LA SUERTE DE IGNATZ (Lester del Rey)
Publicado en
febrero 20, 2017
Quizás no fuese más que una superstición; pero Ignatz sabía que él mismo tenía la culpa de todo. Desde hacía tres días, Jerry Lord estaba sentado en la misma silla, evocando sobre la desnuda pared una cabellera rojiza y un par de hoyuelos, y en nada podía Ignatz remediarlo.
Gruñó y ronroneó apenado, hundió la cola en la alfombra y avanzó sobre su largo abdomen acorazado hasta tocar con sus antenas el tobillo del Amo. Ignatz trató de pronunciar por centésima vez palabras humanas, pero fracasó como de costumbre. Jerry comprendió su buena intención y bajó la mano para acariciarle el cuerno del hocico.
—Ignatz — murmuró —, ¿te dije ya que Anne va a emprender un vuelo espacial esta noche en el «Burgundy», con destino a Venus Sur?— Trató de aspirar algo en su pipa apagada y la dejó a un lado con un gesto de disgusto. —Peter Durnall la va a conducir por los pantanos de Hellonfire.
Aquellas noticias no constituían una novedad para Ignatz, que las había escuchado durante los tres días últimos; pero de cualquier modo, hizo oír su voz de trueno comprensivamente.
En aquel infierno podrido del Norte de Hellas, cualquier hombre que conociera las ciénagas resultaba un héroe para un novato. Muchos astronautas eran también novatos en Venus, y en aquel momento Anne estaba destinada a ser acompañada por uno de ellos.
Ignatz era un ser que conocía aquellos pantanos mejor que nadie. Había vivido allí cosa de unos cien años, hasta que el Amo lo capturó para conservarlo como mascota. Era cierto que los animales del pantano resultaban completamente inofensivos en su mayoría, pero Anne habría tenido serias dudas al verlo. Sin duda, se habría puesto a gritar al tener ante sus ojos por primera vez a Ignatz. El zloaht venusiano, mezcla de caracol y lagarto, resultaba terrible a los ojos de un terrestre; y el resto de la fauna era aún peor.
El recuerdo de los pantanos sugirió a Ignatz la necesidad de calor. Trepó a la estufa portátil y se zambulló en la cacerola llena de agua hirviendo; después de unos minutos, cuando el calor hubo hecho su efecto, se acostó cómodamente en el fondo para dormir. Jerry tendría que resolver por sí solo sus problemas, puesto que no podía comprender el lenguaje de los zloahts. ¿Qué ventaja había en solucionar los problemas de los demás, si luego no podía uno alabarse de ello?
Se oyeron muchos ruidos afuera. Y un coro de gritos se extendió por toda la casa. Apenas Ignatz tuvo tiempo de despertarse cuando un hombre ya estaba golpeando la puerta con violencia, quejándose a voz en cuello. Jerry la abrió y dejó pasar al administrador del hotel, quien traía el rostro congestionado y un humor de mil diablos.
—¿Sabe lo que pasó?— gritó —. Se ha roto el cable del ascensor número 2; estaba casi nuevo. Nos hemos quedado atrancados y tuvimos que abrirnos paso con un soplete.
—¿Y qué? Yo no lo hice. — El acostumbrado fastidio en la voz de Jerry era ya familiar para Ignatz, que presentía lo que se acercaba.
—No, usted no lo hizo; no lo hizo personalmente, pero se encontraba aquí. — La cara del administrador se puso lívida y su rollizo pecho se agitó convulsivamente. Blandió un puño cerrado delante de la cara de Jerry y gritó con voz de falsete: —¡No crea que no oí hablar de usted! Me dejé llevar por la compasión y le alquilé la pieza por el doble solamente de la tarifa corriente y ya ha visto lo que ha pasado. Bueno, esto se ha terminado. Usted se marcha de aquí, ¿me entiende? ¡Fuera de aquí, ahora mismo!
Jerry se encogió de hombros.
—Está bien — dijo, y observó con interés cómo Ignatz trepaba saliendo de la cacerola y se dejaba caer en la pierna del administrador, quien con un salvaje alarido y agitándose convulsivamente se liberó del zloaht y salió corriendo por el vestíbulo, mientras se tocaba con sus gordezuelas manos el sitio donde había sufrido la quemadura.
—No debiste hacerlo, Ignatz — observó Jerry con suavidad —. Creo que le van a salir ampollas donde le has tocado. Pero es algo que ya está hecho. Así que enfríate y ayúdame a preparar las maletas.
Puso una cacerola con agua fría en el suelo y empezó a abrir cajones y a echar ropa encima de la cama. Ignatz se introdujo en el agua y dejó que su temperatura bajase hasta un nivel razonable, recordando con tristeza el incidente.
Todo aquello no resultaba nuevo para ellos; lo único sorprendente era que hubiesen podido llegar a permanecer en el hotel casi una semana, antes de que sucediera. Y no había duda que Ignatz tenía la culpa de todo; no es que él hiciese nada, pero cuando él se hallaba presente, los problemas y las catástrofes le seguían alegremente. Por supuesto que Jerry tenía que haberlo, pensado dos veces antes de haberse llevado consigo a un lagarto-caracol de Venus.
Jerry, el hombre más afortunado de toda la flota sideral, había sido el Jefe piloto de pruebas de los nuevos modelos de cohetes, hasta que el viejo decidió que necesitaba un descanso y lo envió a Venus con permiso. Cualquier persona normal se habría muerto cuando la nave se estrelló en los pantanos, pero Jerry apareció caminando en Hellas con 200 onzas de oro bajo un brazo e Ignatz bajo el otro.
Naturalmente, los venusianos le pusieron sobre aviso. Sabían desde hacía muchas generaciones, que un zloaht traía buena suerte si estaba en los pantanos, pero malísima fuera de ellos. Los miembros de la tribu de Ignatz eran simplemente portadores del «mal de ojo» desde sus antepasados más remotos. Ignatz también lo sabía y trató de alejarse del lado de Jerry, pero cuando finalmente se encontraron fuera de los pantanos, se había encariñado demasiado con el Amo para abandonarlo.
Ignatz le hubiera traído mala suerte a cualquier otra persona, con todas las correspondientes desgracias aparejadas. Pero en el caso de Jerry, su buena suerte personal se mantuvo; en cambio, a los que lo rodeaban, no les sucedió sino un inconveniente tras otro. Las naves de prueba se estrellaban sucesivamente, saliendo Jerry de ellas sin un rasguño. Pero a la larga, los accidentes fueron demasiado numerosos y el Viejo decidió darle otras vacaciones, esta vez con carácter permanente.
Su reputación se fue extinguiendo, y las puertas se cerraban silenciosa pero firmemente ante él.
—Lo siento, señor Lord, pero este año no aceptamos personal.
No se les podía echar la culpa por ello, ¿acaso hasta el mismo instante en que Jerry abandonaba la oficina no había siempre algo que andaba mal? Y no era sólo algo, sino que en general todo iba de mal en peor. En los últimos tiempos, y como si fuese por casualidad, una ambulancia lo seguía a todas partes porque siempre había algún inocente transeúnte que después de cruzarse con él la necesitaba.
Por aquel tiempo, Jerry se encontró con Anne Barclay y sucedió lo inevitable. Anne, era la hija del Viejo y cuando cruzaba la pista del espacio puerto de Six Worlds, los hombres del espacio opinaban que nunca habían visto una nave sideral con líneas más esbeltas y más proporcionadas. Jerry le echó una mirada y dijo simplemente:
—¡Ah! — En el acto le subió la temperatura varios grados.
Todavía le quedaba algo de dinero y podía ir a bailar, a pesar de que cuando él pisaba la pista la orquesta siempre comenzaba a perder el ritmo.
Después de conocerlo durante tres semanas, ella se hallaba dispuesta a aceptar el compromiso, pero el Viejo se enteró de sus relaciones y la puso sobre aviso. La muchacha empezó a recordar que durante ese tiempo y a partir de su encuentro con Jerry, había perdido el anillo que le regalara su madre, tuvo un fuerte dolor de muelas y sinusitis y un furúnculo apareció en forma inesperada sobre su hombro izquierdo.
Ayudada un poco por los consejos del Viejo, Anne empezó a imaginar lo que sería la vida de casada al lado de Jerry y decidió realizar un viaje de placer a Venus con Peter Durnall, uno de los preferidos del Viejo, dejando que la espera tranquilizara un poco el ardiente corazón de Jerry.
Ignatz comprendió que no se trataba de una simple superstición por parte de Anne; por lo menos el viejo navegante estelar y su hija no lo eran más que cualquier otro. Pero cuando se suceden muchas coincidencias las cosas se ponen difíciles. Ahora, ella se había ido o estaba a punto de marcharse y Jerry se hallaba solo y expulsado del hotel. Ignatz insultó vigorosamente en su idioma de lagarto a un culpable invisible y se arrastró fuera de la cacerola. Se revolcó encima de una toalla y empezó a ayudar a Jerry a hacer las maletas, tarea fácil ya que casi toda la ropa de su amo se hallaba almacenada cuidadosamente en la casa de empeños del viejo Ike.
—Vamos al espaciopuerto — decidió Jerry —. Estoy prácticamente en la ruina, amigo, así que tendremos que dormir en algún hangar o cobertizo si podemos esquivar a la patrulla de vigilancia. Mañana volveré a buscar trabajo.
Lo había hecho durante meses, tomando al final tareas de cualquier clase, pero lo único que en realidad sabía hacer era manejar cohetes espaciales: y todos creían tener bastante mala suerte como para agregar a Jerry «mal de ojo» a la tripulación. Ignatz se preguntó lleno de dudas cuántas posibilidades tenían de encontrar algún albergue para dormir, pero siguió humildemente al Amo.
Una tubería de vapor rodeaba el cobertizo que tenia una entrada por la parte trasera. El vapor procedía de una caldera supercalentada, lo cual facilitó el sueño de Ignatz, tan profundo y tranquilo que no se dio cuenta del transcurso de la noche. Lo primero que sintió fueron los golpes de Jerry y el chapuzón de agua fría que le hizo dar para despertarle. Por lo menos la persona olía como Jerry, aunque su cara y las ropas que llevaba no fueran las mismas. El Amo, guiñó un ojo a Ignatz alegremente mientras el agua hervía. Durante la noche, aparentemente, le había crecido la barba y su pelo lacio se había rizado en forma sorprendente. Una cicatriz recorría su cara desde un ojo hasta la comisura de la boca, levantando el ángulo del labio en una burda caricatura de sonrisa. La cara era tosca y atezada y vestía ropas que parecían sacadas de un basurero.
—Una buena transformación, ¿eh, Ignatz?— dijo Jerry —. El viejo Ike me transformó a cambio de mi reloj y mi anillo de graduación. — Levantó al zloaht mientras hablaba y lo introdujo en una de las maletas.
—No deben verte, así que tendrás que mantenerte escondido hasta que toquemos tierra.
Ignatz trompeteó una interrogación y Jerry rió entre dientes.
—Desde luego, tenemos trabajo: mantener aceitados los cojinetes de un viejo carguero espacial. ¿Te acuerdas de ese tipo que durmió aquí la otra noche? Era un tripulante de espacionaves hasta que el tabaco lo arruinó, pero sus papeles todavía eran buenos. No me costaron casi nada y el viejo Ike me transformó. Hoy me llamaron a la oficina. Cambió la suerte de nuevo. Embarcamos esta noche ¡y a Venus!
Ignatz gruñó de nuevo. Debió de adivinar cuál iba a ser su destino.
—Seguro. — Jerry se hallaba nuevamente lleno de alegría, convencido de su cambio de suerte. —No quiero oír ningún otro gruñido, amigo. No puedo arriesgarme a nada en este viaje.
El zloaht se instaló entre las ropas dentro de la maleta, mascando lentamente un trozo de cuero que había encontrado en el cobertizo. A partir de entonces podía suceder cualquier cosa, pero Ignatz intuía algo de lo que se avecinaba. La valija se agitó y sacudió repetidas veces mientras el Amo se deslizaba entre los guardias de vigilancia y se dirigía hacia el campo de aterrizaje de espacio-cohetes donde el silbido de las turbinas indicaron a Ignatz que una nave se hallaba ya calentando y revisando sus motores. Pegó sus ojos a un agujero de la maleta y atisbó hacia el exterior. La nave hacia la que se dirigían era una espacionave carguera, pero muy grande y perfectamente conservada. La carga, sin duda, se encontraba va almacenada en sus bodegas, puesto que las grúas automóviles se retiraban del costado y la tripulación procedía a cerrar las escotillas. Ignatz comprendió por el olor que la carga se componía de nueces, pasas de uva y chocolate, productos muy cotizados por los buscadores de esponjas de Venus. En aquel planeta crecían muy pocos alimentos similares a los terrestres y de éstos los exploradores solían llevar los de tipo más concentrado.
Ignatz pudo notar, mientras observaba, cómo se llevaban el gran vagón tanque mientras retiraban las mangueras llenas de peróxido de hidrógeno que iba a ser convertido en gas por medio de los transformadores atómicos. Aparentemente, las planchas isotópicas ya estaban instaladas en el cuarto de máquinas.
Los mecánicos se apresuraban alrededor de la nave, inspeccionando los largos tubos de propulsión, y la pista estaba llena de un enjambre de grúas automóviles listas para levantar la nave hasta la altura necesaria para que las explosiones no causaran ningún daño y sus aletas pudieran asentarse en el aire.
Aquellos gigantescos cargueros eran muy distintos de las bruñidas naves de pasajeros. Aunque las aletas estaban perfectamente balanceadas, los aparatos eran incapaces de zarpar de un planeta a menos que fueran alzados por las grúas hasta alcanzar la velocidad necesaria para que las aletas los sostuvieran.
Evidentemente, el Amo había llegado justo a tiempo, pues ya estaban retirando las planchas de embarque. Jerry subió corriendo, presentó su documentación al oficial de embarque y lo condujeron a su camarote. Cuando iba a salir de él, se oyó un grito desde tierra y la plancha de embarque fue colocada nuevamente. Blaine, el capitán, se inclinó hacia afuera mascullando maldiciones en voz baja.
—¿No comprende que esto es un carguero?¿Por qué no viajará en una nave de pasaje? Muy bien, lo vamos a esperar 20 minutos. — Se dirigió irritado hacia la cabina de control mientras iba hablando, para sí en tono violento. —Todo ha ido mal en este maldito viaje. Estoy por pensar que tenemos un «mal de ojo» entre la dotación.
Jerry se detuvo para no oír más y se introdujo en su cabina. Esta casi no era más que un agujero en la pared, con una dura litera, un jarro de agua y una percha para sus ropas. Probó cuidadosamente el casco de oxígeno para casos de emergencia, asintió satisfecho y se tiró sobre la litera.
—Te vas a quedar aquí, Ignatz — ordenó —, y no te muevas. Puede haber una inspección. Te voy a dejar libre cuando me haga cargo del segundo turno. De cualquier manera no hay ningún tubo de vapor en este agujero, así que no hay motivo para que salgas de la maleta.
La portezuela se cerró con un fuerte golpe. «El transporte debe haberse retrasado — pensó Jerry —. ¿Quién habrá venido? Debe ser algún personaje de importancia para que Blaine haya tenido que esperarlo. Supongo que algún amigo del Viejo.» — Hizo una mueca alegre que se borró en el mismo instante en que oyó los gritos que venían de la escalera.
—¡Eh, aquí! Traigan las herramientas y dense prisa. La escotilla se ha atascado y salimos dentro de diez minutos...
Jerry maldijo en voz baja mientras Ignatz se volvía con un bufido.
—Bien — reflexionó el Amo —. Por lo menos no me van a echar la culpa de esto. Sin embargo, resulta gracioso que siempre ocurran cosas. ¡Y maldita la gracia que me hace a mí todo esto!
Ignatz se mostró de acuerdo con aquellas reflexiones. Aquel viaje prometía ser muy interesante si es que alguna vez llegaban a Venus. Si el Amo quería tener un zloaht de mascota, debería haberse quedado en tierra, donde sus cabezas no corriesen ningún peligro; y no dedicarse a seguir como un loco detrás de una chica; por primera vez se alegró de que en Venus no hubiera diferencia de sexos, a menos que a los animales incubadores se les pudiera llamar hembras.
Jerry dejó libre a Ignatz cuando volvió de su turno; estaba cansado y malhumorado pero no había sucedido nada malo en particular. Ocurrieron dos accidentes menores y uno de los engrasadores de guardia se había aplastado un pie con una junta floja, pero en cierto modo todo aquello era previsible. Por lo menos, nadie lo acusó de haber provocado el daña.
—Me enteré de quién es el pasajero extra que llegó a última hora — le dijo el zloaht —; no es otro que el mismísimo Viejo. De modo que te quedas quieto y apártate de su vista. Ese hombre tiene ojos de halcón y una excelente memoria.
Ignatz desconocía las obras del poeta Robert Burns, pero sí el sentido de la frase «el hombre propone y el demonio...». Aguardó con una sensación de inevitable desgracia los resultados concretos... que se produjeron cuando ya había transcurrido la mitad del turno siguiente de Jerry.
Fue el Viejo en persona quien abrió la puerta de su cabina y dijo volviéndose hacia los dos bronceados marinos.
—Muy bien, tráiganlo aquí y cierren la puerta. No sé quién es ni me interesa. Eso podemos averiguarlo luego; lo único que sé es que no es la persona que corresponde a los documentos que lleva. El propietario de ellos está podrido por el tabaco desde hace diez años.
—Capitán Blaine — se dirigió hacia el oficial mientras a Jerry lo tiraban sobre la litera —. En el futuro debe inspeccionar más cuidadosamente la documentación de sus hombres. Usted sabe que no puedo hacer una visita de inspección cada vez que parta una nave. Quizá no sea peligroso, pero no quiero gente que trabaje para mí con documentos falsos.
Mientras cerraban la puerta y se alejaban por el pasillo, el Capitán intentó apaciguar al Viejo, quien con furia contenida trataba de hablar en voz baja, pero lo hacía en un tono que no engañaba a nadie.
Jerry estaba disgustado y explicó lo sucedido al zloaht.
—Bajó, recorrió la sala de los generadores y me pidió mi credencial; dijo que no conocía ningún engrasador con una cicatriz. Fue entonces cuando se destapó el infierno y Blaine empezó a gritar. De cualquier manera, no me reconoció. Así que conserva el buen sentido y quédate bien oculto.
Ignatz se acercó a. él y frotó suavemente su cuerno contra el pecho del Amo. Jerry hizo una mueca de tristeza.
—Desde luego, ya lo sé. Todavía no nos hemos estrellado y no creo que suceda. Aléjate un poco y déjame pensar. Tiene que existir alguna forma de salir de aquí después que hayamos llegado a Venus.
Ignatz substituyó mentalmente el «después» por «si»; no obstante se arrastró alejándose obediente y trató de dormir; fue algo inútil. Media hora después el capitán Blaine golpeó en la puerta y entró pisando fuerte con una expresión fría y tempestuosa en el rostro. Había una insinuación poco tranquilizadora en la manera con que estudié la cara de Jerry.
—Joven — dijo violentamente — si el Viejo no hubiese ya decidido lo que hará con usted, lo desharía a pedazos para tirarlo después por una ventanilla. Llame usted a este maldita zloaht de su propiedad y sáquese los bigotes, Jerry Lord.
El Amo gruñó como quien recibe un golpe en el estómago.
—¿Por qué cree que soy Lord?
—¿Creo? Sólo existe un hombre que lleva el «mal de ojo» de tal forma en toda la flota estelar. Desde que usted vino a bordo todo se ha convertido en un gigantesco embrollo. El Viejo ha subido de pasajero, la puerta se atranca, tres hombres se hieren con el nuevo inyector, encuentro gusanos marcianos en el chocolate, y el Viejo me amenaza con quitarme el mando. ¡No trate de convencerme de que usted no es Lord! — Luego Blaine buscó debajo de la litera. —!Sal de ahí, maldito zloaht!
Ignatz salió trompeteando lastimosamente hacia Jerry, quien se arrancó la barba postiza.
—Bien, capitán; ¿y qué pasa si lo soy? ¿Lo sabe el Viejo?
—Claro que no y mejor que no lo sepa. Si descubre que lo he embarcado entre la tripulación, no vuelvo a pisar el puente de mando de una nave en toda mi vida. Cuando lleguemos a Venus, voy a tratar de que se tire en paracaídas a un kilómetro del límite. ¿O prefiere que sea el Viejo quien disponga de usted?
Jerry sacudió la cabeza.
—Déjeme tirarme con su paracaídas. — Asintió apresuradamente. —Tengo que llegar libre a Venus.
—Seguro que algo nos va a suceder —respondió Blaine —. Pero lo mejor será que no estén cerca de mí cuando aterrice. Nunca confié en tener suerte si la nave se estrella. — Luego señaló hacia Ignatz. —Y guárdese eso bien tapado. Si el Viejo llega a descubrir quien es usted lo hago tirarse con un traje de plomo sin paracaídas. ¿Entendido?
Jerry entendía perfectamente. Escondió a Ignatz bajo la litera y se dirigió al cajón de las herramientas. Blaine se volvió para retirarse. Y en este momento estallaron todos los infiernos juntos.
Una vibración que los sacudió hasta los huesos los hizo tambalear repentinamente, mientras les perforaba los oídos una ululante sirena que parecía endemoniada. El cajón de herramientas se deslizó a través del suelo de la habitación. Jerry chocó contra el Capitán de cabeza. Durante el medio segundo que siguió a esa escena hubo un silencio completo y luego un ruido atronador, al mismo tiempo que la nave se sacudía locamente bajo sus pies. Instintivamente Jerry y el Capitán corrieron hacia los cascos de oxígeno y una pequeña guerra particular estalló entre ellos antes de darse cuenta de lo que sucedía.
Jerry fue el primero en ponerse en pie.
—Parece que ha ocurrido en la sala de máquinas — gritó en el oído del capitán Blaine. Este no le pudo oír pero comprendió el sentido de sus palabras.
—Salga de aquí y averigüe lo que ha sucedido.
Los dos se olvidaron de que Jerry era un prisionero. Este pisó los pies del Capitán al salir de su camarote e Ignatz apenas tuvo tiempo de dar un salto convulsivo y meterse bajo la chaqueta de su amo por el cuello de la prenda.
Un enjambre de hombres se amontonaba por los pasillos y salía de los compartimientos principales del cohete. Una babel de voces se mezclaba con el alarido de las alarmas automáticas y el ruido de pisadas sobre las cubiertas de cuproberilo.
El Viejo fue el primero en llegar a la sala de máquinas.
—¡Blaine! ¡Blaine! ¡Eh! A ver, alguno que lo busque antes de que estos idiotas destrocen la nave.
Blaine saludó bruscamente al propietario de la nave, con la boca abierta, mientras sus ojos abarcaban los destrozos en la máquina de control automático de la espacionave.
—¿Qué ha sucedido?— Jerry lo descubrió después de una rápida mirada.
—¿Cuál de los engrasadores dejó secos los cojinetes principales?
Uno de los mecánicos señaló silenciosamente hacia un informe montón de restos. Mientras todo el mundo miraba hacia lo que había sido un ser humano, Ignatz se deslizó desde la chaqueta de Jerry al suelo y se escondió fuera de la mirada de los demás entre una columna y una pared que estaban aún casi intactas.
La boca de Jerry Lord estaba rígida cuando se dirigió hacia el capitán Blaine.
—¿Tiene una máquina de control de repuesto? No. Bueno, pues desmantelen uno de los estabilizadores y tráiganlo. Envíen hombres para inspeccionar los daños producidos en los controles de la nave. Traigan al módico para revisar a los hombres que todavía están enteros. ¡Despiértense, señores!
Blaine cerró la boca lentamente, se alejó hacia los hombres y empezó a lanzar gritos, hasta que reinó cierto orden en la confusa masa de los hombres de la tripulación que estaban presentes. En el barullo, el Viejo no había notado la presencia de Jerry, pero ahora corrió hacia él.
—¿Quién lo dejó salir? No importa, ya está aquí. Por lo menos hay alguien que tiene un poco de sentido común. Porque ese estúpido todavía está durmiendo. Capitán Blaine, quite esos escombros de ahí y haga trabajar al prisionero. No podemos desperdiciar ni tiempo ni hombres, ahora. Yo me vuelvo a los coordinadores de control para inspeccionar el daño.
Ahora que el golpe de su primer accidente importante había pasado, Blaine se puso febrilmente en actividad. Ignatz se dio cuenta que de esto también le echarían la culpa a su Amo, como de todo lo demás, y murmuró algo incomprensible, sintiéndose in cómodo.
Estando la máquina tan destrozada casi no hacía falta desmontarla. Los hombres estaban sacando los restos, cortando los pocos tornillos que quedaban en la base y preparando el sitio para recibir a la nueva maquinaria.
El estabilizador de control automático fue llegando por piezas y Jerry inspeccionó su emplazamiento y montaje, ajustó el regulador y dispuso los controles con la máxima celeridad a medida que la tripulación cortaba los pernos y ponía otros nuevos en su lugar. En caso de emergencia ningún grupo de hombres puede realizar en tierra el trabajo que una tripulación hace en media hora escasa, y aquellos hombres eran navegantes veteranos; para ellos, la falta de gravedad era una ayuda más que un estorbo para terminar aquel trabajo.
Cuando el Viejo volvió, las paredes ya habían sido soldadas, la nueva máquina colocada en su lugar, conectados los controles automáticos, y el Capitán estaba sudando y maldiciendo, pero satisfecho de que el trabajo estuviese terminado y a la perfección. Jerry regresó del recinto de los estabilizadores para informar que los motores habían sido coordinados y ajustados para el mayor esfuerzo que tendrían que realizar debido a la falta de uno de ellos, y que estaba lista, además, la nueva distribución simultánea de la alimentación de combustible.
El Viejo asintió silenciosamente con el rostro pálido e inexpresivo y Blaine tragó saliva con dificultad mientras se volvía para seguir trabajando.
Jerry se mezcló entre el personal sin previa invitación, escondiendo cuidadosamente a Ignatz entre sus ropas.
En el centro nervioso de la nave, los integradores de control no eran más que una masa confusa de metal sin arreglo posible. Las barras de unión entre las torres de control y la máquina aún estaban intactas, pero los cables y las complejas unidades de mecanismos electrónicos y reguladores que formaban el cerebre casi humano de la máquina estaban tan destrozados que no había ninguna posibilidad de reparación. La voz del Viejo era casi un ronquido, pero sus párpados guiñaban continuamente.
—¿Se han hecho las reparaciones necesarias, Capitán?
—Algunas. Quizás podamos arreglar algo más. Pero no creo que lleguemos a conectar los cohetes principales con el panel de control. Me parece que tenemos entre nuestras manos un billete de ida sin regreso hasta el infierno.
Bajo la tensión del peligro inminente, el hombre se había hundido en una sorda desesperanza.
—¿Cuánto falta para llegar a Venus, y dónde está el punto crítico de pérdida de órbita?
—Sesenta horas, y a menos que nos hagamos con el control de la nave en las diez primeras, nos precipitaremos directamente hacia el sol; estamos actualmente en una órbita C-3 y vamos a pasar a Venus de largo.
—No tenemos posibilidad de hacer los arreglos necesarios con el tiempo que nos queda — murmuró el Viejo —. Bueno, supongo que ha llegado el fin.
Jerry hizo a un lado al capitán Blaine y se dirigió directamente al Viejo.
—Perdóneme, señor, pero quizás sea posible manejar la nave manualmente desde aquí con las observaciones transmitidas desde la torre de control.
Los ojos de los otros hombres se encendieron un instante llenos de esperanza, pero el brillo no duró mucho.
—Ni un hombre entre mil conoce la disposición exacta de todos los cables, y el trabajo es físicamente imposible. Yo no sé si esta palanca se debe mover hacia atrás o aquélla hacia delante. Cuando todavía usábamos en las naves los viejos controles manuales, los teníamos dispuestos en los paneles con cierta lógica, pero lo de aquí es una confusión completa.
—Yo conozco la disposición exacta — se ofreció Jerry —. Se trata simplemente de una cuestión de moverse con rapidez para coordinar el movimiento de las palancas.
No obstante, miró la masa de contactos, niveles y cables con una profunda duda en su corazón. El trabajo que pretendía hacer significaba abarcar con la mente la pared de tres metros de largo en todo momento, y sin embargo Jerry tuvo la sensación de que podría hacerlo con éxito.
Hubo un movimiento de Blaine, pero el Viejo lo hizo callar con un gesto.
—Tenemos necesidad de creer en milagros. Es la única posibilidad que nos queda. ¿Está seguro de que puede hacerlo?
—Completamente, señor.
—¿Cuántos ayudantes necesita?
Jerry hizo una mueca.
—Ninguno. Es más fácil y seguro hacer el trabajo uno mismo que estar ordenando a otro con el peligro constante de que se confunda. Este es un trabajo para un solo hombre.
—De acuerdo — aprobó de mala gana el Viejo con cara ceñuda —. Blaine, usted queda bajo sus órdenes, saque las partes y piezas averiadas y desconecte los controles automáticos que aún están intactos y usted y el piloto se turnarán para transmitir los datos de control a esta sala... y será mejor que sean exactos. Haga instalar un teléfono inmediatamente y ponga a trabajar a este hombre. Si llegamos a Venus podrá desembarcar sin ninguna investigación y con un buen puesto en mi flota. Si no llegamos, no va a necesitar el empleo.
Cuando el Viejo se hubo retirado, el Capitán agitó el puño bajo las narices de Jerry.
—¡«Mal de Ojo»! Si usted no hubiera estado aquí, esto no hubiese sucedido. Más le vale que tenga éxito, señor Lord. — Se detuvo súbitamente cuando un nuevo pensamiento lo hirió con fuerza. —¿Sabe que esto representa permanecer aquí durante sesenta horas de trabajo continuo y agotador?
—Naturalmente, ya que sus navegantes nunca aprendieron más de lo que les hacía estricta falta. — Jerry se encogió de hombros fingiendo un optimismo que no sentía. —Tendrá en cuenta, señor, que a partir de este momento todos los hombres de esta nave recibirán órdenes de mí? Debo insistir sobre una absoluta cooperación.
—Tendrá esa cooperación, lleve el «mal de ojo» o no. — Blaine le alargó la mano —. No me gusta su reputación, Lord, pero realmente admiro su valor. ¡Buena suerte!
Y al intentar hacer una salida majestuosa el Capitán olvidó el aceite extendido sobre el suelo y ejecutó una extraña pirueta antes de caer de espaldas. Ignatz se encogió más aún en su escondite, preparándose para lo peor.
—¡El «mal de ojo»! — gritó Blaine — y empezó a calificar a todo lo que le rodeaba con palabras de precisa descripción.
Cuando se retiraron los escombros de la sala de control, apareció el Jefe de comunicaciones, colocó una línea y la conectó con unos audífonos cubiertos de goma. Entregó además el informe de la posición de la nave y el cálculo de su órbita y luego se retiró.
Jerry habló por teléfono.
—¿Todo listo?
—Estamos esperando órdenes, señor. El cohete número 7 de popa tiene una explosión sospechosa en el punto 0-6 (cero-seis) que usted tendrá que compensar, y los estabilizadores trabajan mal. Venus está ahora en posición.
El navegante transmitió apresuradamente las coordenadas que Jerry trató de grabar en su memoria mientras se acercaba a los controles de los cohetes principales.
—Muy bien. Ordene que nadie me moleste excepto el cocinero. — Extrajo a Ignatz de entre sus ropas, le nuestra, muchacho... ¡aguanta la sacudida!
—Listos para propulsión, señor ¡Todo listo! ¡Ajusten los equipos!
La señal resonó a lo largo de los pasillos, y Jerry tiró de las palancas y se sostuvo fuertemente.
Los controles fueron accionados uno tras otro, el viejo carguero se sacudió como un gato saliendo de una bañera, gimió y corcoveó como si tuviese alguna oculta irritación, gimió y poco a poco se puso a funcionar. Como cohete-nave era un autobús viejo, que sólo caminaba gracias a la habilidad y a la destreza de los hombres que suspiraban por llegar a las estrellas y realizaban su sueño construyendo aparatos para que los transportasen. Aún con los estabilizadores recargados de trabajo y la propulsión defectuosa, el carguero respondía al timón mejor que alguno de los nuevos modelos. Al principio, Jerry accionó las palancas con violencia, pero a medida que se fue sintiendo unido a la nave, lo hizo con más suavidad. Era un cohete difícil pero honesto y comprensivo.
El navegante le gritaba continuamente por teléfono las coordenadas, las relaciones de ruta y algunas palabras de ánimo innecesarias; a veces se podía oír la voz del Viejo, con acentos casi de placer. Aquel duro y exigente Viejo daba siempre el ejemplo, pensó Jerry. Nada de histerias ni de tonterías. A su lado, el Capitán y el navegante cobraron valor y cuando apareció el segundo navegante estaban llenos de bríos y esperanzas. En la torre de control, sin embargo, la fe no era un artículo abundante. Jerry quizá podía tenerla, pero no quería demostrarla con el tono de su voz.
Las primeras diez horas fueron muy pesadas por la tensión constante y el trabajo de gobernar la nave; pero a medida que pasaba el tiempo, Jerry se iba sintiendo cada vez más compenetrado con el aparato. Su mente se adaptó al crujido de las vigas, a la oscilación de la cubierta, y a la extraña armonía que une al cuerpo con el metal bien construido. El esquema de los controles se le grabó en forma indeleble en el cerebro, descubrió varios procedimientos para simplificar su trabajo y medios de combinar las operaciones de control con el mínimo esfuerzo y tiempo, hasta que se transformó en una máquina que formaba parte integral de los mecanismos que manejaba.
Cuando trajeron la comida tuvo una palabra amable para el cocinero y en cuanta hubo una pausa en la transmisión de coordenadas empezó a tragar a grandes bocados. El movimiento de la nave lo hacía bailar por toda la habitación. El cocinero hizo una mueca al observarlo y restalló los dedos alegremente. ¡Llegar a Venus con los controles rotos! ¡Una locura!
Ignatz aguardaba lleno de dudas y aprensiones, pero parecía que no iba a pasar nada más. Trompeteó alegremente una sola vez... y un ruido como de ladrillos que se desplomasen con estruendo le respondió desde los tubos de ventilación. Las hélices del ventilador siguieron girando lentamente pero la corriente de aire fresco se interrumpió.
Jerry gritó por teléfono
—¿Qué pasa?
—Una obstrucción de polvo en la cámara de filtro de ventilación, señor. Creo que necesitaremos cierto tiempo para arreglarlo.
Se necesitó mucho tiempo. Mientras pasaban las horas el calor empezó a filtrarse desde las máquinas, sin poder ser eliminado. La transpiración normal en un ser humano se transformó en pequeños ríos de sudor que trataban de introducirse en los ojos de Jerry y que humedecían sus manos hasta hacerlas resbalar sobre cualquier objeto que tocase. El hielo y el agua fría que le traían a cada instante, le ayudaron a aguantar la situación, pero no aliviaban la temperatura. Los hombres de la tripulación ya estaban arreglando los conductos, pero aquello prometía ser un trabajo muy largo. Ignatz se había deslizado sin ser visto por nadie por el laberinto de los tubos de ventilación tratando de encontrar la obstrucción y después de casi perderse entre ellos volvió sin lograr su propósito.
Cuando hubieron pasado 24 horas, Jerry se tambaleaba ya sobre sus pies, maldiciendo en voz baja del calor. Había colocado cubos de hielo por todas partes y ni aún así se podía enfriar el aire. Los ventiladores trabajaban de nuevo, produciendo una constante corriente de aire, pero caliente. El Amo usaba planchas de ruberoid bajo los zapatos y gruesos mitones espaciales en las manos, pero a pesar de ello apenas podía aguantar el calor que irradiaban el suelo y las palancas de control. Unos pocos grados más que subiera el termómetro y sería el fin para todos.
De repente, la temperatura que había estado subiendo constantemente, se detuvo. El calor que se producía y el aire extraído se compensaron mutuamente y Jerry se acumuló a un ritmo regular de soportar el calor y de colocarse bloques de hielo. Aún el aire que respiraba era filtrado a través de una máscara de hielo.
Sonó el teléfono con insistencia y pudo escuchar la voz del Viejo.
—Uno de los refrigeradores se ha recalentado y ha fundido un cojinete. Tendrá que limitarse a la mitad de la ración de hielo.
—Muy bien. — El Amo, pensativo, miró a Ignatz, luego lo agarró y lo dejó caer sobre sus hombros. —No hay bastante hielo, muchacho, ya sé que te gusta el calor, pero tendrás que refrigerarme. A ver cómo te portas.
Ignatz hizo lo mejor que supo. Tenía el sistema regulador de calor más perfecto de todos los nuevos planetas y lo puso en acción, extrayendo el calor del sudoroso cuerpo de Jerry y disipándolo en el aire. Jerry nunca pudo comprender la forma en que lo hacía. Lo único que sabía era que Ignatz podía absorber el calor e irradiarlo con gran eficiencia; en aquellos momentos el zloaht lo absorbía por el abdomen y lo expelía por la espalda.
—Amigo, los dos juntos formamos una excelente pareja.
Jerry suspiró aliviado.
—¡Ah, magnífico, muchacho! Me resultas mucho mejor que el hielo — cerró los ojos y se recostó contra las barras del control. Ignatz lo pinchó con la aguda punta de su cola haciéndolo regresar al trabajo.
—A pesar de todo me vas a hacer ganar en este lío, amigo — murmuró. La barba postiza se le estaba ya despegando por el calor, de modo que Jerry la arrancó del todo junto con la cicatriz. El pigmento castaño ya había desaparecido horas antes.
Pero ahora las cosas se estaban poniendo mejor. El carguero se había ubicado ya dentro del canal de su órbita, estaba perfectamente equilibrado y era poca la atención que necesitaba hasta que llegase a Venus.
Jerry se dejaba caer en una silla que tenía a mano en cuanto había un instante de tranquilidad; mientras Ignatz prestaba atención al zumbido del teléfono y observaba gravemente los indicadores de alimentación. Así descansó 20 minutos en una ocasión, 30 en otra, hasta una hora en determinado momento, El agotado sistema nervioso de Jerry se aferraba ávidamente a cada minuto de descanso, absorbiendo alivio y nuevas fuerzas como una esponja seca. ¡Si aunque fuese sólo por un instante, se detuviera aquel calor obsesionante y agotador!
Y entonces, milagrosamente, un soplo de aire frío salió de los difusores de ventilación y Jerry ahuyentó su sopor.
—¡Lo han conseguido, Ignatz, está arreglado! — se estremeció con agrado bajo la corriente de aire, retirándose luego un poco, a pesar del ansia que sentía su cuerpo, por miedo a un descenso brusco de temperatura.
—Ya puedes olvidarte del calor, muchacho, ahora limítate a despertarme cuando sea necesario.
La temperatura descendía suavemente un grado cada cinco minutos, y la vida parecía volver a fluir en el cuerpo de Jerry. Ignatz relinchó suavemente y relajó su organismo. El doble control de la temperatura había sido un gran esfuerzo nervioso que requirió una gran concentración mental; estaba contento de volver a su estado normal
Pasaron así las tres cuartas partes del viaje, faltando solamente quince horas que sin duda serían las más duras de todas.
Jerry hablaba para sus adentros, dando órdenes a sus músculos, como podía haberlo hecho a un grupo de obreros, tratando de olvidar el sordo calor que sentía en todos sus miembros y la sensación penosa como si un globo se hinchase en el interior de su cabeza.
Otras cinco horas más y ya estarían cayendo dentro de la zona de gravedad de Venus, donde cada tubo tendría que ser controlado con exactitud hasta que las naves remolque pudieran ayudarle en el descenso.
El viejo Barclay apareció aquella vez en lugar del cocinero, un Barclay serio, preocupado, pero con una sonrisa en los labios... hasta que vio a Ignatz y la cara normal de Jerry. Entonces apareció en sus ojos una mirada dura. Silbó suavemente.
—Tenía la sospecha de que era cierto — dijo suavemente. Pero su voz era monótona y los músculos de su cara estaban flácidos.
—Siempre has sido un tonto, Jerry, aunque eres el mejor piloto de cuantos han manejado una espacio-nave. Esto y nuestra maldita mala suerte me lo tendrían que haber indicado. ¿Qué pasa?... ¿Anne?
Jerry asintió, acariciando a Ignatz cuando éste se escondía de la mirada del Viejo.
—Anne — repitió. Se abalanzó sobre los mandos de control cuando de repente el navegante empezó a transmitir nuevos datos, y luego dio media vuelta y se enfrentó al otro hombre tranquilamente.
—¿Y bien?
—Está claro. — La cara del Viejo no movió un solo músculo. —Lo que aún no puedo entender es como tu mala suerte puede alcanzar a una nave que se halla a treinta millones de kilómetros de aquí. Pero no te preocupes, te lo contaré más tarde... quizás.
Jerry se derrumbó cansado en una silla y el otro se acercó con un trago. Al notar el temblor de sus manos al tomar el vaso, el Viejo se suavizó.
—Demasiado trabajo para un solo hombre, hijo. Yo siempre he tenido un buen conocimiento de la disposición de los controles. Quizás pueda reemplazarte por un rato.
—Quizás. Ahora no es más que una cuestión de rutina, señor Barclay. Lo único que hay que tocar son los controles de alimentación y los de los giroplanos que están en aquel panel. — El Amo los fue señalando mientras el Viejo asentía. —Tendré que hacerme cargo del control dentro de cuatro o cinco horas ¿Está seguro de que puede mantener el rumbo hasta entonces?
—Por ese tiempo sí. — El Viejo extendió una manta sobre el joven y luego se dirigió hacia los paneles. —¿Nunca te resultó curiosa mi presencia en esta nave?
—No tuve tiempo de pensarlo — respondió Jerry.
Barclay se agachó para pasar por debajo de una viga, con la mirada fija en los controles.
—Yo no hago nunca nada sin un propósito definido, Jerry. Venus necesita rádium. Lo necesita con gran urgencia. Ofrecen precio doble por un cargamento que vales tres millones al precio terrestre, entregado en Hellas. Pero lo necesitan cuanto antes, de manera que tiene que ser enviado en una sola remesa. Pero de este modo no te aseguran, resulta un riesgo demasiado grande para las Compañías. Y ninguna empresa privada lo embarcará sin un seguro adecuado.
—¿Entonces?
—Entonces compré el rádium en el mercado normal, lo escondí entre la carga de chocolate, ya que nunca hubo motines en la tripulación, pero podría haberlos esta vez, y vine en la nave para vigilar el cargamento. Si llega a Venus duplicaré mi fortuna, si no no voy a estar allí para lamentar la pérdida.
Se detuvo y luego prosiguió con la misma voz monótona.
—Por eso podría haberte matado tranquilamente por traer ese bicho en este viaje. Pero no lo haré. Tengo razones para llegar rápidamente a Venus y la tercera parte de mis ganancias es tuya si consigues que lleguemos allí. Un millón de dólares en dinero contante y sonante, en el Banco que tú indiques.
Ignatz trompeteó suavemente y Jerry parpadeó. Luego trató de desviar la conversación.
—Usted habló de que mi suerte hiere a otra nave y además de que tiene razones para llegar rápidamente a Hellas. ¿Anne?
El Viejo repitió la pregunta de Jerry.
—Anne. Lo he visto desde la torre de comunicaciones. El Burgundy rompió uno de los tubos de dirección y tuvo que hacer un aterrizaje forzado. Pudimos captar el comienzo de un S.O.S., pero luego se desvaneció... debe haberse roto el equino transmisor al chocar con el suelo.
—¿Dónde?
—Latitud Sur 78° 43 minutos, 28 segundos, longitud Oeste 24° 18 minutos, 27 segundos. El S.O.S. empezó mencionando algo así como las Montañas Gemelas. ¿Las conoces?
—Son los Senos de Minerva. En el centro de la región de Despondency. Yo acampé una vez cerca del seno Norte. Es el peor lugar de Venus, aunque no tan caluroso que no se pueda sobrevivir.
—Exactamente. Hemos transmitido a Hellas, pero en esa jungla les va a costar semanas encontrarlos. De manera que tengo un millón para ti y mi casa de New Hampshire, donde tu maldita mala suerte no va a perjudicar a nadie excepto a ti... ¡pero Anne, no, definitivamente no te la daré!
Pero Jerry ya estaba perdido para el mundo, sumido en un profundo sueño, e Ignatz, acurrucado en su regazo, se disponía a dormir, mientras pudiera, ahora que todo estaba decidido.
Estaban a sólo ocho horas de Hellas cuando Ignatz se movió y abrió los ojos. El Viejo estaba trabajando frenéticamente; una profunda arruga le cruzaba la frente, pero permanecía aferrado a los controles. De nuevo el zloaht aguijoneó a su amo para despertarlo, y Jerry se levantó con la mirada un poco más despejada que antes. Tomó una cápsula de estricnina y cafeína para mantenerse despierto y golpeó en el hombro de Barclay.
—Hace tiempo que debió haberme despertado, señor. Ahora puedo reemplazarle, fresco como una lechuga. — Esto no era verdad, y el otro lo sabía —. Ha hecho un trabajo estupendo, pero yo conozco mejor los controles.
El Viejo sonrió débilmente, les echó una rápida mirada y hasta palmeó a Ignatz, pero abandonó el trabajo con un suspiro de alivio.
—No hubiera podido mantenerme en este puesto durante mucho más tiempo — admitió —. Ya no podía dominar a los controles. En el futuro, tendremos que ampliar el plan de estudio de los pilotos.
—No esperaba ninguna recompensa. Usted lo sabe bien. — Jerry pesó con cuidado sus palabras —. ¡Pero no crea que acepto lo que ha dicho de Anne!
—¿Así que me has oído? Mira, hijo, no tengo nada contra ti, personalmente... siempre me has gustado. Pero a menos que te libres de ese animal y de su «mal de ojo»...
La espalda de Ignatz se endureció.
—Ignatz se quedará conmigo.
—Lo suponía. En este caso no te quiero cerca de mí. Nada personal, ya lo sabes, pero no quiero correr riesgos.
—Por supuesto que no hay nada personal en ello, señor. — La puerta se cerró suavemente cuando el Viejo salió y Jerry rió entre dientes. Pero un instante hubo un relampagueo en sus ojos antes de que el dolor de sus músculos lo cortasen.
—Imagínate al Viejo siendo capaz de dirigir la nave de este modo. ¿Hará un buen suegro, eh?
Todavía no habían aterrizado, pensó el zloaht, y Anne tendría que decir algo sobre aquel asunto. Había profundas dudas en su gruñido, que Jerry supo interpretar perfectamente. Pero el Amo estaba muy ocupado con sus propios pensamientos para preocuparse con los de Ignatz.
Ahora que las garras de la gravedad de Venus se apoderaban de ellos con mayor fuerza, se hacía sentir la falta de la eficiencia completa de los estabilizadores automáticos. En la forma parecida a un cigarro de la nave, el centro de gravedad estaba ubicado cerca de los cohetes, y el Viejo carguero parecía pensar, a juzgar por sus movimientos, que sería mucho más agradable dejarse caer y que la gravedad hiciera el resto. Al principio esa intención de la nave fue más bien débil, pero el aparato iba haciéndose más pesado con cada kilómetro que avanzaba, inclinándose y zigzagueando hacia el planeta como una chica que coquetea con su primer novio.
—Despacio, amigo — rogó Jerry —, debemos colocarnos en línea con la órbita de Venus y pasar por encima de ella.
El joven piloto llevó la nave suavemente hacia la línea tangencial a su órbita, la fijó en su nuevo rumbo y realizó mentalmente las complicadas operaciones matemáticas que eran necesarias, cuando le enviaron el trazado de la nueva órbita con las correcciones. Los oficiales de navegación se relevaban ahora cada media hora con la supervisión constante del Capitán, y seguirían en esta forma hasta que la nave llegase a su destino. En esos momentos las observaciones tenían que ser rápidas y absolutamente exactas.
La espacionave bajó suavemente, describiendo un arco hacia el Polo Sur, guiada únicamente por Jerry que se mantenía en pie gracias a sus nervios y a los estimulantes. A mil quinientos kilómetros de altura, la velocidad del cohete era de doce kilómetros por segundo y el promedio de caída de cuatro y medio. A setecientos kilómetros de altura, la velocidad frontal era igual a la de caída y ésta descendió hasta la del aterrizaje normal. Entonces llegaron a la altura del colchón de aire, donde éste era lo suficientemente denso para que las aletas de la nave pudieran encontrar algo adonde agarrarse y los estabilizadores volvieron a hacer sentir su ronroneo. De ahí en adelante, se deslizarían hasta Hellas, hasta que pudieran ser sostenidos por los remolques.
—¡Tu maldita suerte! —gritó el Viejo con un gesto crispado —. Acabamos de recibir un mensaje. Dice que los remolques de Hellas están parados por la huelga. Tendrás que guiar hasta el campo de Perdition en Venus Norte. ¿Podrás mantener la altura?
—Tengo que hacerlo. Navegante, déme las coordenadas para la altitud 68°, 43 minutos, 28 segundos Sur, longitud 24°, 18 minutos, 27 segundos Oeste.
—Pero Perdition está... — la voz del navegante fue interrumpida por un estallido de ira de Barclay,
Jerry gritó con voz cansada:
—¡Cállese! ¡No vamos ni a Perdition ni a Hellas! Navegante, obedezca mis órdenes. Déme los datos y efectúe la corrección. Si se asustan y se ponen nerviosos, nunca sabrán lo sucedido.
—Pero los remolques están en Perdition.
—¡Al diablo con los remolques! Voy a aterrizar sobre la cola. — Después de estas palabras se oyó a varias personas que se atragantaban al otro lado del hilo telefónico e Ignatz pudo percibir el entrechocar de los dientes del navegante. El Viejo gritaba algo sobre locuras, pero contuvo su ira y hubo una sorda consulta, demasiado baja para que pudieran oírla. Luego Barclay subió el tono de su voz.
—Están todos en las manos de un loco, pero nuestra única posibilidad de vivir es darle los datos de la situación. Nos mataríamos todos antes de poderlo sacar de ahí. ¡Sigan bajo las órdenes de Lord! — y luego habló directamente en el tubo —: Jerry, si sobrevivo a esto, te voy a partir en dos como una rama seca. Ni tan siquiera uno de cada tres aterrizajes sobre la cola salen bien, contando con los controles intactos. ¡Razona un poco! ¡Mal podemos ayudarla si morimos!
El navegante más joven tomó luego el teléfono, sus nervios estaban rígidos por la desesperación y la voz le salía frágil y desentonada. Lentamente, la nave se fue asentando, abriéndose camino a través del denso aire. Al fin, el navegante comunicó que estaban sobre destino y Jerry elevó la nave con exquisita precaución. Protestó ésta por el tratamiento tan poco ortodoxo y respondió como de mala gana a las órdenes de los controles.
—¡Dos mil quinientos kilómetros sobre destino! Tiempo tranquilo, no hay viento... ¡Gracias a Dios! Dos mil. ¡Tiene que desacelerar, señor!
Ignatz rezó con fervor a los bosques y a los dioses de sus pantanos natales, pero aparentemente se encontraban muy lejos de allí. Y la tierra se acercaba vertiginosamente mientras la nave se balanceaba de uno y otro lado. Jerry bailaba lo que parecía una danza guerrera delante de las palancas de los cohetes. Sus ojos estaban vidriosos, las manos se aferraban a los controles con un gesto de desesperación, pero fue dirigiendo la nave, metro tras metro, mientras la vertiginosa velocidad iba disminuyendo.
—Ciento cincuenta y seis del nivel del suelo. Ahora los escapes no nos dejan ver. Los instrumentos indican trescientos... doscientos... ¡más despacio!
La nave desaceleraba, inclinándose perceptiblemente. Jerry cortó la alimentación para caer libremente y el aparato se enderezó. Los cohetes comenzaron a funcionar de nuevo.
—Quince metros. ¡Dios nos ayude!
A pesar de su brevedad, la interrupción de la propulsión había sido demasiado larga. Ya funcionaba de nuevo con toda su potencia, pero la nave caía con demasiada rapidez; ¡pero no!, comenzaba a aminorar; pero al hacerlo se inclinó nuevamente. Ignatz gruñó, ¡era Jerry quien la había hecho inclinarse con el propósito deliberado de que hiciese un aterrizaje horizontal a quince metros de altura! La nave no tenía suficiente poder en los chorros laterales para mantenerse. La velocidad se elevó mientras se balanceaba sobre su eje; luego, cuando se enderezó, volvió a aminorar. Jerry cortó los controles; trató de asirse a una palanca y falló. Ignatz aflojó los músculos.
Se oyó un fortísimo chasquido acompañado por gritos. La nave rebotó levemente antes de asentarse. Y luego siguió un largo silencio. Habían aterrizado. Jerry se levantó del suelo y tanteó con cuidado la integridad de Ignatz.
—Eres bastante fuerte, amigo, no tienes ni un rasguño. Si yo no hubiese estado ablandado por el cansancio, esta caída de tres metros me hubiera sacudido bastante. Pero los demás deben estar perfectamente. Esta sección recibió el golpe más fuerte.
Medio minuto después la nave estaba llena de gruñidos y gritos. El Amo levantó a Ignatz.
—Vamos, muchacho, debemos bajar y prepararnos para la expedición.
La bodega de popa estaba repleta de todos los elementos necesarios para la comodidad y seguridad de los cazadores de esponjas. Jerry llenó allí una mochila con las vituallas necesarias para un viaje de tres meses, tanto que casi no era capaz de levantarla. La preparó perfectamente, palpándola luego para asegurarse de que no se había olvidado el frasco de las píldoras contra las fiebres y descolgó tres pares de raquetas para barro, especie de híbrido entre esquíes y canoas, fabricadas con berilio ligero y diseñadas para soportar el peso de un hombre sobre barro semilíquido o agua y facilitarle el deslizamiento sobre el fango, sin hundirse.
—Ese tonto de Durnall es capaz de haberse largado a través del barro — le dijo a Ignatz —. Ese tipo nunca tuvo cerebro, así que mejor será llevar tres pares. — Jerry se dirigió hacia la salida de emergencia, abrió la compuerta interior y luego la cerró. La exterior fue cediendo lentamente y se abrió... ¡en la llanura lisa y arenosa del aeropuerto de Hellas!
El viejo carguero había descendido exactamente en el centro del campo de cohetes y alrededor de él hormigueaba una multitud de personas que habían tenido noticias del aterrizaje o lo habían podido ver. Los mecánicos trabajaban en la escotilla principal que parecía haberse atascado de nuevo.
Súbitamente, unas pesadas manazas alcanzaron a Jerry y lo arrastraron hacia afuera.
—Por aquí, amigo. — Tres empleados del espacio-puerto lo tenían agarrado, sonriendo nuevamente mientras lo cacheaban buscando algún arma escondida. Luego, el que parecía el jefe hizo un movimiento ordenando que lo trasladaran a un helicóptero que les aguardaba preparado para el vuelo.
—Un tipo listo, ¿eh?— Miró a Jerry con una expresión calculadora —. Tiene que comer mucha sopa para agarrar al viejo Barclay. Recibimos un radiograma avisándonos que usted iba a salir de esto, así que ya estábamos esperándole. Le preparamos una buena recepción.
Jerry dejó de echarles maldiciones y les hizo una pregunta obvia.
—¿Adónde me llevan?— Nuevamente sonrieron burlones, sosteniéndolo con fuerza mientras lo sentaban en el helicóptero. A una orden del jefe, el piloto puso en marcha el motor y se elevaron dirigiéndose hacia las afueras de Hellas... pero en dirección contraria a la cárcel.
—No se preocupe; usted y su mascota van a estar instalados con mucho confort — le dijo el jefe amigablemente —. El Viejo le envía a uno de los departamentos privados de Herndon, nuestro Jefe de División. Dice que usted va a tener un lindo descanso, sin que nadie lo moleste... ni lo busque.
No tenía sentido interrogar a aquellos tres hombres, quienes probablemente sabían aún menos que Jerry. El joven piloto se encogió de hombros en silencio e Ignatz se enroscó esperando algún accidente del helicóptero. Pero aún la mala suerte les negó en aquella ocasión su ayuda. Aterrizaron en el techo de uno de los edificios de departamentos de la compañía, Los hombres arrastraron a Jerry a través de la entrada y lo llevaron por un vestíbulo hasta una serie de habitaciones perfectamente instaladas.
—Póngase cómodo — le invitó generosamente el hombre —. Probablemente Herndon no va a aparecer, así que usted es el dueño aquí. Las paredes y las puertas son de acero, las ventanas de transplonite y las cerraduras seguras. — Levantó el aparato televisor y se lo llevó consigo —. ¿Desea algo más?
El Amo se encogió de hombros, calculando sus posibilidades de huída. Pero los otros eran jóvenes, fuertes y estaban alerta. Abandonó toda tentativa en aquel mismo momento.
—Podrían mandarme una mina de diamantes y una docena de coristas.
—Esa es la especialidad de Herndon: coristas. Háblele a él al respecto — los otros sonrieron y empezaron a retirarse sin dejar de darle frente—. El Viejo aparecerá por aquí mañana, probablemente.
La puerta se cerró y la llave hizo un ruido definitivo en la cerradura.
Jerry se dirigió disgustado hacia el dormitorio.
—A veces, Ignatz— murmuró —, me parece que... —se detuvo cuando vio la expresión del zloaht— Olvídalo, amigo. Voy a encender el horno de modo que puedas dormir allí esta noche. Los dos necesitamos cerrar los ojos.
Ignatz se despertó cuando el sol ya atravesaba las ventanas de transplonite. Sus investigaciones le demostraron que el Amo dormía y no tenía ningún deseo de despertarlo.
Mascullando algo con un tono disgustado contra el mundo en general, se dirigió hacia la biblioteca en busca de información sobre esa enfermedad tan particular que parecía afectar a los humanos.
El diccionario definía el amor, y la enciclopedia llevaba un excelente resumen de sus aspectos médicos y fisiológicos. Pero ninguna de las graves y lógicas disquisiciones del libro tenía relación con las idioteces con las que Ignatz asociaba ese sentimiento.
Otros volúmenes ostentaban títulos llamativos que auguraban alguna explicación. Seleccionó tres al azar y se sumergió entre sus páginas trompeteando y gruñendo fuertemente. Lo que iba encontrando sólo ayudaba a confirmar sus ideas preconcebidas al respecto, pero sin aclararlas. Comparado con los ejemplos de los libros, Jerry era un sujeto completamente racional.
Sin embargo, los libros tenían su uso. Ignatz olfateó profundamente y encontró la cola con la que habitualmente se pegan las páginas; como el diccionario y la enciclopedia tenían cierta utilidad hizo un esfuerzo y los dejó a un lado. Luego, bajó media docena de libros cuyos títulos indicaban que se referían al mismo tema y comenzó a arrancarles las tapas minuciosamente.
Tenían una cola excelente, bien condimentada y fuerte; por supuesto, que el papel estaba pegado a ella, pero no había mayor dificultad en sacarlo.
Luego, tiró por el incinerador lo que quedaba.
Con su estómago lleno y el cuerpo descansado, sólo le quedaba dedicarse a explorar. Aquellas habitaciones humanas eran a veces muy interesantes. Primero probó un poco de vaselina, luego puso en marcha un aparatito eléctrico y por último decidió satisfacer su curiosidad sobre un asunto que desde hacía mucho tiempo le tenía intrigado.
Una mezcla de doloridos berridos de Ignatz, ruidos variados, y tañidos de campanas despertó a Jerry Lord. Ahuyentó el sueño de sus ojos frotándolos con sus manos, ya firmes y seguras, y al mirar hacia abajo hizo una súbita mueca.
—Te dije que dejaras esos relojes de cuerda, tranquilos, amigo. Suponte que realmente hacen tic-tac en lugar de zumbar como eléctricos. ¿Es imprescindible que averigües por qué?
Ignatz había encontrado la causa... y con todos los detalles. Jerry desenredó la cola del zloaht de la cuerda principal y de varios engranajes de metal y libró su obscuro cuerpo de la cuerda del timbre. Una vez terminadas estas operaciones, ambos recorrieron el departamento hasta que se convencieron de que era imposible escapar de él.
Jerry encendió el estereovisor mientras desayunaba, pero no pudo oír ninguna noticia. Sólo se transmitían los programas matinales y música.
Para matar el tiempo sacó un libro sobre motores a cohete y se puso a leerlo mientras Ignatz obtenía un éxito completo al lograr hacer correr el agua corriente del baño y meterse en la bañera llena. Si el Viejo pensaba hacer las cosas a su manera, seguramente aparecería por allí cuando lo creyera conveniente.
Barclay hizo correr la cerradura al mediodía y entró dejando una pareja de guardias fuera.
—Eres un tonto — le saludó.
Jerry hizo una mueca lastimosa.
—Un buen truco ése de los datos falsos. Pensé que estábamos aterrizando en los Senos de Minerva. Pero por lo menos no le destrocé su maldito carguero.
—No se rompió ni siquiera la radio. Fue lo mejor que he visto en aterrizaje de cola. Y esto que yo mismo hice dos — rió entre dientes cuando el Amo lo miró sorprendido —. Sí, señor, yo pilotaba naves en los tiempos en que no era todo auténtico. Pero nunca probé el aterrizaje horizontal, a pesar de haber oído hablar de él.
Sacó un sobre del bolsillo.
—Aquí está. Yo siempre cumplo mi palabra. Un giro contra la Comercial Exploradora de un millón de dólares y la escritura de mi casa de New Hampshire, por si vuelves allí... y por cierto no será en una de mis naves. Puedes ahorrarte las gracias.
Jerry tomó el sobre con gesto tranquilo.
—No tenía intención de dárselas. Me lo he ganado — guardó el sobre en la mochila que había traído consigo —. ¿Qué noticias hay de Anne?¿Y cuándo salgo de aquí?
—Yo lo he arreglado todo para que lo hagas hoy — al ver la cara de Jerry sacudió la cabeza —. No a la cárcel exactamente, sino a una casa de retención que usan aquí desde la última vez que estuviste en Venus. La utilizan para borrachos y morfinómanos. Te he hecho registrar como polizón para que te deporten; yo mismo me haré cargo del costo del viaje. Desde anoche no te quiero ver en la casa de ninguno de mis empleados. Les traes mala suerte.
—¿Qué pasó?
—Herndon se casó y me dejó colgado anoche... justo cuando más lo necesito.
—Pero eso es una cosa de mala suerte para usted y no para él — señaló Jerry —, aunque supongo que usted lo despidió.
—Es que me dejó para llevar una vida alegre — el Viejo sonrió torcidamente —, la mala suerte fue para él, pues se casó con la mujer que baila con una anguila arenera marciana en el casino.
Jerry asintió; había visto el espectáculo y no tenía ninguna respuesta que ofrecer. Giró entonces la conversación hacia Anne.
—Usted ya sabe que si me deja salir de aquí, puedo localizar el Burgundy en un par de horas. Por algo pasé dos meses en Despondency, y ya sabe que allí Ignatz me traerá buena suerte.
Barclay se encogió de hombros.
—Buena suerte para ti; y esto es lo que temo. Lo que pasa es que ya hemos encontrado el Burgundy sin tu ayuda. Ahora estamos enviando patrullas provistas de raquetas para barro para hallar a Anne y a Peter. El Capitán tenía que obedecer a Anne y los dejó marchar.
Su cara se contrajo por un instante.
—Creí que Durnall iba a razonar un poco y que no la iba a dejar ir por los pantanos donde ni siquiera la brújula funciona.
—Tenía el presentimiento de que iba a suceder eso. Usted cometió un error, señor, al hacerme aterrizar en Hellas, en lugar de hacerlo en Minerva.
Barclay gruñó y no contestó nada. Todos sabían que habían tantas posibilidades de encontrarlos en los pantanos como a la aguja del proverbio.
—Si estuviera seguro de que la ibas a encontrar, sería lo bastante loco como para dejarte marchar. Más vale que lleves tu equipaje. Estos hombres te van a acompañar a la casa de recepción.
La sala que le habían destinado era bastante confortable y Barclay la había provisto de manera que todas las comodidades de Jerry fueran satisfechas. Pero se encontraba muy lejos de Anne.
Caminó incansablemente por la habitación hasta que Slim, el guarda, trajo su comida. Aunque ya había fracasado antes, al intentar sobornarlo, probó de nuevo.
El guarda hizo una mueca.
—Aquí tiene su comida. Cómala tal como está. Desde que usted vino aquí todos los alimentos se echaron a perder. Además su cheque no sirve de nada. La Comercial Exploradora cerró las puertas y ha suspendido los pagos hasta que llegue un nuevo cargamento de oro de la tierra.
Ignatz gruñó, pero Jerry no se dio por vencido.
—El cheque tendrá valor cuando el Banco abra de nuevo.
—Si está su dinero adentro, esto no va a suceder — contestó Slim alzando los hombros.
—¿Pero usted no creerá en esta superstición, no es cierto?— La voz de Jerry no era muy convincente.
—¿Qué? Mire, justamente cuando usted llegó aquí, mi mujer tuvo trillizos. ¡Y yo soy un hombre pobre! No quiero tener nada que ver con usted ni con lo suyo! — empujó la comida y giró sobre sus talones.
Jerry echó unas cuantas maldiciones, pero luego llamó al carcelero.
—¡Oiga! ¿Puede entregarle un mensaje al señor Barclay? Dígale que sé cómo encontrar a su hija. ¡Comuníquele que quiero verle mañana por la mañana!
Slim asintió sombríamente. Jerry se volvió hacia la comida sin contestar a los berridos interrogantes de Ignatz. El zloaht observó cómo Jerry terminó su ración y luego se puso a pasear por la habitación fumando uno de los fuertes cigarrillos venusianos. Levantó una colilla y la observó curiosamente, trompeteando en tono admirado.
—Son los nervios, amigo — contestó Jerry —, se supone que eso nos calma cuando algo anda mal... igual que la pipa que dejé en la tierra. ¿Quieres probar uno?— lo colocó entre los afilados labios de Ignatz y lo encendió —. Ahora lo chupas, metes el humo en los pulmones y luego lo exhalas. Sí, así está bien...
Ignatz tosió expeliendo el humo y rugiendo roncamente, maldiciendo a su Amo. Sin embargo, una extraña sensación lo agitó en algún lugar de su cuerpo y se detuvo a observar el cigarrillo, pensativo. A veces una cosa es mejor después de probarla varias veces. Lo alzó nuevamente con sus antenas, esta vez con cautela, y trató de fumar de nuevo con un poco más de éxito. No le resultó tan desagradable esta vez. Y en la tercera tentativa todo anduvo perfectamente.
—Será mejor que no abuses de ello, amigo — le aconsejó Jerry —; no sé como puede afectar el tabaco tu metabolismo. El alcohol no te hace nada, pero esto te puede causar algún daño.
Ignatz lo oyó vagamente, pero no se preocupó de lo que decía. Sentía un delicioso calor deslizarse por sus nervios hasta la punta de la cola. Había sido realmente un tonto al pensar que la vida era dura... es en realidad una maravilla... eso es. Y mientras la habitación se quedaba quieta era muy hermosa. En este momento estaba girando locamente y él perseguía las paredes en su agitada rotación; pero pronto se dio por vencido... iban demasiado veloces para poder alcanzarlas.
Jerry se rió por algún motivo que Ignatz no pudo descubrir.
—Ignatz, te estás portando como un borracho. Y ese cigarrillo te va a quemar si no lo escupes.
—¡Hwooonk! — dijo Ignatz. Todavía le quedaba algo de aquel agradable calor. Tomó laboriosamente aquella cosa ardiente y la arrojó lejos de sí —. ¡Hwulp! — ¿Y ahora?¿Por qué su cola insistía tanto en hacerle saltar de esta manera?¡Hwulp! Si insistía tanto, no iba a ser él quien la detuviera. Observó la luna que había salido misteriosamente desde la tierra y que ahora navegaba por el techo de la habitación. ¡Una noche tan hermosa! Hay que cantar algo sobre la noche. Una canción lo más hermosa posible.
Su voz de trompeta chirrió con un sonido trémulo, ascendió en un lamento in crescendo y fue perdiéndose en algo que sonaba como el arranque de un cohete-nave. Hermosa canción... ¡hermosísima! Jerry lo metió dentro de una almohada para ahogar sus gritos, pero sin éxito. ¿Y qué? ¿Qué importaba si los alojados en la casa de retención querían dormir? De cualquier manera ellos también estaban haciendo mucho ruido. ¿Quién deseaba dormir? Era una noche demasiado agradable para perderla durmiendo. Ejecutó una imitación bastante buena del zumbido de una sierra circular. Jerry se rindió y se metió en la cama a su lado, mascullando algo entre dientes. Ignatz lanzó varios reproches al Amo, dio media vuelta y comenzó a roncar fuertemente.
A la mañana siguiente, se despertó a tiempo para ver a un guardia como abría la puerta al Viejo y trató de meterse bajo la cama. Algo le atravesó la cabeza y cayó hacia atrás con un triste bramido. Tenía ahora una sensación muy distinta a la experimentada la noche anterior.
Jerry hizo una mueca dirigida a él.
—Te luciste. ¿Qué otra cosa esperabas?— se volvió hacia Barclay—. ¿Su guardia le entregó, entonces, mi mensaje?
—Sí — por lo que se podía apreciar en su cara, el Viejo había dormido muy poco aquella noche —. Si tu plan implica el que quedes en libertad, no me hables más del asunto.
—No. Ya me he convencido de que es inútil tratar de hacerle cambiar de idea — apartó con un golpe de su mano el paquete de cigarrillos al ver que Ignatz se abalanzaba hacia él —. Pero la marea semestral de barro debe empezar un día de estos y entonces Despondency va a convertirse en un infierno. Usted tiene que sacarla de allí.
El Viejo asintió. Había estado pensando lo mismo. Jerry prosiguió:
—Un hombre solo no puede localizar allí algo que sea más pequeño que una espacio-nave. Pero un zloaht, sí. Bueno, a diez kilómetros al Norte de los Senos de Minerva y allí la brújula marca el Sur en lugar del Sudeste, hay una ciudad de los congéneres de Ignatz construida en un pequeño lago. Han hecho un dique sobre el río Forlorn y construido sus casas sobre balsas, trabajando con sus antenas y casi sin materiales. Cultivan algunos alimentos en las riberas. Además, han conseguido fabricar un molino y lo utilizan de muchos modos. No son humanos, por supuesto, pero pronto nos van a alcanzar si no los exterminamos antes. Actualmente, están muy civilizados.
El Viejo resopló al observar a Ignatz que buscaba los restos del cigarrillo de la noche anterior.
—¡Civilizados! Me parece que se acercan más a los castores.
—Muy bien, piense como le parezca — Jerry estaba ya acostumbrado a la firme creencia humana en su descendencia divina... o quizá la palabra era ascendencia —. De cualquier modo han desarrollado una especie de alfabeto y tienen animales domésticos. Y lo que es más importante, les he enseñado algo de inglés y por chocolates y cacahuetes son capaces de hacer cualquier cosa.
Barclay comprendió la idea de Jerry.
—¿Quieres decir que debo ponerme en contacto con ellos y hacer que busquen a Anne? Parece algo descabellado, pero estoy dispuesto a probar hasta el último recurso.
Jerry comenzó a exponer su plan.
—Ellos no podrán hablarle a usted, pero cuando alguno de ellos venga a buscar el chocolate, querrá decir que la habrán encontrado, son muy honestos en sus negocios. Luego, todo lo que tendrá que hacer será seguirlos.
El Viejo tomó nota y se dirigió hacia la puerta.
—Te haré saber qué tal anduvo tu plan — prometió —. Si la encuentran, hasta me voy a arriesgar a embarcarte de vuelta a la Tierra.
Jerry murmuró algo y se volvió hacia Ignatz, quien estaba tirado en la cama, mugiendo sordamente, con su cuerpo de medio metro de largo hecho un manojo de nervios.
Pasaron tres días lentos y sombríos antes que Slim apareciera con otra nota.
—El señor Barclay le ha enviado esto — dijo bruscamente. Slim trataba de tener que ver lo menos posible con Jerry.
Este la abrió ansiosamente. El mensaje era breve y conciso.
«Tres helicópteros cayeron tratando de encontrar tu lago, hemos enviado patrullas de rescate y no pienso volver a hacerte caso ninguno de tus estúpidos planes.»
Pasó la nota a Ignatz, quien la leyó con mal humor, y luego encendió un cigarrillo con los esperanzados ojos del zloaht fijos en él. Pero al ver como ponía el paquete en el bolsillo, fuera de su alcance, mugió con disgusto y se retiró a un rincón con un silencio hosco.
La quietud de la habitación fue rota por una explosión que sacudió a la casa de retención como una hoja en el viento. El piso se agitó locamente y las ventanas de transplonite saltaron con un frágil chasquido. Luego, al desaparecer el ruido, Jerry se levantó del suelo de un salto, agarró a Ignatz y a la mochila y sin explicaciones inútiles se abalanzó hacia la ventana abierta.
Slim venía corriendo por el corredor.
—¡Ha estallado el equipo acondicionador de aire justo debajo nuestro! — gritó —. ¿Está usted bien, Lord?— Al verlos trepar por la ventana, sacó su pistola unitrónica, pero la bajó rápidamente —. No voy a intentar la suerte con este juguete; con usted por aquí me puede estallar en las manos. ¡Cuanto más lejos se vayan, más tranquilo voy a estar!
A veces hasta una mala reputación tiene su utilidad. Jerry se dejó caer desde tres metros de altura; divisó un helicóptero vacío en las cercanías, forzó una puerta del fondo del edificio y se dirigió hacia él. Se lanzó contra la portezuela, la atrancó por dentro, y arrancó el motor en el momento en que los guardias salían corriendo del edificio. Ignatz miró el indicador del depósito de combustible y se llevó una gran sorpresa al encontrarlo lleno.
Antes que las ametralladoras del techo pudieran ser enfiladas contra ellos, el helicóptero se elevó suavemente y empezó a ganar velocidad. Jerry describió un círculo y se dirigió hacia el Norte, con el pequeño aparato deslizándose velozmente por el espacio. Hellas quedó cinco, diez, luego veinte kilómetros atrás. Quince kilómetros más adelante se hallaba el maldito Hellonfire, más allá de Despondency.
—Déjame alcanzar solamente los pantanos, amigo — rogó Jerry —; no nos metas en alguna de esas dificultades —. Ignatz tenía sus antenas enrolladas en un nudo, tratando de hacer caso a Jerry y concentrándose en ello profundamente. Sólo les faltaban unos tres kilómetros para llegar a los pantanos, cuando el motor empezó a tartamudear, parándose y arrancando a intervalos irregulares. Jerry se dedicó con toda energía a los controles, pero la nave se fue deteniendo, volando a velocidad variable. Cuando el motor se paró por completo, se podían distinguir a través de las nieblas, las primeras líneas de la vegetación de Hellonfire. Los dientes de Jerry crujían al tratar de hacer planear el aparato hacia un claro. Pero la tierra se acercaba rápidamente a medida que se arrastraban hacia los pantanos.
Por el espesor de un cabello no chocaron contra la espesa muralla verde y al pasarla se encontraron sobre Hellonfire. En ese momento, el motor arrancó nuevamente, zumbó con suavidad y empujó con firmeza los rotores contra el aire, levantando el aparato fácilmente. A partir de este momento, y de acuerdo con la leyenda, la suerte tendría que empezar a sonreírles.
Y así fue. Se deslizaron a través de Hellonfire, pasaron sobre los restos del primer helicóptero enviado por el Viejo y prosiguieron su camino. La brújula comenzó a moverse y oscilar sin razón aparente y Jerry se vio forzado a dejarse guiar por el instinto de Ignatz. El zloaht apuntaba con su antena hacia la presunta ubicación de su aldea y el Amo seguía esa dirección con confianza.
Dejaron atrás Hellonfire y comenzaron a atravesar la selva de Despondency. Al mirar hacia abajo, Jerry movió la cabeza lentamente. Se podía distinguir ya el lento avance de la marea de barro que dos veces al año hacía casi imposible atravesar aquella región.
Si Anne se encontraba allí abajo, a menos que estuviera en un lugar elevado, quedaban pocas esperanzas de hallarla. Al pasar entre los Senos de Minerva, pudieron observar cómo desmontaban el campamento provisional que el Viejo había establecido como base para la búsqueda. Tenían que abandonarlo antes de que el barro subiera demasiado.
En ese momento Ignatz mugió y Jerry, al mirar hacia abajo, pudo ver el lago brillando entre la densa vegetación. Lo cubrían balsas flotantes, exactamente colocadas en filas, y que soportaban sobre ellas unas hábiles construcciones destinadas a viviendas. Zloahts semejantes a Ignatz se movían atareados en las cabañas y canales.
En las orillas del lago, guiaban sus zihis domesticados, de un tamaño veinte veces mayor que ellos mismos. En ocasiones, un trompeteo atravesaba el lago y era contestado desde la balsa más grande.
Jerry hizo descender los pontones del aparato y lo dejó bajar suavemente sobre el lago. Ignatz nadó desde el helicóptero hasta el edificio del jefe, llevando consigo un paquete de chocolate envuelto en tela impermeable. Volvió a los diez minutos, se izó gritando hasta el aparato, con un pequeño envoltorio en la boca.
El Amo lo cogió. En el tosco papiro pudo descifrar una pintura ejecutada de modo primitivo, de un hombre y una mujer, encima de una balsa, arrastrados por dos zihis. Debajo del dibujo había dos cuadros negros con otro blanco entre ellos y dentro del envoltorio encontró una barra de chocolate de una marca distinta a la del que Jerry les había enviado.
Jerry tomó de nuevo los controles del aparato.
—Así que se marchó de aquí hace un día y dos noches con Durnall. Cambiaron chocolate por dos zihis y una balsa. ¿Saben qué dirección tomaron?
Ignatz emitió unos sonidos roncos y señaló hacia el Sur y el Este abarcando una lenta corriente, afluente del Forlorn. Jerry hizo girar el helicóptero y se dirigió en esa dirección en busca de señales de su paso. El viaje con los zihis los debía de haber llevado a una velocidad de 30 kilómetros o más por día, lo que significaba que se hallaban a unos cien kilómetros de allí. Jerry disminuyó la velocidad del helicóptero a cincuenta kilómetros por hora al darse cuenta que la corriente se estrechaba. Si desaparecía antes de encontrarla sólo le quedaba una exploración de muchas horas casi sin esperanza. Había centenares de cursos de agua que podían haber tomado al dejar Littlehades.
Pero los vio antes de que la corriente terminara en sus pequeños tributarios. Se habían detenido, tratando probablemente de hallar el camino, y Jerry pudo observar cómo miró hacia arriba, al oír el motor, y cómo empezó a hacer señales con gestos frenéticos. Hizo descender el helicóptero rápidamente deteniéndolo a pocos metros de la balsa y abrió la portezuela en el momento en que ella guiaba a los zihis hacia el aparato; Durnall yacía en la balsa cubierto con una manta.
—¡Jerry Lord! — su voz sonaba aguda y cansada, los ojos enrojecidos y en apariencia no había dormido hacía muchas horas.
—¡Gracias a Dios! Peter cogió la fiebre... la fiebre roja de los pantanos... y no llevábamos medicinas en nuestras mochilas — tomó el frasco que Jerry le tendía e hizo tragar tres pastillas a Durnall —. ¡Ayúdeme a cargarlo a él y al equipo... y llévenos al hospital, pronto!
Jerry cogió a Durnall y lo depositó en la parte de atrás del helicóptero con toda la rapidez que pudo. Ignatz ya estaba dando órdenes a los zihis de volver a la aldea con la balsa, mientras Anne recogía su equipo y subía al aparato. Ella se acomodó al lado del hombre enfermo, cuyo rostro tenía el color rojo ladrillo característico de un caso avanzado de fiebre de los pantanos.
—Tu padre ha estado muy preocupado y yo también.
—¿Tú, también?— su voz sonaba muy lejana —. ¿Jerry, en cuánto tiempo podremos llegar al hospital?
El se encogió de hombros.
—Creo que en cosa de tres horas. — Ignatz observó la cara de su amo y gruñó en forma casi inaudible. Por supuesto, Anne se había encontrado varios días a solas con Durnall y los hombres enfermos tienen muchos recursos para captarse las simpatías de una mujer. El zloaht frotó suavemente sus antenas contra los tobillos del Amo.
—¿Cómo encontraste la aldea?— preguntó Jerry —. Hice todo lo que pude por ayudarte; pero tenía miedo de que te hubieras extraviado en la marea del barro.
Ella levantó la vista, pero prosiguió ocupada con atender a Durnall.
—Cuando nos fue posible salir del Burgundy, recordé tu relato de cómo estando extraviado, tú mismo pudiste encontrar la aldea. Seguimos la dirección que la brújula indicaba, según tú nos lo habías anticipado, y nos detuvimos allí hasta que descubrí que nos entendían. Entonces pude cambiarles algo de nuestros alimentos por los zihis y la balsa. Lo que me habías aconsejado hubiera sido lo suficiente para salir del paso, si a Peter no le hubiese cogido la fiebre. Yo tuve suerte y no me contagié.
Durnall gemía y se agitaba sin cesar y ella se dedicó nuevamente a prestarle atención. Jerry se inclinó sobre los controles y guió silenciosamente en dirección al Sur, hacia Hellas, observando cómo allí abajo Despondency se transformaba en Hellonfire. Luego, salieron de los pantanos y se volvió para avisar a Anne que ya casi habían llegado.
En aquel momento, su cabeza recibió una fuerte sacudida. El rotor del helicóptero que, hasta hacía un momento giraba suavemente sobre sus cabezas, empezó a vibrar ásperamente y a frenar el motor. Ignatz se agachó para evitar la mirada del Amo y gruñó. Una de las paletas del motor se había roto y las otras se habían desequilibrado, girando lentamente. El aparato perdía altura a gran velocidad. Jerry cortó el contacto al motor y falló al tratar de suavizar la caída. De un tirón accionó la palanca de los protectores contra choques y unos colchones de goma se extendieron detrás de él para atenuar a los pasajeros los efectos de una colisión frontal. Antes de que pudiera hacer lo mismo con el protector del piloto, la nariz del aparato se incrustó en el suelo.
Ignatz alcalizó a ver cómo el Amo se estrellaba contra los controles, y luego algo golpeó fuertemente en el cuerno de su hocico y empezó a ver unas brillantes lucecitas. Después le invadió una obscuridad completa.
El zloaht se encontró flotando en una bruma gris; fracasó al querer gruñir. Cuando abrió los ojos vio muchos metros de gasa envolviendo su hocico; Jerry se hallaba observándolo, instalado en una cama vecina.
—Ha sido una operación delicada, amigo. Me ha dicho el médico que tuvo que sacarte más de la mitad de tu cuerno porque algo se había estrellado contra él convirtiéndolo en astillas. Estuviste medio día más que yo en la inconsciencia y me han dicho que yo estuve desmayado durante cuarenta y ocho horas — se agitó en la cama y continuó —: todavía estoy entero, salvo un par de huesos rotos y un chichón en la cabeza.
Ignatz miró a su alrededor lentamente, dándose cuenta por su estado que le habían propinado drogas para hacerle dormir. Se hallaba en una pequeña habitación, instalado en una cama que era una réplica en miniatura de la ocupada por Jerry. Pero no se encontraba en un hospital.
Jerry hizo una mueca.
—Tenían miedo en la ciudad de que les trajeras mala suerte y tanto grité por ti que nos instalaron juntos en una casa que el Viejo tiene precisamente en Hellonfire. He estado esperando que te recobres para recibir visitas — levantó la voz —. ¡Eh, enfermera! Dígales que todo anda bien por aquí.
Junto con sus palabras, se abrió la puerta de golpe y entró el Viejo con paso ágil.
—Bueno, ya era hora. Estás igual que siempre.
—Sí, supongo que listo para volver a su maldita casa de retención.
El Viejo parecía muy satisfecho.
—Esta vez, no. Se me ocurrió otra idea mejor. ¿Tienes todavía la escritura de la casa de New Hampshire que te cedí? Bueno, me la vas a devolver y a cambio te daré otra, pero por la casa de los pantanos. Aquí tu mascota va a ser inofensiva y te aconsejo que inviertas tu millón en mi empresa.
—¿Así que no me manda de regreso a la Tierra, eh? Tiene miedo de que le haga estrellar la nave?
Barclay sacudió la cabeza.
—No me preocupa el aparato. Lo que no sé es lo qué hacer sin mi gerente de división aquí, y tú lo puedes ser... si es que quieres aceptar este empleo.
Jerry lo tomó con calma.
—¿Dónde está la trampa?
—En ningún lado. Tengas o no el «mal de ojo», sabes como se deben hacer las cosas y conoces bien las cohete-naves. Esto es todo lo que necesito, imprudente muchacho. Lo único que tienes que hacer es guardar a tu mascota y las cosas van a andar sobre carriles.
Luego, se levantó bruscamente.
—Tienes otra visita.
—No se olvide de lo que le dije de... — comenzó a gritar Jerry, pero en este instante se recortó la figura de ella en el dintel de la puerta.
—Hola, Jerry. ¿Otra vez se encuentran los dos en perfectas condiciones?
Ignatz gruñó mientras Jerry contestaba con voz entrecortada.
—¿Y Durnall?
—Se encuentra perfectamente. — Anne se sentó a su lado y le cogió una mano—. Ahora que ya está a salvo podemos olvidarle. Peter no es mal muchacho, pero a mí no me gustan los hombres que me meten en líos como el que pasamos, aunque yo tenga la mitad de la culpa.
Jerry tragó saliva lentamente mientras Ignatz maldecía sus vendajes. Aquel era un momento oportuno para deslizarse hacia los pantanos, donde Jerry no pudiera volver a cometer el error de llevárselo de nuevo consigo. Comprendía que el Amo iba a necesitar toda la suerte que pudiera allí donde los acontecimientos le estaban llevando. Pero los vendajes lo sujetaban fuertemente.
Anne arrimó la camita del zloaht hacia ella y acarició el lomo de Ignatz con dedos cálidos y suaves.
—Tendrás que vivir aquí, por supuesto, y trasladarte a la oficina en helicóptero, pero yo me haré cargo de Ignatz mientras tú estés fuera. Nos debe una gran cantidad de buena suerte y ya es hora de que empecemos a disfrutarla.
—Yo... — Jerry observó a Ignatz. Ya sabes lo que tu padre piensa de todo esto.
Ella sonrió con un mohín travieso.
—Papá lo ha calculado todo. No sé si sabes que cuando volví de los pantanos traje algo en la mochila y cuando él se dio cuenta que pensaba conservarlo a toda costa se rindió por completo — cogió su bolso de cuero y extrajo de él la cabeza puntiaguda de otro zloaht —. Les presento a Ichabod.
Jerry casi se atragantó.
—Bueno, creo que... — y repentinamente se dio cuenta que tenía otras cosas más urgentes que hacer. Ignatz deseaba ardientemente un cigarrillo, pero resopló suavemente y dio media vuelta en su cama para no mirarles.
Fin