Publicado en
febrero 01, 2017
Unos han nacido para disfrutar de los gatos; otros, para cargar con ellos.
Por Gilbert Millstein.
POR RAZONES que ignoro y que pocas intenciones tengo de averiguar, el mundo sufre (no existe verbo más apropiado para describirla) la tiranía (tampoco hay término más adecuado) de los gatos: nos atormentan los gatos mismos; las novelas y poesías sobre los mininos y también las escritas con palabras puestas en boca de los gatos; las comidas para gatos, ropas para vestirlos, artefactos para que se sienten, duerman,, mediten, se rasquen; pinturas, dibujos e historietas de gatos. Todo en aterradora abundancia.
Conozco un veterinario muy competente que presenta la cuenta de sus honorarios directamente a nombre de su gatuno paciente, aunque a cargo de su dueño, y haciendo como si la cuenta la enviase uno de sus propios felinos.
También conozco a una sicóloga que adora a los gatos; que los adora locamente. Tiene... ¿cuántos diré?... centenares de ellos, y no soporta la idea de privarse de ninguno. Incluso, cuando se le muere cualquiera de los animalitos, lo envuelve en una bolsa de plástico, le cuelga una tarjeta de identificación y lo mete en el congelador. Me he hecho el propósito de no contratar jamás sus servicios profesionales.
Hace unos días me enredé en una conversación acerca de los gatos con cierta señora que tiene seis. Y digo me "enredé" porque, después de haber tomado con ella un par de tragos, tropecé contra una especie de poste instalado a propósito para que los mininos afilen sus uñas, y me lastimé la espinilla derecha. Para colmo, los seis gatos de la señora, agazapados en diferentes rincones de la sala en actitud alarmante, me observaban fijamente. Con malicia. Todos los gatos miran así, pero yo todavía no he podido acostumbrarme a ello.
Trastornado por la bebida y molesto por el dolor en la espinilla, dirigí a la señora una pregunta deliberadamente agresiva:
—¿Por qué razón le gustan a usted los gatos?
—Porque soy gata —me contestó sin titubear.
Tal respuesta me alarmó y decidí marcharme. Todos tenemos nuestros secretitos. La señora tenía el suyo y yo tengo el mío.
Mi secreto es que también yo tengo un gato.
Algunos hombres sienten innata afición a los gatos; otros se ven obligados a cargar con alguno. El mío es una gata de azotea, de pelaje rayado. Me cargaron con el animalito, hace nueve años, mi mujer y mi hija, exponiéndome la reprobable teoría de que a ellas su presencia no les molestaría y que para mí no sería un estorbo. Me explicaron que no les había costado nada. Pero no hay gato que no cueste: veterinarios, vacunas, alimentos, jaula para transportarlo... La lista es interminable.
La gata araña la puerta de nuestro dormitorio todas las mañanas a las 5:45, como para enloquecer a cualquier prójimo, y exige con sonoros maullidos que se le dé de comer. Y soy yo, por supuesto, quien ha de hacerlo. Se me acomoda tranquilamente sobre la barriga cuando estoy tratando de leer y, si no la acaricio según su gusto, me bufa o me araña, o ambas cosas a la vez, y luego escapa corriendo a comer un poco más con aire enfurruñado.
Así todo, por alguna razón, dedica la mayor parte de sus sospechosas atenciones a mi persona. Detesta a mi hijo, tolera difícilmente a mi mujer y a mi hija y aborrece a nuestros amigos o a toda persona desconocida. Es irascible y me cae muy mal: sólo se me ocurre que su carácter es digno del mío.
Pero tengo una sospecha: y es que quiero de veras a la maldita gata. En primer lugar, porque compartimos los mismos prejuicios. En segundo, porque suele halagarme como corresponde. Y en tercero, porque, al igual que el gato, me reservo el derecho de ser totalmente ilógico.
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