace más de dos mil años por un hombre que tenía plena conciencia de lo absurdo de los perpetuos conflictos que oponen a grupos rurales ávidos de poseer el poder. Aquel hombre quería poner término definitivo a estas luchas, tanto a las guerras civiles como a las otras. En aquella época, un conflicto acababa de producirse y que dejó como secuela más de mil millones de muertos. Millones de personas le siguieron. Su principio era que el Gobierno, cualquiera que fuese, debía conservar el poder, pero era preciso un contrapeso, su primer objetivo fue prohibir a los gobernantes asumir de nuevo la autoridad absoluta. La víctima de cualquier injusticia podía procurarse un arma para la defensa. ¡No se imagina usted qué gran progreso fue todo esto! ¡En las épocas de las viejas tiranías estar en posesión de un revólver o de un puñal era un crimen penado con la pena máxima!
La emoción hizo que su voz vibrara. Era imposible dudar de que creía con toda el alma las palabras que pronunciaba.
—Esa idea tenía por base el invento del sistema de control energético, gracias al cual fue posible fabricar armas utilizables únicamente con propósito defensivo.
»Ese descubrimiento impedía el uso de las nuevas armas para fines criminales y justificaba moralmente a la empresa. Y los aparatos fabricados según tal principio son superiores al armamento clásico, el único de que dispone el Gobierno. Puesto que son manejados por psicocontrol. Están únicamente a mano cuando se ha de afrontar una situación crítica. Además, forman una pantalla invulnerable a las armas radiantes. Sólo las balas pueden perforaría, pero eso casi no tiene importancia porque la respuesta es más rápida que el ataque. Esta primera siempre supera al segundo.
—¿Y si se ataca por sorpresa? ¿Y si se cae en una emboscada?
La joven se encogió de hombros.
—En ese caso, claro, no hay nada que hacer. En verdad, se lo repito, usted no lo comprende —añadió con una ligera sonrisa—. El individuo es una porción despreciable. Lo que importa es que millones de personas sepan que tienen posibilidad de procurarse un arma en nuestra casa si necesitan defenderse, defender su vida o la de su familia. Y, todavía más importante, las fuerzas de defensa de la persona son tenidas en cuenta al mismo tiempo. Así hay un equilibrio entre gobernantes y gobernados.
Una amarga desilusión apareció en el rostro de Cayle.
—A fin de cuentas uno debe de confiar en sí mismo. Un ejército no basta, es preciso también la voluntad de resistir. Y si no se tiene ayuda, nada se alcanzará.
Con el corazón agobiado, comprendió que Lucy sólo tenía una meta al proporcionarle todas aquellas explicaciones: deseaba demostrarle que era incapaz de ayudarle.
—Está usted desilusionado, ¿verdad? ¿Qué es lo que quería? Las cosas son así. Créame, terminará por admitir que es bueno que así sea. Si una persona no tiene la energía necesaria para luchar cuando se quebrantan sus derechos, no la salvará ninguna fuerza exterior. Nuestra doctrina es que las gentes tienen siempre el Gobierno que merecen y que los hombres, para conseguir el triunfo de la libertad, deben correr riesgos, sacrificar su propia vida, si las circunstancias lo exigieran.
El rostro de Cayle debió reflejar la violencia de sus sentimientos, porque la joven se interrumpió de pronto.
—Déjeme sola ahora. Necesito reflexionar. No le prometo nada, pero sepa que le comunicaré mi decisión antes de llegar. ¿Le basta con eso?
¡Una hábil pirueta para desembarazarse de él! Se levantó, la dirigió una sonrisa seca y se fue al salón contiguo donde encontró un asiento vacante. Cuando, algo más tarde, regresó, Lucy no estaba.
Esa fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso. Ella eludía el problema. De nuevo la tensión creció en él. Marchó al bar.
Bajo la violencia del golpe, Seal, que no lo había visto venir, giró en el taburete sobre el que se sentaba y rodó por los suelos. Sus dos compañeros acudieron en su auxilio. Cayle golpeó al bandido más próximo, que se dobló y se llevó las manos crispadas al estómago. El joven saltó en dirección del tercer bandido, que se preparaba a escapar. Tuvo ventaja, se apoderó del revólver y dejó caer la culata cruelmente sobre la nuca de su adversario. Brotó sangre. Se oyó un grito de animal herido.
Cayle se volvió a tiempo para ver levantarse a Seal. Los dos hombres se quedaron uno frente a otro.
—Devuélvame mi dinero. Cometió un error en la persona.
El otro iba a protestar pero se dio cuenta de que no era la buena táctica. Levantó las manos al aire.
—Tira, bestia. Después de todo, no se te ha matado.
—Mi dinero.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó de pronto una voz autoritaria—. Eh, usted, suelte ese revólver.
Cayle volvió la cabeza. Tres de los oficiales de a bordo le apuntaban con sus armas radiantes. Retrocedió algunos pasos, empuñando el revólver, y con sequedad sopesó los hechos. Pero no era su intención rendirse.
—Tengo motivos para pensar que los oficiales de un aparato donde se ha producido un incidente análogo no están por encima de toda sospecha. Ahora, ustedes, devuélvanme lo que me robaron.
No hubo respuesta. Cayle lanzó una ojeada furtiva a su espalda… y tuvo la impresión de que las rodillas se le doblaban,
Seal y sus compinches se habían volatilizado.
El oficial del puente tomó la palabra.
—Deme su revólver y olvidaremos el incidente.
—Sea.
Cayle cruzó la puerta, dejó caer el revólver.
Recorrió el avión de punta a punta y no tuvo más remedio que rendirse ante la evidencia, sus ladrones permanecían invisibles. Entonces, descompuesto por el furor, fue en busca del comandante, al que acusó de complicidad.
—¡Ha puesto usted una chalupa a su disposición para que escaparan!
Sin abandonar su flema, el capitán contestó al joven con aire sarcástico.
—Está a punto de darse cuenta de que los pequeños anuncios no mienten cuando proclaman que los viajes forman a la juventud. Después de que subiese usted a bordo, ha despertado su alma, ha descubierto en usted reservas de valor insospechadas. En resumen, han bastado unas cuantas horas para hacer de usted un adulto. Es una experiencia inapreciable la que ha adquirido aquí. ¿Y qué dio usted a cambio? ¡Un poco de dinero! Si alguna vez desea ofrecer una prima supletoria, diríjase a mí.
—Me quejaré a la Sociedad.
El capitán se encogió de hombros.
—El libro de reclamaciones está a disposición de los pasajeros en el gran salón. Le llamaremos a nuestra sucursal de Ferd para las explicaciones. Con el viaje a sus expensas, claro.
—Comprendo. ¡Hermosa organización!
—No fui yo quien inventó el reglamento. Me limito a aplicarlo.
Cayle se fue y, todavía desanimado, intentó hallar a Lucy Rall. Pero tampoco estaba a la vista. Dentro de media hora llegarían. En el suelo las sombras eran alargadas. El cielo se obscurecía y se descomponía por el este como si la noche ya hubiera tomado posesión del horizonte.
Un poco antes, cuando el muchacho la abandonó, Lucy cerró el libro y se dirigió con descuido a una cabina del teléstato. Encerrada dentro, desconectó el aparato, con ramificación a la cabina del capitán, con ayuda de una de las piedras que brillaban en sus dedos se dedicó a ciertas manipulaciones tan misteriosas como delicadas que tuvieron por resultado ponerla en comunicación con una central no prevista por la administración. Un rostro femenino apareció en la pantalla.
—Aquí Centro de Informaciones. Hable.
—Póngame con Robert Hedrock.
—Un momento.
El rostro de un hombre de rasgos tallados a golpe de martillo, con una cara de la que emanaba una potencia, una vitalidad asombrosas, ejercitando un verdadero atractivo magnético, reemplazó al de la telefonista.
—Sección Coordinación —anunció con una voz bien timbrada—. Escucho.
—Aquí Lucy Rall, Sección Detección, asunto Clark Cayle.
De manera sucinta expuso a la atención de su corresponsal los acontecimientos recientes en los cuales se mezcló el joven.
—Los análisis han revelado que se trata de un verdadero gigante calisténico —continuó ella—. Sigue en observación permanente con la esperanza de que sus poderes latentes se desarrollen lo bastante para que nos sea posible por su intermedio oponernos a la destrucción de las armerías por el ejército temperado. Esta decisión fue tomada conforme a las directrices que nos recomiendan que no se descuide ninguna posibilidad. Soy de la opinión de concederle un apoyo financiero.
El hombre inclinó la cabeza con aire pensativo.
—¿Cuál es el índice de su pueblo?
—Mediocre. Quizá tenga dificultades al principio, pero perderá pronto sus actitudes provincianas. Los obstáculos ante los cuales se encuentra actualmente tendrán por efecto endurecerle. Pero necesita ayuda.
—En los casos de tal género, cuanto menos generoso se es, más reconocido se muestra el individuo. Esto es lo que esperamos —precisó con una sonrisa—. Dele quince créditos y arrégleselas para hacerle creer que se trata de un préstamo que se le da a título personal. No se le permite ayudarle de otro modo. Es preciso que se sienta absolutamente libre en sus acciones. ¿Nada más?
—No.
—Entonces, hasta la vista.
Minutos más tarde el teléstato había vuelto a su circuito normal.
6
La patrona estudió mucho rato a Cayle. ¿Acaso adivinaría que acababa de llegar de su provincia? ¿Cómo saberlo? Por fin, la mujer hizo un gesto de asentimiento, pero su rostro permaneció impenetrable.
El cuarto era pequeño, pero el alquiler sólo representaba un cuarto de crédito por día. El joven se tumbó en la cama y trató de conectar el relajador rítmico. Ahora se sentía maravillosamente bien. Si el robo del que había sido víctima le encrespaba, había dejado de considerarlo como una catástrofe. Tenía buenas piernas, buen ojo, y se encontraba en la Ciudad Imperial y los quince créditos que le prestó Lucy Rall le permitirían mantenerse algunas semanas. Era preciso reconocer que el hecho de que le hubiese prestado dinero la joven, de que le diese su dirección, debía significar por lo menos alguna cosa. Con un suspiro de alivio se levantó. Primero había que cenar.
No había más que un cliente en el bar automático que distinguió en la esquina
Desde la parrilla instantánea le enviaron un filete, y Cayle fue a sentarse a lado del solitario comensal.
—Perdóneme —dijo casi a bocajarro—, pero es mi primer día en la ciudad. ¿Sería abusar de usted pedirle que me dijese en dos palabras qué recursos se pueden encontrar?
La audacia de la ingenuidad. Pero Cayle se sentía muy seguro, así que tanto peor para su amor propio. Necesitaba mucho charlar. Por conseguir esto bien valía arrinconar el orgullo. Con aire importante, el desconocido se aclaró la garganta (¡Cayle le habría pegado!).
—¿Ha estado usted ya en alguna parte?
—No. Acabo de llegar.
Un brillo de interés apareció en las pupilas del hombre.
«Está a punto de calcular cuánto me podrá sacar», pensó cínicamente Cayle.
—Me llamo Gregor —dijo el otro con tono gangoso—, y habito en el barrio. ¿Con exactitud, qué desea saber?
—Dónde se encuentra la zona residencial. Y la comercial. De lo que hablan las gentes…
Gregor exclamó:
—¿Y de qué pueden hablar las gentes si no es de la emperatriz? ¿La ha visto usted ya?
—Solamente en el teléstato.
—No es más que una mujer que ensaya con todas sus fuerzas mostrar un aire inflexible.
Cayle no había pensado jamás en la soberana bajo este aspecto. A pesar del cinismo que afectaba, la idea de emitir un juicio sobre los miembros de la familia reinante no se le había ocurrido nunca. No representaban para él más que títulos y el propósito de su interlocutor que humanizaba a la emperatriz Innelda le pareció chocante.
—Es una prisionera de su palacio, prisionera de una banda de viejos que utilizan su poder.
Cayle frunció el entrecejo, desagradablemente impresionado. El rostro de la soberana respiraba obstinación. El orgullo y la determinación vibraban en su voz. Tratar de manejar a la soberana sería seguramente un juego peligroso. ¡Tenía bien puesta la cabeza sobre los hombros!
—Vamos, debería usted probar los Juegos. Se encuentran en la Avenida de la Suerte. Allí hallará teatros, restaurantes, casas…
Cayle dejó de interesarse por las palabras de Gregor. Hubiera debido saber por anticipado que un desconocido hallado por azar en un barrio de gentes mezquinas era incapaz de darle los informes que él anhelaba. Era un tipo con cerebro que cabría en una cáscara de nuez. Sin ningún interés.
—Sería una dicha para mí actuar de cicerone de usted —continuó Gregor—. De momento ocurre que estoy un poco apurado de dinero, pero…
Cayle le dirigió una seca sonrisa. Un aprovechón de forasteros. Un producto de la corrupción de Isher, seguro, pero tan mediocre, tan lastimero que hasta daba risa.
—Será otra vez, esta noche estoy muy fatigado. El viaje fue largo. Y creo que me iré a la cama prontito.
Concentró su atención en el plato. No se sentía en el fondo descontento del todo. En cierto sentido, aquella conversación anodina fue fructuosa. Sin conocer nada de la Ciudad Imperial, Cayle comenzó a ver claramente lo que Gregor le indicara como sensato e insensato.
La cuenta estaba saldada pero decidió considerar la cosa como insuficiente. Después de sus aventuras, necesitaba reponer fuerzas.
Pese a ser ya de noche al salir, la calle hervía de niños cuyos juegos observó durante un momento. Y con estupefacción advirtió que el corro al ritmo del cual giraban aquellos chavales, el más pequeño de seis años y el mayor de unos doce, cantaba una tonadilla que conocía desde el colegio, pero salpimentada de palabras francamente pornográficas.
—¡Dios del cielo! ¡Y yo que tenía la reputación de ser mal hablado en Glay! ¡Me catalogarían de ingenuo después de oír a estos críos! —Llegó a su hotel y abandonó los sombríos pensamientos que el espectáculo hizo nacer en su alma…
El adolescente cuyas salidas arrancaban suspiros desaprobadores a los viejos del pueblo, era en realidad un alma sencilla y honesta. Quizás acabaría mal. Pero únicamente a causa de su excesiva inocencia.
En Glay experimentaba cierto placer al intervenir en las conversaciones, queriéndose adaptar así a la actitud de «uno del pueblo». Pero, se decía suspirando mientras se introducía entre las sábanas, eso no era más que una vulgar equivocación. Le faltaba experiencia, carecía del sentimiento acomodaticio de las gentes de la ciudad, de sus reflejos, de su instinto del peligro. Necesitaba paliar tantas debilidades sin perder un minuto. Pero todo eso quedaba expreso de una manera vaga… tenía el penoso sentimiento de que tan valientes decisiones eran pompas de jabón mientras que la única que importaba, la que debería tomar uno de estos días, se le escapaba del todo.
Se durmió con estas reflexiones. Y tal inquietud lacerante no le abandonó: fue el contrapunto de los sueños que poblaron aquella noche su imaginación.
Se despertó descontento y fatigado. Con una insatisfacción que tardó muchísimo rato en disiparse.
Desconfiaba de todo lo automático, desayunó en un restaurante que, por un notable crédito, ofrecía a la clientela una cocina casera, servicio comprendido.
¡Triste economía! Los alimentos indigestos le pesaban en el estómago hasta el momento en que penetró en el Palacio del Penique, un establecimiento de juegos de ornamentación muy recargada en la mundialmente famosa Avenida de la Suerte.
Según la guía que se procuró y que hablaba exclusivamente de la Avenida de la Suerte y sus establecimientos, los dueños del Palacio del Penique«han colocado carteles luminosos que proclaman con modestia que se puede entrar con un penique en el Palacio y salir con un millón… un millón de créditos», además, no se precisaba si alguien se había beneficiado efectivamente alguna vez de tal sabor de la suerte.
«El Palacio del Penique, terminaba la noticia, se vanagloria de poseer más juegos mitad por mitad, para el número de máquinas que tienen en operación, que ningún otro establecimiento de la Avenida de la Suerte».
Eso era lo que interesaba a Cayle. Lo módico de las apuestas. No se trataba de emular a aquel famoso millonario inmediatamente. Para empezar, se contentaría con obtener quinientos créditos. Siempre tendría ocasión de buscar una fortuna más amplia.
Se paró delante de un aparato cuyo centro estaba formado por una especie de torbellino líquido. A su alrededor volaban, ampliadas, dos palabras… siempre las mismas: Cara o Cruz. El torbellino las aspiraba y, cuando había conseguido diez, se producía una reacción química. Varios signos cautivos se disolvían, sólo el ganador flotaba a la superficie del recipiente luminoso. Entonces se oían unos chasquidos: las puestas desaparecían en las entrañas del aparato mientras las ganancias se acumulaban ante el jugador vencedor.
Cayle jugó.
Escuchó el clic de la derrota.
Dobló su apuesta. Ganó, recuperó su capital y tomó a jugar. Las luces parpadearon, las palabras salieron despedidas formando columnas como géiseres.
¡Cara!
El sonido argentino de las monedas acarició su oído.
Este sonido lo escucharía a menudo durante hora y media. Deseaba mostrarse prudente, no jugar más que un poco, reunió cinco créditos y decidió irse al restaurante vecino. Necesitaba recuperar fuerzas.
Cuando llegó a la cámara del tesoro, ese era su nombre, le llamó la atención otro juego. Todavía más… íntimo. Se metía una moneda en la ranura, se maniobraba una palanca y una especie de puntitos brillantes bailoteaban luminosos en la superficie de un tablero. Tras una rápida zarabanda, no quedaban más que dos lucecitas en curso: roja y negra. No era más que una variación del tema de Cara o Cruz, puesto que las posibilidades del jugador eran siempre del cincuenta por ciento.
Cayle metió un crédito en la ranura. Perdió. Volvió a jugar. Volvió a perder. Jugó por tercera vez sin más éxito. A la cuarta jugada, se iluminó la luz adecuada. Fue su primera victoria. Continuó. Gané diez veces seguidas, perdió cuatro, prosiguió, venció en siete partidas de diez. Jugando con prudencia, se esforzaba en limitar su suerte en vez de desafiarla, embolsándose setenta y ocho créditos en el espacio de dos horas. Satisfecho, decidió que había llegado el momento de tomarse un vaso de licor y reflexionar. Tenía un programa en mente: comprarse un traje nuevo, poner a buen recaudo sus beneficios, devolver lo que debía a Lucy Rall. Ante todo, le era necesario comunicar por teléstato con la joven. Siempre tendría tiempo más tarde de seguir jugando en el establecimiento.
Bastante animado entró en la cabina y pronto se iluminó la pantalla y el rostro de Lucy se formó en la superficie luminosa.
—He salido —le explicó ella.
Cayle meneó la cabeza con aire conocedor. Muy práctico, los teléstatos miniaturizados que se llevan encima y que están conectados al principal de la casa. Mucha gente los poseía. La calidad de la imagen era excelente, a pesar de la amplificación que debía sufrir.
—Vuelvo. ¿Desea usted venir a mi casa? —continuó ella antes de que pudiese el joven pronunciar palabra.
¡Si la muchacha se lo ofrecía!
Las cuatro salitas estaban completamente cubiertas de aparatos automáticos. Una ojeada bastó a Cayle para convencerse de que Lucy no tenía el menor gusto por las tareas domésticas. Pero no fue eso lo que le asombró. El apartamento carecía de aire acondicionado.
Cuando manifestó su sorpresa, Lucy se encogió de hombros.
—Ya sabe usted, las gentes de las tiendas de armas viven de cualquier manera. Y en general en los mejores barrios. Sólo las tiendas y los Centros de Informaciones quedan protegidos. Si usted quiere rehacer su guardarropía —continuó ella, volviendo al tema principal de conversación—, estoy a su disposición para ayudarle en la elección de las prendas. Pero sólo dispongo de dos horas.
Cayle parecía estar viviendo en el séptimo cielo. Si ella le había invitado era por un motivo preciso. Ignoraba qué funciones cumplía en la organización secreta. ¿Pero por qué motivo los armeros hubiesen querido que visitara el domicilio de Lucy? No. La única hipótesis plausible era que la joven se interesaba por él. De un modo completamente personal.
Ocuparon un autoplano. Lucy oprimió el botón y el motor se puso en marcha como una flecha.
—¿Dónde vamos?
Ella alzó la mano.
—Fíjese.
Debajo flotaba una nube artificial de colores cambiantes en la que de pronto aparecieron estas palabras en letras de fuego: Haberdashery Paraíso.
—¡Eh! ¡Me acuerdo! —exclamó Cayle—. Me fijé en esta publicidad ayer.
El cartel que le llamara la atención indicaba a todos los varones que el Paraíso era el único lugar donde podían procurarse a cualquier hora del día o de la noche, cuanto existía sobre la Tierra, Marte o Venus. Y mediante un ligero suplemento, de lo que hubiese en todo lugar habitado del sistema solar.
—Eso vale la pena de verse, sépalo usted.
Tuvo la impresión de que ella disfrutaba al ver su alegría. Se sintió ingenuo. Pero no demasiado. Lo importante era que la acompañase.
—Es una amabilidad por su parte echarme una mano —murmuró.
El Paraíso resultó más impresionante todavía de lo que sugerían los anuncios. Seiscientos metros de calzada, ochenta pisos, le indicó Lucy, que añadió:
—Vamos a ir de inmediato a la zona central y allí encontrará usted su vestuario.
La puerta no tendría menos de cien metros de longitud y una altura de treinta pisos. Una pantalla de energía la protegía de la intemperie, sin impedir el paso de las gentes. En el Paraíso se encontraba cuanto se podía desear. Todo y lo demás. Equipos de playa, seguro. Pero también la playa. Una playa de cuatrocientos metros con aguas espumantes y oleaje. La playa completa, de hermosos horizontes, arena, juegos marinos y, claro, atmósfera de océano.
Se compraba material para esquiar en el Paraíso en la misma montaña… una montaña asombrosamente exacta, que tenía una pista nevada de un kilómetro de longitud.
«El Paraíso es la tienda total». Detonaban los luminosos. «Nuestro lema: Todo para el hombre, si no ve usted el articulo que desea, pídanoslo, lo tenemos y a mejor precio».
—Eso se refiere igualmente a las mujeres —precisó Lucy.
El mismo sistema de venta libre y autoservicio existía en la sección de ropas. Tarifas escalonadas desde cinco a cincuenta mil créditos. La joven explicó
—Se sorprendería al saber la gran cantidad de hijas de buena familia que se hacen inscribir como mujeres de alquiler aquí cuando necesitan dinero. Claro, todo está organizado con la máxima discreción.
La ojeada que ella le lanzó exigía un comentario. Era una llamada directa por lo que se sorprendió y le supo mal declarar:
—¡Comprendo! Pero yo nunca alquilaría aquí a una mujer.
La respuesta pareció satisfacer a la joven.
La sección de confecciones ocupaba treinta pisos, cada uno tenía artículos a precio distinto. Lucy condujo a Cayle al piso de veinte a treinta créditos. Luego le enseñó la diferencia entre el tejido de las ropas «urbanas» y el de su propio vestido. Por treinta y dos créditos compró un traje completo, una camisa, una corbata, un par de calcetines y otro de zapatos. Cesó ya en sus compras porque, siempre práctica, su acompañante le indicó que no podía permitirse otros gastos.
Se negó a que le reembolsara el dinero prestado.
Ya ajustaremos cuentas más tarde, será mejor que constituya una pequeña reserva de momento. Hágase abrir una cuenta en el banco.
Cayle accedió porque así tendría un pretexto para volverla a ver.
Ella lo hizo porque así también tenía un pretexto para volverlo a ver.
—Vaya a cambiarse, le esperaré.
Fue sin duda esta frase la que le hizo la decisión de obtener un beso de Lucy antes de separarse. Pero cuando salieron de la sala de pruebas, las primeras palabras de la joven fueron como una ducha fría sobre él.
—¡Han pasado ya tres horas! ¡No me di cuenta de que era tan tarde! —le sonrió—. Está usted soberbio. Y de una elegancia… Pero, despidámonos.
Se separaron ante la entrada colosal de la tienda, Lucy marchó presurosa hasta una parada de autoplanos, dejando al pobre muchacho completamente estupefacto.
Pero Cayle recuperó pronto el dominio de sí mismo y se encontró tan dinámico como siempre al presentarse ante la Banca Interplanetaria número 5, un edificio masivo de sesenta y cuatro pisos, coronado por columnas inmateriales. Se trataba de un establecimiento muy importante para efectuar un depósito de quince insignificantes créditos, pero el cajero no hizo el menor comentario ante tan módica suma. Tomó las huellas digitales del nuevo cliente. Eso fue todo.
Terminada la operación, Cayle experimentó un infinito bienestar como no había conocido desde el robo del que fue víctima. Tenía dinero, ropas apropiadas. Todavía quedaba una fórmula que cumplir antes de seguir su carrera de jugador. Con paso decidido, marchó hacia la armería, situada en el centro del recinto inevitable que formaba como una valía protectora en torno a las tiendas de armas y en la que se fijara antes. Pero había un escrito colocado en la puerta de la tienda:
CIERRE PROVISIONAL DE TODAS LAS ARMERÍAS METROPOLITANAS
LAS ARMERÍAS RURALES SIGUEN ABIERTAS AL PÚBLICO
COMO DE COSTUMBRE
Cayle dio media vuelta con malhumor. No había previsto tal contratiempo. ¿Qué querría decir esto? ¿Cuándo volverían a abrir? En torno a la tienda reinaba un silencio opresivo. ¿Pero qué tenía de inquietante? En Glay también la armería estaba rodeada de una zona de silencio.
Desorientado, sacudió la puerta sin poderla abrir, luego volvió a la calle.
La cuestión, de momento, era saber qué botón le convenía oprimir. El recuerdo de las dos horas y media pasadas en compañía de Lucy le sobrevino, de súbito, y deseó repetir tan insólito reencuentro. Con espanto recordó su conversación. ¡Ella se mostró terca! En compensación, de todo lo que le dijo la joven, no encontraba en su memoria más que retazos de palabras y una vaga impresión de autoridad, de franqueza.
«¡Cielos, cuando una chica se pasa toda la tarde entera con un muchacho de manera tan trivial…!».
Necesitaba hacer alguna cosa, meterse de cabeza en la acción. Sentía un impulso profundo, irresistible. Se había estado haciendo un programa para la semana; primero la armería, luego los juegos, después una visita al coronel Medlon. Era un orden lógico, puesto que, una vez al servicio de la emperatriz, no podría entrar dentro de una tienda de armas. Los propios centinelas civiles se veían imposibilitados de franquear las puertas.
¿Pero qué es lo que debería hacer primero?
7
El Estado Mayor del distrito XIX estaba instalado en un inmueble pasado de moda de estilo decadente, con cornisas de mármol que se fundían en rígidas volutas. Una moda que resucitaba durante períodos. No era en verdad una gran construcción, pero sí suficiente cuanto menos para que Cayle se detuviera a contemplarla. Sus quince pisos, sus masas de mesas de despacho tan llenas de máquinas donde los empleados se afanaban trabajando, resultaban impresionantes. Ahora se daba cuenta de que el borracho de aquel avión era en verdad un personaje muy importante.
Dio su nombre en la recepción. Pero eso no fue más que un preliminar. El ordenanza que le interrogó consideró indispensable recurrir a una autoridad superior, que, ocurrió después, tenía el aspecto de un militar de edad indefinida, cuyo uniforme ostentaba las insignias de capitán. El oficial preguntó sardónico al visitante:
—Al coronel no le gustan los novatos. ¿Quién es usted?
Esto no parecía prometedor para entrar en materia, pero Cayle estaba decidido. Tenía la costumbre de ir al grano, costumbre inveterada que los años pasados cerca de su padre sólo habían conseguido reforzar. Fruto de esta larga experiencia, repuso con una voz uniforme:
—Trabé conocimiento con el coronel Medlon ayer en el avión y me pidió expresamente que pasara a verle. ¿Sería usted tan amable de indicarle que me encuentro aquí?
El capitán meditó un largo rato, después, sin decir palabra, giró en redondo y desapareció en dirección a las oficinas internas. Cuando regresó tenía un aire menos enfurruñado.
—El coronel no se acuerda de usted, pero le concederá un minuto —su tono se hizo más confidencial—. ¿Cuando le vio estaba… ejem… estaba bajo la influencia de…?
Cayle asintió con la cabeza.
—Entonces, acepte mi consejo, no insista. En dos ocasiones hoy una personalidad muy importante le ha llamado y ambas veces ha hecho decir que no estaba. Su visita me parece que le ha inquietado. Teme haberse ido de la lengua demasiado cuando estuvo en su compañía. En resumen, cuando está aquí no bebe ni una gota de alcohol.
La idea que Cayle se hacía de Isher iba precisándose poco a poco. He aquí un capitán que no tenía más que una ambición, limpiar las botas de su jefe.
Pero desde que puso el pie en el ascensor se ocupó de preocupaciones más personales. ¿Lograría tomar el mando de la situación?, se preguntó con angustia. Su temor de verse expulsado del Estado Mayor manu militari se disipó cuando lanzó una ojeada hacia el hombre que estaba sentado detrás de un gran escritorio que formaba ángulo.
No había duda se trataba de su compañero de viaje, aunque parecía… ¿cómo decirlo…? Era diferente. Su rostro hinchado de borracho había perdido el color. Los ojos soñadores, el coronel tamborileaba nervioso sobre el tablero de su mesa.
—Déjenos solos, capitán —ordenó con una voz tranquila y autoritaria.
El interpelado obedeció tras saludar y Cayle se sentó.
—En efecto, su rostro no me es desconocido —comenzó Medlon—. Yo estaba un poco mareado, ¿no? —Su risa sonó a falsa.
Cayle pensó en las frases que había dicho el coronel con respecto a la emperatriz. Frases… peligrosas.
—No me dio esa impresión, mi coronel. Aunque… aunque, pensándolo bien, fue una ligereza por su parte dejar caer tales confidencias ante un desconocido. Sin duda —añadió al cabo de un silencio— sus altas funciones le permiten expresarse con toda libertad.
El silencio se espesó. Cayle no confiaba en su propia habilidad. El individuo que tenía enfrente no era un patán, ni un pobre de espíritu. De serlo jamás habría llegado a ocupar aquel puesto.
—Parece que estamos de acuerdo, usted y yo, sobre… ejem… sobre algún punto, ¿verdad, joven?
—Usted me dio a entender que hacían falta oficiales. Y me ofreció formar parte de ellos.
—¿Yo? No me acuerdo —parecía reaccionar—. Lo malo es que sólo tengo una cabeza. Debo decirle que lo lamento, pero no está en mi poder hacerle ingresar en el cuerpo de oficiales. El reclutamiento de los cuadros queda fuera de mis atribuciones. Además, los galones proporcionan tal prestigio que el Gobierno saca de ellos un provecho financiero apreciable. Para que usted no crea que le engaño, ¿sabe lo que le costaría ser teniente? Cinco mil créditos. ¿Y capitán? Quince mil. Una suma parecida no se encuentra en cualquier parte y menos teniendo su edad, amigo mío.
A medida que hablaba el oficial el rostro de Cayle se alargó. Si Medlon lo tomaba en este tono… peor para él;
—Y un título de coronel, mi coronel. ¿Cuánto vale?
—Eso no se paga con dinero —respondió el otro con una gran sonrisa—. Hay que dar el alma a cambio. Trozo a trozo. ¡En fin hablemos en serio! Sin duda hablé un poco a la ligera de esta historia de los galones. Pero debe usted comprender que las cosas son como son. Sin embargo, no quisiera que me tomara usted por un charlatán. Aunque la cuestión no está a mi alcance, le voy a decir lo que vamos a hacer. Usted me trae cinco mil créditos… bueno, digamos dentro de cinco días y yo me comprometo a conseguir el título. ¿Le conviene el trato?
Para un muchacho cuya fortuna no alcanzaba los cuarenta créditos, la proposición difícilmente podría pasar como una solución. Si la emperatriz había decretado que los galones no fuesen vendidos a la puja llana, eso indicaba que su autoridad deliberadamente se veía quebrantada. ¡Innelda no era todopoderosa! Cayle, que siempre creyó que sólo las armerías enfrentaban su poder contra la realeza, empezó a darse cuenta de que la soberana se encontraba como presa dentro de un recinto todavía más insidioso. El de sus propios servidores… que eran innumerables… y que cultivaban personales ambiciones, que elaboraban sus planes a la sombra y que se dedicaban a realizarlos con más ardor que a servir y cumplir el juramento de fidelidad que prestaron.
El coronel barajó algunos papeles. La entrevista había terminado. Fue entonces cuando el teléstato se iluminó. La imagen de una joven apareció en la pantalla y su voz preguntó con tono seco:
—¿Dónde estaba usted, coronel?
El oficial se puso rígido y se volvió lentamente hacia el aparato. Aunque el gesto del oficial no hubiese sido tan significativo, Cayle hubiera adivinado el nombre de aquella mujer.
Era la emperatriz de Isher.
8
Cayle, instintivamente, se puso en pie. Tenía la clara conciencia de ser un intruso. Acababa casi de llegar a la puerta cuando se dio cuenta de que Innelda le miraba con insistencia.
—Mi coronel —logró balbucear—, mi coronel, le doy gracias por el honor…
No pudo proseguir. Se quedó petrificado. Una idea mal formulada empezó a palpitar en él. ¿Debía dejar perder una ocasión tan singular? Sería inaudito.
—No le necesito, señor Cayle —dijo Medlon con tono un poco inseguro.
Esto fue lo que hizo que Cayle saliera de su sueño. Sentía sobre sí la mordedura del bochorno. Pero ella ya no le miraba. Había cambiado de objetivo. Pensó en la pareja que formaban aquellos dos, él, una caricatura de borracho. ¡Qué espectáculo para la emperatriz! Sin parpadear, dirigió la mirada hacia la pantalla y se inclinó. Ese gesto tan sólo sirvió para hacerle reconquistar un poco la seguridad en sí mismo.
Era ella. Quizá hubiese en Isher mujeres más bonitas. Pero era imposible olvidarse de aquel rostro correcto iluminado por un par de ojos verdes.
—¿Cuál es tu nombre, joven?
Reconoció el timbre familiar que no había escuchado más que en las alocuciones oficiales.
Medlon, nervioso, se adelantó
—Se trata de uno de mis amigos, Majestad. Está bien, Clark, hasta la vista. Ha sido un placer haber charlado un rato.
Pero Innelda pasó por alto la interrupción.
—He preguntado tu nombre.
Un estremecimiento sacudió a Cayle. Se lo dio.
—¿Cuál es la razón de tu presencia en el despacho de Medlon?
La mirada insistente del coronel se cruzó con la suya. Aquel hombre hábil, pensó vagamente, buscaba su apoyo. Por tanto, Medlon estaba al borde del pánico y la esperanza palpitó en el alma de Cayle.
—Me informaba por el coronel de las posibilidades de llegar a ser, eventualmente, un oficial de los ejércitos de vuestra majestad.
—Lo contrario me hubiese asombrado. La emperatriz hizo una pausa, examinando respectivamente a Cayle y a Medlon con aire pensativo. Contrariamente a lo que se podía, esperar, dio una salida al oficial.
—¿Puedo preguntar cuál ha sido vuestra respuesta coronel?
El sudor penaba el rostro de Medlon. Tenía los músculos a punto de estallar. Pero con una calma que tenía una sombra de dureza, declaró:
—Que se necesitaría una buena quincena. Los miembros de seguridad necesitan tiempo —añadió con un ligero desprecio.
Cayle tuvo la impresión de cabalgar en una ola que le llevaba cada vez más alto. Había ganado la partida. Y su admiración hacia la emperatriz crecido. Nunca se hubiese esperado que la dama demostrase tal fineza y le asombró el que permitiese a uno de sus oficiales, pillado en flagrante delito en un asunto sucio, salvarse o por lo menos salvar las apariencias.
Lo mismo ocurrió cuando, con un tono en donde se percibía el sarcasmo, exclamó ella:
—Ah. Sí coronel. ¡Lo sé demasiado! ¡Muchos jóvenes no logran ingresar porque no les dan el visto bueno en seguridad! Esta situación llega hasta un punto en que me pregunto si no existe una intriga permanente urdida por los comerciantes de armas para desanimar sistemáticamente las buenas voluntades y vocaciones.
Sus ojos parecían relampaguear y no trató de disimular su cólera.
—Cayle Clark, ¿cuánto le han pedido por conseguir galones?
Cayle dudó. Por el rabillo del ojo podía ver el rostro descompuesto de Medlon que lamentaba con amargura cada una de las palabras que pronunciase antes. Su mirada era tan suplicante que Cayle sintió náuseas. Jamás experimentó el sentimiento de tener a un hombre a su merced. Eso le ponía la carne de gallina. Bruscamente tuvo ya más que suficiente.
—Conocí al coronel Medlon ayer y me ofreció hacerme oficial sin condiciones.
El coronel se relajó e Innelda sonrió.
—Me haces muy dichosa al decir eso. Nada tengo que añadir. Hasta la vista, caballeros.
Se oyó un chasquido y la pantalla se apagó. Lentamente, Medlon volvió a su sillón. Cayle avanzó hacia él, la sonrisa en los labios. El coronel le miró.
—Y bien, amigo mío —dijo sereno—, me encantó su visita. Pero perdóneme, tengo mucho que hacer. Espero en cualquier caso verle dentro de dos semanas. Con los cinco mil créditos. Hasta pronto.
Qué amargo es el sabor de la derrota La perspectiva de la victoria, antes esperanzadora, se había hecho casi improbable. ¡Y he aquí que… la culpa era suya! Debido a su propia debilidad. Mira que imaginarse que un crápula fuese capaz de agradecimiento…
El coronel, perfectamente tranquilo de momento; le miraba divertido.
—La emperatriz, dese cuenta, no comprende las dificultades que entrañaría el abandono del sistema actual de venta de los cargos. Un sistema del que yo no soy en absoluto responsable. Atacarle sería un suicidio —continuó—. En fin, espero que este episodio haya proporcionado luz a usted sobre la política del progreso. Hasta cualquier día de éstos, amigo mío.
¿Qué hacer? ¿Lanzarse sobre él? ¿Para qué? Se encontraba en un bastión militar y Cayle no quería hacerse arrestar acusado de golpear y herir a un oficial. Tendría paciencia. Nada perdería esperando.
Caía la noche cuando salió del Estado Mayor. A través del halo vaporoso de la publicidad luminosa, las estrellas brillaban con un tono metálico y vidriado.
En el fondo, la situación había mejorado con respecto a la víspera. Cayle comenzaba a comprender este laberinto que era el modo de vivir de Isher y tenía la impresión de que, tomando en cuenta su ignorancia, había logrado verdaderos triunfos personales.
A su alrededor las aceras comenzaban a restituir la energía luminosa absorbida durante todo el día. El cielo se ensombrecía y la noche era clara.
Marchó a buen paso. Seguro de sí mismo. Había tenido motivo para atacar a Seal, a pesar de todos los riesgos, y ninguna razón para hacerlo contra Medlon. El primero no era nada más que un individuo cualquiera, anónimo, perdido en la masa y de nada serviría socialmente. Pero el coronel tenía a su disposición la fuerza pública.
De manera inicial, Cayle no tuvo nunca la intención de volver aquella misma tarde al establecimiento de la Avenida de la Suerte. Pero ahora que sus dudas se habían disipado, cambió de opinión. Necesitaba ganar cinco mil créditos. Entonces, aseguraría sus galones… ¡Y serían de él los tesoros de Isher!
Y Lucy Rall. Era preciso no olvidarse de Lucy.
Tenía que aguardar un día, eso era demasiado.
9
La multitud era tan densa ante el Palacio del Penique que tuvo necesidad de abrirse paso a codazos. Perdido en medio de aquella masa compacta, pasaría casi desapercibido, como una aguja en un pajar, pensó con secreta satisfacción.
Decidido, esta vez, a llevarse una fuerte suma y conociendo ya el mecanismo de los juegos, no dudó. El aparato que eligió le habría rendido entre el cinco y el ciento por uno. Era relativamente sencillo, a ojos de Cayle, en todo caso porque las posibilidades de la utilización de la energía no tenían nada de misterioso. Con frecuencia había trasteado en el taller paternal para adquirir cierta experiencia en esta materia. La máquina estaba compuesta, esencialmente por una bola de energía pura de dos centímetros de diámetro que giraba en el interior de una esfera de plástico. Giraba. Giraba más deprisa… aun más deprisa… cada vez más deprisa, hasta quebrar la resistencia de la materia. Entonces se fracturaban las paredes de la prisión se hendía la substancia misma del cascarón que la encerraba como si no fuese más que una bruma tan impalpable como un rayo de luz.
Pero, en el instante preciso en que quedaba liberado extenuado, sin fuerzas, como si tuviese miedo, el proyectil sustancial disminuía su marcha mientras se cambiaba súbitamente de color. Su velocidad era de varios kilómetros por segundo, pero apenas había franqueado un metro cuando se inmovilizaba. Entonces la bola y el material caían y durante esta caída el espectador tenía la impresión de verla por todas partes. Seguro que era ilusión. Fruto de la conjunción entre esta velocidad increíble y la alucinación, el jugador tenía la convicción de que el nudo de fuerzas se lanzaba a su encuentro y que iba a coincidir con el color ganador.
Cayle hizo su primera apuesta. Resultó su primera ganancia; treinta y siete créditos por uno. La excitación dio origen a su prudencia y colocó un crédito en cuatro colores; perdió. Inició de nuevo la misma combinación y se embolsó noventa créditos. Durante el espacio de una hora ganó como media una vez de cada cinco. Lo que era fenomenal, aun para un jugador de su clase. Antes de que esta primera hora hubiese terminado, había decuplicado su apuesta inicial y no jugaba más que diez créditos cada vez.
No era cuestión de hacer cuentas. De vez en cuando colocaba un puñado de créditos en el cambiador automático que le devolvía billetes grandes, los cuales deslizaba descuidado en su bolsillo. No tuvo necesidad de acudir a sus reservas. «¡Ya he reunido tres o cuatro mil créditos!», pensó de pronto. Cosa singular, una sensación de pánico le dominó. «Es el momento de dejarlo estar. Es inútil tratar de reunir las cinco unidades en una sola noche. Debo volver mañana y pasado, y los días siguientes…».
Pero la velocidad del juego le fascinaba. Cada vez que decidía marcharse, veía la esfera de energía volver a girar, a girar, y colocaba en un momento su dinero en las ranuras. Cuando perdía, una fría rabia se apoderaba de él y juraba continuar hasta haber recuperado las ganancias, incluyendo el último céntimo. En venganza, si ganaba, se decía que era absurdo dejar el juego en medio de una racha sensacional. «Esperemos, murmuraba, hasta que haya perdido diez veces seguidas… diez veces seguidas… diez veces…».
Recordaba confuso haberse metido un fajo de cuarenta o cincuenta billetes de mil créditos en el bolsillo. Todavía tenía moneda suelta. Por azar, metió uno de los billetes grandes en la ranura de la máquina. ¿Cuánto? Fue incapaz de decirlo y eso carecía de importancia; la máquina jamás se equivocaba en el cálculo. Pagaba con una honradez escrupulosa.
Cayle se tambaleaba como un borracho. Tenía la impresión de flotar sobre el suelo.
Jugó. Jugó en medio de una especie de bruma. Jugó. Casi se había olvidado de la multitud.
Los demás jugadores apostaban a las mismas cifras que él, de eso se dio cuenta por último. Pero estaba tan emborrachado por el juego que no le importaba.
De pronto, el globo inmaterial cayó en un rincón de su jaula como si estuviese muerto. Cayle, que esperaba anhelante a que el juego se reanudase, no observó que un hombrecillo pequeño y regordete se le acercaba.
—Felicidades, muchacho —dijo con voz untuosa—. Nos sentimos muy felices por su suerte. Pero tengo la triste noticia de anunciar a estas señoras y caballeros que el reglamento de la casa, que tienen allí colocado, no autoriza que aceptemos a los piratas de la suerte. Es seguro que este bravo muchacho tiene una racha inconcebible. Nadie podrá apostar después que él haya apostado. Esa es la orden que hemos dado a la máquina. Buena suerte para todos. Y, particularmente, para usted, joven.
El hombre obeso se alejó sonriente y la esfera volvió a girar. Cayle efectuó tres partidas antes de darse cuenta de nuevo de la realidad.
—¡Cáscaras, soy el centro de la atención general! —dijo; y volvió a él la prudencia—. Mi interés era jugar y ganar discretamente —murmuro.
Dio vuelta a la mesa de juego. Una mujer atractiva se lanzó a sus brazos, le abrazó y le dio un beso fulgurante.
—¡Oh, pásame un poco de tu suerte! ¡Vamos… un poco de tu suerte…!
Con el rostro serio, se libró del abrazo, pero el incidente le había hecho olvidar su resolución. Jugó. Volvió a jugar, jugó más. ¿Qué diablo tenía decidido hacer? Era imposible acordarse.
Los recién llegados se amotinaban alrededor de su mesa, rechazando poco a poco a los que les habían precedido. Cuando Cayle observó que uno de los asistentes se hacía expulsar después de grandes pérdidas el timbre de alarma sonó de nuevo en su cerebro. Mil miradas ávidas rodeaban su mesa.
¿Pero qué podía hacer ahora mismo?
Le rodeaba una selección de mujeres. Sus dedos le acariciaban el cuerpo. Sus labios le rozaban al pasar si tenía la desgracia de volver la cabeza. Se veía asaltado por efluvios perfumados. Brazos desnudos, espaldas desnudas, profundos escotes incitantes, que quedaban abiertos a su mirada, le circundaban.
Jugó.
Jugó toda la noche, sin que la suerte le abandonara, incapaz de separarse de la mesa. La borrachera del riesgo le nublaba ganase o perdiera. Piel desnuda se apretaba contra él, labios pintados acariciaban su epidermis y le hacían estremecerse de voluptuosidad. La música sonaba fuerte. Tenía veintitrés años. Todas las fibras de su cuerpo vibraban extasiadas por aquel desafío de la vida.
Y entonces llegó la hora de cerrar. Había ganado millares de créditos.
Bruscamente el hombrecillo regordete apareció.
—Así van las cosas —dejó caer con una voz metálica—. De momento, está entre nosotros. Se acabó la diversión.
Cayle le miró. En el interior de su cráneo ya no sonaba el timbre de alarma, ahora era una sirena potente.
—Bueno, me parece que es hora de irse a dormir —murmuró:
Alguien le golpeó en plena cara, con un golpe seco.
—Dale otro sopapo. Todavía está en babia.
El segundo puñetazo fue todavía más doloroso y Cayle se hundió en las brumas. Y en una fracción de segundo comprendió.
Corría un peligro mortal. Con los ojos recorrió el círculo que le rodeaba. Todas aquellas gentes le habían aplaudido. Todas aquellas gentes, con su presencia, adormecieron sus sospechas. Mientras estuviesen allí, en cualquier caso, los demás no se atreverían a hacer nada. Se volvió hacia el hombrecillo repleto y se sintió golpeado mientras que alguien le metía las manos en los bolsillos y le sacaba los forros. Y el tipo regordete tomó la palabra con una voz que parecía venir de muy lejos.
—No seas ingenuo. Todo esto no es más que muy normal y no eres el primero que intenta estafarnos. El público es un público falso. Personas a sueldo nuestro. Diez créditos por cabeza y día, si te interesa. Tarifa sindical. Estos de aquí representan diez mil créditos. Y has ganado cincuenta, cien veces más. Comprende… todo es beneficio. ¡Pero tú te crees que las gentes son tontas! La próxima vez, trata de ser un poco menos ostentoso. Si hay próxima vez…
—¿Qué… qué van a hacer conmigo? —Logró preguntar Cayle.
—Ya lo verás —alzó el tono—. Vamos, embarcadle para que se le pueda extraer la manteca.
Cayle, reducido a la impotencia, se vio irresistiblemente arrastrado hacia un obscuro pasaje. Un golpe más, murmuró angustiado, un golpe más y estaría en una situación tal que los demás podrían decidir su suerte
INTERMEDIO
McAllister se dio cuenta de que se encontraba tendido en una acera, rodeado por un círculo de curiosos que le miraban estupefactos. El parque misterioso había desaparecido. En lugar de la ciudad fantástica del porvenir no existía más que una monótona serie de calles bordeadas de bajas tiendas y con fachadas desvaídas que se prolongaban hasta perderse de vista. Cuando se ponía en pie, alguien exclamó:
—¡Estoy seguro que es el periodista que entró en la tienda de armas!
Así, pues, había regresado a 1963. Quizás en el mismo día que todo comenzó.
—Tiene el aspecto de estar normal —prosiguió la voz, dominando la confusión de otras veces—, quizá sería necesario…
McAllister no escuchó más. ¡Estaba en su aspecto normal! ¡Qué poco se podían imaginar aquellas gentes la verdad! Pero en alguna parte existiría un sabio capaz de ayudarle. Los científicos del porvenir estaban en lo cierto, no explotó en el viaje.
Se puso en camino. Cuando volvió la cabeza, advirtió que la pequeña multitud que había asistido a su despertar se disgregaba; con indiferencia, cada uno se iba por su lado, como cuando los curiosos se dispersan porque no hay nada interesante que mirar.
—He de tomar una decisión.
Necesitó un momento para comprender que era él quien pronunció tal frase.
¿Una decisión? Lo primero que debía hacer ahora que se había reintegrado a su tiempo original era echar mano a un sabio… Si esto era la decisión, había sido tomada horas atrás. Claro que, ¿a quién dirigirse? ¿Quizás a su viejo profesor de física? McAllister se puso a pensar ante una cabina telestática pero se dio cuenta desanimado de que no podía utilizarla; la combinación invisible que le cubría de cabeza a pies le impedía buscar en sus bolsillos la indispensable moneda. Se batía en retirada. Y luego se detuvo, sacudido. ¿Qué había pasado?
Anochecía en una ciudad resplandeciente. Se encontraba en el boulevard de una avenida que se estrechaba en la distancia como una sarta de pedrería destellante. Era una calle que flameaba con una luminosidad suave irradiando desde su superficie, una ruta de luz como un río fluyendo bajo un Sol brillando directo y suave.
El periodista no se atrevía a abandonarse a la esperanza insensata que naciera en él. ¿Había vuelto a la época de Isher? ¿A los tiempos de los armeros? ¿Querría decir esto que los comerciantes de armas le habían recuperado? Después de todo no eran seres a los que se pudiera calificar como diabólicos, se declararon dispuestos a salvarle, si podían. Habían transcurrido quizá semanas para ellos, después de su expulsión.
Se puso en marcha con un paso vivo, acuciado por la necesidad de encontrar una armería. Se cruzó con un hombre y le interpeló. El transeúnte, asombrado, se detuvo para mirarle y reanudó la marcha. En el espacio de un instante, McAllister recibió el choque de dos ojos inmensos, unos ojos de un negro profundo, hundiéndose en su mirada. Un hombre en ruta hacia una maravillosa mansión del mañana. Fue esta idea la que le impidió lanzarse en persecución del desconocido.
Se había equivocado en no seguir su instinto, pensó algo más tarde. A esta hora que precedía a la aurora las calles estaban vacías. Pero, cosa sorprendente, lo que turbaba a McAllister no era la ausencia de estos seres humanos. No. Su inquietud provenía de que no se había tropezado con una sola tienda de armas.
Pero no perdió la esperanza. Pronto amanecería. Los hombres saldrían de sus extrañas viviendas radiantes. Los sabios le examinarían. Sin prisa, ni frenesí, en la seguridad de poder interrogarlos, sin temor a la amenaza de destrucción que se cernía por encima de todos.
Sus pensamientos se interrumpieron brutalmente. Se tambaleó. Vaciló bajo el puñetazo terrible de un viento inesperado. En torno de él aullaba la tempestad. Movilizó todas sus fuerzas para recuperar su calma física y mental.
Desapareció la brillante, la suntuosa ciudad nocturna. Desapareció la ruta iluminada. El mundo en que se encontraba de momento era algo muerto, era un mundo desierto, asaltado por la tempestad que levantaba nieve en torbellinos. Era de día. A intervalos, McAllister entreveía la silueta espectral de algunos árboles que se alzaban a cincuenta metros de él. Instintivamente, se apresuró hacia aquel precario refugio. ¿En qué futuro, en qué pasado había sido proyectado o lo sería al minuto siguiente?
No, no había error. No, aquí no existía nada que, de cerca o de lejos, se pareciese a una ciudad. Nada más que árboles, aquel bosque sin vida. Y este viento áspero que nublaba el entendimiento. Este viento que soplaba desde los orígenes del tiempo. No supo cuánto rato se quedó allí, sacudido por la rabiosa tempestad, estremeciéndose ante el viento primordial. Y luego…
Y luego dejó de existir la tormenta. Dejaron de existir los árboles. Estaba de pie en una playa de arena. A sus plantas, el mar azul, dorado por el Sol, formaba una especie de entrante. A lo lejos se veían casitas blancas y, más allá de las colinas cubiertas de una vegetación lujuriosa, quedaban los restos de lo que fuera una formidable ciudad. La atmósfera era indescriptible. Una atmósfera del fondo de las épocas. El silencio, el silencio de la muerte inmemorial, no quedaba roto más que por el chapotear de las eternas olas.
De nuevo se sintió descolgar. Por mucho que se esforzó, se hundió por enésima vez en el río turbulento que le sacudía como si fuese un cascarón de nuez. La corriente contra la que se debatía era poderosa, pero su combinación se hinchaba de manera automática y McAllister pudo controlar su movimiento. Había una fila de árboles en el margen. De pronto, dejó de bracear en el agua. ¿Para qué luchar? La evidencia estaba allí, simple y atroz. Basculaba del pasado al futuro, del futuro al pasado. Era el peso que recorría interminablemente la lanza de la báscula. ¡Un péndulo! Y cada oscilación ganaba en amplitud, haciéndole hundirse siempre más profundamente en el pasado, alejarse más en el porvenir. No había ninguna otra explicación posible a los cambios catastróficos de los que fue testigo. El próximo vaivén no tardaría.
No tardó.
McAllister se encontró de bruces, el rostro hundido en la hierba. Al levantar los ojos percibió una media docena de extrañas construcciones bajas, de aspecto inhumano. Pero una cuestión le hería el espíritu: ¿cuánto tiempo se quedaba en cada época?
Su reloj señalaba las dos cuarenta.
Dejó de interrogarse. El brazo de la balanza oscilaba, oscilaba. Y el periodista se abandonó. Tan pronto estaba en tierra firme, como inmerso, pero había dejado de agitarse. No trataba ni de marchar, ni de nadar, ni de sentarse… Pasado… futuro… pasado… futuro…
Vagamente experimentó el sentimiento de que debía hacer alguna cosa. Algo importante. Tomar una decisión. Pero no se acordaba de cuál sería ésta.
Los armeros, eso era indiscutible, habían obtenido su tregua. Porque la otra punta del vértigo estaba la máquina que los soldados de Isher habían puesto en marcha. Ella también brincaba locamente del pasado al futuro, del futuro al pasado.
Pero era preciso tomar aquella decisión. Era necesario que reflexionase con toda urgencia en el problema.
10
Dieciséis de julio del año 4484, era de Isher, veintitrés horas con cincuenta minutos… «Hotel Royal Ganeel».
Robert Hedrock salió del Departamento de Coordinación y enfiló el corredor iluminado con luz de día que se perdía de vista. Su caminar tenía la facilidad vigilante de un felino pero, en realidad, sus pensamientos estaban muy lejos del hotel en donde estaba instalado el cuartel general del gremio de los armeros.
Hacía algo más de un siglo que pidió colaboración, arguyendo que creía en un conflicto inminente con el Gobierno y que deseaba ponerse al lado de los comerciantes de armas hasta que estallara la crisis. Sus papeles se encontraban en orden, el índice mental, físico y moral que le atribuyó la máquina «Pp» era tan elevado que su historial fue inmediatamente transmitido al comité ejecutivo que le confió pronto una misión fuera de serie.
Hedrock no ignoraba que varios miembros del consejo y cierto número de personalidades muy situadas consideraban que la rapidez de su ascenso era contraria al interés superior de la organización. Algunos incluso lo encontraban algo misterioso. De todas maneras, estas reservas no suscitaban perfidias subentendidas. Nadie, en verdad, soñaba en discutir el veredicto de la máquina «Pp», lo que tampoco impedía asombrarse en lo concerniente a Hedrock. Un día examinaría el aparato más de cerca, a fin de descubrir por qué los individuos normalmente desconfiados aceptaban así sus consejos sin la menor protesta.
Equivocar al mecanismo con una historia tan cuidadosamente elaborada demostró ser de una sencillez infantil. Claro, tenía capacidades de control psíquico particulares y su conocimiento de las relaciones de las máquinas en los procesos biológicos era a todas luces excepcional. Además, las relaciones de amistad que mantenía con los armeros habían jugado un papel preponderante en su ascenso. La máquina «Pp», solía decir, estaba equipada con los mismos circuitos de sensibilidad que permitían a las puertas de las tiendas de los armeros impedir el paso a la hostilidad oculta. También compartía con las superarmas la facultad de decisión, inscripta en su estructura: no mataba más que en caso de legítima defensa; sus sentidos electrónicos, increíblemente afinados, eran aptos para detectar las diferencias reactivas más tenues que se manifestaban en los sujetos sometidos a su examen. Ese perfeccionamiento todavía no existía en la época en la que Hedrock se unió al gremio, un centenar de años antes. En la medida en que la severidad de los armeros dependía exclusivamente de la máquina, era indispensable que el coordinador, el único humano dotado del privilegio de la inmortalidad, adquiriese la confianza de los comerciantes de armas, sus amigos, demostrando que ésta no carecía de fundamento.
Pero de eso se ocuparía más tarde. De momento, le asaltaban problemas más urgentes. Necesitaba determinar una línea de acción en un porvenir todavía impreciso, sin duda, pero próximo de todos modos… demasiado próximo para su gusto.
La primera ofensiva a gran escala lanzada por la emperatriz había obligado a la organización a cerrar sus tiendas en las grandes ciudades. Pero esto no era más que una cuestión secundaria en comparación con el problema del «péndulo» temporal. Y Robert Hedrock era un individuo calificado para tomar una decisión a este respecto. Claro que no tenía aún la menor idea del modo de abordar la cuestión.
Se detuvo ante una puerta en la que había un panel indicando: Particular… entrada reservada a los directores. Llamó, esperó unos segundos, sin otra formalidad, y entró en una sala extraña. No era muy grande, según las normas isherianas, pero notablemente amplia y la puerta era el elemento más insólito, puesto que se encontraba, exactamente a treinta metros del suelo y a treinta metros del techo. El umbral era una especie de plataforma que se prolongaba en un campo de energía. Bastaba colocar sus pies en dos aisladores, lo que Hedrock no dejó de hacer, para encontrarse de pronto «cargado» por el campo luminiscente que depositaba al visitante en el centro de la estancia tan singular.
Los siete consejeros presentes, que formaban círculo en torno de una máquina embutida dentro de un estuche de plástico transparente, se contentaron con un breve saludo sin interrumpir su vigilancia. Hedrock les observó un momento. Parecían anormalmente deprimidos.
—La próxima oscilación no tardará —murmuró Peter Cadron.
Hedrock clavó los ojos en un extraño objeto flotante en su ampolla de vacío.
Era un cronograma surcado por un inexplicable laberinto de líneas, tan tenues que parecían vibrar como las ondas calóricas en el aire tórrido del estío.
Teóricamente, las estrías que salían de un centro común se extendían hasta el Infinito en el pasado y en el futuro, con la reserva de que dentro del espacio geométrico utilizado, el Infinito tenía un valor próximo a cero. Pero cuando se trataba de varios millares de millones de años, la imagen se enturbiaba y resultaba difícil de observar. En esta zona del tiempo se distinguían dos sombras confusas, la una relativamente voluminosa y cerca del centro, la otra más tosca y diminuta que la punta de un alfiler. Esta última, sabía Hedrock, no era más que una imagen extraordinariamente ampliada de un objeto real. La ampliación que revelaba cada pulsación de la mancha estaba de acuerdo con separadores energéticos sensibles que se ajustaban automáticamente a la presencia de todo nuevo observador.
Con el corazón oprimido. Hedrock siguió estas palpitaciones, estos extraños estremecimientos que no tenían ningún paralelo dentro del espacio macrocósmico. Bien porque el movimiento no fuese particularmente rápido, las dos manchas desaparecieron. ¿Era así? Asimismo, los sabios que tenían su ciencia al servicio del gremio lo ignoraban. Habían desaparecido, pues, poco a poco, para rematerializarse. Pero en esta ocasión habían cambiado de posición, la una acercándose a la otra y la distancia que les separaba había disminuido. La más grande de las dos se estremecía en el punto menos treinta y cuatro días del centro… en el pasado… y pasó a un mes, tres días y unas cuantas horas dentro del porvenir. La manchita ínfima que se encontraba a noventa y siete mil millones de años del futuro, había pasado a alrededor de ciento seis mil millones de años del pasado.
Ante cifras tan colosales Hedrock no pudo menos que sentir un estremecimiento.
—¿Se calculó el potencial de energía? —Cadron, a quien efectuó la pregunta, meneó la cabeza con aire cansino.
—Hay bastante para hacer saltar el planeta. ¿Dónde vamos a liberarla?
Hedrock no estuvo entre los que hablaron con McAllister, con el hombre del siglo XX. Sus informes sobre esta entrevista eran fragmentarios y además deseaba enterarse de otros detalles cuando se reunió con el comité en la sala. Llevó a Cadron aparte y le interrogó sin rodeos. El joven consejero le miró con una sonrisa carente de toda alegría.
—¿Quiere la verdad? Hela aquí: Estamos avergonzados por el modo en que hemos obrado.
—Sí, le comprendo bien, considera que McAllister no debía ser sacrificado, ¿verdad?
—No es eso lo que quería decir. Lo mejor será contarle toda la historia. Nuestro delegado en Greenway vio entrar en la tienda a un tipo extraño, con un traje insólito. De inmediato pareció ser un periodista que venía del siglo XX. Una tienda, afirmó, se había materializado en el pueblecito en donde habitaba. Entró sin dificultad. Evidentemente, ni pertenecía a la policía ni al Gobierno. Nada más franquear la puerta, declaró, experimentó una especie de sacudida. En realidad había absorbido en aquel instante una dosis de energía temporal equivalente a algo así como siete mil años. Puesto al corriente de inmediato, el gestor hizo las verificaciones de costumbre y comprobó que la armería había sido sometida a tensiones energéticas colosales cuyo centro localizó con rapidez, un edificio gubernamental instalado frente a la oficina. De inmediato convocó al consejo.
«Era necesario tomar una decisión con suma urgencia. McAllister estaba repleto de energía. Podría hacer volar el pueblo si salía de la tienda sin estar aislado. Pero es que además la generatriz continuaría energetizando la tienda que, de un momento a otro, podría ser proyectada dentro del espacio-tiempo. Teníamos igualmente motivos suficientes para creer que otras tiendas se encontraban bajo la amenaza de un ataque inminente. ¿Quién podía prever el giro que adquirirían las cosas? En resumen, el primer objetivo debía ser ganar tiempo. Pero para esto era preciso concentrar sobre McAllister los flujos de energía que emitía la generatriz y reexpedirle a su época de origen. Lo encerramos dentro de una combinación aislada que le impediría provisionalmente explotar. En una etapa ulterior, pondremos a punto un sistema para liberar esta energía de modo inofensivo. Sabemos que de aquí a allá oscilará hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, llevando a remolque a la generatriz».
«Todavía hoy no veo en absoluto lo que podíamos haber hecho que no fuese eso —prosiguió sacudiendo la cabeza con aire triste—. Era preciso actuar sin espera y dentro de un dominio en el que nuestros conocimientos son importantes. De hecho, hemos saltado de la sartén al fuego. Personalmente, no me siento orgulloso».
—¿Cree que todavía sigue con vida?
—Absolutamente. Su combinación es una de las más perfeccionadas de las que disponemos, autoalimentación integral, sintetizador de agua, etc. Todo es automático —sonrió con tristeza—. Creemos que llegará a salvarse. No tratamos, sin embargo, de engañarnos a nosotros mismos.
Hedrock se sentía deprimido. Todo se había realizado antes de que él supiera que existía un peligro. El periodista era una apocalipsis ambulante. Esta energía que, a cada oscilación, se acumulaba en él… jamás tuvo nada parecido el Universo. Si explotaba, la onda expansiva quebraría la misma textura del espacio. El eco repercutiría en todos los tiempos y las extensiones energéticas harían que la materia se resquebrajase y corriese el riesgo de quedar pulverizada.
—¿Y la generatriz?
El rostro de Cadron se iluminó
—Todavía se encuentra dentro de los límites de la zona crítica. Es necesario tomar una decisión antes de que se alcance el punto peligroso.
—Ah, si —murmuró amargamente Hedrock—. ¿Pero qué decisión?
—¿Dónde están los trabajos sobre este problema del amortiguamiento de las amplitudes?
Esta vez fue otro consejero el que respondió.
—Se abandonaron las investigaciones. La ciencia del año 4784 no tiene respuesta que aportar a este punto. Todavía carecemos de oportunidad para emplear una de nuestras tiendas y hacerla que sirva como eje. Estamos en condiciones de desencadenar la explosión no importa en qué momento del pasado o del futuro. Sólo que… ¿cuál elegir?
Sobre el mapa temporal, las dos manchas tenían una inmovilidad absoluta.
11
Los hombres se apartaron sumiéndose en un murmullo de conversación. Alguien observó que era la ocasión para documentarse sobre las posibilidades de la noción del tiempo. A esto repuso el consejero Kendlon que, a juzgar por esta acumulación de energía en el cuerpo del viajero, el viaje por el tiempo tenía pocas posibilidades de hacerse popular.
—Señores —dijo por último Dresley con su voz limpia y precisa—, señores, el consejo nos ha dado autoridad para conocer el informe del señor Hedrock sobre la ofensiva de las fuerzas imperiales. El señor Hedrock nos ha puesto al corriente, en una comunicación hace varias semanas, de cierto número de detalles de orden técnico administrativo. Si la memoria no me falla, hemos considerado su plan de organización como de una eficacia perfecta. Si el informador quiere comunicarnos ahora del estado actual de la situación…
Hedrock miró a cada uno. El auditorio estaba atento y eso le estimuló. Quedaba claro; tomar una decisión en lo que concernía a las oscilaciones. Después, soportar todas las consecuencias sin tener en cuenta la opinión de sus superiores teóricos. Resultaría difícil.
—Una vez que recibí mis instrucciones —comenzó—, procedimos a la implantación de mil doscientas cuarenta y siete nuevas armerías, sobre todo en las pequeñas aglomeraciones, y tres mil ochocientos nueve contactos se establecieron con miembros de la administración imperial, tanto militar como civil. Los contactos fueron, en ciertos casos, en extremo tenues…
Expuso sucintamente su sistema de clasificación; cada contacto estaba afectado con una categoría en función con la vocación del individuo, de su importancia jerárquica y de su entusiasmo para la aventura a la que la emperatriz había lanzado a sus partidarios.
—Gracias a los sabios que consideran a las tiendas de armas como un elemento inherente de la civilización de Isher, hemos recogido en espacio de diez días todos los objetos concernientes a la domesticación de la energía temporal conocidos por el gobierno. Hemos descubierto que, en los cuadros generales encargados de dirigir las operaciones, dos jefes eran francamente hostiles a la campaña desde el principio. Un tercero quedó convencido cuando vio desaparecer nuestra armería. De todas formas, el último, Docar, que por desgracia tiene el mando supremo, no abandonará más que si la emperatriz le da la orden expresa. Su sentido de la lealtad es más fuerte que sus sentimientos personales y opiniones.
Hedrock hizo una pausa en espera de un comentario que no se produjo, lo que fue la mejor respuesta.
—Millares de oficiales han desertado —prosiguió—, pero sólo un miembro del Consejo Imperial se ha opuesto abiertamente a la ofensiva, después de la ejecución de Banton Vickers que, como ustedes saben, había criticado este plan de batalla. Es el príncipe Del Curtin que, para manifestar su desaprobación, ha abandonado el palacio. Lo que nos lleva a la emperatriz.
Hedrock esbozó el retraso psicológico de la soberana. Huérfana a los once años, coronada a los dieciocho. Hoy, no tenía más de veinticinco.
—La edad crítica —precisó con amargura—, la edad en que se pasa de lo animal a lo humano.
La exposición de todos estos hechos que conocía asombró a los consejeros. Pero no era intención de Hedrock el «hacerles la corte». Tenía su punto de vista sobre el modo de vencer a la emperatriz y no quería hacerlo público más que llegado el momento y en la forma que él creyera más propia para favorecer sus designios.
—Innelda es una emotiva, una inestable. Brillante e implacable, soporta mal lo que se opone a su voluntad. En el fondo, desearía no llegar a adulta. Después de haber ojeado todos los informes, llegué a esta conclusión de que el mejor método es dejarle abierta una puerta de salida, a fin de permitirle conservar su dignidad en el instante crítico.
Miró a su auditorio con aire interrogador. Con estos hombres no era necesario disfrazar sus pensamientos.
—Solicito que el consejo no tome a mal la táctica que recomiendo. He obrado bajo un cúmulo de circunstancias que nos dará ventaja y bloqueará la máquina de guerra. Según mi criterio, una vez esté localizada, la emperatriz se ocupará de otra cosa y se apresurará a olvidar por qué razones estalló el conflicto.
Después de un silencio destinado a que meditaran sus palabras, prosiguió:
—Mi servicio está a la espera de esta ocasión favorable. Les tendré al corriente de los futuros acontecimientos. Ahora, si quieren formularme preguntas, estoy dispuesto a responder.
La primera tuvo poca importancia. Después, alguien levantó la mano:
—¿Tiene usted idea de la forma que revestirá esa ocasión a la que usted ha aludido?
—Es difícil pasar revista a todos los caminos que exploramos —respondió Hedrock con prudencia—. La joven persona en cuestión es moldeable por muchos costados. El reclutamiento del cuerpo de oficiales causa serios problemas. Se debate en medio de una tela de araña de intrigas que urden los viejos a su alrededor y que ocultan sistemáticamente los informes que poseen. Tiene buen aspecto, es dedicado en absoluto. Se trata de un truco tan viejo como la humanidad. Está arrancado del mundo real. Nuestra tarea es aprovecharnos de esos puntos débiles.
—¡Eso no es más que una fórmula!
—Tiene usted razón. Pero una fórmula que se apoya en el análisis al que me dediqué personalmente con respecto al carácter de la emperatriz.
—¿No cree usted que sería preferible confiar ese género de estudios a los técnicos de la máquina «Pp» y a los…?
—He examinado muy a fondo el dossier de Innelda… hablo del dossier que ha formado el gremio mismo… y por eso decidí hacer tal propuesta.
—¡Atención! Sólo al Consejo incumbe tomar decisiones en este asunto.
—Yo sólo he expuesto sugerencias. No tomé decisiones.
El otro no respondió. Hedrock tenía la sensación de que el Consejo hallaba sincero su rostro. Un conjunto de individuos humanos, totalmente humanos, totalmente celosos de sus prerrogativas. De mala gana avalaría las decisiones que el coordinador se hubiera decidido emocionalmente a tomar para ajustar el problema del «péndulo».
El auditorio se agitó. Involuntariamente, los ojos estaban atraídos por la Temporal. Cada uno consultaba la hora con inquietud. Hedrock no esperó demasiado.
Las oscilaciones de este péndulo tan poco ordinario actuaban como una droga. Vigilar un aparato que registraba movimientos espasmódicos de cuerpos reales en el tiempo creaba una tensión peligrosa para el equilibrio mental. Bastaba saber a Hedrock que el hombre y la construcción oscilaban con un movimiento regular dentro del conjunto.
Llegó a su despacho a tiempo para escuchar el informe que Lucy le enviaba por teléstato.
—A pesar de todos mis esfuerzos me expulsaron del Palacio del Penique. Cuando cerraron las puertas comprendí lo que iba a pasar. Me temo que le han enviado al interior de una Casa de Ilusiones. ¡Y sabe usted bien lo que eso quiere decir!
Hedrock asintió lentamente con la cabeza. La joven parecía emocionada.
—Las energías de la ilusión tienen, entre otros, efectos nefastos sobre las facultades calisténicas. No se puede prever por anticipado la naturaleza de la modificación, pero sí es razonable pensar que jamás volverá a tener posibilidades en los juegos de azar.
—Lástima que ese Clark se haya dejado pillar con tanta facilidad por las triquiñuelas de la ciudad —dijo mirando con atención la expresión de su interlocutora—. En fin… jamás hemos considerado a ese hombre más que como una posibilidad eventual. No debe usted tener remordimientos acuciantes. Además… y nunca dejaré de insistir lo bastante en este punto… la menor interferencia por nuestra parte en el curso de su existencia originaria el riesgo de que más tarde naciesen sospechas que anularan todos los beneficios que podríamos alcanzar de su acción. En consecuencia, puede usted considerarse como libertada de toda responsabilidad a su respecto. Le daremos nuevas instrucciones cuando llegue el momento —esperó unos instantes antes de proseguir—. Bueno, Lucy, ¿qué es lo que pasa? ¿Una fijación emocional?
Bastó mirarla para no tener la menor duda.
—¿Cuándo se dio usted cuenta? —preguntó con flema.
Todas las resistencias, todas las contenciones que ella pudo tener al descubrir esta reacción psicológica, se habían evaporado.
—Cuando las otras mujeres le abrazaron. No fue eso lo que me turbó —se apresuró a declarar—. Eso le ocurrirá con bastante frecuencia antes de que recupere su equilibrio.
Él la miró muy serio.
—Es cierto. Si me refiero a mi experiencia sobre la vida y los hombres, puedo asegurar que un buen porcentaje de los que pasan por las Casas de Ilusiones son tan duros como el acero, pero muy aficionados a las alegrías de este mundo.
Había dicho bastante. Las actividades futuras de Lucy estaban ya fijadas en grandes líneas. Sólo quedaba dejar que los acontecimientos siguieran su marcha. Le dirigió una sonrisa cordial.
—Ahora, Lucy, la libero de todo trabajo. No se deje abatir.
La pantalla se hizo opaca.
Durante la hora siguiente, Robert Hedrock, encerrado en su despacho, lanzó diversas miradas impacientes hacia el otro lado de la puerta. Los corredores, al principio hirvientes con idas y venidas, recobraron poco a poco su tranquilidad, después quedaron desiertos.
Había llegado el momento de actuar. El coordinador abrió la caja fuerte mural y tomó los planos microfilmados de la Temporal. El Centro de Información, cuando le pidió acceso a estos documentos, no se opuso en absoluto, cosa que nada tenía de anormal. Responsable de la rama coordinadora, Hedrock tenía acceso a todos los archivos de la organización. Además, tenía preparada una explicación por si se presentaba el caso en que le hicieran preguntas. ¿No le harían falta estudiar estos planos para encontrar una solución al problema del péndulo? Cuando existía un verdadero motivo para su petición, nadie se opondría a concederla.
Se metió las películas en el bolsillo, se dirigió hacia la primera escalera, bajó cinco pisos y entró en la parte del hotel que no ocupaban más que los armeros. Una vez llegado, se introdujo en un apartamento cuya puerta cerró con el máximo cuidado.
Se hallaba en un conjunto impresionante, exactamente lo que convenía a un miembro del estado mayor del gremio; cinco piezas y una biblioteca desmesurada a la que se dirigió sin dudar y que inspeccionó minuciosamente. No. No había ningún detector clandestino, lo que no le asombró que supiera, nadie albergaba sospechas referentes a él, pero Hedrock no era un hombre capaz de dejar las cosas al azar.
Con un gesto vivo, insertó una de sus sortijas en un instrumento que parecía un vulgar enchufe eléctrico. Salió un bucle metálico y en él metió el dedo. Tiró. Al instante, el transductor de materia le lanzó a unos dos mil kilómetros de distancia, a uno de sus innumerables laboratorios particulares. El acontecimiento, en sí, nada tenía de extraordinario; el transductor formaba parte del equipo normal de las armerías. Sin embargo, y eso sí que era insólito, el consejo ignoraba la existencia de la instalación de Hedrock. El laboratorio formaba parte de los numerosos refugios archisecretos que había preparado para su uso personal.
Había pasado allí una hora sin temor de poner en peligro su seguridad personal. Pero no, el problema no era hacer otra cosa sino reproducir los planos. Para instalar una Temporal necesitaría otras cintas semejantes. De hecho tuvo tiempo de realizar una copia de los planos que colocó en el amplificador blindado en compañía de millones de diagramas y proyectos que había reunido después de pasar millares de años.
Cuando la hora había transcurrido, Hedrock, el único inmortal con que contaba la Tierra, el coordinador de las armerías, el detentor de los secretos ignorados por los otros humanos, volvió a la biblioteca del apartamento que le había sido reservado en el hotel Royal Ganeel.
Algunos minutos más tarde se había reintegrado a su despacho del quinto piso.
12
Lucy Rall abandonó vivamente la cabina del estatófono y se paró de pronto ante un espejo de energía que captaba su imagen. Las luces palpitaban, las aceras luminosas parecían lanzar un desafío a las sombras. Pero Lucy sólo veía su rostro descompuesto, sus ojos ardiendo de fiebre.
—¡Vaya espectáculo el que he dado al señor Hedrock!
Dio algunos pasos inseguros, la Avenida de la Suerte no había perdido su alegría. Grupos daban vueltas y vueltas a la luz mágica de las calles como enjambres de mariposas. Pero a medida que empalidecía el cielo, la multitud iba poco a poco disolviéndose. Llegaba el momento de retirarse. Lucy, por tanto, no tardó en decidirse, aun sabiendo que nada podía hacer. Nada. El conflicto que se le había declarado era anonadador. Dos veces en el espacio de una hora interrumpió su caminar para proporcionarse un vaso de energía.
Entre las preocupaciones que le asaltaban se mezclaba el sentimiento penoso de algo personal. Siempre daba por sentado que acabaría por casarse un día con un miembro del gremio. En la escuela, en la universidad, en la época en que su candidatura estaba a punto de ser aprobada o ya lo consiguió, los demás, las gentes ordinarias, eran como extranjeros ante sus ojos.
Lo ocurrido en el avión —pensó con un ramalazo de comprensión—. Estoy consternada.
Ahora se encontraba en una situación infinitamente más grave que antes. Si lograba reparar cuál era el lugar al que le habían conducido, quizá… La idea que asaltó su espíritu tenía una fuerza tal que la dejó jadeante. ¡Ridículo! Suponer que entrase en una de esas Casas, sería preciso vencer una ilusión, no solamente física, sino igualmente mental.
El sólo hecho de imaginar cosa parecida la ponía en el riesgo de verse excluida de la organización, se dijo con intranquilidad. Por tanto, al reflexionar, el documento que había firmado no ofrecía ninguna prohibición formal. De hecho, el párrafo en letra pequeña del que se acordaba era bastante asombroso a la luz de la situación actual:
… Los miembros del gremio pueden casarse a su voluntad… y participar, a título particular, en todos los acontecimientos, conocer todos los placeres de Isher… La Organización deja en libertad a sus afiliados para disfrutar a su gusto de los momentos que tengan libres, de los placeres que…
El gremio considera evidente que cualquiera de sus colaboradores no debería dedicarse a las actividades de la naturaleza que desvaloricen su calificación «Pp». Los miembros de la Organización están advertidos de que su afiliación es revocable en cualquier instante si los exámenes «Pp» a los que se someten periódicamente revelan una incompatibilidad con el hecho de ser miembros de dicha Organización. Si se descubre que un afiliado no cumple con las exigencias requeridas, la Organización borrará de su memoria todas las informaciones que en posesión de una persona no responsable pongan en grave riesgo al gremio.
«La experiencia ha demostrado que entregarse con demasiado ardor a los vicios y placeres de la lista siguiente es el primer paso hacia la expulsión del gremio…».
Las mujeres estaban avisadas particularmente contra la posibilidad de frecuentar las Casas de Ilusiones. Una nota pequeña en la parte inferior de la página precisaba que el peligro no residía en el placer en sí, sino en el hecho de saber que los compañeros masculinos que se encontrarían dentro de estos establecimientos eran casi siempre un cuerpo de defensa del Estado. Lo que al principio no era más que la búsqueda de una experiencia sexual relativamente normal, acababa por exigir la participación completa del ego.
Lucy salió de su sueño dándose cuenta, de manera brusca, de que se dirigía a vivo paso hacia el cartel luminoso de una estación de estatófono. Una vez dentro de la cabina, llamó al Centro de Informaciones. Minutos más tarde tenía en su bolso la copia de la lista de direcciones de las 2.108 Casas de Ilusiones de la ciudad.
—De momento —murmuró— al Palacio del Penique.
Lucy después de ingresar en el garito observó lo que Cayle, en su inocencia no pudo ver, y que saltaba a la vista: los batidores maniobraron ostensiblemente con aparatos libres para que pasase discretamente, puesto que se amasaban a su alrededor en número suficiente para hacer frente a posibilidades eventuales. Lucy marchó hasta el fondo del enorme salón, parándose con frecuencia y fingiéndose interesarse en diversas partidas en curso. Llevaba en el bolso un nulificador; así pudo deslizarse hasta el despacho del director sin poner en marcha las señales de alarma normales que impedían el acceso. Su anillo indicador le advertiría la proximidad de quien fuera. Antes de efectuar una búsqueda sistemática, puso en funcionamiento la automáquina. Pero tuvo que ensayar el botón Ilusión, puesto que en el botón casa la pantalla permanecía en blanco.
También fracasó. El hombre a quien pertenecía la oficina, un tal Martin, según decían los documentos que había examinado, estaba en contacto con sólo alguna de estas Casas cuya dirección conocería de memoria. Eso era muy posible. Y en este caso la tarea de Lucy no sería sencilla.
Pero la joven jamás en su vida tuvo intención de capitular. Después de lanzar una mirada rápida al contenido de la mesa de despacho, que no ofrecía nada que no fuese vulgar, se instaló cómodamente en un sillón y aguardó.
Pasó mucho rato. Su anillo de alerta empezó a picotearle en el dedo. Ella lo orientó sucesivamente a cada una de las dos puertas que daban acceso a la estancia. El detector le indicó aquella por la que la joven entrase un cuarto de hora antes.
El personaje obeso que apareció presuroso no vio de inmediato a su visitante. Después de que se apercibiese de su presencia, sus ojos, de un azul claro, parpadearon, mientras que su mirada se posaba en el arma que brillaba entre los dedos de Lucy. Tranquilo, examinó con curiosidad a la desconocida. Aquel hombre había olvidado desde hacía mucho tiempo atrás lo que significaba la palabra miedo.
—Encantadora —murmuro.
Lucy miró rápida al hombrecillo. Se produjo un silencio.
—¿Qué es lo que usted quiere? —En su voz había un algo de impaciencia.
—A mi marido.
Eso era, dadas las circunstancias, la mejor manera de presentarse. La existencia de una señora de Cayle Clark no tenía nada de asombroso.
—¿Su marido? —La sorpresa no permitía fingimiento.
—Jugaba y ganaba. Yo le aguardaba mirando. Y después la multitud me separó de él. Me encontré fuera. Se cerraron las puertas. Cuando logré entrar, había desaparecido. Como sé que dos y dos son cuatro, vine a verle.
El discurso, pronunciado en tono monótono, era algo largo, pero Lucy había dado vida a un personaje de esposa enamorada y decidida, que resultaba del todo convincente. Salvo si Martin sospechaba que las tiendas de armas se interesaban por Cayle Clark. Y ella comprendió que precisamente la duda había asaltado la cabeza del hombrecillo de rostro porcino.
—¡Comprendo de quién habla!
Emitió una risa breve, pero su mirada vigilante permaneció clavada a la de Lucy.
—Lo lamento, querida señora. Simplemente llamé al servicio de transporte aéreo con el que tengo relaciones. Lo que hacen con las personas de quienes se encargan, lo ignoro por completo.
—Si he entendido bien, usted no conoce el lugar al que fue conducido mi marido, pero sí sabe qué género de sitio es ese.
La miró con un aire cuidadoso, como para formarse una opinión. Por último se encogió de hombros y dijo:
—Casa de Ilusiones.
La respuesta, aun cuando no hacía más que confirmar la conclusión a la que llegó Lucy, era interesante. Sin embargo, la franqueza aparente de Martin no significaba que dijese la verdad.
—¿Quiere usted acercarme el Lambeth?
Obedeció sin protestar, contentándose con decir:
—Se dará cuenta de que no me resisto.
Sin comentario, enfocó el instrumento hacia su interlocutor.
—¿Su nombre?
—Harj Martin.
El Lamberth ni se movió. Era su nombre real, sin la menor duda.
—Le daré todos los informes que le plazca —dijo el hombre con un encogimiento de hombros antes de que Lucy hubiese podido decir nada—. ¿Qué es lo que quiere usted que haga? Estamos protegidos. Si logra encontrar la Casa a la que llevaron a su marido, está bien… vaya. Pero estos establecimientos tienen métodos eficaces para desembarazarse de sus pensionistas cuando se produce una investigación judicial. ¿Verdad que esto lo sabe?
Su nerviosismo llamó la atención de Lucy.
—Tengo la impresión de que le gustaría tratar de modificar nuestras posiciones respectivas. Un consejo, no corra el riesgo. No lograría disparar.
—Se trata de un arma de las tiendas —murmuró sarcástico.
—Cierto. No disparará si usted no me ataca.
No era exactamente la verdad. Las armas personales de los agentes del gremio no estaban sometidas a las limitaciones que afectaban a las de los vulgares clientes.
—Perfecto —suspiró Martin—. Tratamos con la Sociedad de Transportes Aéreos Lowery.
El Lambeth confirmó la veracidad del informe.
—¡No sé si se da usted cuenta, pero se comporta bien! —dijo Lucy, mientras retrocedía hacia la salida.
El individuo se pasó la lengua por los labios secos. La última imagen que quedó en el alma de la falsa señora Cayle fue la de dos ojos atentos e intensos. Como si el hombre no hubiese abandonado del todo la esperanza de pillaría por sorpresa.
Treinta segundos más tarde, la agente Lucy Rall se encontraba completamente segura, en la calle.
Anton Lowery, un rubio gigante, levantó la cabeza con aire soñoliento y miró a Lucy con duda, sin ensayar siquiera el gesto de ponerse en pie.
—Yo no sé dónde le han llevado —dijo por fin—. Nosotros nos ocupamos de hacernos cargo, ¿comprende? El conductor llama a distintos sitios un número detrás de otro, al azar, hasta que encuentra quien puede ocuparse del cliente. Se tiende a evitar pérdidas de tiempo.
Parecía vagamente indignado. Como un comerciante honrado que ve por primera vez puesta en duda su probidad profesional. Fue inútil que Lucy perdiese tiempo discutiendo.
—¿Dónde puedo encontrar a ese conductor?
Según la opinión de Lowery, terminó su trabajo a las dos de la madrugada. Tenía derecho a sesenta y seis horas de descanso.
—Es orden del sindicato. Jornada intensiva, buen salario y mucho tiempo libre.
El tono del hombre había dejado de ser indignado. Sonaba a triunfante. Contento de dar estos informes, de buen humor.
—¿Dónde vive?
El gigante dijo que no tenía la menor idea pero sugirió a la joven que se dirigiera al sindicato. Sólo que no se acordaba, aunque, después de todo, sabía que su empleado estaba inscripto en un sindicato. El Lambeth, que Lucy tomó la precaución de llevarse del despacho de Martin, confirmó la ignorancia de su interlocutor. Sintió un momento de pánico. Dentro de tres días Cayle se habría iniciado a la vida sórdida de las Casas de Ilusiones.
—¡Imbécil! Cuando el conductor se presente al trabajo, le pedirá la dirección del establecimiento en cuestión. Diez minutos después estableceré contacto con usted. ¡Y, créame, le recomiendo que tenga el máximo interés en obtener el informe!
Su tono y su actitud debieron ser convincentes, porque Lowery se apresuró a asegurarle que tendría los informes que deseaba, que se ocuparía personalmente, que…
Seguía prometiendo cosas cuando la joven salió de la estancia.
Tomó un vaso de energía en el primer distribuidor. La ración era insuficiente. Pasaban de las cinco de la madrugada. Se notaba cansada, necesitaba algo de reposo.
Llegó a su apartamento sin incidentes, se desnudó despacio y se metió entre las sábanas.
—Tres días —murmuró antes de dormirse—. Tres días. ¿Para quién pasaría el tiempo más lentamente? ¿Para el hombre sometido a solicitudes ininterrumpidas de placer? ¿O para ella, que sabía que el placer a chorro continuo es la tortura más delirante que existe?
Ese fue su último pensamiento consciente. Se hundió en el sueño como un niño agotado por los juegos del día.
13
Una vez tuvo la dirección, llamó a Hedrock que escuchó en silencio su informe.
—Excelente trabajo —dijo cuando terminó la joven—. Excelente. La respaldaremos. Un crucero patrullará a gran altura en la vertical del lugar. Espero —prosiguió después de un momento de duda—, que comprenda que no hay más que un solo modo de justificar tal motivo. Clark no debe dudar ni un instante de que le animan a usted únicamente motivos personales. ¿Se siente capaz de llegar hasta tan lejos?
Pregunta inútil; bastaba ver la expresión enérgica de Lucy para comprender claramente sus sentimientos. Se encontraba emocionalmente a cero. Hedrock notó la mordedura del remordimiento. Por tanto, no era responsable de los sentimientos de Lucy. Su papel se limitó a aprovecharse de sus conocimientos sobre los recursos psicológicos del ser humano. Cayle Clark podía tener una gran importancia para Isher; podía influir en el curso de la guerra emprendida entre el Gobierno imperial y las armerías. Una vez orientado en el buen camino, las facultades calisténicas de Cayle se amplificarían siguiendo una progresión geométrica. ¿Qué pasaría entonces? Ningún espíritu humano era capaz de adivinarlo.
¿Si sólo se lograse prever qué forma revestiría su acción? Hedrock reprimió sus reflexiones. No era hombre para abandonarse a las especulaciones. Su papel estribaba en observar los hechos y gestos de Clark, con la esperanza de que pudiera decelerar el instante crítico de la mutación.
—¿A qué hora es su cita?
—Esta tarde. A las veinte y treinta —ella sonrió sin alegría—. La recepcionista me recomendó ser puntual. ¡Tienen el aspecto de estar abrumados por el trabajo!
—¿Y si él no se encuentra… disponible en aquel momento? ¿Qué hará usted?
—Imagino que en este caso existirá una ruptura de ilusión y que el cliente tiene derecho a elegir su pareja. Pero, suponiendo que no esté disponible, bueno, yo no me encontraré en su caso, en absoluto. Plantaré cara a lo que sea.
—¿La reconocerá a usted?
La joven no comprendió lo que Hedrock quería decir.
—Las ilusiones dejan imágenes alucinatorias residuales que alteran la percepción visual.
—Yo haré que me reconozca, esté tranquilo —y se puso a explicarle los diversos métodos que había ideado.
—Se ve bien que no tiene usted costumbre de frecuentar estos establecimientos. Se le presenta una tarea dura. Hay gentes que viven veinticuatro horas al día. Mientras que usted no se encuentre efectivamente en estado de ilusión, existen muy pocas posibilidades para que se les escape una sola de sus palabras. No sólo se interesan por los hechos y los gestos de sus clientes a partir del momento en que se encuentran bajo la influencia de los estimulantes nerviosos. Hay una cosa en la que deberá siempre guardar cierta presencia de espíritu.
Lucy se había recuperado. Se acordó de la tarde que pasó en compañía de Cayle y se sentía segura de sí misma.
—Me reconocerá —dijo con voz firme.
Hedrock no insistió más. Había querido simplemente que Lucy se diese cuenta de las dificultades del problema que tenía que resolver. Tres días y tres noches de ilusión era mucho tiempo. Tanto haciendo abstracción de las imágenes residuales, de las secuelas del tratamiento, se salía con el espíritu turbado; la energía vital se encuentra en su punto más bajo y no hay recursos de los que se necesitan para hacerla resurgir.
—Ahora quisiera prepararme, señor Hedrock.
—Le deseo la mayor suerte posible, pequeña. Pero no recurra a nuestra ayuda si no es un caso de necesidad absoluta.
Hedrock no abandonó la central después de esta conversación. En el periodo de crisis transportó sus cachivaches a un apartamento vecino a su servicio. Su trabajo era su vida y pasaba casi prácticamente sus horas de holganza en su despacho. Llamó inmediatamente al estado mayor de la flota de los armeros para pedir que se fletase a un crucero de escolta que cubriese y amparase a Lucy. Pero esta medida era muy poco suficiente. Con las cejas fruncidas, se esforzó en evaluar las posibilidades teóricas de la joven y buscó en los archivos secretos entrando en comunicación con el fichero de la muchacha. Dos minutos habían transcurrido cuando el documento cayó sobre su mesa de oficina.
Comprensión: 110. Horizonte: 118. Plétora: 105. Dominio: 151. Ego: 120. Coeficiente afectivo: 150.
Dicho de otra manera, una joven inteligente con una emotividad superior la normal. Precisamente fue esta palabra la que decidió a los responsables de confiar la misión a Lucy; puesto que, tras un sondeo rutinario el que es de reglamento someter a los curiosos que se arremolinan delante de las tiendas recién abiertas, se identificó en Cayle Clark a un gigante calisténico y se decidió establecer contacto con él mediante una mujer soltera de gran índice afectivo. El consejo había previsto que Lucy experimentara una fijación emocional. Otros elementos habían también intervenido en la selección… entre otros, las defensas y el equilibrio que beneficiaban a… y que serían indispensables puesto que se vería sometida a tensiones extraordinarias. Era aconsejable en interés mismo de la agente Rall, que la atracción fuese mutua, por lo menos al principio. En un mundo que se movía, se debía con toda seguridad garantizar la permanencia…
Hedrock examinó cada uno de los factores susceptibles de modificar la situación. Emitió un suspiro de resignación. Compadecía a Lucy. En principio, la organización no se mezclaba jamás en la vida privada de sus miembros, ni en la de nadie. Pero el carácter excepcional de la situación actual, de esta crisis sin precedente, autorizaba saltarse el reglamento, justificaba el hecho de utilizar a un ser humano como peón. Hedrock devolvió la ficha al Centro de Informaciones y se puso a manipular su estatógrafo con la atención fija. Después de haber eliminado varias imágenes, obtuvo la que buscaba: Temporal. La más grande de las dos manchas se encontraba a seis semanas y un día en el porvenir, pero la pequeña fue más difícil de localizar. Por fin reparó en ella, un puntito ínfimo perdido en alguna parte en medio del océano del tiempo. Estaba aproximadamente a un millar de millones de años en el pasado. Hedrock cerró los ojos, trató de imaginarse lo que esto representaría, pero la energía de que era portador en el presente McAllister sobrepasaba toda imaginación.
Cortó el contacto del aparato. Se sentía invadido por un súbito cansancio. No tenía aún la menor idea del modo en que podría resolver el problema de la explosión, detener la amenaza mortal que pesaba sobre el sistema solar completo.
Consagró la hora que siguió a examinar los informes de la jornada. Los agentes que no se beneficiaban del raro privilegio concedido a Lucy de comunicarse directamente con el coordinador a toda hora del día o de la noche… los elegidos no eran más que un puñado e ignoraban el favor que les había sido concedido… dictaban sus procesos verbales a máquinas registradoras o a colaboradores de Hedrock, que se los retransmitían de ocho en ocho horas. De vez en cuando, Hedrock encontraba un informe sucinto que exigía una investigación más profunda. Trabajó sin descanso, sin prisa, dedicando a cada informe el tiempo que calculaba necesario.
A las diez y media llamó al crucero que vigilaba en el cielo de la vertical de la Casa a la que Lucy debía haber penetrado. Durante un instante contempló una imagen telescópica que le retransmitía su corresponsal; una casita de muñecas perdida entre el verdor circundante.
Se reintegró a su trabajo.
14
Una onda de calor envolvió a Lucy cuando hubo empujado la reja y, cosa sorprendente, la joven se sintió inmovilizada.
Sabía que esta sensación fue provocada artificialmente; era el primer paso en el camino que conducía a las extrañas cimas de la alegría sexual que ofrecía la Casa de Ilusiones. A partir de ahora y hasta el momento en que abandonase aquel lugar, su sistema nervioso estaría sujeto de modo casi permanente a manipulaciones insidiosas.
La duda que observó servía para sus planes. A pasos lentos, reanudó la marcha. El parque, situado delante de la Casa, estaba admirablemente diseñado. Flores, capullos, emergían por doquier, rompiendo la monotonía del verdor. Una cascada de arbustos luminosos marcaba casi enteramente la entrada de la Casa. Lucy se enredó en aquella cortina vegetal. Primero encontró una abertura entre las frondas que se elevaba progresivamente, acabando por formar un largo pasillo verde lujurioso que ascendía desde el suelo hasta el techo en forma de arco.
En dos ocasiones esto fue demasiado para ella, haciéndola detenerse. La primera vez alguna cosa acarició con dulzura su mejilla, como si fuese una mano amante con dedos afectuosos. La segunda vez, esto resultó más sobrecogedor. Con la respiración contenida, el rostro escarlata, notó cómo abrazaban su cuerpo. Se sintió a la vez embarazada y feliz, intimidada y enfebrecida. ¿Era esto lo que experimentaba la recién casada en la noche de bodas?
Tales delicadezas eran especialidad de las Casas de Ilusiones en donde los hastiados de ambos sexos podían recuperar emociones perdidas que sus cuerpos acostumbrados habían olvidado mucho tiempo atrás.
El pasillo verde provocativo tenía como fin una especie de túnel de espejos. ¿Eran puertas? Dudosa, porque temía escoger la equívoca, Lucy esperó a que una de todas aquellas puertas se abriese. Pero como al cabo de varios minutos no había ocurrido nada, trató de empujar los espejos. Los dos primeros no cedieron, pero sí el séptimo. No era más que una puerta basculante que daba a un corredor tan estrecho que apenas tenía sitio para pasar.
Sus hombros rozaban las paredes y tuvo la impresión penosa de sofocarse. No era más que una enfermedad simplemente física; su espíritu asociaba esta sensación a los terrores de la reclusión, al temor de la amenaza desconocida que surge de pronto cuando ni se puede avanzar ni retroceder.
¿Acaso esta angustia se producía naciendo de una especie de marcada conciencia? ¿O del hecho que los motivos de su visita eran del todo extraños a los asuntos normales del establecimiento? Se mostraba hostil a las Casas de Ilusiones y comprendía bien el oficio de los ganchos que iban por las calles. Esta angustia, en el fondo, podía tener muy bien origen en el terror de ser desenmascarada antes de llevar a buen fin su empresa. Era muy verosímil que la incomodidad no debía inquietar a los clientes asiduos que conocían sin ninguna duda lo que les esperaba.
Desaparecieron sus alarmas tan bruscamente como se habían producido; de súbito se vio invadida por una alegría sin medida al pensar en lo que la aguardaba. Anhelante, empujó la puerta de la pared que cerraba el pasadizo y se encontró con placer en una pieza pequeña, agradablemente decorada.
—Siéntese, se lo ruego —dijo la mujer que estaba instalada detrás de la mesa de despacho—. Debemos celebrar una entrevista con las clientas nuevas.
Lucy se sentó sin decir palabra. Su interlocutora, una mujer que no parecía haber pasado de la primera juventud, tenía un rostro amable y atractivo a pesar de la proximidad de sus ojos inquisitivos y de la delgadez de sus labios.
—Todo lo que usted me diga será confidencial —inició la sombra de una sonrisa y sus manos, con las uñas pintadas, tamborilearon en la mesa—. De hecho, nada saldrá de aquí. Pero debo prevenirla de que tengo una memoria excelente. Jamás olvido ni un rostro ni una voz.
Lucy, que conocía a muchas personas dotadas de una memoria de hierro, no puso en duda estas palabras. Que supiese, jamás había encontrado en ninguna Casa de Ilusiones listas de clientes. Los archivos aparentemente quedaban registrados en recuerdo de personas capaces de conservarlos.
—Evidentemente no trabajamos a crédito. ¿A cuánto alcanzan sus ingresos anuales?
—A cinco mil créditos.
—¿Dónde trabaja?
Lucy indicó el nombre de una sociedad conocida. Hacía tiempo que estaba todo previsto. Cada miembro de la Organización figuraba en la nómina de una firma que pertenecía secretamente al gremio o cuyo propietario era simpatizante y leal a los comerciantes de armas.
—¿Cuál es el alquiler que paga?
—Cien créditos al mes.
—¿Cuánto gasta para comer?
—De cincuenta a sesenta créditos.
—Transporte: diez créditos. Vestidos: veinticinco. Gastos diversos: diez. Quedan dos mil quinientos. Si viene usted una vez por semana la sesión le costará cincuenta créditos. Sin embargo, por esta vez le haremos una rebaja. Le ruego que me entregue treinta y cinco créditos.
Lucy contó la suma. La certeza y seguridad de este cálculo la asombraba. De hecho, tenía otros ingresos y gastos, contando los impuestos: mil créditos. También necesitaba más de veinticinco para cosméticos. Por lo tanto, si era preciso, si el deseo de placer llegaba hasta el punto de anular toda prudencia, tendría que poner freno a sus gastos. Era evidente que las Casas de Ilusiones partían del principio de que, una vez en la pendiente, los clientes venían más de una vez por semana. Si debía habituarse, necesitaría trasladarse a un barrio menos elegante, vestirse con ropas menos lujosas, hacer economías en la comida. Había mil medios de economizar. Medios tan viejos como el vicio mismo.
La recepcionista metió el dinero en un cajón y se levantó.
—Gracias. Espero que nuestra relación sea larga y mutuamente satisfactoria. Por aquí, se lo ruego.
La disimulada salida daba acceso a un enorme corredor que desembocaba en un suntuoso dormitorio. Tomada por sorpresa, Lucy se paró antes de franquear el umbral.
«Recuerda que te encuentras en una Casa de Ilusiones», se dijo. Lo que tenía aire real podía no ser más que una ilusión. Poniendo en práctica el consejo que le había dado Hedrock para desacelerar los fantasmas de origen mecánico, se esforzó, sin volver la cabeza, en no mirar más que por el rabillo del ojo y comprobó que la escena quedaba singularmente deformada en el límite de su campo de visión. Creía distinguir que la pieza era mucho mayor de lo que parecía.
Con una sonrisa, avanzó entonces decidida… cruzó el muro del fondo y se encontró en una especie de vestíbulo inmenso con las paredes compuestas por espejos. Una mujer le salió al encuentro.
—Perdónenos, señorita. Puesto que se trata de su primera visita, es preciso asegurarnos de que usted no conoce ningunos de nuestros truquitos. ¿Ha oído hablar de esta ilusión por alguien que frecuente otras Casas?
Lucy creyó preferible eludir la pregunta.
—Me habló un amigo —explicó con descuido… era la pura verdad.
La respuesta debió satisfacer a la joven rubia.
—Si quiere usted cambiarse…
Abrió una puerta disimulada y Lucy entró en un pequeño vestuario. Una elegante bata blanca estaba colgada de una percha. En el suelo había un par de sandalias. Eso era todo.
Lucy se desnudó despacio. Estaba ya dentro del engranaje y le sería muy difícil salirse. Si no lograba establecer contacto a tiempo con Cayle, no tendría más remedio, bien a su pesar que experimentar el placer artificial.
La túnica era de una suavidad maravillosa. El roce del tejido sobre su piel despertó en ella un voluptuoso estremecimiento. Era un género especial cuyo contacto estimulaba directamente los centros nerviosos del placer.
Se abandonó feliz a la caricia abrumadora que le recorría todo el cuerpo a la manera de una oleada. Una especie de delicioso vértigo la hizo vacilar.
—¡Por muy mal que se me dé esta noche, por lo menos gozaré!
Se calzó las sandalias, abrió la puerta y parpadeó al ver la sala. A un lado se alineaba una fila de hombres, cada uno sentado ante una mesa pequeña. De cara, delante, en mesitas parecidas, una fila de mujeres se les enfrentaba. Cortinas policromas colgaban de las paredes. Frente ella, un bar inmenso ocupaba toda la longitud de la pieza. ¿La decoración era verdadera o se trataba de una ilusión? Renunció a asegurarse. ¿Qué importancia tenía? Lo esencial era que se encontraba allí, en la sala de citas. Con un poco de suerte, pronto encontraría a Cayle. Y si no lo encontraba, peor. Habría otras noches, pensó en medio de un sueño placentero.
Le temblaban las piernas un poco cuando se puso en movimiento. Lanzó una mirada de desprecio a las mujeres instaladas delante de las consumiciones servidas en minúsculos vasos. La mayor parte eran viejas, mucho mayores que ella. Esperanzada dirigió la mirada hacia los hombres y fue entonces cuando comprendió que en realidad había dos salas. Una pantalla transparente se interponía entre el grupo de hombres y el de mujeres. ¿Quizás esta separación era también ilusoria? ¿Podría estar destinada a disolverse en el momento de la conjunción?
Porque la conjunción debía tener lugar, Lucy no lo dudaba. Dejando de hacerse preguntas, pasó revista a los hombres. La mayor parte eran jóvenes. Y reconoció a Cayle. Más exactamente, tuvo consciencia de que le había reconocido unos segundos después de que su mirada se posara en él. Experimentó una especie de choque, pero intervino el reflejo de prudencia. Dominando su emoción, avanzó con desenvoltura hacia una mesita ante la que se sentó.
De repente, acabó su estado feliz. Se sintió triste, ahora, al recordar el rostro apenas percibido. Un Cayle con aspecto de derrotado. Ajado, agotado, ¿la habría visto? Lo dudaba. «Le observaré unos segundos, se dijo. Y esta vez trataré de llamarle la atención».
Consultó discretamente su reloj. Ante todo no había que quemar las etapas. Transcurrió un minuto. La saeta minutero emprendió una vuelta nueva, los segundos continuaron desgajándose. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… un hombrecillo delgado alzó la mano. Lucy alzó la cabeza; Cayle la devoraba con los ojos y la joven experimentó una sorpresa.
—Bajad la barrera —exclamó una voz alegre—. ¡Llegó el momento de entablar amistad!
Una cierta agitación nació en el grupo de mujeres, unas cuantas de las cuales se lanzaron hasta el costado opuesto de la pieza. Viendo cómo Cayle venía hacia ella, Lucy no se movió. Él se sentó a su mesa.
—Es usted encantadora, señorita —dijo con voz serena.
Muy conmovida e incapaz de emitir el menor sonido, asintió con la cabeza.
Una camarera se asomó por encima de la espalda de la joven.
—¿La señorita se encuentra satisfecha? —preguntó en voz baja.
Al instante, Lucy afirmó.
—Si quiere usted seguirme… por aquí.
Lucy se levantó.
—Cuando estemos solos, él y yo, podremos comenzar a preparar un plan de evasión —se dijo.
Una puerta se abrió con estrépito. La joven que había recibido a Lucy a su llegada salió y dirigió unas cuantas palabras al oído del hombrecillo. Sonó una campanilla. Lucy quiso darse vuelta. Pero un vértigo extraño la hizo vacilar y se sintió sumida en un pozo negro…
Sonó el timbre del estatófono. Eran las once y cinco. Hedrock descolgó el aparato y apareció el rostro descompuesto de Lucy en la pantalla.
—No sé lo que ha ocurrido —comenzó—. Todo parecía ir bien. Me había reconocido, se nos iba a conducir a un lugar tranquilo. Y entonces… todo se me puso negro. Cuando recobré el conocimiento, estaba de regreso en mi casa.
—Permanezca en el aparato, reanudaré la comunicación dentro de un instante.
El coordinador llamó al crucero, fue el comandante en persona quien respondió.
—Iba a establecer contacto con usted. Hubo una inspección policial y no se les debió advertir más que en el último instante. Se llevaron a las mujeres en autoplanos a razón de doce por aparato y las condujeron a sus casas.
—¿Y los hombres?
Hedrock tenía la garganta seca al hacer esta pregunta. Todo el mundo sabía que las Casas de Ilusiones tenían medios radicales para asegurarse su protección.
—Por ese motivo no he dado todavía la alarma. Se les embarcó en un transporte que despegó inmediatamente. He tratado de seguirle pero me han localizado casi de inmediato.
Hedrock se pasó la mano por los ojos. El asunto Clark no se solucionaba. No había nada que hacer. Nada, sino esperar el desarrollo de los acontecimientos.
—Gracias, capitán. ¡Hizo usted un buen trabajo!
Informó a Lucy.
—Y he aquí —concluyó—, esto es desolador, pero elimina a la fuerza a Cayle. No podemos correr el riesgo de intervenir.
—¿Y qué debo hacer?
—Nada. Esperar.
15
Fara trabajaba. No tenía otra cosa que hacer. Así ocurriría hasta su muerte, se decía con frecuencia. Como un imbécil, seguía esperando que algún día Cayle se presentase en el taller.
—Comprendí la lección, padre —diría—. Si me perdonas, si me enseñas el oficio, podrás retirarte de los negocios y descansar. Lo tendrás bien merecido.
Aquel día, 26 de agosto, mientras terminaba de desayunar, la voz mecánica del estatófono sonó de golpe.
—Crédito a pagar… Crédito a pagar…
Los dos esposos se miraron. El rostro de Creel se endureció.
—Granuja —murmuró Fara.
Pero se sentía singularmente aliviado. Por fin, Cayle se daba cuenta de que los padres a veces son de cierta utilidad. Conectó el visor.
En la pantalla apareció la figura compuesta de una persona mofletuda.
—Aquí Clerk Pearton, de la Banca Número Cinco, sucursal de Ferd. Tenemos a mano un giro de diez mil créditos librado contra usted. Con los gastos, su deuda se eleva a 12.100 créditos. ¿Cuándo quiere pagarla? ¿Ahora o esta tarde?
—¿Pero… pero… quién…?
Por las explicaciones del desconocido, comprendió vagamente que los diez mil créditos habían sido entregados aquella misma mañana a Cayle Clark.
Estalló.
—La Banca no tiene derecho a cargar a mi cuenta ninguna cantidad sin orden expresa mía.
—Si usted quiere diremos a nuestro abogado que se trata de una falsificación. En ese caso, seguro, será expedida una orden de arresto contra su hijo.
—Espere… espere…
Creel dijo a Clerk que no con la cabeza. Estaba pálida.
—No te ocupes de él —murmuró con voz quebrada—. Debemos ser tan implacables como él. Deja hacer.
Fara tenía la impresión de vivir un sueño absurdo.
—Yo… no tengo… ¿podría concedérseme… un pago diferido?
—Naturalmente, tiene usted la posibilidad de solicitar un préstamo. Nos sentiremos muy satisfechos de concedérselo. Al llegar la letra examinamos la cuestión y estamos dispuestos en serio a concederle once mil créditos a largo plazo, garantizados por sus fondos. Los papeles están listos. Si lo desea, se los pasaremos inmediatamente en circuito de registro y podrá firmarlos ahora.
—No Fara. ¡No!
—En cuanto a los mil cien créditos restantes, nos los pagará al contado. ¿Le parece bien la proposición?
—Sí, seguro. Ahora tengo dos mil quinientos… De acuerdo —se apresuró a concluir—. De acuerdo.
Zanjado el asunto se volvió hacia Creel.
—¿Qué querías decir al pedirme que no pagase? —preguntó con violencia—. ¿Cuántas veces me has repetido que soy el único responsable de la conducta de nuestro hijo? Además, ¿sabes por qué necesita dinero?
—En el transcurso de una hora nos ha despojado de nuestras economías. Fríamente. Porque se habrá dicho que no podemos hacer otra cosa que pagar, dado lo estúpidos que somos.
—Yo sólo veo una cosa: el honor del apellido queda a salvo.
Sus sentimientos de haber actuado conforme a su deber duró hasta mitad de la tarde. Exactamente en el momento en que un ordenanza de Ferd se presentó en el taller para clausurarlo.
—La Sociedad de Reparación y Entretenimiento de Motores Atómicos ha reembolsado a la banca el empréstito y endosado sus letras. Según su orden, las instalaciones quedan clausuradas.
—¿Qué? ¡Pero esto es un chantaje, puro y simple! ¡Me voy a quejar inmediatamente! ¡Ah, si la emperatriz lo supiese…!
Perdido en el interminable laberinto de los corredores del Palacio de Justicia, Fara se sentía helado hasta los huesos. Hubiera preferido no recurrir a un hombre de leyes. Esta decisión, cuando la tomó en el pueblo, le pareció la más prudente. Pero en el presente, perdido en medio de salas tan colosales, tenía la impresión de haber actuado como el mayor de los imbéciles.
Hizo lo mejor que pudo, sin embargo, por explicar el asunto ante el tribunal, denunciando el complot criminal de la banca y su alianza con su principal competidor.
—Estoy convencido de que la emperatriz desaprobaría estas maniobras contra los ciudadanos honrados —terminó diciendo.
—¿Cómo tiene usted la audacia de cubrir la defensa de sus sórdidos intereses con el nombre de Su Graciosa Majestad? —exclamó una voz seca y fustigante.
Fara se estremeció Había en Isher millares de autoridades impersonales, parecidas a aquel, millares de seres vivos, millares de hombres sin entrañas, que se interponían entre la emperatriz y su buen pueblo. Si supiese lo que pasaba, si la hubiesen advertido de cómo se distribuía la justicia, y cómo a él, a Fara, le habían hecho víctima…
¿Pero qué haría entonces?
Sintió una duda espantosa que acababa de emparejarse con su decaimiento de ánimos y se sobresaltó cuando el juez dictó el veredicto:
—El demandante ve rechazada su denuncia y condenado a pagar los gastos. No podrá marcharse hasta después de haber zanjado su cuenta con la justicia, que será de quinientos créditos para el tribunal y de doscientos como honorarios para el abogado de la parte contraria. Asunto siguiente.
Al otro día Fara se presentó en el «Restaurante del Fermier», que regentaba su suegra. La sala estaba a medio llenar aunque no fuera mediodía. Un asunto que se presentaba bueno… La madre de Creel se hallaba en la trastienda, en el momento de vigilar el peso de los sacos de trigos. Escuchó en silencio a su yerno.
—No hay nada que hacer, Fara —dijo con sequedad—. Con frecuencia necesito pedir préstamos a la banca y si te ayudase tendría también sobre mi espalda a la Sociedad de Entretenimiento. Además, no sería prudente prestar dinero a un hombre que se dejó tomar el pelo por su propio hijo. Eso demuestra que no sabes defender tus intereses. Y tampoco te daré trabajo. Tengo por principio no emplear a parientes. Veo bien que Creel se instale aquí. Pero no estoy dispuesta a mantener a un hombre.
En el momento en que Fara iba a salir, su suegra se volvió bruscamente:
—¿Por qué no acudes a la tienda de armas? Nada tienes que perder y tampoco puedes seguir así.
Fara salió. La cabeza le daba vueltas. ¿Comprar un arma y suicidarse? Era una sugerencia absurda, pero parecía que eso fue lo que indicó su suegra. ¿Matarse? ¡Ridículo! A los cincuenta años todavía se es joven. Con un poco de suerte, podría aún ganarse correctamente la vida en este mundo en el que reinaba el automatismo. Siempre habría un lugar en el Sol para un hombre consciente que tiene un buen oficio y lo conoce a fondo. Fara había ordenado toda su existencia bajo este credo.
Creel hacía el equipaje.
—La solución más prudente es alquilar la casa e instalarnos en un piso amueblado —murmuro.
Le comunicó la oferta de su madre. Su esposa se encogió de hombros.
—Yo me negué a eso ayer. Me pregunto por qué, en verdad, te hablo del asunto.
Fara se acercó a la terraza y contempló el jardín, tratando de imaginarse a Creel lejos de sus prados, de su estanque, de sus rocas, arrancado del escenario que amaba, desprovista de su sala de visitas. Creel en un piso amueblado. Entonces comprendió lo que le había querido decir su suegra. Le quedaba también una última esperanza.
Cuando se hubo marchado Creel llamó a Mel Dale. El rostro del alcalde tenía una expresión de enojo al enterarse de lo que le solicitaba, pero escuchó con aire solemne la petición de Fara.
—Lo lamento, pero el consejo municipal no presta dinero. Y le voy a decir una cosa Clark… fíjese bien que hablo con sabiduría… no le será concedida licencia para montar un nuevo comercio.
—¿Cómo?
—Lo lamento. ¿Admite un consejo? Vaya a una tienda de armas. Estos establecimientos tienen cierta utilidad en muchos casos.
Se oyó un chasquido y la pantalla se apagó. Fara continuó mirándola con fijeza. No le quedaba solución alguna. Sólo la de morir.
16
Fara y Creel transportaron su equipaje a una sala única amueblada. Necesitó Fara dos meses para tomar la decisión.
Aquel día, cuando las calles estaban desiertas, se acercó a las paredes de la armería. Atravesó la calle, recorrió el jardín florido y se detuvo ante la puerta de la tienda. Durante un instante tuvo miedo de que no se abriese, pero su aprensión duró bien poco; el panel cedió al primer empujón. El anciano de cabello plateado, sentado en un sillón, leía a la luz de una lámpara de tamizado resplandor. Al ver a Fara, dejó a un lado el libro y se levantó.
—¿Pero verdad que es usted el señor Clark? ¿En qué podemos servirle?
Las mejillas de Fara se inflamaron. Esperaba que no le hubiesen reconocido, ahorrarse por lo menos esta humillación. Pero ahora que esta esperanza se le disipaba, sentía crecer en él la voluntad decidida de ir hasta el fin. Si se mataba, los funerales nada le costarían a Creel. Eso era lo único que importaba ahora. Pero ni el puñal ni el veneno cumplirían la misión.
—Necesito un arma capaz de desintegrar un objeto de seis pies de diámetro. ¿La tienen ustedes?
El anciano abrió una vitrina y sacó un revólver de cañón corto, resplandeciente de reflejos apagados.
—He aquí un artículo perfecto para llevarlo en un estuche bajo la americana —dijo el vendedor con voz precisa—. Es rápido en extremo, correctamente sincronizado, salta directamente a la mano del tirador. Fíjese. Lo pongo en el estuche. De momento lo tengo sintonizado a mí. Observe bien…
Fue extraordinario. El hombre hizo un gesto con los dedos y el arma, que se encontraba a un metro suyo, saltó a su mano. Fara no distinguió el menor desplazamiento. Exactamente como la puerta se había disipado en su mano y dio ante las narices de Jor. ¡Fue instantáneo!
Había visto manejar armas, armas vulgares de metal o de plástico como las que llevan los soldados; jamás presenció que fuesen capaces de obedecer así a la orden de su propietario.
Necesitó hacer un esfuerzo para volver a su asunto.
—Eso es muy interesante. ¿Pero y el haz?
—Tiene el espesor de un lápiz, traspasa no importa qué cuerpo, salvo ciertas aleaciones de plomo, siempre y cuando queden dentro de un radio de quinientos metros. Podría desintegrar un objeto de seis pies a menos de cincuenta metros. El eyector se regula por medio de esta ruedecita. La gira usted hacia la izquierda para enfocar el haz, a la derecha para cortarlo.
—¿Qué precio tiene?
El vendedor hizo una pausa.
—Ya le expliqué nuestros reglamentos, señor Clark. ¿Se acuerda de ellos?
—¿Eh? ¿Quiere usted decir que se aplican en su totalidad? ¿Que no son…? Yo no necesito un arma de defensa, si no algo que pueda igualmente volver contra mí si es preciso… o si lo deseo.
El rostro del viejo se ilumino.
—¡Ah! ¿Para un suicidio? Mi querido señor, si quiere quitarse del mundo de los vivos, eso no nos importa de ninguna manera. Destruirse es uno de los pocos raros privilegios que todavía se pueden conceder al individuo en un mundo en el que sus derechos cada vez quedan más restringidos. En cuanto al precio, digamos que es de cuatro créditos.
—¿Sólo?
Era una suma despreciable y Fara estaba aturdido. No había dificultades Y el arma era estupenda, artísticamente manufacturada. A veinticinco créditos Fara hubiese encontrado el precio justo.
El misterio de las armerías pareció de pronto adquirir una importancia igual al de su propia dificultad.
—Si tiene usted la bondad de quitarse la americana para colocar el estuche.
Fara obedeció y al cabo de unos cuantos segundos, cuando saliese de la tienda, ya no tendría más dificultades. Nada se interponía en su mente. Se notaba extrañamente decidido. Contra lo que cabría esperarse, una débil lucidez de esperanza que ardía en alguna parte del fondo de sí mismo y acababa de apagarse. La esperanza de que los comerciantes de armas pudiesen… pudiesen…
—Sería preferible que saliera por detrás, correrá menos riesgos de que le vean.
Fara no se resistió cuando el comerciante le empujó dulcemente por el codo hacia el fondo de la tienda. Se oyó un chasquido y la puerta se materializó. Detrás había flores. Fara avanzó como un autómata.
17
Fara se quedó inmóvil en medio del pasillo tan cuidadosamente diseñado. Había llegado el momento decisivo. Trató de concentrarse en esta idea, pero no logró disciplinar sus pensamientos. Alguna cosa no funcionaba. Reanudó la marcha para dar la vuelta a la tienda y, progresivamente, la vaga inquietud que le envolvía se mezcló con un sentimiento de estupefacción. La evidencia le dominó, dejándole sin aliento: no se encontraba en Glay. La tienda no estaba en su lugar.
Los hombres le pasaban por el lado, ocupando su lugar en una fila de espera, pero Fara no se dio cuenta, fascinado como se encontraba por la máquina que se erigía en el lugar donde debía encontrarse la tienda. En su sitio, un inmenso bloque de metal se destacaba sobre el azul mediterráneo de un cielo sin nubes. Cinco terrazas de una treintena de metros cada una ascendían hasta el cielo, terminando con una ojiva de luz, por una flecha audaz cuyo estallido rivalizaba en luminosidad con el propio Sol.
No era un edificio, era una máquina. Todo el piso inferior palpitaba de luces multicolores y cambiantes. Verdes en su mayor parte, pero que a veces se tornaban rojas o amarillas.
La segunda terraza no se componía más que de fuegos blancos y rojos, la tercera de azules y amarillos; la cuarta mostraba las siguientes palabras:
Blanco = nacimientos
Rojo = defunciones
Verde = población activa
Azul = inmigración
Amarillo = emigración
En la última terraza, más palabras. Y cifras:
Poblaciones:
Sistema solar: 11.474.463.747
Tierra: 11.193.247.361
Marte: 97.298.604
Venus: 141.053.811
Lunas: 42.863.971
Las cifras cambiaban sin cesar. Personas morían, otras nacían, salían de Marte hacia Venus, de las Lunas a Júpiter o para la Luna de la Tierra. Más seres humanos acababan de posarse en las docenas y docenas de espaciopuertos. La imagen que tenía Fara ante los ojos era el reflejo de la inmensa pulsación de la vida.
—Será mejor que ocupe su puesto —dijo cerca de él una voz llena de cordialidad—. Los casos individuales cuestan mucho de solucionar.
Fara contempló al hombre que acababa de hablar. El sentido de la observación se le escapó.
—¿Mi puesto?
No dijo más. Un suspiro le asomó dolorosamente a la garganta. Se apartó del desconocido, asustado por la idea vertiginosa que acababa de asaltar a su espíritu; fue de este modo que Jor, el guardia rural, se vio transportado a Marte. Un caso individual, le había dicho el desconocido.
El muchacho le miraba con curiosidad.
—Deberá saber por qué se encuentra aquí. Usted tiene un problema que los tribunales de las armerías deberían resolver en su favor. No hay otro motivo para venir al Centro de Informaciones.
Fara se colocó en la fila que se desplegaba inexorable en torno a la máquina. Marchaba deprisa y poco a poco se vio dirigiéndose hacia una puerta.
Entonces era un edificio y no sólo una máquina.
¿Un problema? Pues claro que tenía un problema. Un problema insoluble, un problema sin esperanza, un problema cuyas raíces llegaban hasta la misma estructura de la civilización isheriana Para resolverlo sería preciso trastocar los fundamentos mismos del imperio.
Por fin estuvo ante la entrada. Con la boca seca, pensó que dentro de algunos segundos quedaría en poder de algún engranaje inexorable. Pero ignoraba cuál sería.
18
Fara y su compañero siguieron por un vasto corredor con paredes pulidas como espejos.
—Hay un pasillo lateral prácticamente vacío —observó el joven.
Fara temblaba de pies a cabeza. Al extremo del pasillo una docena de jóvenes se sentaban tras una mesa de oficina y recibían a los recién llegados. Aquella ante la que se paró parecía menos joven vista de cerca. Le dedicó una sonrisa impersonal.
—Su nombre, por favor.
Fara se identificó, añadiendo con voz insegura que procedía de Glay.
—Gracias. Le pido que espere un momento, el tiempo necesario para sacar su ficha. Apenas transcurrirán unos minutos. Siéntese.
Se dejó caer en un sillón cuya existencia no había observado antes, con el corazón latiendo fuertemente, la respiración entrecortada y los nervios tensos como cuerdas de violín; no lograba elaborar pensamientos coherentes. A través de su vértigo comprendió que la recepcionista le hablaba y se esforzó por concentrar su atención, pero sólo retazos de palabras llegaron a perforar aquella especie de pantalla que le envolvía.
—El Centro de Informaciones… Oficinas de Estadísticas… Todos los nacimientos… Registros… Nivel de Educación, cambios de dirección… profesión… momentos cruciales de la vida. La organización… para la liberación de… operaciones oficiales y discretas… Cámara Imperial de Estadística… por intermedio de agentes… cada comunidad.
Fara tenía la sensación de que se le escapaban informes capitales, que no era necesario dominar su pensamiento. Pero los nervios no obedecían ninguna orden. Quiso interrumpir a la joven, pero no logró que ni una sola palabra franquease sus labios, un objeto llano y negro cayó sobre la mesa de despacho de la recepcionista con ruido seco. Después de estudiarlo con aire impasible, ella alzó los ojos.
—¿Le interesa saber que su hijo Cayle se encuentra en Marte?
¿Qué?
Fara se levantó a medias, pero su locutora proseguía con voz firme:
—Tendré que informarle que el gremio tiene por norma no intervenir jamás en los conflictos particulares. Su único objetivo es promover una reforma de la moral. Nos corresponde a las propias personas, a las masas a las que pertenecen, actuar en este sentido, sin ayudas exteriores. Dicho esto, le ruego, por favor, que nos explique brevemente su problema.
Fara, que sudaba copiosamente, se aprovechó de la pausa para ponerse más cómodo en su asiento. Quería con todas sus fuerzas saber más sobre Cayle. Pero esforzándose, contó con voz quebrada lo que le había sucedido.
—Usted irá ahora a la Cámara de Identidad —dijo la joven una vez terminó—. Cuando vea aparecer su nombre, se presentará en el despacho 474. Recuerde bien: 474. El siguiente, por favor.
Fara se levantó casi sin darse cuenta. Cuando se volvió, un hombre de edad había ocupado el sitio que dejara vacante en el sillón.
Caminó por el largo pasillo que le indicaran. Un ruido confuso, llegando a intervalos, se amplificó a medida que avanzaba. El corredor terminaba en una puerta. Al empujarla, el estrépito le asaltó con la brutalidad de un puñetazo asestado en plena cara. Un griterío insensato, titánico, que le dejó clavado en el umbral. Y el espectáculo que se ofrecía a su mirada era también increíble, tan sorprendente como aquel torbellino.
Un anfiteatro colosal, hirviente de hombres a millares. Sentados en bancos, de pie, recorriendo el pavimento con una impaciencia febril. Y todos dirigían sus miradas hacia el tablero dividido en casillas que ocupaba el fondo del auditorio. Cada casilla tenía una letra del alfabeto. Fara se sentó después de fijarse en la casilla de la C. Tenía la impresión de haberse metido en una especie de póker sin mesa de juego. Aquello era vertiginoso, fascinante, anonadador. Era terrible.
Las casillas se iluminaban, una a una, componiendo nombres. Las gentes gritaban, otras se sentían mal. Aquel caos hacía temblar los muros, incesante, sin pausa, indescriptible. De minuto a minuto un anuncio aparecía en letras de fuego:
Atentos a sus iniciales.
Fara no apartaba la vista del panel. Ya no podría aguantar más tiempo. De segundo en segundo aquello resultaba más intolerable. Tenía deseos de gritar para reclamar silencio, de levantarse, de caminar también, como un oso en su jaula. Pero los que cedían a este impulso se veían cubiertos de injurias histéricas.
Bruscamente aquella aventura le espantó.
—Yo no voy a hacer el imbécil como…
Clark, Fara… Clark, Fara.
Su nombre. Era su nombre lo que brillaba en el panel.
—Soy yo —gritó, pero nadie se volvió, nadie le hizo el menor caso.
Avergonzado de sí mismo, cruzó el anfiteatro con un paso furtivo para ganar un nuevo corredor, donde se aglomeró en una interminable cola de personas. Aquí reinaba el silencio. Un silencio casi insoportable que parecía ser la antesala de la nada.
474. ¡Difícil era concentrar su atención sobre una cifra! 474. ¿Qué es lo que le aguardaría una vez hubiese cruzado la puerta número 474?
Era un exiguo despacho, parcamente amueblado con un par de sillas y una mesa en la que aparecían ordenados regularmente papeles puestos en pilas y en medio de la que lucía un globo hecho de una substancia opalina luminosa.
Se alzó una voz.
—¿Fara Clark?
—Soy yo.
—Antes de que se dicte el veredicto, tenga la bondad de coger una circular azul.
Se trataba simplemente de la nomenclatura de todas las sociedades que dependían de la Banca Interplanetaria número 5. Alrededor de quinientos nombres, clasificados por orden alfabético, sin el menor comentario. Fara se metió en el bolsillo la hoja.
—Se le dará toda clase de explicaciones en el momento oportuno —continuó la voz—. Queda establecido que la Banca Interplanetaria número 5 ha cometido con usted una estafa característica. Se la ha declarado culpable de fraude, de chantaje, de extorsión y de pertenecer a una conspiración criminal. Un agente de la Banca, cuya misión es entrar en contacto con los jóvenes de ambos sexos de buena familia que tengan apuros financieros, entabló conocimiento con su hijo. El cómplice recibió el 8 por 100 del préstamo concedido y la comisión fue pagada por el prestamista. La Banca ha pretendido que su hijo había recibido 10.000 créditos, mientras que solamente se le entregaron 1.000 y esto después de que usted firmara el reconocimiento de deuda. Se le anunció que su hijo corría el riesgo de ir a la cárcel por haber solicitado fraudulentamente un préstamo a nombre de usted y la amenaza se efectuó antes de que el dinero hubiese cambiado de mano. La transferencia de su crédito a la cuenta corriente constituye, en fin, un delito de conspiración. En consecuencia, la Banca ha sido condenada a una indemnización igual al triple de la suma extorsionada, es decir, 36.300 créditos. No nos interesa hacerle conocer por qué medios les hemos obligado a pagar. Basta que sepa que la indemnización ha sido abonada. El gremio conserva la mitad, en cuanto al resto… —Un fajo de billetes cayó sobre la mesa con ruido sordo— le pertenece —con manos temblorosas, Fara tomó el dinero.
Apenas podía comprender lo que siguió diciendo la voz:
—Sus dificultades, por tanto, no han terminado. Necesitará perseverancia y valor para volver a rehacer su negocio. Sea discreto, valiente, resuelto y lo conseguirá. No dude en emplear el revólver que ha adquirido para defender sus derechos. Llegado el momento, se le explicará nuestro plan. Ahora puede marcharse. Emplee la puerta que tiene delante.
Necesitó Fara un gran esfuerzo de voluntad para levantarse y salir.
Sin transición, se encontró en el local siempre familiar de la armería. El viejo de los cabellos de plata abandonó su sillón para salirle al encuentro, una sonrisa fija en los labios.
La inimaginable aventura había terminado. Fara estaba de regreso en Glay.
19
No había logrado salir de su desconcierto. Era vasta, esta fascinante organización implantada en el corazón mismo de la implacable sociedad que, en espacio de algunas semanas, le había despojado a él, Fara, de todo cuanto poseía…
—Por… el juez —acabó por decir, dominando la fiebre que lo sacudía y la falta de una palabra más precisa—, el juez me ha dicho que para recuperar mi posición, necesitaré…
—Antes de que abordemos esa cuestión, me gustaría que examinase la lista que le ha sido entregada.
—¿La lista?
Necesitó un momento para comprender lo que quería decir el anciano. Se había olvidado por completo del impreso azul. Tras sacarlo del bolsillo, lo examinó con atención. La Sociedad de Entretenimiento figuraba allí en buen lugar.
—No comprendo —murmuró con asombro—. ¿Son estas las sociedades contra las que ustedes luchan?
Su interlocutor negó con la cabeza.
—Esas firmas sólo representan una fracción de los ocho millones de empresas que vigilamos, atentos a todas sus actividades —elaboró una sonrisa carente de alegría—. Saben perfectamente que por nuestra causa sus beneficios teóricos no tienen ninguna influencia en sus ganancias, pero ignoran lo que representa este margen. Preferimos dejarlas en la ignorancia. Nuestra meta es la de promover un mejoramiento de la moral comercial, no de fomentar las operaciones basadas en el fraude.
Hizo una pausa antes de proseguir, clavando en Fara una mirada escrutadora.
—Las compañías que figuran en esta lista tienen un punto en común: todas pertenecen a la emperatriz. Teniendo en cuenta las opiniones que usted profesa, no espero que me crea.
Fara nada dijo. Y, por tanto, contrariamente a cuanto podía esperarse, ahora creía en las palabras del anciano. De manera total. Sin restricciones. Lo asombroso, lo imperdonable, era que toda su vida hubiese visto a los hombres lanzados hacia la ruina, viviendo míseros en el olvido y en la pobreza y sin atreverse jamás a buscar quién sería el culpable o la culpable.
—¡Qué insensato fui! Admitía todo cuanto hiciera la emperatriz y sus funcionarios… Me negaba a aceptar los informes de los que no pensaban como yo. Supongo que si empiezo a criticar a la emperatriz, no tardaré mucho en ser expedientado.
—En ningún caso habrá oído hablar mal de su Majestad. El gremio se opone formalmente a tal actitud y deja de apoyar a los que cometen tal imprudencia. La responsabilidad de la emperatriz está atenuada, en realidad. Como usted, se encuentra en cierto modo arrastrada por la corriente de la civilización isheriana. Pero no es el momento de explicarle con detalle la política de los comerciantes de armas. El periodo más crítico de nuestros informes en las relaciones con el poder se sitúa dentro de cuarenta años. En esa época, todos los que estén convictos de beneficiarse de nuestra ayuda serán asesinados. Le voy a decir una cosa que le asombrará: su suegro fue una de las víctimas de la represión.
—¡El padre de Creel! ¡Pero…! ¡Si yo siempre creí que se fugó con otra mujer!
—Cada vez que es abatido uno de esos, se hacen correr rumores de tal género. Para poner término a esta situación, nosotros hemos ejecutado a los tres responsables más notables de la hecatombe. Pero no deseamos más derramamientos de sangre. Se nos acusa de compaginarnos con el mal. Y este reproche nos deja insensibles. No llegamos a ser un obstáculo para la evolución profunda de la existencia, eso es lo que es preciso comprender. Reparamos injusticias, actuamos como un tambor entre las gentes y sus explotadores más crueles. Por regla general, concedemos nuestra ayuda sólo a las gentes honradas, lo que no quiere decir que nos neguemos sistemáticamente a ayudar a los que fueron menos escrupulosos. Además, jamás llegaremos a vender armas a estos últimos. O nuestras armas son extremadamente preciosas y es en parte a causa de ellas que el Gobierno se ve obligado a reprimir sus argucias de orden económico para asegurar su dictadura, o causamos respeto por otra cosa.
»Hace cuatro mil años, un genio brillante, Walter Delany, inventó el procedimiento vibratorio que hizo posible las armerías y fundó los principios de nuestra filosofía política. Después de cuatro mil años hemos visto girar el régimen entre una monarquía democrática y la tiranía absoluta. Y hemos comprendido una cosa: los pueblos tienen invariablemente el tipo de régimen que se merecen. Cuando quieren cambiarlo, son ellos los que deben tomar la iniciativa. Nosotros formamos un nudo incorruptible (incorruptible en sentido literal, disponemos de una máquina para la que el carácter de un hombre no constituye un secreto), un nudo incorruptible de idealismo cuya tarea es paliar los males que engendra inevitablemente el Gobierno, sea cualquiera la forma que revista.
»Pero nos alejamos de su problema personal. Es de una sencillez extrema. Tiene usted que luchar, como siempre lo hacen los hombres resueltos a defender lo que tiene en valor ante sus ojos, a salvaguardar sus derechos legítimos si éstos son arrollados. El monopolio de Entretenimientos de los Motores desmontó su taller una hora después de que fuera usted condenado y el material fue trasladado a un almacén lejano. Nosotros lo hemos recuperado y vuelto a poner en su lugar. Vaya a tomar posesión de sus bienes y…
Fara, con los dientes apretados, escuchó atento las instrucciones. Finalmente, asintió.
—Cuente conmigo —dijo—. Siempre fui testarudo. Ya no tengo las mismas opiniones que antes, pero les seré leal.
20
La mayor parte de las Casas de Ilusiones estaban fichadas por la policía. Pero había en vigor una ley no escrita; cada vez que se tenía que efectuar una inspección, el propietario era advertido. Por tanto, el nombre de los que habían sido secuestrados tenía que encontrarse fácilmente en el cajón de una mesa de despacho. En las semanas que siguieron, las listas de emigrantes, comprendidos los indigentes y los criminales enviados a Marte, Venus y las Lunas, fueron controladas. Los adjudicatarios del Gobierno siempre tenían necesidad de mano de obra para los planetas. Y las Casas, frecuentadas por mujeres acomodadas que no podían permitirse el lujo del escándalo, proporcionaban un contingente regular de trabajadores.
El argumento según el cual sólo los muertos guardan silencio no era sin embargo admitido por la policía. Los propietarios que infringían esta regla inexorable eran perseguidos sin piedad. Tras millares de años, el sistema había demostrado su eficacia; el vicio podía desarrollarse con libertad, a condición de que las víctimas sobrevivieran a su siniestra experiencia.
Cayle se detuvo instintivamente al pie de la pasarela. El suelo era… duro como la roca. El frío que se insinuaba a través de la suela de sus zapatos le penetraba hasta la médula. ¿Entonces esto era Marte? Contempló el triste decorado del pueblo y se estremeció. No de frío, de aprensión. Una aprensión en estado bruto, tan violenta que tuvo la sensación de estar reforzada por una voluntad de acero.
—Tú, avanza un poco —gruñó uno de los guardias que vigilaba el desembarque; y su voz parecía más áspera que el aire enrarecido.
La punta de un bastón hurgó la espalda de Cayle, que ni siquiera se volvió, despreciando el insulto. Siguió a la fila lúgubre que se estiraba interminable. A cada paso, el frío invadía algo más de su cuerpo. Ahora lo experimentaba hasta el fondo de sus pulmones. Los hombres echaban a correr ante él. Otros les pasaron de largo, con la respiración ronca, los ojos desorbitados, gesticulando de manera brusca; la débil gravedad a la que no estaban acostumbrados les hacía vacilar. Varios cayeron lanzando un grito, los cuerpos rebotaron en las asperezas del piso. El suelo helado, el suelo de hierro de Marte, se tiñó con sangre de los hombres.
Cayle se esforzó por conservar un paso normal. Experimentaba un gran desdén por aquellos que perdieron su sangre fría. ¡Se les había advertido! Y la enorme cúpula plástica no quedaba más que a cuatrocientos o quinientos metros de distancia. Por penosa que fuese la temperatura, se podía soportar el tiempo de franquear una distancia tan corta. Cuando llegase al recinto, tendría los pies entumecidos y su cuerpo con hormigueo. Pero bajo la cúpula se estaría caliente. Despacio, el joven se dirigió hacia la parte del edificio por donde entraban los recién llegados.
Shardl era una ciudad de mineros, alzada en medio de una llana extensión salpicada de hielo y de masas verdes. Los jardines atómicos, atestados, lujuriosos, cuyo espectáculo incongruente no hacía más que acentuar la desolación del paisaje.
Un grupo se había reunido ante un panel de información. Se acercó y se puso a leer el título del cartel:
NO DEJES PASAR LA OCASIÓN
Intrigado, se abrió paso en medio de la multitud, se enteró del texto y se alejó con una sonrisa. ¡Reclutaban gente para las granjas marcianas!
«Acepte un contrato de quince años y Su Graciosa Majestad, Innelda de Isher, le proporcionará una granja enteramente equipada con termo generador atómico. No hay que pagar nada al contado. La liquidación se efectúa a los cuarenta años».
Y la llamada terminaba con este consejo insidioso:
«Presente ahora mismo en este campo su candidatura para el servicio de repartición de tierras… y no tendrá que trabajar ni un solo minuto en la mina».
La atrayente proposición dejó insensible a Cayle. Había oído hablar del sistema puesto en marcha para colonizar el planeta frío y el planeta cálido, Marte y Venus. Cada hectárea algún día sería arrendada y ocupada y los planetas conocerían entonces los beneficios de la energía atómica. A medida que transcurrían los milenios, los hombres lograrían descongelar todos los mundos gélidos del sistema solar, refrigerar los tórridos desiertos de Venus y Mercurio. Los hombres se agotaban hasta el fin de sus días y terminarían por crear copias aceptables de la lejana Tierra, del verde planeta del que vinieron.
Esa era la doctrina. Cuando iba a la escuela, cada vez que se evocaba delante de él el problema de la colonización, nunca se le ocurrió la idea de que algún día se encontraría aquí, él mismo, en la penumbra de Marte, víctima de una implacable maquinación contra la cual la educación que recibió no pudo servirle de nada. Había dejado de detestar a su padre. Su odio quedaba allá abajo, en las brumas del pasado, en este mundo mezquino en el que se disolvieron sus ilusiones. ¡Un pobre imbécil, eso era todo! En el fondo, quizá sería mejor que hubiesen personas como él, incapaces de comprender las realidades del imperio.
Su problema personal estaba ya resuelto de una manera tan simple como eficaz. Antaño tuvo miedo; el miedo ahora había muerto. Por extraño que esto fuese, había sido honrado; su honradez era cadáver. Aunque, en cierto sentido, continuaba todavía honrado. Todo dependía del modo de afrontar la vida. ¿Era preciso que se hiciese partidario de la teoría que afirmaba que un ser humano debe ser lo bastante fuerte para afrontar las exigencias del momento? Cayle estaba dispuesto a afrontarlas. ¡El hombre en que se había convertido no se quebrantaría sobre Marte! Primero, no firmaría nada que estorbara sus movimientos; sería preciso mostrarse prudente para poder aprovechar al instante todas las ocasiones que se presentaran… y entonces lanzarse a fondo, jugarse el todo por el todo sin la menor duda.
Una voz cautelosa le sacó de su sueño.
—¿Me dirijo a Cayle Clark, de la ciudad de Glay?
Cayle no esperaba que la ocasión se le presentase tan pronto. Se volvió despacio y se encontró frente a un hombre de talla pequeña, envuelto en un abrigo de suntuosa elegancia. A pesar de su rostro insignificante y de su piel curtida, quedaba de manifiesto que no se trataba del género de personaje que formaba parte de un transporte de deportados.
—Represente a la Banca Planetaria número 5. Podría ser que estuviésemos en condiciones de ayudarle a salir de esta situación… insólita.
Con su rostro descarnado y su cuello demasiado largo, parecía un cangrejo saliendo de su caparazón. Los ojos inquisitivos brillaban con una luz sombría, como de perlas negras.
Cayle no pudo reprimir el estremecimiento de disgusto. Cuando era un niño pequeño a veces venía cierta mujer a su casa. Iba cubierta de joyas y pieles. Tenía los mismos rasgos, los mismos ojos. Todas las insistencias de que fue objeto no le causaron el menor efecto, jamás quiso tener nada que ver con ella.
—¿Le interesa eso?
Cayle estaba a punto de rechazar la oferta cuando una palabra a la que no había prestado atención afloró a su consciencia.
—¿Qué Banca ha dicho usted?
La caricatura sonrió con la seguridad del que se sabe portador de un don precioso.
—La Banca Planetaria número 5. Usted abrió una cuenta en nuestra casa central hace un mes. En el curso de la información que hacemos de oficio a los nuevos clientes nos enteramos de que había salido para Marte en condiciones desagradables. Por eso tomamos la iniciativa de ofrecerle el servicio de préstamos, poniéndoselo a su disposición.
—Comprendo.
Cayle miró con atención a su interlocutor, pero en este nuevo examen no pudo encontrar el menor detalle capaz de inspirarle confianza. Sin embargo, la conversación exigía seguir adelante.
—¿Y qué es lo que podría hacer la banca por mí?
El otro se aclaró la garganta.
—¿Es usted hijo de Fara y de Creel Clark? —preguntó, destacando cada palabra de los apellidos y nombres.
Cayle dudó un segundo antes de asentir.
—¿Desea regresar a la Tierra?
En esta ocasión no dudó nada.
—La tarifa básica para el viaje es de seiscientos créditos cuando la distancia Marte-Tierra permite cubrirla en veinticuatro días. Si la distancia es superior hay un plus de diez créditos por día suplementario. ¿Pero verdad que está usted al corriente?
De hecho, Cayle ignoraba tal reglamentación, pero dudaba que el salario semanal de cinco créditos concedido a los mineros le dejase la menor esperanza para una rápida repatriación. Un hombre sin recursos estaba atado de brazos y piernas. Redobló la atención, adivinando ya lo que seguiría.
—La Banca —continuó el otro con grandilocuencia—, está dispuesta a adelantarle mil créditos si su padre acepta garantizarle y si usted firma un reconocimiento de deuda de diez mil créditos.
Cayle se sentó pesadamente. La esperanza acaba de disiparse casi tan deprisa como naciera.
—Jamás avalará mi padre una cantidad de diez mil créditos —dijo con laxitud.
—Le pediremos que cubra solamente hasta un total de mil créditos. Usted devolverá el saldo con sus ganancias futuras.
Cayle estudió el documento que el otro le tendía con ojos entrecerrados.
—¿De qué manera me será remitida esa cantidad?
El agente sonrió.
—Usted firme. Le daremos el dinero en efectivo. En cuanto a su padre, no se preocupe. Corresponde a la sección de psicología obtener el aval de los consignatarios y de los que firman los contratos. Para unos se emplea la energía, con otros…
Pero Cayle le cortó en seco:
—Necesito tener el dinero antes de firmar cualquier documento.
El hombre del rostro de cangrejo se encogió de hombros.
—Es usted duro en negocios, por lo que veo. Pero se cumplirán sus deseos. Acompáñeme hasta la oficina del director.
Cayle, receloso, le siguió pisándole los talones. Todo esto parecía demasiado fácil. Desconfiado, tenía la impresión de ser un truco muy bien preparado. Disminuyó la marcha, lanzó una ojeada a su alrededor. Se veía allí una serie de despachos en donde hombres muy bien vestidos se entretenían hablando con los deportados.
Empezó a comprender. Primero el cartel. Si esto no resultaba, si el «cliente» no mostraba deseos de convertirse en granjero, entraba en escena el prestamista. Firme usted y, entonces, tenía dos elecciones: O no se recibía ni un céntimo, o la cantidad que se le entregaba le era inmediatamente robada. Entonces, habiendo agotado todos los recursos, presentes y futuros, el infeliz quedaba condenado a permanecer en Marte a perpetuidad.
—La pequeña transacción se efectúa sin duda en presencia de testigos —murmuró por lo bajo—. Un par de gorilas con sus armas preparadas, como si fueran dos aves de presa a punto de lanzarse sobre el inocente pajarillo.
¡Buen sistema para colonizar un planeta inhóspito! El único, quizá, puesto que los terrestres no sentían mucha vocación de pioneros.
En el despacho estaban los dos hombres. Dos hombres elegantemente vestidos. Sonrientes. Muy cordiales. El individuo que se decía representante del banco se los presentó a Cayle respectivamente como el director de la mina y un empleado de la Banca. ¿Cuántos «directores» estarían en trance de ser presentados en los despachos vecinos a otros pobres inocentes? Tener ocasión de entrevistarse en privado con un personaje tan alto, darse cuenta de que, después de todo, era también un ser humano, debería de ser en extremo impresionante.
Cayle estrechó las manos que se le tendieron, reflexionando sobre la situación. Primero había que obtener dinero de un modo legal. Es decir, firmar un documento y conservar la copia. Quizás eso no tenía en sí una importancia capital, pero era preciso no subestimar el valor de la legalidad. Cuando se necesitaba evitar por encima de todo cualquier sospecha, había que conseguir también no dejar de recuperar un céntimo y tener que encontrarse ante un tribunal en presencia de testigos que negaran fríamente la historia alegada.
El despacho, exiguo pero muy bien amueblado, hubiese podido ser perfectamente el del director. Tenía dos puertas, aquella por la que había entrado Cayle y una segunda que le quedaba delante. Por allí, sin duda, desaparecería el primo una vez despojado, a fin de que no pudiese contar su aventura a sus otros camaradas. Clark fue a abrirla. Daba a una explanada. Vio docenas y docenas de barracones y, por todas partes, grupos de soldados. Un espectáculo que daba que pensar. Supongamos que lograse embolsarse la suma dicha, no había posibilidad alguna de salida por allí.
Volvió a cerrar y tomó al centro de la pieza.
—¡Brrr! ¡El frío se te cala hasta los huesos! ¡Qué ganas tengo de volver a la Tierra!
Los tres «compadres» respondieron con una risa comprensiva y el personaje reptilesco le tendió un documento en el que se incluía un fajo de billetes de cien créditos que Cayle metió en su bolsillo, después de haberlos contado. Luego se puso a leer el contrato que, con mucha claridad, estaba en apariencia concebido para dar confianza a los espíritus ingenuos que pudiesen albergar algún recelo a esta clase de transacciones. Estaba triplicado: un ejemplar destinado a la Tierra, el otro a la Sucursal Marciana de la Banca y el último era para él. La redacción era impecable. No le quedaba más que colocar su firma. Cayle separó la copia que le pertenecía y los dos ejemplares restantes fueron insertados en el circuito de registro. Tomó la pluma como para firmar una de las copias, retrocedió un paso… y la lanzó con la punta hacia delante a la cara del «director», que emitió un grito y se llevó la mano a la mejilla lastimada.
Clark no esperó más. De un salto cayó sobre el «agente», le agarró por el cuello y le apretó con todas sus fuerzas. Con la boca babeante, el infeliz agitó débilmente sus brazos en el aire.
Durante un momento Cayle se preguntó con angustia si su plan tendría éxito. Había partido, en efecto, de la hipótesis de que su víctima tenía un arma y que trataría de empuñarla. Todo dependía de eso.
La mano de los dedos delgados se deslizó en el interior del voluminoso abrigo y salió pronto, empuñando una pequeña pistola radiante que no tardó en estar en la diestra del joven.
El «empleado» también había logrado sacar su arma y giraba en redondo para encontrar el medio de tirar sin herir a su cómplice. Clark hizo fuego a bocajarro, apuntando al pie de su adversario. De la pistola radiante salió una columnita minúscula y cegadora de energía. Un olor a cuero carbonizado inundó el despacho, al mismo tiempo que se llenaba el aire de volutas de humo azulado. El tipo gritó, dejó caer su instrumento y se acurrucó, abrumado por el dolor. A una orden de Clark, el «director», asustado, alzó los brazos. Cayle le despojó de su pistola radiante, recogió la de su colega y se dirigió hacia la puerta caminando de espaldas. Explicó brevemente al reptilesco agente lo que esperaba de él; tendría que acompañarle, sería su escudo. Los dos llegarían a la base más próxima y volarían en dirección al Mare Cimmerium, donde Cayle tomaría el primer navío regular que partiese hacia la Tierra.
—¡Y si alguien se acerca, el mundo se verá con un granuja menos que caerá delante de mí! ¿Comprendido? —terminó diciendo.
Nadie se acercó. Estos acontecimientos tenían lugar el 26 de agosto del año 4784, era de Isher, dos meses y veintitrés días después de que Innelda hubiera lanzado su ofensiva contra las armerías.
21
Cayle reflexionaba y hacía planes. Los días se extendían regularmente mientras el cohete viajaba hacia la Tierra. La hora que indicaban los relojes a bordo se acercaba poco a poco a la de Isher. Pero, en el exterior, el espacio continuaba inmutable; por un lado, la ardiente claridad del Sol; por otro, la obscuridad, salpicada de estrellas. Comía, dormía, sonaba, iba y venía. Vivía. Sus ideas eran cada vez más claras, su voluntad más aguda. Ya no tenía más dudas; el hombre que ha vencido el miedo a la muerte es incapaz de dudar.
El resplandor del suelo aumentaba. Su espiral de fuego penetraba por los tragaluces. Marte ya no era más que un puntito rojizo en el océano de la noche, difícil de distinguir entre los brillos diamantíferos que tachonaban el cielo. La Tierra crecía. Al principio fue una fuente de luz; después una masa vaporosa increíble y monstruosa que ocupaba la mitad del espacio. Los continentes tomaron forma y cuando el navío contorneó a la Luna, las ciudades brillaban en el hemisferio nocturno, rivalizando en resplandor con los cielos.
Cayle no miraba al planeta más que intermitentemente. Cuando faltaban cinco días para la llegada descubrió un garito clandestino en una de las bodegas. Perdió la mayor parte de las partidas, pero con las ganancias ocasionales pudo recuperar algunos créditos. El tercer día, lleno de inquietud, se marchó, fue a su cabina e hizo cuentas de lo que le quedaba: ochenta y un créditos. Había entregado al representante de la banca el interés del ocho por ciento del famoso préstamo. Con el resto se compró un revólver, pagó el billete del viaje… y perdió al póker.
—Lo principal —murmuró—, es que no tardaré en volver a la Ciudad Imperial, con, cuanto menos, más dinero en el bolsillo que cuando llegue por primera vez.
Se acostó. Su mala suerte con las cartas no le afectaba para nada. No tenía intención de rehacerse en el Palacio del Penique. De momento, veía las cosas bajo otro color. No dudaría en correr riesgos, seguro. Pero… a un nivel superior. Sabía que no le sería fácil echar la mano encima a los casi cincuenta mil créditos de que le habían despojado. Pero ya vendría el momento. Notaba dentro de sí tesoros de paciencia, se sentía dispuesto a todas las eventualidades. Cuando tuviese dinero, iría a ver a Medlon para obtener sus galones. Quizá debería pagar. Quizá no. Todo dependía del momento. No le embargaba ninguna idea de venganza. La especie de criaturas venales como el coronel o como el tipo de los juegos le era indiferente. Esos individuos no eran más que peldaños para él, útiles para realizar el plan más ambicioso que jamás se hubiese concebido en el Imperio. Un plan que tenía como piedra angular una realidad que parecía haberse escapado a todos los que habían alcanzado las cumbres de la jerarquía isheriana. Innelda deseaba el bien del país. En el transcurso del único contacto que tuvo con la soberana comprendió que era un ser bendito, que sufría por la corrupción que la rodeaba. Se podía decir bien que la emperatriz era honrada. Con una honradez maquiavélica. Clark no dudó de que fuese capaz de ordenar la ejecución de un adversario. Pero eso formaba parte de su oficio como dirigente. También debía plegarse a las necesidades impuestas por su situación. Como le pasaba a él.
Sí, la emperatriz era honrada. Acogería bien a un hombre que, fortificado con su autoridad, emprendiera la tarea de limpiar el palacio. Después de dos meses y medio, reflexionó Clark pensando en las palabras que había oído pronunciar cuando estaba en el despacho de Medlon. Francamente la emperatriz hizo alusión al hecho de que los oficiales no llegarían a hacer carrera porque aprendieron que ciertas cosas se tramaban desde la sombra. Y ella acusó. Habló abiertamente de una conspiración proarmeros, aliada al cierre inexplicable de las tiendas. Sí, algo se preparaba. Y para un joven como Cayle, que estuviese directamente en contacto con la emperatriz, aquello significaba una enorme posibilidad.
Pero antes de pasar a la aplicación sistemática de su plan, existía un preámbulo; volver a encontrar a Lucy Rall. Pedirle que fuera su mujer.
Esto no podía esperar. Su impaciencia resultaba demasiado grande.
Faltaba poco para mediodía cuando la astronave se posó en Tierra, pero aún quedaban las formalidades de ordinario y Clark no salió al aire libre hasta las 14:00 horas. El tiempo era magnífico; ni una sola nube cortaba el azul del cielo. Una ligera brisa acariciaba las mejillas del hombre mientras miraba a la ciudad que se destacaba a lo lejos. Un espectáculo capaz de cortar la respiración. Pero Cayle no tenía tiempo que perder. Se metió en la primera cabina que encontró y marcó el número de Lucy. Pero fue el rostro de un hombre el que apareció en la pantalla.
—Soy el marido de Lucy, mi mujer está ausente. ¡Pero tú no tienes necesidad alguna de hablarla! Fíjate bien y serás de mi opinión.
Clark, estupefacto, entrecerró los ojos. Los rasgos de su interlocutor le parecían vagamente familiares.
—Vamos —repitió el otro—. Mírame bien.
—Yo no creí que…
Se calló bruscamente, dándose cuenta del significado de estas palabras incomprensibles y retrocedió como si hubiese recibido un golpe. Notó cómo la sangre le abandonaba las mejillas y, vacilante, se llevó la mano ante los ojos, como cegado por una visión demasiado fulgurante.
—Reponte —dijo la voz— y escucha. Preséntate mañana por la tarde a la playa del Paraíso Haberdashery, mírame bien para que no haya la menor duda. Y sé puntual.
Clark no tuvo necesidad de mirar otra vez a su interlocutor, sus ojos se apartaron bruscamente y de manera instintiva de la pantalla. No, no había la menor duda. Aquel rostro era su propia cara…
Cayle Clark contemplaba a Cayle Clark. El día era el 4 de octubre del año 4784 de la era de Isher. La hora las 14:10.
22
6 de octubre.
Un recuerdo aflora a la consciencia de la emperatriz mientras que gira en su cama; la víspera se dijo que tomaría una decisión al despertar. Pero ahora, al salir del sueño, se da cuenta de que continúa con la misma incertidumbre. Abre los ojos, se sienta, se esfuerza en componer el rostro para disimular el malhumor ante la media docena de camareras que, habiendo estado en vela detrás del último biombo, ahora se apresuran a acercarse a la señora. Innelda toma la copa de energía que le tienden; los proyectores se iluminan, inundando la vasta cámara con su chorro de luz. Empieza una mañana. Y después está el masaje, ducha; la maquilladora toma posesión de ella. La peluquera entra a su vez en servicio… La rutina cotidiana.
—Es preciso actuar —murmura abandonando su cuerpo a las camareras—, es preciso actuar. Si no la ofensiva abortará, y ¿cómo soportar la humillación de un jaque mate? Después de cuatro meses, seguramente no tardarán…
Una vez vestida comienzan las audiencias. Primero, es preciso recibir a Gerritt, el mayordomo que siempre se ve asaltado por una multitud de problemas. Problemas con suma frecuencia de una insigne mediocridad. En el fondo, la culpa es un poco de Innelda. Siempre exigió que todas las quejas concernientes al personal de palacio le fueran presentadas y que no se impusiese ninguna sanción sin orden expresa suya. La insolencia es hoy en día el defecto del que los servidores son más culpables. Contestan a sus superiores, reniegan ante los mandatos. Se ha convertido en una costumbre muy desagradable.
—Si no soportan las servidumbres del oficio, ¿por qué no dimiten? —exclamó irritada la emperatriz—. Los buenos criados no encuentran dificultades para hallar empleo… ¿No será que ansían conocer mejor mi vida privada…?
—¿Por qué Su Majestad no me deja solucionar estos problemas?
¡La eterna cantinela de Gerritt! A la larga, lo sabe ella, acabará el mayordomo por tener razón en su insistencia. Pero seguro que no en el sentido que supone. Jamás uno de estos viejos conservadores tendrá mano libre sobre el personal innumerable del palacio. Él y los que le son semejantes, vestigios de la regencia, deberán algún día dejar libre su puesto para los demás.
Innelda suspira y despide a su chambelán. Luego el gran problema acapara su alma. ¿Qué hacer? ¿Dar la orden de atacar en cuanto sea posible? ¿O aguardar con la esperanza de que se presente un hecho nuevo que modifique la situación? ¡Pero lleva aguardando tanto tiempo!
Un hombre alto, de ojos grises y ardientes, entra y saluda con rigidez. Es el general Doocar.
—El edificio reapareció la noche última durante dos horas cuarenta minutos, señora. No hay más que un minuto de diferencia con el tiempo calculado.
Innelda agita la cabeza. No hay sorpresa al escuchar tal noticia. El ritmo de las materializaciones quedó establecido a la semana siguiente de su primera edición. Sin embargo, la emperatriz deseaba estar al corriente de las fluctuaciones del edificio, sin que supiese por qué.
—Me comporto como una niña incapaz que quiere meterse en todo.
Vuelta a su malhumor, hace unas cuantas observaciones poco agradables sobre la competencia de los sabios militares y llega a la cuestión que oculta en el alma, la de la ofensiva.
—No sabría aconsejar la necesidad de efectuar un ataque actual, señora —declaró el general con firmeza—. En cada una de las grandes ciudades del planeta en la que existe una armería, las generatrices están en su lugar, apuntando a su objetivo. Pero once mil oficiales han desertado en dos meses y la mitad de las guarniciones ignora el funcionamiento del arma.
—¿Y los hipnotizadores? Con una hora basta para hacerles aprender.
—Sí, Majestad —responde el oficial cuyos labios parecen todavía más pequeños, aunque el timbre de su voz no ha cambiado—. Es a vos a quien corresponde la decisión de si conviene hacer pública esta información. Sólo tenéis que dar la orden. Seréis obedecida.
Innelda se muerde los labios. Doocar ha puesto el dedo en la llaga.
—Los que se llaman simples soldados son en apariencia mucho más leales que mis oficiales. Y más valientes.
El general se encoge de hombros.
—Dejáis a vuestros oficiales de reclutamiento el privilegio de vender los galones. Con este método, no se puede esperar que existan gentes muy educadas. Y, claro, un capitán que pagó por sus galones diez mil créditos no querrá correr riesgos. No tendrá el menor deseo de hacerse matar.
¡Siempre este viejo argumento! ¡Cuántas veces lo había oído decir con palabras distintas! Por tanto, no hacía más que algunas semanas que se hizo alusión directa a este problema. ¡Asunto desagradable, de los que más! Un recuerdo casi olvidado le vino a la memoria.
—La última vez que hablamos de esto, le ordené que hiciese investigaciones acerca del coronel Medlon preguntando qué había sido de un joven que se presentó deseoso de obtener galones. Es muy raro el que pueda entrar directamente en contacto con estos subalternos.
La cólera se inflamó bruscamente.
—Ya estoy harta de esa horda de ancianos incapaces de organizar un ejército —se dominó y continuó con voz más tranquila—: ¿Qué pasa con ese muchacho?
—El coronel me informó que el candidato en cuestión no acudió a la cita fijada. Según Medlon, encontraría cualquier otra cosa más posible y asequible y cambió de opinión.
La explicación no pareció convincente en absoluto a la emperatriz. ¡Tal actitud parecía impropia del muchacho! ¡Innelda conocía cuánto valían los contactos personales! Sus encantos y la especie de aura sobrenatural ligada al trono que ella personificaba se apoderaban inexorablemente de todos aquellos que la veían. Era preciso algo más que la palabra de un Medlon, individuo dudoso, sospechoso de embriaguez, para admitir opinión semejante y asegurar que era realidad.
—General, informe al coronel que si no me presenta hoy mismo a ese joven, mañana por la mañana se encontrará frente a un Lambeth.
Doocar se inclinó, pero una risa cínica asomó a sus labios.
—Si Su Majestad tiene deseos de luchar contra la corrupción eliminando a los granujas, uno después de otro, no le bastará una vida entera para llevar a cabo tal tarea.
Este idioma, que no enmascaraba ninguna de las ideas con palabras más o menos desviatorias, le hirió profundamente.
—General, es necesario comenzar por alguna parte —respondió con un tono a la vez amenazador y pesaroso—. No comprendo. De otro modo, me habéis dicho más de una vez que creíais necesario tomar ciertas medidas.
—No es cosa vuestra tomarlas, señora.
—La familia imperial debe fomentar la depuración… pero no tomar directamente el mando de esta serie de trabajos. Y luego… luego he acabado por admitir, más o menos, el principio de los comerciantes de armas. Cuando se impide a los instintos aventureros expresarse normalmente, los hombres se sumen en la corrupción.
Los ojos verdes de Innelda lanzaron destellos de fuego.
—La filosofía de los comerciantes de armas no me interesa en absoluto.
Se sintió estupefacta al oír tales frases en boca de un viejo oficial. Pero sus reproches no conmovieron en absoluto al militar.
—El día en que me desinterese por la ideología de un poder que existe aún después de tres mil setecientos años, podréis pedirme la dimisión, señora.
Allá hacia donde miraba la emperatriz encontraba el mismo respeto hacia los armeros. Era casi un culto. Aún peor, se consideraba que su organización formaba parte intrínseca de la civilización de Isher, que era legítimamente un aspecto de ésta.
—Es preciso que me desembarace de todos estos viejos —murmuró para sí por centésima vez—. Siempre me han tratado y me tratarán como si fuese una niña.
—No me preocupa la ética de un grupo responsable de la inmoralidad que reina en todo el sistema solar, general —dijo en voz alta y helada—. En la época que estamos, la productividad es tal que no hay nadie que pase hambre. El homicidio, en la medida dictada por el deseo, dejó de existir. En cuanto al crimen psiquiátrico, es un problema fácil de resolver con un tratamiento adecuado. ¿Pero qué indica esto? ¡El neurótico se encuentra en posesión de una superarma! Y el propietario de una Casa de Ilusiones la tiene también. Cierto que, en este último caso, hay una especie de entente con la policía que permite a las fuerzas del orden efectuar pesquisas. Pero si el poseedor llega a decidir resistirse, se necesita un cañón de treinta mil ciclos para reducir al rebelde.
»Es ridículo. ¡Y criminal! ¡Imposible poner término a la perversidad de millones de individuos que desprecian la ley bajo el pretexto de que tienen entre manos una superarma! ¡Ah! Si el gremio no vendiese sus armas más que a gentes respetables, la cosa sería distinta. Pero cuando ni importa qué canalla puede comprar…
—Son armas exclusivamente defensivas.
—Precisamente, se asesina al prójimo… y después uno se defiende contra la justicia. ¡Me pregunto por qué le discuto, general! Estamos en situación de destruir las armerías de una vez para siempre. No se trata de aniquilar a los miembros del gremio, sino de destruir las tiendas. ¿Cuándo estará dispuesto para el asalto? ¿Dentro de tres días? ¿Dentro de una semana?
—Concededme hasta el año próximo, señora. La ola actual de deserciones lo ha desorganizado todo.
Era verdad.
—¿Habéis capturado a los desertores?
—A algunos.
—Quiero interrogarles de inmediato.
El general asintió en silencio.
—He oído decir que la policía militar capturó a otros. En cuanto haya salido de este jaleo, instalaré tribunales especiales y los traidores aprenderán a su costa el valor del juramento de lealtad.
—¿Y si poseen superarmas?
Innelda logró contener el furor que la objeción hizo hervir en su espíritu.
—Cuando la disciplina militar queda pulverizada por una organización clandestina, los propios generales deberían comprender que ha llegado el momento de yugular la subversión, querido mío —hizo un gesto lleno de autoridad—. Esta tarde visitaré las instalaciones del Campo Olimpia para darme cuenta por mis propios ojos del estado en que se encuentran las investigaciones. Necesito saber si los laboratorios han descubierto cómo han logrado los comerciantes de armas escamotear la generadora. Le recuerdo que el coronel Medlon debe presentarse mañana por la mañana a lo más tardar con el muchacho del que hemos hablado. Si no lo logra, caerá la cabeza de un traidor. Quizá descubra usted que mi interés, hacia un individuo es pueril. Ya se lo he dicho, general, es preciso empezar por alguna parte y conozco a este joven, sé que lo puedo controlar. Ahora, vos, admirador de las armerías, podéis retiraros antes de que haga alguna otra cosa más terrible.
—Yo sigo siempre fiel a la Casa de Isher —respondió dulcemente Doocar.
—Me hacéis muy feliz al decirlo.
Y con estas palabras sarcásticas, Innelda abandonó la sala sin echar una mirada atrás.
23
Un discreto suspiro de alivio saludó la entrada de la emperatriz, que sonrió con aire distraído. La comida no comenzaba hasta después de que Innelda hubiese partido el pan o anunciara que no estaría presente. No era indispensable hacer acto de presencia, pero los que tenían el privilegio de sentarse a la mesa de la soberana por nada del mundo hubieran renunciado a esta costumbre.
Después de un breve buenos días, Innelda ocupó la cabecera de la mesa y se bebió un vaso de agua. Era la señal que aguardaban los servidores.
La mayor parte de los cortesanos, hombres y mujeres, tenían la cabeza entrecana. Apenas una media docena de jóvenes secretarios se mezclaban con estas personas maduras de la regencia. Cuando el príncipe Del Curtin se retiró voluntariamente al exilio, se produjo una verdadera desbandada entre los cortesanos.
Después de una palabra de amable indiferencia de la emperatriz, un silencio se extendió por todo el comedor. Algo les faltaba a sus familiares. ¿Quizá ligereza? ¿Pero hasta qué punto? Todavía se acordaba de un hombre muy joven, el año anterior, que le preguntó si era virgen. Y como tal fuese el caso, el recuerdo del incidente aún la molestaba.
La licencia estaba prohibida en la corte. Por instinto, Innelda advertía que dejar entreabierta la puerta de la inmoralidad perjudicaría muy pronto a la reputación de la familia imperial. Seguro, ¿y qué? ¿Qué es lo que ella deseaba exactamente? Se preguntaba mordisqueando distraída una tostada de pan. Las personas que creen en los príncipes pero que también saben ver la vida bajo el ángulo del humor, las personas que son como ella, resultan positivas. La educación que recibió, austera y severa, le dio un alma positiva, lo que tenía importancia capital. Pero eso no era motivo para adoptar una solemnidad seca y angulada en cada momento.
—Es preciso que me desembarace de estos aguafiestas —murmuraba para sí; mientras dirigía una ferviente plegaria a sus dioses particulares—. ¡Concededme un día muy agradable! ¡Concededme un hombre capaz de dirigir los asuntos de Estado y que sepa también divertirme! ¡Ah, si al menos Del estuviese aquí!
Frunció las cejas. Sus pensamientos tomaban un rumbo desagradable. El príncipe Del Curtin, su propio primo, se había opuesto a la ofensiva contra las armerías. ¡Qué sorpresa experimentó al descubrirlo! ¡Y qué mortificación cuando los partidarios del joven siguieron a su jefe de filas en su retirada para demostrar su negativa a participar en la aventura! ¡Innelda, que había hecho ejecutar a Banton Vickers cuando éste amenazó con revelar sus planes a los comerciantes de armas (traición que hubiese estropeado su prestigio de no reaccionar a tiempo), no podía despreciar a la fuerza de la oposición! Se acordaba de la última conversación que tuvo con el príncipe. Él, gélido, protocolario, tan guapo en su cólera; ella, a la vez insegura y decidida.
—Cuando hayáis encontrado vuestro propio ser, podréis llamarme otra vez Innelda. Pero no antes.
La provocaba para que ella la respondiese:
—¡Pues ya podéis esperar!
Pero no tuvo corazón para pronunciar tales palabras.
Se condujo como una mujer, pensó con amargura, como una mujer herida que tiembla de miedo de que su marido le tome la palabra. Seguro, era imposible que se casara con el príncipe después de una pelea semejante. ¡Pero sería tan agradable que volviera! ¡Más tarde! Cuando las armerías hubieran sido destruidas.
Dejó su tenedor, consultó su reloj y se estremeció. Las nueve y media. Apenas había comenzado el día.
A las diez treinta, después de liquidar el correo urgente, hizo que pasase el desertor. La ficha le indicó que se llamaba Gile Senders, que tenía cuarenta y cinco años, de origen rural y con el grado de mayor. A pesar de su sonrisa algo cínica, el hombre parecía desmoralizado.
Innelda lo examinó con aire sombrío. Su ficha indicaba que mantenía a tres amantes y que ganó una fortuna con los proveedores del ejército. De cualquier forma, un caso típico. Que una persona tan defectuosa lo hubiese sacrificado todo quedaba más allá de su posible comprensión.
Es lo que le hizo notar Innelda, sin perderse en vanos circunloquios.
—Y no trates de hacerme creer que el conflicto ha determinado una crisis de conciencia en ti. Consideraré como un insulto que me tomes por tonta para aceptar tal explicación como dinero constante. Dime, simplemente, por qué renunciaste a la situación que habías escogido. En el mejor de los casos, te arriesgaste a ser deportado, a título definitivo, a Marte o Venus. ¿Es que eres un imbécil? ¿Un cretino? ¿O las dos cosas a la vez?
—Probablemente un imbécil —respondió encogiéndose de hombros; su mirada no rehuyó la de la emperatriz, pero su respuesta la dejó insatisfecha.
Tras diez minutos de interrogatorio seguía sin poder arrancarle una explicación plausible a su conducta. ¿Quizá no había jugado con la noción del beneficio y de la pérdida? Innelda probó otra manera de abordar la cuestión.
—He leído en tu ficha que recibiste la orden de presentarte al edificio 800 A. Por motivo de tu grado se te informó que una táctica se había puesto a punto para destruir las tiendas de armas. Una hora más tarde, luego de quemar tus papeles personales, abandonaste tu despacho para refugiarte en un chalet de la costa que habías comprado en secreto… eso te creías… cinco años antes. Al cabo de una semana, cuando quedó claramente establecido que habías abandonado tu puesto, se te arrestó y se te colocó en lugar secreto. ¿Estás de acuerdo con esta exposición de los hechos?
El desertor asintió en silencio.
—Yo te puedo hacer sufrir el castigo que se me antoje continuó Innelda con voz dulce. Cualquiera: la muerte, el destierro… También puedo conmutar tu pena… e incluso concederte una amnistía.
Senders emitió un profundo suspiro.
—Lo sé.
—¡No lo comprendo! Si te das cuenta de todo lo que implica tu decisión… tu actitud es la más pura locura.
—De pronto tuve visión del mundo en el que vivía —continuó el otro con un tono monótono, como si no se hubiese dado cuenta de la interrupción—. Un mundo en el que un ser, y no por fuerza la emperatriz, poseía este poder absoluto. Un mundo en el que uno podría recurrir a nada. Un mundo sin consuelo, un mundo sin esperanza.
¿Era éste, pues, el móvil?
—Jamás oí decir semejantes estupideces —exclamó Innelda atónita—. Siento desolación hacia ti, mayor. La historia de la familia imperial debió convencerte de que no es posible utilizar mal el poder. El Universo es demasiado grande para eso. La fracción de la raza humana sobre la que se extiende mi jurisdicción es insignificante hasta casi caer en el ridículo. Cada decreto que promulgo se disipa como el humo. Se pierde literalmente en un bosque de interpretaciones contradictorias a medida que alcanza los niveles de ejecución. Yo solo puedo saber cómo se deforma la autoridad cuando se llega al estado de aplicación, cuando se tiene once mil millones de súbditos que administrar.
Pero Senders no parecía conmovido por esta declaración. Ofendida, Innelda se levantó. Quedaba una cosa manifiesta: aquel hombre no era más que un imbécil. Y un imbécil obstinado. Con dificultades reprimió su cólera.
—Escúcheme, mayor: una vez las tiendas destruidas, lograremos establecer leyes prudentes de las que nadie se podrá burlar. La justicia se distribuirá de manera uniforme; el pueblo aceptará el veredicto de los tribunales puesto que le quedará el recurso de apelar a una jurisdicción superior.
—Exacto —el tono en que pronunció el mayor aquellas palabras demostraba ampliamente que el rebelde no se doblegaba ante las razones de la emperatriz.
Lo miró algunos segundos con aire desprovisto de interés.
—Si eres un partidario tan caluroso de las armerías, ¿por qué no les pediste un arma protectora?
—Ya lo hice.
Innelda dudó.
—¿Y bien? ¿Es que te faltó valor en el momento en que te arrestaron?
No debió decir jamás esto. ¡Era dar a Senders armas para vencerla!
—No, Majestad. Actué como otros… sin someterme. Me quité el uniforme. Me presenté a una tienda de armas. Pero la puerta no se abrió. Resulta que soy de esos oficiales que creen que la familia real de Isher es, de los dos elementos de nuestra sociedad, el que tiene más importancia para la civilización de Isher.
Sus ojos, que se habían iluminado a medida que hablaba, volvieron a obscurecerse.
—Estoy en una situación en la que vos querríais que se hallase todo el mundo. No tengo salida. Debo doblegarme ante vuestra ley, aceptar la guerra sin aviso con una institución tan legítima como la propia Casa de Isher, aceptar la muerte si ése es vuestro placer, sin poder arriesgar honestamente mi vida en el combate. Os respeto, señora, y os admiro. Los oficiales que desertaron no son canallas. Les ha sido preciso simplemente efectuar una elección… y han escogido no participar en una aventura que desemboca en el estado actual de cosas. Me parece que no os puedo hablar con más franqueza.
Y esa era también la opinión de Innelda. El hombre que tenía delante no comprendería nunca el heroísmo indispensable de su política.
Después de despedirle, anotó en su agenda: «Es preciso que me ponga al corriente del veredicto del Consejo de Guerra».
Eso le hizo pensar en el joven que Medlon debía presentarle antes de veinticuatro horas. Ojeó el librito: «Cayle Clark», leyó en voz alta después de haber girado unas cuantas páginas. «Cayle Clark es su hombre».
Había llegado la hora de presentarse en el Ministerio de Finanzas para dedicarse a desarrollar todos los motivos que hacían imposible un aumento de los gastos. Sonrió con cansancio antes de entrar en el ascensor.
24
«Informe de Lucy a la sección de coordinación»:
Nos casamos un poco antes de las doce, el viernes mismo que regresase de Marte. Sé que una comprobación posterior reveló que no pisó la Tierra hasta después de las 14 horas. Ignoro cómo se puede explicar el hecho. No le he comunicado esta información ni lo haré si no se me da orden expresa.
Sin embargo, no tengo la menor duda. El hombre con quien me he casado es Cayle Clark. La hipótesis de un sosías que me hubiese confundido resulta del todo insostenible. Cayle acaba de telestatarme como tiene por costumbre hacer cada día, pero no sabe que me encuentro en el momento de efectuar un informe sobre su persona y comienzo a preguntarme si no debí negarme a esto. Sin embargo, las cosas son tal como son, trataré de recordar los detalles de los acontecimientos, como se me ha pedido. Empieza esta relación en el momento en que recibí su primera llamada.
Eran casi las 10:30 de la mañana. Nuestra conversación fue en extremo breve. Después de un rápido buenos días, me pidió que nos casáramos. El jefe del Departamento de Coordinación está al corriente de mis sentimientos con respecto a Cayle, tampoco el señor Hedrock se mostró sorprendido al enterarse de que inmediatamente acepté la proposición. Firmadas las declaraciones conyugales las hicimos registrar minutos antes del mediodía de aquel mismo día.
En seguida nos fuimos a mi domicilio y no salimos de allí hasta el día siguiente. Es más, estuve ausente a las 13 horas con 45 minutos a petición de Cayle, que quería utilizar mi estatófono. No me ha dicho por qué motivo, pero advertí al volver que no era él quien llamó, el estatómetro indicaba una comunicación de origen exterior.
No me censuro por haberle obedecido. A mí me pareció normal. No me hizo ninguna alusión a tal comunicación, sino que me contó con todo detalle lo que le ocurrió después de nuestro último encuentro en la Casa de las Ilusiones. Reconozco que su relato era bastante confuso y en más de una ocasión tuve la impresión de que evocaba acontecimientos ocurridos hacía muchísimo tiempo.
Al día siguiente se levantó pronto. Tenía mucho que hacer, me dijo, y como yo estaba ansiosa de establecer contacto con el señor Hedrock, no objeté nada. La declaración de nuestro agente que afirma haberle visto subir a un lujoso autoplano estacionado en la vecindad, me ha dejado llena de asombro. Con toda sinceridad, no lo comprendo.
Después de esto, Cayle no ha vuelto a poner los pies en mi casa. Me llama cada mañana. Todavía no puede hablarme de sus actividades, dice, pero me asegura que me sigue queriendo. Y yo le creo hasta nueva orden. No estoy en absoluto al corriente del hecho de que dentro de un mes será capitán en el ejército de Su Majestad. Ignoro cómo ha podido obtener sus galones. Si es cierto, como él ha indicado, que ya está adjunto al estado mayor de la emperatriz, lo único que me queda es demostrar sorpresa.
En conclusión, declaro que tengo fe en Cayle. Me resulta imposible explicar sus actos, pero creo que sus resultados serán completamente honrosos.
Firmado:
Lucy Rall Clark
14 noviembre de 4784.
25
Llegó el momento decisivo. Hedrock llevaba contemporizando durante todo un mes, en espera de nuevos hechos. Después de leer el informe de Lucy, tenía por fin una incertidumbre. Como preveía, la situación tomó un giro inesperado. Pero no lograba captar la significación de los acontecimientos. Le atenazaba la angustia; presentía que le hacían falta elementos de importancia vital. Pero no sentía la menor duda.
Releyó el documento. Lucy parecía haber adoptado una actitud reservada hacia las armerías. No había actuado contra sus intereses, pero se advertía a través de las líneas que temía que su actitud fuese mal interpretada y se mantenía a la defensiva. Lo que, en sí, resultaba nefasto. El dominio que el gremio ejercía en sus miembros era de naturaleza psicológica. En general, cuando uno de ellos quería abandonar, se le borraban ciertos recuerdos de la memoria, recibía una prima calculada según la duración de sus servicios y se le abría la puerta grande. Pero Lucy había representado un papel determinante en el curso de una crisis capital. Era preciso no dejar, pues, que el conflicto entre el deber y su vida particular se hiciese demasiado grave.
Hedrock marcó el número de la joven.
—Acabo de conocer su informe, Lucy, y le doy las gracias por su colaboración. Nos damos perfecta cuenta de la situación en la que se encuentra usted. Se me ha encargado —deliberadamente empleaba esta fórmula, dejando suponer que un Comité Director le había dictado las palabras— que le pida que esté movilizada, día y noche, hasta el fin de este período. En cambio, el gremio hará cuanto esté en su poder para proteger a su marido de las consecuencias que podrían resultar de su acción actual.
No era una promesa hecha a la ligera. Hacía horas que puso alerta a la brigada de salvaguardia y, en la medida en la que un hombre que gravitase en el mundo de la corte sería susceptible a recibir protección, la misión quedaría cumplida. Estudió con discreción el rostro de Lucy. Era guapa e inteligente, nunca lograría comprender de manera total el mecanismo de la guerra entre los armeros y el poder. Era un conflicto secreto. Los cañones no habían hecho fuego ni una sola vez. Nadie murió. En el supuesto que las tiendas de armas fuesen destruidas, Lucy no se daría cuenta enseguida. Su vida quizá no fuese afectada y el propio Hedrock, el inmortal, era incapaz de prever el curso que tomaría la historia, una vez eliminada una de las fuerzas constitutivas de la cultura isheriana
Sus seguridades visiblemente no habían satisfecho a la joven.
—Señora Clark, el día de su matrimonio tomó usted las medidas de calistenia de su esposo y nosotros las transmitimos. Jamás hemos proporcionado el resultado íntegro para no inquietarla. No obstante, creo que es muy natural que se interese por este resultado y no se alarme.
—¿Es que son peculiares?
—¿Peculiares? Las facultades calisténicas de Cayle Clark eran en este momento superiores a todo lo que jamás quedó registrado en el Centro de Informaciones sobre su creación. Ignoramos que forma adquirirá su poder, pero de una cosa nadie puede dudar; todo el Universo entero de Isher se sentirá afectado.
Los ojos de Lucy reflejaban el desconcierto. Lo terrible era que Cayle no hacia nada. Una nube de espías acechaba hasta sus menudos movimientos… en fin, casi todos. En dos ocasiones logró burlar la vigilancia de sus ángeles guardianes. Pero esto sólo eran incidentes insignificantes. El hecho importante, cualquiera que fuese, se estaba gestando. Y nadie, ni siquiera entre los miembros del gremio, era capaz de prever cuál sería su evolución.
—¿Está usted segura de que no se ha olvidado de nada, Lucy? Créame, es una cuestión de vida o muerte. Sobre todo pienso en él al decirle eso.
Ella negó con la cabeza. Nada había cambiado que supiera, si no hubiera abierto más los ojos y su boca, quizá temblara. Buena señal. Seguro, las reacciones físicas son engañosas. Pero Lucy Rall jamás fue iniciada en las técnicas del disimulo. Robert Hedrock podía mentir sin traicionarse por ninguna reacción nerviosa… Lucy ignoraba cómo controlar sus músculos para reprimir los signos inconscientes que éstos exteriorizan.
—Señor Hedrock, sabe usted que puede contar conmigo bajo todos los conceptos.
Era una victoria. Sin embargo, Hedrock estaba descontento. Descontento consigo mismo. Alguna cosa se le escapaba, su espíritu carecía de la sutileza necesaria para penetrar tan lejos en la realidad. Como en el problema del «péndulo», una característica que debía ser ostensible desafiaba su perspicacia. No, era momento de remachar los hechos, de repasarlos junto con las cifras aprovechando la soledad de su despacho. Había llegado la hora de enfrentarse a la realidad. Sobre el terreno.
26
Hedrock ascendió por la Avenida de la Suerte con paso tranquilo, saboreando la novedad del espectáculo. No se acordaba de cuál fue la última vez que recorrió la famosa arteria. Hacía mucho tiempo, en cualquier caso. Muchísimo tiempo. La proliferación de salas de juego, sobre todo, le asustó. En cuanto a la conformación de los edificios, obligados a amontonarse pero plegándose siempre a muy estrictas reglas arquitectónicas, había variado poco en un siglo y el plan de urbanización imperial casi no evolucionó en total. Únicamente la decoración de las fachadas se había modernizado. Donde posaba sus ojos, el coordinador veía tan sólo fachadas llamativas, concebidas para atraer la atención.
Cuando entró en el Palacio del Penique, todavía carecía de programa de acción definido. De pronto, cuando estaba a punto de entrar en la Cámara del Tesoro, sintió el picotear de su anillo de alarma, un transparador estaba a punto de sondearle. Siguió apaciblemente su camino y no se movió hasta al cabo de unos cuantos metros para observar a los dos hombres ante los que había pasado. ¿Eran empleados del establecimiento, o independientes? Hedrock llevaría sobre él unos cincuenta mil créditos. Sonrió ligeramente.
—Muchachos, creo que será mejor que abandonen sus proyectos.
Uno de los personajes se encogió de hombros y desapareció su mano en el fondo del bolsillo.
—No lleva usted superarmas. Ni siquiera un arma clásica.
Hedrock le miró con sorpresa.
—Si quiere hacer una experiencia, a su disposición.
Fue el otro quien le devolvió la mirada.
—Vamos, Jay, déjale en paz. No es el género de cretino que yo creí.
Pero Hedrock les detuvo antes de que dieran media vuelta.
—¿Trabajan aquí?
—No… Si se muestra contrariado…
La sinceridad de la respuesta arrancó una sonrisa del coordinador.
—Quiero ver a su jefe.
—Lo que yo me imaginaba. En fin, mientras duró fue una ganga de trabajo.
En esta ocasión, Hedrock dejó que los truhanes se marcharan. Su reacción no le sorprendía. La confianza en sí mismo era el secreto del poder. Jamás un ser humano había dispuesto de defensas mentales, físicas, emocionales, nerviosas, moleculares que pudiesen competir con Hedrock, le había bastado a Jay soportar la mirada segura y tranquila del coordinador para convencerse. Sin dudarlo, el hombre del gremio, que guardaba presente la descripción de los lugares hecha por Lucy, llegó al corredor que se abría detrás de la sala de máquinas parlantes. Pero en el instante en que volvió a cerrar la puerta, una red cayó sobre él y se encontró bruscamente levantado del suelo.
No hizo el menor esfuerzo para libertarse. En la penumbra, veía el suelo a cinco palmos por debajo suyo, pero la indignidad de su posición no reducía su compostura. Harj Martin se había hecho prudente y desconfiaba de la presencia de visitantes inesperados. ¡Indicio interesante! Pronto se oyeron pasos. Se abrió una puerta y apareció Martin. Encendió la luz y contempló a su prisionero con aire burlón.
—¿Vaya, cuál es el premio del día?
Pero cuando se tropezó con la mirada del cautivo, desapareció toda su alegría.
—¿Quién es usted?
Hedrock eludió la pregunta.
—La noche del 5 de octubre recibió la visita de un joven llamado Clark. ¿Qué ocurrió?
—¡Soy yo quien pregunta! Le repito: ¿Quién es usted?
Con un gesto, Hedrock hizo girar uno de los anillos que adornaban sus dedos, la red se partió, se abrió por debajo suyo con tanta sencillez como una ventana y el coordinador volvió a tomar contacto con el suelo.
—Dese prisa en responder, querido amigo, tengo mucho que hacer.
Ignorando la pistola que Martín empuñaba, supo encontrar las palabras que hicieran capitular al truhán.
—Si quiere sólo informes, de acuerdo. Exacto. El tal Clark vino aquí el 5 de octubre hacia medianoche. Le acompañaba su hermano gemelo.
Hedrock no hizo caso al final de la frase. Su presencia aquí no tenía como motivo discutir.
—¡Y, créame, formaban un equipo singular! Uno de los dos debió pasar por el ejército; tenía el porte… bueno, ¿verdad que conoce usted la postura hipnótica que se aprende allí? Esa era la de él, especialmente la cabeza. Un tipo coriáceo, se lo juro. Hubiera querido protestar, pero me lanzo a los pies un disparo radiante. Cuando abrí la caja fuerte para darle el dinero hice un gesto demasiado vivo entonces disparó y por poco me deja sin pelo.
Con el dedo, Martín señalaba la línea clara en medio de sus cabellos. Un tirador excepcional, eso resultaba indiscutible. Y el golpe fue realizado con un arma clásica, un arma del ejército.
—¡Ah! —gimió Martín—. La vida se hace muy difícil. ¡Si ya dudaba yo de que las defensas normales no fueran fácilmente neutralizables!
Hedrock sabía bastante. Abandonó al hombrecillo gordo y el establecimiento. La existencia de dos Cayle le quedaba ahora demostrada. Y el 5 de octubre, al día siguiente del regreso del que estuvo en Marte, el otro ingresaba en el ejército para recibir algo más que una instrucción preliminar. Ahora bien, los informes indicaban que Clark no recibió ni vistió el uniforme hasta el día 6… y que se encontraba en posesión de quinientos mil créditos.
Una suma muy atractiva para un joven que acababa de poner él pie en el estribo. Pero eso bastaba para explicar los acontecimientos. Teniendo en cuenta el capital calisténico de Clark, quinientos mil créditos no representaban más que una cantidad irrisoria.
Hedrock interrumpió sus reflexiones sin detenerse a resolver tal problema. Llegó su autoplano. Todavía tenía que hacer una visita, al coronel Medlon.
27
Robert Hedrock volvió al Hotel Royal Ganeel un poco antes de mediodía. Después de haber examinado los informes que se acumularon sobre su despacho durante su ausencia, celebró durante dos horas una entrevista telestática secreta con un experto financiero del Centro de Informaciones del Gremio. Terminada la larga conversación, se puso en contacto con el Consejo de los Armeros.
Diez minutos más tarde, Dresley abría la reunión plenaria del Consejo que el coordinador convocara con suma urgencia:
—Señores, tengo la sensación de que Robert Hedrock ha encontrado una pista todavía caliente. No me equivoco, ¿verdad?
Hedrock sonrió. Desde la reunión precedente dos problemas le asaltaban: aquel del «péndulo» temporal y el de la emperatriz. El primero no estaba solucionado y cada hora que transcurría agravaba la situación. Pero esta vez tenía una solución.
—Señores —comenzó sin vanos preliminares—, el 27 de noviembre, es decir, dentro de doce días enviaremos un ultimátum a la emperatriz de Isher para que ponga fin a la guerra. Los hechos y las cifras que le presentáramos la convencerán de que no le queda más remedio que aceptar.
Esas palabras causaron la emoción que esperaba. Los consejeros sabían que el coordinador no era un hombre propenso a hacer albergar falsas esperanzas.
—¡No nos tenga en vilo! —exclamó Peter Cadron fogoso—. ¿Qué es lo que ha descubierto?
—Puedo hacer un resumen de los acontecimientos, si me lo permiten. En la mañana del 3 de junio del año 4874, era de Isher, un hombre proveniente del año 1963, según el calendario cristiano, apareció en nuestra tienda de Greenway. Su llegada nos permitió averiguar que la emperatriz estaba en posesión de un arma energética inédita y que se aprestaba a lanzar una ofensiva contra las armerías. La generatriz se hallaba instalada en un edificio recientemente terminado de Capital Avenue. El efecto sobre la tienda de Greenway fue particular. Teóricamente, todo elemento material de la tienda debía de haber sido instantáneamente liquidado. Sólo que nuestros adversarios ignoraban una cosa. Las armerías no están construidas a partir de lo que se llama ordinariamente materia. Así que las fuerzas gigantescas que fueron liberadas quedaron enfocadas no en el espacio, sino en el tiempo. Por ese motivo un hombre pudo ser literalmente aspirado y franquear una distancia de siete mil años.
Luego de haber expuesto en términos puramente matemáticos las leyes del movimiento pendular a las que el hombre y la generatriz estaban sometidos después que las armerías proyectaran a McAllister fuera del presente, Hedrock continuó en estos términos:
—Todavía hay personas que no llegan a comprender esta construcción temporal. Por tanto, vemos un ejemplo del fenómeno a escala macrocósmica: yo pienso en el sistema solar. Los planetas se desplazan en el espacio-tiempo a más de veinte kilómetros por segundo; al unísono, también tienen un movimiento orbital propio. Por tanto, la lógica nos indica que si uno es lanzado al pasado o al porvenir, se encontrará en un punto del espacio alejado de la Tierra. Es difícil concebir que el espacio no es más que una ficción, un residuo de la energía temporal fundamental y que una tensión material, un planeta por ejemplo, en lugar de influir sobre los fenómenos ligados al transcurso del tiempo, obedece por sí mismo a las leyes de la energía temporal. ¿Por qué el periodo de oscilación es de dos horas cuarenta minutos? No lo sabemos. Algunos han elaborado la hipótesis de que la naturaleza busca necesariamente la instauración de un estado de equilibrio. Cuando la generatriz resbala en el pasado, ocupa el mismo «espacio» que en su tiempo normal, pero no hay repercusiones por esta razón de que la similaridad es una función del tiempo y no el producto de una tensión. En el origen, McAllister fue aproximadamente arrojado a siete mil años y la generatriz fue a dos segundos. Hoy día McAllister se encuentra a varios cuatrillones de años y el edificio a un poco menos de tres meses. El eje se desplaza positivamente con respecto a nosotros, la generatriz no puede retroceder hasta más allá del 3 de junio. Yo les pido que tengan estos datos presentes en su espíritu mientras les expongo otro aspecto de este asunto que, a pesar de su aparente complejidad, es fundamentalmente muy sencillo.
Los hombres allí reunidos eran personas de inteligencia viva. Por tanto, todos, con los rostros vueltos hacia Hedrock, reflejaban el deseo impaciente de tener la clave del enigma. Y ahora que él conocía la verdad, el coordinador se asombraba de que todavía no lo hubieran captado.
—La Sección de Coordinación ha detectado, hace algunos meses, en un pueblecito llamado Glay, a un gigante calisténico. Hemos hecho de manera que se presente en la Ciudad Imperial. Eso no ofrecía dificultades particulares, una vez desencadenados ciertos impulsos profundos en él. Calculamos que podría influenciar en los acontecimientos de modo apreciable, pero se nos olvidó tener en cuenta un factor neutralizante: su ignorancia de las realidades del mundo de Isher. No voy a entrar en detalles. Les basta saber que fue deportado a Marte como trabajador forzado. Pero pude volver rápidamente a la Tierra.
Siguiendo su relato, Hedrock contó a los consejeros que Lucy Rall se casó con Cayle Clark algunas horas antes de que dicho Cayle Clark hubiese aterrizado, les explicó cómo los dos Clark poseían una suma de 500.000 créditos, cómo uno de ellos visitó al coronel Medlon, lo que fue una suerte para este último, que la emperatriz exigió precisamente que le presentase al muchacho que le había interesado, bajo pena de muerte. Clark vio cómo de inmediato le concedían los galones de capitán y al instante sufrió el adiestramiento hipnótico reservado a los miembros del cuerpo de oficiales. Al día siguiente, se hacía anunciar a la emperatriz.
—Ella le ha destinado a su estado mayor personal. La emperatriz se imagina haber obedecido a un simple impulso; en realidad, Clark ha utilizado sus capacidades calisténicas para crear ese impulso. Después de su nombramiento, su influencia no ha dejado de crecer; está decidido a la tarea de luchar sin piedad contra la corrupción que mina el régimen, iniciativa que Innelda ha visto con ojos favorables. Aunque Clark no tuviese otras cualidades, se le ha prometido desde el principio un porvenir brillante al servicio de la emperatriz. De hecho —añadió Hedrock sonriente— no es ese Cayle Clark de allí al que debemos vigilar, sino al otro… al que se oculta en la ciudad, porque éste es el segundo Clark que maniobra en las sombras desde el 7 de agosto. Y, créanme, señores consejeros, lo que ha realizado es totalmente increíble. Juzguen ustedes.
Cuando hubo descripto con detalles la actividad del misterioso Clark, los consejeros no podían contenerse por la excitación.
—¿Pero por qué se casó con Lucy Rall? —preguntó uno.
—En parte porque la amaba, en parte… —dudó buscando la frase que no tuviese equívocos y dejase en buen lugar a Lucy—, se ha hecho en extremo prudente y ha pensado en el porvenir. Sus profundas tendencias emergieron a la superficie. ¿Supongamos que le ocurre alguna cosa al hombre que ha realizado esa hazaña maravillosa en el transcurso de algunas semanas? Sencillamente, deseaba un heredero. Y Lucy era la única chica honrada que conocía. ¿Que si su unión es definitiva? No lo sé. A pesar de su rebelión contra la familia, Clark es un muchacho con principios; con toda causa, no creo que Lucy sufra por culpa suya. Tendrá un niño y la maternidad es una experiencia indispensable para una mujer. Además, mientras sea su esposa, es su heredera universal.
Peter Cadron se levantó.
—Señores, propongo que concedamos un voto de gracias a Robert Hedrock por los servicios prestados al gremio. Propongo, además —añadió cuando los aplausos se hubieron calmado—, que sea miembro titular por completo de la organización.
Nadie se opuso. Eso era algo más que un honor que se concedía al coordinador. Sólo, además, tendría autorización para examinarle la máquina «Pp». Nunca tendría que dar cuenta de sus hechos y gestos, poseía el derecho de utilizar todos los recursos de los armeros como si fuera en bien propio. Cierto que siempre lo hizo así, pero de momento ya no tendría que solicitarlo con antelación y correr el riesgo de originar sospechas.
—En este momento —continuó Cadron—, ruego respetuosamente al señor Hedrock que tenga la bondad de retirarse. El Consejo debatirá un problema del péndulo temporal.
Hedrock abandonó la sala. Estaba muy serio; se había vuelto a olvidar momentáneamente de que el peligro más grave todavía no había sido resuelto.
28
Era el 26 de noviembre. La víspera del día elegido por los comerciantes de armas para anunciar a la emperatriz que había perdido la guerra. Pero Innelda no tenía la menor premonición. Se preparaba para visitar el terreno de las investigaciones quizá para actuar en el sentido que le sugiriera el capitán Clark. Por tanto, dudaba en tomar una decisión tan grave. No por miedo… Simplemente porque sus responsabilidades le exigían no lanzarse impetuosa y sin reflexión a aventuras insensatas.
Bajó ligeramente de su autoplano. Ante ella se alzaba un anillo en forma de cortina brumosa, agitada por movimientos indolentes; la niebla artificial que, desde hacía algunos meses, aislaba la zona de la curiosidad de las gentes. Avanzó despacio hacia la pantalla impalpable, buscando atenta el pasadizo. Clark salió a su encuentro y la saludó.
—¿Cuándo debe aparecer el edificio?
—Dentro de cinco minutos, majestad.
—¿Todo listo?
Estaba previsto que siete grupos de sabios penetraran en el inmueble y Clark verificó personalmente el modo en que cada grupo iría equipado. Innelda sonrió:
—Sois un hombre preciso, capitán.
Cayle no respondió. El cumplido le dejó indiferente. ¿Acaso aquella mujer, que era casi literalmente dueña del Universo, creía que con unas cuantas palabras de elogio y el sueldo conseguiría la fidelidad incondicional de las personas inteligentes? No le molestaba ningún remordimiento anticipado. Además, lo que él proyectaba no perjudicaría a Innelda. Iba a hacer por Isher lo que era necesario. Y, para Clark, no era cuestión de retroceder. El mecanismo que había dispuesto ya estaba en marcha.
La emperatriz observó con atención el lugar. A su derecha se encontraba la excavación que marcaba el emplazamiento del edificio. A la izquierda, la armería de Greenway en el centro de su jardín verde. Era la primera tienda que veía apagada. El espectáculo la reconfortó. El almacén parecía extrañamente abandonado a la sombra de los árboles. Cerró los puños.
—Si todas las armerías del sistema solar fuesen de pronto eliminadas, se podría hacer lo que se quisiese con estos parques innumerables. Y en el espacio de una generación, se habría producido el olvido de los comerciantes de armas. Su reino no sería más que una fábula absurda que haría sonreír a los niños.
Hizo una pausa y exclamó en voz más alta:
—¡Por todos los dioses del espacio, eso es lo que ocurrirá!
El aire de pronto se estremeció y ya no hubo una profunda cavidad, de súbito se alzó un edificio.
—En el minuto exacto —murmuró Clark con satisfacción.
Innelda se estremeció. Ya había visto el fenómeno en teléstato pero, en la realidad, la cosa no era lo mismo. Primero, la dimensión del edificio era particularmente imponente: cuatrocientos metros de altura y otro tanto de largo. Era una masa inmensa de plástico y acero. Resultaba indispensable que fuera enorme: las diversas células de energía estaban situadas en inmensas cámaras de vacío. Era preciso casi una hora para visitar todos los niveles.
—Parece que las experiencias no le han dañado en nada —observó Innelda con satisfacción—. ¿Y las ratas?
Se habían colocado ratas en el edificio antes de la materialización precedente. No parecían afectadas por el «viaje», pero era prudente asegurarse del hecho por métodos científicos. La emperatriz aguardó el veredicto del laboratorio no sin lanzar frecuentes miradas a su reloj.
Comprobó con sorpresa que estaba nerviosa. En el silencio total que la envolvía, se dio clara cuenta de hasta qué punto era absurdo este proyecto de partir con los sabios. Los hombres que habían aceptado acompañarla en el caso de que decidiese saltar al pasado, se encontraban encerrados en un mutismo anormal. Dando la espalda a la soberana, contemplaban sombríos el muro transparente del local.
Por último reapareció Clark, con una rata en la mano. Sonreía.
—Fijaos, señora. ¡Se agita como si fuese un cachorrillo!
Qué alegría en los ojos del joven oficial. Innelda miró al animalito con aire pensativo y, con un gesto que no controló, lo tomó, apretando el cuerpecito cálido contra su mejilla.
—¿Qué haríamos sin vosotras, mis voraces ratitas? —murmuró; luego miró a Clark—: ¿El veredicto de la ciencia?
—Psicológica, emocional, físicamente, cada sujeto es normal en el 100 por 100. Todas las pruebas han dado resultado positivo.
Ella inclinó la cabeza. El resultado no hacía más que confirmar una casi certidumbre. Entonces, el día de la ofensiva, cuando desapareció el edificio, la mayor confusión reinó entre el personal que se encontraba en su interior. Luego se produjo la primera rematerialización. Todos los técnicos quedaron también aislados. Los exámenes que sufrieron revelaron que se encontraban en perfecta condición.
Innelda tuvo una última duda. Negarse a participar en el «viaje» causaría ahora muy mala impresión. Pero había que tener en cuenta otros factores. Si le ocurría alguna cosa, podría suceder que la consecuencia fuese el derrumbamiento del régimen. No tenía heredero directo. Su sucesión recaería en el príncipe Del Curtin, que era popular pero que no se sabía que se encontraba en desgracia. La situación parecía ridícula. Innelda tuvo la impresión de encontrarse en un callejón sin salida.
—Capitán, se ha presentado usted voluntario para hacer el… el viaje, tanto si le acompaño como si no. He decidido no acompañarle. Sepa que lamento no poder seguirle. Pero la razón de Estado me prohibe la aventura. Le deseo muy buena suerte.
Una hora más tarde el edificio se disolvía en la nada. La emperatriz tomó en el autoplano un tentempié que se le trajo leyó varios estatogramas que habían llegado. La noche cayó poco a poco. Pronto reaparecería el edificio.
Se rematerializó a la hora fijada. Salieron los sabios. Uno de ellos se presentó ante la soberana.
—El viaje se realizó según las previsiones, majestad —anunció—. Tuvo lugar un incidente lamentable. El capitán Clark debía efectuar una exploración exterior. Recibimos de él un mensaje estatográfico en el que nos anunciaba que nos encontrábamos en el 7 de agosto. No dio señales de vida en seguida. No volvió a reincorporarse al edificio. Seguro que ha ocurrido alguna cosa.
—Pero… pero eso quiere decir que desde el 7 de agosto al 26 de noviembre han vivido dos Cayle Clark… el verdadero y el que retrocedió en el tiempo, ¿no?
Calló unos segundos, incierta. «La vieja paradoja temporal», pensó. «Un hombre puede marchar al pasado y estrechar la mano a él mismo».
—¿Qué ha sido del segundo Clark? —preguntó en voz alta.
29
7 de agosto.
El cielo tenía un tono azul suave, bañado de Sol. Una brisa ligera acariciaba las mejillas de Clark cuando éste se alejaba a paso vivo del edificio que le había conducido a su propio pasado. Nadie le molestó. La insignia roja indicando que pertenecía a la Casa de la Emperatriz brillaba en su uniforme. Los centinelas presentaron armas al verle pasar.
Tomó un autoplano público que se dirigía hacia el centro. Tenía más de dos meses y medio para vivir antes de encontrarse de nuevo en su punto de partida, pero, teniendo en cuenta sus proyectos, eso era muy poco.
A pesar de la hora ya tardía, logró alquilar un despacho compuesto por cuatro piezas, concertó con la agencia que lo amueblasen y lo tuvieran listo a las nueve horas del día siguiente, llevando un equipo completo de estenógrafos y de contables. Pasó la noche en una cama de campaña que hizo instalar en su despacho, reflexionando y dando los últimos retoques a su plan. Al día siguiente, se presentó a primera hora en casa de uno de los consejeros más famosos de la ciudad llevando en el bolsillo una buena parte de los 500.000 créditos que le había remitido el «segundo». Clark Cayle.
Al fin del día, su capital era de 3.700.000 créditos. Su personal estaba desbordado y contrató con urgencia un director cuya misión fue completar los efectivos de la contabilidad y del secretariado.
Agotado, pero alegre, roído por la impaciencia, Cayle pasó la tarde organizando la jornada próxima, preparando sus órdenes de compra y de venta y consultando los periódicos bursátiles de los dos meses y medio en el porvenir que se había tomado la molestia de llevarse consigo antes de sumergirse en el pasado.
En el transcurso del mes de agosto, ganó 90 mil millones de créditos, se aseguró el control de una cadena de establecimientos bancarios, de cuatro complejos industriales, representando un capital fijo de cuatro mil millones de créditos y se convirtió en mayor accionista de treinta y cuatro otras sociedades.
En septiembre, su cuenta alcanzaba los 330 mil millones de créditos; absorbió la colosal Banca Imperial Primera, tres establecimientos mineros interplanetarios y tomaba parte en doscientas noventa compañías. A fines de aquel mes era propietario de una tienda de cien pisos en el centro del barrio comercial y en la que trabajaban para él más de siete mil personas.
En octubre, consagró todas sus disponibilidades en adquirir hoteles y mansiones residenciales. Sus inversiones representaban más de tres trillones de créditos. Se casó con Lucy Rall y logró encontrarse a sí mismo. Los dos Clark hicieron que Harj Martín les devolviese las ganancias de las que Cayle núm. 1 le hizo despojar en el Palacio del Penique. Esa cantidad no significaba nada para el hijo de Fara, sino que la recuperación constituía una cuestión de principio. Aquellos dos que golpearon con sus bastones al hombre del pasado, el hombre que se había constituido en el amo de Isher deberían ser castigados. Ajustado el asunto Martín, sólo necesitaba Clark efectuar una visita a Medlon, recibir sus galones de capitán… y preparar su viaje al pasado.
Tal fue el relato que Robert Hedrock hizo a los miembros del Consejo Supremo. Tal era el acontecimiento formidable que habría impulsado a la emperatriz a poner fin a las hostilidades por el temor de que Clark no encontrase émulos. Eso hubiera constituido el derrumbamiento de la estructura económica del sistema solar completo.
30
Reinaba el silencio en el adormecido Glay. Silencio y calma y paz. Y, por tanto, pensaba Fara, este pueblo es feo. Feo con toda la fealdad del mal.
El derecho de comprar armas… sintió un nudo en la garganta y las lágrimas acudieron a sus ojos. Las enjugó con el dorso de la mano. No le daba vergüenza llorar. Cuando se está encolerizado, las lágrimas hacen bien a uno.
La fuerte cadena no resistió el estrecho haz de energía que salía, cegador, de su pistola. Con un relámpago, el metal se evaporó y Fara empujó la puerta del taller. Su primer gesto fue maniobrar el mando invisible de las ventanas. Hasta que no estuvo sintonizado con respecto a las «vibraciones negras» no pudo encender la luz. Con una emoción inmensa, inspeccionó el precioso material que el ordenanza se había llevado. Todo estaba allí, en orden, dispuesto a funcionar.
Entonces, con un paso inseguro, se dirigió hacia el estatófono y marcó el número de Creel. Aguardó un largo rato antes de que la imagen de su esposa se formase en la pantalla. Creel acababa de colocarse el peinador. Al verle, palideció.
—¡Fara… oh! ¡Fara! ¡Creí…!
La interrumpió.
—Estuve en casa de los comerciantes de armas, Creel. Escúchame. Ve inmediatamente a ver a tu madre. Estoy en el taller y no me moveré de aquí. Daré simplemente un salto a casa algo más tarde para tomar un bocado y vestirme. Quiero que en ese momento te hayas marchado. ¿Me has comprendido?
Creel había recobrado el color.
—Es inútil que te molestes, Fara. Haré lo necesario. Meteré todo lo que necesites, hasta una cama plegable, en el autoplano. Nos instalaremos en el taller, en la pieza del fondo.
Hacia las diez de la mañana una sombra se proyectó en el umbral de la gran puerta abierta y Jor, el guardia rural, entró en el taller. Se notaba incómodo.
—Fara, ha sido expedida una orden de arresto contra usted.
—Diga a los que le envían que estoy dispuesto a resistir. Tengo cuanto es necesario para eso.
El arma surgió con tal rapidez entre sus dedos que Jor se estremeció. Contempló el revólver brillante, el revólver que le estaba apuntando.
—Tengo que entregarle una citación para que comparezca ante el Tribunal de Ferd este mediodía. ¿La acepta?
—Claro.
—¿Vendrá?
—Eso ya lo veremos. Déjeme sólo la citación. Diga que me he hecho cargo de ella.
El hombre de la armería le había dicho: «No desafíe a la autoridad imperial si se intenta contra usted un procedimiento legal. Conténtese en desobedecer».
Jor se mostró satisfecho al poder marcharse.
Una hora más tarde el alcalde se presentó a su vez, siempre con aire autoritario.
—¡Vamos a ver, Clark! —exclamó con voz tonante—. Se equivoca si piensa que va a salir de ésta. No se puede quebrantar la ley impunemente.
Fara guardó silencio y el alcalde entró. ¡Asombroso era que aquel hombre que tenía tanto apego a su repleta persona osara correr parecido riesgo!
—Bien hecho, Fara —dijo en tono bajo—. Detrás de usted formamos varias docenas. Sépalo. Ahora, no falle. Perdone la comedia que me he visto obligado a representar; hay una gran multitud apostada delante de este taller. Me haría un favor si me insultase en voz alta e inteligible. Pero primero debo advertirle que el director del «trust» de Entrenamiento está en camino para visitarle. Le acompañan dos guardaespaldas.
Se acercaba el instante crítico. Fara apretó los dientes.
—Bueno, que venga —murmuró, forzándose en dominar el temblor que le sacudía.
Todo ocurrió tan fácilmente que casi no podía creerlo: cuando los intrusos se fijaron en su arma, palidecieron. Tras una oleada de homéricas invectivas, bajó el tono general.
—Tenemos un reconocimiento de deuda de doce mil cien créditos. ¿Acaso usted no va a hacer honor a su palabra?
—Yo se lo compro por mil créditos y ni un céntimo más —respondió Fara sin dejarse apabullar—. Que es la suma que efectivamente prestaron a mi hijo.
El hombre de rostro grueso le miró durante un rato.
—De acuerdo —acabó por decir.
—Tendrá usted también que firmarme un recibo que zanje todas nuestras diferencias.
El primer cliente fue Mister Lan Harris, al ver al viejo Fara comprendió instantáneamente por qué los armeros habían escogido el terreno del anciano para instalar su tienda. Después le tocó el turno a su suegra.
—Vamos, ¿veo que al final lo lograste? —exclamó después de cerrar la puerta—. ¡Buen trabajo! ¡Lamento haberme mostrado tan dura contigo el otro día! Pero los partidarios de los comerciantes de armas no tienen derecho a correr riesgos. En fin, no hablemos del pasado. He venido para traer a Creel a casa. Lo importante ahora es que todo vuelva a la normalidad y lo más rápidamente posible.
Habían terminado. Increíble, pero cierto. Cuando, al caer la tarde, Fara volvía a su casa, se preguntaba si todo esto no habría sido un sueño. El aire era ardoroso como el vino. Glay se había vuelto a convertir en un paraíso de verdor, un oasis de paz, un asilo fuera del alcance de los tiempos.
31
—¿El señor de Lany?
Hedrock se inclinó. Había modificado ligeramente su apariencia y conseguido adoptar una de sus antiguas identidades a fin de que la soberana no pudiese reconocerle más tarde.
—¿Cómo ha logrado llegar hasta aquí? —Hedrock nada dijo. Como muchos imperiales, el chambelán no había sido sometido a adiestramiento psicodefensivo. Y la emperatriz, aunque sí lo hubiese experimentado por su parte, ignoraba que el gremio disponía de métodos eficaces para arrancar un consentimiento inmediato a aquellos cuyo espíritu no estuviese protegido—. Es muy extraño.
—Tranquilizaos, señora. He venido simplemente a solicitar de vuestra benevolencia que se ponga fin a los tormentos de un desgraciado.
Innelda alzó las cejas. Apenas podía sostener la mirada intensa de su interlocutor.
—En vuestra mano, señora, está el realizar un acto de caridad sin antecedentes para con un hombre perdido a cinco millones de millones de años de aquí, un hombre que oscila entre el pasado y el futuro y que las fuerzas niveladas por vuestra generatriz hacen derivar cada vez más lejos en la eternidad.
Fue necesario que Robert Hedrock se resolviese a pronunciar tales palabras. Sólo los íntimos de la soberana y sus enemigos conocían ciertos detalles relativos a las recurrencias del edificio evanescente de Capital Avenue. Como había previsto, Innelda, al instante, comprendió cuánto implicaban sus palabras. La vio palidecer.
—Usted es un agente de los armeros, ¿verdad?
Innelda se levantó.
—¡Salga de aquí! ¡Márchese inmediatamente!
—Conservad la sangre fría, señora. No corréis ningún peligro.
Confiaba en que esta aseveración actuase a la manera de una puñalada. Tras algunos segundos de inmovilidad, la emperatriz sacó con movimiento rápido la pequeña pistola radiante blanca que llevaba disimulada en su corpiño.
—¡Si no se marcha ahora, haré fuego!
—¿Una pistola radiante ordinaria contra un hombre provisto de una superarma? ¡Vamos, señora! Si aceptáis escucharme un momento…
—No quiero tener nada que ver con los comerciantes de armas.
El coordinador empezaba a encontrar exasperante la situación; sin embargo, con voz serena prosiguió:
—Me asombra una declaración tan poco realista, majestad. No sólo estáis en contacto con los armeros desde hace algunos días, sino que os habéis tenido que inclinar ante el gremio. Es preciso que pongáis fin a la guerra y que destruyáis vuestras máquinas de energía temporal. Tenéis que aceptar abandonar las persecuciones contra los oficiales desertores y contentaros con aceptar la dimisión de los rebeldes. Y, en fin, decretar la inmunidad para Cayle Clark.
Estos argumentos dejaron insensible a Innelda.
—Seguro que tenéis algún motivo preciso para atreveros a hablarme en ese tono —dijo, el rostro duro.
Sus propias palabras parecieron galvanizaría. Volvió hacia su sillón, empuñando siempre la pistola niquelada.
—No tengo más que oprimir este botón para llamar a la guardia.
Hedrock suspiró. ¡Tanto peor! Había tenido la confianza de no tenerse que ver obligado a exhibir su poder.
—Está bien, apretadlo…
Había llegado el momento de que la emperatriz se diera cuenta de la realidad.
—¿Acaso os figuráis que dudaré?
Y, con un gesto firme, oprimió el botón.
Sólo el murmullo de las olas y el suspiro furtivo de la brisa turbaba el silencio. Transcurrieron dos minutos, luego Innelda, ignorando a Hedrock, avanzó hacia un árbol del que arrancó una rama. Debió tratarse de otra señal; tras una breve espera, la emperatriz se lanzó hacia el matorral que disimulaba la jaula del ascensor. Pero en vano accionó el mecanismo. Entonces, la soberana volvió a ocupar su lugar en el sillón ante Hedrock, que no se había movido.
—¿Tenéis el propósito de asesinarme? —preguntó con calma.
Hedrock se limitó a negar con la cabeza. Lamentaba profundamente haberse visto obligado a demostrarle hasta qué punto se encontraba impotente. Por tanto, más que conseguir que esta demostración la incitara a perfeccionar sus medios de defensa con la certidumbre, mal fundada, de que se protegería así contra una ciencia superior, su propósito era que la emperatriz comprendiese de qué lado estaba la realidad. Se había introducido en palacio durante el medio día para prepararlo todo. Claro que no estaba en su poder obligar a Innelda a actuar según sus deseos. Pero cada uno de sus dedos estaba repleto de anillos que eran armas, unas defensivas, otras ofensivas. Vestía su «atuendo de campaña» y los sabios del gremio se habrían quedado sorprendidos por la diversidad de recursos de su panoplia. Ninguna señal de alarma podía funcionar, ningún arma podía ser utilizada en la vecindad. Para este día, el más importante de toda la historia del sistema solar, Hedrock no quiso dejar nada a la suerte.
Innelda le miró sombría.
—¿Qué queréis? ¿Y quién es ese hombre del que hablasteis?
Le contó la verdad sobre McAllister.
—¡Eso es insensato! —murmuró la emperatriz cuando Hedrock terminó el relato—. ¿Por qué se encuentra tan lejos mientras que la generatriz no se halla más que a tres meses de distancia?
—Es la masa del cuerpo lo que constituye el factor capital.
—¡Oh!… ¿Qué quiere usted que haga?
—Ese hombre merece piedad, señora. Pensad que flota en un vacío en el que jamás otros ojos humanos se han posado antes que los de él. Ha visto nacer a la Tierra y al Sol y contemplará su agonía. No se puede hacer nada por él, de momento, sino concederle una muerte misericordiosa.
Innelda intentó imaginarse las tinieblas por las que vagaba McAllister, pero colocó el acontecimiento dentro de una perspectiva más grande.
—¿Qué es esa máquina que habéis traído?
—Una reproducción de la Temporal —respondió sin precisar que él mismo montó todas las piezas en uno de sus laboratorios secretos—. Sólo le falta la carta cronográfica que es demasiado compleja para elaborarse rápidamente.
—Comprendo…
No era una verdadera respuesta, sino un simple automatismo verbal.
—¿Cuál es el lugar de usted y el mío en el más allá?
Hedrock no estaba preparado para esta pregunta. Se había acercado a la emperatriz visitándola porque estaba seguro de la derrota de la mujer y que, en la situación que Innelda se encontraba, no necesitaba más que provocar una grandísima amargura en el jaque mate final de la soberana. Cuando se es inmortal y se interviene en los asuntos de los mortales se ha de tener en cuenta un gran número de detalles.
—No hay tiempo que perder, señora. La generatriz debe reaparecer dentro de una hora.
—¿Pero por qué no dejar la decisión al Consejo del gremio?
—Porque la decisión que tomase podría ser mala.
—Entonces, ¿cuál es la buena?
—Escuchadme: os la voy a decir…
Cayle Clark bloqueó los mandos del autoplano para que el vehículo describiese un vasto círculo en torno a la casa.
—¡Señor! —exclamó Lucy—. ¡Una casa de nubes!
Con los ojos desorbitados, la joven contempló el edificio, los jardines colgantes, la mansión flotando entre cielo y Tierra.
—¿Cayle, estás seguro de que no se trata de una locura?
Cayle sonrío.
—¡Es la décima vez que me haces esa pregunta!
—No pienso en el dinero. ¿Estás seguro de que la emperatriz no te buscará… las cosquillas?
—El señor Hedrock me ha proporcionado una superarma. Además, he prestado grandes servicios a su majestad. Servicios que ella ha apreciado. En todo caso es lo que me aseguró ayer por su estatófono. Y no creo que la emperatriz albergara pensamientos contrarios en su interior. He aceptado seguir trabajando para ella.
—¿No?
—¡No té tortures! Tú misma me lo has dicho, el gremio no es un gobierno único. Pero este gobierno ha de ser honrado, para poder regir el Universo. Y puedes tener confianza —concluyó—, los tratados serán respetados. Las experiencias por las que he pasado bastan para proporcionarme voluntad de purificar el régimen.
El autoplano se posó en la terraza. Los dos descendieron y él la hizo visitar el nido en donde vivirían para siempre juntos.
Cuando se tienen veintidós años se cree inevitablemente que la felicidad es eterna.
Epílogo
McAllister se había olvidado de que tenía que tomar una decisión. En esas tinieblas pensar era muy difícil. Cuando abrió los ojos, no veía nada más que la obscuridad del espacio en el que estaba sumido. No había suelo bajo sus pies. Los planetas no existían aún y la noche parecía esperar cualquier colosal acontecimiento.
Parecía esperarle a él, a McAllister. Entonces, en un relámpago fugaz de comprensión, supo lo que iba a suceder. Y se maravilló. Comprendió también que era la decisión que necesitaba tomar, aceptar la muerte.
Y esta decisión la tomó con extraña facilidad. Se sentía absolutamente relajado. Le afloró el recuerdo agridulce de ese día, perdido en un absoluto espaciotiempo donde, caído semimuerto en un campo de batalla, del siglo XX, se resignó a morir. Fue entonces cuando se dijo que moriría para que los demás pudieran seguir viviendo. Y he aquí que experimentaba el mismo sentimiento. Pero mucho más intenso. Más grandioso.
¿Cómo moriría? No sabía nada. La oscilación del péndulo se amortiguaba definitivamente en un pasado sin límites librando entonces la prodigiosa energía temporal que se había acumulado en cada uno de los vaivenes monstruosos.
No sería testigo del nacimiento de los planetas. Pero contribuiría a su génesis.
FIN
Galaxia – 77
Título Original: THE WEAPON SHOPS OF ISHER
Traductor: Fernado M. Sesén
©1951, Van Vogt, Alfred E.
©1968, Vertice
ISBN: 9780671431297
Diseño de cubierta: Enrich
Ediciones VERTICE
BARCELONA-(ESPAÑA)
Depósito Legal: B. 39522-1968