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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
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    Header

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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    CUARENTA SIGLOS OS CONTEMPLAN (Sergio Mars)

    Publicado en febrero 14, 2017

    Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar así, justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto! Todo esto me han urdido mis enemigos malvados».
    ANÓNIMO


    I


    Abrió los ojos y un puñal de luz naranja se clavó en su cerebro.

    Volvió a cerrarlos. Gimió.

    Sentía la boca seca y los músculos doloridos. Apenas podía moverse. Se quedó tendido sobre la fina arena.

    Su cabeza era un torbellino. Las ideas se entregaban en su cerebro a una danza sin ritmo. Cuando lograba capturar una, se deshacía como si nunca hubiera sido más que humo, como si su presunto intelecto no fuera más que un escenario de teatro, una ficción diseñada para ocultar que no hay nada detrás.

    Escuchó un raspar a su izquierda. El vello de su nuca se erizó y todos sus músculos se contrajeron al unísono. Ahogó un grito de dolor. Mientras duraron los espasmos no pudo hacer otra cosa que soportar el sufrimiento, procurando relajar sus agarrotadas extremidades, consciente en algún lugar de su mente de que aún tenía que descubrir qué había producido aquel ruido, consciente de que había sonado muy cercano.

    Apenas hubo recuperado una mínima capacidad de movimiento, giró el cuerpo, clavando un codo en la arena, y se hizo visera con la otra mano antes de entreabrir los ojos con cautela. Al principio no captó más que formas difusas, monocromáticas. Poco a poco, su visión se fue aclarando, a medida que toleraba mejor la luz. Escuchó un quejido, un lamento ronco y ahogado que ya no despertó antiguos terrores en su alma, pues ahora sabía de dónde procedía. Tendida a su lado yacía una chica rubia. Estaba desnuda.

    Su cuerpo no aguantó por más tiempo el esfuerzo, en particular ahora que ya no había ningún motivo de alarma. Se derrumbó desmañadamente. Incluso a través de los párpados cerrados percibía la extraña luminosidad. Trató de hacer memoria, pero no pudo recordar haber llegado a ver el sol. Sólo esa maldita luz bañándolo todo. Era muy grande la tentación de dejarse llevar y dormir. Estaba cansado, muy cansado. Sin embargo, había demasiadas cosas que desconocía. Para empezar, no sabía por qué estaba tan agotado. Tampoco sabía quién era la chica acostada a su lado, ni dónde estaban ambos. Ignoraba de dónde procedía aquella luz anaranjada y, mucho más preocupante ahora que se detenía a considerarlo, no tenía la menor idea sobre qué era lo último que había hecho antes de aquel… aquel vacío.

    Podía recordar cosas de su trabajo, de sus amigos, de su infancia. Recordaba con todo lujo de detalles la despedida de soltero de su hermano, y eso que había bebido bastante. Pero a partir de cierto punto no podía precisar cuál había sido la secuencia de acontecimientos. Captaba fogonazos, imágenes sueltas: su piso, un árbol inclinado ante el viento, su madre, que había fallecido cuando él era aún muy joven, un gato contemplándolo con esa inquietante fijeza felina… ¡Todo simultáneamente! ¡Todo como si fuera su último recuerdo! Aquello fue demasiado para él. Se incorporó lanzando un grito, cubierto de sudor. Su alarido halló pronta respuesta. En torno a él se levantó un coro de quejidos y exclamaciones ahogadas de dolor y miedo. Con ojos desorbitados echó un vistazo a su alrededor.

    En todas direcciones, casi hasta donde alcanzaba la vista, se estremecían los cuerpos desnudos de cientos de personas: hombres y mujeres, ancianos y niños, dispuestos de cualquier forma, como en las viejas fotografías de los campos de concentración nazis. Y nada más. Sólo arena y esa luz anaranjada que parecía transformar la carne en algún extraño material plástico e inerte.

    Pasó un buen rato hasta que pudo mantenerse sentado, observando con ojos incrédulos cuanto le rodeaba. Poco a poco, a medida que los demás iban recuperándose, un nuevo elemento perturbador se vino a unir a aquella escena de pesadilla: quejidos, alaridos de puro terror, idénticos al que él mismo había proferido, oraciones, maldiciones, palabras sueltas, sin significado…

    Un inmenso cuerpo desperezándose sobre la playa interminable.

    Algunos se recuperaron con mayor rapidez, y ya estaban de pie, tambaleándose entre los tendidos sin dirigirse a ningún punto en concreto. Daban vueltas y más vueltas, como si a base de perseverancia el panorama fuera a cambiar después de un último giro. Otros seguían sin dar muestras de vida. Los más activos comenzaron a hablar, con voces ásperas, empujando las palabras a través de gargantas que parecían haber olvidado su función. No tardaron mucho en aparecer autoproclamados líderes. Con tan poca idea de lo que estaba ocurriendo como todos los demás, pero con la determinación de «hacer algo», y hacerlo «entre todos», por supuesto.

    Siguió sentado, con la mirada perdida, sin hacer caso de los intentos por sumarlo a una u otra iniciativa. Escuchando y sin pensar en nada en concreto. Cuando sufres un daño en una pierna intentas moverla lo menos posible, para permitir que se recupere. Su cerebro, y el de todos, acababa de sufrir un traumatismo análogo, y abrigaba la instintiva certeza de que no debía exponerlo a ningún esfuerzo, al menos si quería conservar una pequeña reserva de cordura

    Hacia su derecha, un hombre mayor con una cuidada barba, manchada ahora de arena, había logrado reunir en torno suyo a una audiencia respetable. Sus palabras le llegaban claramente a través de un aire poco habituado a transmitir sonido.

    —…sigamos: tenemos a tres de Santiago, otros tres de Serreta… ¿Dónde decís que está eso?… ¡Ah, sí! Parece que encaja…. Lo siento, me he olvidado de tu procedencia… Vale. ¡Somos casi vecinos! ¿Alguien ve ya el patrón? Sí, tal vez deberíamos probar con un enfoque más amplio…

    Dejó de prestar atención. No parecía que fueran a alcanzar ningún acuerdo. Frente a él había dos hombres departiendo animadamente en cuclillas. Apenas si fue consciente de que, como todos los demás, también estaban desnudos. Por su comportamiento, podría decirse que ellos tampoco habían caído en la cuenta. Estaban demasiado enfrascados en sus teorías para dejar lugar en su mente a cualquier otra cuestión.

    —…no se trata de sílice, de eso puedes estar seguro…. ¿Que cómo lo sé? Prueba a escupir al suelo, es casi lo primero que hice… Ves, la arena absorbe la humedad. No deja la menor huella, puedes cavar cuanto quieras… No, no se me ocurre qué material podría presentar estas propiedades, pero te aseguro que…

    Teorías sin fundamento. Miradas de reojo hacía la auténtica pregunta. Nadie quería saber de verdad, sólo espantar la oscuridad dando palmas a la noche.

    Se dejó caer de nuevo cuan largo era y cerró los ojos. Poco después ya estaba durmiendo, con una respiración firme y acompasada.

    —Hola.

    Una voz femenina le arrancó de su sopor. Tenía la mente todavía embotada, pero se trataba de un embotamiento más natural, como el que se experimenta después de una siesta prolongada.

    —Venga, aún queda mucha gente —escuchó entonces decir a la voz, al tiempo que notaba cómo le empujaban suavemente el hombro derecho con un pie.

    Fue a abrir los ojos, pero se acordó a tiempo del episodio anterior, así que primero se los cubrió con una mano. Notó los granos de aquella extraña superficie que no era arena arañando sus párpados. Con cautela, se arriesgó a dar un vistazo. La luz anaranjada seguía presente, pero o ya no era tan intensa o podía soportarla mejor.

    Parpadeó varias veces antes de retirar la mano y mirar al dueño de la voz. Era una chica, información que por alguna razón no había asimilado al escuchar su tono agudo. Estaba desnuda. Desde su posición tenía una buena vista de su vello púbico y de sus pechos, amplios, con pezones pequeños. Experimentó un conato de erección bastante fallido, pero pese a todo se ruborizó. La chica se dio cuenta de todo, pero se lo tomó bastante bien. Emitió una carcajada seca, que no denotaba demasiado humor, y le tranquilizó:

    —No te preocupes, te irás acostumbrando. En realidad, resulta peor cuando no te hacen ni caso. ¿Estás bien? ¿Puedes ponerte en pie?

    Se incorporó hasta quedar sentado y asintió con lentitud, casi como si preguntara en vez de asentir.

    —Trae, te ayudaré —le dijo la chica, al tiempo que le extendía las manos.
    —Gracias.

    La palabra salió arrastrándose de su boca, raspándole todo el camino entre sus pulmones y el exterior. No se reconoció a sí mismo en aquella voz cascada y temblorosa. Sintió ganas de quedarse tirado, llorando, pero las manos que estiraban de las suyas se lo impedían. Resultaba menos costoso dejarse llevar hacia arriba.

    La chica tenía bastante fuerza a pesar de no ser demasiado alta, así que, con menos problemas y en menos tiempo de los que hubiera podido prever, se encontró tratando de mantener el equilibrio sobre los dos pies. No parecía haber nada mal, sólo una flojera en las piernas que se iba disipando por momentos. Respiró hondo y procuró afianzarse. Su rescatadora aguardaba frente a él sonriendo, disimulando muy bien su impaciencia, atenta por si tenía que sujetarlo, circunstancia ésta que no llegó a producirse tras denodados esfuerzos por su parte. Ya habían empezado bastante mal las cosas como para ofrecer un espectáculo tan bochornoso como sería caer de culo. Cuando se hizo evidente que podría arreglárselas solo, la chica dijo:

    —Muy bien, tómate el tiempo que necesites y luego puedes ir en aquella dirección —señaló hacia su izquierda—. Nos estamos organizando. Más o menos. En realidad todo se reduce en principio a comprender qué está pasando… Bueno, da igual. Allí estarán todos. Ahora te dejo. Como he sido de las primeras en despabilarme tengo que encargarme de los remolones, aunque que me zurzan si sé qué utilidad puede tener todo esto. —Las últimas frases las pronunció con creciente velocidad, como si en realidad quisiera cortar la conversación y no encontrara el momento adecuado. Efectuó un desmañado gesto con la mano y se giró con rapidez, para ir en busca de otro rezagado a quien despertar.
    —Un momento —se apresuró a detenerla. La chica se volvió con expresión levemente interrogativa y él prosiguió—: Me llamo Juan.

    Entonces ella sí que sonrió de verdad. No sólo con los labios, sino con todo el rostro.

    —Yo soy Sonia. Encantada de conocerte.
    —Encantado yo también.

    Juan y Sonia se miraron durante unos breves instantes, ya no como meros cuerpos sino como personas, hasta que, con un movimiento de cabeza, la chica se despidió para proseguir con su tarea. Juan la contempló alejarse con una sonrisa bastante tonta en los labios, hasta que recordó lo del punto de reunión. ¿En qué dirección era?

    Comenzó a mirar en torno, tratando de localizar el grupo principal, pero no lo vio. A su alrededor había algunas lomas, dispuestas al azar, seguramente se encontraban detrás de una de ellas, pero ¿cuál? Paseó la vista, nervioso, por los alrededores, buscando algún indicio que le permitiera orientarse. Podía recurrir a Sonia, pero ella ya estaba con otra persona, una niña pequeña, y no quería molestarla. Además, no le hacía gracia quedar como un papanatas.

    Entonces miró hacia abajo y vio, trazada sobre la arena, una flecha. Se rió de sí mismo por su estupidez, tratando de hacerse el macho en aquellas circunstancias tan extraordinarias. Se alegró de que las mujeres tuvieran más sentido común. Buscó una referencia y siguió la dirección indicada por el dibujo.

    Lo de la organización resultó ser más bien menos que más. Parecía haber tenido lugar un proceso de selección entre los líderes surgidos inicialmente. De un modo u otro, habían quedado reducidos a un puñado de candidatos a asumir el mando del variopinto grupo humano. A Juan le costaba un poco hacerse una idea de sobre qué se estaba discutiendo. Todas las intervenciones se le antojaban pueriles. Nadie parecía preocupado por hacer algo útil, sólo por atraer hacia su facción al mayor número posible de seguidores.

    Tras unos minutos, creyó haber identificado a los postulantes mejor situados. Uno de ellos parecía ser el hombre mayor que antes trataba de encontrar un patrón reconocible en las procedencias de los involucrados en aquel desquiciante suceso. Por mucho que intentó hacerse una idea sobre cuáles eran sus proyectos para afrontar la situación, fue incapaz de encontrar ninguna propuesta práctica más allá de la idea de organizarse de forma adecuada, fuera eso lo que fuese. El resto de cabecillas no parecían mucho más constructivos. Toda la discusión parecía centrarse exclusivamente en quién iba a ponerse al frente del grupo, sin la menor mención de hacia dónde se dirigirían entonces. Por añadidura, pese al escaso tiempo que llevaba asistiendo al intercambio de razonamientos, podía advertir sin ningún género de duda que la discusión estaba estancada en torno a unos argumentos que se repetían una y otra vez, sin que sirvieran para avanzar hacia una solución.

    Resultaba inverosímil que él hubiera sido el único en darse cuenta. Los oradores podían encontrarse demasiado enfrascados en su retórica para apreciarlo, pero allí había varios cientos de personas que se limitaban a escuchar, inmóviles y en completo silencio. «Es el shock», pensó Juan. «Aún no se han recuperado».

    Dejó de prestar atención al debate, en él no iba a encontrar nada que le fuera de ayuda para comprender qué había pasado y qué podía hacer al respecto, si es que podía hacer algo. La situación resultaba de una extrañeza excepcional, pero en alguna parte debían ocultarse las claves para analizarla. Él podía encontrarlas, era su trabajo, sólo tenía que concentrarse en ello.

    Primero los datos en bruto. Sabía quién era y podía recordar la mayor parte de los detalles de su vida, pero todavía era incapaz de precisar cuáles habían sido sus últimas acciones antes del traumático despertar sobre la arena. No podría asegurar de forma categórica que ése fuera también el caso de todos los reunidos a su alrededor, sin embargo, no era difícil deducir que así debía ser. No se apreciaban asociaciones de carácter social o familiar previas. Lo lógico hubiera sido presenciar muestras de desesperación por las pérdidas que a buen seguro ello implicaba: madres buscando a sus hijos, cónyuges a su pareja… Esta actitud no podía atribuirse por completo al impacto producido por su nueva situación. La memoria imprecisa les protegía, por el momento, del dolor. No era nada agradable tratar de extraer información de aquel calidoscopio de recuerdos.

    El número y composición exacta de las personas involucradas en el suceso no eran relevantes por el momento. Le pareció de mayor importancia saber dónde se encontraban. La luz anaranjada seguía inundándolo todo, inalterada al parecer desde el inicio la experiencia. Seguía siendo imposible precisar un foco de emisión; simplemente existía. En rededor todo era arena y dunas. La reunión se celebraba en un amplio valle entre tres montículos. Desde allí no era posible abarcar mucha distancia. Sin haber dicho una sola palabra a nadie, dio la espalda al cónclave y echó a andar hacia la que parecía la duna más elevada de las cercanías.

    El panorama que se atisbaba desde la elevación no era nada revelador: kilómetros y kilómetros del mismo paisaje arenoso, extendiéndose en todas direcciones hasta difuminarse en un naranja cada vez más intenso. Por pura fuerza de costumbre se hizo visera con la mano, pero ello no mejoró su visibilidad. No había ni sombras ni brillos, sólo homogénea monocromía.

    Al cabo de unos momentos, pese a todo, empezó a descubrir hitos diferenciadores en aquella extensión yerma. De tanto en tanto podían apreciarse amontonamientos oscuros de algún material anguloso, algunos más densos y otros más dispersos. Más difíciles de distinguir eran las zonas claras, irregulares en forma y distribución. También podían observarse marcas sobre la arena; principalmente algo que se asemejaba a cráteres rellenados, pero también líneas irregulares y medio borradas. No se apreciaba ningún tipo de pauta en su distribución, hasta el punto que Juan no podía decidir si constituían el producto de un proceso natural o si eran muestra de algún tipo de actuación intencionada.

    Nada de todo ello le servía para acercarse un ápice a la solución del enigma en que se hallaba inmerso. ¿Qué pintaban unos centenares de seres humanos, desnudos y confusos, en medio de aquella pesadilla de un hombre sin imaginación? ¡No! Empezaba a desesperar. Aún no disponía de todos los datos necesarios para que una hipótesis cobrara forma. Debía ser paciente, seguir recabando información, esperar a que las piezas encajaran. Contuvo el impulso de gritar su frustración. Se limitó a cerrar con fuerza los puños, maldiciendo en silencio a los dioses, al universo o a quien quiera que fuera responsable de su situación.

    Superado el momento de flaqueza, se fijó un nuevo objetivo. Exploraría las pequeñas anomalías que había avistado. Al menos estaría haciendo algo. Por encima de la cresta de una duna, hacia su derecha, a poco más de un kilómetro, asomaba una forma oscura y alargada. Con toda probabilidad, del otro lado podría encontrar uno de los misteriosos amontonamientos. Se encogió de hombros con resignación y emprendió la marcha.

    De cerca, el enigma de aquellos objetos oscuros seguía lejos de solucionarse. Se trataba de estructuras rígidas, con formas a medio camino entre la regularidad y el azar. Ni siquiera se veía capaz de discernir de qué tipo de material estaban formadas o si su origen era natural o artificial. Juan se desplazaba con cuidado entre ellas. Había muchas de gran tamaño, hasta cuatro metros las mayores, pero también las había más pequeñas y peligrosas dado su estado de desnudez. Después de clavarse en un talón una punta traicionera, enterrada justo por debajo de la superficie de la arena, empezó a moverse arrastrando con cuidado los pies, dejando surcos por la arena.

    Tras un rato pudo catalogar los restos en tres grandes grupos. Por un lado, estaban las superficies grandes, con diverso grado de concavidad y dos caras bien diferenciadas, una de ellas dura y pulida, mientras que la otra no sólo presentaba cierta porosidad, sino que a menudo se encontraba revestida por una sustancia membranosa y resistente. En segundo lugar, por orden de abundancia, se contaban las formas vagamente tubulares. Las había de muy diversa longitud y diámetro, pero todas presentaban la misma superficie lisa hacia el exterior. Sin que pareciera guardar relación alguna con su tamaño o con su regularidad, algunas acababan en planos cortantes e incluso en pinchos. En cuanto al tercer grupo… en realidad lo formaría todo el resto de fragmentos inclasificables: acreciones globosas, aristas, placas entrecruzadas…

    Tras un buen rato deambulando por entre ese caos, Juan decidió que había llegado el momento de detenerse a meditar con cuidado el siguiente paso. Volvió sobre sus huellas y se sentó en la ladera de la duna por la que había llegado, mirando hacia el depósito informe. Debido a los surcos dejados durante su exploración, que rodeaban los montones mayores, el conjunto parecía el equivalente pesadillesco de un jardín zen. Deseó tener a mano un cigarrillo.

    Su búsqueda de respuestas había resultado infructuosa. A decir verdad, sólo había servido para añadir nuevos interrogantes a su situación. Sin embargo, había puesto en marcha su mente. Poco a poco iba saliendo de las brumas entre las que había despertado a aquel extraño lugar. Prestó atención a su cuerpo. Ofuscado como había estado hasta ese momento, no se había preocupado por pasar revista a su estado físico. Un poco de ejercicio había bastado para que los músculos recuperaran su elasticidad, pero notaba, todavía a lo lejos, como una sombra amenazante, las primeras señales de alarma promovidas por el hambre y la sed. Esbozó una mueca en cuanto su mente le llevó por esos derroteros. El alimento y, en especial, el agua iban a constituir pronto un problema muy serio. Cuando las necesidades corporales se manifestaran, de poco iban a servir las estructuras sociales que trataban de erigir allá atrás sus forzosos compañeros de desventura.

    Un sonido le arrancó de estas pesimistas reflexiones. Mucho antes de que se deslizaran a su lado ríos de arena, originados por un descuidado avance, supo que iba a tener compañía. No se giró para ver quién se aproximaba. En realidad, tanto le daba. Al fin, el recién llegado se detuvo a su lado. Tras unos instantes de silencio, Juan le oyó preguntar con voz asombrada:

    —¿Qué es todo eso?

    Sólo entonces volvió la cabeza para contemplarlo. Se trataba de un chico joven, en realidad poco más que un niño. Si sobre sus cabezas hubiera habido un sol, en vez de tener que depender de aquella mierda de luz anaranjada, a aquellas alturas su piel pecosa habría empezado a ampollarse.

    —No lo sé —contestó—. Pero por el momento es la única materia prima de que disponemos.
    —¿Materia prima? ¿Para qué? —le replicó el adolescente.
    —Por lo pronto, para agenciarnos un par de bastones e ir a explorar alguna mancha clara. ¿Sabes dónde se encuentra la más próxima?
    —No. Yo… esto… —contestó el joven, enrojeciendo vivamente—. No sé de qué me hablas. Yo sólo he visto las huellas porque… Bueno, no sé. Las he visto y allí no… Quiero decir, que no hacía nada y yo…
    —Vale, vale, tranquilo —le interrumpió Juan—. Viste que la reunión no iba a ninguna parte y pensaste que había formas mejores de emplear el tiempo, así que seguiste mis huellas, ¿no? —Su acompañante se limitó a asentir y Juan le dedicó una mueca que con indulgencia podía pasar por medio sonrisa—. Bueno, ya es un primer paso. Ayúdame a incorporarme.

    Le tendió la mano y en unos instantes estuvieron ambos de pie, mirando hacia los restos.

    —Por lo que parece —comenzó a explicar Juan mientras descendían de la duna—, este mar de arena se extiende en todas direcciones. De tanto en tanto, se ven montones negruzcos, que deben de ser todos si hace o no hace como esto de aquí. También se ven otras formaciones más simples, como manchas claras sobre la superficie. Si no recuerdo mal debe haber una en aquella dirección —dijo, señalando hacia la izquierda.

    Con éstas, llegaron hasta el borde exterior de los restos y se pusieron a rebuscar entre los tubos un par del tamaño adecuado.

    —Entonces —intervino el joven—, ¿para qué buscamos esto? —preguntó, alzando la vara que había escogido.
    —Bueno —le respondió Juan—, hasta ahora no parece haber por aquí ningún otro ser vivo, pero nunca está de más adoptar ciertas precauciones. —El bastón que había escogido para sí era un tubo de tal vez dos metros de longitud, recto y resistente, coronado por dos palmos de cortante doble filo que se iba estrechando, hasta converger en una punta lanceolada.

    Durante el viaje hacia la mancha clara, Juan apenas abrió la boca. Todo el peso de la conversación recayó, gustosamente, sobre su nuevo compañero, que dijo llamarse Antonio, Toni para los amigos. Si hubiera estado prestándole atención, hubiera aprendido más sobre su vida de lo que nunca había querido saber acerca de la vida de nadie. Le dejó explayarse a gusto, parecía necesitarlo. En discrepancia con las precauciones tomadas, en todo el trayecto no se tropezaron con la menor señal de vida. Aquello, que debería haber sido tranquilizador, se convirtió en una fuente de gran desazón. El horizonte inalterable les abrumaba con su quietud. Ellos dos eran lo único que se movía en el universo.

    Pese a ir prestando atención, no les fue fácil identificar su destino. De cerca y a la altura del terreno la diferencia de intensidad resultaba mucho menos acusada, probablemente debido a algún efecto producido por la extraña luminosidad que lo empapaba todo. Fue Toni el primero en darse cuenta de que ya habían alcanzado la «mancha clara». Al ir hablando con Juan, de tanto en tanto se giraba hacia él, para volver instantes después la vista al frente con tal de fijarse por dónde andaba. En uno de estos movimientos creyó percibir una sutil diferencia en el terreno. Se paró en seco y detuvo también su perorata. Juan lo imitó, extrañado, y, mirándole, enarcó las cejas en actitud interrogativa.

    —Espera aquí un momento —le indicó Toni, y echó a correr hacia la cima de la duna más próxima. Desde esa posición elevada la diferencia en el terreno se hacía inequívoca—. ¡Aquí está, ya hemos llegado! —gritó.
    —¿Dónde? —le preguntó Juan.

    Por toda respuesta, el joven empuñó su bastón y señaló hacia abajo, trazando con la punta un contorno irregular.

    Juan entrecerró los ojos y se esforzó por distinguir lo que le indicaba. Le costó un poco, pero una vez hubo logrado ver dónde comenzaba a aclararse el terreno ya no pudo dejar de apreciarlo, como en esas ilusiones ópticas donde se esconde una figura entre un montón de rayas. Se apoyó en su vara y clavó una rodilla en tierra, utilizando la mano libre para investigar el terreno. Apenas si hubo hundido los dedos unos centímetros en la arena cuando sus ojos se abrieron con asombro. ¡Sentía humedad!

    Dejó caer la vara y se puso a cavar con ambas manos. A muy poca distancia de la superficie encontró una sustancia azulada, formando grumos de aspecto gomoso. Arrancó un pedazo y lo olisqueó. No olía a nada. Apretó el puño donde lo sujetaba y entre sus dedos se escurrió un líquido que si no era agua se le parecía muchísimo.

    —¿Qué… qué hemos encontrado? —le preguntó entre jadeos Toni, que había vuelto corriendo a su lado.

    Juan se lo mostró.

    —¿Es comestible? —inquirió entonces el joven.

    Se encogió de hombros. Sólo había una forma de comprobarlo. Arrancó otro pedazo de aquella masa cerúlea, la agitó un poco para desprender los granos de arena de su superficie y, con precaución, le propinó un mordisco tentativo.

    Resultaba casi tan insípida como inodora, pero ya era una buena señal el que no supiera a rayos. Por supuesto, aquello no implicaba que aquello no fuera a matarle, pero al menos no lo haría al instante. Tampoco existía ninguna garantía de que pudieran alimentarse con ella. En todo caso, no parecía probable que fueran a morir de sed.

    Toni fue bastante menos prudente. Privilegios de la juventud, que se cree invulnerable. Tomó un buen puñado y, sin limpiarlo de arena ni nada, se la introdujo en la boca, dando muestras de evidente deleite mientras el agua se le escurría por las comisuras de la boca.

    —¡Hey, tío, esto está bueno! —fue todo lo que dijo, antes de hacerse con otro pedazo y escurrirlo sobre su lengua.

    Juan no sabía si reír o enojarse ante tamaña falta de precaución. Le bastó considerar brevemente su situación, abandonados desnudos en un desierto sin sol, armados con bastones y celebrando el hallazgo de lo que con suerte sería un hongo comestible, para arrancarse con unas buenas carcajadas que fueron secundadas por su compañero.

    —Vamos —dijo, una vez se hubo calmado un poco—, cojamos un poco más de esta cosa y llevémosla a donde están los demás. A estas alturas ya habrán empezado a notar que están sedientos, y la asamblea que se han montado debe de haber entrado en una fase un tanto tensa.

    Tal y como había supuesto, el ambiente estaba más que un poco caldeado. Los candidatos a líderes de la comunidad se habían visto reducidos a dos, a costa de polarizar el debate en grado extremo. Incluso aquellos a quienes nada importaba quién les dirigiera se hallaban al borde de llevar la tensión hasta la agresión física. De todas formas, se detuvieron a instancias de Juan unos cuantos metros antes de contactar con el grupo, pues quería tener una idea clara de la situación antes de actuar.

    Asumiendo que estuvieran todos presentes, sumaban unas ochocientas personas, sin que pudiera apreciarse sesgo de ningún tipo respecto a las proporciones que cabría esperar de tomar al azar individuos en un radio moderado. Todos parecían entender el idioma que se hablaba, o al menos lo disimulaban muy bien, no había que desdeñar la posibilidad de que aún se encontraran afectados por el despertar. Buscó con la vista hasta localizar una melena castaña y un trasero conocido y, pidiéndole a Toni que esperara, se acercó hasta donde Sonia seguía con impaciencia mal disimulada el debate.

    —Hola, ¿qué tal van las cosas? —le preguntó al oído en voz baja.

    La chica dio un respingo y se giró alarmada. En cuanto vio de quién se trataba se relajó un tanto, no demasiado, pues a esas alturas ya debía haberse hecho una idea bastante cabal de cuál era su situación.

    —Ah, hola… Juan, ¿no?

    Sonrió y asintió con la cabeza. Luego preguntó:

    —¿Quiénes son?
    —Ése de la barbita es Julián, un profesor de secundaria. No estoy segura de qué asignatura enseñaba. El otro creo que se llama Óscar y no sé la profesión que desempeñaba, pero tiene maneras e ideas de telepredicador.
    —¿Y qué proponen?
    —No mucho, la verdad. Julián está empeñado en que debemos unirnos y empezar a pensar en cómo afrontar esta situación.
    —¿Y este tal Óscar?
    —Pues más o menos lo mismo.
    —¿Dónde reside entonces la discrepancia?
    —Unos consideran prioritario asegurarnos pronto un medio de subsistencia y algún tipo de protección, mientras que los otros piensan que antes de dar cualquier paso tendríamos que entender qué nos ha ocurrido. O al menos ésa es mi interpretación. Ahora que intento explicártelo parece una discusión bastante estúpida.

    Juan se limitó a asentir. Su conversación, aunque cuchicheada, había llamado la atención de los que se encontraban a su alrededor y, por sus expresiones, se veía a las claras que más de uno estaba considerando eso mismo. En ese instante, Juan decidió que sería inútil meterse en la discusión principal, para cuando lograra que le hicieran caso ya habría perdido los estribos y eso era algo que no quería que sucediera. Así pues, lo que hizo en su lugar fue llamar con un ademán a Toni, que se les acercó llevando pedazos del hongo blancuzco entre las manos, unidas formando un cuenco.

    —Toma, prueba esto. Este chico, Toni, y yo ya lo hemos hecho.

    Sonia miró dubitativa la masa pastosa. En cualquier otra circunstancia, seguro que no lo hubiera siquiera considerado, ni siquiera le acuciaba la sed, todavía no. Por fortuna, era de decisiones rápidas. Comprendió que tarde o temprano se vería obligada a comer aquello, así que mejor empezar cuanto antes. Pellizcó un fragmento y se lo llevó a la boca.

    —Está fresco —comentó.
    —¿Me dejas probar? —preguntó una mujer mayor, que se había aproximado durante la conversación.
    —Claro —exclamó Toni, alcanzándole la masa blanca, que empezaba a secarse.

    De entre sus dedos se escurría aquel líquido tan similar al agua que su sola visión despertaba la sed de los presentes. Muchos se acercaron a probar el extraño alimento o, cuanto menos, a enterarse de cuál era la causa de tanto alboroto. Pronto se agotó la pequeña reserva, pero había más a no demasiada distancia. Muy a su pesar, Juan se encontró encabezando una pequeña procesión. Para cuando quisieron darse cuenta, los dos oradores habían perdido a la mitad de su audiencia, y la que les restaba no iba a tardar mucho en seguir el ejemplo.

    Cuando les fue comunicado, por medio de convencidos seguidores, el motivo de la desbandada, Óscar y Julián se miraron y acordaron tácitamente aplazar su disputa. Se concedieron un par de réplicas, para dejar bien asentadas sus respectivas posiciones, y acordaron, por el bien de la comunidad, continuar con aquella importante discusión más adelante, una vez cubiertas las necesidades alimenticias. Tras esta declaración, ambos lideraron a los rezagados, codo con codo para mostrar su unidad en lo fundamental, en pos de las huellas de quienes se habían mostrado más preocupados por su estómago que por su cerebro.

    Al llegar a las inmediaciones de la mancha blanca fueron testigos de una escena caótica. Los que les habían precedido deambulaban por toda la zona, excavando aquí y allá para alcanzar el alimento. Algunos se estaban atiborrando de la extraña sustancia, mostrando una voracidad que no podía justificarse por unas pocas horas de ayuno. Otros, por el contrario, se mostraban dubitativos, sosteniendo minúsculos pedazos entre los dedos, sin decidirse a introducírselos en la boca. Los conocidos recientes se llamaban a gritos, buscando la seguridad que pudiera proporcionarles el tener un rostro amigo a su lado. Juan, el iniciador de todo aquello, estaba sentado en la ladera de una duna, sin que al parecer tuviera la menor intención de intervenir. Se imponía que alguien pusiera orden en aquel alboroto.

    —¡Amigos! ¡Amigos! ¡Tomémoslo con calma! No somos animales salvajes, sino seres humanos —proclamaron, mirando de reojo al culpable de trastornarlo todo.

    Poco a poco, a medida que los desesperados se iban saciando, pudieron ir controlando la situación. Una vez puestos en marcha, tanto Óscar como Julián demostraron poseer valiosas dotes organizativas. En un breve lapso, se dispusieron lugares donde unos pocos cavarían para obtener el alimento, mientras el resto aguardaría formando colas a que le tocara el turno para conseguir una ración. Aquello había sido definido como indispensable por ambos líderes, pues ¿quién sabía cuánto tiempo tendrían que explotar ese mismo recurso limitado? Juan no quiso intervenir señalando que aquel hongo o lo que fuera crecía por doquier, y que si agotaban aquella reserva no tenían más que caminar un kilómetro o dos hasta alcanzar otra. Más adelante se arrepintió de no haber seguido aquel impulso, pero por entonces lo último que deseaba era meterse en disputas ridículas. Se mantuvo también al margen de las colas. Ya no tenía sed, aunque sí algo de hambre, pero no estaba dispuesto a dejar que le impusieran cuándo y cómo tenía que satisfacerla. Seguía sentado cuando vio a Toni que se dirigía hacia él, acompañando a un hombre bajito de cierta edad —«alrededor de sesenta y cinco», pensó, «pero bien conservados»— que lo estudiaba con curiosidad, alzando la cabeza en un gesto propio de quien suele llevar gafas progresivas.

    —Hola, Juan, te presento al doctor Gregorio Sánchez, quería verte. Es médico —aclaró de forma innecesaria.

    Juan inclinó la cabeza, pero no dijo nada, esperando que el otro le expusiera el motivo de su interés en él.

    —Por favor, al menos mientras no se verifique que no soy el único, preferiría que me llamaras Gregorio a secas —reconvino con amabilidad el recién llegado al muchacho—. Encantado de conocerte. Juan, ¿verdad? —añadió, extendiendo la mano.
    —Sí —confirmó el aludido, devolviendo el apretón.
    —Hombre de pocas palabras, por lo que veo. Bien, supongo que es un cambio a agradecer, después de los discursos que hemos sufrido durante las últimas horas.

    Juan se encogió de hombros. Aún no sabía a qué carta quedarse con respecto a Gregorio. No parecía un mal tipo, aunque, ¿quién podía asegurarlo? De hecho, ¿quién podía asegurar que fuera médico? ¿O que se llamara Gregorio? La identidad, desnudos y entre desconocidos, era algo de extrema maleabilidad.

    —En fin, supongo que tendré que buscar a otro compañero para charlar. Lo que me interesa ahora es comprender un poco mejor este lugar donde hemos ido a parar. Toni me ha contado que ambos fuisteis quienes descubristeis ese alimento de ahí. ¿Cómo se te ocurrió dónde buscar?
    —¿Por qué no le preguntas a Toni? Él sabe tanto como yo.
    —Oh, vamos, parece un muchacho excelente, pero está en una edad en la que las únicas iniciativas que se tienen son las que se oponen a las de los demás. Ambos sabemos que la exploración fue idea tuya. Mira, sólo quiero obtener un poco de conocimiento, compartirlo en realidad. Supongo que estarás tan interesado como yo en extraer algún sentido a esta locura. Si no quieres hablar, no tienes más que decírmelo, pero no me vengas con evasivas.

    Juan cerró los ojos, inspiró hondo y esbozó una sonrisa torcida.

    —Lo siento. Supongo que estoy un poco a la defensiva. Es mi modo de ser. ¿Qué querrías saber?
    —¡Todo! —le contestó Gregorio, abriendo los brazos en un amplio gesto—. Pero me conformaré con lo que puedas contarme sobre lo que has encontrado.
    —¡Ja! Muy bien, escucha pues, aunque me temo que no podrás sacar mucho de lo que te cuente. No tengo un espíritu científico.

    Entonces, Juan habló sobre lo que había visto; sobre las manchas oscuras y las claras; sobre los distintos tipos de restos negros: los planos, los tubulares y los otros; sobre el hallazgo del hongo. Sin proponérselo, se encontró rodeado de un corro de espectadores, que seguían sus palabras con tanta intensidad como si pensaran que eran de inspiración divina. Ser el centro de atención lo puso nervioso. Acabó en falso, farfullando que «lo que había es lo que era», y guardó silencio.

    Gregorio tenía un semblante pensativo. Tardó un poco en hablar, terminando de procesar toda la información. Luego, dijo con tono admirativo:

    —Pues para no tener espíritu científico, amigo Juan, eres una de las personas más observadoras y meticulosas que he conocido. Tengo que echar un vistazo a esos restos que nos has descrito. Estaban por aquella dirección, ¿no? —preguntó, señalando tras las dunas.
    —Sí —fue la lacónica respuesta de Juan.
    —Muy bien. ¿Alguien me acompaña? —preguntó el médico a la concurrencia. Varias manos se alzaron, acompañadas de un coro de yoes—. ¡Perfecto! Muchas gracias por compartir con nosotros tus ideas. Ahora nos iremos a comprobar qué puede hacerse con los materiales de que disponemos. Nos vemos.

    Juan le devolvió el saludo casi a regañadientes, obligado por la energía que desprendía el pequeño médico. En cuanto le dio la espalda para encabezar la improvisada expedición de reconocimiento, murmuró para sí:

    —Claro que nos veremos. ¡Como si hubiera alternativa!

    A pesar de todo, le había caído bien. No se parecía en nada a los otros presuntos líderes. No contemporizaba, sino que actuaba, tenía decisión. Eso era algo que se merecía su respeto. Dudaba que fuera a tener mucho éxito a largo plazo frente a la demagogia de los otros dos. Sería el mejor dirigente, pero porque no lo deseaba pronto estaría fuera de la carrera por el liderazgo. Esperaba que supiera convivir con la frustración.

    Los que no habían acompañado a Gregorio, viendo que Juan no parecía dispuesto a seguir hablando en un futuro próximo, comenzaron a desperdigarse, buscando a alguien que pudiera confortarles con sus palabras, no importaba lo necias o insustanciales que fueran. El sonido de sus pies desnudos sobre la arena fue espaciándose hasta que volvió el silencio.

    En otro lugar lo que lo hubiera alertado hubiera sido quizás su sombra, cayendo sobre él. Allí no habían sombras, así que debió ser otra cosa: el sonido de su respiración, los latidos de su corazón, su olor o incluso el calor que desprendía. Pero claro, todo eso no explica por qué supo, sin alzar la vista, que quien se había quedado a su lado era Sonia.

    —Hola, Sonia.
    —¡Vaya! Ahora resultará que además tienes ojos en la nuca.
    —¿Cómo que además?
    —No te hagas el modesto. Acabas de salvarnos de morir de hambre y sed.
    —Esa mancha estaba ahí, a unos pocos cientos de metros de donde despertamos. Cualquiera hubiera podido descubrirla.
    —Sí, estaba ahí, pero fuiste tú quien la encontró. El que antes o después alguien nos hubiera llevado hasta ella no quita mérito al hallazgo. Tal y como se estaban desarrollando las cosas, no me hubiera extrañado que todo acabara con violencia. Cuanto menos, nos has salvado de la desesperación.

    Sólo entonces levantó Juan la cabeza para mirar a la chica. Descubrió que no la recordaba tan bien como creía. No recordaba al menos aquellos enormes ojos, de iris dorados, ni aquella piel resplandeciente. La luz anaranjada realzaba su encanto. Seguro que él tenía el aspecto de un salmón ahumado. Volvió a notar cierta actividad involuntaria por debajo de su cintura.

    —El papel de héroe nunca me ha encajado bien.
    —Ya veo. ¿Cuál entonces? ¿El de solitario explorador blanco?
    —He vuelto a hacerlo, ¿no?
    —Si te refieres a las réplicas agresivas, pues sí. Tendrías que soltarte un poco. Acercarse a ti es lo más parecido a bailar un zapateado en un campo minado.
    —Lo siento.
    —Eras más accesible recién despertado.
    —Siempre he tenido un buen despertar.
    —Hum. Tal vez eso sea algo que debería comprobar… más adelante —le dijo ella, dedicándole una significativa mirada.

    Por fortuna, en aquel momento fueron interrumpidos por otro grupo que pretendía intercambiar unas palabras con Juan. En todo caso, fue afortunado para éste, pues la sorpresa le había dejado sin una réplica adecuada para el último comentario de Sonia.

    —Parece que los grandes hombres quieren hablar contigo. Me retiro. —Y luego, acercándose, le susurró al oído—: No es tan difícil. Imagínate que estás en una playa nudista o algo así.

    Desarmado por segunda vez en un breve lapso, Juan se quedó callado como un bobo, viendo cómo se alejaba Sonia y cómo se aproximaban Julián y Óscar, acompañados por la ya habitual pandilla de segundones.

    —Buenos días —le deseó Julián, el de la barba, en cuanto estuvieron lo bastante cerca.
    —¿Por qué?
    —¿Perdón?
    —Que por qué «días». ¿Por qué no «tardes»? Si nos guiamos por el tono de luz, yo votaría porque nos encontramos más cerca del crepúsculo que del amanecer.
    —Eh… yo… La verdad, sólo era una forma de hablar.
    —Quizás fuera más apropiado un simple «hola» —propuso Juan, a quien el absurdo intercambio había permitido centrarse de nuevo.
    —Sí, bueno, lo tendremos en cuenta —refunfuñó aquel que le había sido presentado como Óscar, interrumpiendo a su colega y tomando la voz cantante—. Ahora, si nos lo permite, nos gustaría comentar con usted un par de cuestiones de vital interés para nuestra pequeña comunidad.
    —Adelante, por favor.
    —Primero, deje que nos presentemos. Me llamo Óscar Gamonte y mi compañero aquí presente es don Julián Lagos.

    Hizo una pausa en su discurso, esperando sin duda que Juan correspondiera a las presentaciones, pero éste prefirió hacerse el tonto hasta ver en qué paraba todo aquello. Con un fugaz y leve fruncimiento de labios, Óscar prosiguió su discurso:

    —Bueno, el caso es que queríamos agradecerle en nombre del grupo su diligencia a la hora de proveernos de los medios de subsistencia imprescindibles.
    —Un momento —le interrumpió Juan—. ¿En nombre de qué grupo? ¿Quién os ha concedido representatividad?

    Óscar carraspeó, y fue el turno de Julián para continuar con el discurso.

    —Es una forma de hablar…
    —¿Como lo de los «buenos días»?
    —Sí, algo así. Es simplemente algo improvisado, para nada oficial, un mero intento por alcanzar el orden mínimo imprescindible para sobrellevar esta situación tan delicada.
    —Si no interpreto mal tus palabras, he de entender que vosotros mismos os habéis arrogado el papel de representantes de la voluntad popular.

    Óscar bufó y se volvió hacia su acompañante, optando al parecer por ignorar a Juan por completo.

    —Te dije que no lograríamos sacar nada en limpio de este sujeto. No es la primera vez que me cruzo con alguien así: individualistas con un serio problema de respeto hacia la autoridad. Supongo que era inevitable que se nos colara alguien como él.
    —No seas tan duro en tus apreciaciones, estimado amigo. Estoy seguro de que el caballero sólo se encuentra confundido. Sin duda ha juzgado la situación de forma errónea. —Luego, volviéndose hacia Juan, añadió—: Empecemos de nuevo. Yo soy Julián y mi compañero se llama Óscar. ¿Podríamos saber su nombre?
    —Juan.
    —Perfecto, amigo Juan. Puedo tutearte, ¿verdad? No recuerdo tu rostro en la reunión y créeme, después de un cuarto de siglo de clases he desarrollado una buena memoria para las caras. Además, ¿cómo podías estar al mismo tiempo asistiendo a la reunión y encontrando alimento? Permíteme pues que te explique cómo hemos llegado al improvisado arreglo que ves ante ti.

    Juan concedió su permiso con un gesto vago y se dispuso a soportar lo mejor posible las justificaciones.

    —Las circunstancias en que nos encontramos son a todas luces extraordinarias. No sabemos cómo, dónde ni por qué. Tan sólo sabemos que somos quinientas trece personas abandonadas en medio de ninguna parte, despojadas incluso de la dignidad de la más simple vestimenta con que cubrir nuestros cuerpos desnudos. Probablemente, jamás hubo náufragos tan desamparados como nosotros. Si queremos sobrevivir a esta dura prueba, es imperativo que coordinemos esfuerzos. Sólo abrazando nuestra humanidad lograremos sobreponernos a las adversidades. Si renunciamos a nuestro mayor logro, a los siglos de civilización que nos han modelado y nos han permitido auparnos a la posición dominante en nuestro mundo, estaremos inermes frente a las ciegas fuerzas de la fatalidad.
    —Bonito discurso —le cortó Juan—, pero sigo sin ver cómo conduce todo eso a que vosotros representéis el parecer de los quinientos.
    —La masa es ciega —ladró entonces Óscar—. Necesita ser guiada para canalizar sus energías. Eso es algo que no admite discusión. Si pretendemos tirar todos en la misma dirección, alguien debe asumir la tarea de indicar cuál es.
    —Sí, más o menos —se dispuso a matizar Julián—. Yo lo veo más como un proceso encaminado a coordinar esfuerzos. Deben establecerse los cauces adecuados para que la voluntad popular pueda cristalizar en un curso de acción concreto.
    —Ya veo. ¿Y dónde encajáis vosotros dos? —inquirió Juan, con cierto tonillo de sorna en la voz.
    —Mira, joven —se enfadó Julián—, ya me estoy cansando de tus insinuaciones. Si hubieras asistido a la importantísima reunión, en vez de haberte dedicado a boicotearla, hubieras sido testigo del delicado proceso por el que tanto mi colega como yo resultamos imbuidos con la ardua responsabilidad de servir como representantes electos de nuestros compañeros.

    Aquello ya resultó demasiado para Juan. Nunca se había llevado muy bien con las figuras de poder, así que menos aún con la autoproclamadas.

    —Mira, abuelo, yo no os he elegido para que seáis mis representantes, y vuestra patética reunión, celebrada con la capacidad de los presentes para tomar decisiones seriamente mermada, resulta de una legitimidad cuestionable. —Ambos hombres intentaron interrumpirlo, con rostros y ademanes airados, pero él no se dejó arredrar, sino que alzó la voz y continuó—: En todo caso… —gritó—. En todo caso, decía, cada cual es muy libre de hacer lo que le parezca, así que mientras nadie intente imponerme ninguna decisión, podéis montar vuestro experimento sociológico como os plazca. Ahora, si vais directamente el grano y me contáis qué queríais de mí, podremos dar por zanjado este incidente.

    Sus palabras habían acallado por completo a todos los presentes. Incluso el grupete de seguidores había dejado de cuchichear. Julián exhibía una expresión de tristeza, mientras que el rostro de Óscar era una máscara de beligerante desagrado. Fue este último el primero en reaccionar.

    —¿Ves lo que te decía? No es más que un destructor. Un sociópata. —Y luego, dirigiéndose a Juan—: Ahora me escucharás tú. Vamos a construir una estructura social estable con o sin tu ayuda. Quisimos darte la oportunidad de estar dentro, porque resulta evidente que eres poseedor de algunas virtudes, pero si decides mantenerte al margen, más te vale que sea verdaderamente al margen. No te inmiscuyas o lo lamentarás.

    Al oír estas palabras, una frialdad extrema descendió sobre las facciones de Juan. Miró a los ojos al hombre que se había atrevido a amenazarle, sin decir nada, pese a lo cual Óscar dio dos pasos atrás, siendo consciente de repente de que había cometido un grave error. Julián se apresuró a intentar calmar los ánimos, alzando los brazos en actitud conciliadora.

    —Vamos, vamos, somos adultos e instruidos, no nos dejemos llevar por nuestros instintos más primarios. Nadie va a obligar a nadie a hacer algo contra su voluntad. El desacuerdo no es algo intrínsecamente pernicioso. Al parecer, no deseas formar parte de nuestro modelo de gobierno. ¡Ningún problema! Sólo te rogaríamos que te abstuvieras en lo posible de emprender, sin consultarlo, acciones que pudieran afectar a la mayoría.

    Aquello sonaba razonable. Demasiado razonable de hecho para no esconder alguna trampa. Pero Juan estaba cansado de discutir. Había visto en seguida que tanto el uno como el otro, pese a sus diferentes actitudes, eran unos fanáticos que no darían su brazo a torcer por mucho que se intentara razonar con ellos. Se encogió de hombros y espetó:

    —Haced lo que queráis.

    Habiendo obtenido este armisticio, ambos líderes se apresuraron a volver junto con aquellos que sí estaban dispuestos a seguirles. Desde su lugar en la ladera, Juan los vio reunir a la gente, que se había dispersado un poco tras la comida, y encaminarse tras Gregorio y los entusiastas que habían marchado con él a investigar los restos oscuros. Al cabo de un tiempo, ya no quedó ninguna otra persona a la vista. La única señal de su presencia la constituía la arena removida y cubierta de miles de huellas entrecruzadas. Un pequeño oasis de alteración en medio de un mar infinito de imperturbabilidad.

    Juan se estremeció. Aquella indiferencia absoluta era más terrible que una hostilidad abierta. En medio de aquel panorama sin cambios, ellos resultaban intrascendentes. Julián y Óscar podían esforzarse cuanto quisieran, pero no modificarían en esencia aquella verdad. En aquel reino de arena y luz, los seres humanos eran insignificantes.

    Aguantó cuanto pudo aquel paisaje estático y sin sombras, con la esperanza de que su cerebro le engañara, haciéndole percibir cualquier tipo de movimiento en la lejanía. Pero nada. Ni siquiera soplaba una brizna de viento. No había sol que proporcionara la energía necesaria para poner en circulación las masas de aire. ¿Dónde habían ido a parar? ¿Por qué él?

    Se incorporó, orinó sobre la arena, que se tragó la humedad en cuestión de segundos, y se giró para ir hacia donde los demás empezaban la tarea de engañar a la inmutabilidad y a sí mismos.


    II


    Abrió los ojos. Incluso el interior de la choza, con todas las rendijas cubiertas, se encontraba levemente iluminado, como si el resplandor anaranjado se originara en el mismo aire. Al menos se conseguía atenuarlo un poco, si no conciliar el sueño hubiera sido bastante más difícil. Se incorporó con cuidado para no despertar a Sonia y comenzó a rebuscar sus ropas entre los cachivaches que habían ido acumulando. Maldijo entre dientes la segunda vez que sacó del amasijo la falda de su compañera. Todo el asunto de la ropa era un maldito incordio. Tendría que haber porfiado con más insistencia por imponer su punto de vista sobre el de Julián y su grupo. Por desgracia, el viejo ya estaba suficientemente molesto por la amenaza al orden impuesto que su sola presencia alentaba.

    Con una sonrisa de triunfo tiró del extremo de una prenda, que asomaba entre un par de placas negras, para acabar sosteniendo en alto… la falda de Sonia.

    —¡Mierda! —exclamó, agachando la cabeza con exasperación.

    Entonces, notó una caricia sobre su hombro izquierdo y, girándose, descubrió colgada en él su propia falda. Sonriendo levemente avergonzado inquirió:

    —¿Te he despertado?
    —¿Con tus bonitas palabras? No —contestó Sonia a sus espaldas—. Pero tengo la sospecha de que el cuenco que se ha estrellado contra mi cadera hace un ratito ha tenido algo que ver.
    —Lo siento. Es que todo se parece. Sólo hay membrana y coraza; membrana y coraza por todas partes. ¡Resulta imposible distinguir nada!

    Sonia le hizo callar poniéndole un dedo sobre los labios. A continuación, sustituyó el dedo por su boca y se dieron un prolongado beso.

    —¡Basta! ¡Basta! —acabó diciendo Juan, apartando a la chica de sí.
    —¿Qué te pasa? ¿Acaso ya no te gusto? —le tentó su compañera, hinchando pecho y esbozando un mohín de disgusto.
    —No hagas eso, que no respondo de mí mismo.
    —¿Y qué si no respondes?

    Juan se humedeció los labios y contestó en un susurro.

    —Estás en el noveno día postmenstrual.
    —¿Cómo? —replicó Sonia, y después lo repitió más alto—: ¿Cómo? ¿Se puede saber qué pasa contigo?
    —Pero nena… —trató de calmarla él—. Si lo hago pensando en ti. No podemos permitirnos que quedes embarazada en estas circunstancias. Podría ser peligroso; podrías morir.

    Sonia mantuvo todavía unos instantes su pose de enfado, respirando pesadamente, pero poco a poco fue relajándose, trocando su expresión de furia por otra de resignación.

    —Lo sé —dijo por fin—. Es sólo que… Yo me permito olvidar nuestra situación por unos momentos pero tú la tienes siempre presente, desde el mismo instante en que abres los ojos. Debería estarte agradecida por tu consideración, pero a veces te comportas de un modo tan condenadamente frío.

    Juan no sabía qué contestar a eso. Se limitó a permanecer a la expectativa, quieto y en silencio, con los ojos cerrados y la barbilla apoyada sobre su pecho, sin ofrecer explicaciones pero sin esperar tampoco comprensión. Finalmente, Sonia suspiró y lo abrazó; un contacto sin ninguna connotación sexual esta vez.

    —Algún día —musitó junto a su oído—. Algún día.

    Un griterío procedente del exterior les sobresaltó. En cuestión de décimas de segundo, Juan se encontraba fuera, analizando la situación. El refugio que habían construido, uniendo placas y varas con membranas entrelazadas, se encontraba algo separado del resto, a poco menos de un centenar de metros de las estructuras comunales centrales. Las voces se escuchaban justo del otro lado del rústico campamento, hacia donde se localizaba el depósito de aquel extraño material oscuro.

    Había más gente asomada a sus propias chozas, intentando sacarse el sueño de los ojos. Los que al parecer se encontraban fuera cuando comenzó la algarabía convergían a toda prisa hacia un destino oculto a los ojos de Juan. Todo esto lo asimiló en un segundo y al siguiente ya se había lanzado a la carrera.

    —¡Juan! —le llamó Sonia. Algo en su tono hizo que redujera el paso y se volviera—. ¡Toma!

    Cogió al aire la falda que le lanzaba —esperaba que fuera la suya— y siguió corriendo mientras se la sujetaba a la cintura. Al menos no se había dejado convencer sobre cuál era el tipo de vestimenta más adecuado. Le hubiera sido muy complicado ponerse unos pantalones en plena marcha.

    No tardó en alcanzar el punto donde se encontraban agrupados los demás, inmersos ahora en un sombrío silencio, formando un corro. Era más alto que la mayoría, pero aun así no fue capaz de distinguir qué ocurría en el centro de todo aquel alboroto. A quien sí distinguió fue a Julián, llorando en el centro del anillo. Como si hubiera percibido su llegada, el maestro alzó los ojos del suelo y los clavó en Juan, cargados de odio y reproches. Reaccionando ante esta situación, el círculo de espectadores se abrió, descubriendo el origen de aquel drama.

    Entre los fragmentos de material negro se encontraba tendido el cuerpo desnudo de uno de los hombres. Se llamaba Enrique. Se lo veía magullado, con signos claros de haber sido golpeado con bastante violencia en el rostro y en las extremidades. El rictus de su rostro sólo podía significar una cosa, aunque no se apreciaba ninguna herida lo bastante grave como para haberle causado la muerte. Ignorando la furibunda mirada de Julián, se aproximó al cadáver. Ante todo, comprobó que su impresión era correcta buscándole el pulso en el cuello. Le llamó la atención su extrema palidez, pese a encontrarse todavía caliente. Pronto se hizo una idea de lo que debía haberle ocurrido.

    Retrocedió un palmo para tener más espacio y procedió a darle la vuelta con ambas manos. Enseguida se hizo patente que se había clavado una arista que sobresalía ocho o nueve dedos del suelo. La extraña arena de aquel lugar había absorbido con avidez la sangre que debía de haber manado copiosamente de la terrible herida. Con toda seguridad, a juzgar por los otros signos de violencia, alguien lo había derribado de espaldas; faltaba determinar si a sabiendas de la existencia de la punta o no.

    En todo caso, no entendía qué tenía él que ver en todo aquello. No es que hiciera falta demasiado para despertar la animadversión de Julián, pero no era ni mucho menos un ignorante. De hecho, incluso pensaba que el anciano estaba convencido de obrar con rectitud por el bien de los demás. No entraba en su carácter una acusación irracional. Debía existir algo más que se le escapaba.

    Se incorporó, e ignorando las miradas de los demás, algunas acusadoras pero la mayoría simplemente conmocionadas, oteó en rededor. Había otro corrillo más reducido formado entre los cascajos, donde éstos eran más grandes y abundantes. Al principio no pudo distinguir gran cosa, pero un movimiento entre sus formantes, todas ellas mujeres, le permitió atisbar a una de las niñas, llorando con desconsuelo.

    Comprendió lo sucedido y bajó la cabeza con rabia. Tuvo que resistir con todas su fuerzas la tentación de propinarle una patada al cadáver de Enrique. Resultaba estadísticamente improbable el que se hubieran librado de indeseables de su calaña, pero aun así había esperado no tener que verse ante situaciones como aquélla. Lo peor era que, al parecer, toda acción había llegado demasiado tarde para hacer algo por la niña. Su furia no se aplacó lo más mínimo al comprender las razones subyacentes a la acusadora mirada de Julián y de sus seguidores; provenía del desacuerdo a propósito de la vestimenta.

    Pronto había quedado establecido que no dispondrían más que de las inapropiadas membranas de la parte interna de las placas oscuras para confeccionar útiles flexibles. Juan había sido de la opinión de que era una pérdida de tiempo y materiales el dedicarse a elaborar inadecuados ropajes, que no tenían ninguna utilidad práctica en aquel ambiente tan estable. Los precarios trajes, traslúcidos para más inri, poco podían hacer por ocultar los cuerpos de quienes los llevaban, logrando el efecto contrario de lo que se proponían sus defensores. Era preferible acostumbrarse a la desnudez, pura y sencilla, y dedicar las membranas a menesteres útiles de verdad. Esta controversia le había procurado no pocos sinsabores y le había quitado las pocas ganas que conservaba de inmiscuirse en los asuntos de la comunidad.

    Ahora, al parecer, volvían a echarle en cara su postura. Como si el hecho de que la niña llevara encima una tira de más o de menos hubiera podido suponer alguna diferencia para aquel degenerado. En vez de admitir su error, buscaban en la tragedia apoyo moral para su posición. Juan no sabía si despreciarlos o compadecerlos por su estrechez de miras. No importaba. Pronto habría terminado de reunir todo lo que necesitaba y los dejaría atrás, con sus miedos que no se atrevían a afrontar y sus mezquindades.

    Se giró, sin dignarse a intercambiar una palabra con Julián, dejándolo con las ganas de soltar su perorata sobre la decencia y las necesidades de la comunidad, y regresó a su refugio.

    Las relaciones habían estado tirantes desde el mismo principio, pero después de aquel episodio, todo comenzó a deteriorarse con mayor rapidez. Como se había temido, no habían tardado en empezar a proliferar las normas: normas de conducta, normas de vestimenta, normas para obtener acceso a la materia prima, racionamiento del alimento… En aquella inmensidad vacía no había nada en que ocupar el tiempo salvo en interminables reuniones, que degeneraban invariablemente en encendidos debates por cualquier nimiedad. De hecho, la mayor construcción, aquella a la que se habían destinado más recursos y esfuerzos, era la tienda de los debates, una compleja estructura de varas y membranas que constituía el corazón del asentamiento.

    El sustento estaba asegurado, y seguiría estándolo por largo tiempo. El depósito de materia gomosa se regeneraba en cierta medida, y hacerse con alimentos era tan sencillo como caminar unos minutos y cavar un poco en la arena. Media hora de trabajo como mucho. No tenía sentido acumular reservas. El resto del tiempo era libre para no hacer nada. No era de extrañar que quienes se alejaban asqueados de las reuniones no tardaran en regresar, empujados por la simple necesidad de formar parte de algo.

    Otra grave fuente de tensiones la constituía la implacable y perpetua luminosidad que negándose un momento de tregua lo bañaba todo, sin variar jamás un ápice su intensidad. Los seres humanos precisaban de un ciclo de luz-oscuridad. Ni fisiológica, ni psicológicamente estaban preparados para la ausencia de cambios. Al principio, habían procurado coordinar los períodos de sueño y vigilia, pero pronto quedó claro que iba a ser imposible mantener este arreglo sin un estímulo externo. Antes de que hubieran podido darse cuenta de ello, demasiado tarde para tratar de buscarle remedio, un tercio del total de exiliados se encontraba durmiendo en cualquier momento concreto, mientras los otros dos tercios deambulaban sin propósito fijo o mataban el tiempo en la tienda de los debates. Vivían existencias entrelazadas, despertando sucesivamente a nuevos/viejos compañeros y nuevas/viejas discusiones, sin otro objetivo que sobrellevar el lapso hasta el próximo letargo.

    Juan, al principio, había participado de forma esporádica en las reuniones, abogando por tomar algún curso de acción, pero resultaba imposible vencer la inercia de una comunidad que poco a poco iba acomodándose en su propia trampa. Podría haberse desgañitado y jamás habría logrado convencer a todo el grupo de la imperiosa necesidad de hacer algo.

    Los miembros con más iniciativa y con más ganas de imponer su parecer ya habían escalado hasta la posición en que se sentían cómodos. Cualquier alteración supondría una amenaza para el estatus obtenido. Ni siquiera ponían ya demasiado empeño en enfrentarse entre sí, no fueran a quedarse solos ante la nada. Las discusiones eran un fin más que un medio. Al otro lado del consenso aguardaba agazapada la ausencia de todo sentido y todo objetivo, de modo que nadie estaba particularmente interesado en alcanzar conclusión alguna sobre ningún tema. Después de todo, el número de temas disponibles era limitado, un bien precioso que no convenía malgastar.

    Ya no se promovían exploraciones. En el páramo inmutable que se extendía en todas direcciones, bajo un cielo sin señales, no existían puntos de referencia que sirvieran para indicar el camino de regreso. Cualquiera que se alejara lo suficiente como para no reconocer en la distancia el campamento estaba condenado a vagar por toda una eternidad en soledad.

    Ése era el enemigo: la soledad. En aquel lugar extraño y desconcertante sólo existía un vestigio de la vida de la cual habían sido expulsados, unos rescoldos que luchaban por perpetuarse en la memoria de los demás. No importaba lo agria que estuviera siendo una disputa, ni lo importante que todos pretendieran que fuera para su supervivencia, bastaba con que alguien pronunciara la fórmula mágica «recordáis cómo era», para que toda controversia se disolviera en un mar de evocaciones. Por muy diferentes que fueran las posturas o las convicciones, la mutua necesidad los unía en una espiral de dependencia sin esperanzas.

    Juan pronto se desentendió de la nueva comunidad, con tanta facilidad como se había desentendido de la antigua. En su mente veía con diáfana claridad la necesidad de romper aquella dinámica derrotista y enfrentarse el futuro, aunque tuviera que hacerlo en solitario. La atracción que había experimentado hacia Sonia suponía toda una sorpresa, por primera vez en su vida deseaba permanecer al lado de otra persona. Sin embargo, aquello no alteraba sus planes: partiría en su compañía en busca de un nuevo porvenir. De no ser por la insistencia de su compañera, jamás se le habría ocurrido la idea de ofrecer una postrera oportunidad a los demás, por si alguien decidía en el último momento aceptar su ejemplo y enfrentarse al destino, aunque no albergaba grandes expectativas de éxito.

    Primero, a instancias de Sonia, se propuso iniciar una pequeña ronda de contactos en busca de aliados para su causa entre quienes tuvieran la mente más abierta. El problema era que no se había preocupado por conocer a sus compañeros y apenas si había intercambiado algunas palabras con un par de docenas de ellos en todo el tiempo que había pasado desde el Despertar, como lo llamaban. Por supuesto, sabía que contaba con el apoyo incondicional del joven Toni. Sin comerlo ni beberlo, se había convertido en una especie de ídolo para el chaval, situación que le resultaba un tanto embarazosa. Nada de cuanto había hecho o dicho había servido para alejarlo por mucho tiempo, así que había hecho de la necesidad virtud y se había hecho acompañar por él durante algunas de sus exploraciones de los alrededores. A su lado había visitado media docena de depósitos de comida y un par de acumulaciones de restos negros, sin haber sacado nada en limpio de ello. Las diferencias, si las había, eran tan sutiles que se veía incapaz de definirlas.

    Tras dedicarle algunas meditaciones, concluyó que su mejor opción era Gregorio, el médico, que había organizado por su cuenta la única estructura social útil, una red de profesionales de las más diversas áreas a la que poder recurrir en caso de problemas sanitarios, de construcción o incluso para pedir consejo sobre la manufactura de herramientas especializadas con el monótono material disponible. Se las había arreglado, de paso, para que el tener una función que poder desempeñar ocasionalmente no se les subiera a la cabeza a los integrantes del grupo, lo cual constituía el auténtico milagro. Por lo que había oído, en aquel momento se encontraba embarcado en el perfeccionamiento de las reglas de un nuevo deporte con el que entretener y mantener en forma a los quinientos. Como en raras ocasiones se dejaba caer por la tienda de debates, le dejaban hacer sin interferencias, algo que no podía convenirle más.

    Juan lo invitó a comer a su tienda. Un gesto bastante inútil en su opinión, ya que todo el mundo disponía exactamente del mismo alimento, que no podía ser condimentado en forma alguna, pero la costumbre se había puesto de moda durante un tiempo entre los desterrados. Gregorio se apresuró a aceptar, adivinando que quería comunicarle algo, pues no le había pasado desapercibida la escasa sociabilidad de quien, pese a todo, consideraba un amigo.

    —¿Se puede?
    —Adelante, Gregorio, pasa y ponte cómodo, Juan llegará en seguida. Supongo.
    —Gracias, Sonia —dijo el médico, entrando en la tienda.
    —Siéntate donde puedas. Mueve lo que haga falta.
    —Tranquila, soy pequeño, me acomodo en cualquier sitio. ¿Dónde ha ido ese truhán?
    —A por la comida. Sus palabras exactas han sido: «Al menos será bazofia fresca» —lo dijo poniendo voz grave e imitando el tono malhumorado de Juan.

    Ambos se rieron con ganas. Luego, Sonia comenzó a disponerlo todo para la comida, sacando la «cubertería» y retirando todo lo demás. Gregorio no la ayudó porque sólo el dueño era capaz de distinguir entre qué era cubertería y qué pertenecía a la clase «todo lo demás», dada la acuciante falta de disponibilidad de materiales. Para matar el tiempo, inició una conversación:

    —¿Sabes? Hace tiempo que me pregunto por qué todos comemos dentro de las tiendas, pudiendo hacerlo con mayor comodidad en el exterior. Es una pena que no haya sido transportado con nosotros ningún psicólogo. Nos hubiera venido muy bien.
    —Vaya, ahora que lo dices… No me había parado a pensarlo. Aunque tampoco es que vaya a perder el sueño por ello.
    —Es sólo algo que me parece curioso. Un pequeño detalle entre muchos. Estoy seguro de que un etnólogo hubiera matado por la posibilidad de estudiar nuestras reacciones.

    Sonia se detuvo a mitad recoger los trastos que estaban esparcidos por el suelo de la tienda e inquirió con gesto preocupado:

    —No prestarás credibilidad a todas esas teorías conspirativas de Óscar y sus secuaces, ¿verdad?
    —¿Sobre que formamos parte de algún megaexperimento promovido por la CIA, Al Qaeda y los masones? No, por supuesto que no.
    —¿Cómo puedes estar tan seguro?

    En vez de responder, Gregorio le pidió:

    —Junta las manos así —indicó, formando con sus propias manos una especie de recipiente cerrado por todas partes salvo por una— y ahora llévatelas a un ojo y mira en su interior, apretándotelo contra la cara. ¿Qué ves?

    Sonia hizo como le indicaba, cerrando el otro ojo para ver mejor, y, al cabo de unos instantes, confesó:

    —No veo nada.
    —Sí, sí que lo haces. Cuéntame qué ves.

    La chica se aplicó con mayor celo a la tarea, con resultados igual de desalentadores. Finalmente se rindió y dejó de mirar el hueco entre sus manos.

    —No veo nada, sólo la palma de mi mano.
    —¡Exacto! Ves la palma de tu mano.
    —¿Y?
    —¿Y qué luz te permite verla?

    Sonia no supo si reconocer que, en efecto, la misteriosa luz que parecía surgir del mismo aire y alumbraba incluso los recintos cerrados era algo fuera de la experiencia y capacidades humanas, o si enfadarse porque Gregorio no se lo hubiera dicho directamente, en vez de enredarla con jueguecitos. Pero como era imposible enfadarse con el médico, acabó riéndose junto con él de su propia credulidad.

    —En realidad —añadió al cabo de un rato Gregorio—, hemos realizado otras muchas pruebas, dentro de nuestras posibilidades, para descartar la posibilidad de que nos encontremos en algún lugar misterioso de la Tierra. ¿Te acordarás del péndulo de Foucalt que montamos en la tienda de los debates hace unas semanas, verdad?

    Sonia asintió con la cabeza.

    —Osciló en el mismo plano hasta que se cansaron y lo desmontaron para poder continuar con sus reuniones.
    —Me acuerdo del acontecimiento, pero creo que me perdí la explicación de qué demostraba o dejaba de demostrar eso.
    —Verás, fue idea de Alberto, uno de nuestros físicos. En realidad, lo suyo es la física de altas energías, pero como nos resultaría un poco difícil construirle un sincrotón, decidimos complacerle con su pequeño experimento sobre el efecto de Coriolis. Se trata de una especie de fuerza que actúa sobre cualquier objeto con masa situado sobre otro objeto con masa en rotación, desviándolo bien hacia la derecha o bien hacia la izquierda, dependiendo del hemisferio en que se mida.
    —Ajá. ¿Y eso se refleja en el péndulo?
    —Ya llegaba a ello, no te impacientes. Un péndulo de Foucalt es capaz de oscilar libremente y es sensible a la fuerza de Coriolis, que es demasiado débil para ejercer un efecto apreciable en sistemas pequeños, a no ser en casos muy concretos. Por cierto, tal vez hayas oído el bulo ése de la dirección de giro del agua en los lavabos. Completamente falso. En la formación del remolino no interviene para nada la fuerza de Coriolis.
    —Pero sí en el péndulo —dijo Sonia, tratando de reconducir la conversación.
    —En efecto —le respondió su interlocutor, sin captar la indirecta—. Sí que afecta al movimiento del péndulo. A su plano de oscilación, para ser precisos, que rota hacia la derecha o hacia la izquierda a determinada velocidad, dependiendo de la latitud a la que se haga el experimento.
    —Pero nuestro péndulo no rotó así que… —prosiguió interviniendo la chica, que ya lo único que quería era llegar hasta el final de la explicación.
    —Así que, o bien estamos sobre una masa sin rotación, o bien nos encontramos justo en su ecuador.
    —Pues no se puede decir que haya aclarado mucho las cosas ese experimento vuestro —bufó Sonia.
    —Me temo que hubiera sido más concluyente si hubiera arrojado un resultado positivo. De contar con un sol podríamos verificar quizás la hipótesis del ecuador; si seguimos en la Tierra. Tal y como estamos, lo único que hemos logrado es no descartar algunas de las teorías más fascinantes.
    —¿Has dicho «si seguimos en la Tierra»?
    —Pues sí. Tengo la impresión de que la fuerza de la gravedad atrae estos viejos huesos con un poco menos de insistencia que de costumbre.
    —¿No hay modo de comprobar eso?
    —Sin la posibilidad de medir tiempos en unidades estandarizadas, me temo que no. Es sólo una sensación. También es posible que toda la experiencia me haya rejuvenecido —añadió el hombrecito, guiñando un ojo con picardía.
    —Seguro que sí —rió Sonia.

    Siguieron charlando sobre intrascendencias hasta que por fin llegó Juan con la comida. A falta de variedad, había que ponerle imaginación al asunto, así que Sonia sirvió de primer plato papilla de hongo, de segundo hifas en su jugo y de postre batido fungoso. Todo bien regado con agua recién exprimida.

    Cuando terminaron, Juan le dijo a su invitado:

    —Aquí dentro me siento oprimido. Vayámonos fuera a hablar. ¿No te importa, verdad, Sonia?
    —Ve, ya sé todo lo que tienes que decirle.

    Gregorio se despidió de su anfitriona y siguió afuera a Juan quien, no contento con encontrarse al aire libre, comenzó a andar hacia una de las dunas que circundaban el campamento.

    —Lo siento, no acabo de sentirme cómodo dentro de esos simulacros de viviendas —se justificó Juan, aún andando—. Sin un buen sillón, ningún montón de cascotes merece el nombre de hogar.

    Gregorio no respondió nada. Tampoco se esperaba que lo hiciera. Por último, alcanzaron la pendiente y tomaron asiento en sendas oquedades que cavaron en la arena. Hubieran podido escoger cualquiera de las ya existentes, pues no había erosión que las cubriera, pero al parecer nadie quería poner su culo donde había estado el de algún otro. El médico meditó sobre el particular, preguntándose, no por primera vez, cómo habían podido formarse las dunas sin el concurso del viento, y cómo se mantenían estables en su ausencia. Un enigma más sin solución.

    Juan decidió abordar la cuestión sin preámbulos.

    —Me voy —dijo.
    —¿Dónde? —le preguntó Gregorio.
    —No lo sé. A algún sitio. Lejos de aquí. Lejos de esta trampa.
    —Has tardado en decidirte más de lo que esperaba.
    —Ha sido cosa de Sonia. Quería conceder primero una oportunidad a la comunidad, pero después de lo del hijoputa de Enrique las cosas sólo pueden ir a peor. Cuanto antes pierda de vista a Óscar, a Julián y a sus niñerías, antes seré feliz.
    —¿Por qué me lo cuentas?
    —Para que te vengas con nosotros. Sonia es una romántica. Quiere que encabecemos una especie de revolución o algo así. Creo que me ve en plan Moisés, llevando al pueblo elegido a través del desierto y todo eso. A lo mejor es que le excita lo de ponerme en el lugar de Charlton Heston.
    —¿Y por qué no encabezar una revolución?
    —¡Venga ya! ¿Acaso me ves en el papel de líder? Yo sólo quiero aferrarme a la única posibilidad que veo de sobrevivir. Todo esto es provisional. No hay suficientes mimbres para crear una estructura sólida. Hoy ha sido un pedófilo, mañana cualquier otra alteración, hasta que todo se derrumbe. Con mucha suerte, se apagarán como una hoguera a la que se le agota el combustible.
    —Razón de más para salvarlos de sí mismos.

    Juan miró a su interlocutor con suspicacia, sorprendido por el giro que había tomado una conversación que había creído tener controlada. El no era un maldito héroe. Más le valía que se quitara esa idea de la cabeza.

    —Me importan todos un comino. Partiré como sea. Sólo o acompañado, me da igual. Si tanto te gusta este campamento feliz, quédate. No pienso obligar a nadie. No es mi estilo.
    —Me has malinterpretado. Por supuesto que partiré contigo. Hace mucho que llegué a tus mismas conclusiones. Sólo te señalo que es nuestro deber tratar de convencer a cuantos más mejor. No me perdonaría el no haberlo intentado.

    Juan se encogió de hombros con indiferencia.

    —Muy bien, pues si tanto te interesa su suerte, ocúpate tú de convencerlos. ¿Les has escuchado? Están tan inmersos en sus fantasías que ni una bomba lograría sacarlos de su estupor.
    —No eres muy bueno juzgando caracteres. La mayor parte siguen en esto por inercia, por falta de otras alternativas. Te sorprenderá constatar cuántos se adhieren a tu propuesta.
    —¿Mi propuesta?
    —Claro, tienes que ser tú quien la defienda en la tienda de debates. Aunque no lo creas, aún conservas cierto ascendiente. Eres el chico malo. El perenne ejemplo negativo para nuestros dos cabecillas. Posees la atracción de lo prohibido.
    —¡La madre que te parió! —exclamó Juan con exasperación, antes de recordar algunos incidentes de las últimas sesiones a las que había asistido y ponerse a reír—. Sí, supongo que tienes razón. ¡Pero eso no hace que me apetezca lo más mínimo asumir ese papel!
    —Lo quieras o no, es el que te ha tocado. Tómatelo con filosofía, después de todo no sabes con qué puedes encontrarte en tu viaje y a quién puedes necesitar.

    Juan gruñó a regañadientes su asentimiento.

    —Pero no pienso retrasar la partida más de lo imprescindible —dijo.
    —Marca tú mismo los plazos. Tampoco es que tengamos mucho que llevarnos.

    Al final, quedaron con que plantearían la cuestión dos días más tarde. Gregorio se encargaría de preparar la reunión, contactando con los miembros de su equipo y asegurándose de que, por una vez, la mayor parte de los quinientos siguiese el debate. Juan no quiso saber nada de todo eso. Dedicó ese plazo a rebuscar junto con Toni entre los restos, para hacerse con cualquier fragmento que pudiera serles útil para la expedición.

    Cuando llegó el día señalado, si podía hablarse en esos términos en un mundo sin días ni noches, la tienda de los debates se encontraba a rebosar, pues nadie quería perderse aquel acontecimiento que, como poco, rompía un poco la terrible monotonía en que vivían. La denominaban tienda, aunque era más bien un montón de tubos y membranas entretejidos para formar una especie de recinto en el que se habían excavado unas gradas. La función de las membranas era meramente decorativa, o tal vez nostálgica, pues no existían inclemencias atmosféricas de las que protegerse.

    Para sorpresa de Gregorio, se encontraron con una oposición mucho más organizada de lo que él había previsto. Tanto Julián como Óscar se habían olido que el debate iba a ser importante y habían decidido convertirlo en un acto más de su interminable disputa por el liderazgo único. Ante un enfrentamiento como aquel, que llevaba semanas gestándose, la idea de que era imprescindible ponerse en marcha y buscar una salida a la situación en la que se encontraban encallados pronto quedó diluida en el fuego cruzado de argumentos y acusaciones.

    —Por última vez, ¿cómo nos encontrarían si nos alejamos? —preguntaba Julián—. Todo el mundo sabe que cuando te pierdes no conviene alejarse del lugar donde te encuentras, pues lo único que logras es dificultar el rescate. Y en medio de este desierto… ¡Sería una auténtica locura!
    —¿Otra vez con lo del rescate? —replicaba Óscar—. ¡Locos! ¡Dais la espalda a Dios! Es designio suyo que nos hayamos reunido. Todos nosotros hemos sido seleccionados para un gran destino. Debemos esperar hasta que nos sea revelada su voluntad.

    Una y otra vez los mismos argumentos. Ninguna de las dos posturas principales, representadas en la reunión por las opiniones de sus dos cabecillas, estaba dispuesta, cada una por motivos diferentes, a considerar siquiera el curso de acción que les era sugerido. Por un lado, estaban los Lógicos, como habían dado últimamente en llamarse. Presuntamente, defendían un modelo de comportamiento basado en la razón. Sus decisiones, según proclamaban, se tomaban en base a una reflexión cuidadosa acerca de los hechos objetivos concurrentes. El que etiquetar un hecho arbitrario como objetivo fuera una de las más claras muestras de subjetividad no parecía preocuparles demasiado, mientras tuvieran la impresión de tener en sus manos las riendas de la situación y todo se hiciera de acuerdo con planteamientos racionales. En la práctica, se entregaban con deleite a la máxima «pienso luego no actúo».

    Tal vez con ellos hubiera podido establecerse algún tipo de entendimiento a la larga, sin embargo, la existencia de la otra facción —que no había adoptado ningún nombre voluntariamente, aunque entre los expatriados contrarios a sus ideas se los conocía como los Testamentarios— hacía imposible acercar posturas, pues, en sus propias palabras, sólo desde la pureza del pensamiento podían enfrentarse a su fanatismo.

    Óscar, el líder de los Testamentarios, se había rebautizado a sí mismo como Aarón, aunque sólo sus allegados le llamaban así. Tal vez abrigaba la esperanza de poder burlar así al destino y sobrevivir a sus cuarenta años en el desierto. Desde el primer día se había erigido como un imán que aglutinaba a su alrededor a quienes habían perdido la esperanza, atrayéndolos con la certidumbre de una explicación. Sostenía con furibundo ardor su visión frente a cualquier otra idea, cuya mera consideración bastaba para hacer peligrar su seguridad tan precariamente obtenida.

    Julián y Óscar/Aarón habían descubierto el uno en el otro la pared perfecta en la que hacer rebotar sus argumentos. Cuando tropezaban con la molestia de coincidir en algún tema, como era el caso, se lanzaban con más tesón todavía a la tarea de fundamentar su posición en los motivos más dispares posibles, para así poder perderse en los matices. Lo único mejor que un debate, era un debate cuyas conclusiones carecieran por completo de repercusiones prácticas.

    —Es evidente —decía Óscar en aquellos momentos, obviando por completo el motivo inicial de la discusión y volviendo por sus fueros— que hemos sido traídos aquí con un propósito.
    —¿Y cuál es? Si puede saberse —replicó en tono irónico Julián—. Aquí no hay nada. No existe la menor evidencia de que nuestra aparición obedezca a un propósito.
    —Debemos prepararnos, esperar. Evidentemente, no todos —al decir esto paseó la mirada por aquellos que se encontraban al otro lado del recinto, deteniéndose con una mueca de desprecio en Juan— estamos bien dispuestos para cumplir con aquello que se exigirá de nosotros. ¿Quién sabe cuánto tendremos que esperar todavía? Os lo suplico —clamó, dirigiéndose teatralmente a toda la concurrencia—, hagamos más corta la espera. Abrazad nuestro destino.
    —¡Sandeces! Todo esto no puede sino ser un tremendo error. Debemos confiar, sí, ¡en que alguien acuda a rescatarnos! Mientras tanto, nuestro objetivo es sobrevivir en las mejores condiciones posibles.
    —¡El cuerpo físico no lo es todo!
    —¡El cuerpo físico es lo único que importa!

    Con invariable precisión, al llegar a este punto, comenzaban a cruzarse las acusaciones entre los seguidores de ambas filosofías, desatándose una tremenda algarabía que dejaba a todos agotados y satisfechos. Los causantes de la disputa, con total hipocresía, se lanzaban entonces a la tarea de calmar los ánimos, realizando llamadas a la tolerancia y alabando el diálogo como medio de lograr el presuntamente ansiado acuerdo. Una vez completado el ciclo, vuelta a empezar:

    —¿Cómo podéis negar la realidad del maná?
    —No es pan divino, no es más que un vulgar hongo.

    Y así sin solución de continuidad, alegremente inmersos en una batalla dialéctica que ninguno pretendía ganar.

    Juan se había visto arrastrado fuera del centro de la disputa. No es que eso importara a nadie. Su intervención ya había cumplido con su propósito. Había servido como detonante del intercambio tan bien como cualquier otra cuestión; desde el lugar donde debían disponerse las letrinas, hasta elucubraciones sobre la naturaleza de la omnipresente luminosidad. Gregorio, por su parte, seguía empeñado en presentar sus argumentos, elaborados con tanto cuidado y confianza, incapaz de reconocer la inutilidad de sus esfuerzos.

    —¿Queréis hablar del alimento? ¡Hablemos del alimento! Nadie nos asegura que sea adecuado a largo plazo. Reconozco que cumple su función de un modo notable, y que por el momento no se han detectado carencias nutricionales, pero la fisiología humana es de enorme complejidad. ¿Quién puede asegurarnos que un organismo tan simple puede cubrir todos nuestros requerimientos? Existen oligoelementos y aminoácidos esenciales cuya ausencia sólo se pone de manifiesto al cabo de una privación prolongada. Eso por no hablar de las vitaminas. Necesitamos suministrar por vía de la dieta ácido ascórbico, vitamina C, ya que nuestro metabolismo no puede sintetizarlo, y con toda seguridad el hongo debe ser inútil en ese sentido. En cualquier momento podemos empezar a padecer los primeros síntomas del escorbuto, que es una enfermedad mortal. Y aunque por un milagro el hongo nos proporcionara todo cuanto nuestro organismo precisa, aún necesitaríamos radiación ultravioleta para sintetizar la vitamina D. ¿Alguien ha visto un sol recientemente? Porque yo no. Miraos, el tono de la luz lo enmascara, pero cada día estamos más pálidos. Nos encontramos abocados a la osteomalacia.

    Hablaba a voz en grito para hacerse escuchar. Era un discurso vehemente, pero caía en oídos sordos. Nadie se encontraba interesado en prestarle atención. Juan lo estuvo observando un rato, lamentando en el fondo haber tenido razón. Luego, habiendo cumplido con creces con cualquier hipotética obligación que pudiera haber tenido para con los demás, se dispuso a buscar a Sonia para empezar a preparar la marcha y enfrentarse al futuro.

    En el preciso instante en que volvía la espalda a la reunión, se escuchó un grito, el aire se llenó de arena y fue derribado con brusquedad, a medias por el empuje de aquellos que se encontraban tras él, a medias por un violento temblor del terreno. Durante unos segundos, el mundo fue sólo confusión: arena que cegaba, gritos que ensordecían, extremidades que chocaban… Su mente se cerró y el instinto de alejarse como pudiera de allí tomó posesión de su cuerpo, haciéndole arrastrarse con los codos, pasando indistintamente por encima de los restos de la tienda de asambleas y por encima de los cuerpos de sus compañeros caídos. Al llegar a la primera línea de habitáculos, se dio la vuelta y contempló el horror que había dejado por el momento atrás.

    Pocos de entre los presentes habían tenido la presencia de ánimo necesaria para alejarse. Algunos ya no estaban en condiciones de hacerlo. La sangre brillaba de un modo siniestro. La escena se dibujaba sobre un lienzo sobrenatural. Los granos de arena en suspensión difractaban la luz en millones de chispazos de vivos colores, creando una variedad cromática que sus ojos ya no estaban acostumbrados a procesar, envolviéndolo todo en velos de oscuridad chispeante.

    Le costó bastante descubrir al causante de aquel maremágnum. Al principio, confundió sus extremidades con los puntales de la tienda destruida, pero los movimientos resultaban demasiado vivaces y premeditados. Siguió esas extremidades, con ojos desorbitados, hasta verlas unirse en una masa negra y gigantesca, erizada de pinchos y protuberancias, que tanto podrían ser sensoriales como simplemente defensivas. Un zumbido, tan grave que no sólo lo oía, sino que también lo sentía vibrando en su interior, sofocaba cualquier otro sonido.

    Aquello se movía de continuo, sin permitir precisar si se trataba de una única criatura o de varias. En todo caso, no era apreciable ningún tipo de simetría natural. Los apéndices coronados por estructuras cortantes daban latigazos a diestro y siniestro, segando cuerpos con una economía de movimientos aterradora. Simultáneamente, otras extremidades similares, acabadas en puntas aguzadas, descendían sobre los caídos, ensartándolos e introduciéndolos posteriormente en algún ignoto orificio de lo que sería el lomo si aquello fuera un animal. El ataque duró apenas unos instantes. Con tanta violencia como había empleado para emerger, volvió a introducirse en el suelo, levantando nuevas nubes arenosas y dejando tras de sí un panorama de destrucción que, en comparación con el caos anterior, parecía congelado en el tiempo.

    La arena levantada fue depositándose poco a poco, como si fuera un sudario amarillento, sobre un cráter cegado, salpicado de miembros cercenados, cadáveres y cuerpos vociferantes.

    Los supervivientes tardaron un tiempo en recuperarse del impacto. Muchos paseaban con la mirada perdida entre las ruinas, mirando con indiferencia a sus camaradas caídos. Algunos presentaban heridas terribles, o incluso estudiaban con perplejidad sus propios miembros cercenados. El ataque había sido fulgurante, pero la pesadilla no había hecho más que comenzar. Los supervivientes, sin que hiciera falta que nadie los dirigiera, comenzaron a hacerse cargo de los heridos y de los muertos. Cuidando a los primeros con los precarios medios de que disponían y enterrando entre lágrimas a los segundos. Aquel día infinito no concedía tregua. ¿Cómo entregarse al descanso cuando la luz sempiterna seguía mostrando imperturbable la dantesca imagen de sus sueños quebrados? Durante horas y más horas, hasta que el último moribundo dejó de respirar, nadie durmió. Lo peor era que tampoco había mucho que hacer. Una vez lavadas las heridas con orina —el único líquido de que disponían del que podían asegurar su esterilidad al no poder hervir el agua— y aplicados los torniquetes y vendajes para cortar las hemorragias, no cabía salvo esperar, pues no disponían de nada más que corazas negras, membranas y maná.

    Todos cuantos habían sufrido la amputación de algún miembro acabaron muriendo. La ayuda les había llegado demasiado tarde para compensar la pérdida de sangre. Ellos fueron los afortunados, pues su fin llegó rápido, sin que alcanzaran a recobrar la conciencia. El resto de heridas abiertas presentaban un problema diferente. La membrana disponible no era adecuada para suturas y también se carecía de material adecuado para las agujas. Por añadidura, eran muy pocos los supervivientes entrenados para llevar a cabo esa cura y demasiados los que la necesitaban. Se suplió como se pudo con vendajes apretados, aprovechando cualquier pieza de ropa que se pudo recobrar. Aun así, su pronóstico no era bueno. No sólo tardarían muchísimo en cerrar los cortes, sino que existía un serio peligro de infecciones. Con suerte, no habría agentes patógenos autóctonos, pero cada expatriado daba cobijo en su cuerpo a cien billones de bacterias, muchas de las cuales eran parásitos oportunistas. Las exclamaciones de dolor de este desgraciado grupo constituían el único sonido que rompía la quietud ominosa del desierto.

    En el extremo opuesto se encontraban los que presentaban fracturas. En su mayoría eran limpias, y al menos podían entablillarse con relativa facilidad. Casi todos los que lograran superar el shock y las primeras horas contarían buenas expectativas de supervivencia.

    Toda organización, precariamente construida sobre vanas ilusiones y sostenida a base de negar la realidad, quedó destruida. Una tercera parte de los exiliados había muerto. Entre los supervivientes no había quien no hubiera perdido a alguien cercano. Las relaciones, claro está, no habían sido muy prolongadas en el tiempo, pues todas ellas databan como mucho del momento en que despertaron a la luz naranja. Sin embargo, habían sido de gran intensad. Sólo se tenían los unos a los otros como ancla para reafirmar su humanidad en aquel desierto alienígena.

    A esta circunstancia se le añadía la terrible constatación de que habían estado todo ese tiempo viviendo ufanos entre despojos, aprovechándose cual carroñeros de los restos de una o varias criaturas como la que había causado toda aquella destrucción. El misterio de los depósitos de material oscuro había quedado resuelto: las útiles piezas negras no eran sino fragmentos de exoesqueleto. Aunque había habido quienes habían propuesto esa hipótesis, la naturaleza asimétrica de la criatura que habían entrevisto fugazmente, y que aún no se ponían de acuerdo para describir, había impedido que se hubiera aceptado antes esa conclusión.

    Tanto Julián como Óscar habían desaparecido; enterrados en la arena o devorados. Tampoco pudo recuperarse el cuerpo de Gregorio. Nadie había ocupado su lugar al frente de la comunidad. Los miembros que se habían mostrado más activos y comprometidos se habían situado cerca de los oradores, justo en el lugar donde había emergido la criatura. Además, el espejismo de seguridad se había roto y los lazos empezaban a deshilacharse. Lo único que mantenía unido al grupo era la necesidad de cuidar de los moribundos, pero eso muchas veces no era suficiente.

    Debido al caos reinante, tardó en detectarse un nuevo fenómeno, que fue cobrando importancia poco a poco. En cierto momento, alguien buscaba a tal compañero y le resultaba imposible encontrarlo. No se preocupaba, ya aparecería, no había muchos lugares a donde ir. Sin embargo, a veces el desaparecido no volvía a ser visto; se había despertado un día con el desaliento en las venas y se había adentrado en la inmensidad, sin otro propósito que alejarse de todo, incluso de sí mismo.

    La llamaban «la fiebre de la soledad» o también «la muerte naranja», y todos vivían con el temor de contraerla.

    Juan y Sonia habían sido afortunados. Él había resultado ileso, con sólo algunas contusiones que no tardaron en curarse por sí solas, sin precisar cuidados especiales. Ella había escapado con un esguince de cierta gravedad en el tobillo derecho, aunque por fortuna no se había llegado a romper ningún hueso. Su estado impidió el que abandonaran aquel enclave maldito de inmediato, empeño ahora compartido por una porción nada desdeñable de los exiliados. A su pesar, Juan se había convertido en la última esperanza de todos ellos.

    Ya no podía abordarse de igual forma una expedición con un puñado de integrantes que otra en la que participarían más de un centenar. Juan aprovechó los días de forzado aplazamiento, mientras los heridos recobraban un mínimo de fuerzas y terminaban de expirar los moribundos, para organizar la marcha, equipando a sus seguidores como mejor pudo con materiales sacados de entre los restos de la criatura muerta que les había proveído hasta entonces. No todos se atrevían a visitar ahora aquel lugar. Incluso el campamento fue movido varias decenas de metros hacia el depósito de comida. Se preocupó en particular de hacerse con unas cuantas armas, más por su efecto psicológico sobre la moral de quienes las portaban que por auténtica fe en su utilidad en caso de enfrentamiento con un ser como el que los había atacado.

    Llegó el día en que se encontraron más o menos en condiciones de emprender la marcha. Los heridos aún distaban mucho de estar recuperados —muchos de ellos habían improvisado unas muletas y había dos a los que habría que llevar en sendas parihuelas—, pero en aquel lugar se percibía la muerte, rondándoles bajo la forma de un monstruo acorazado o atrayéndoles con destellos anaranjados hacia las simas de la locura. Eran unos ciento cincuenta, de entre los más jóvenes. Casi un centenar quedaban atrás, incapaces de enfrentarse al desierto, rendidos ante la fatalidad. Su destino sería consumirse poco a poco, si es que no volvía antes la criatura que los había diezmado. No salieron de las tiendas a despedirse de los que partían.

    El grupo se encontraba reunido en la cima de una duna, contemplando el campamento, que se veía abandonado, con los restos destrozados de la tienda de debates y las hileras de tumbas destacando con la nitidez del primer día tras el ataque. Había sido su hogar durante semanas, el único hogar que muchos de ellos recordaban con claridad, y allí quedaba parte de su familia. Nadie deseaba dar el primer paso para abandonarlo.

    Juan tampoco, aunque por motivos diferentes. Había abrigado la esperanza de que dejaran de considerarlo el líder de la expedición, pero a cada día que pasaba esa posición no deseada se afianzaba cada vez más. Iniciar la marcha no haría sino cimentarla de forma definitiva. Miró a Sonia, y ésta le animó con un gesto. Suspiró. Le alcanzó el brazo para que se apoyara en él y empezó a descender la duna, en dirección al depósito de alimento, que constituiría la primera etapa del viaje. Toni, que había salido indemne del ataque, se apresuró tras sus pasos y luego les siguió el resto, como si estuvieran unidos por una cuerda que tirara de ellos. No tenían a dónde ir, pero al menos ya se encontraban en movimiento.


    III


    Pronto se estableció una nueva rutina nómada en el pequeño contingente al que había quedado reducido el grupo inicial. Lo esencial era cubrir el mayor territorio posible en su exploración. Lo más eficiente para maximizar el territorio cubierto hubiera sido seguir una espiral creciente desde el punto de partida, pero en la práctica esta estrategia se presentaba inabordable, debido a la imposibilidad de precisar la dirección y a la dependencia de la fuente de sustento. Decidieron seguir una trayectoria todo lo recta posible, compensando los desvíos que se vieran obligados a efectuar.

    No había forma de conservar en condiciones comestibles aquella especie de hongo azulado. Debía de existir una masa mínima que permitiera la vida autónoma. Cuando se separaban pedazos menores, no tardaban en perder cohesión y quedaban transformados en una papilla muy diluida de repugnante sabor. Tampoco habían obtenido demasiado éxito en la fabricación de recipientes adecuados para el transporte del agua. Todo lo más que habían conseguido era una especie de escudillas, con capacidad para dos o tres litros, que debían transportarse con sumo cuidado para no verter su contenido. Por ello, debían planificar su recorrido de forma que siempre tuvieran a su disposición lugares donde avituallarse. Se veían en la obligación pues de desviarse a derecha o a izquierda del camino recto, con tal de alcanzar manchas blancas, aunque también en ocasiones para evitar de forma supersticiosa los restos de monstruos acorazados. Habían estado viviendo al lado de uno de ellos durante semanas sin ningún problema, pero el impacto de lo acontecido aún pesaba sobre sus espíritus.

    Con tal de evitar el caminar en círculos, al cabo de unas pocas jornadas idearon un sistema tosco de orientación. Tallaron en la parte interna de una pequeña pieza de exoesqueleto plana una especie de semicírculo graduado, dividido en dieciséis sectores, lo que les daba una precisión de aproximadamente doce grados a la hora de estimar la desviación respecto a su dirección inicial que se veían obligados a asumir en cada nueva etapa. Por fortuna, las colonias del providencial hongo no escaseaban y resultaba relativamente sencillo trazar una ruta zigzagueante que mantuviera en todo momento una dirección general estable.

    De «oasis» en «oasis» fueron alejándose del lugar donde habían despertado, sin que nada cambiara a su alrededor.

    Como no había forma de calcular el tiempo, las jornadas venían marcadas por el espaciamiento entre los depósitos de comida. Cuando llegaban a uno de ellos, determinaban cuál era el más cercano que se encontrara en la dirección adecuada. Una vez establecido, calculaban cuánto les costaría llegar hasta él y, en función de lo cansados que estuvieran, decidían si seguir o dar por concluida la etapa. Al principio, como estaban bastante desentrenados, no avanzaban muy rápido, un par de «travesías», tres como mucho, antes de montar el campamento provisional. Sin embargo, a medida que iban mejorando los heridos y se les fortalecían las piernas, comenzaron a realizar cuatro, cinco, seis e incluso siete travesías sin descanso. Cuanto más andaban sin descubrir nada nuevo, mayor desesperación les embargaba y más se exigían a sí mismos, acabando muchas veces extenuados, sin poder dar un paso aunque surgieran ante ellos todos los monstruos de las profundidades.

    Dormir también constituía un problema. Al empezar la marcha, los ciclos de sueño-vigilia los tenían descompensados y desincronizados por completo. Por añadidura, les costaba conciliar el sueño al aire libre, a plena luz, viéndose obligados a construir capuchones de coraza para cubrir la cabeza, incómodos y engorrosos de transportar. A la postre, a alguien se le ocurrió fabricar anteojos con dos placas pequeñas y una membrana. Cuando dormían, parecían ricachones tostándose en el aparato de rayos UVA más grande del mundo.

    Pese a todas estas dificultades, el estar haciendo por primera vez algo les había quitado un gran peso de encima. Casi todos ellos volvían a sentirse vivos y recordaban el período anterior como un sueño que había desembocado en pesadilla. El viaje pasó de ser un medio a convertirse en un fin en sí mismo. Por ello, cuando se tropezaron con la primera novedad, muchos en vez de alegrarse lo consideraron un mal augurio, sobre todo cuando constataron de qué se trataba.

    Fue Toni el primero en verlo. Se había adelantado con otros dos chavales para verificar que seguían por el buen camino, ya que transitaban por una región de acusados relieves y habían perdido de vista la colonia de hongos que era su objetivo. Lo vio nada más coronar la cima de una duna de considerables dimensiones. Por unos instantes se quedó allí, boquiabierto, sin desear dar crédito a sus ojos. Luego, arrojó su lanza al suelo con una maldición y se dio la vuelta para bajar la ladera a la carrera, dejando atrás a sus sorprendidos compañeros, que aún no habían coronado la elevación. Mientras saltaba para evitar hundirse en la arena fina iba gritando una consigna misteriosa:

    —¡La hemos cagado! ¡La hemos cagado!
    —Tranquilo, chico —le dijo Juan en cuanto estuvo cerca. Lo tomó por los hombros y añadió—: Venga, explícanos de qué va todo eso de que la hemos cagado.

    Toni respiraba entrecortadamente por la carrera. Se llevó una mano al costado y se concentró para responder.

    —El… puff… el ca-campamento. Está… está ahí detrás. Al otro lado de la… de la duna.
    —Eso es imposible. No nos hemos desviado tanto de nuestro rumbo.
    —Pues está… está ahí —aseguró Toni, irguiendo la espalda ofendido porque se dudara de su palabra.
    —No había ninguna elevación como ésa cerca del campamento. Debes haberte equivocado. ¿Qué has visto exactamente?
    —¡Ya os lo he dicho! ¡El campamento! Las tiendas, el cráter y todo eso.

    Entonces llegaron los otros dos chavales, que habían continuado la ascensión hasta ver lo que había alterado a su compañero, y corroboraron la historia de Toni. La noticia pronto se extendió entre los caminantes, provocando todo tipo de reacciones, desde rabia hasta esperanza, pero sin dejar a nadie indiferente.

    —¡Un momento! —gritó Juan, para imponerse a la algarabía—. ¡Tenemos que aclarar esto!

    Poco a poco, el parloteo se extinguió, aunque todos los integrantes del grupo se apilaron en torno a los tres exploradores para no perderse detalle de lo que tenían que decir. Una vez obtenido el silencio, Juan preguntó:

    —¿Estáis seguros de que es el campamento? ¿Nuestro campamento?
    —¡Claro! ¿De quién más podría…? ¡Oh!

    Toni se detuvo a mitad pregunta. No se le había pasado ni por un momento por la cabeza que pudiera tratarse de otro campamento. Había visto tiendas como las que recordaba y había concluido que se trataba del mismo lugar del que habían partido.

    —Ya veo que no —dijo Juan, siendo innecesariamente irónico.
    —Ahora que lo mencionas… Algo raro sí que tenía —admitió el chico.

    Sin poder resistirlo más, alguien entre la concurrencia intervino:

    —Entonces… ¿Es o no es nuestro campamento?

    Un compañero, que había estado más atento, le respondió:

    —No, Santiago, es otro.
    —¿Otro?

    La idea cayó como una bomba en medio del grupo de exiliados. Otro campamento implicaba otras personas, otro contingente que había sufrido lo mismo que ellos. Caras nuevas después de más de un mes de despertarse siempre entre idénticos rostros. Voces nuevas. Experiencias nuevas. Quizás respuestas nuevas. Todos se pusieron a hablar al unísono, e incluso hubo quienes improvisaron una danza, como si en vez de recibir la noticia de que tal vez habían encontrado compañeros de infortunio, se les hubiera confirmado que sus penalidades habían concluido.

    También los había de escépticos, personas que no estaban dispuestas a celebrar nada hasta que vieran con sus propios ojos el motivo de aquel alboroto. Se separaron del grupo y corrieron hacia la duna para echar un vistazo al otro lado. Juan se desgañitó pidiéndoles que volvieran, pero estaba en el centro del tumulto y ni podía salir ni podía hacerse oír.

    —¡Quietos! —gritaba—. ¡No sabemos qué nos espera al otro lado! ¡Tenemos que ir con cuidado! ¡No toquéis nada!

    Por pura fuerza, logró salir del barullo y corrió en pos de los ansiosos, llamando a alguno por su nombre. No pudo hacer nada peor, ya que viéndolo alejarse, el resto del grupo dejó de lado sus elucubraciones y salió desordenadamente tras él, dejando atrás, profiriendo insultos, a un par de lesionados que aún no estaban en condiciones de subir una cuesta tan empinada sin ayuda.

    A la postre, los escapados demostraron tener más seso del que les atribuía Juan. Se habían detenido todos en la cresta de la duna, contemplando el panorama que se extendía a sus pies. A primera vista, era cierto que resultaba casi indistinguible del campamento que habían abandonado, que nunca se había caracterizado por disponer de un plano fijo, ya que las cabañas se montaban y desmontaban siguiendo las turbulencias de las relaciones entre los desterrados, hasta el punto que un ojo atento podía adivinar qué lazos se habían hecho y deshecho sólo estudiando la ubicación de las construcciones. También contribuía al engaño el que hubieran contado exactamente con los mismos materiales. Sin embargo, a poco que se prestaba atención, iban surgiendo las diferencias.

    Aquel grupo debía de haber contado con un arquitecto o algún profesional similar, ya que se distinguían estructuras más complejas de las que ellos habían logrado erigir. También había un mayor número, las suficientes para al menos setecientas personas. Por último, de trecho en trecho se encontraban clavados largos tubos, cuyo propósito constituía un misterio al que nadie prestó atención, pues todos estaban más preocupados por dilucidar otra cuestión: ¿Dónde estaban todos?

    Parte de la respuesta podía encontrarse, sin duda, en el centro del campamento, donde destacaba un cráter idéntico a aquel que aún poblaba sus pesadillas. Tal vez hubiera habido alguna construcción especial allí, pero ya no se distinguía nada. Debido a la falta de erosión, parecía reciente. Tanto que más de uno lanzó nerviosas miradas a un lado y otro, esperando ver aparecer en cualquier momento una masa infernal erizada de guadañas negras. Sin embargo, debía de haber pasado cierto tiempo, porque no se veía a nadie y resultaba inconcebible que todos hubieran muerto en el ataque.

    Sin atreverse todavía a descender, llamaron a gritos a los ocupantes del asentamiento. Ante la falta de respuesta, las voces fueron bajando de volumen, pues a nadie le parecía correcto chillar en un cementerio. No estaban preparados para encontrar algo así. Se quedaron inmóviles y en silencio, contemplando aquella desoladora estampa con las esperanzas hechas trizas y el corazón desgarrado. Muchos derramaron las lágrimas que habían estado conteniendo desde el día de la tragedia. No lloraban tanto por aquellos desconocidos como por sí mismos. Por su pasado, su presente y su futuro. Todos ellos condensados en la visión de un patético refugio en el exilio, violentado y muerto.

    —Tenemos que bajar. A ver si podemos descubrir algo —dijo alguien al cabo de un buen rato.

    Todos se giraron hacia Juan, como si supiera qué convenía hacer. El caso es que él también deseaba averiguar lo que les había acontecido a los pobladores del campamento, y no confiaba en informes de segunda mano para reconstruir los hechos. Iba a bajar de todos modos, así que mejor asegurarse de que al menos valiera la pena hacer el esfuerzo.

    —Bajaremos cinco. Los suficientes para reconocerlo todo sin emborronar las pistas. Los demás podéis seguir hasta el depósito que habíamos establecido como objetivo o bien esperarnos aquí. En cuanto sepamos algo más volveremos para informar.

    Dicho esto, comenzó a descender con cuidado, sin molestarse en designar a sus cuatro compañeros. Que fueran los más decididos quienes le siguieran. Como había supuesto, Sonia fue una de los finalmente seis exploradores, y también como había supuesto, todo el resto se quedó allí mismo, esperando las noticias con ansiedad. Al llegar abajo impartió unas pocas instrucciones:

    —Separémonos y registrémoslo todo de dos en dos. No perdáis demasiado tiempo en ningún lugar. Ahora queremos hacernos una idea general de lo que pudo pasar. Si es necesario, ya le dedicaremos una inspección cuidadosa en otro momento.

    Cogió de la mano a Sonia y se dirigió hacia la tienda más próxima, dejando a los demás para que se organizaran como quisieran. Notó la mano de la chica temblando en la suya. Sin detener la marcha ni volverse hacia ella, la envolvió con el brazo y le susurró:

    —¿Estás bien?
    —¿Acaso no está claro que no? —le respondió ella en el mismo tono.
    —No te preocupes. Aquí no hay nadie. Estamos tan seguros como andando por medio del desierto.
    —A veces llegas a ser de lo más insensible. —Sonia se liberó con cierta brusquedad de su abrazo y se alejó a grandes zancadas de él, diciéndole—: ¡Justo porque no hay nadie es por lo que estoy alterada!

    Juan se quedó parado, viéndola alejarse. Sintió un ramalazo de cólera. ¿Qué pretendía insinuar? ¿Acaso a él no le afectaba la soledad? Dejar que los sentimientos interfirieran con el instinto de supervivencia era un error que podían pagar muy caro. Sólo deseaba lo mejor para los dos. ¿Por qué no podía verlo?

    No servía para nada enfadarse. Por la noche se la llevaría aparte y rogaría su perdón, aunque maldita sea si sabía por qué. Luego harían el amor y todo estaría bien. Pero lo primero era lo primero. Tenía que averiguar lo que había pasado allí. Se apresuró para ponerse a la altura de Sonia, quien no se dignó a dirigirle la mirada, e incluso se adelantó para separar la cortina que cerraba la tienda a la que se habían dirigido. Ella no le agradeció el gesto.

    Aquella tienda estaba vacía, así como las cuatro siguientes que visitaron. Cada una mostraba un mayor o menor desorden dependiendo de cómo hubieran sido de pulcros sus ocupantes, pero nada que sugiriera una huida apresurada o algún otro acontecimiento de tipo catastrófico. Parecía talmente como si un día quienes allí vivían hubieran salido para no volver. Estaban considerando si valía la pena seguir visitando refugios abandonados, cuando escucharon un alarido desgarrador, procedente de algún lugar hacia el centro del campamento.

    Salieron atropelladamente de la tienda donde estaban, palmoteando para hacerse con las lanzas que habían dejado apoyadas junto a la entrada y recorriendo con ojos frenéticos todo el lugar, intentando localizar la fuente del peligro. No vieron nada anormal, pero volvieron a escuchar un ruido perturbador, un sollozo incontrolable, proveniente de algún punto situado a corta distancia de ellos. Con gestos, Juan indicó a Sonia que le siguiera en silencio. Con las armas a punto y medio agazapados, se aproximaron al lugar de donde procedía el llanto.

    La persona que lloraba era una de las mujeres que se habían unido a la exploración; Inés o Irene o algo así. A su lado estaba su compañero, cuyo nombre sí que no recordaba en absoluto. Tenía el rostro descompuesto. En el aire flotaba el olor acre de un vómito.

    —¿Qué ocurre? —susurró imperiosamente Juan.

    El hombre se limitó a señalar hacia el interior de una tienda de placas de considerable tamaño. En su actitud no había nada que hiciera presagiar un peligro inminente, así que Juan se relajó un poco, sustituyendo la alarma por la curiosidad. Con precaución, se asomó al interior de la construcción. No tenía aperturas, pero como todo allí, salvo quizás las profundidades del océano de arena, no se hallaba inmersa por completo en la oscuridad. El fulgor naranja, limitado al volumen de la tienda, bastaba para iluminar de forma mortecina los cadáveres de cuarenta o cincuenta personas, en su mayor parte de mediana edad, aunque también se entreveían miembros de pequeño tamaño asomándose por entre la maraña de cuerpos. Sonia, por supuesto, se había colado tras él, haciendo inútiles los esfuerzos del otro hombre por detenerla.

    —¡Dios mío! —exclamó nada más vislumbrar el macabro hallazgo.

    Apretó la cara contra el hombro de Juan, aferrándose con fuerza a él y clavándole las largas uñas en la espalda.

    —Tranquila, tranquila. Vamos, salgamos de aquí —dijo Juan, soportando el dolor con una mueca y empujándola hacia la salida. Sonia se dejó arrastrar sin oponer resistencia.

    Fuera esperaban las dos parejas de exploradores, pues la otra también había acudido a la carrera al escuchar el grito. Aunque antes no le había concedido mayor importancia, Juan se alegró de que uno de sus integrantes fuera el que había sido de un modo informal el lugarteniente de Gregorio, un joven llamado Vicente, muy despierto y trabajador, que había estado estudiando para médico. Lo llamó con un gesto, sin soltar a Sonia.

    —Allí dentro hay un montón de cadáveres. Necesito saber cómo murieron. ¿Te sientes con fuerzas para tratar de averiguarlo?

    Demostrando que era merecedor de la alta estima de Juan, Vicente no dijo ninguna tontería como que seguro que había visto cosas peores. En aquella tierra de pesadilla, y por las reacciones de las que era testigo, no cabía descartar que allí dentro le aguardara la peor visión de su vida, y para ella se preparó. Desapareció en el interior de la tienda durante un buen rato. Cuando volvió a salir constituía la viva imagen de la profesionalidad, aunque tuviera quizás el rostro un poco más pálido, algo difícil de asegurar, tanto por la extraña luz como porque después de tanto tiempo de privación solar todos presentaban un aspecto bastante enfermizo.

    —¿Y bien? —preguntó Juan con impaciencia.
    —Suicidio colectivo.
    —¿Seguro?
    —Razonablemente. La causa de la muerte fue en casi todos los casos estrangulación, probablemente con cuerdas de membrana. Si tuviera que especular, diría que una mitad mató a la otra, repitiéndose el proceso las veces que fueron necesarias hasta que sólo quedó uno.
    —¿Y ese último?
    —Se degolló. Está en el centro, metido en una especie de recipiente de coraza. La sangre se ha coagulado a su alrededor, sin llegar a derramarse.
    —¿Por qué lo harían? —se preguntó Sonia en voz alta.

    Juan malinterpreto sus palabras y respondió:

    —Parece evidente que deseaban morir sin derramar una sola gota de sangre en la arena. Tal vez la sangre atraiga a los monstruos. No fuimos atacados hasta lo de Enrique.
    —No, no me refería a eso. ¿Por qué morir? ¿Y por qué de ese modo? ¿Se volvieron locos? ¿También nosotros acabaremos así?

    Eran preguntas sin contestación posible. Ni Juan, ni Vicente dijeron nada. Ambos tenían sus propias cuestiones sin respuesta, ambos temían lo que podrían descubrir sobre su futuro de despejarse los interrogantes que envolvían aquel suicido múltiple. Un mes, quizás una semana antes, aquellos seres humanos habrían estado vivos, y habrían albergado sus mismos miedos y esperanzas. Su espíritu de supervivencia les había hecho erigir aquel campamento, tan similar al que ellos mismos habían abandonado, y los había mantenido con vida en aquel ambiente extraño hasta que, de repente, habían decidido abandonarlo todo. ¿Qué los había impulsado a ello? ¿Qué nueva idea podía ser tan devastadora?

    Perdido en estos pensamientos, Juan se sobresaltó cuando el joven que había acompañado a Vicente durante la exploración le tocó en el hombro.

    —Perdona, pero encontramos algo. No sé si aclara algo o todo lo contrario, pero deberías verlo.

    Juan asintió y se dispuso a seguirle. Le indicó con un gesto a Sonia que no hacía falta que se levantara. La otra chica, ¿Inés?, ¿Irene?, aprovechó sin embargo aquello como excusa para alejarse lo más posible del horror de la tienda, arrastrando tras de sí a su compañero, que había estado confortándola como había podido desde el macabro hallazgo que habían protagonizado. El chaval, cuyo nombre también le era esquivo a Juan, les condujo hasta un extremo del campamento, donde otra duna se elevaba con una pronunciada pendiente. En su ladera, dibujada con trazos profundos y regulares, podía leerse una frase:

    CUARENTA SIGLOS OS CONTEMPLAN


    Los cuatro la contemplaron en silencio, entre sorprendidos y, por algún motivo más allá de la simple lógica, amedrentados. Lo normal hubiera sido que aquellos caracteres hubieran empezado a degradarse apenas trazados, pero nada era normal en aquel infierno anaranjado. Las letras seguían tan nítidas como si hubieran sido cinceladas sobre piedra. Sin embargo, por muy nítidas que fueran, el sentido de la monición se les escapaba. Aquello debía estar relacionado con el suicidio colectivo, mas ¿en qué sentido? La voz de Vicente, un poco más ronca de lo que recordaban, los sorprendió a sus espaldas; no le habían oído aproximarse.

    —Es de Napoleón Bonaparte.
    —¡Mierda! ¡No hagas eso! —protestó Juan, girándose tan rápido que casi perdió el equilibrio. Estaba realmente cerca, y con él había llegado Sonia, que no debía de haber querido quedarse sola a las puertas del matadero—. ¿Qué decías?
    —Que es una famosa cita de Napoleón, parte de ella en realidad. Formaba parte de una arenga a sus tropas durante la invasión de Egipto, justo antes de hacerse dictador. Completa dice: «Soldados, desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan».
    —¿Y qué se supone que significa eso?

    Vicente se encogió de hombros.

    —No estoy seguro. Se disponía a entrar en combate por primera vez junto al Nilo, a la vista de las pirámides de Gizeh. Supongo que pretendía que sus hombres se sintieran orgullosos por la gloria que les reportaría conquistar un imperio tan antiguo.

    Juan consideró sus palabras durante un rato. Luego, miró hacia la tienda donde se pudrían lentamente los cadáveres de los anteriores ocupantes del campamento y replicó:

    —Pues no me da la impresión de que haya sido ésa la interpretación que quienquiera que lo haya escrito pretendía darle.
    —¿Quién puede saberlo? De todas formas, la expedición francesa, pese a los éxitos iniciales, acabó en desastre, así que, en cierta forma, aun en la victoria, la batalla no fue más que el preludio de la derrota final.
    —Ya veo. Un pensamiento alentador —dijo Juan, antes tomar su lanza y proceder a borrar a conciencia las palabras escritas sobre la arena.
    —¿Qué estás haciendo? —se sobresaltó Sonia, llegando incluso a sujetarle el brazo para interrumpir su labor destructiva.
    —No quiero que nadie más lea esto ni sepa de su existencia. ¿De acuerdo? —decretó, dirigiéndose a todos los presentes—. Bastantes problemas nos va a causar ya la masacre de allí atrás para que empiecen a circular elucubraciones estúpidas sobre el significado de estas palabras. No son más que los delirios de un demente aficionado a la historia. Seguramente, al ver tanta arena se creyó en Egipto y le vinieron a la memoria las palabras del general franchute.

    Reconociendo lo acertado de su valoración, Sonia lo soltó. Los demás, con su silencio, expresaron su acuerdo tácito. Juan pudo terminar de emborronar el mensaje sin ser interrumpido de nuevo, sabiendo que no lo haría desaparecer con tanta facilidad de su memoria y que le atormentaría en sus sueños durante semanas.

    —¿Qué hacemos con los cadáveres? ¿Ocultamos su existencia también? —preguntó el compañero de Inesirene.
    —No, es algo demasiado grande para poder taparlo. Nos han estado observando todo el rato. No pueden haber dejado de notar la actividad inusual en torno a esa tienda. Alguien acabaría bajando para examinarla. Lo mejor que podemos hacer es describir su contenido con todo lujo de detalles, para disuadir a los curiosos.
    —Tienes razón —admitió—, nos están observando. —Luego, como si acabara de caer en la cuenta, preguntó—: ¿Qué diremos entonces acerca de lo que acabas de hacer?
    —Y yo qué sé. Lo que se os ocurra. Cualquier cosa con tal de que no sepan lo de los siglos fisgones.
    —No, tenemos que pensar en una explicación única, si no tendrían la confirmación de que les mentimos —intervino Vicente.

    Juan abrió los brazos y negó con la cabeza, dando a entender que a él se le habían acabado las ideas. Fue Sonia la que propuso:

    —¿Qué tal si les decimos que hemos dibujado un croquis del campamento para asegurarnos de que no se nos había pasado todo por alto?
    —¿Y por qué lo hemos borrado luego?
    —¿Por qué no? No sería lo más inútil que hayamos hecho desde que estamos en esta mierda de desierto.

    Esa lógica era inapelable. Determinaron pues que aquélla sería la historia que contarían si se les preguntaba por el incidente, aunque acordaron también que sería preferible que no fuera necesario decir nada al respecto. Tampoco iba a ser muy difícil desviar la atención hacia otros temas más impactantes. Con paso lento, regresaron junto al resto de expedicionarios, que apenas los tuvieron cerca los rodearon para enterarse de lo que hubieran averiguado. Tras la explicación y la vívida descripción que proporcionó Vicente del recinto de la masacre, ninguno se quedó con ganas de visitar el campamento fantasma.

    Por unanimidad, decidieron que no era buena idea vivaquear por los alrededores, y ocupar las tiendas abandonadas estaba descartado, pues hubiera sido como intentar dormir en el ataúd de otro, así que se dirigieron a un depósito cercano. Gracias a lo abrupto de la zona, a pesar de encontrarse a sólo dos kilómetros de distancia de la última construcción, no se veía nada, por lo que podían refugiarse en la fantasía de que seguían perdidos en medio de la nada. A quienes habían participado en la exploración de la colonia les estaba vedada esa opción. La frase dibujada sobre la arena seguía pesando en su ánimo, especialmente en el de Juan. Al borrarla sólo había logrado grabarla a mayor profundidad en su mente.

    —No puedes dormir —le susurró Sonia durante el período de descanso, cuando ambos estaban tendidos, el uno al lado del otro, entre el resto de desterrados que intentaban también conciliar el sueño.

    No era una pregunta, y Juan no dio una contestación, a no ser que pudiera interpretarse como tal un gruñido irritado. Se había pasado todo el rato cambiando constantemente de posición, algo de lo más infrecuente en él, que solía dormir como un bendito. Las misteriosas palabras rebotaban en el interior de su cráneo, despertando ecos ominosos en su imaginación. Al final, se incorporó, quitándose la protección de los ojos.

    —Vayámonos a algún otro sitio —le pidió a su compañera.

    Se levantaron con cuidado, para no despertar a nadie, y se alejaron del grupo. No era algo infrecuente. Muchas parejas lo hacían, buscando un poco de intimidad. En aquella región no era necesario andar mucho para encontrarla.

    —Adelante —dio pie Sonia en cuanto estuvieron a suficiente distancia.

    Pese a sus urgencias, Juan no empezó a hablar en seguida. Se paseaba con nerviosismo arriba y abajo, trazando surcos sobre la arena. De súbito, sin previo aviso, se detuvo y exclamó:

    —¡No sé qué hacer!
    —Vaya, bienvenido al club.
    —¡No te rías! —le recriminó furioso—. ¡Hablo muy en serio!
    —¡Yo también, superhombre! —contestó Sonia con igual tono—. ¿Te crees que todos sabemos lo que convendría hacer y te lo estamos ocultando para joderte? Estamos embarcados juntos en esta mierda, aunque tú a veces prefieras actuar como el puto llanero solitario.

    Juan se quedó petrificado por el estallido, con cara de sorpresa, aunque al cabo de un rato la trocó por una sonrisa.

    —Me habías ocultado bien esta faceta tuya.
    —La reservo para las ocasiones especiales.
    —No sé de muchas que puedan serlo más —le contestó Juan, tomando su cara entre las manos y besándola a continuación con intensidad constituida a partes iguales por pasión y desesperación.

    Ella le devolvió el beso con igual ardor y acabaron haciendo el amor con furia sobre la arena, explorando sus cuerpos como si fuera la primera ocasión en que tenían oportunidad de hacerlo, con los ojos cerrados, dejando fuera a la luz naranja, a los terrores bajo la arena, a sus compañeros de infortunio y a los epitafios dibujados en laderas inmutables. Al acabar, siguieron abrazados, renuentes a volver a la realidad que habían logrado apartar por unos instantes. Por desgracia, no podían huir para siempre de ella, a no ser que fuera rindiéndose a la muerte.

    —Cuéntame cuál es el dilema —pidió Sonia, con la cabeza descansado sobre el pecho de él.

    Juan inspiró hondo y dejó por un segundo de acariciarle el pelo. Luego prosiguió haciéndolo, al tiempo que contestaba, aunque de un modo indirecto.

    —No sé si te has fijado en las huellas.
    —¿Qué huellas?
    —Las que rodean el campamento.

    Sonia hizo memoria. Había huellas, claro que sí. Millones de ellas. Cada paso que se daba sobre aquella superficie dejaba un rastro indeleble que sólo podía ser ocultado bajo nuevas pisadas. Sólo en las zonas centrales de los campamentos la arena estaba tan pisoteada que ya no cedía al paso de una persona. Los alrededores, sin embargo, estaban recorridos por miles de pistas que se entrecruzaban, siendo más densas cuanto más próximas a las tiendas.

    —No recuerdo nada en especial —reconoció.
    —Existe una vía por la que ha avanzado una multitud. No conduce a ningún depósito cercano, así que sólo puede ser el camino que tomaron para emigrar como nosotros en busca de respuestas.
    —¿Quieres decir que aún puede haber supervivientes? —le interrumpió Sonia excitada.
    —No, lo siento mucho, pero no. ¿Te acuerdas cuando me aparté de vosotros un instante para comprobar algo? Estaba estudiando esas huellas. Había de dos tipos, unas que partían y, superpuestas a ellas, otras que regresaban al campamento. Estas últimas habían sido impresas por un número mucho menor de pies.
    —¿Cuál es la interpretación que le das?
    —Pienso que aquí aconteció algo muy parecido a lo que nosotros hemos vivido. Se asentaron, se acomodaron en la rutina y el ataque de un monstruo los sacó de su inmovilidad, empujándolos hacia el desierto en busca de respuestas.
    —¿Cómo explicas entonces que volvieran?
    —Yo… —Tragó saliva—. Temo que las encontraran, y que fueran tan demoledoras que no les quedara otra opción que regresar donde habían perecido sus compañeros y autoinmolarse.

    Sonia se estremeció recordando: «Cuarenta siglos os contemplan».

    —No hace falta recurrir a revelaciones externas —propuso al fin—. Cosas así han pasado otras veces allá en casa. El fanatismo puede llegar a ser contagioso. Quién sabe lo que hubiera podido ser de nuestra comunidad en manos de Óscar, pero estaba Julián, para servir de contrapeso.
    —¿Crear una secta con miembros escogidos al azar? Sabes que eso no hubiera funcionado jamás. Somos demasiado dispares y, a falta de pruebas en contra, debemos asumir que ellos también lo eran. Alguien como Óscar hubiera podido reunir a su alrededor a una docena de desesperados como máximo, no a medio centenar. A menos, claro está que algo corroborara su paranoia.
    —Vale, de acuerdo. ¿Qué tipo de revelación supones que fue?
    —No lo sé. Ni tampoco estoy seguro de querer averiguarlo.
    —¿Propones… propones que sigamos sus huellas y hallemos lo que ellos descubrieron?

    Juan asintió. Sonia comprendió entonces cuál era el dilema que lo había mantenido despierto. Contra toda esperanza, habían encontrado el modo de llegar a una respuesta, pero no sabían cuál era la pregunta que respondía, tan sólo que conocerla podía ser mortalmente peligroso. Podían elegir ignorarla, pero entonces todo cuanto habían organizado carecería de sentido. Caminarían por caminar a través de la infinitud naranja, sin objetivos ni ninguna meta a la que aspirar. Habrían cambiado una cárcel estática por otra nómada; en el fondo seguirían atrapados.

    No, no era aquélla la razón de su inquietud. No existían alternativas, sino un único camino posible. Tenían que afrontar la revelación y esperar ser lo bastante fuertes para soportarla. Escapar y languidecer poco a poco no era una opción real, sino sólo un espejismo, un truco de la mente para facilitar la decisión de correr hacia el peligro, así podrían argüir ante su propia conciencia que habían tenido que elegir el mal menor. Tal vez hubiera quienes pudieran llevar ese autoengaño hasta el final y vivirlo como la alternativa que no era, pero ni Juan ni Sonia eran de ésos, al igual como tampoco lo eran la mayoría de los que habían decidido acompañarlos. Su destino había sido escrito de antemano y ellos sólo podían lamentar tener que cumplirlo.

    —Lo haremos —musitó entonces la chica—. Nos sobrepondremos a lo que los mató a ellos. No puede haber nada, por terrible que sea, que pueda destruirnos. Dices que volvieron menos de los que se fueron. Entonces es posible que el desaliento sólo conquistara a una fracción de ellos.
    —Es posible —admitió Juan, sin excesivo convencimiento.
    —Es seguro —le corrigió Sonia.

    Sin admitir la corrección, Juan la tomó con más fuerza entre los brazos y la besó con ternura en la boca. Volvieron a hacer el amor, de forma mucho más pausada que antes; mirándose a los ojos, expresándose con la mirada todo el miedo que se callaban; dando y recibiendo consuelo. Al terminar, nada había cambiado a su alrededor, pero en su interior se sentían confortados y dispuestos a llevar a cabo lo que hiciera falta con tal de dar sentido a su existencia.

    La jornada daba siempre inicio cuando la mitad de los expedicionarios se encontraban despiertos. Ellos se encargaban de hacer levantar a los remolones. Normalmente, aquello implicaba su buena ración de bromas, no por repetidas menos celebradas. No en aquella ocasión. Encontraron a Juan y Sonia siguiendo las huellas que habían dejado sobre la arena. Fue Toni el encargado de despertarles. Lo hizo tocándoles el hombro, sin decir nada. Parecía como si la expedición entera se hubiera puesto de acuerdo para hacer voto de silencio.

    Tras el aseo y el desayuno, solía celebrarse una reunión para discutir cualquier tema que se quisiera. Salvo por alguna ocasional aportación, como las protecciones para los ojos, no solía tratarse nada importante. El rumbo general estaba fijado desde el comienzo, y el trayecto de cada jornada venía marcado por la disposición de los depósitos de alimento. En aquella asamblea, sin embargo, iban a tratarse temas de la mayor importancia, y eso era algo que no había pasado desapercibido a nadie. Juan fue el que llevó la voz cantante al principio, exponiendo de forma ordenada qué era lo que habían descubierto durante la exploración y lo que había deducido de estos hallazgos. No mencionó la frase en la arena, y quienes sabían de su existencia mantuvieron su palabra de no contarlo. Luego se inició un debate entre quienes opinaban que debían seguir las huellas y quienes defendían que tenían que mantener a la dirección que habían escogido desde el principio. Llevaban mucho tiempo sin discutir, pero no se les notaba nada desentrenados.

    Pronto la reunión degeneró en un puñado de subgrupos, en los que se debatía acaloradamente la cuestión. Cada cual trataba de convencer de su postura a los demás, haciendo oídos sordos a cuanto tuvieran que decirle. Un par de tipos llegaron incluso a las manos, aunque por fortuna la cosa no pasó a mayores ya que fueron separados por sus amigos. A la primera ocasión propicia se había roto la armonía del grupo, y ya no existía nadie dispuesto y capacitado para la tarea de aunar voluntades.

    Juan se mantuvo escrupulosamente al margen. Él ya había tomado su decisión y no le importaba quién fuera a acompañarle, aunque no lo hiciera nadie más que Sonia. El grupo en su conjunto no significaba gran cosa para él. Había establecido algo de relación con unos cuantos, pero tan superficial como había sido siempre su trato con los demás. No lamentaría de forma particular el no volver a verlos jamás. Por desgracia para él, algunos, desde su extremo, no valoraban esas relaciones de igual modo.

    —¡Preguntémosle a Juan! —empezó a gritar Toni, siendo pronto secundado por varios gilipollas, en opinión del aludido.
    —¿Qué queréis que os diga? Ya sabéis tanto como yo.
    —Pero seguro que has pensado más sobre ello. ¿Qué propones?
    —No propongo nada. Yo seguiré las huellas. Vosotros podéis hacer lo que os dé la gana —dijo, en un tono bastante desagradable.

    Sonia se le acercó y le pasó un brazo por los hombros, susurrándole:

    —Tranquilo. Están asustados. Sólo buscan a alguien a quien poder recurrir.
    —¿Y por qué tengo que ser yo? —protestó Juan, de forma casi infantil.
    —Porque eres el más indicado.

    Juan se tensó, cerrando con fuerza los puños, e inclinó la cabeza sobre el pecho. Tan bajito que las palabras no escaparon del cerco de sus dientes, vocalizó:

    —No, no lo soy. —Luego relajó su cuerpo, alzó la vista y añadió en voz alta—: Sea. Quien desee acompañarme que lo haga. Partiré por la senda que abrieron los que vivían en ese campamento y trataré de encontrar lo que ellos descubrieron. Estoy seguro de que será peligroso, y no sólo desde el punto de vista físico, pero es la primera y única pista que hemos encontrado y tengo que seguirla, sin que importe a dónde pueda conducirme.

    Como era fácil anticipar, aquello decantó la balanza de modo definitivo hacia la opción de seguir las huellas. Incluso los reticentes consideraron más seguro mantenerse al amparo del grupo grande antes que continuar la marcha por su cuenta. Decidieron partir de inmediato. Una o dos voces abogaron por proporcionar antes sepultura a los cadáveres de la tienda, pero la idea no prosperó. No eran sino perfectos desconocidos y, al fin y al cabo, para el único ser que podía perturbar su descanso, asumiendo que los monstruos acorazados fueran también carroñeros, un metro o dos de arena no supondría ninguna diferencia.

    La otra expedición debía de haber seguido un procedimiento similar al suyo para mantener una dirección más o menos recta. Desde la cima de las dunas más altas podía seguirse el rastro sobre la arena, saltando de depósito en depósito, hasta que se difuminaba en el fulgor naranja del falso horizonte. Curiosamente, aunque ahora tenían una meta real, si bien situada a distancia desconocida, fueron aquéllas las jornadas más tranquilas; lo que quiera que les esperase al final del camino estaba allí, al final, así que mientras no lo vislumbraran podían confiar en no tener ningún mal tropiezo. Al menos ésa era la teoría.

    El desastre sobrevino la decimotercera jornada de marcha. Desde la masacre de la tienda de debates no habían vuelto a ver ningún otro monstruo vivo. Tan sólo los restos de sus cuerpos y, por supuesto, las señales del ataque al campamento que habían dejado atrás. Por ello, cuando se empezó a sentir la vibración, no supieron identificarla como una señal de peligro. Primó la sorpresa y la curiosidad sobre la alarma. Aunque quizás en caso contrario tampoco hubieran cambiado demasiado las cosas.

    Justo en aquel instante el camino discurría por la cresta de una enorme duna, desde donde podía verse el panorama en muchos kilómetros a la redonda. Todo el mundo empezó a otear a derecha e izquierda, tratando de localizar el origen del sonido. Entonces, acompañado de un ruido estruendoso, se elevó un surtidor de arena a unos dos kilómetros de distancia, y en su punto de origen vislumbraron unas largas patas negras arañando el cielo. Las reacciones fueron muy desiguales. Algunos gritaron de terror, otros huyeron, cayendo rodando por la pendiente opuesta, unos cuantos se quedaron quietos, dominados por la curiosidad, el fatalismo o por un pánico embotador.

    Al cabo de muy poco se alzó otra columna de arena, a escasa distancia de la primera, y un segundo monstruo emergió a la superficie. Incluso con la perspectiva que confería la distancia, era difícil precisar su forma. Eran demasiado extraños y sus movimientos excesivamente antinaturales, con articulaciones actuando de las formas más inesperadas y contorsiones imposibles. No se podía asegurar siquiera que tuvieran un delante y un atrás, o tan sólo un arriba y un abajo. El aire se llenó de zumbidos tan graves que a buen seguro penetraban un buen trecho en el reino de los infrasonidos, atacando directamente su cerebro animal y desencadenando una respuesta instintiva de repulsión.

    Las dos masas acorazadas se fueron aproximando y se embistieron, hasta fundirse en una única mancha oscura, con docenas de brazos armados segando el aire y levantando ingentes cantidades de arena. El entrechocar de corazas les llegó con nitidez. Era un sonido al que estaban acostumbrados, aunque no con tal magnitud. El espectáculo era pavoroso, pero también hechizante; una muestra de barbarie pura; un enfrentamiento entre dos fuerzas primordiales ajenas a todo lo humano, como si de repente dos montañas cobraran vida y se enzarzaran en combate singular. Su cualidad hipnótica atrajo incluso a los que se habían desperdigado, quienes poco a poco volvían a ocupar un puesto en la cumbre de la duna para asistir boquiabiertos al Ragnarök.

    Con posterioridad, nadie pudo precisar cuánto duró aquel estado de estupor. Tanto podían haber sido minutos como horas. Los únicos que se movían eran los dos contrincantes, mientras todo a su alrededor, humanos incluidos, estaba petrificado en el tiempo. El desenlace se presentó sin que nada hubiera delatado su proximidad. Las extremidades dejaron de agitarse y el tono del zumbido subió un poco, sin abandonar los registros graves. La respuesta llegó como un eco, procedente de todas las direcciones. Decenas de nubes arenosas estallaron por doquier, presagiando la aparición de otros tantos monstruos, la más cercana de ellas a muy poca distancia, a sus espaldas.

    Entonces sí que se desató el pánico. Los supervivientes se empujaban y derribaban unos a otros en su afán por huir, aunque aún no hubiera ninguna dirección hacia la que hacerlo. Los de un lado querían pasar al otro, los que estaban arriba querían bajar y los de abajo subir. Por supuesto, nadie se acordó de las patéticas armas que llevaban. Después de haber asistido al combate de titanes, pensar en oponer resistencia estaba fuera de toda consideración.

    El monstruo acorazado posiblemente ni reparó en que ellos se encontraban en su camino. Simplemente, tenía que pasar al otro lado de la duna, respondiendo a la llamada del vencedor —¿o quizás fuera la del perdedor?— para desempeñar los cielos sabían qué inconcebible papel. Una vez fuera de la arena por completo se lanzó hacia delante, desplazándose mediante convulsiones y movimientos aparentemente espasmódicos de sus extremidades. Pese a lo que pudiera preverse, aquella forma de locomoción era de gran efectividad, plantándose en pocos segundos en el comienzo de la duna e iniciando el ascenso entre aludes de arena.

    El caos era por entonces total. Muchos habían perdido la razón por la proximidad del peligro, y se movían por puro instinto, sin importarles a quién avasallaban con tal de escapar del peligro. Otros conservaban algo parecido a la calma. Entre estos últimos, algunos buscaban a sus parejas o amigos, de los que se habían visto separados por los acontecimientos precedentes. Uno de ellos era Juan, que llamaba a voces a su compañera:

    —¡Sonia! ¡Sonia!
    —¡Ahí está! —le indicó Toni, que nunca andaba muy lejos de su ídolo, tomándolo del brazo y señalando con su lanza un punto algo por debajo de ellos.

    Juan miró, la localizó y supo que estaba perdida. Se encontraba sobre la pendiente, intentando trepar por ella con ayuda de los brazos y un pie. El otro lo iba arrastrando. Era aquel en el que había sufrido el esguince; aún no estaba curado al cien por cien, con el ajetreo debía de habérsele reproducido la lesión. Por una terrible casualidad, se hallaba justo en la trayectoria que llevaba el monstruo.

    —¡Debemos ir a por ella! —gritó Toni.
    —No, no hay nada que podamos hacer.
    —¿Qué? —preguntó con incredulidad el chaval.
    —Sólo conseguiríamos morir con ella. Ahora, corre —dijo Juan, empujándole en dirección opuesta a la que deberían tomar para intentar el rescate.
    —Pero… pero…
    —¡Corre, maldita sea! —repitió Juan, empujándole más fuerte.

    Antes de que pudieran dar dos pasos ya estaba la bestia sobre ellos, portando la muerte consigo. Juan se lanzó sobre Toni, derribándolo. Las extremidades del monstruo se agitaron sobre ellos, y una pata picuda se clavó en la arena a unos pocos palmos de distancia. En décimas de segundo todo había terminado. El recorrido de la criatura estaba claramente marcado por una profunda zanja irregular, salpicada de cadáveres. Veintitrés personas habían perecido en unos momentos, entre ellos Sonia. Tanto Juan como Toni se habían salvado, aunque el precio había sido tal vez excesivo.

    —¿Por qué no hicimos nada por ayudarla? ¿Por qué? —sollozaba el muchacho.
    —No teníamos ninguna opción de salvarla, sólo podíamos tratar de escapar nosotros —le contestó Juan, aún sin levantarse—. Ella lo hubiera querido así.
    —¡Ella hubiera querido vivir!
    —¿Te crees que no lo sé? ¿Piensas que no me duele su pérdida? ¡Para ti no era más que una conocida! ¡Ella era todo cuanto nunca he tenido! Y ahora la he perdido.

    Toni no contestó. Se zafó con brusquedad de debajo de Juan y se incorporó.

    —Podríamos haber hecho algo —insistió.
    —No —reiteró Juan, aún desde el suelo—. Era materialmente imposible. Nos hubiera alcanzado antes de que hubiéramos podido moverla.
    —¿Cómo puedes estar tan seguro? —inquirió Toni, temblando de rabia—. ¡Ni siquiera lo intentaste!
    —¡Maldito crío! ¡Apenas hemos escapado con vida! —Juan se incorporó con cierta dificultad—. ¡He salvado tu jodida piel! ¡No vengas ahora recriminándome nada! ¡Soy yo quien más lamentará su ausencia!
    —¿De verdad? —escupió Toni—. Ella hablaba conmigo, me contaba muchas cosas. Me había puesto al corriente de tus problemas para relacionarte, pero siempre creí que exageraba. Era mi amiga, y no podré perdonarme jamás el haberla abandonado por culpa de un jodido sociópata.
    —Apártate de mi vista —pronunció entre dientes Juan, haciendo un gran esfuerzo por no emprenderla a golpes con él—. No quiero que vuelvas a dirigirme la palabra, nunca. Si lo haces, juro que te mataré.

    Toni fue a añadir algo, pero lo que vio en los ojos de Juan lo disuadió de hacerlo. En el fondo, había hablado dominado por el calentón del momento, sin acabar de creerse sus acusaciones… hasta entonces. Supo con sólo fijarse en sus pupilas insondables que su interlocutor podía destriparle en aquel mismo instante, y que después no sentiría remordimiento alguno por ello. Se fue alejando, sin volverle la espalda. Ya no era un muchacho. Había presenciado la muerte de una amiga y de un mito. Ahora estaba solo, abandonado a sus propias fuerzas. Sobrevivir o caer dependía de él. Por el momento sobreviviría, y ello implicaba mantenerse alejado de aquel hombre desquiciado.

    Juan lo siguió con la vista, balanceándose en el límite mismo de la cordura. Reconocía la sensación, ya le había ocurrido en algunas ocasiones antes. Sabía que algo no estaba del todo bien en su interior, que debería estar sintiendo más pena por Sonia, que no era normal el que hubiera podido negarla con tanta facilidad. Pero también era consciente de que si hubiera cedido al impulso de ayudarla hubiera sido un sacrificio vano. No era lógico desperdiciar dos vidas cuando una podía salvarse. Fue el primero en romper el contacto visual, dándose la vuelta para reemprender la marcha hacia el siguiente depósito. No prestó la menor atención a los sorprendidos testigos del encontronazo, que se apartaban a su paso para dejarle el camino expedito.

    La noticia de lo acontecido pronto se difundió entre los supervivientes. Muchos no quisieron creerla y la tomaron por una cruel falacia, en especial dadas las circunstancias, pero muchos otros ataron cabos y dudaron. Como resultado, tanto los unos como los otros lo dejaron en paz. Juan no hubiera pedido otra cosa.

    La marcha se reanudó con el lastre de las veintitrés muertes sobre su conciencia colectiva. Eran las primeras pérdidas desde el inicio de la aventura. El optimismo se había esfumado. Ya sólo esperaban llegar cuanto antes al final de aquella senda y comprobar si había valido la pena el precio.

    Estaban más cerca de lo que suponían.

    Tres jornadas más tarde los más observadores empezaron a notar algo extraño por delante de ellos, en la distancia, aunque no se ponían de acuerdo para describirlo, así que los que carecían de su agudeza visual lo achacaron a su imaginación. Dos jornadas después ya era evidente, incluso para el más miope, que el horizonte al frente era diferente al que estaban acostumbrados a ver. Ya no se difuminaba en la luminosidad naranja, sino que parecía más nítido y, al cabo de unas cuantas horas de marcha, más próximo.

    La excitación se apoderó de todos y empezaron a circular hipótesis peregrinas. El entusiasmo no era, sin embargo, unánime. Los cuatro supervivientes de la exploración al campamento no podían dejar de pensar en la frase dibujada sobre la arena: «Cuarenta siglos os contemplan».

    Ya no estaban acostumbrados a los cambios, y éstos se producían con extrema lentitud, así que tardaron un poco en darse cuenta de que la luminosidad iba disminuyendo a medida que avanzaban. La luz constante había hecho estragos en su fisiología y también en sus procesos mentales, desbaratando todos los ciclos circadianos y alterando sus pautas conductuales, pero se habían adaptado más o menos a ella. Habían llegado al punto en que contaban con su presencia, con la misma naturalidad con que habían contado antes con la salida del sol cada amanecer. Aquella alteración les produjo una honda impresión.

    Los últimos kilómetros fueron los peores. La intensidad luminosa había quedado reducida exactamente a la mitad. A sus espaldas todo seguía igual, pero enfrente sólo había oscuridad. Lo peor, sin embargo, era que había luz más que suficiente para ver hacia dónde se dirigían, y era hacia el fin del mundo. El mar de arena terminaba allí, en una línea recta perfecta que cortaba las dunas y se perdía invariable a derecha e izquierda. En ambas direcciones era posible ahora ver mucho más lejos antes de que la neblina anaranjada lo ocultara todo. Posiblemente, el horizonte había estado expandiéndose desde que había empezado a decrecer la luz, pero sólo entonces percibían el resultado.

    Los pasos finales, hasta el borde, los dieron por pura inercia. Tan incapaces de detenerse como si se deslizaran por una pendiente engrasada. No deseaban ir allí, pero tampoco podían impedirlo. Sólo lograron parar cuando se encontraban a centímetros de la nada. Detrás tenían el desierto de dunas, delante… oscuridad.

    Aquélla era la respuesta que habían estado buscando. Ahora que la tenían enfrente, descubrían que planteaba más incógnitas de las que respondía.

    El primero que decidió asomarse por el borde el mundo fue Vicente. Le pudo más la curiosidad que el miedo. Plantando bien las piernas y echando las manos hacia atrás para hacer de contrapeso, fue adelantando la cabeza milímetro a milímetro, forzando los ojos al máximo. Siguió aproximándose hasta que no pudo continuar. Se retiró asombrado y alargó la mano derecha. Tampoco logró pasar de un punto situado justo en la vertical del borde. No se veía nada, en realidad ni siquiera se tocaba nada, pero no podía avanzar ni un milímetro más. Cuando empujaba, sentía las yemas de sus dedos deformándose por la presión, pero nada más; ni frío, ni calor, ni un cosquilleo, ni el tacto de ninguna superficie, nada. Golpeó con el puño, primero con timidez y luego con fuerza. Sus compañeros lo vieron e imitaron sus gestos con el mismo resultado. Aquél era realmente el non plus ultra de los antiguos romanos.

    ¿Qué hacemos ahora? ¿Adónde vamos? ¿Qué significa esto?

    Ésas eran las preguntas que atormentaban a todos.

    Habían probado a perforar la barrera con una lanza, le habían tirado arena, incluso un desesperado se había lanzado a la carrera contra ella. Pero la lanza había sido detenida sin pinchar nada, la arena había resbalado en una cascada perfectamente recta hasta el suelo y el loco sólo se había lastimado el hombro. Lo único que sabían era que no podían atravesar aquel límite. Se imponía una reunión para tratar el asunto. En aquella ocasión, nadie parecía buscar la opinión de Juan.

    Sólo cabían tres alternativas, una en realidad. La primera, volverse y reconocer la derrota, pero ya sabían a dónde podía conducir ello. Las alternativas segunda y tercera consistían en seguir el borde del mundo, en una dirección u otra, con la esperanza de que en algún lugar algo cambiara. ¿El qué? No lo sabrían hasta tenerlo delante. Era un plan pésimo, pero no cabía otro. Acordaron dejar que el azar eligiera por ellos el sentido de la marcha, lanzando una pieza de coraza al aire.

    No había ningún depósito por las cercanías, así que no podían perder tiempo allí. Recogieron sus escasas posesiones y se dispusieron a reemprender la búsqueda. Por motivos psicológicos, se alejarían un centenar de metros al menos del límite. Así no se perderían ningún posible hito y no pondrían a prueba su resistencia mental caminando al borde la nada. Claro que la decisión no fue unánime. Un hombre se quedó parado, con la mano derecha apoyada en al barrera intangible. Nadie se dio cuenta hasta que una de las mujeres integrantes del grupo de cola se volvió para echarle un último vistazo al enigma con que se habían encontrado. Vio al rezagado y lo llamó:

    —Carlos, ¿vienes?

    El aludido se giró con lentitud. Sus ojos estaban apagados. Había perdido a su compañera en el accidente de la duna.

    —No —contestó.

    Antes de que la mujer pudiera siquiera gritar, Carlos ya se había traspasado la garganta con la afilada hoja de su lanza. Todo el mundo se precipitó a la carrera hacia el moribundo, pero ya no había nada que pudiera hacerse por él. Murió entre gorgoteos casi al instante, con una sonrisa asomando a sus labios ensangrentados.

    —¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —gritaba Vicente, el que había tratado de taponar la herida con membrana; la mayor parte de los demás lloraba.

    Juan contemplaba la escena desde cierta distancia. No conocía a aquel tipo más que de vista, así que su muerte no significaba nada para él. Sospechaba que no sería el último en suicidarse. Entonces, su atención se vio atraída por un color al que no estaba acostumbrado, el rojo brillante de la sangre, y pensó en los monstruos acorazados. Un tiburón podía oler la sangre en el agua a kilómetros de distancia. ¿Cómo de finos serían los sentidos de aquellos depredadores de la arena? Comenzó a correr. Pensó si valía la pena avisar a los demás. No habían sido nada amables con él, pero no tenía un carácter vengativo, así que les gritó:

    —¡Corred! ¡La sangre los atrae!

    Al principio no lo entendieron. ¿Atraer? ¿A quién? Pero luego la comprensión llegó a sus mentes y palidecieron. Se produjo una desbandada general, y justo a tiempo, pues un ser acorazado, que en aquella región parecían muy abundantes, hizo acto de aparición muy cerca de donde yacía el cadáver, levantando su característica nube de arena.

    La situación era muy distinta del ataque en la tienda de debates. Allí habían estado todas las presas reunidas en un espacio muy reducido, y el monstruo sólo había tenido que recolectar las que necesitaba para alimentarse. En esa ocasión, huían a la carrera. En la práctica, no supuso ninguna diferencia. Con sus movimientos estrambóticos, el ser fue dando caza a los fugitivos, ensartándolos y fagocitándolos de dos e incluso de tres en tres.

    «Ha llegado mi hora», pensó Juan. Su única oportunidad consistía en que el monstruo se saciara antes de darle alcance. Como había echado a correr el primero, les llevaba cierta ventaja, pero no sería suficiente si de verdad tenía hambre. Con el rabillo del ojo vio un destello en el cielo. Lo achacó al cansancio, agravado por la falta de entrenamiento en velocidad. Luego vio otro, y alzó la cabeza para estudiar mejor el fenómeno.

    Buena parte del cielo bullía con figuras rutilantes que aparecían y desaparecían. Había globos que se hinchaban para luego desaparecer poco a poco, como si estuvieran atravesando una trampilla invisible; racimos estrellados cuya forma y composición cambiaban en un parpadeo; grandes masas tubulares cuyos movimientos parecían curiosamente ligados entre sí, como si en vez de ser una media docena, no fueran sino partes del mismo órgano.

    Olvidándose de la persecución, Juan se detuvo y contempló el milagro.

    En el centro del torbellino, empezó a formarse una masa de tamaño mayor. Al igual que las más pequeñas, también ésta cambiaba continuamente de forma, produciéndose una veloz transición parecida al morphing de las películas. Juan supo que todo aquel despliegue pertenecía a una sola criatura, y también supo que entenderla estaba más allá de su alcance.

    Con un movimiento certero, la masa tubular descendió sobre el monstruo acorazado y lo envolvió con zarcillos metamórficos. Se escuchó un zumbido, agudo hasta resultar doloroso, que se interrumpió bruscamente con un chasquido. El baile de formas cambiantes aumentó su ritmo, mientras los ruidos de un banquete pantagruélico dominaban la escena. Pocos segundos después, un montón de restos negros cayó del cielo, disponiéndose sobre la arena de una manera que le era harto conocida. Las formas del cielo ejecutaron a la inversa las transformaciones anteriores y desaparecieron por completo de la vista, dejando el paisaje tal y como estaba, con la salvedad de que ahora, en aquella explanada que había estado vacía, había un depósito de corazas.

    Pasado un tiempo, los supervivientes comenzaron a acercarse, sobrecogidos, a los restos de la criatura que los había perseguido. No quedaba ni rastro de la carne o los líquidos que hubiera podido esconder el caparazón negro. Si no hubieran visto en persona lo que había acontecido, hubieran opinado que aquellos restos llevaban allí décadas. La criatura que había devorado al monstruo lo había hecho con tanta eficiencia y rapidez como ellos mismos servían de alimento al ser acorazado. En ese punto, Juan lo comprendió todo, y se echó a reír.

    Los supervivientes lo miraron mal, como se podría contemplar a un loco que tal vez fuera peligroso. Él lo notaba, pero no podía parar. Sus carcajadas parecían fuera de lugar en aquel páramo lúgubre. Inés —o Irene— era una de las que habían sobrevivido. Juan quiso compartir la broma con ella.

    —Cuarenta… Ja, ja… Cuarenta siglos os contemplan… —Y vuelta a reír.

    Los demás se giraron hacia la chica, que se vio obligada a explicar:

    —Es… bueno, es algo que encontramos escrito en el campamento. Pero no sé por qué se ríe.
    —¿Por qué no nos lo contasteis? —le recriminaron.
    —Fue idea suya —denunció, señalando a Juan—. Dijo que no valía la pena preocuparos innecesariamente.
    —¡Innecesariamente!
    —¡Podría haber supuesto la diferencia entre vivir o morir!
    —¿Cómo os atrevisteis a decidir por nosotros?

    Juan seguía ajeno a todo, calmándose lo justo para limpiarse las lágrimas que se le habían saltado. Intervino:

    —Oh, dejad a la chica en paz. No tienen mayor importancia. No son más que las últimas palabras de un bromista.
    —Pues no estaría mal que nos lo explicaras, porque no le vemos la gracia —replicó furiosa ésta.
    —Muy sencillo, la parte importante es la que no está escrita. La cita completa era: «Soldados, desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan». Pues bien, eso viene a resumir con bastante acierto nuestra situación, justo en la base de la pirámide ecológica de este lugar. Bueno, si descontamos a los hongos.
    —¿Qué sandeces dices?
    —Nosotros nos alimentamos de hongos, los acorazados se alimentan de nosotros y eso que nos ha salvado providencialmente se zampa a los acorazados. Quizás haya más niveles, pero me temo que nos será difícil comprobarlo.
    —Para eso deberíamos estar en una especie de…

    La chica enmudeció de repente.

    —¡Exacto! —confirmó Juan de buen humor—. Una especie de terrario o de pecera o, si tenemos suerte, de granja. El caso es que sólo somos comida para animales. ¿No es divertido?

    Prorrumpió en carcajadas mientras sus compañeros se miraban desolados.

    —¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó al fin uno de los supervivientes.

    No se lo preguntaba a él, pero Juan contestó de todos modos.

    —Me importa un carajo. Por lo que he visto, sospecho que son bastantes más de cuarenta siglos los que nos contemplan, así que ya podéis ir olvidándoos de encontrar la forma de escapar. Si queréis, os queda la solución del garrote vil. Yo, por mi parte, ya estoy harto de todo esto. Es la sangre lo que los atrae. Si estoy solo, estaré a salvo. Aquí os quedáis. Al que intente seguirme lo mato. Adiós.

    Juan agitó la mano y partió hacia el desierto a paso ligero. Dejó atrás a medio centenar de personas heridas y desmoralizadas, sin futuro. Lo último que oyeron de él fue cómo se reía entre dientes, mientras murmuraba:

    —Cuarenta siglos os contemplan. ¡Qué buen chiste!


    Fin



    Título original: Cuarenta Siglos os Contemplan
    Sergio Mars, 2008
    Grupo editorial Ajec

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    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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    Set personal 2:
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    Set personal 3:
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