JUEGOS DE CARRETERA (Orson Scott Card)
Publicado en
febrero 14, 2017
Excepto Donner Pass, todo era aburrido en la carretera de San Francisco a Salt Lake City. Stanley la había recorrido tantas veces que se conocía Nevada de memoria: un camino infinito serpeando entre cerros cubiertos de salvia.
—Cuando Dios terminó de crear paisajes —decía Stanley—, quedaba mucha tierra en Nevada, y Dios dijo: «Uf, al cuerno con eso», y así quedó Nevada desde entonces.
Stanley estaba relajado. No llevaba prisa para regresar a Salt Lake, así que, para aliviar el aburrimiento, se puso a practicar juegos de carretera.
Primero jugó a Ángeles Azules. En la ladera de la Sierra Nevada encontró a dos coches que circulaban juntos a ochenta kilómetros por hora. Puso su Datsun 260Z en formación con ellos y avanzaron a ochenta por hora, bloqueando todos los carriles de la autopista. El tráfico comenzó a acumularse detrás.
El juego tuvo éxito. Los otros dos conductores entraron en el espíritu del asunto. Cuando el coche del medio se adelantó, Stanley se quedó a la misma altura del conductor de la derecha, de modo que continuaron en formación de flecha. Hicieron diagonales, embudos; bailotearon durante media hora; y cuando uno se adelantaba un poco, los airados conductores de atrás seguían a ese coche.
Al fin Stanley se cansó del juego, aunque le divertían los bocinazos y el guiño de los faros. Tocó la bocina, saludó jovialmente al conductor de al lado, apretó el acelerador y se adelantó a cien kilómetros por hora, bajando pronto a noventa mientras los demás coches, cuyos conductores deseaban compensar el tiempo perdido o ese largo encierro, lo pasaban a mayor velocidad. Muchos protestaron con bocinazos, miradas feroces y gestos obscenos. Stanley les respondía con una sonrisa.
Al este de Reno volvió a sentir aburrimiento.
Decidió jugar al seguimiento. Un AM Hornet amarillo iba delante de él, a unos noventa por hora. Una buena velocidad. Stanley se colocó detrás del coche, a unos diez metros, y lo siguió. Lo conducía una mujer cuyo cabello oscuro volaba en el viento que entraba por las ventanillas abiertas. Stanley se preguntó cuánto tardaría en notar que la seguían.
Dos canciones por radio (la medida temporal de Stanley para sus viajes) y, en medio de un anuncio de laca, la mujer comenzó a alejarse. Stanley se enorgullecía de sus rápidos reflejos. La mujer no pudo distanciarse mucho; incluso cuando llegó a los cien por hora, Stanley se mantuvo detrás.
Tarareó una vieja canción de Billy Joel mientras la emisora de Reno comenzaba a perderse. Buscó otra emisora, pero sólo encontró country, un género que detestaba. Así que continuó en silencio mientras la mujer del Hornet aminoraba la velocidad.
Iba a cincuenta por hora, pero Stanley no la pasaba. Stanley rió. Estaba seguro de que a esas alturas imaginaba lo peor. Un violador, un ladrón, un secuestrador resuelto a destruirla. Miraba por el espejo retrovisor.
—No te preocupes, querida —dijo Stanley—. Soy sólo un chico de Salt Lake City con ganas de divertirse.
Ella redujo a treinta, y él siguió detrás; aceleró repentinamente a setenta, pero el Hornet no podía superar al Z.
—He ganado cuarenta mil dólares para la empresa —cantó Stanley en el silencio del coche—, y eso representa seis mil para mí.
El Hornet se colocó detrás de un camión que subía penosamente una cuesta. Había un carril libre, pero el Hornet no lo usó, al parecer esperando que Stanley lo pasara. Stanley no pasó. Así que el Hornet viró al costado, se puso a la altura del morro del camión y avanzó paralelamente durante el resto de la cuesta.
—Ah —dijo Stanley—. Jugando a los Ángeles Azules con el Pacific Intermountain Express. —La siguió de cerca.
En la cima de la colina, el carril de paso terminó. A último momento el Hornet se puso delante del camión y permaneció a pocos metros. No había espacio para Stanley, y ahora un coche venía hacia él por el camino de dos carriles.
—¡Qué zorra! —murmuró Stanley. En una fracción de segundo, porque al enfadado Stanley no le gustaba ceder, decidió que esa mujer no sería más lista que él. Trató de meterse en el espacio libre que quedaba entre el Hornet y el camión.
No había lugar. El conductor del camión tocó la bocina y frenó; la mujer, intimidada, se adelantó. Stanley se salió del camino mientras el coche que venía de frente, conducido por un padre con su esposa y varios niños anonadados ante el choque inminente, pasó por la izquierda.
—Te crees muy lista, ¿eh, zorra? Pues Stanley Howard se cree rico. —Frases tontas, pero sonaban bien y Stanley las cantó en varias claves mientras seguía a la mujer, quien ahora iba a ochenta y cinco a pocos metros. El Hornet tenía placas de Utah. Iba a seguir largo rato en ese camino.
Stanley divagaba. Olvidó las placas de Utah para pensar en el restaurante de Alioto y su tajante conclusión de que, por muy cerca que estuviera del muelle, no servía mejor pescado que Bratten en Salt Lake. Decidió que tendría que comer allí pronto, para comprobar si su impresión era correcta; se preguntó si debía molestarse en invitar de nuevo a Liz, quien obviamente no tenía interés; se preguntó si Genevieve aceptaría.
Y el Hornet ya no estaba delante.
Iba a sólo setenta por hora, y el camión de Pacific Intermountain Express lo estaba alcanzando en un tramo recto. Delante había curvas que viraban hacia un paso de montaña. Ella debía de haber acelerado cuando él no lo notaba. Pero Stanley aceleró cada vez más, y no la veía. Debía de haber virado en alguna parte, y Stanley rió al pensar en sus jadeos y palpitaciones. Qué alivio debía de haber sido, pensó Stanley. Pobre mujer. Qué juego tan perverso. Rió de deleite, en silencio, sacudiendo el pecho y el vientre sin hacer ruido.
Se detuvo a cargar gasolina en Elko, compró un paquete de bizcochos en la máquina de la gasolinera y al subirse al coche advirtió que el Hornet pasaba junto a él.
Por un instante Stanley titubeó, decidió no continuar con la persecución, pero al fin arrancó y condujo por la calle mayor de Elko a pocas manzanas del Hornet. La mujer se detuvo ante un semáforo. Cuando el disco cambió a verde, Stanley estaba detrás de ella. La mujer miró por el espejo retrovisor, se puso tensa, con miedo en los ojos.
—No te preocupes —dijo Stanley—. Esta vez no te seguiré. Sólo me dirijo a casa.
De pronto la mujer, sin encender el intermitente, se detuvo en un aparcamiento. Stanley continuó con calma.
—¿Ves? —dijo—. No te sigo, no te sigo.
A pocos kilómetros de Elko salió de la carretera. Sabía por qué esperaba, pero lo negó. «Sólo descanso —se dijo—. Sólo he parado aquí porque no tengo prisa por llegar a Salt Lake City». Pero estaba pesado y caluroso, y con el coche detenido no soplaba la menor brisa por las ventanillas del Z. «Vaya idiotez —se dijo—. ¿Por qué sigo a esa pobre mujer? ¿Por qué diablos estoy aquí sentado?».
Aún estaba allí cuando ella pasó. La mujer lo vio y aceleró. Stanley puso primera, entró en la carretera, la alcanzó y se le puso detrás.
«Soy un imbécil —se dijo—. Soy el idiota más grande de la autopista. Tendrían que matarme». Lo decía en serio, pero se quedó detrás de ella, maldiciéndose constantemente.
En el silencio del coche el ruido del viento no contaba como sonido; el ruido del motor no existía para sus oídos acostumbrados; recitó las velocidades mientras avanzaban.
—Setenta, ochenta, ochenta y cinco en una curva. ¿Hemos perdido el juicio? Noventa, ojo, en cualquier momento aparecerá un policía de Nevada.
Conducían a velocidades absurdas; ella frenaba bruscamente en ocasiones; los reflejos de Stanley siempre eran rápidos y se mantenía a cierta distancia.
—En realidad soy un buen tipo —le dijo a la mujer del coche, que era bonita, comprendió Stanley, recordando que le había visto la cara al pasarla en Elko—. Si me conocieras en Salt Lake City, simpatizarías conmigo. Alguna vez te invitaría a salir. Y si no eres una envarada chica mormona, quizá lleguemos a algo. Soy un buen tipo.
Ella era bonita, y mientras la seguía («¿Qué? ¿Ciento veinte? No sabía que un Hornet pudiera alcanzar los ciento veinte»), se puso a fantasear. La imaginó quedándose sin gasolina, temblando de pánico porque en un tramo solitario quedaría a merced del loco que la seguía; Pero en su fantasía, cuando él se detenía ella empuñaba un arma, ella dominaba la situación. Lo encañonaba con el arma, le obligaba a darle las llaves del coche, le obligaba a desnudarse, cogía la ropa y la ponía en el maletero del Z y se llevaba el coche.
—La peligrosa eres tú, querida —dijo Stanley. Revivió la fantasía varias veces, y cada vez ella pasaba más tiempo con él antes de dejarlo desnudo en la cuneta, con un Hornet sin gasolina y temblando de deseo.
Stanley comprendió la dirección en que lo habían llevado sus fantasías.
—He estado solo mucho tiempo —dijo—. Muy solo mucho tiempo, y Liz no se abre una sola cremallera sin permiso. —La palabra «solo» le hizo reír, pensando en poesía cursi. Canturreó—: No me sepultéis en la solitaria pradera, donde aúllan los coyotes y el viento sopla desbocado.
Siguió a la mujer durante horas. Sin duda ella había entendido que era un juego. Ya debía de saber que él no quería hacerle daño. No tenía nada para obligarla a detenerse. Sólo la seguía.
—Como un perro amistoso —dijo Stanley—. Arf. Guau. Grrr.
Y de nuevo se puso a fantasear hasta que vio las luces de Wendover y comprendió que era de noche. Encendió los faros. El Hornet aceleró, las luces traseras fulguraron un instante y pronto se confundieron con las luces y letreros que anunciaban que era la última oportunidad de perder dinero antes de entrar en Utah.
En Wendover había un coche patrulla en la cuneta, las luces intermitentes encendidas. Un pobre diablo a quien habían pillado por exceso de velocidad. Stanley esperaba que la mujer fuera lista y se detuviera detrás del policía, mientras Stanley cruzaba la frontera y salía de la jurisdicción de Nevada.
Sin embargo el Hornet siguió de largo, aceleró, y Stanley quedó azorado un instante. ¿Esa mujer estaba loca? Debía de estar muerta de miedo, y cuando aparecía una oportunidad de alivio y rescate, la ignoraba. Claro, razonó Stanley, mientras seguía al Hornet fuera de Wendover internándose en la larga franja de la carretera de los Salt Fiats, claro que no se detuvo. La pobre sabía que había violado los límites de velocidad y sentía miedo de los policías.
Loca. La gente hace cosas locas bajo presión, decidió Stanley.
La carretera se internaba en la negrura. No había luna. Algunas estrellas, pero no había nada en ambos costados, así que los coches avanzaban como por un túnel: una línea hipnótica a la izquierda, faros detrás, luces traseras delante.
¿Cuánta gasolina contenía el tanque de un Hornet? Los Salt Fíats seguían un buen tramo antes de la primera gasolinera, y con el horario diurno de ahorro de energía debían de ser las diez y media, las once, tal vez sólo las diez, pero algunas de esas gasolineras estarían a punto de cerrar. El Z de Stanley llegaría a Salt Lake con gasolina de sobra después de haber llenado el tanque en Elko, pero el Hornet quizá se quedara sin combustible.
Stanley recordó sus fantasías de esa tarde y las trasladó a un ambiente nocturno: el pánico de esa mujer en la oscuridad, el centelleo del arma a la luz de los faros. Esa mujer iba armada y era peligrosa. Llevaba drogas a Utah, y creía que él era de la mafia. Tal vez pensaba que él planeaba asaltarla en ese páramo remoto y solitario. Tal vez estaba revisando el arma.
Ciento veinte, anunciaba el velocímetro.
—Vas bastante rápido, querida —dijo Stanley.
Ciento treinta, anunciaba el velocímetro.
«Claro —comprendió Stanley—. Se está quedando sin gasolina. Quiere acelerar todo lo posible, para tener impulso suficiente para continuar cuando se le agote».
«Pamplinas. Está oscuro y la pobre está muerta de miedo. Tengo que acabar con esto. Es peligroso. Está oscuro y es peligroso y este juego estúpido ha durado seiscientos kilómetros».
No quería hacerlo durar tanto.
Pasó frente a los letreros que indicaban que se acercaba la primera curva grande. Stanley estaba acostumbrado a ese trayecto, pero muchas personas que desconocían la región creían que ese camino era siempre recto. Pero había curvas sin razón alguna, antes de las montañas, antes de cualquier cosa. Y como era típico del Departamento de Carreteras de Utah, el letrero que anunciaba la curva estaba justo en medio del recodo. Por instinto, Stanley aminoró la marcha.
No así la mujer del Hornet.
A la luz de sus faros, Stanley vio que el Hornet salía de la carretera. Los frenos rechinaron mientras él pasaba de largo. El Hornet brincó de morro, volcó y brincó de cola, se tumbó, aterrizó sobre el techo y se detuvo. Stanley paró el coche, miró por encima del hombro. El Hornet estalló en llamas.
Stanley se quedó un minuto, jadeando, temblando. Horrorizado. Horrorizado, insistió, diciéndose:
—¡Qué he hecho! ¡Por Dios, qué he hecho!
Pero incluso mientras fingía estar espantado sabía que tenía un orgasmo, que el temblor de su cuerpo era la eyaculación más potente que había tenido jamás, que había tratado de tocarle el trasero al Hornet desde Reno y al fin, ahora, se había corrido.
Continuó conduciendo. Condujo veinte minutos y llegó a una gasolinera con un teléfono público. Bajó rígidamente del coche, los pantalones pegajosos y mojados, y buscó una pegajosa moneda en el pegajoso bolsillo. La insertó en el aparato. Marcó el número de socorro.
—He pasado un coche en los Salt Fíats. Estaba en llamas. Veinte kilómetros antes de la gasolinera Chevron. En llamas.
Colgó. Reanudó la marcha. Minutos después vio un coche patrulla con las luces intermitentes encendidas, dirigiéndose a toda velocidad en rumbo contrario. De Salt Lake City al desierto. Y más tarde vio pasar una ambulancia y un coche de bomberos. Stanley aferró el volante con firmeza. Lo sabrían. Verían las marcas de sus llantas. Alguien diría que el Z seguía al Hornet desde Reno hasta que la mujer del Hornet murió en Utah.
Pero incluso en medio de su inquietud tuvo la certeza de que nadie lo sabría. No la había tocado. No había una sola marca en el coche.
La carretera se transformó en una calle de seis carriles, con moteles, restaurantes baratos a ambos lados. Pasó bajo la autopista, cruzó la vía del ferrocarril. La calle North Temple hasta la Segunda Avenida, la escuela a la izquierda, los letreros de CIRCULE DESPACIO, todo normal, normal como lo había dejado, todo como siempre había sido cuando regresaba de un largo viaje. La calle L, los apartamentos Chateau LeMans; aparcó en el garaje subterráneo, se apeó. Todas las puertas se abrieron sin dificultad. Su habitación estaba intacta.
«¿Qué diablos esperaba? —se preguntó—. ¿Sirenas persiguiéndome? ¿Cinco detectives esperando en mi salón para esposarme?».
La mujer, la mujer había muerto. Trató de sentir remordimiento. Pero lo único que pudo recordar, lo único importante, fue el espasmo de su cuerpo, la sensación de que el orgasmo no terminaría nunca. No había nada, nada parecido en el mundo.
Se durmió enseguida, sin problemas. ¿Asesino?, se preguntó mientras conciliaba el sueño.
Pero su mente cogió esa palabra y la alojó en una zona de la memoria donde Stanley no pudiera recobrarla. No puedo resistirlo. No puedo resistirlo. Así que decidió olvidarlo.
Al día siguiente Stanley notó que evitaba mirar el periódico, así que se obligó a hojearlo. No era noticia de primera plana. Estaba sepultada en la sección de noticias locales. Se llamaba Alix Humphreys. Veintidós años, soltera, secretaria en una empresa de abogados. La foto mostraba a una muchacha joven y atractiva.
«Aparentemente la conductora se durmió al volante, según los investigadores de la policía. El vehículo iba a más de ciento veinte kilómetros por hora cuando ocurrió el luctuoso episodio».
Luctuoso.
Magnífica palabra para describir las llamas.
Aun así, Stanley fue a trabajar como de costumbre, coqueteó con las secretarias como de costumbre, e incluso condujo su coche como de costumbre, con cuidado y cortésmente.
Pero poco después comenzó de nuevo con sus juegos de carretera. En su camino a Logan, jugó al seguimiento, y una mujer en un Honda Civic se estrelló contra una camioneta mientras trataba de pasar a un camión en la cima de una loma de Sardine Canyon. Los informes policiales no mencionaron (y nadie supo) que la mujer trataba de alejarse de un Datsun 260Z que la había seguido implacablemente durante más de cien kilómetros. Se llamaba Donna Weeks, y tenía dos hijos y un esposo que la esperaba en Logan esa noche. No pudieron sacar todo el cuerpo del coche.
En un viaje a Den ver, una esquiadora de diecisiete años perdió el control en una carretera nevada, y su Volkswagen se estrelló contra una montaña, volcó y rodó por un peñasco. Increíblemente, uno de los esquíes que llevaba en la parte trasera del coche quedó intacto. El otro quedó hecho trizas. La cabeza, de la mujer atravesó el parabrisas. El cuerpo no.
Las carreteras que unían el puesto comercial de Cameron con Page, Arizona, eran las peores del mundo. Nadie se sorprendió cuando una modelo de Phoenix de dieciocho años se mató al chocar contra la parte trasera de una camioneta aparcada junto al camino. Iba a ciento cincuenta por hora, lo cual no sorprendió a sus amigos, pues decían que le gustaba correr, sobre todo de noche. Un chico de la camioneta murió mientras dormía, y la familia fue hospitalizada. No se mencionó al Datsun con placas de Utah.
Y Stanley comenzó a recordar con mayor frecuencia. En los rincones secretos de su mente no había lugar para retener todo esto. Recortaba las fotos del periódico. Soñaba con ellos de noche. En sus sueños siempre lo amenazaban, siempre merecían ese final. Cada sueño terminaba con un orgasmo. Pero nunca era una convulsión tan fuerte como el éxtasis de la colisión en la carretera.
Jaque. Y mate.
Apunten, fuego.
Dieciocho, siete, veintitrés, y arriba.
Juegos, todos juegos, y el momento de la verdad.
—Estoy enfermo. —Chupó la punta de su bolígrafo Bic de cuatro colores—. Necesito ayuda.
Sonó el teléfono.
—¿Stanley? Soy Liz.
Hola, Liz.
—Stanley, ¿no vas a contestar?
Vete al cuerno, Liz.
—Stanley, ¿qué juego es éste? Hace nueve meses que no llamas, y ahora te quedas callado mientras trato de hablarte.
Ven a la cama, Liz.
—¿Eres tú, verdad?
—Sí, soy yo.
—Vaya, ¿por qué no contestabas? Stanley, me has asustado. Me has asustado, en serio.
—Lo lamento.
—Stanley, ¿qué te ocurría? ¿Por qué no has llamado?
—Te necesitaba demasiado.
—Melodramático, pero cierto.
—Lo sé, Stanley. Te traté muy mal.
—No, no es eso. Yo era demasiado exigente.
—Stanley, te echo de menos. Quiero estar contigo.
—Yo también te echo de menos, Liz. Te he necesitado en estos meses.
Ella continuó charlando mientras Stanley canturreaba en silencio:
«No me sepultéis en la solitaria pradera, donde aúllan los coyotes…».
—¿Esta noche? ¿En mi apartamento?
—¿Eso significa que podré abrir la cerradura sagrada?
—Stanley, no seas malo. Te echo de menos.
—Allí estaré.
—Te quiero.
—Yo también.
Después de tantos meses, Stanley no estaba seguro. Pero Liz era una posibilidad de salvación.
—Me ahogo —dijo Stanley—. Muero. Morior. Moriar. Mortuus sum.
Cuando salía con Liz, cuando estaban juntos, Stanley no jugaba a sus juegos de carretera. No veía morir a esas mujeres. No tenía que esconderse de sí mismo en el sueño.
—Caedo. Caedam. Cecidi.
Mentira, mentira. Salía con Liz la primera vez. Había dejado de verla después. Liz no tenía nada que ver con eso. Nada le ayudaría.
—Despero. Desperaba. Desperavi.
Y como no quería hacerlo, se levantó, se vistió, fue a su coche y salió a la carretera. Se puso detrás de una mujer en un Audi rojo. Y la siguió.
Era joven, pero conducía bien. La siguió desde la Sexta Sur hasta el lugar donde se bifurcaba la autopista, 1-15 al sur, 1-80 al este. Ella permaneció en el carril derecho hasta último momento, viró esquivando otros coches y se metió en la 1-80. Stanley no pensaba dejarla. Él también se internó en el tráfico. Un autobús pegó un bocinazo; rechinaron los frenos. El Z de Stanley quedó sobre dos ruedas, perdió el control; pasó junto a un poste de luz, continuó la marcha.
Y Stanley estaba en la 1-80, siguiendo a cien metros el Audi. Pronto cerró la brecha. Esta mujer era lista, se dijo Stanley.
—Eres lista, querida. No quieres que me salga con la mía. Nadie hoy, nadie hoy.
Quería decir nadie muere hoy, y sabía que eso estaba diciendo (esperando, negando), pero no se permitió decirlo. Hablaba como si tuviera un micrófono delante, grabando sus palabras para la posteridad.
El Audi se metió en medio del tráfico a cien por hora. Stanley lo siguió de cerca. En ocasiones una brecha del tráfico se cerraba antes de que pudiera aprovecharla; buscaba otra. Pero había varios coches en el medio cuando ella viró hacia la última salida antes de que la 1-80 subiera hacia Parley's Canyon. Iba al sur por la 1-215, y Stanley la siguió, aunque tuvo que frenar bruscamente para coger la cerrada curva que conducía de una autopista a otra.
Ella siguió por la 1-215 hasta el final, tomó un camino de dos carriles que serpeaba al pie de la montaña. Como de costumbre, un camión con grava avanzaba a cincuenta por hora, sacudiéndose y arrojando pedregullo por el camino como si fuera caspa. El Audi se puso detrás del camión y Stanley se colocó detrás del Audi.
La mujer era lista. No intentó pasarlo. No en esa carretera.
Cuando llegaron a la intersección de la carretera que iba a Big Cottonwood Canyon, hacia las pistas de esquí (cerradas en primavera, así que no había tráfico), parecía dispuesta a virar a la derecha para coger Fort Union Boulevard hasta la autopista. En cambio giró a la izquierda. Pero Stanley había previsto esa treta, de forma que imitó su movimiento.
Ascendía por el sinuoso camino cuando Stanley pensó que esa carretera no llevaba a ninguna parte. En Snowbird no había salida, el camino trazaba una curva, un rizo que regresaba. Esa mujer, que parecía tan lista, había cometido un estúpido error.
Y luego, pensó, podría pillarla.
—Podría pillarte, muchacha —dijo—. Será mejor que te cuides.
No sabía qué haría si la pillaba. Ella debía de tener una pistola. Debía de estar armada, o no lo desafiaría de este modo.
Cogía las curvas a velocidades absurdas y Stanley tuvo que valerse de toda su destreza para seguirle el ritmo. Era la partida de seguimiento más difícil que había jugado. Pero quizá terminara muy pronto. En cualquiera de esas curvas ella podría estrellarse, toparse con un coche que venía en rumbo contrario. «Ten cuidado —pensó Stanley—. Ten cuidado, ten cuidado, es sólo un juego, no tengas miedo, no sientas pánico».
¿Pánico? En cuanto esa mujer comprendió que la seguían, había acelerado para guiarlo en una alegre cacería. No revelaba la confusión que habían mostrado las demás. Ésta era de cuidado. Cuando él la pillara, ella sabría qué hacer. Ella sabría.
—Veniebam. Veniam. Venies.
Stanley rió de su broma.
De pronto dejó de reír, giró a la derecha, apretó el freno. Acababa de ver un relampagueo rojo en un camino lateral. Sólo un relampagueo, pero con eso bastaba. Esa zorra del Audi rojo pensaba que lo engañaría. Pensaba que podría meterse en un camino lateral y él seguiría de largo.
Patinó en la grava del borde, pero recobró el control y cogió la estrecha pista de tierra. El Audi estaba detenido a pocos cientos de metros.
Detenido. Al fin.
Frenó detrás de ella, apoyó los dedos en el picaporte. Pero por lo visto ella no tenía intenciones de detenerse. Sólo había querido escabullirse hasta que él pasara. Stanley había sido más listo de lo que ella esperaba. Y ahora estaba atrapada en un solitario camino de montaña, aún húmedo de nieve, rodeado sólo de árboles, en un tiempo demasiado cálido para los esquiadores, demasiado frío para los excursionistas. Había querido engañarlo y él la había acorralado.
La mujer arrancó, Stanley la siguió. En el irregular camino de tierra, treinta kilómetros por hora era incómodamente rápido. Ella subió a cuarenta. Estaba maltratando los amortiguadores, pero esa presa no escaparía. No escaparía de Stanley. El Audi era voluptuoso en sus promesas.
Al cabo de interminables bandazos en el desfiladero, las montañas se abrieron revelando un pequeño valle. El camino fue llano por un trecho, aunque no recto. Y el Audi aceleraba increíblemente. La mujer no se daba por vencida. Y era buena conductora. Pero Stanley también era buen conductor.
—Debería terminar con esto —le dijo al micrófono invisible. Pero no terminó. No terminó.
El camino terminó.
Rodeó una curva arbolada y de pronto no hubo camino. Sólo una brecha en los árboles y, a cien metros, el otro lado de un barranco. A la derecha, por el rabillo del ojo, vio que el camino daba la vuelta, vio el Audi detenido, creyó ver una cara que lo miraba con horror. Y Stanley se volvió, trató de mirar por encima del hombro, desesperado por ver ese rostro, desesperado por no mirar los árboles que se curvaban grácilmente hacia él y las rocas que se elevaban y crecían y lo engullían, y se empaló con su Datsun en una roca que se arqueó y tembló cuando él se tragó la punta.
La mujer se quedó en el Audi, temblando, sacudiendo el cuerpo en grandes sollozos de alivio y espanto ante lo que había ocurrido. Alivio y espanto, sí. Pero sabía que el temblor era algo más. También era éxtasis.
Esto tenía que parar, se dijo en silencio. Cuatro, cuatro, cuatro.
«Cuatro es suficiente», pensó, golpeando el volante.
Se dominó, y el orgasmo llegó a su fin excepto por el temblor en los muslos y algunos espasmos. Viró y condujo cuesta abajo, rumbo a Salt Lake City, adónde llegaría con una hora de retraso.
Fin
Apostilla del autor
Título original: Freeway Games. Primera edición (con el título Hard Driver) en Gallery, noviembre 1979.
El origen de esta idea es bastante simple. Aprendí a conducir después de los veinte años (en el estado de Utah se requería un curso de conductor para recibir el permiso; mi escuela secundaria no dictaba cursos y yo nunca tuve tiempo para tomarlos por mi cuenta), así que pasé por mi período de conductor adolescente agresivo cuando había cumplido los veintinuno. Cuando sufrí mis arrebatos de agresividad desaforada en la carretera, tenía madurez intelectual suficiente para reconocer la locura de mi comportamiento. Y rara vez esa madurez intelectual reprimía mis estúpidos impulsos. Por ejemplo, mucho antes de los tiroteos en California, advertí que cuando le haces ráfagas de luz a un tío con los faros pones la vida en sus manos. No, el modo de castigar a un infractor consiste en hacerlo pasivamente. Seguirlo. Sólo seguirlo. No perseguirlo. Si se escurre en medio del tráfico, no debes lanzarte detrás. Sólo avanzas hasta que minutos más tarde lo estás siguiendo de nuevo. Si de veras merece un susto, quítate un poco de tiempo de tu vida y síguelo cuando sale de la autopista. Síguelo por las calles. Observa su pánico.
Nunca llegué a ese extremo, nunca llegué a seguir a nadie al salir de la carretera. Pero seguí a un par de tíos el tiempo suficiente para ponerlos nerviosos, aunque no los provoqué con actitudes agresivas. Nunca estaban seguros de que los siguieran. Creo que fue lo más cruel que he hecho en mi vida.
Durante un tiempo pensé en escribir una pieza humorística acerca de juegos de carretera, modos de matar el tiempo en viajes largos. Pero cuando le mostré mi primer borrador a Kristine, ella dijo: «Eso no resulta gracioso, es horrible». Así que lo abandoné.
Más tarde, durante un curso de escritura con François Camoin, decidí escribir un cuento que no contuviera ningún elemento de ciencia ficción ni fantasía. Mientras trataba de pensar en algo, recordé ese ensayo sobre «juegos de carretera» y comprendí que al decir horrible, Kristine tenía en mente la idea del horror. Una historia de horror sin monstruos excepto el ser humano que iba al volante. Alguien que no sabía cuándo debía parar. Que seguía machacando hasta provocar una muerte. En otras palabras, yo mismo, pero fuera de control. Así que escribí un cuento sobre una persona simpática y normal que de pronto descubre que es un monstruo.