LA NOCHE (John W. Campbell)
Publicado en
febrero 02, 2017
John W. Campbell (como Don A. Stuart)
Condón miraba a través de sus prismáticos, con la cara tensa y pensativa, con toda su atención centrada en aquella mota casi invisible sobre la casi infinita lejanía del cielo azul, repitiendo con la mayor preocupación: «Dios mío..., Dios mío...».
De repente se estremeció y bajó la mirada hacia mí, con la agonía estereotipada en su rostro.
—No volverá más, Don; no volverá más... Yo también lo sabía, pero sabía también que no podía asegurarlo. Sin embargo, sonreí y dije:
—Oh, yo no diría tanto. Si acaso, tendría miedo por su regreso. Uno no sabe lo que puede haber sucedido por allá.
El mayor Condón temblaba intensamente. Su boca se agitó horriblemente unos instantes antes de poder hablar.
—Talbdt, estoy asustado; terriblemente asustado. Usted es su ayudante y sabe que está tratando de desafiar a la gravedad, de derrotarla. Los hombres no están hechos para eso... Es un error... un error.
Sus ojos se pegaron de nuevo a los binoculares, con la misma terrible tensión. Y ahora estaba diciendo, una y otra vez, de manera distraída:
—Un error..., un error..., un error. De pronto, sus palabras cesaron y quedó rígido. Igual hicieron la docena de hombres que había de pie en aquel pequeño y solitario campo de emergencias; entonces, el mayor se desplomó al suelo. Yo no había visto nunca a un hombre desfallecido, no había estado nunca en tal situación con un oficial del ejército con la medalla de Servicios Distinguidos. No me detuve a ayudarle, porque supe que algo había sucedido. Cogí los binoculares.
Allá, en la inmensidad del cielo, se divisaba la insignificante mota de color naranja; allá donde casi no hay aire y donde aquel hombre había sido obligado a vestir un traje estratosférico con un pequeño calentador de alcohol. Sus amplias alas color naranja se encontraban ahora envueltas por el leve resplandor de una luz gris perla. E iba descendiendo, lentamente al principio, describiendo círculos hacia abajo, sin dirección fija. Luego se inclinó hacia abajo, se elevó y, sin saber cómo, entró en barrena. Fue horrible. Supongo que yo respiraba en aquel momento, pero no lo parecía. Le costó minutos bajar aquellas millas, pese a su velocidad, Llegó un momento en que salió de la barrena, merced a la gran velocidad que traía, se estabilizó y se lanzó en un picado centelleante. Cuando tropezó con la Tierra, a unas quince millas de distancia de donde estábamos, se había convertido en un espantoso ataúd volante, que descendía a más de quinientas millas por hora.
El terreno experimentó una tremenda sacudida y el aire se conmovió con el impacto de la colisión. Mucho antes de que se estrellara, nos hallábamos subidos en los coches, corriendo desesperadamente a través de los campos. Yo iba en el coche de Bob con Jeff, su técnico de laboratorio. Era el pequeño turismo de Bob, que ya no iba a necesitar más. El motor ganó fuerza en seguida y, antes de salir del campo, ya estábamos a setenta. Seguidamente cruzamos una profunda cuneta y saltamos a la carretera; era una carretera desierta y asfaltada que debía conducir a donde estaba él. El motor rugía a medida que Jeff apretaba el acelerador. Indistintamente, oía el poderoso coche del mayor que venía detrás de nosotros.
Jeff conducía como si estuviera loco, pero yo no me percataba de ello. Sabía que el coche había llegado a los noventa y cinco, pero creo llegó a rebasarlos. El viento que me azotaba los ojos me hacía saltar las lágrimas, de forma que no estaba bien seguro de si lo que veía era humo, llamas o qué. Con el combustible del Diesel no debía ocurrir así, pero aquel avión había venido haciendo cosas incomprensibles. Había estado probando la bobina antigravitatoria de Carter.
íbamos disparados sobre la lisa y recta carretera a través de la ancha y llana campiña, y el viento entonaba un réquiem en torno al automóvil. Al frente vi que se bifurcaba otra carretera que debía conducir hacia donde se encontraba Bob; los frenos dejaron sentir su plañidero lamento, los neumáticos se arrastraron violentamente, y el coche patinó de lado. Era una carretera de arena. Nos internamos en ella, aminorando la marcha a sesenta y cinco pegados al asiento, mientras la suave arena nos salpicaba y envolvía.
Jeff entró violentamente por un sendero de vacas y los amortiguadores redoblaron su trabajo. Nos detuvimos a un cuarto de milla de donde se encontraba el aeroplano.
Nos encontramos ante un campo vallado de pastos y árboles. Saltamos la cerca y corrimos hacia allí. Jeff llegó el primero, justamente cuando el coche del mayor frenaba bruscamente detrás del nuestro.
El mayor estaba pálido y frío cuando se unió a nosotros.
—Muerto —afirmó.
Yo estaba mucho más frío y probablemente bastante más pálido que él.
—¡No sé! —respondí afligido—. ¡El no está ahí!
—¿No? —dijo el mayor casi gritando—. Tiene que estar, tiene que estar ahí. No lleva paracaídas; no quiso cogerlo. Dicen que no le vieron saltar...
Me acerqué al aparar, limpiándome el sudorcillo frío que bañaba mi frente. Me sentía pegajoso y la columna vertebral me pinchaba. El sólido acero del monumental motor Diesel había desgarrado el tronco de un árbol en su caída y se había incrustado en el terreno hasta tal vez ocho o nueve pies de profundidad. Bajo el tremendo impacto, la tierra y las rocas habían salpicado hacia afuera como si se tratara de barro.
Las alas se encontraban al otro lado del campo, como si fueran pajas aplanadas y retorcidas de durísimo metal. El fuselaje del aparato ofrecía su perfecta silueta; era una proyección longitudinal que se había aplastado sobre sí misma, cuyas secciones independientes sólo se interrumpían al quedar empotradas en el suelo.
La grandiosa bobina de collarín, con sus extrañas espiras gemelas, hechas con cable de bismuto, tan delgado como un cabello, se encontraba intacta. Y doblada sobre ella, retorcida, completamente destrozada por el impacto, estaba la principal riostra de alas, la gran vigueta de duralloy que sustentaban en el aire la mayor parte del peso de la nave. Había sido abatida y destrozada sobre los frágiles y delgadísimos cables de bismuto, y ninguno de éstos había sido roto, desplazado y ni siquiera rozado. La estructura posterior del pesado motor Diesel (el fuerte compresor que servía de contrapeso a aquella combinación) se hallaba partida y descompuesta. Y ni un solo alambre de la infernal bobina de bismuto había sufrido el menor daño.
Y la carne roja, el hombre que debía encontrarse allí, no estaba. No había nadie dentro. Pero tampoco había abandonado el aeroplano, porque con una atmósfera limpia y sin nubes lo habríamos visto. Sin embargo, no estaba allí.
Por supuesto, lo examinamos todo detenidamente. Se acercó un granjero, luego otro y otro. Se quedaban mirando y charlaban. Luego llegaron varios granjeros más con sus esposas y familias, subidos en viejos y decrépitos coches, y se pusieron a mirar con interés.
Dejamos vigilando al propietario de aquel campo y regresamos a la ciudad en busca de obreros y un camión-grúa. Se estaba haciendo de noche. Hasta la mañana siguiente no nos sería posible hacer nada, de manera que nos marchamos-
Cinco en total (el mayor de las Fuerzas Aéreas del Ejército, Jeff Rodney, los dos hombres de la Compañía Douglas, cuyos nombres no he recordado nunca, y yo) estuvimos sentados en nuestra habitación; en la habitación de Bobb, de Jeff y mía. Estuvimos sentados allí durante horas tratando de hablar, de pensar, de recordar hasta el último detalle y tratando, a su vez, de olvidar aquellos pormenores horribles. Nos era imposible recordar el detalle que lo explicara todo, ni evadirnos de la catástrofe que nos envolvía.
Sonó el teléfono. Me sobresalté. Luego me fui levantando lentamente y respondí. Era una voz extraña, bajita y más bien desagradable.
—¿Señor Talbot? —dijo.
—Sí.
Era Sam Gantry, el granjero que habíamos dejado de vigilancia.
—Hay un hombre aquí.
—¿De veras? ¿Qué quiere?
—No lo sé. Ignoro de dónde vino. O está muerto o es que está muy frío. Viste una especie de traje de aviador, con un cristal delante de la cara. Está amoratado. Creo que está muerto.
—¡Dios mío, es Bob! ¿Le ha quitado usted el casco? —grité.
—No, no, señor. Le hemos dejado como estaba.
—Sus depósitos se han consumido. Escúcheme bien; coja un martillo, una lleva inglesa, cualquier cosa, y rompa el cristal que tiene delante del rostro. ¡Rápido! Nosotros vamos para allá.
El mayor, Jeff, todos, nos pusimos en movimiento. Yo eché mano a una media botella de whisky y a otra de oxígeno. Con ellas bajo el brazo, salté al pequeño turismo en el momento que Jeff lo ponía en marcha. Conectó la bocina, que ya no dejó de sonar.
Fuimos esquivando el tráfico, haciendo giros, paradas, arranques violentos, hasta llegar a la amplia y lisa carretera a increíble velocidad, camino del campo de aquel granjero. Ahora, las curvas nos eran familiares; apenas si aminorábamos la marcha ante ellas. Esta vez, Jeff arremetió contra la cerca de alambres. Un faro se desprendió; hubo un fuerte chirrido de alambres al pasar arañando contra la capota y los guardabarros, y nos vimos brincando a campo traviesa.
Sobre el terreno había dos linternas; tres hombres más llevaban las suyas. Más hombres estaban agachados junto a una figura inmóvil, vestida con el fantástico y abultado traje de pruebas estratosféricas. Se quedaron mirándonos pasmados cuando paramos en seco de un frenazo y saltamos del coche, el mayor llevando la botella de whisky. Yo le seguí con la botella de oxígeno.
El cristal del rostro de Bob estaba roto y su cara y labios aparecían amoratados y cubiertos de espumarajo. Una larga cortadura producida en su mejilla por el cristal roto sangraba lentamente. El mayor levantó un poquito la cabeza de Bob sin decir palabra, tratando de forzarle a beber un trago de whisky, y los cristales partidos resbalaron por dentro del casco.
—¡Aguarde! —dije—. Mayor, si le hacemos la respiración artificial puede que vuelva antes en sí.
El mayor asintió y se levantó, agitando el brazo con una peculiar expresión.
—¡Está helado! —dijo, al tiempo que ponía a Bob boca abajo y se situaba a horcajadas sobre su espalda. Yo estuve sujetando la botella de oxígeno junto a la nariz de Bob, mientras el mayor efectuaba los movimientos rítmicos y el aire puro penetraba a través de las ventanas de su nariz.
En cosa de diez segundos, Bob tosió, gorgoteó, volvió a toser violentamente e hizo una profunda y convulsiva aspiración. Su cara se volvió de color rosado casi instan- táneamente, cuando el oxígeno llegó a sus pulmones, y me di cuenta con cierta sorpresa de que no parecía exhalar nada, ya que su cuerpo absorbía rápidamente todo el oxígeno.
Luego tosió de nuevo.
—Creo que si me pusieran boca arriba podría ver mejor a mi. jinete —dijo. El mayor se puso en pie y Bob se fue incorporando hasta sentarse. Me apartó a un lado con la mano y escupió—. Me encuentro... rne encuentro bien —dijo débilmente.
—Hombre de Dios, ¿qué ha sucedido? —preguntó el mayor.
Bob permaneció en silencio durante un minuto. Según extendía la mirada en derredor, sus ojos presentaban el más extraño aspecto, una visión famélica. Miró a los árboles del fondo y a los silenciosos hombres que le contemplaban asombrados a la luz de las linternas; luego alzó la vista hacia arriba.donde las miríadas de estrellas resplandecían, danzaban y rutilaban sobre el claro firmamento nocturno.
—Estoy de vuelta —dijo muy bajo. Luego, de repente, se estremeció y se mostró terriblemente asustado—. Pero debo decir también que...
Contempló al mayor durante un minuto, sonriendo imperceptiblemente, y a los dos hombres de Douglas.
—No ha sido culpa de su aparato —añadió—. Empecé por las alas, como estaba dispuesto, y seguía ascendiendo hasta creerme en la suficiente altura, allá donde el aire no es excesivamente denso y el campo seguramente no llegaría a la Tierra... ¡Es increíble! Yo no pensaba que ese campo se extendería hasta tan lejos. Por dos veces to- qué la Tierra.
»A los cuarenta y cinco mil me creí seguro y desconecté el motor. Al pararse, la calma reinante me impresionó. Era todo un remanso de tranquilidad.
«Puse en marcha el circuito de la bobina y el dinamotor comenzó a zumbar a medida que se calentaban las lámparas. Y fue entonces cuando la acción del campo me sacudió. En un instante quedé paralizado. No tuve la oportunidad de romper el circuito, aunque instantáneamente me di cuente de que algo iba mal, terriblemente mal. Pero lo primero que hizo fue paralizarme y no tuve más remedio que seguir allí sentado, viendo cómo los instrumentos alcanzaban enteramente fuera de lo programado.
»Me di cuenta de que tan sólo yo estaba siendo afectado por la acción de la bobina, al estar sentado directamente frente a ella. Miré los instrumentos medidores y comenzaban a desaparecer, a tornarse transparentes, irreales. Y, cuando se disiparon en la negrura, vi el cielo claro a través de ellos. Luego, durante una centésima de segundo, como si fuera un efecto de visión persistente, pensé ver al aeroplano que caía, retorciéndose a inexplicable velocidad, y la luz se desvanecía a medida que el Sol pareció proyectarse sobre el firmamento y desaparecer.
«Ignoro cuánto tiempo estuve paralizado, durante el cual sólo reinaba la negrura (una negrura que no era ni oscuridad ni luz, ni tiempo de forma alguna), pero respiré varias veces. Finalmente, las formas comenzaron a destacarse sobre la oscuridad y parecieron materializarse bajo mía; y ocurrió de manera tan abrupta que la negrura dio paso a una luz roja y tristona. Estaba cayendo.
»AI acordarme de los cuarenta y cinco mil pies que mediaban entre mí y la sólida superficie de la Tierra, me envaré automáticamente, lleno de terror. Y en el mismo ins- tante caí sobre una profunda sábana de blanca nieve, manchada por la luz roja que alumbraba el mundo.
«Frío, hacía mucho frío que me atenazaba como las garras de un animal salvaje. ¡Era un frío tan gélido como el postrer soplo de la muerte! Traspasaba este espeso traje aislante y laceraba mi cuerpo como si no existiera el aislamiento. Tiritaba con tanta fuerza que apenas podía abrir las válvulas de alcohol. Ya saben que llevaba tanques de alcohol y rejillas de catalización como medio de calefacción, porque los únicos campos eléctricos que yo deseaba eran los correspondientes a los aparatos. Incluso me valí de un motor Diesel en vez de un motor de gasolina.
«Entonces le di gracias a Dios por ello. Me di cuenta de que, sin saber lo que había sucedido, me encontraba en un lugar inefablemente frío y desolado. Y en aquel instante me percaté de que el cielo era negro. Más negro que la noche más oscura, y, sin embargo, ante mí, el campo de nieve se extendía hasta el infinito, teñido por la luz roja como la sangre, y mi sombra, de un color rojo oscuro se arrastraba a mis pies.
«Miré a mi alrededor. Hasta donde alcanzaba mi vista en tres direcciones, la tierra se convirtió de pronto en una sucesión de suaves y ondulantes colinas que casi eran llanuras; unas llanuras que se me antojaron de nieve teñida de sangre, bañadas por la luz oblicua del sol poniente.
«Hacia la cuarta dirección se alzaba una muralla de media milla —una muralla que avergonzaría a la Gran Muralla de China— roja como la sangre, con el lustre del metal. Se extendía a través del horizonte y se hallaba, aparentemente, a menos de cien metros de distancia, pues el aire era extremadamente límpido. Reavivé mis calentadores de alcohol y me sentí algo mejor.
«Algo me sacudió la cabeza de un lado a otro, como una mano gigante; tuve un pensamiento súbito. Miré al Sol y se me hizo un nudo en la garganta. Era cuatro veces, seis veces el tamaño del Sol que yo conocía. Y no se estaba poniendo; se hallaba a cuarenta y cinco grados del horizonte. Era de color rojo. Rojo como la sangre. Y no llegaba a mi rostro la más ligera radiación de calor de aquel sol. Era un Sol frío.
«Hasta entonces, había yo supuesto automáticamente que me encontraba aún en la Tierra, por mucho que hubiera sucedido, pero ahora me daba cuenta de que no podía ser. Debía ser otro planeta de otro sol, un planeta helado, porque aquella nieve no era más que aire congelado. Lo supe con toda certeza. Era un planeta helado de un sol muerto.
«Pero tampoco era así. Levanté la vista hacia la negrura del firmamento y en toda la bóveda celeste había sesenta estrellas visibles. Eran estrellas de color rojo apagado, con un solo sol que destacara por su resplandor; un sol rojo amarillento, quizás diez veces menos brillante que nuestro sol, pero que allí se asemejaba a un rey. Aquél era un espacio.distinto, un espacio muerto. Porque si aquella nieve era aire congelado, la atmósfera reinante no podía ser otra cosa más que neón y helio. No existía ningún aire brumoso que amortiguara la luz de las estrellas, ni tampoco eran oscurecidas por la de aquel sol rojo y mortecino. Las estrellas desaparecieron.
«Tras aquel vistazo, mi mente comenzó a trabajar. Estaba espantado.
«¿Espantado? Era tal el miedo que sentía que parecía que iba a enfermar, porgue, en aquel instante, supe que no retornaría jamás. Cuando sentí aquel frío, me pregunté si se me agotarían las botellas de oxígeno antes de volver. Pero ahora ya no me inquietaba aquello. Era simplemente un factor de limitación sobre una cosa ya decidida, sobre la determinación del factor tiempo. Pero tenía mucho tiempo por delante hasta que me abandonara la vida.
»M¡mente trabajaba por su cuenta, ideando cosas y respuestas que yo no deseaba, que no quería conocer. Por las razones que fueran, continuó considerando que esto era la Tierra, cuya convicción se fue haciendo más sólida. No se equivocaba. Era cierto. Aquello era la Tierra y el viejo Sol. Un Sol viejo, muy viejo. Era debido a que la bobina, al anular totalmente la gravedad, había distorsionado el eje del tiempo. Mi mente llegó a aquella conclusión merced a una lógica tan fría como aquel planeta.
»Si el tiempo había sido tergiversado y aquello era la Tierra, entonces la transmutación había sido tan colosal que no entraba en la mente humana, como no puede entrar la distancia de un centenar de millones de años-luz. Era, simplemente, inmenso, incalculable. El Sol estaba muerto, la Tierra estaba muerta. Y la Tierra, ya en nuestros días, tenía un billón de años y en todo aquel tiempo geológico el Sol no había cambiado apreciablemente. Entonces, ¿a qué distancia estaba de mis días? El Sol, y las propias estrellas, estaban muertos. Se me ocurrió pensar que debía encontrarme a billones de billones de años. Y, en conjunto, lo subestimé.
»EI mundo era viejo, viejo, viejo. El terreno y las rocas irradiaban un aura apabullante de incalculable edad. El mundo era viejo, más viejo que... ¿Con qué compararlo? ¿Con las montañas? ¡Si las montañas habían nacido, muerto, vuelto a nacer y a gastarse un millón, sesenta millones de veces! ¿Con las estrellas? No, tampoco resultaba comparable. Las estrellas, entonces, estaban muertas.
»Miré nuevamente a la muralla de metal. Caminé hacia ella y el ancestral aura se borró ante mí, y trató de parar el movimiento cuando todo movimiento debía haber cesado. Y el sutil e indecible viento helado se quejaba en agónica protesta y me arrastraba con unas manos cadavéricas de incontables millones de años, que habían nacido, vivido y muerto en los remotísimos tiempos que precedieron a mi existencia.
»Yo dudaba a medida que iba avanzando. No podía pensar con claridad, porque el aura muerta del planeta muerto tiraba de mí. Siglos y más siglos. Las estrellas estaban agonizantes, muertas. Se amontonaban en el espacio, igual que hombres decrépitos, en busca de calor. La galaxia estaba contraída. Se había contraído tanto que no distaba, de un extremo a otro, ni mil años-luz, y las estrellas sólo distaban millas entre sí, cuando debieran estar separadas por insondables abismos. El magnificente y soberbio fir- mamento que yo había conocido, que se extendía a millones de millones de años-luz, que cubría el espacio con millones de toneladas de radiante energía, ya no estaba allí.
«Era un avaro agonizante que atesoraba sus últimos residuos de impotente energía en un espacio limitado y comprimido. Era una energía rota y desbaratada. Mil billones de años antes de que la constante cósmica hubiera emanado de aquel universo roto. La misma constante cósmica que hiciera girar a las gigantescas galaxias en remolinos separados con una velocidad aún mayor de la que aquí tuvo lugar. La que proyectó el universo en fragmentos rotos, hasta que cada uno de ellos sintió el frío de la soledad, envolviéndose con el espacio como si fuera un manto, para convertirse en un universo propio, mientras que se desvanecían las llameantes galaxias.
»Todo aquello había sucedido tanto tiempo atrás, que las marcas dejadas sobre la fábrica del tiempo se habían borrado. Sólo permanecía la gravedad constante, la acu- mulación constante que agrupaba las cosas, y, lentamente, la galaxia se desplomaba, se contraía, tan vieja como una momia arrugada.
«Hasta los mismos átomos estaban muertos. La luz era fría; la luz roja hacía que las cosas aparecieran incluso más frías y más viejas. No había juventud en el universo. Yo no pertenecía a aquel universo y el leve murmullo de protesta levantada contra mí por el viento infinitamente frío, me lanzaba fútiles y mudas diatribas, lamentando mi intrusión desde un tiempo en que las cosas eran jóvenes. Eran un relincho débil que congelaba mi juventud.
»Yo seguía avanzando penosamente y la muralla metálica se iba retirando, como si fuera un espejismo del desierto. Estaba demasiado estupefacto ante la edad que tenían las cosas, para detenerme a pensar; simplemente seguía adelante.
»Sin embargo, me iba acercando a ella. Aquella muralla era real; estaba fija. Cuando conseguía llegar más cerca en mi lento caminar, el lustre de la pared desapareció y, con ello, murieron mis últimos rescoldos de esperanza. Yo había esperado que, tras la muralla, hubiera todavía algún ser vivo. Que estuvieran allí aún los seres que.hubieran levantado aquello. Pero ya no podía detenerme; seguía adelante. La muralla estaba rota y agrietada. No era una pared lo que yo había visto; era una serie de murallas rotas que en la distancia parecían una sola.
»No había agentes que las hicieran envejecer, sólo el batir de unos vientos imperceptibles y sin vida, unos vientos de neón y helio, inertes e incorrosivos, tan muertos e inertes como el universo. La ciudad llevaba muerta una veintena de billones de años. Aquella ciudad había muerto desde hacía un tiempo diez veces más largo que la edad actual de nuestro planeta. Pero nada la había destruido. La Tierra estaba muerta, demasiado muerta para sufrir la tortura de la vida. El aire estaba muerto, demasiado muerto para corroer el metal.
»Pero también el universo estaba muerto. No existía radiación cósmica, pues, para finalmente arrasar las murallas con la desintegración atómica. Había existido una muralla, una sola muralla de metal. Algo topó contra ella, quizás un último meteoro errante, en un tiempo incalculablemente remoto, para romperla. Pasé a través de la gran abertura. La ciudad estaba cubierta por una nieve blanca y suave. El enorme sol rojo seguía inmóvil en el mismo lugar. La incesante rotación de la Tierra hacía mucho, muchísimo tiempo que había cesado.
«Arriba se veían jardines muertos, y me subí vagando hasta ellos. Aquello fue lo que realmente me convenció de que se trataba de una ciudad humana levantada sobre la Tierra. Había montones de sujetos helados que en un tiempo pudieron ser hombres. Individuos con el pánico estereotipado en sus rostros, agrupados desconsoladamente en torno a algo, que antaño debió haber sido un sistema de calefacción. Muertos, quizás, desde la última tormenta que azotó a la vieja Tierra, cinco billones de años atrás.
«Seguí avanzando. La ciudad era grande, inconmensurable. Al parecer, se extendía eternamente por todas partes, dentro de su inexistencia. Máquinas, máquinas por doquier. Y las máquinas también estaban muertas. Seguí caminando, caminando, hacia donde pensaba que podía subsistir una brizna de luz y color. No fui capaz de saber cuánto tiempo llevaría la muerte enseñoreándose de aquello, pues los cadáveres aparecían frescos, bien preservados por el eterno frío.
«Abajo se iba haciendo oscuro y sólo a través de las grietas y hendiduras lograba infiltrarse aquella luz ensangrentada. Seguí bajando y bajando, hasta encontrarme por debajo del nivel de la superficie muerta. Seguía persistiendo la blanca nieve, y entonces comprendí la causa de la muerte repentina y final. A fuerza de reflexionar sobre aquellas máquinas que yo había visto, supe que resultaban totalmente inconcebibles para nosotros; eran las máquinas de la perfección que se reparaban, se suministraban energía y se perpetuaban por sí mismas. Tenían la facultad de duplicarse y de duplicar a otras máquinas necesarias: estaban hechas para ser eternas, imperecederas.
«Pero los inventores no pudieron competir con ciertos hechos que caían fuera incluso de su majestuosa imaginación, la misma imaginación que concibiera unas ciudades que sobrevivieron (un millón de veces más) a lo que ellos habían imaginado. Debieron concebir un vago futuro, pero no un futuro en el que la Tierra, el Sol y el propio Universo estuvieran muertos.
«Los había matado el frío. Disponían de sistemas de calefacción destinados a mantener siempre una temperatura normal a pesar de las bruscas variaciones del clima. Pero el frío fue penetrando en las máquinas eléctricas, en las resistencias, en las resistencias de equilibrio y en las bobinas de inducción, en los condensadores de equi- librio y en otras inductancias. Y aquel rígido y completo frío espacial, en el decurso de los tiempos, desajustó sus mecanismos. A pesar de los calentadores, el frío se fue infiltrando con mayor rigor, convirtiendo a sus resistencias y a sus bobinas de inducción en superconductores. Aquello destruyó a la ciudad; la superconducción. Lo mismo que al eliminar una fricción sobre la cual han de apoyarse todas las cosas. Es una rémora contra la que luchan eternamente los ingenieros. La resistencia y la fricción deben finalmente constituir el apoyo y la base de todas las cosas, la fuerza que sustenta firmes los grandes pernos de sujeción, y los frenos que detienen a las máquinas cuando es necesario.
»La resistencia eléctrica murió con el frío y las maravillosas máquinas se pararon para la sustitución de las piezas defectuosas. Pero cuando fueron reemplazadas, seguían siendo defectuosas. ¿Por cuántos meses se prolongó aquel constante parar, ser reemplazadas, comenzar de nuevo, parar otra vez, hasta que, derrotadas finalmente para siempre, aquellas vastas plantas de energía eléctrica se inclinaran vencidas ante lo inevitable? El frío las había derrotado, derrotando y eliminando el mayor obstáculo de los ingenieros que las habían construido: la resistencia.
«Debieron luchar incesantemente, como diríamos nosotros, durante cincuenta billones de años, contra la creciente intrusión de la áspera naturaleza, sustituyendo constantemente las partes gastadas y defectuosas. Al fin, derrotadas para siempre, las gigantescas plantas de energía eléctrica alimentadas por átomos muertos, sucumbieron ante el eterno ocio y el frío. Finalmente las había conquistado aquel frío.
Pero no reventaban. En ninguna parte llegué a ver ninguna máquina destrozada; siempre se habían parado automáticamente cuando las resistencias defectuosas imposibilitaban su funcionamiento. La energía almacenada, destinada a seguir alimentando a las máquinas después de su reparación, hacía mucho tiempo que se había perdido. Me constaba que ya no podrían echar a andar nunca más.
»Me pregunté cuánto tiempo habrían seguido funcionando después de extinguirse la necesidad humana de aquellas máquinas. Porque la vasta ciudad, en sus últimos días incluiría muy pocos seres humanos. ¿Por qué indecible período de tiempo siguieron marchando perfectamente y en solitario aquellos mecanismos derrotados al fin?
Seguí errante por la ciudad muerta para ver más cosas, quizá, antes de que también a mí me alcanzara la muerte. Por todas partes se veían pequeñas máquinas completas, máquinas limpiadoras, que habían mantenido la ciudad perfectamente limpia y ordenada, que permanecían impotentes y paralizadas por la eternidad y el frío. Debieron de seguir funcionando durante años después que las grandes estaciones centrales de energía fallaran, porque cada máquina contaba con sus propias reservas de fuerza, necesitando sólo una recarga ocasional de las estaciones centrales.
«Pude ver partes de la ciudad donde habían ocurrido derrumbamientos y, agrupados en torno a los mismos, había máquinas reparadoras inmóviles, con sus mecanismos en posición de trabajo, los escombros barridos y cuidadosamente depositados sobre camiones inmóviles. Nuevas vigas y planchas estaban parcialmente colocadas, parcialmente puestas y abandonadas en tal estado. Estaban tal como quedaron, cuando se agotó infructuosamente el último hálito de energía gastada por aquel gigantesco cuerpo en su último intento por repararse a sí mismo. Las heridas mortales aparecían insubsanadas.
«Inicié el regreso hacia la parte alta de la ciudad. Fue una ascensión larga, infinita y agotadora; media milla de rampas en espiral ante casas desiertas, habitadas por la muerte. Luego pasé delante de tiendas y restaurantes, aquí y allá, ante pequeños e inmóviles coches automotores de pasajeros.
«Proseguí subiendo hasta los jardines de. la cumbre que yacían rígidos, quebrados, ateridos. La rotura de su techumbre debió producir un frío repentino porque sus hojas yacían verdes dentro de las fundas formadas por el aire blanco y helado. Era un vidrio quebradizo, verde y perfecto al tacto. Las flores, lozanas y frescas en maravillosa perfección, se mostraban inmóviles. No parecían muertas, pero no daban la sensación de que pudieran aparecer de otra forma bajo la sábana de hielo.
«¿Han velado ustedes alguna vez a un difunto? —Bob levantó la vista y miró a través de nosotros—. Yo tuve que hacerlo una vez en el pueblecito donde vivía, porque era costumbre. Me senté junto con unos cuantos vecinos, mientras el hombre moría ante mis ojos. Sabía que aquel hombre moriría cuando yo llegara allí. Y así sucedió. Estuve sentado allí toda la noche, mientras que los vecinos iban desfilando uno a uno y reinaba la paz. La paz de la muerte.
«He vuelto a repetirlo. He estado velando a otro difunto. El cadáver de un mundo, en un universo muerto, pero la paz no empezó a reinar allí. Llevaba reinando desde hacía billón de años, y fue mi llegada la que agitó el débil espectro de unas esperanzas, tiempo ha muertas, de aquel planeta con gemidos de protesta contra mí, procedentes de un viento formado con gases muertos. Ya no volveré a llamarlos gases inertes. Sé que son gases muertos de mundos sin vida.
«Y arriba, a través del cristal roto del techo, los soles moribundos contemplaban a una ciudad muerta. No podía seguir allí. Seguí para abajo, descendiendo, planta tras planta de edificios de resplandeciente metal, que reflejaban la luz lóbrega y sanguinolenta del Sol como si fueran manchas de carmín. Continué bajando y bajando, hasta encontrarme de nuevo con las máquinas. Pero, incluso allí, la desesperanza parecía más intensa. De nuevo recordé la agonizante lucha de las máquinas, eternamente fieles, tratando de repararse a sí mismas una vez más para servir a los dueños que habían muerto hacía un billón de años. Las pude ver de nuevo en sus exhaustas y petrificadas posturas, inmovilizadas eternamente en sus desamparados esfuerzos, derramando sus últimos recursos de energía en infructuosa lucha con el tiempo.
»Poco importaba. El propio tiempo estaba agonizando también lo mismo que la ciudad, el planeta y el universo que él mismo había aniquilado.
»Pero aquellas máquinas habían intentado desesperadamente volver a ser útiles y habían fracasado. Ahora ya no podían volver a intentarlo. Hasta ellas, las inmortales máquinas, estaban muertas.
Me marche otra vez, alejándome de aquellas máquinas hacia los contados corredores que había al borde de la ciudad. No podía internarme mucho, antes de que la oscuridad fuera tan absoluta como el frío. Penetré en las tiendas donde sus mercancías, intactas por el tiempo y el frío, se ofrecían a la apetencia de aquellos extraños seres, pero humanos después de todo, que habían sido dueños de las máquinas y que ya no existían. Lleno de dudas, me metí en una de ellas para ver qué clase de cosas usaban en aquellos tiempos.
»A punto estuve de gritar. Algo se movió allí dentro. A través de mi traje, llegaron sus sonidos extrañamente suaves, producidos por aquello en el débil aire. Lo vi tambalearse por dos veces hasta venirse abajo. No comprendo qué sistema de células de almacenamiento tendrían aquellos seres; lo único que puedo decir es que eran increíblemente maravillosas. Aquella energía de reserva que de un modo u otro había yo liberado al entrar, debía de ser un último residuo que llevaba allí más tiempo que la vida de nuestro planeta. Su sonido se apagó para siempre, pero me obligó a salir de allí.
»Se había apagado mientras yo miraba pero, en cierto modo, despertó en mí mayor curiosidad. De nuevo hice conjeturas aunque menos agobiado por la total ausencia de vida. Quedaba todavía una parte de energía no consumida depositada en algún lugar inconcebible. Miré con mayor detenimiento y más de cerca. Y al ver una pantalla en una oficina empecé a dudar. Era una pantalla. Podía ver claramente que se trataba de una pantalla de televisión de cierto tipo. Curioseando toqué un botón: Se produjo un sonido!
¡Un zumbido leve!
»A mi mente saltó la imagen de un posible sistema. Debía haber en alguna parte una vasta oficina central interconectada, dotada de unas células acumuladoras tan enormes y poderosas, en un tiempo, que incluso era grande aquella microfracción que quedaba. Un sistema de almacenaje intacto para las máquinas de reparación, para las máquinas de energía, importantes e irremisiblemente perdidas.
«En un instante renació mi esperanza. Había una serie de botones, mandos y dispositivos desconocidos. Tiré del botón que había presionado y permanecí tembloroso, lleno de dudas. ¿Quedaría alguna esperanza?
«Entonces se disiparon. ¿Qué esperanzas podía haber en una ciudad muerta? Y no solamente muerta, sino que llevaba sin vida sabe Dios desde cuándo. Si todo aquel planeta estaba muerto, ¿con quién podía conectar? Si no había nadie en todo el planeta,
¿qué importaba,que existiera un sistema de comunicaciones?
«Miré al aparato con desesperanza. ¿Cómo iba yo a saber interpretar sus múltiples dispositivos? Tenía algo a un lado que me recordó, no sé por qué razón, a un disco telefónico. Sobre una lámina de metal, una aguja señalaba nueve símbolos en círculo, bajo la flecha de una manecilla. Ahora, la manecilla apuntaba a lo que era el principio o el fina! de aquello.
«Torpemente, con los guantes puestos, toqué a uno de los botones simbólicos que había sobre el metal. Se produjo un inesperado «clic». se encendió una lucecilla y apareció una imagen. Era una simple proyección, ¡pero qué proyección! Ante mis ojos aparecía flotando una es fera tridimensional que iba girando majestuosamente Cuando comprendí lo que era, casi me caigo al suelo de la sorpresa que tuve. ¡La manecilla era un selector! Los botones que había bajo la manecilla, nueve en total, me eran conocidos. Los fui presionando, uno tras otro, y nueve esferas, cada una distinta, aparecieron ante mis ojos.
»Y fue entonces cuando me quedé reflexionando profundamente. Eran nueve esferas. Nueve planetas. La Tierra se me mostró la primera. Era un planeta extraño, pero yo lo reconocí y supe que, a juzgar por el tamaño y posición relativa de la aguja, debía ser la Tierra. Luego, por orden, siguieron los otros ocho.
«Ahora! bien; ¿había vida allí? En efecto, en cualquier parte de aquellos nueve mundos no tenía por menos de haber vida.
«Pero, ¿en cuál? ¿En Mercurio, el más próximo al Sol? No, el Sol estaba demasiado muerto, demasiado frío, para calentar incluso a Mercurio. Y Mercurio era demasiado pequeño. En medio de mis reflexiones me di cuenta de que me encontraba ante una gran oportunidad, porque sean cuales fueren los medios de comunicación empleados por aquellos seres, no podrían funcionar sin un potencial tremendo. Si aquellas increíbles células de almacenamiento habían reunido la fuerza necesaria para una sola fotografía, era de suponer que no les quedara más. De algún modo, deduje que este aparato no llevaría incorporada ninguna clase de resistencia. Aquí sólo habría corriente alterna de hiperfrecuencia y sólo se emplearían condensadores e inductancias. El frío no les perjudicaba, sino que favorecía su estado. No ocurría lo mismo con las máquinas movidas por una potencia inmensa de corriente directa.
»¿Pero por dónde empezar? ¿Por Júpiter? Demasiado grande. Y entonces, ¿cuál tenía que ser la solución? El frío había arruinado a las máquinas, las había descompuesto, convirtiéndolas en conductores demasiado perfectos. No estaban diseñadas para luchar contra el frío espacial. Pero tales máquinas si, por ejemplo, existían en Plutón, debieron ser diseñadas originalmente para semejantes condiciones. Allí siempre había hecho frío. Plutón estaría siempre helado.
«Miré al aparato con tanta intensidad que debió transportar mi simple alcance de la vista hasta el mismo Plutón. Era una esperanza; mi única esperanza. ¿Pero cómo sintonizar con Plutón? Si allí había alguien, no me iban a comprender.
»No me quedaba más que hacer conjeturas... y esperar. En cierto modo, sabía que debía existir algún medio de atraer la atención de sus operadores inteligentes. En el centro del panel, había un teclado de doce botoncitos, todos diferentes, distribuidos en cuatro hileras de a tres. Hice deducciones, mediante el sistema duodecimal.
«¡Tratar de problemas de comunicación interplanetaria! ¿Existía siquiera tal problema? Era el problema de un anacronismo en la ciudad de la muerte, en un planeta muerto, buscando vida en cualquier parte y de cualquier modo. «Había dos botones, separados entre sí de los otros doce; uno era verde y el otro rojo. Nuevamente hice conjeturas. Cada uno llevaba encima una compleja serie de símbolos, dé forma que apunté la manecilla hacia la derecha, señalando a Plutón, vacilé y la dirigí a Neptuno. Plutón estaba más apartado. En Neptuno reinaba suficiente frío; las máquinas estarían aún funcionando allí y, quizás, el consumo de los residuos de energía que quedaban sería menor.
«Presioné el símbolo verde, con la esperanza de haber acertado, de que el rojo todavía implicara peligro, dificultades y error para los hombres cuando construyeron aquello, que significara corrección y rectificación de una orden equivocada. Aquello convertía al verde en una operativa señal de llamada.
«Nada sucedió. La tecla verde no bastaba por sí sola. Miré de nuevo, apretando la tecla verde y el botón que había presionado primero.
»EI aparato volvió a zumbar. Ahora emitió una nota más grave, un sonido enteramente distinto, y en su interior se produjo una serie de frenéticos chasquidos secos. Entonces se levantó el botón verde. La tecla correspondiente a Neptuno se iluminó ligeramente bajo el indicador. La pantalla comenzó a parpadear con una luz grisácea. Y, de repente, el zumbido se hizo estridente, como si soportara una sobrecarga; la pantalla se apagó y la pequeña señal luminosa de la tecla de Neptuno quedó oscurecida. La señal había sido lanzada a los espacios.
«Mirando fijamente, esperé minuto tras minuto, pero la pantalla se iba oscureciendo, cada vez más, de forma paulatina. La energía se iba consumiendo. El último residuo de energía almacenada estaba siendo enviado al infinito espacio. «¡Oh! —gemí—. Ya no queda ninguna esperanza... ninguna.».
«Comprendí que la señal tardaría horas en llegar hasta aquel distante planeta, viajando a la velocidad de la luz, aunque hubiera sido correctamente dirigida. Pero las maquinarias que lo estuvieron haciendo durante años, probablemente habrían enmudecido desde hacía mucho tiempo por falta de energía.
»No obstante, allí permanecí hasta que cesó el rumor de todos los motores y la pantalla quedó tan apagada como la había encontrado. Deje de oprimir el botón de mando y me retiré aturdido por el total derrumbamiento de una insana esperanza. Experimentalmente, volví a presionar el símbolo de Neptuno. Quedaba ya tan poca fuerza que su imagen sólo emitió una luz imperceptible.
»Me marché lleno de amargura y desamparo. La imagen de la Tierra hacía mucho tiempo que se había borrado, y mi mano fue la que gastó sus escasos y últimos recursos. La ciudad eterna había agotado todas sus fuerzas para servir a la raza que la construyó, y yo, desde los albores del tiempo, en el ocaso de la existencia, había consumido hasta el último átomo de la vida.
»Con paso lento volví al techo donde brillaban los soles agonizantes. En recto, sólo hubiera caminado media milla, pero la ascensión por sus rampas espirales multiplicaba el camino. Fui subiendo despacito, pues sólo la vida conoce las prisas y yo era ya un hombre muerto.
En medio de una barahúnda de torres heladas y multicolores, encontré un banco de metal labrado. Me senté en él y extendí la vista, a través de la ciudad congelada, hasta el mundo de hielo que se dibujaba más allá y hacia el Sol rojo decadente.
»No sé cuánto tiempo estuve sentado allí. Pero algo susurró dentro de mi cabeza.
»"Te estuvimos buscando en la máquina de televisión." Salté del banco y miré sobresaltado a mi alrededor.
»En el aire flotaba un brillante dirigible de metal. A la vista de aquella luz presentaba un color rojo rubí, con una longitud de veinte pies y diez,de diámetro. De sus portañolas brotaba -una brillante y cálida luz naranja. Lo miré asombrado.
»"¡Lo he conseguido! —dije sin aliento."
»"EI haz electrónico llevaba suficiente fuerza para excitar a los amplificadores, cuando llegó a Neptuno —replicó la criatura dentro de la máquina."
»Yo no podía verla; sabía que no la estaba oyendo, pero no me sorprendió, en cierto modo.
»"Tu oxígeno está casi agotado, y creo que tu cerebro sufre de anoxemia. Te sugiero que entres en esta cámara de presión donde hay aire."
Ignoro cómo lo sabría aquella criatura pero los aparatos medidores confirmaron sus palabras. El oxígeno estaba a punto de acabarse. Si abría del todo las válvulas quizás me quedara para una hora más pero, aún así,..o resultaba muy tranquilizador.
Penetré en la cámara. Me sentí renovado y jubiloso. Allí había vida. Este universo no estaba tan muerto como yo había supuesto. No volvería a la Tierra, tal vez, pero no me quedaba otra alternativa. ¡Aquellos seres tenían naves espaciales! Subí con avidez y un extraño escalofrío recorrió mi cuerpo cuando traspasé el umbral de la portañola. La puerta se cerró herméticamente detrás de mí, produciendo un sonido suave al encajar en sus juntas y una bomba chirrió por un momento. Luego se abrió la puerta interior. Penetré por ella e instantáneamente apagué mis calentadores de alcohol. ¡Allí abundaba el calor, la luz y el aire!
»En seguida me solté las ligaduras y abrí la cremallera interior. Treinta segundos más tarde me despojé del traje y respiré profundamente. El aire era limpio, dulce y cálido; ofrecía una fragancia vigorizante, como si hubiera pasado antes por encima de millas de campos verdes -y soleados. Olía a vida y a juventud.
«Entonces busqué al hombre que había venido a rescatarme. No había nadie. En la proa de la nave, junto a los mandos, flotaba un globo metálico de 1,25 m. de diámetro, ligeramente iluminado por una luz cálida y dorada. La luz vibraba lenta o rápidamente, al mismo ritmo que sus pensamientos, y entonces supe que era aquello lo que me había hablado.
«"¿Esperabas encontrar a un humano? —me dijo con el pensamiento—. No quedan humanos. No existen desde un tiempo que no puedo expresar en forma comprensible para tu mente. Ah, sí, tú posees medios matemáticos de expresión, pero resulta inoperante porque no abarca a esta clase de tiempo. Pues el último de los humanos pe- reció antes de que el Sol cambiara su estado original G.O... Hace mucho, muchísimo tiempo.»
»Le miré lleno de dudas. ¿De dónde procedería aquel ser inverosímil, ¿Se trataba de una criatura viviente encerrada dentro de una caja protectora, o de una máquina perfecta?
«Sentí que escudriñaba en mis pensamientos, oscilando levemente su lucecilla dorada. Y, dé pronto, se me ocurrió mirar por la portilla. Los rojos y agonizantes soles giraban vertiginosamente. La Tierra hacía mucho que había desaparecido. Mientras miraba se me ofreció a la vista, de súbito, un disco rojo, increíblemente sombrío, enorme. Atenazado por el pánico, miré a Neptuno.
El planeta era escasamente visible cuando ya nos encontrábamos de él a doce millones de millas. Era un mundo de pedrería. Sus ciudades, grandes y perfectas, seguían resplandeciendo, iluminadas desde arriba por una luz de oro tenue y desde abajo por otra más austera de color azul brillante, formada por vapores de mercurio.
Nuevamente me habló: "Somos máquinas; las últimas máquinas desarrolladas por el hombre. Cuando nosotros nacimos, el hombre ya había muerto.
»"Con todo lo que hemos aprendido en los incontables megaaños pasados, podríamos haber salvado al hombre. Entonces no nos era posible. Pero fue mejor y más prudente que desapareciera la humanidad, que el verla descender tan bajo, como debía, con el tiempo. La evolución surge bajo la presión. La degeneración es el gradual hundimiento por falta de presión, el cual no tiene fin. La vida desapareció de este sistema. Es una polvorienta eternidad que no puedo ordenar en mi memoria; en mi clase de memoria, para ser preciso porque he perfeccionado todas las memorias de aquellos a quienes reemplacé. Pero mi memoria no puede retroceder hasta el tiempo en que tú estás pensando, hasta el tiempo en que las constelaciones...
»"Es inútil intentarlo. Aquellas memorias fueron enterradas por otras y éstas, a su vez, fueron sepultadas por el peso de un billón de siglos.
«"Ahora entramos en... —nombró una ciudad cuyo nombre no soy capaz de reproducir—. Debes volver a la Tierra, aunque sea en siete días, y cuarto de los tuyos, porque el eje magnético traspasa el tiempo y el espacio al contraer la tensión de sus campos. Creo que conseguiré introducirte en ella.»
»Así pues, penetré en aquella ciudad, en la ciudad viviente de las máquinas que existió cuando el tiempo y el universo eran jóvenes.
»Yo no sabía entonces que, cuando todo el universo se había desintegrado, cuando el último sol estaba negro y frío, como polvo diseminado en un fragmento de un universo disgregado, este planeta, con sus ciudades mecánicas, continuaría subsistiendo, igual que un último copo de luz y calor, en un universo extinguido desde tiempo inmemorial. Entonces no lo sabía.
»"¿Aún te sigues preguntando por qué dejamos que muriera el hombre? —preguntó la máquina—. Fue mejor así. En otro breve millón de años habría perdido su elevada posición. Fue mejor así.
»"Ahora somos nosotros los sucesores del hombre. Y no pereceremos como pereció él.
Existe una sucesión automática entre nosotros.»
»En cierto modo lo comprendí. Me fue dado a entender la ciega continuación, sin propósito ni fin determinado, de las ciudades mecánicas. No poseían inteligencia, sólo funciones. Estas máquinas, estos investigadores vivientes, pensantes y racionales, no tenían más que una función. Su función era ligeramente distinta: estaban diseñados para curiosear e investigar eternamente. Y su esfuerzo era el que menos propósitos entrañaba, porque no podrían nunca llegar a su fin. Las ciudades luchaban eternamente sólo contra la ciega destrucción de la naturaleza, contra el desgaste, la decadencia, la erosión.
«Pero su lucha, en tanto existieran, tenía un eterno oponente. Las máquinas...
¿inteligentes?, no, no totalmente inteligentes, sino otra cosa; llamémoslas curiosas. Las máquinas carecían de oponentes. Tenían que ser curiosas; tenían que seguir investigando. Y así lo llevaban haciendo desde tiempos tan incomprensiblemente remotos que ya no les quedaba nada sobre qué curiosear. Quienquiera que las hubiera diseñado las dotó de funciones y olvidó sus propósitos. Su única curiosidad consistía en preguntarse si existía, en cualquier parte, alguna cosa más que aprender.
«Aquello, y el problema que no deseaban resolver, pero que debían intentar resolverlo, constituía la ciega función de su misma estructura.
«Aquellas ciudades eternas eran limitadas. Las máquinas había visto el límite y también la esperanza de un cese final. Trabajaban en la energía del átomo. Pero las masas de los soles eran aún tremendas... Habían muerto por falta de energía. Otro tanto podía decirse respecto a la masa de los planetas. Pero ellas también estarían muertas por falta de energía.
»Las máquinas de Neptuno me proporcionaron comida y bebida; eran unos alimentos y bebidas extraños y sintéticos. No se veían en todo el planeta. Por fuerza, hicieron funcionar una máquina, parada desde hacía más de un billón de años, para que yo pudiera comer. Tal vez eso les reportara cierto regocijo. Mi gran estado de consunción les inducía a creer en mi próxima muerte.
«Gastaron poco, muy poco conmigo, porque su grado de eficiencia no tenía comparación. En todo el universo no hay más que un solo combustible: el hidrógeno. Con el hidrógeno, el más liviano de todos los elementos, se puede obtener el más pesado y liberar energía. Ellos sabían la manera de destruir la materia completamente para producir energía y podían hacerlo.
Pero mientras que la liberación de energía de un compuesto de hidrógeno con elementos pesados resulta controlable, la que se extrae con la desintegración de la materia da lugar a un proceso de autorregeneración. Una vez que comienza, se va propagando en cadena sucesivamente a través de la materia y resulta incontrolable. Es imposible utilizar toda la energía de la materia.
«Los soles habían llegado a quemar su hidrógeno hasta un extremo tal, que ya no podían seguir quemando más.
»En la Tierra no quedaba un solo átomo de hidrógeno; lo mismo sucedía en los demás planetas, salvo en Neptuno. Pero ahora, sus reservas no eran grandes. Mientras estuve allí, usé una apreciable fracción de ella. Es su última esperanza, y ahora, ya pueden ver el fin.
«En los pocos días que estuve allí, las máquinas iban y venían, siempre investigando, siempre curioseando. Pero en todo ese universo no hay nada que investigar; sólo hay un problema que no pueden resolver.
»La máquina me devolvió a la Tierra. Puso junto a mí algo que resplandecía con una luz peculiar, de color gris constante. Fijaría el eje magnético sobre mí, sobre mi localización, en cosa de pocas horas. Ya no pudo seguir allí y regresó a Neptuno, pero distaba sólo unos millones de millas en este sistema solar arrugado como una momia.
»Me quedé solo sobre el techo de la ciudad, en el jardín helado, con su falaz semblanza de vida.
»Y me acordé de la noche del velatorio que había pasado al lado de aquel difunto. Había llegado allí y lo había visto morir; reinó un silencio absoluto y yo quise tener alguien con quien hablar.
«Igual me ocurría ahora. Abrumado comprendí que estaba velando, en la noche del universo, en la noche y la paz del universo, al cuerpo de un planeta muerto, a las pálidas esperanzas de las incontables e innumerables generaciones de hombres y mujeres. El universo estaba muerto y yo lo estaba velando solo en la quietud de la muerte.
»Allá en la lejanía, en el planeta Neptuno, agonizaba el último hálito de vida; era el aleteo engañoso de una vida sin propósitos. Pero tampoco era vida porque ésta, igual que el mundo, estaba muerta.
«Supe que ya no habría allí más sonidos, durante el corto tiempo que quedaba. Porque esto eran las tinieblas y la noche del tiempo y del universo. Era inevitable, el inevitable fin que se mostraba distante en mis días, en ios ancestrales tiempos cuando las estrellas eran potentes faros en el poderoso espacio, no los agonizantes candelabros que ahora alumbraban a un planeta muerto.
Era inevitable, pues; los candelabros debían quemar energía para ofrecer su fanfarrón espectáculo. Pero ahora los podía ver goteando lentamente, agotando sus últimas e infructuosas reservas de energía, igual que las habían agotado las máquinas de aquí abajo en su desesperado y fiel esfuerzo por intentar la reparación de una ciudad que ya estaba muerta.
Hacía un billón de años que el universo estaba muerto. Comprendí que aquello era la última radiación de calor despedida por un cadáver, en una especie de imitación de la vida y el calor. Los soles llevaban muchísimo tiempo sin producir energía. Estaban muertos y sus cadáveres estaban exhalando el último y moroso calor de la vida, antes de acabar de enfriarse.
»Eché a correr. Creo que corría huyendo de la visión que presentaban en el cielo aquellos soles rojos y mortecinos, refugiándose en el negro sudario de la ciudad muerta que tenía debajo, donde no me inquietaba la falta de luz, de calor ni de vida, ni de imitación de vida.
»La completa oscuridad me sosegó un poco, en cierto modo. Cerré mis válvulas de oxígeno porque deseaba morir cuerdo, incluso aquí, y me constaba que ya no iba a regresar.
¡Sucedió lo imposible! Volví en mí sintiendo este oxígeno puro ante mi rostro. No Sé cómo vine; sólo sé que aquí hay calor y vida.
»En algún lugar, en la parte extrema de aquella bobina de bismuto, inevitablemente inmóvil, yace el planeta muerto y fluctúan, gota a gota, los candelabros que alumbran la vigilia de la muerte que yo debo guardar en la consumación de los tiempos.
Fin
JOHN W. CAMPBELL
John Wood Campbell nació en Newark, New Jersey, el 8 de junio de 1910. Su padre era ingeniero eléctrico y trabajaba para la Bell Telephone Co. Precozmente intelectual, John no tuvo virtualmente amigos en su juventud. En 1928 su padre le hizo entrar en el Massachusetts Institute of Technology, lo que explicaría su gran interés posterior por la ciencia.
Pero, ya desde joven, John se había sentido instintivamente atraído por la ciencia ficción, comprando las revistas literarias cuando estas contenían relatos anticipativos. Descubrió el primer ejemplar de Amazing Stories al aparecer en abril de 1926 y ya desde entonces quedó convertido en un fanático del género. Luego, iniciaría una carrera literaria en la que destacan obras tan importantes como The Black Star Passes, Invaders from the Infinite, Cloak of Aesir y Who Goes There? (Publicada en el n° 6 de la revista española Nueva Dimensión con el título El enigma de otro mundo). Pero, sin duda, su aportación más trascendental al campo fueron las tres décadas en que actuó como director de la revista Astounding, puesto desde el que consiguió crear una verdadera escuela de relatos, particularmente interesados por los aspectos científicos de la trama.