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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


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    T 8 13.3 seg)


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    FUERA DE ESTE MUNDO (Murray Leinster)

    Publicado en febrero 06, 2017

    I


    El lunes, Bud Gregory estaba sentado en magnífica holganza ante el cobertizo que constituía su taller de reparación de automóviles, en el pueblecito de Branden, sito en las lindes de las Great Smoky.

    Aquel día algo impalpable e invisible descendió sobre Cincinnati, y la gente comenzó a entrar en los hospitales; su sangre estaba sufriendo cambios ante los cuales los doctores alzaron los brazos al cielo.

    El martes, Bud Gregory meditaba sobre si debía hacer algún trabajo en los cuatro automóviles que esperaban ser reparados en su taller, pero como no tenía ganas de trabajar, se fue de pesca...

    Aquel día, los contadores Geiger de la Oficina de Mediciones en Washington se volvieron uniformemente locos, de manera que fue imposible medir las radiaciones de los subproductos de las pilas atómicas que elaboraban explosivos nucleares para la defensa nacional.

    El miércoles, Bud Gregory, de mala gana, trabajó media hora. Bostezando cobró la reparación y se fue a su casa a dormir la siesta.

    Aquel día, cuarenta cabezas de ganado en una ladera de West Virginia, se acostaron en el suelo y murieron; y un arroyo truchero de Georgia fue encontrado lleno de peces muertos. Cuatro pacientes de cáncer de un hospital de incurables de Frankfurt, Kentucky, experimentaron una mejoría imposible en su enfermedad. Abandonaron el hospital tres semanas más tarde y se reincorporaron al trabajo respectivo. El jueves, Bud Gregory...

    Ese fue el modo en que empezaron las cosas. Bud Gregory no parecía tener relación con ninguna de las series de acontecimientos desusados. Los hechos, por sí mismos bastante absurdos; como, por ejemplo, el hecho de que todo el follaje en un retazo de 16 kilómetros de terreno montañoso, en Pensilvania, durante la noche adquirió una coloración de un púrpura vago, luego se marchitó para terminar convirtiéndose en pulpa uniforme.

    Tres días más tarde, no había una hoja verde ni una brizna de hierba viva en una extensión de ochenta kilómetros cuadrados. Eso no parecía tener conexión racional con Bud Gregory, ni cualquier otro acontecimiento. Pero sí había conexión.

    Tampoco parecía haber explicación racional, porque la respuesta que acudió al principio a muchas mentes despertó mayores misterios que los propios acontecimientos que se pretendían explicar. Si la radiactividad era la causa, ¿cuál era su fuente? Todo el mundo chocaba contra un impenetrable muro al tratar de responder a esa pregunta lógica.

    Fue el doctor David Murfree, de la Oficina de Mediciones, quien primero sumó los datos consiguiendo un resultado algo lógico. Eso no incluía, naturalmente, un mecánico de automóviles que vivía en las montañas —le faltaban los datos necesarios—, pero la deducción iba muy bien encaminada.

    Murfree era físico, no doctor en Medicina, y su salario en la oficina era de cinco mil doscientos dólares al año, dado su cargo asimilado en el Servicio Civil. Murfree juntó los diversos y raros acontecimientos y le sonaron a cosa convincente. Pero la respuesta parecía imposible. No pudo convencer a ninguno de sus superiores de la oficina para que accedieran a emprender la acción precisa. Pensó que en verdad la necesidad era acuciante. Así que tomó los días de permiso que tenía acumulados en el Servicio Civil y que no había aprovechado en vacaciones, sacó quinientos dólares de su banco y tomó el volante de su maltrecho y viejo coche para investigar por su cuenta y riesgo.

    Metió en el vehículo, atestándolo, ciertos aparatos del equipo de la oficina que no tenía el menor derecho a tomar prestados y que le costarían más de un año de paga si tenía que abonar su importe por habérselos estropeado.

    Se dirigió hacia el terreno calcinado y marchito de Pensilvania e hizo algunas pruebas. Marchó a Cincinnati y efectuó más pruebas. Prosiguió hasta el lugar de West Virginia, en donde murió el ganado; hizo preguntas y cosas improbables experimentando con las vacas y terneras enfermas. Luego volvió a Washington a toda la velocidad que su cacharro fue capaz de desplegar.

    Murfree se encaminó primero a su casa y ordenó a su esposa que hiciera las maletas. Se explicó con crispada precisión y ella le miró con dudosos temores. Se encaminó después a la Oficina de Mediciones —aún gozaba de permiso técnicamente hablando— y mostró los resultados de sus pruebas a alguno de los hombres que trabajaban con él.

    Aún era imposible utilizar los contadores Geiger de la oficina, pero un amigo de Murfree iba a Nueva York, para usar aparatos de Columbia cuyos bobinados no habían sufrido el menor daño. Murfree se fue con él llevándose consigo sus muestras.

    No fue necesario que hiciera el viaje, su compañero se avino a portar consigo las susodichas muestras. Entonces Murfree recurrió a un amigo que resultó ser meteorólogo, y obtuvo de él malas noticias confirmatorias. Los mapas del tiempo del período que cubría los inexplicables fenómenos le dijeron claramente lo que ya se sospechaba, indicándole hacia dónde debería orientarse toda búsqueda que tratara de localizar a la fuente primigenia de los desastres.

    Entonces, David Murfree metió en su coche a su esposa y a su hijita, sacó el resto del dinero que tenía en el banco y se encaminó hacia las Great Smoky.

    Era un acto lleno de lógica, en el estricto sentido de la palabra. La epidemia de leucemia en Cincinnati; los estropeados contadores Geiger, en Washington; el ganado muerto, en West Virginia; las truchas muertas, en Georgia; la súbita curación de los pacientes de cáncer en Frankfurt, Kentucky, y el pedazo de dieciséis kilómetros de vegetación marchita en Pensilvania, todo tenía una explicación lógica.

    Si Murfree pudiera haber logrado que alguna autoridad le escuchara, las medidas que se habrían adoptado hubieran sido más rápidas y mucho más drásticas. Pero nadie quiso escucharle, por tanto Murfree tuvo que trabajar por su cuenta.


    Su coche era viejo, pero logró llegar a Lynchburg el primer día. No se sentía tranquilo. Sufrió un sobresalto al segundo día, habiendo pasado ya Charlotte y marchando hacia las montañas. Su familia y él se detuvieron en un pequeño hotel rural y, durante la tarde, Murfree entabló conversación con un empleado de las líneas de alta tensión conductoras de energía eléctrica. Aquel individuo le dijo, preocupado, que las pérdidas en las líneas de tres condados habían subido hasta siete veces lo normal en dos días, trazando una curva clara y definida que ya ahora iba bajando hacia la normalidad.

    No había explicación lógica alguna. Murfree se puso nervioso al enterarse. Hizo que su familia durmiera aquella noche con las ventanas cerradas, a pesar del calor que hacía en sus cuartos, y partieron de nuevo casi al rayar el alba del día siguiente.

    Eran cerca de las tres de la tarde cuando conoció a Bud Gregory.

    Bud Gregory estaba sentado en espléndida somnolencia ante el cobertizo que constituía su taller de reparaciones. El pueblo de Branden era una metrópoli de trescientas almas, no muy lejos de las Great Smoky. Habían montañas por todas partes; el cielo azul formaba un dosel; el suelo estaba constituido por arcilla roja.

    Bud Gregory dormitaba feliz. Había allí tres coches en espera de que les prestara atención. Cada uno de ellos había sido llevado a él porque era el mejor mecánico en siete estados.

    Pero los habían traído de mala gana, porque los propietarios sabían muy bien que Bud los repararía cuando tuviera ganas o le hiciese falta dinero; entonces harían en minutos un trabajo que a otra persona le costaría horas o días. Pero por el momento el mecánico no tenía el menor deseo de trabajar y tampoco necesitaba dinero.

    Las moscas zumbaban en su torno. El sonido de los insectos se oía desde lejos. En algún lugar, polluelos piaban débilmente y en alguna otra parte una carreta con las ruedas chirriando se alejaba a paso cansino de Brandon.

    El coche de Murfree estaba claramente averiado cuando Bud Gregory lo oyó por primera vez. No solían atravesar Brandon muchos coches. Las carreteras montañosas locales sólo eran practicables para los vehículos más ligeros o por tractores, aunque el tiro de mulas era lo más seguro. Aquel coche se había apartado de la carretera principal.

    Marchaba con estrépito, y Bud Gregory se despertó. El auto trepó con desespero por la rojiza y arcillosa colina y entró en Brandon. Iba sobrecargado. Murfree lo conducía. Una mujer y una niñita iban en el asiento trasero. El resto era equipaje, sacos y paquetes de todas las formas y tamaños posibles y de apariencia singular.

    Pero Bud Gregory miraba al coche. Murfree advirtió el aviso que anunciaba la existencia del taller de reparaciones, y dirigió su vehículo hacia allí. Detuvo la marcha, pero el motor continuó funcionando. Murfree cortó el encendido con toda claridad. El motor siguió detonando. Murfree bajó y llamó la atención de Bud acerca del ruido del motor.

    —No quiere detenerse.

    Bud se levantó, caminó con pereza hasta el coche y levantó el capot. Metió la mano y tanteó. Se produjeron explosiones atronadoras. El motor paró de repente y luego comenzó a emitir ruidos de fritura.

    —Tiene usted suerte —bostezó Bud—. No se ha quemado ningún cojinete. —Volvió a bostezar—. Se rompió el eje de la bomba, ¿no?
    —Sí —contestó Murfree con amargura—. Mantuve en funcionamiento el motor con la esperanza de llegar hasta algún taller de reparaciones. ¿Puede usted arreglarlo? ¿Se quedará bloqueado el motor?

    Bud habló con desaire, mirando al coche y a los paquetes.

    —Ajajá. El aceite se ha quemado en los cilindros. Cuando se enfríe quedará bloqueado. Pero si ahora se le vierte agua, se rajará el bloque.

    Murfree apretó las mandíbulas. Sus manos se crisparon. No se había adentrado tanto en las Smoky como creía necesario, y aquellas perdidas en las líneas de energía eléctrica significaban que debía darse prisa.

    —¿Hay alguna posibilidad de conseguir otro coche? —preguntó, desesperado.

    La compra de otro automóvil mermaría considerablemente sus recursos, pero David Murfree se daba cuenta de que el asunto era lo bastante urgente como para justificar tal paso. Tenía dos posibilidades de acción: aquélla, y la de volar lo más de prisa posible hacia el oeste. Había escogido la primera, porque significaba luchar contra el peligro que preveía.

    —Ese es un buen coche —tartajeó Bud, con arreglo a su peculiar manera de hablar—. Arreglándolo quedará la mar de bien.
    —¡Pero eso costará varios días! —dijo con amargura Murfree—. ¡Prácticamente tendrá que desmontar todo el motor!

    Bud Gregory escupió con singular precisión a un pegote de moscas que se agolpaban en un escupitajo de tabaco anterior.

    —Tardará un par de horas en enfriarse —dijo con sequedad—. Eso es todo. No se ha quemado ningún cojinete. Todavía no he visto un coche que no pueda arreglar. Tengo cierta maña natural.
    —¡Pero será necesario desmontar la culata de los cilindros! —protestó Murfree—. ¡Y reemplazar los aros, y arreglar las válvulas, y quitar la bomba, y ponerle un eje nuevo! ¡Ningún garaje en el mundo haría el trabajo ese en menos de cuatro días!
    —Pues yo lo haré en dos horas y media —dijo Bud Gregory—. Y estaré esperando dos horas a que se enfríe.

    Sonrió. No estaba fanfarroneando. Quizá presumía un poco, pero decía algo que conocía a fondo. Murfree levantó las manos al cielo.

    —¡Haga eso —dijo con amargura—, y creeré en milagros!

    Sacó a su esposa y a su hijita del coche. Las condujo a la principal tienda de Branden, que vendía fertilizantes, artículos de mercería, arneses, perfumería, conservas, maquinaria agrícola y suministros generales. Compró lo que hacía falta para un almuerzo campestre y, con su familia, regresó. Se sentaron en el coche, con las puertas abiertas para que entrase el aire, y comieron.

    Murfree estaba inquieto. Bud Gregory dormitaba. El tiempo transcurría. Los ruidos a fritura del motor sobrecalentado disminuyeron de volumen y cesaron.

    Al poco, Murfree salió y comenzó a pasear arriba y abajo, junto al vehículo, inquieto.

    Al cabo de un rato se dirigió a la trasera y, sacó un paquetito pesado. Lo abrió y había allí un tubo de vidrio de frágil apariencia, forrado de metal, con conexiones eléctricas claramente visibles y propias de las lámparas de radio, pero de forma enteramente distinta.

    Murfree accionó un conmutador y en alguna parte del interior de la caja sonó un «click». Un instante después se oyó otro. Luego dos crujidos muy próximos y una pausa, y otro chasquido.

    Murfree contemplaba, preocupado, el instrumento. Crujía de manera seca pero arrítmica. No había el menor orden en la secuencia de los débiles sonidos.

    Bud Gregory estaba sentado, somnoliento, en la sombra. Volvió los ojos y miró a Murfree y a la caja.

    —¿Para qué de bueno sirve eso? —preguntó la esposa de Murfree.
    —Para nada en absoluto —contestó Murfree con pesimismo—. Sólo me dice que todavía no nos ha ocurrido nada.

    Permaneció en pie contemplando la caja, en la que nada se movía, pero de la que brotaban los crujidos a breves intervalos.

    Las gallinas cloqueaban. En alguna parte un caballo comía hierba y el sonido de sus quijadas era audible. Los insectos revoloteaban, y zumbaban, y chirriaban.

    La caja crujía.

    Bud Gregory se levantó y se acercó, curioso. Miró a la caja con intenso interés. No era la mirada sapiente de alguien que contempla un objeto familiar. Ni siquiera era la mirada perpleja de alguien tratando de comprender el significado de algo extraño. Tenía exactamente la expresión absorta del hombre que coge un libro desconocido y lo lee y lo encuentra fascinante.

    —¿Qué... ejem... qué es este chisme?
    —Es un contador Geiger —dijo Murfree—. Cuenta el impacto de los rayos cósmicos y de los neutrones. Es un detector de rayos cósmicos y radiactividad.

    El rostro de Bud permaneció sin comprender.

    —No significa nada para mí —tartajeó—. No obstante es curioso como funciona, algo choca contra el chisme y se produce una corriente eléctrica que cesa en seguida hasta que otra partícula, vuelve a chocar. ¿Para qué sirve?

    Era genuina curiosidad. Pero un hombre corriente, mirando a un contador Geiger, no comprende que una diminuta partícula a gran velocidad —tan pequeña que atraviesa el vidrio de la válvula y un forro metálico sin dificultad— hace que el tubo Geiger sea conductor temporalmente. El doctor David Murfree miró, inexpresivo, a Bud Gregory.

    —¿Cómo diablos...? —exclamó, curioso, pero se interrumpió, y en lugar de la pregunta continuó con una sencilla explicación—. Ha sido inventado este aparato para detectar las radiaciones que vienen de nadie sabe dónde. Y se le emplea en las fábricas que hacen bombas atómicas, para saber cuándo hay demasiada radiactividad... demasiada para la seguridad del personal.
    —He oído hablar de bombas atómicas —tartamudeó Bud—. Nunca supe cómo funcionaban.

    Murfree, todavía curioso, habló empleando las palabras más claras y sencillas que le fue posible. Aquel hombre había afirmado que podía efectuar una reparación imposible y tenía el aspecto de saber muy bien de lo que hablaba.

    Había mirado al contador Geiger, sabía cómo funcionaba; no obstante, no tenía la menor idea de su utilidad práctica. Murfree le proporcionó las nociones elementales necesarias acerca de la fisión atómica. Al acabar, él mismo estaba asombrado de lo inadecuado de su explicación. Bud Gregory tartajeó:

    —Oh... hummm... lo entiendo eso. Las cositas que chocan con ese material que se llama ura... ura... uranio y lo parten en pedacitos, son de la misma clase que las que hacen funcionar a este chisme. Cuando chocan con un poquito de aire lo hacen pedacitos. Apostaría cualquier cosa a que las partículas esas son capaces de transformar el material de una clase en otra si chocan con fuerza y número suficientes, ¿verdad?

    Murfree dio un salto. Aquel zanquilargo e ignorante mecánico montañés había asimilado la teoría altamente empírica, expuesta de una manera tan simplificada que, prácticamente, dejaba de tener sentido, y de inmediato dedujo el hecho de la ionización de los gases por la colisión de los neutrones. ¡Y la transmutación de los elementos! No sólo comprendió, sino que era capaz de utilizar esa comprensión.

    —Muy interesante —dijo Bud, y bostezó—. Me parece que su motor está lo bastante frío para trabajar en él.

    Puso la mano en el bloque de los cilindros. Estaba muy caliente, pero no lo bastante como para quemarle los dedos.

    —Sí —exclamó—. Arreglaré primero el eje de la bomba.

    Se dirigió con languidez a un pozo sito junto al cobertizo taller y sacó un cubo de agua que vertió en el radiador. Hubo un silbido en tono menor, que cesó inmediatamente. Llenó el radiador, se agachó y trabajó con los dedos en el eje de la bomba, mientras lo miraba calculador; luego se incorporó.

    Entró en el cobertizo y salió, arrastrando un cable largo y flexible. Allá arriba, en el linde mismo de las montañas Smoky y en distancias variables de su interior, no había pueblo por pequeño que fuera que no poseyera energía eléctrica. Bud colocó una caja redonda de madera, de las que sirven para envasar quesos, sobre el piso del coche y sacó dos cables más cortos con pinzas en sus extremos. Los ajustó.

    Murfree vio que el interior de la caja de quesos contenía una desaliñada mezcolanza de alambres y unas toscas bobinas hechas a mano. Había también tres lámparas de radio baratas. Bud Gregory giró un conmutador y se apoyó en el coche, esperando con infinita desgana.

    —¿Qué es eso? —preguntó el doctor Murfree, señalando a la quesera.
    —No tiene ningún nombre. Es algo que he montado para soldar. Ahora está soldando su eje. —Miraba distraído a la lejanía—. Ahorra mucho trabajo —añadió sin interés.
    —¡Pero... pero usted no puede soldar un eje sin sacarlo! —protestó Murfree—. ¡Puede quedar mal!

    Bud bostezó.

    —Con esto, no. Las lámparas hacen una especie de material. No atraviesa el hierro. Sólo salta en su torno. Donde hay una grieta la calienta y la suelda. Cuando está soldada se limita a saltar a su alrededor.

    Murfree tragó saliva. Rodeó el coche y miró al aparato instalado en la caja de quesos. Con los ojos siguió el circuito de cada cable. Su boca se abría y se cerraba.

    —¡Pero si eso no puede hacer nada! ¡La corriente da vueltas y vueltas!
    —Está bien —contestó Bud Gregory—. Como usted quiera.

    Esperó con paciencia. Al poco se oyó un zumbido. Bud accionó el conmutador cortando el circuito y se inclinó sobre el motor. Quitó las pinzas de conexión y, pensativo, trasteó con la bomba de agua.

    —Esto está ya bien —dijo por último—. Pruébelo si gusta.

    Manipuló en la quesera cambiando conexiones al azar en apariencia. Murfree se agachó y con los dedos accionó la bomba de agua. Se había asegurado de la existencia de la avería de su coche y sabía exactamente cómo estaba el eje roto. Ahora lo notaba perfecto, tal y como si lo hubieran sacado, soldado, pulido, verificado y vuelto a colocar en su sitio.

    —¡Parece que está bien! —exclamó Murfree incrédulo.
    —Sí —dijo Bud Gregory—. Lo está. Pero me parece que ahora el coche está bloqueado. Tome la manivela y compruébelo.

    Murfree sacó la manivela de la caja de herramientas. La colocó en su puesto e hizo fuerza. El motor estaba bloqueado. Era imposible hacerlo funcionar. Murfree se sintió enfermo.

    —Espere un minuto —dijo Bud—, y pruebe otra vez.

    Colocó sólo una de las pinzas de la extraña conexión en el motor y apartó la otra metiéndola en la quesera. Accionó un conmutador.

    —Vea ahora —dijo a Murfree.

    Murfree giró la manivela... y por poco se cae. No había resistencia al movimiento del motor, excepto la compresión que era infinitamente elástica. No había ninguna clase de. fricción. Se movía con una increíble y fluida facilidad. Nunca se había movido tan sin esfuerzo... a pesar de que la compresión permanecía tan perfecta como antes. Murfree se quedó atónito. Bud Gregory quitó la pinza.

    —Pruebe otra vez —dijo sonriendo.

    Aún empleando todas sus fuerzas, Murfree no pudo mover el motor. A causa del sobrecalentamiento, al quemarse el aceite en el interior de los cilindros, se había formado un bloque sólido. Sin embargo, un momento antes...

    —Sí —exclamó, lacónico, Bud.

    Dio vuelta al conmutador de ignición, entró en el vehículo, se instaló ante el volante y pisó el puesta en marcha. El motor se puso limpiamente en funcionamiento. Marchaba sin dificultad. Lo ajustó a un ralentí conveniente y bajó del coche.

    —Lo tendremos funcionando diez o quince minutos —dijo con indiferencia— para que el aceite fresco se extienda por el interior. Luego quedará arreglado.
    —¿Cómo ha hecho ese trabajo? —preguntó Murfree tras emitir una risita.
    —El acero es como pedacitos muy pequeños de material apretados juntos —contestó Bud Gregory encogiéndose de hombros—. Estas lámparas producen una clase de materia que hace que los pedacitos del exterior resbalen con facilidad unos contra otros. Construí este chisme para que me ayudara a aflojar tornillos demasiado apretados y para trabajar en ejes y cosas así. Le costará cinco dólares. ¿Le parece bien?
    —¡Pa-palabra que... sí! —exclamó Murfree.. Rebuscó en su cartera y sacó un billete de cinco dólares—. ¡Escuche! ¡Eliminó la fricción! ¡Por completo! ¡No había el menor roce! ¿De dónde sacó la idea para construir ese aparato?

    Bud Gregory bostezó.

    —Se me ocurrió, simplemente. Tengo cierta, maña para arreglar cosas así.
    —¡Debería patentarlo! —dijo Murfree febril—. ¿Querría usted hacerme un aparato de esos para mí?

    Bud sonrió perezoso.

    —Demasiado jaleo. Me costó día y media montarlo y ponerlo en funcionamiento. No me gusta esa clase de trabajo.
    —¿Cien dólares? ¿Quinientos? ¿Y además, los derechos de explotación?

    Bud se encogió de hombros.

    —Demasiado jaleo. Ya me lo pensaré. No me gusta matarme trabajando. Ahora puede proseguir su viaje. El coche ya está arreglado.

    Caminó, cansino, hasta su silla, se sentó con aire de infinita relajación y se echó hacia atrás, apoyándose en la esquina del cobertizo. Mientras Murfree se alejaba con el coche, Bud levantó una mano en indolente gesto de despedida.

    Pero el doctor David Murfree conducía por la roja arcilla maravillado. Había sufrido sólo un retraso de dos horas, en vez de los cuatro, cinco, seis o siete días que cualquier otro garaje en el mundo le hubiera obligado a aguardar. Murfree se dirigía a lo que él creía que podría ser o el único lugar seguro en un radio de mil quinientos kilómetros... o el lugar en el que morirían él y su familia. Pero entonces no pensaba en eso.

    Se enfrentaba al hecho lentamente comprobado que Bud Gregory era alguien para quien no existía todavía palabra calificadora. Le había asombrado tanto, como para quitarle de la cabeza —de momento— incluso el peligro que implicaba la leucemia de Cincinnati, la hierba muerta de Pensilvania, las truchas muertas de Georgia y los contadores Geiger que se habían vuelto locos en Washington.


    II


    La muerte cayó de una nube lluviosa en Kansas. Una tempestad veraniega barrió los campos sembrados de las planicies y donde cayó el agua, la cosecha murió. Los ocupantes de cada granja batida por la tempestad murieron también en cuestión de días.

    El río Mississippi quedó lleno de peces muertos por encima de San Luis, y los cadáveres flotaron corriente abajo, emponzoñando el agua hasta el golfo... y más allá.

    Pájaros muertos cayeron de los cielos en una docena de estados: en donde chocaron con el suelo, la tierra mostró espacios pequeños y redondos calvos de toda vegetación. Un trozo de la corriente del golfo quedó blanca con peces muertos. Un coto de caza en Alabama se vio despoblado.

    Hubieron trescientos muertos en una noche, en Louisville. Sesenta en Chicago. La central generadora de energía eléctrica del valle de Tennessee estalló y cada dínamo hizo explosión en cinco terribles minutos, durante los cuales todo el interior del edificio fue un infierno de relámpagos.

    Después, la muerte atacó Akron, Ohio. Todo el mundo sabe que murieron dos mil personas en tres días; un barrio entero de la ciudad fue acordonado, no permitiendo que entrase nadie. Los perros y los gatos e incluso los gorriones agonizaban débilmente en las calles antes de morir también.

    Fue el polvo radiactivo el causante de todo.

    Los periódicos hervían. Los senadores —en su casa, entre sesiones— trazaban grandilocuentes discursos para la prensa con airadas demandas pidiendo una sesión especial del Congreso para que se hiciera una investigación y fijara responsabilidades, como si el fijar responsabilidades sirviera para terminar los continuados desastres.

    Eminentes hombres de estado anunciaron próximas leyes que destruirían cada rastro da ciencia atómica en los Estados Unidos y que harían capital ofensa el intentar mantener a los Estados Unidos en condición de defenderse a sí mismos o de mantenerse delante del resto del mundo en el camino del progreso.

    Oak Ridge fue cerrado, y la vacía pila de uranio desmontada, para apaciguar al público. Todos los investigadores posibles se enviaron a Oak Ridge para descubrir el apabullante descuido que había causado tantas víctimas como una epidemia.

    La única lástima era que toda esta indignación parecía elevarse. El polvo radiactivo y los gases eran la causa de las muertes, de eso no cabía duda. Pero el informe Smyth había anunciado el peligro de los subproductos de las pilas de reacción en cadena, y precauciones extremas se llevaron a cabo contra ellos.

    La materia que mataba no había salido de Oak Ridge. Era imposible. David Murfree jamás sospechó de Oak Ridge. La cantidad de polvo era inequívoca. La cantidad de material mortal necesaria para producir los efectos observados no podía haber salido simplemente de las pilas atómicas en funcionamiento.

    Era demasiado... y, además, habría matado a todo ser viviente en la vecindad del punto que fue expulsada a la atmósfera. Y nadie había muerto en Oak Ridge.

    Abriéndose camino, desesperado, en el corazón de las Smoky, Murfree siguió el rastro de los acontecimientos por la radio de su coche. Trescientos kilómetros en el interior —los caminos eran tan malos que un viaje de ciento cincuenta kilómetros necesitaba una conducción de diez horas— encontró bastantes datos para calcular a ojo de buen cubero la cantidad de polvo y gases que habían sido expedidos.

    Cuando Murfree hizo sus cálculos, el sudor le inundó el cuerpo. Tal cantidad de materia fisionable no podía resultar de una pila atómica hecha por el hombre. Las pilas que los hombres habían fabricado eran tan grandes como aconsejaba su facilidad de control. Aquélla era incomparablemente mayor.

    Todas las pilas de los Estados Unidos juntas no podrían producir una fracción de aquella materia que había sido expelida. De algún modo, en alguna parte, una reacción en cadena había comenzado con tal monstruosa cantidad de material que la imaginación se resistía a creerlo. ¡E iba en aumento! ¡Parecía crecer como un cáncer!

    No había peligro de una explosión atómica, naturalmente. Las pilas atómicas no estallan. Considerando la cantidad de subproductos expelidos, algo del orden de un pequeño volcán, pero creciente, trabajaba en alguna parte. En lugar de expeler gases y humos relativamente inocuos, despedía las substancias más mortales conocidas por los hombres.

    Allí no podía haber protección contra una muerte invisible. Vertido en la atmósfera a suficientemente alto nivel —indudablemente levantados por una columna de aire caliente—, el polvo finísimo y el gas mortal podrían viajar durante cientos de millas antes de caer al suelo. Aparentemente eso habían hecho. Cuando tocaban el suelo, nada podía vivir.

    No sólo morían las cosas vivas después de respirar la materia mortal, sino que el suelo mismo se convertía en mortífero. Caminar por un área en donde el suelo emitía radiación radiactiva era morir. Respirar el aire expuesto a aquellos rayos...

    Murfree siguió en la búsqueda de la fuente imposible de los invisibles portadores de la muerte. Encontró la primera prueba de que estaba en la buena pista a ciento cincuenta kilómetros de un teléfono. Estaba más allá de las líneas de la energía y de los ferrocarriles. Estaba en las afueras altas de los Apalaches, en donde la vida y el lenguaje quedaban cien años detrás del resto de América.

    Se detuvo para comprar alimentos y formular desesperadas preguntas en un tenducho diminuto e increíblemente primitivo. Probó el contador Geiger y su crujido le advirtió que había aumentado de frecuencia. Treinta y cinco kilómetros más adelante, la frecuencia de los crujidos había aumentado en un cincuenta por ciento. Pasó un día vagando aparentemente sin rumbo conduciendo el sobrecargado coche por caminos que nunca jamás con anterioridad habían conocido sobre ellos el paso de los neumáticos.

    Después dejó a su esposa y a su hija como inquilinas en una cabaña de las montañas. Su esposa no se sentía tranquila.

    —¿Pero qué nos va a ocurrir a nosotros? —le preguntó, desesperada—. ¡Quiero compartir lo que te ocurra a ti, David!

    Murfree no era una persona particularmente heroica; con franqueza, tenía miedo. Pero habló con energía:

    —¡Escúchame, querida! Algo como una pila de uranio se ha puesto en funcionamiento en alguna parte de estas colinas. Es de una escala tan grande, que nadie la ha podido imaginar jamás. Es tan enorme que es increíble que los seres humanos la hayan podido crear. Está vertiendo polvo radiactivo y gases en la atmósfera. Todo eso se extenderá con el viento. Donde esas materias caigan al suelo morirá todo ser viviente. La pila aumenta en tamaño y violencia. Si sigue aumentando hará por lo menos que este continente sea inhabitable y con ello incluso a destruir toda la vida del mundo. No sólo la vida humana, sino la de cada pájaro y bestia e incluso la de los peces del océano. ¡Y se tiene que hacer algo!
    —Pero...
    —Yo te he traído conmigo hasta tan lejos —dijo Murfree—, porque estabas tan en peligro en Washington como en cualquier otra parte. La muerte, en este caso, es cuestión de pura casualidad. Ocurra lo que ocurra, pero en el lugar en donde se produzca ese hecho asombroso, el suelo debe estar tan caliente que una columna de aire se levantará de él como el humo de un bosque en llamas. Pero el sitio en donde hay menos humo en un incendio es precisamente cerca de su borde. Por eso os he traído hasta aquí. Vosotras estaréis más seguras que si estuvieseis más alejadas y aún todavía más que si estuvierais más cerca.
    —¿Por qué intentas seguir adelante? —protestó ella.
    —Tengo un traje protector —le respondió—. Logré sacarlo prestado no muy legalmente de la oficina. No pude encontrar más. Si puedo acercarme lo bastante para localizarlo en un mapa, simplemente localizar la zona, los aviones de bombardeo pueden comprobar la exploración. Pero tengo que saber, y debo, cuantos detalles sean posibles para poder regresar con pruebas convincentes. Voy a ser tan cuidadoso como me sea posible, querida. La única esperanza que existe para mí es volver con informes concretos. Llevaré todo eso a Washington y entonces os conduciré a la niña y a ti lejos de aquí como el dinero que tengamos me lo permita.
    —¿Y si no vuelves?
    —Tú estarás aquí a salvo más que en ninguna otra parte —le contestó—. Y la naturaleza de las cosas, si el material es elevado hasta la atmósfera por una columna de aire, no comenzará a caer hasta que esté bastante lejos. Posiblemente nos hallamos a menos de ciento sesenta kilómetros de donde está situada la fuente que produce ese material radiactivo. Te voy a dejar todo el dinero que tengo. Aquí podrás mantenerte con eso durante años. ¡A menos que se pueda hacer algo, el resto de América será un desierto mucho antes de cumplirse este plazo!

    »Sospecho —añadió con tristeza— todo eso, pero nadie más ha pensado lo mismo. Todos echan la culpa a Oak Ridge. Pero los mapas del tiempo señalan claramente a esta zona como lugar desde el cual se dispersa el polvo mortal.

    No fue una separación sentimental. Murfree había hecho lo que podía por asegurar a su familia, y eso que no era mucho. Ahora le quedaba por hacer algo que lo más probable sería que resultara fútil, en la remota posibilidad de que de sus actos pudiera salir algo bueno.

    Si la fuente del polvo y de las nubes radiactivas volaba por encima de América y era causada por un fenómeno natural como un volcán, nada podría hacerse. Norteamérica sería con toda seguridad inhabitable en cuestión de meses, o todo lo más dentro de un par de años. Debían de haber algunas áreas en la costa occidental en donde los vientos prevalecientes pudiesen mantener alejado el veneno durante cierto tiempo, pero era posible por completo que últimamente toda la Tierra se convirtiera en un desierto de arena radiactiva y sus mares se quedasen hasta sin vida microscópica.

    Por eso Murfree dejó a su esposa y a su hija como inquilinos en una choza de las colinas, a ciento setenta kilómetros de un teléfono y a trescientos de alguna línea de energía eléctrica. Siguió adelante para verificar el peligro que parecía amenazar a la humanidad. Era el único ser humano capaz de evaluarlo correctamente.


    III


    Los motoristas condujeron sus motocicletas con torpeza hacia la casa de los médicos en media docena de ciudades, enfermos y asustados. Tenían fiebres altas y todos síntomas de quemaduras, pero no se veía señal de herida en sus cuerpos.

    Entonces se observó que un pedazo de tierra abrasada, calcinada, cortaba una carretera del estado. Toda la vegetación en el espacio de kilómetro y medio de largo y trescientos metros de ancho murió por la noche. La carretera atravesaba esa zona. Todos los motoristas la habían cruzado también.

    Los peces murieron en un vivero conectado al sistema de suministro de aguas de una gran ciudad. El agua de la ciudad fue cortada y un intento desesperado se hizo para llevar agua potable mediante coches. Las líneas de energía eléctrica que partían de Niagara Falls se vieron cortocircuitadas por arcos que saltaban como relámpagos a través de la separación de los cables. Luego vinieron las muertes en Louisville.

    Nadie pensó en el doctor David Murfree, claro. Siguió adelante, de manera poco espectacular, penetrando cada vez más en aquella isla primitiva, en aquel remoto país de las Smoky.

    Allí no había terreno llano. Las montañas crecían por doquier —peñas y peñascos monstruosos de piedra, con mantas de verdor hasta la cumbre—, senderos y retazos sembrados de maíz en las laderas a treinta y cuarenta grados de inclinación. Eran montañas inhóspitas. Los montañeses llevaban barba, vestían harapos y miraban con sospecha a los extranjeros por instinto... Había grupos de chiquillos despernados y tristes... y montañas... y más montañas... y más... El progreso de Murfree era necesariamente indirecto, porque sólo podía tener una vaga sospecha de la localización de su objetivo. El contador Geiger rugía cada vez más rápidamente. El segundo día después de haber dejado a su esposa, Murfree se colocó su vestido protector. Parecía más extraño y levantaba más sospechas entre los montañeses. Ahora ya no había ni caminos ni carreteras, sólo sendas. El coche, sin embargo, marchaba más ligero no sólo por la ausencia de su esposa e hija, sino por no llevar sus posesiones personales.

    Reptó a lo largo de trozos imposibles, vadeando arroyuelos y trepando pendientes prohibitivas, mientras el ruido del contador Geiger aumentaba hasta convertirse en un veloz rugido en tono menor. Llegó hasta una cabaña montañesa en donde nada se movía.

    Un perro yacía en el porche y ni siquiera levantó la cabeza para mirarle. Murfree salió de su coche y entró en la cabaña. Había estado tan enfrascado en la tarea de seguir delante en la dirección que deseaba, que ni siquiera había advertido el hecho de que el follaje allí estaba muerto en muchas zonas, que todo lo que había sido verde parecía enfermizo. Llamó y una débil voz le respondió.

    La familia de la casa estaba moribunda. Les dio agua y se quedó para prepararles la comida. Tenían todos quemaduras —dolorosas, como las del sol— por causa de las radiaciones de aquel horno atómico monstruoso que alguien y en alguna parte había puesto en funcionamiento para que emponzoñase la atmósfera. Las quemaduras eran muy profundas en sus cuerpos. La fiebre era altísima. Se les veía lánguidos y débiles. Parecían fantasmas.

    Hizo preguntas y les colocó a mano agua y alimentos. Luego siguió su marcha. No podía hacer nada más.

    Sólo unos siete kilómetros más allá, su coche dejó de tener fuerza impulsora. Un contador Geiger funciona porque está diseñado para un singular rayo cósmico o un neutrón, entrando e ionizando el gas del interior, rompa las propiedades aislantes de un vacío parcial y permita que pase la corriente.

    Allí el aire estaba tan completamente ionizado que se había convertido parcialmente en conductor. Las bujías emitían chispitas. El distribuidor funcionaba irregularmente. El sistema de ignición permitía que la corriente del aire pasase por los cables.

    Salió del coche.

    Se las arregló para dar la vuelta, dispuesto para retroceder. Se cargó al hombro el contador Geiger portátil. Tenía una débil hoja de cadmio para hacer de pantalla, de modo que la fuente de los neutrones siguiera una sola dirección y pudiera ser detectada. El cadmio absorbía parte del chorro de neutrones. Eso hizo que disminuyese el crujir del contador y que sólo se produjera cuando la pantalla estaba orientada a la fuente neutrónica.

    Siguió adelante a pie. Las montañas se alzaban a ambos lados; había algunos bosques, pero estaban muertos o moribundos. Una vez en un par de kilómetros o tres vio pequeñas chozas montañesas. No mostraban signo de vida. No se acercó. La gente de ellas debía de estar muerta o tan cerca de la muerte que nada en la tierra podría ayudarles. Y su vestido protector no era perfecto.

    En cualquier caso, estaba recibiendo una dosis posiblemente peligrosa de radiación. Cada minuto de exposición continuada aumentaba este peligro. Debía alejarse en cuanto se atreviese.

    Pero seguía adelante, por en medio de un panorama más desolado que la Luna.

    Llegó a una cresta que actualmente era un paso entre las montañas. Un viento vivo soplaba de detrás de él y el contador rugió. La placa de cadmio le afectaba, pero no demasiado. Aquél debía ser el lugar que buscaba. Siguió adelante.

    Al poco pudo mirar hacia abajo y ver dentro de un valle, árboles muertos y hierba muerta y macizos de maleza muertos. En su centro había un área circular de unos cuatrocientos metros de diámetro, que era algo horrible más allá de toda descripción.

    Estaba desnuda, cocida, con tierra amarillenta. Ni siquiera los cadáveres de las cosas que antaño crecieron quedaban en pie. Era simplemente arcilla roja cocida hasta tomar un color naranja pálido, casi, pero no un color completo, rojo, seguía partiendo y cociendo por alguna fuente misteriosa de temperatura, allá abajo.

    Murfree vio hojas muertas volando por el viento, subiendo. Viajaban en ascensión y nada más tocar el suelo crepitaban y se carbonizaban, fundiéndose. Había una vivaz columna de aire elevándose de aquel lugar como si fuera una chimenea.

    En el mismo borde de la zona redonda se hallaba lo que fue una cabaña de troncos. El costado de la cabina cerca al espacio marchito estaba carbonizado y reducido a blancas cenizas. Una pared se había derrumbado, la de enfrente de Murfree. Cables salían de. la cabaña hasta una cerca que precisamente rodeaba el lugar desnudo, manteniendo unas varillas delgadas de metal. La luz del sol brillaba al reflejarse en los aisladores vitrificados.

    Murfree sacó los gemelos de campaña y miró hacia la cabaña. Vio un montón de ropas rasgadas, quemadas y con algo dentro. Vio un conjunto de desaliñados e improvisados aparatos que reflejaban resplandores. No pudo percibir más detalles.

    Entonces supo lo ocurrido. No era razonable; era perfectamente imposible. Pero no más imposible que soldar sin desmontarlo siquiera el eje de una bomba de agua, o de eliminar toda fricción de un motor bloqueado para que pudiese ponerse en funcionamiento de nuevo, o digamos, mirar un contador Geiger y comprender cómo funcionaba sin la más ligera idea de su utilidad práctica.

    David Murfree tenía una pequeña cámara fotográfica y, dudoso, tomó fotografías sin intentar acercarse más. No esperaba que las fotos pudieran ser reveladas. Las placas seguramente habrían quedado alteradas por la radiación. Dobló la placa de cadmio formando un medio cilindro e hizo cuanto pudo para asegurarse de lo que ya sabía irracionalmente.

    Los resultados no eran claros por completo. No tenían la diafanidad precisa que un fenómeno físico realmente convincente posee. Pero el borde de la zona muerta era agudo. Tenía límites perfectos. Y la corriente de neutrones subía por el aire precisamente por dentro de aquel espacio desnudo.

    El polvo giraba y levantaba diablillos de arena por encima de la calcinada tierra y se elevaba por la invisible delgadez de la columna de aire formando espirales hasta llegar al firmamento. Subía y subía. El aire mismo era respetivo, conteniendo oxígeno radiactivo y nitrógeno e hidrógeno —del vapor de agua— y todos los elementos que componen una brisa húmeda. Era una chimenea, un torbellino mortal y cálido de gases que subían hasta el cielo. La radioactividad sobre la Tierra —que seguramente creaba el calor y la ponzoña— estaba confinada de algún modo.

    Murfree dio la vuelta rápidamente y prosiguió el camino alejándose. Sabía que había cumplido su tarea nada más la vio por primera vez. Sabía lo que vertía la ponzoña mortal en el aire; lo había visto. Podía decir dónde encontrarlo de nuevo. Por tanto tenía que darse prisa.

    Su traje protector podía o no haber preservado su vida. Quizá era ya literalmente un hombre muerto, a pesar de que seguía caminando y respiraba y pensaba febrilmente. Si le era posible estar seguro de que viviría hasta descender hasta el valle y llegar hasta aquella semi calcinada porción de troncos y destrozar el conjunto solamente entrevisto de cables y tubos y bobinas hechas a mano... si hubiese estado seguro de que eso no aumentaría la amenaza contra su vida... lo hubiera hecho.

    Su propia existencia parecía un precio pequeño que pagar para terminar con aquella amenaza implacable contra toda la vida del mundo entero.

    Pero no estaba seguro. Y la información que tenía —especialmente el hecho de que conocía quién era Bud Gregory—, fue algo más importante que su propio sentido del riesgo y comprendió que no podía arriesgarse a perder los informes que debía comunicar a las gentes.

    En el camino hacia allí encontró su coche tal y como lo había dejado. Tuvo que empujarlo al principio porque el vehículo se negaba a moverse, luego, pendiente abajo, por el tortuoso camino que cruzaba las montañas cubiertas de árboles muertos y de retazos de maizales también muertos y de escuálidas cabañas en las que nada se movía y del espectáculo de un mundo moribundo, Murfree, sin advertir siquiera aquella desolación, logró poner en marcha el coche.

    Su mente estaba concentrada en Bud Gregory.


    IV


    El coche se detuvo de nuevo ante el taller de reparaciones en Branden. Faltaba poco para la puesta del Sol. Bud Gregory estaba sentado en una silla apoyada contra la esquina del cobertizo. Ocho coches esperaban a que él tuviese ganas de trabajar en ellos.

    Bud abrió los ojos y sonrió perezoso mientras el coche se detenía. Los colores del ocaso eran magníficos. Había una extraña y vasta quietud que lo abarcaba todo. Era la calma de la puesta del Sol. Murfree detuvo el motor y bajó.

    —¿Verdad que el coche va bien? —preguntó Bud Gregory de modo genial.
    —El coche está perfectamente —contestó Murfree—. Pero quiero que hagas algo por mí...
    —Esta noche no —dijo Bud y bostezó—. Estaba pensando en irme a casa a cenar...

    Murfree sacó su cartera. Lo había anotado todo con cuidado. Un ofrecimiento de demasiado dinero no significaría nada para aquel hombre.

    —Sólo quiero que hablemos —dijo Murfree—. Cinco dólares por media hora, sólo por decirme algo acerca del aparato que construiste para no sé quién... Ese cacharro que evita qua los neutrones se enfríen.

    Bud Gregory le miró parpadeando.

    —Neutrones —le recordó Murfree—, son los pedacitos de materia que hacen que el contador Geiger, esa válvula de radio tan chocante, conduzca electricidad. Tú le hiciste un aparato para alguien que deseaba detenerlos.

    Bud sonrió.

    —Vamos, ¿cómo diablos lo ha sabido? —preguntó maravillado—. ¡Aquel tipo no iba a decírselo a nadie y yo tampoco!
    —¡Lo sé! —dijo Murfree ceñudo—. Ese tipo no fue tan listo como se creía. Ha muerto. El aparato le mató.

    Bud Gregory estaba asombrado. Su sonrisa se volvió amarga.

    —Se lo merecía —dijo incómodo—, pero es culpa suya sólo. Yo le dije que era peligroso, pero me hizo una jugarreta muy sucia. Creo que iba a demandarme por el modo en que le arreglé su coche. Dijo que por la forma de arreglarlo, no podría venderlo aunque funcionase. Luego siguió diciendo que lo olvidaría todo si le arreglaba otro aparatito para él, pero que me metería en la cárcel o tendría que pagarle el coche si no lo hacía. Le contesté que era peligroso pero no tenía dinero para pagarle su coche. ¡Funcionaba bien, además! ¡Mejor que nuevo!

    Murfree esperaba. Contó cinco billetes de un dólar.

    —Si está muerto —repitió incómodo—, no es culpa mía. Yo le dije que era peligroso, pero él insistió, así es que antes que intentar pagar ciento cincuenta dólares o enfrentármelas con la ley, cumplí sus deseos. ¡Yo también cronometro el tiempo, eh!

    Murfree le entregó un billete de un dólar.

    —Eso representa seis minutos de charla —dijo—. Siga adelante.

    Bud Gregory se arrellanó. Escupió de manera ostensible.

    —No me importa mucho esa clase de trabajo —dijo en forma apreciativa—. Ese tipo vino conduciendo un coche precisamente como usted. Resbaló en un trozo de carretera húmedo y destrozó su radiador por completo. Quería que se lo arreglase. Era un trabajo muy pesado. Yo le dije que no tenía la intención de trabajar hasta morirme de cansancio, él siguió molestándome, así que le contesté: «Está bien. Le arreglaré el cacharro para que pueda funcionar por diez dólares». Creí que eso le asustaría, pero me tomó la palabra. Y yo no sabía cómo arreglarlo, pero me imaginé que podría encontrar algún modo. Así que seguí pensando, con él caminando arriba y abajo esperando a que me pusiese a trabajar. Yo pensé: «¡Arreglar ese radiador es un trabajo de negros. Será más fácil descubrir algún otro modo de mantener el motor frío». Y entonces se me ocurrió.
    —¿Qué?
    —Todo lo que hace el radiador —explicó Bud Gregory—, es permitir que el calor salga del agua caliente enfriándola. Ese radiador no servía. Yo preparé algún otro modo de quitar el calor enfriando el agua, para que funcionase tan bien como si pasara por el radiador. Sustituí entonces las celdillas y toda la parte del radiador por otra pieza. Lo logré. Me llevó cerca de una hora.
    —¿Cómo fuiste capaz de quitarle el calor del agua? —preguntó Murfree.
    —¡Cáscaras! —exclamó Bud—. Yo tengo un chisme que sirve para esas cosas. Usted sabe que se puede calentar un cable haciéndole pasar corriente. Preparé un cable así para que las piececitas pequeñas de que está construido el metal quedaran alineadas. Luego el calor trataba de quitarlas de la línea y para lograrlo tenía que extraer... ejem... las partículas chiquitinas que forman la corriente eléctrica.

    Murfree sintió una sensación extraña en la nuca. Aquello era extraordinario. Bud Gregory estaba hablando de la polarización de los átomos en un cable metálico —que no podía realizarse—, para que los movimientos moleculares impartidos por el calor, cosa que él no debía ni saber palabra, fuesen ordenadas de forma que quedasen sustituidos por un intercambio de electrones, lo que significaría, por el contrario, producir una corriente eléctrica.

    Simplemente había revertido el proceso normal de convertir corriente en calor y había hecho que al sacar del cable electricidad se enfriase el motor. La transformación directa de calor en electricidad había sido el sueño de los científicos durante cientos de años, un sueño todavía no alcanzado.

    Pero Bud Gregory lo había hecho por ahorrarse a sí mismo la molestia de reparar un radiador destrozado.

    —Así —continuó Bud—, metí aquel cable en un forro y lo pasé por el radiador. Eso quitaría el calor y produciría corriente. Empalmé cable ordinario por debajo del coche para dar salida a la corriente. Eso es todo. El coche funcionó la mar de bien. El individuo se fue pero una semana más tarde vino rabioso diciendo que no podía vender su vehículo. Nadie lo compraría sin que tuviese un radiador normal funcionando. ¿Cuánto tiempo he estado hablando?

    Murfree, silencioso, le entrego otro billete de un dólar. Bud Gregory era decididamente algo que no había palabras para calificar. Sabía por intuición las cosas que expertos científicos todavía no habían vislumbrado. Precisamente lo mismo que algunos hombres saben por instinto en dónde pueden encontrar pescado y qué cebo es el más indicado, Bud conocía el comportamiento de los átomos y de los electrones.

    Como los asombrosos matemáticos circenses —alguno de ellos medio imbéciles en otras cosas—, hacían mentalmente complejos problemas matemáticos, sin tener idea del proceso, Bud Gregory, por el contrario, hacía milagros en física, sin saber cómo. Simplemente conocía la respuesta correcta cuando se le presentaba un problema.

    Murfree sintió una envidia aguda que casi era odio. Pero allá en las colinas había algo que podía hacer que el mundo fuese inhabitable; y Bud Gregory era el causante. Sacó otro billete de dólar, plegándolo.

    —El quería que le arreglase bien su coche, me dijo, y yo me puse hecho una fiera. Le contesté que funcionaba mejor que nuevo ¡Y era verdad! Entonces dijo que iba a demandarme. Pero luego añadió: «¡Mira, he estado de viaje en busca de unos minerales! Tengo algo que me ayuda a encontrarlos, pero en parte se ha estropeado. Arréglame otro aparato y eso me evitará un largo viaje y hará que me olvide del coche y, es más, aún te pagaré diez dólares extra».

    Bud escupió con aire de potentado.

    —Tenía el individuo un cacharro como el suyo, sólo que mayor. Y tenía también una hoja de metal que se suponía sería para bloquear los pedacitos de material que vienen del cielo. Eso es lo que había perdido. Dijo que si podía arreglarle algo que funcionase lo mismo, dejaría cancelada nuestra cuenta pero que me demandaría en caso contrario.

    Murfree lo interpretó mentalmente. Alguien había estado viajando por las Smoky en busca de minerales. Llevaba un contador Geiger. Debía tener el presentimiento de que se podría encontrar uranio. Eso era muy probable.

    Cuando Bud Gregory le arregló su coche de un modo harto extraño —tal y como apañó el de Murfree— aquel desconocido comprendió, lo mismo que Murfree. Pero volvió con rabia fingida y exigió el equivalente de una pantalla de cadmio, sabiendo que era imposible para el mecánico adquirir cadmio. Se había dado cuenta de lo que era Bud; un casi analfabeto con conocimiento intuitivo de lo que podía hacerse con las sustancias y las partículas subatómicas, un conocimiento tan irrazonable y tan inconsciente como los hechos de los genios matemáticos. Había exigido un imposible, porque sabía que Bud podía realizarlo. ¡Y Bud Gregory lo realizó!

    —Me puso furioso hasta casi estallar —dijo con rencor el zanquilargo—. Se quedó ahí burlándose de mí diciendo que si yo era tan listo como para arreglar su coche y que funcionase y él no podía venderlo, quizá yo podría hacer algo que él necesitaba. Eso u otra cosa más...

    Murfree admitió que el desconocido tenía también algo de genio. Había tomado el único camino infalible para que Bud Gregory trabajase: amenazar su tranquilidad y burlarse de su capacidad. ¡Claro que el desconocido consiguió lo que quería!

    —¿Y qué? —apremió Murfree.
    —¡Se lo construí! —dijo Bud Gregory con bastante amabilidad—. Preparé un par de válvulas de radio —él las tenía— y las hice de modo que tuviesen forma de cuerno... ejem... para bloquear. Nada podría atravesarlas. ¡Nada! No importa el tamaño que usted lo fijase, el cuerno tendría siempre la misma forma y era imposible remontarle. El aire no pasaría a través de las paredes de aquel cuerno. Ni siquiera las partículas de material que usted llama... ejem... neutrones. Arreglé el chisme y se lo enseñé. Su aparato que crujía no volvió a crujir. Dejó muertos a los neutrones. Y entonces yo le dije: «Sólo como complemento usted puede rodear con cable el sitio en que usted acampe levantar esto inclinándolo hacia abajo y ni siquiera las moscas ni los mosquitos podrán acercársele a usted. ¡Pero es peligroso! ¡Es peligroso!»

    Miró a Murfree sonriente.

    —¡Me figuré que se enfermaría como un perro, pero yo ya le había advertido! ¡No fue culpa mía que se quedase dentro y muriera!

    Murfree le comprendió. Vio mucho más de lo que Bud Gregory pudiera contarle. Visionó un círculo de cable de cuatrocientos metros, construido en un remoto valle montañoso. Eso formó una forma cónica, de cuerno, creando una barrera que bajaba hasta la tierra. Nada podría pasar a través de aquella barrera, ni siquiera los neutrones.

    Hay siempre ligera radioactividad en todas partes. Incluso las peñas y las rocas la poseen. Esa es la causa del calor interno de la Tierra. Quizá el desconocido encontró indicaciones de uranio en el subsuelo de aquel valle, quizá no. Pero, rodeado por una pantalla a través de la cual no podían escapar los neutrones, ¡cualquier masa de material terrestre se convertiría en una pila atómica!

    Una simple molécula de uranio en cualquier masa de roca tarde o temprano se desintegraría, expeliendo neutrones a gran velocidad. Normalmente viajaban por tiempo indefinido y son inofensivos. Algunos llegan al aire e ionizan una sola molécula. Algunos pueden encontrar un átomo fisionable y fisionarlo.

    Pero por grande que fuese el número de neutrones siempre se pierden porque pueden escapar. Dentro de una barrera en la que no pudieran encontrar escape, rebotarían hacia atrás y hacia adelante hasta dentro incluso de masas limitadas de materia, fisionarían a otros átomos. ¡Los neutrones del átomo fisionado seguirían adelante, y adelante, realizando la misma operación!

    Una pila ordinaria atómica debe tener un tamaño mínimo porque pierde demasiados neutrones por su superficie exterior que no pueden mantener por sí solos una reacción en cadena. Como cuando el tamaño de la pila aumenta, el número de neutrones que no escapan aumenta más de prisa que el de que consiguen salida. Hay un tamaño en donde la fuerza bastante de los neutrones permite que el átomo fisionable estalle y mantenga así la reacción en cadena.

    Cuando muchos neutrones están en libertad de escapar de la pila, la reacción en cadena se soporta a sí misma. Pero cuando ninguno puede huir, no hay tamaño mínimo. No hay mínima pureza de materiales. Omítase que los neutrones puedan escapar y nada en absoluto, sea el tamaño que sea, deja de convertirse en una pila atómica.

    Murfree le entregó un tercer billete de dólar.

    —Ahora te pago para que me escuches —dijo con llaneza—. Ese hombre utilizó el aparato que tú le hiciste para construir un bloque circular para neutrones de unos cuatrocientos metros de diámetro, con el cuerno apuntando hacia abajo. Quizá un millón, quizá cinco millones, de toneladas de roca quedaron dentro, en el interior de esa zona. Quizá también había algo de uranio. Ninguno de los neutrones pudo escapar. Cada uno de ellos retrocedió atrás y adelante hasta que rompió otro átomo. Eso hizo que más neutrones quedaran sueltos marchando a gran velocidad para romper nuevos átomos. Tú sabías que eso ocurriría. Tú sabías que incluso un poquito le podía hacer enfermar. ¡Pero lo que él destruyó ha sido monstruoso! No le ha hecho enfermar. Le ha matado. Quizá tuviera intención de hacerlo funcionar un poco y luego apagarlo. Eso habría creado bastantes radiactivos para hacerle muchas veces millonario. Pero no lo cortó a tiempo, porque le mató ¡Y así la pila siguió funcionando! Allá en las montañas sigue en marcha ahora. Se levanta una gran cantidad de aire caliente y cada bocanada que de él se absorba, es veneno mortal. Sigue subiendo y los vientos la ascienden, y comienza a caer en el suelo de nuevo y mata. ¡Y ese hombre no lo apagó!

    Bud Gregory le miró. Era evidente que él no había pensado en tal cosa. Aunque fuese algo más que un genio y no hubiese palabras para calificarlo, también era como un niño o un salvaje que era incapaz de pensar por anticipado. Pero ahora comprendía. La innominada intuición que le había llevado hasta la consecución del milagro no le había prevenido de las consecuencias. Pero al señalarlas Murfree, las vio.

    —¡Cielo santo! —exclamó Bud. Parecía enormemente interesado.
    —Nadie puede vivir si intenta entrar en el aparato y cortar el paso de la corriente, apagándolo —dijo Murfree ceñudo—. Quizá un aeroplano pueda dejar caer una bomba que lo destruya. Pero pasarían semanas antes de que pueda lograr que me crean. Por lo tanto, ese veneno se irá vertiendo en la atmósfera. Las gentes mueren ya ahora. En un radio de ocho kilómetros alrededor del aparato que tú hiciste no existe ni una brizna de hierba. La gente de las cabañas en dieciséis kilómetros a la redonda mueren y no saben por qué. Y ese cuerno cónico con la masa de mineral y tierra dentro de su campo está lleno de neutrones mortíferos, los tiene en más cantidad que cualquier pila atómica fue capaz de fabricar en toda la existencia humana. Supongamos que conseguimos apagar esa pantalla con una bomba y que esos neutrones libres quedan sueltos a la vez. ¿Cuan lejos seguirán matando a gente al caer a tierra? ¿Ochenta kilómetros? ¿Doscientos?

    Bud Gregory tragaba saliva. Indudablemente comprendía más claramente que el propio Murfree, ahora que se le mostraba la evidencia.

    —¡Cielo... cielo santo! —volvió a repetir—. ¡Yo no tenía ejem... no tenía intención de hacer nada así!

    Murfree le tendió el cuarto billete de dólar con una indescriptible sensación de ironía.

    —¡Ahora me tienes que decir cómo pararlo sin matar a más personas ni a más seres! —ordenó con sencillez—. Si me mata a mí, pase. Pero si no me dices cómo detener ese artefacto, seré yo quien te mate a ti, ya lo sabes. Aquí y ahora.

    David Murfree no levantó la voz. No se dio cuenta siquiera de que estaba amenazando. Le pareció sencillamente necesario. Si Bud Gregory podía domesticar a un continente a un mundo, y no era capaz de detener lo que había creado, era demasiado peligroso para permitírsele vivir.

    Pero Bud habló pesaroso:

    —¡Yo no quería hacer nada así! Yo quería que ese individuo se pusiera enfermo como un perro. Me imaginé que haría un cuerno pequeño y dormiría dentro cuando acampase. Al amanecer se sentiría enfermo. Pero el loco estúpido... —frunció las cejas—. Ya descubriré algo. Tengo cierta habilidad para esa clase de cosas.


    V


    Precisamente tres días después, el doctor David Murfree estaba de vuelta en la alta cresta montañosa que era actualmente un paso entre montañas. Un viento vivo soplaba tras de su espalda. A su alrededor el mundo estaba muerto. Nadie vivía. ¡Nada! Ahora no portaba el contador. Era inútil haberlo hecho.

    Llevaba en su lugar, un aparato hecho con torpeza, dentro de una caja de madera en la que los tomates en lata habían llegado tiempo atrás al pueblo de Branden.

    Bud Gregory caminaba con él, sujetando con cierta ansiedad un lazo de círculos de cable que decía detendría los neutrones y le servía de protección. Pero se había pasado toda la noche para hacer el aparato que serviría para su propia protección y para la masa de cables entremezclados que portaba Murfree.

    Llegaron al lugar en donde podían mirar hacia el valle de abajo. Nadie vivía en él... ni una hoja de hierba, ni un insecto, ni un pájaro, ni tampoco una bacteria.

    Y una columna de aire caliente, atorbellinada, se levantaba hacia el cielo, portando con ella polvo mortal de la zona de unos cuatrocientos kilómetros de diámetro del suelo que estaba ahora casi al rojo. Cada grano de aquel polvo era el veneno más activo conocido por los hombres.

    Bud Gregory estaba pálido. Había atravesado kilómetros y kilómetros de desolación. Había visto las cabañas silenciosas de los montañeses y las mustias plantas que sembraron. Conocía perfectamente que él era el causante de todas aquellas muertes. Pero ahora, mirando hacia la cabaña carbonizada y al montón de calcinados vestidos dentro de los cuales había estado el cuerpo de un hombre, murmuró a la defensiva:

    —¡Ese individuo ha creado un infierno! ¡Ya le dije que era peligroso!

    Levantó la lazada de cable para que siguiese protegiéndole. Murfree, silencioso, dejó su carga en el suelo. Bud Gregory hizo un ajuste final. Habían unos cuantos —muy pocos—, tubos de radio, válvulas de radio. Murfree había repasado cada alambre del complicado cableado y ni siquiera podía comenzar a entenderlo.

    Según el moderno conocimiento de la ciencia electrónica, aquel aparato no serviría para nada. Las lámparas se encenderían, la corriente eléctrica pasaría y no ocurriría nada, de acuerdo con el nuevo reconocimiento de las cosas. Bud había trabajado y arriesgaba su vida al llevar aquel aparato allí. Era un hombre casi analfabeto, mientras que Murfree había pasado años de estudio en tal ciencia y en lo que representaba para la vida real. Pero Murfree ayudó a aquel semidesnudo salvaje que era capaz de instalar un rayo electrónico, con una absoluta ignorancia incluso en sus principios básicos.

    —Como yo le dije —exclamó Bud Gregory con voz turbada, este nuevo aparato es como aquél que forma... ejem... la pila. Sólo que éste no forma un cuerno cóncavo. Este es sólido. No sólo detendrá a ejem... los neutrones de atravesar el lugar, sino que los matará en sus órbitas, como estaban cuando choquen con él. Sin embargo, va a producir bastante calor.

    Instaló lo que podía ser una antena direccional, azarosamente distorsionada. Más tarde, mucho más tarde, Murfree haría el dibujo de memoria y se maravillaría por el concepto que lo concibió. Ahora simplemente se sonreía. Bud comprobó sus conexiones.

    —Lo que más me preocupa es el calor —dijo de manera inquieta—. Creo que será mejor que no miremos.

    Ajustó la fantasmal antena. Respiró por instinto. Volvió su cabeza.

    —¡No mire! ¡Va hacer mucho calor!

    Accionó un tosco interruptor hecho a mano. Y la tierra tembló.

    Habían probablemente algunos millones de toneladas de material actuando como una pila atómica, llenos de toda la monstruosa energía de los neutrones lanzados a gran velocidad. Entonces, de repente, aquellos neutrones se detuvieron. La radioactividad cesó... murió. Y toda la fuerza monstruosa de la reacción quedó convertida en calor. No fue en absoluto energía atómica. Fue energía neutrónica, que es de un orden diferente y bastante inferior. ¡Pero bastaba!

    La fuerte expansión de la piedra, aumentando su temperatura en miles de grados en una fracción de segundo, hizo que el suelo temblara. Murfree retrocedió como si toda la colina se hundiese bajo sus pies. Hubo un fogonazo enorme de luz. La superficie de rojo oscuro reluciente del círculo de cuatrocientos metros se quedó inmediatamente inundada... ¡de líquido al rojo blanco! Había allí un monstruoso agitarse que procedía de las entrañas de la tierra.

    Y entonces el lago redondo de tierra fundida saltó hacia arriba. Los gases encerrados debajo del líquido se extendieron y proyectaron en varias direcciones el fundido magma. La lava subió y se extendió y engulló la débil cerca y la medio quemada cabaña y el increíblemente pequeño aparato que había creado toda aquella cosa cancerosa, cabaña y todo lo demás desapareció en la inundación de tierra líquida.

    Luego las burbujas llegaron a la superficie. Masas gigantes de gas incandescente saltaron hacia el cielo. La roca hervía literalmente, burbujeando con una fuerza terrible que escupía masas de piedra líquida al cielo.

    Murfree permaneció donde estaba sólo unos segundos. Bud Gregory se volvió y echó a correr y David Murfree corrió con él. Delante de ellos, una fiera masa de roca cayó y se fragmentó. El fuego prendió. Hubieron otros incendios a derecha e izquierda.

    Precisamente en seguida, mientras corría, Murfree volvió sus ojos hacia atrás y vio una masa como un meteoro de piedra fundida caer y destruir por completo el aparato que habían traído y utilizado en el paso. Murfree sintió un ilógico sentido de alivio incluso mientras corría a la desesperada.

    El ruido murió al cabo de media hora. Después de todo, enorme como había sido la cosa, fue pequeño en comparación con un volcán actual, y sin embargo, mucho más mortífera. Cuando llegaron al coche nubes de tormenta se reunían en la zona en llamas.

    Quince kilómetros más allá —el coche funcionó perfectamente desde el principio, demostrando que ya no habían neutrones ionizando el aire—, quince kilómetros más allá vieron caer la lluvia encima de las flameantes laderas de la colina. Los relámpagos saltaron de entre las nubes oscuras. El agua cayó en forma de diluvio. Ni siquiera el incendio de un bosque podría sobrevivir a aquel chaparrón.

    Volvieron a Branden. Les costó día y noche de conducir a toda velocidad, alternándose en el volante. Bud Gregory tenía poco que decir durante el camino. Pero cuando Murfree detuvo el coche ante el taller de reparaciones y le hizo salir, Bud sonrió incómodo.

    —¿Dónde va usted ahora? —añadió excusatorio—. Yo no tenía intención de hacer nada como eso. Ese tipo me puso furioso y utilizó mi chisme de un modo en que no debía de ser usado.

    Murfree había dejado a su esposa e hija en Brandon mientras volvía a las colinas. Ahora habló cansado.

    —Recogeré a mi familia y me volveré a Washington. Informaré todo lo que sean capaces de creerme. De cualquier modo, cuando esa roca se enfríe, habrá un material radioactivo en tanta cantidad como lo pueda haber en el resto del mundo. Puesto que tu aparato está estropeado, no actuará como pila ahora, pero habrá dejado bastante radioactividad.

    Bud tragó saliva.

    —Yo... ejem... he perdido el tiempo de trabajo acompañándole —dijo tranquilo—. Usted debería pagarme dietas, de todos modos. ¿Eh? ¡Diga! A usted le gustó lo que le preparé para su coche. ¿Le agradaría comprarlo?

    Murfree sacó su cartera con aspereza. Contó lo que le quedaba. Era su dinero para volver a casa.

    —Tengo sólo seiscientos dólares —dijo—. Eso vale mucho más, pero te daré toda esta cantidad.
    —¡Es suyo! —dijo Bud Gregory. Toda su intranquilidad desapareció. Sus ojos brillaban. Trajo la redonda caja de queso y la colocó en la trasera del coche de Murfree.
    —De todos modos —dijo contento—, puedo hacer otro cuando se me ocurra. Hasta la vista.

    Murfree siguió adelante y recogió a su esposa y a su hijita. Dejó a Bud Gregory mirando especulativo a ocho automóviles que esperaban en el cobertizo el momento que tuviera ganas de trabajar...


    De regreso a Washington, el doctor David Murfree hizo su informe. Al principio le dijeron que estaba loco. Pero los sismógrafos informaron de un terremoto de índole secundaria centrado justo en donde el doctor señaló como centro de los acontecimientos. El avión voló por encima y trajo fotografías que demostraron su historia.

    Y entonces el gobierno tomó cartas en el asunto y construyó una magnífica carretera hasta la masa de rocas altamente radiactivas (radiactividad artificial), y extrajo grandes cantidades de prácticamente los isótopos conocidos radiactivos. Todo el mundo fue feliz.

    Bueno, no todo el mundo. El F.B.I. quería hablar con Bud Gregory... y no podían. Cuando los hombres del F.B.I. fueron a apremiarle para que fuera a Washington, Bud Gregory había desaparecido. Había comprado uno de los ocho coches de su taller de reparaciones por veinticinco dólares, lo arregló con algún dispositivo mágico de los suyos y se fue con su esposa e hijos.

    Pero el doctor David Murfree quedó en la posición más singular de todos. No se le podía alabar oficialmente, por lo que había hecho mientras estaba de permiso. Ni podía requerírsele para entregar el aparato que compró a Bud Gregory —un aparato que parecía ser inútil, pero que funcionaba—, porque nadie era capaz de comprenderlo y cada intento de duplicarlo fue un claro fracaso. Los duplicados se parecían al original... pero no funcionaban. El doctor Murfree fue ascendido de categoría en el Servicio Civil, lo que significaba que ganaría cinco mil setecientos dólares al año.

    Unas semanas más tarde, conoció a Arthur Lockman. Lockman era sociable y se interesó por Bud Gregory. No le costó mucho tiempo a Murfree darse cuenta de que Lockman procedía del F.B.I.


    VI


    Murfree se enteró de que la situación era delicada y mucho más compleja de lo que incluso hubiera sospechado un empleado civil, acostumbrado a las extrañas y maravillosas cinvolucraciones de la mentalidad gubernamental.

    Los periódicos no habían dicho nada acerca de Bud Gregory y de la parte importante que tuvo en el reciente desastre, o de la intervención del doctor Murfree en todo aquel asunto. Eso convenía a Murfree; no quería publicidad y le era fácil comprender por qué los detalles íntimos del «chisme» construido por Bud y los resultados de su uso debían mantenerse en secreto.

    El F.B.I. necesitaba a Bud Gregory. Eso era bastante natural... pero el F.B.I. no buscaba a Bud Gregory. Las órdenes, traducidas a un lenguaje vulgar y más comprensible, afirmaban que la presencia de Bud en Washington era muy deseable, que debería presentarse, pero ninguna especificaba que acción definida debería ponerse en práctica para conseguir tal propósito. De hecho, ninguna disposición se tomaría que permitiera a nadie sospechar que el gobierno de los Estados Unidos había oído hablar de Bud Gregory.

    Parecía ser que cierta potencia europea se mostraba muy desgraciada al saber que ahora los Estados Unidos poseían una inmensa cantidad de rocas radiactivas. Cómo el hecho de que fuera conocida la existencia de tal materia radiactiva artificialmente, era algo que no podía determinarse. En cualquier caso, no había tiempo para determinar cómo habíase producido tal filtración, ni quién era el responsable... por tanto nadie debería saber para qué se quería que Bud Gregory se presentara en Washington. Y si nadie sospechaba que Washington se interesaba por Bud en primer lugar, había entonces menos probabilidades de que alguna persona se enterase de «para qué» lo quería Washington.

    Así, explicó Arthur Lockman al doctor David Murfree, el F.B.I. no podía realizar la búsqueda con ninguno de sus métodos habituales, por extraño que pareciese aquello. Sin embargo, Murfree podría desear ponerse en contacto con un viejo amigo, cuyo nombre daba la feliz casualidad que era Bud Gregory, constituyendo aquello una interesante cadena de felices circunstancias.

    Bud Gregory fabricaba «chismes» que nadie más entendía... pero que funcionaban. Quizá los Estados Unidos pudieran necesitar otro «chisme» en un futuro próximo, y si nadie excepto Bud Gregory sabía cómo hacerlo, eso podía aumentar su valor. Lockman simpatizaba con el dolor que esa idea causaba a los científicos, quienes estaban convencidos de que cualquier ingenio que realizara una función podía ser copiado y reproducido por alguien con bastante inteligencia y pericia como para efectuar el montaje idéntico. Pero los ingenios son armas a menudo... y los científicos deberían simpatizar con el dolor que sentían los gobiernos cuando cualquiera está en condiciones de duplicar y reproducir sus armas.

    Lockman sugirió que el doctor David Murfree se aficionase a alguna ocupación en sus horas libres. Hay muchas aficiones fascinantes, ocupaciones inocuas que no llaman la atención; tales como suscribirse a una agencia de recortes de periódicos para que le sirvieran cuantos hechos extraordinarios se publicaran en la prensa de la nación. Uno no puede decir nunca si un viejo amigo se va o no a ver envuelto alguna vez en un acontecimiento extraordinario y fuera de lo corriente, y el doctor Murfree podía ser capaz de rastrear antiguas amistades por aquel conducto. Claro que Murfree tendría que hacer aquello a sus propias expensas.

    Sin embargo, incluso a los agentes del F.B.I. les gusta relajarse de vez en cuando. A Arthur Lockman le gustaban los naipes y el juego tiene mucho más incentivo cuando se hacen pequeñas apuestas, como, por ejemplo, diez centavos el punto. Lockman, desgraciadamente, no era un experto jugador de cartas. Sus pérdidas cubrieron el coste del abono al servicio de recortes de prensa.


    Entretanto, Bud Gregory hacía apuestas en una carrera de automóviles sobre pista de ceniza en el estado de Colorado y ganaba doce dólares. Simultáneamente, una cierta potencia europea se excusaba muy educada ante otro gobierno por la caída en el territorio de este último de un proyectil cohete. Al hacer esto ponía de manifiesto el hecho que sus proyectiles dirigidos de largo alcance eran capaces de realizar vuelos de más de ocho mil kilómetros.

    Al día siguiente, Bud apostó en una segunda carrera en pista de ceniza y ganó otros seis dólares más. Casi en el mismo instante un periódico extranjero de fama mundial publicaba un artículo en el que alertaba para la guerra a los Estados Unidos —con O.N.U. o sin O.N.U.— y una potencia europea presentaba a la opinión pública la noticia de que había retirado a su embajador en los Estados Unidos por causa de haber sido objeto de incalificables insultos. Al día siguiente, Bud Gregory estaba sentado en el bar de un campamento turista y bebía cerveza tranquilo y feliz hasta hacerse de noche.

    Todavía dos día más tarde, en una carretera de la alta montaña en las Rocosas, el conductor de un camión diesel de dieciséis ruedas embocó una curva cerrada a gran velocidad, una curva que tenía a un lado un paredón de roca cortada a pico y al otro un precipicio de más de ciento veinte metros de profundidad.

    El camión dobló la curva con atronadora potencia... y corrió derecho hacia una cafetera de coche, viejo, maltrecho, deforme, con mal ajustada capota de lona deshilachada y una carga increíble de chiquillos y utensilios caseros. El camión marchaba directo... la colisión era inevitable. El vetusto y atestado automóvil iba en contra dirección.

    El camión no podía girar, ni el otro coche tampoco, a tiempo. Por eso el conductor del gran vehículo se quedó helado y así vio cómo aquella cafetera con ruedas hacía un giro asombroso, abandonaba la parte izquierda de la carretera que no le correspondía y se acercaba al abismo hasta el punto que sólo sus ruedas interiores recorrían el camino, mientras que las exteriores giraban inútilmente en el vacío.

    Debió precipitarse por la sima al instante y horriblemente, sólo que no lo hizo; marchó de manera exacta y normal como si hubiera una extensión invisible de carretera por encima del precipicio. El conductor del camión diesel vio cómo aquel cacharro giraba con tranquilidad una vez lo hubo sobrepasado, se metía de nuevo en el camino y proseguía su marcha. Frenó el mastodóntico camión y lo detuvo. Se frotó los ojos perplejo y al cabo de un rato decidió que necesitaba tomarse una semana de vacaciones.

    Aquel día se dijo en Washington que amenazaba una grave crisis internacional y eminentes hombres de Estado se obstinaron en un inmutable silencio, rehusando hablar para que se publicara, pero comunicando en privado a los periodistas que les eran más simpáticos acontecimientos que deberían ocurrir.

    Al otro día, Bud Gregory llegó a otro lugar en donde iban a celebrarse más carreras sobre pista de ceniza, entrando de inmediato en negociaciones con un desanimado conductor que hacía semanas no tocaba dinero. El piloto se le rió amargamente y Bud se quedó indignado. Apostó en las carreras y perdió dos dólares.

    En el misino día, cuatro naciones satélites de una cierta potencia europea revelaron que durante varios meses habían estado utilizando pilas atómicas y ahora poseían bastante existencia de bombas nucleares para su propia defensa. El resto de las Naciones Unidas estalló en frenéticas protestas... que se agostaron al poco cuando se dieron cuenta de que ya era demasiado tarde para hacer objeciones.

    Y después de tres días mas, Bud Gregory llegó a Los Angeles en un coche que estaba en el último estado ruinoso imaginable. Lo ocupaban él mismo, su esposa y un número indeterminado de despeinados críos. Además, contenía dos galgos, varios colchones, muchos paquetes, innumerables paquetitos, atados en torno a la carrocería y un sin fin de sacos conteniendo verduras y alimentos en conserva.

    Un policía motorista le hizo señas para que se detuviera a un lado de la carretera. Pero Bud no se detuvo; el decrépito vehículo se lanzó hacia adelante. El motorista subió en su montura y se puso a perseguir al coche desobediente. El decrépito vehículo aumentó la velocidad. Parecía como si su límite fuera a ser el alcanzar trabajosamente los cuarenta kilómetros por hora, pero los sobrepasó en menos de cuarenta segundos a contar desde el instante en que el policía trató de darle el alto. Bud conseguía ya ciento treinta por hora cuando entró en el tráfico de Los Angeles. Y el cacharro no parecía dispuesto a frenar.

    El motorista sudaba sangre, imaginándose la inevitable catástrofe. Dio a su motocicleta cuanto gas era posible, haciendo sonar la sirena de manera continua y utilizando su silbato cuando pasaba por delante de cualquier policía a pie, con la esperanza de que telefoneara a los puestos de delante.

    Los próximos quince minutos dieron a una docena de números de la policía de tráfico —que se habían unido a la caza— un sin fin de canas y una irreprimible tendencia a hablar a solas en sus ratos de ocio. El destartalado y maltrecho coche dejó atrás a todos sus perseguidores y se metió en el tráfico en donde debería haberse estrellado en más de cincuenta ocasiones. Aquel cacharro con ruedas dejó tras de sí una estela de choques, colisiones, frenazos y peatones con ataques de nervios, pero ni rozó siquiera a ningún otro vehículo o viandante.

    Las colisiones y choques provinieron de los demás coches que giraban frenéticos para esquivar a Bud Gregory mientras su vehículo seguía adelante como un cohete a través de las atestadas calles de Los Angeles. La mitad del tiempo rodó en dirección contraria, adelantando, aumentando la velocidad con una aceleración increíble, disminuyéndola con una brusquedad completamente imposible y doblando esquinas a una marcha tal que los que le vieron hacerlo no podían creer lo que acababan de contemplar sus ojos.

    En el Boulevard Wilshire se produjo un clima de asombrosa expectación. El cacharro se adentró en el tráfico serpenteando a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Dejó detrás un creciente rugido; luego llegó a un cruce en el que la luz roja había detenido a todo vehículo, y llegó decantándose en contra dirección, es decir, por el lado izquierdo de la calle. Giró de un modo que debía haberle hecho patinar, e incluso volcar, pero los observadores dijeron que el coche corría como si sus ruedas estuvieran pegadas al suelo y —delante de él, en el único espacio por el que podía moverse— surgió una oronda, monstruosamente oronda mujer en el acto de cruzar la calle, cosa que le permitía la luz del semáforo.

    La mujer se desmayó en la acera cuando todo hubo pasado. No tuvo tiempo de desmayarse antes. El desvencijado vehículo se dirigió hacia la obesa mujer a ciento sesenta por hora. Entonces, cuando era ya imposible detenerse a tiempo, empezó a disminuir la marcha.

    Varios testigos dijeron que logró detenerse en cinco metros. Con toda certeza el cacharro aquel se detuvo tan de repente que los sacos que portaba rompieron las ligaduras y salieron volando hacia adelante, uno de ellos se rompió y las patatas que contenía salieron disparadas como si fueran proyectiles. Uno de los tubérculos más pequeños alcanzó limpiamente a la mujer gorda en un sitio en verdad indecoroso. La víctima gritó y saltó y la cafetera rodante pasó por el espacio que la dama había dejado libre.

    En seis metros viajaba ya a cien por hora. En doce metros había recuperado los ciento cincuenta y siguió adelante, saliendo de la ciudad a escape, como el diablo huye del campanario de la iglesia. Ningún policía motorizado logró acercársele, ni siquiera los dos agentes del extremo lejano de la ciudad que emprendieron la persecución por carretera abierta. Uno de ellos —según propia declaración— hizo que su motocicleta consiguiera ciento noventa kilómetros a la hora.

    El decrépito cacharro, que debía haberse hecho trizas muchísimo antes de alcanzar aquella velocidad límite, le dejó atrás como si estuviera parado por completo, y un despeinado chiquillo se asomó por la ventanilla trasera y sacó la lengua al atónito agente, mientras el ancestral vehículo seguía adelante.

    Aquel mismo día, el gobierno de los Estados Unidos recibió una nota muy obtusa de la potencia europea cuyos satélites habían revelado estar en posesión de bombas atómicas y que se había excusado ante Islandia, porque uno de sus proyectiles dirigidos cayera en las cercanías de Reykiavik.

    La nota no era un ultimátum en su forma, claro, pero expresaba el deseo de la potencia europea de negociar con los Estados Unidos con respecto a cambios necesarios en la forma de gobierno americana. Estos cambios eran precisos para convencer al gobierno europeo de que los Estados Unidos tenían sinceros deseos de paz.

    En otras palabras, la potencia europea había decidido que las democracias eran peligrosas para ella y ofrecía amablemente a América la tesitura de rendirse a un grupo pequeño de fanáticos de dentro de sus fronteras, o de enfrentarse a las consecuencias de una guerra atómica.

    Aquella noche, Bud Gregory condujo su cacharro con ruedas hasta un «camping» para turistas, y él y su familia se instalaron para una confortable estancia duradera, tan pronto como Bud se hubo asegurado, claro, que las carreras cercanas en pista de ceniza seguían celebrándose con regularidad.


    VII


    Como todo el mundo en los Estados Unidos, el doctor David Murfree se sentía enfermo ante la perspectiva de guerra bajo cualquier circunstancia, y en especial bajo las condiciones señaladas. La cuestión era que los Estados Unidos no podían literalmente efectuar un ataque por sorpresa atómico contra nadie: aquel enemigo sí que podía. En América no había persona que tuviera autoridad para emitir una orden que iniciara la guerra.

    En el gobierno de la potencia europea había un hombre que necesitaba simplemente hacer un gesto con la cabeza y proyectiles dirigidos atravesarían el espacio, cruzarían la estratosfera, para caer miles de kilómetros lejos, sobre las ciudades de los Estados Unidos.

    Si el Congreso tomaba esta nota como merecía ser tomada —como amenaza de guerra—, aquel individuo agitaría la cabeza; entonces posiblemente la mitad de la población de América, al cabo de pocas horas, estaría muerta. Los Estados Unidos estaban tan bien armados como cualquier otra potencia del mundo, quizá mejor armados.

    Pero los Estados Unidos no podían disparar primero; y en una guerra atómica, el que primero dispara es el que gana. Así la situación era que el enemigo había hecho una amenaza de destruir hasta las más hondas raíces de la nación americana; y si los Estados Unidos tomaban medidas para enfrentarse a este peligro, los Estados Unidos quedarían destruidos.

    La mayor parte de la gente que realmente comprendía la situación estaba escondida de pánico. Hubo un movimiento súbito y tranquilo de las personas bien informadas que abandonaron las ciudades más grandes. El movimiento se extendió. Dejó de ser silencioso y quieto. Se convirtió en un éxodo en masa... más o menos ordenado, naturalmente, era un movimiento que abarcaba poblaciones enteras.

    El terror vivía en las ciudades, pero no en el campo abierto, así las urbes llegaron a estar prácticamente abandonadas; y en la potencia europea contemplaron con sardónica diversión cómo la más grande nación de la tierra parecía hundirse ante el mínimo motivo de desagrado de la potencia enemiga.

    Dos tercios del Congreso encontraron excusas para abandonar Washington, que sería sin duda bombardeada en caso de guerra. Y era imposible asegurar una mayoría en el Capitolio, y tampoco promulgar leyes que resistiesen la amenaza o que sirviesen para paralizarla. El gobierno de los Estados Unidos quedaba paralizado por una amenaza puramente verbal.

    Pero el doctor David Murfree permaneció en su puesto; levantó la cabeza, conservó la serenidad. La amenaza se mantenía, pero durante casi toda una semana no ocurrió nada. El Departamento de Estado replicó una nota que había recibido. Pedía a la potencia europea una exposición detallada de la discusión que había propuesto y, al mismo tiempo, las razones por las cuales, dicha potencia europea temía una agresión de los Estados Unidos. Se usaron todas las triquiñuelas normales para ganar tiempo... lo que encajaba perfectamente con los deseos del gobernante de la nación amenazadora.

    Mientras hubiese crisis, habría terror y confusión en América. Grandes masas de población quedarían desplazadas de su sitio: las ciudades quedarían casi por completo desiertas, el comercio se paralizaría y generalmente tal estado de cosas existiría forzando —en caso que un europeo lo considerara necesario— al público americano a aceptar voluntariamente cualquier posible rendición de principios sólo para conseguir que las cosas volvieran a funcionar de nuevo. Incluso se verían capaces de rendir la democracia y sus principios básicos.

    Había veces en que eso mismo parecía pensarse en América también. Algunas personas se quedaron en sus puestos; otras enviaron a sus familias en busca de la seguridad y llevándose cuanto podían, pero la mayor parte huyó a la desbandada. Sin embargo, todavía había un esqueleto de vida ciudadana en funcionamiento.

    Muchas fábricas cerraron, pero generalmente un pequeño porcentaje de cada actividad continuaba funcionando. Pero era un porcentaje muy pequeño.

    Murfree, sin embargo, hizo la mayor parte de lo que quedaba. Permaneció ante su escritorio en la Oficina de Mediciones, y con persistencia husmeó los moribundos departamentos de archivo en busca de relatos periodísticos acerca de hechos singulares. Aquella paradójica actividad, se dio cuenta, que era la única esperanza que los Estados Unidos podían tener para evitar o el colapso completo social y económico, o el bombardeo que reduciría las ciudades a ruinas.

    Había estado recogiendo varios recortes durante meses y tenía varios álbumes llenos. De vez en cuando los discutía con sus amistades en su departamento, con la esperanza de que hubiesen oído algo que a él se le hubiese pasado por alto. Eso hacía un trabajo interesante, pero en realidad constituía un tapujo para una búsqueda urgente. Murfree no se divertía tanto como aparentaba con aquel coleccionar de hechos raros.

    Veía con menos frecuencia a Arthur Lockman, pero el agente del F.B.I. se mantenía en contacto con él; y las etapas de su cribado subían poco a poco hasta reducir más el desconocido cerco. Lockman continuaba, sin embargo, sin llegar a un resultado definitivo y los recortes seguíanse reuniendo.

    Si alguien anunciaba una máquina atómica, le llegaba un resumen del anuncio a Murfree. Si un automóvil tenía un accidente extraordinario, recibía también la noticia. Si un motor especial hacía historia en alguna carrera de fuerabordas, o un inventor presentaba extravagantes reclamaciones por algún nuevo ingenio, o había una explosión sin causa evidente, o alguien informaba haber visto cualquier cosa imposible —esto último en especial—, Murfree estaba seguro de tener cuantos informes fueran necesarios de la noticia, nada más aparecían impresas.

    Eventualmente, estaban seguros que alguno de estos informes les conduciría hasta Bud Gregory. Y a pesar de que Washington le necesitaba y le precisaba, sólo el doctor David Murfree apreció en realidad lo que era Bud. Se trataba de un individuo especial para cuya designación todavía no se había inventado la palabra justa.

    Bud Gregory era otra cosa más. Conocía por intuición la respuesta a cualquier problema que un físico fuera a proponerle y odiaba el trabajo. Había dirigido un taller individual de reparaciones en un pueblecito de las montañas Great Smoky, trabajando sólo cuando no podía evitarlo. Pero si se ponía al trabajo, Bud casualmente inventaba atajos —para evitar esfuerzos— que quitaban la respiración.

    Murfree todavía poseía uno de los chismes que Bud Gregory había fabricado. Y ese eliminaba por completo la fricción de cualquier mecanismo al que se aplicara. Murfree lo había estudiado hasta la exhaución, pero no lo podía comprender ni tampoco nadie más era capaz de duplicarlo. Sólo Bud en persona podía hacer eso. Por eso Murfree siguió tratando de localizar a Bud mediante las pistas que diese —y eso era una pérdida de tiempo desesperanzadora—, su genio combinado y su pereza. Había desaparecido en un coche, verdaderamente un cacharro, con su mujer, sus perros y sus hijos. Indudablemente tendría que alimentarse él y la tribu que le acompañaba mediante reparaciones de automóviles en cada carretera. Por tanto, tarde o temprano, Murfree creía que recibiría un recorte de papel de algún acontecimiento notable que hubiese realizado Bud, un acontecimiento que sólo reconocería como evidencia del trabajo del hombre buscado.


    Una segunda nota aguda llegó de la potencia europea, declarando que había razón para creer que los Estados Unidos se preparaban en secreto para la guerra. Si la flota de transportes del Atlántico permanecía invisible, era de presumir que los navíos habían zarpado en una misión para soltar aviones cargados de bombas atómicas sobre la nación que se quejaba. Por tanto, para evitar fricciones, la flota regresó al puerto base.

    Entonces llegó una tercera nota. Una flota de bombarderos de los Estados Unidos de gran radio de acción esperaba en su base de costumbre, aprovisionada y armada y dispuesta para el despegue. ¿Acaso esa flota estaba dispuesta a volar a través del polo norte para efectuar un ataque atómico? En caso de que no fuera así, tenía que ser desarmada.

    Luego todavía vino otra nota. Las factorías de bombas atómicas de los Estados Unidos seguían funcionando, fabricando explosivos atómicos. ¿Contra quién se preparaban los Estados Unidos sino era contra la nación que se quejaba?

    El Congreso no pudo ser convocado, porque demasiados de los miembros estaban en fuga. Los Estados Unidos no podían hacer la guerra sin la acción del Senado, a menos que fueran atacados.

    El país casi se desintegraba, especialmente en lo que concernía a las grandes ciudades. Los pueblos pequeños, sin embargo, quizá no eran lo bastante importantes para ser bombardeados, disfrutaban de su impunidad. Las granjas y las pensiones acostumbradas a tomar huéspedes en verano, se convertían en verdaderas minas de oro. Playas y estaciones veraniegas y puertos residenciales, hoteles montañosos y balnearios en los lagos, todos éstos estaban atestados hasta estallar de gente refugiada procedente de las ciudades, mientras que las mismas ciudades eran como espectros fantasmas de la muerte.

    Industrias enteras cerraron por falta de mano de obra y técnicos; hubo privación y paro. No se había hecho más que soltar un cohete sonda, pero los Estados Unidos no pudieron resistirlo; su vida casi llegó a colapsarse del todo.


    VIII


    Los propietarios de las tabernas sitas junto a las carreteras se hicieron ricos; las ferias rurales florecieron; los dueños de rifas y otros juegos de azar verbeneros pudieron comprarse diamantes con las ganancias adquiridas, las carreras de automóviles sobre pista de ceniza se vieron atestadas de patrocinadores. Bud Gregory se hizo un conspicuo seguidor de tales carreras. Tenía una martingala que le estaba produciendo mucho dinero. ¡Mucho! Diez, quince, algunas veces incluso veinte dólares al día y sin trabajar nada absolutamente. Permanecía sentado en su feliz somnolencia junto a su viejo coche. Sus hijos le traían cerveza; de vez en cuando enviaba a alguno de ellos a hacer una pequeña apuesta.

    Bud era dichoso holgazaneando, dormitaba satisfecho, vagaba con aires de gran señor y bebía cerveza con comodidad. De día a día no levantaba un dedo si no era puramente necesario.

    Fue el más puro accidente que, mientras la civilización se tambaleaba en América, los recortes de periódicos llegaron a manos del doctor David Murfree... recortes que le indicaban dónde estaba Bud Gregory.

    Tres recortes recibió en un solo día. Uno era el relato de la imposible carrera de un viejo coche a través del tráfico de Los Angeles y a ciento cincuenta kilómetros por hora.

    Otro era un compendio de comentarios de automovilistas referentes a un mecánico misterioso que erraba por las carreteras y efectuaba reparaciones milagrosas a precios ridículamente bajos. Incluso se había hecho algo de leyenda anunciando la posible aparición de un supergenio de la mecánica que algún día podría llegar a ser rival de Paul Bunyan.

    Pero el tercer recorte era el más importante. Decía que en una carrera de automóviles sobre pista de ceniza el ganador había hecho un tiempo récord, sacando tres vueltas de ventaja al segundo y tomando las curvas de un modo que ni los que lo vieron podían creer.

    Murfree sabía mejor que los testigos presenciales lo que había ocurrido en los tres casos. Bud Gregory había atravesado el continente en un vehículo que debería haberse deshecho en piezas sueltas antes de terminar los primeros diez kilómetros de recorrido. Era evidente que estaba utilizando el irritante don natural que poseía para evitar tener que trabajar.

    También era indudable que había estado cerca de la pista de carreras de Palo Bajo, en California.

    Murfree se puso en contacto con Arthur Lockman, quien le ayudó a conseguir pasaje en un avión del Ejército que iba a Los Angeles! Lockman, oficialmente, no estaba buscando a Bud Gregory, aunque se esperaba que lo encontrase. Tampoco tenía ninguna misión oficial en Palo Bajo; pero dijo a Murfree que fuera delante, sospechando que se le asignaría algún cometido que le haría tener que ir al mismo lugar al cabo de muy poco tiempo. No podía decir cuándo; las coincidencias no permiten siempre predecir la hora en que tendrán lugar.

    Los Angeles, que una semana antes era una ciudad floreciente, estaba casi desierta cuando llegó Murfree. Los trenes funcionaban irregularmente y los autobuses no llegaban a eso siquiera; y los pocos que estaban en servicio se veían asaltados tumultuosamente por el público cuando hacían una parada.

    Murfree se gastó setenta y cinco dólares para que un motorista le llevara a una ciudad a quince kilómetros de Palo Bajo. El resto del camino lo hizo a pie.

    El campo abierto estaba densamente poblado; cada árbol de la carretera daba sombra a un grupo de acampadores huidos de las ciudades. Pero había un extraordinario aire de fiesta por todas partes. Murfree se dio perfecta cuenta de ello mientras caminaba por los caminos con el solo equipaje de su saco de mano.

    Puesto que las bombas podían caer a cualquier hora, por doquier se veían campamentos de ciudadanos. Pero como por otra parte no se esperaba que cayeran por allí —lejos de las ciudades importante—, el efecto general de las gentes era el de que estaban pasándose unas vacaciones algo apagadas por la aprensión.

    Cuando Murfree entró cansado en Palo Bajo, sus pies le ardían, los hombros le dolían y los músculos de sus brazos estaban entumecidos por la falta de costumbre de llevar peso. Se encontraba agotado y desanimado, pero se dirigió tozudo hacia el recinto ferial donde tenían lugar las carreras sobre pista de ceniza.

    Llegó al primer apartadero de coches de competición, en donde un vehículo de carreras particularmente pequeño, grasiento y maltrecho, estaba siendo reparado por dos pringosos individuos.

    —¡Miren! —exclamó Murfree cansino—. Tengo que encontrar un buen mecánico. Mi coche se me ha averiado a unos quince kilómetros de aquí. Se me quedó sin agua, se recalentó y está bloqueado. No he podido encontrar un garaje que se pueda ocupar de él. ¡Todos están atestados de coches y trabajo!

    Lo último era cierto. Con todos los coches de California, circulando por las carreteras y saliendo de las ciudades, los mecánicos rurales tenían trabajo a manos llenas. Por todas partes ocurría lo mismo. Uno de aquellos dos hombres le miró con tristeza.

    —¡Tenemos mucho trabajo!
    —¡Pero necesito que arreglen mi coche! —insistió desesperado Murfree—. ¡Cinco, dólares si me dicen sólo dónde puedo encontrar un mecánico que me haga el trabajo!

    Uno de los dos se incorporó y señaló hacia el fondo.

    —Pruebe con Mose —dijo sombrío—. Es aquel tipo con aspecto de toro que está allí. Debe ser un buen mecánico, porque el coche que tiene no es mejor que el nuestro y, sin embargo, va más de prisa y describe giros que ningún vehículo es capaz de efectuar. Lo vigila día y noche...
    —¡Maldito sea!... y puede que no consiga usted nada, pero no perderá tampoco nada intentándolo...

    Murfree le entregó los cinco dólares. Se adelantó cojeando hasta el cobertizo que le habían indicado. Un individuo fornido de ojos bizqueantes se levantó al verle acercarse. Con su planta de gorila grasiento miró a Murfree receloso.

    —¡No queremos visitantes! —gruñó el hombretón—. ¡Largo de aquí!
    —Mi coche ha sufrido una avería —dijo Murfree— y el motor se ha quedado bloqueado. Pagaría cien dólares al mecánico que lo arreglara.
    —¡Lárguese! —repitió el tipo aquel.
    —Le daré diez dólares de propina si me proporciona un mecánico —insistió Murfree—. Puedo pagar cien dólares por la compostura..

    Apenas poseía doscientos dólares en total y aquel hombretón de bovino aspecto no era Bud Gregory; pero Murfree estaba convencido de que se hallaba en la buena pista. Un coche que corría a velocidades imposibles y giraba de manera imposible, constituía un indicio inequívoco. Su propio coche, claro, era imaginario, pero su apariencia cansada y polvorienta hacía la historia lógica y verosímil.

    —Mose, aquel tipo puede hacerlo —intervino otro individuo de también grasiento atuendo que salió del interior del cobertizo y que debía haber estado oyendo la conversación—. Ten en cuenta que diez machacantes no siempre se ganan con tanta facilidad.
    —El mecánico que digo lo hará por cincuenta —dijo el bizco con cierta perspicacia—. Los otros cincuenta me los tendrá que dar a mí o el mecánico no hará nada. Tómelo o rechácelo. —Se volvió hacia su compañero—. Tú sabes dónde encontrarlo.

    Murfree entregó al gigantón cincuenta dólares. Luego el otro regresó en compañía de Bud Gregory, que miró a Murfree inexpresivo.

    —Hola —dijo Bud con tono lastimero, como si no se sintiera muy feliz, después sus ojos buscaron por los alrededores por si veían policías.
    —Hola, Bud. —Murfree tragó saliva—. Quiero hablar contigo. Donde tú quieras. ¿Qué te parece si nos tomamos una cerveza?

    Al instante el rostro de Bud Gregory se iluminó. Era alto, desgarbado, caído de hombros; constituía un típico «pobre blanco» —en versión apalache—, huesudo e inquieto. Había gozado de un aire de felicidad hasta que vio al doctor David Murfree, pero que ahora había desaparecido por sí porque había construido un dispositivo que era una pantalla neutrónica, haciendo con ello que en las Montañas Smoky se originara una monstruosa pila atómica.

    Por otra parte, Murfree le había pagado seiscientos dólares por otro dispositivo que suprimía absolutamente la fricción, y con aquello como capital se había puesto a viajar por los Estados Unidos sin ser molestado por los detectives y, prácticamente, sin trabajar.

    —Oh... ejem... claro, señor Murfree —dijo Bud—. ¿Cerveza? ¡Como no! Hay un bar aquí cerca, señor Murfree. Pero no puedo alejarme mucho. Van a venir a verme unos amigos hoy. Me han dicho que si les preparo un chisme para ellos, me pagarán un sueldo mientras funcione, sin tener que trabajar más.
    —Vamos y tómate esa cerveza —contestó Murfree—. He cruzado el continente de parte a parte hasta encontrarte. Ha ocurrido algo que tú puedes arreglar y con eso quedará saldada todo lo ocurrido en las Smoky —añadió—. No han venido detectives conmigo.

    Bud caminó a su lado con el ceño fruncido.

    —Escuche, señor Murfree —dijo intranquilo—. No quiero cuentos con sheriffs y policías. Lo único que me interesa es no matarme a trabajar, no molestar a nadie y que nadie me moleste a mí.

    Murfree le hizo entrar en una taberna sita enfrente de la pista de carreras y donde los corredores remojaban el gaznate en sus horas libres.

    —El caso es que alguien te está molestando, y a mí también —comenzó Murfree—. Y a todo el mundo además. Nos tomaremos sendas cervezas y te lo contaré todo.

    Encontraron una mesa casualmente libre en la atestada sala. Palo Bajo era una ciudad demasiado pequeña para malgastar en ella una bomba atómica, por eso en la taberna habían empleados y hombres de negocios y labradores, seres que estaban tratando de olvidar la amenaza que pendía sobre la nación e individuos que ni siquiera habían intentado pensar en ella.

    Murfree se explicó mientras Bud Gregory se tomaba su cerveza. Lo hizo en palabras claras, pero habló con seguridad de que la potencia europea había demostrado poseer cohetes capaces de viajar ocho mil kilómetros y portando las bombas atómicas de las que tenían en abundancia. Y que, poniendo las cartas boca arriba, dicha potencia había exigido que los Estados Unidos abandonasen su modo de vivir y adoptaran un sistema social nuevo por completo.

    El enemigo solapado estaba listo para volar cada ciudad de Norteamérica en un momento dado. Si los Estados Unidos —desprevenidos como siempre— comenzaban a hacer preparativos para defenderse, serían destruidos. Cada gran ciudad de la nación volaría en pedazos antes de que los preparativos para la defensa estuvieran medio completados.

    Bud le escuchó sin comprender. Se acabó la cerveza y se agitó en su asiento.

    —Pero yo no quiero tener nada que ver con sheriffs, ni policías, ni cosas por el estilo —protestó—. Yo no me meto con nadie.

    Murfree se explicó con más detalle. Bud Gregory podría inventar alguna defensa. Era cosa que podía hacer. Si accedía él, Murfree, le garantizaría dinero suficiente para que viviese bien el resto de su vida.

    —Pero usted es un empleado del gobierno —exclamó Bud intranquilo—. Usted es un buen tipo, pero yo no quiero tener nada que ver con el gobierno.

    Murfree sudaba. Prometerle una fortuna nada significaba para Bud Gregory. Pero a Murfree le quedaban ciento cincuenta dólares. Ofreció aquella suma por un dispositivo que protegiera a América contra los bombardeos atómicos. Los millones no parecían tener significado para Bud Gregory, eran algo empírico. Ciento cincuenta dólares era una cantidad concreta y tangible. Hizo un gesto.

    —Escúcheme, señor Murfree —dijo Gregory plañidero—. Varios tipos van a venir a verme hoy. Me han dicho que me pagarán de golpe cien dólares y luego diez dólares al día si arreglo un coche con el chisme que tengo en el auto de carreras de un amigo. ¡Ni siquiera tengo que construir el chisme! Todo lo que debo hacer es quitarlo del cacharro de carreras y colocarlo en el otro auto... y ya le he dicho que no tengo intención de matarme trabajando por nadie. Si consigo diez dólares de ingresos diarios, ya estoy colocado.

    Murfree sintió una profunda desesperación. Hablar de guerra y devastación no significaba nada para Bud Gregory. Él sólo quería sentarse a dormitar al sol. Si podía conseguir cien dólares sin trabajar, una oferta de millones no le haría doblar el espinazo... ni siquiera otra más modesta y comprensible de ciento cincuenta dólares.

    Entonces se apoyó en la mesa el hombretón bizco de aspecto bovino. Ahora tenía un aspecto completamente desagradable. Con él iban otros dos hombres de peor aspecto todavía. Se colocaron en torno a la mesa.

    —¿Cómo está su coche? —preguntó el bizco, burlón—. ¿Está ya arreglado? —se volvió a los otros—. ¡Me dijo que tenía el motor bloqueado!

    Bud Gregory levantó la vista.

    —¡Hola, caballeros! —dijo con cordialidad—. Aquí, el señor Murfree, un viejo amigo mío. Es un empleado del gobierno, viene del este. Hice allá algún trabajo para él y me ha buscado hasta hallarme. ¡Siéntense y tomen una cerveza.

    Los dos recién llegados mostraban rostros inexpresivos. El bizco parecía mirar de manera siniestra. Luego los tres intercambiaron miradas.

    Uno se inclinó hacia Murfree.

    —No intente nada, señor empleado del gobierno —dijo en voz baja—. Mis amigos y yo le estamos apuntando con nuestras pistolas. ¿Con que trataba de meterse en nuestros asuntos, eh?

    Se movió con rapidez. Murfree sintió un golpe horroroso. Luego ya no sintió nada... nada... ¡nada en absoluto!


    IX


    La potencia europea envió una nota muy quejosa al gobierno de los Estados Unidos. El gobierno americano había contado a su pueblo lo de la correspondencia diplomática anterior, originando así hostilidad de los americanos hacia la potencia europea. La potencia europea estaba ansiosa de paz; no obstante, tenía que alarmarse ante la creciente beligerancia de la opinión pública americana.

    Luego estaba la evacuación de las ciudades americanas; eso sugería amplios preparativos nacionales para la guerra. ¿Querría el gobierno americano dar alguna garantía convincente de que no planeaba un ataque por sorpresa? ¿No podría ser buena garantía el desmantelar todos los aviones y dejar decomisar su marina?

    La potencia europea estaba elaborando una guerra de nervios. Su propósito era el encrespamiento del pueblo americano —por causa de la desorganización, del paro y del hambre— hasta el punto en que fuese bienvenido cualquier posible cambio. Su plan era hacer del pueblo americano que ellos mismos pidiesen cambios en el sistema social, los cambios precisamente apetecidos por la potencia europea.

    Washington se empezó a mirar como si ese fin fuera posible. El hambre comenzaba a mostrarse. La privación aparecía. El pillaje en ciudades había comenzado. Aún existía cierto espíritu de vacaciones entre los exilados, eso no podía negarse, pero el futuro presentaba un negro panorama.

    Y Murfree despertó en la trasera de un coche que viajaba a gran velocidad. Tenía un terrible dolor de cabeza. Bud Gregory estaba sentado, inquieto, al lado de él. Habían tres hombres en el asiento delantero —de los cuales uno era el del ojo bizco—, y cuando Murfree se movió, uno de ellos giró la cabeza.

    —No trate nada —dijo con amabilidad—. No nos sirven para nuestro objeto los empleados del gobierno.

    Exhibió, amenazador, un arma de metal azulado y recuperó su postura anterior. La cabeza de Murfree le dolía terriblemente. Se sentía enfermo y con náuseas.

    Bud Gregory giró sus ojos infelices hacia él.

    —De veras, señor Murfree, yo no sabía que iban a actuar así —dijo con tristeza—. Me ofrecieron cien dólares al día si arreglaba su coche.

    El vehículo marchaba a lo largo de una carretera increíblemente concurrida. Había gente por todas partes. Cuando las ciudades se vacían, las personas han de ir a alguna parte. Las ciudades pequeñas se hinchaban. Los pueblecitos se superpoblaban. Incluso las zonas montañosas estaban repletas de grupos de gente con mantas de camping y tiendas de campaña. Murfree se frotó la cabeza para aclararla y cerro sus ojos ante el dolor que le produjo el movimiento.

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó con voz espesa—. ¿Por qué no me han matado?

    El hombre de la delantera se volvió de nuevo.

    —No habíamos pensado en eso, amigo —dijo, sonriendo—. Ya fue bastante arriesgado el dejarle sin sentido mediante un golpe en la cabeza en medio de una habitación atestada y arrastrarle fuera como si fuera un borracho, sin que nadie se diera cuenta. Si le hubiésemos pegado un tiro podíamos habernos visto con dificultades para escapar.
    —¿Qué se proponen? —preguntó Murfree, tenebroso—. ¿Son espías o sencillamente traidores?
    —¡Ejem! —gruñó el hombre del asiento delantero—. ¡Usted habla como en las películas! Nosotros somos sólo chicos honrados que vivimos como podemos. Su amigo ahí ha conseguido un aparatito que puede sernos útil. Puede arreglar un coche para que vaya más de prisa, se detenga en menos trecho, gire más seguramente y recobre más pronto la velocidad...

    E! hombre bovino del volante gruñó. El otro se calló. El carácter de aquellos tipos no era adecuado para espías o para agentes de una potencia extranjera. Aquellos hombres sonaban a rufianes que habían visto una oportunidad de adquirir un escape en coches que ningún policía podría alcanzar.

    Murfree miró, perezoso, a Bud Gregory, que le sonrió inquieto.

    —Sí, eso es, señor Murfree. Comprenda, yo viajaba a través del país y mi coche no tenía mucha potencia. El motor había perdido bastante compresión, así que preparé un chisme que le hacía subir las colinas con facilidad. Y eso es lo que estos individuos quieren.
    —¿Qué es lo que hiciste? —preguntó Murfree. Su garganta estaba seca y su voz era áspera. Su cabeza le dolía y le dolía...
    —¡Uf! —Bud Gregory parecía incómodo—. Usted sabe que el metal está hecho de trocitos pequeñitos de materia. Esos trocitos dan vueltas todo alrededor. Dan vueltas más de prisa cuando se calientan.

    Murfree reflexionó con torpeza que Bud Gregory, prácticamente un analfabeto, estaba hablando con precisión del movimiento de las moléculas causado por el calor.

    —Tuve una idea —dijo Bud—, la idea era que si podía hacer que todos esos pedacitos de materia se moviesen precisamente en una dirección, en lugar de en direcciones distintas, eso serviría para impulsar el coche hacia delante. Así que preparé un chisme que les hacía a todos moverse en el mismo sentido. Eso dio a mi coche muchísima más potencia.

    El doctor David Murfree no estaba atónito.

    Bud Gregory ya no le podía asombrar. Claro, si todas las moléculas se movían en la misma dirección, las sustancia misma se movía en aquella dirección. Usando la moción molecular generada por el calor, uno podría conseguir prácticamente una aceleración sin límites, independiente por completo de la tracción.

    Eso podría hacer que un coche partiese a velocidades inimaginables; se le podría obligar a trepar por una colina; se le podría detener con prontitud increíble. Y si el movimiento podía ser controlado —y aquí estaba el cascabel del gato— haría que el coche diese la vuelta sobre sí mismo y pudiese marchar incluso de lado.

    Sí. Sería también una acción sin reacción y serviría igualmente para mover a un vehículo antiquísimo o a un aeroplano. Sólo que el aeroplano no necesitaría alas, porque la misma potencia molecular le podría levantar y eso significaría que podría construirse un motor para espacionaves y proveerlas de medios directos para la conquista de las estrellas.

    ¡Y Bud había logrado todo aquello sólo para conseguir que su viejísimo coche subiera las cuestas!

    —Entonces, un día vi algunas carreras sobre pista de ceniza —explicó Bud Gregory—. Vi cómo unos individuos se comportaban corriendo e hice un trato con un conductor y le puse mi chisme en su coche. Podía ir más de prisa, de modo que ganó. Aposté sobre él y gané algo también. Era un dinero muy fácil, señor Murfree, y yo no tenía intención de matarme trabajando.
    —Donde quiera que tú uses ese sistema de impulsión obtendrás frío —dijo Murfree con torpeza.
    —Sí —contestó Bud asintiendo—. Utilizo el motor para impulsar al coche y se pone frío. Es por eso por lo que dejo en funcionamiento los cilindros del motor de explosión... así no se pone demasiado frío. Desde aquel día he estado siguiendo las carreras de automóviles en pista de ceniza —añadió—, alquilando mi chisme a ciertos conductores y apostando por ellos.

    Ante aquello, Murfree, raptado y con la cabeza llena de un monstruoso dolor, sintió de nuevo aquella envidia, aquel rencor hacia Bud Gregory, que el analfabeto mecánico le inspiró desde el primer momento.

    Bud había conseguido un transformador de calor que convertía directamente la energía calórica en energía cinética. ¡Había construido un mecanismo que podría reemplazar a cualquier motor de la Tierra por un simple elemento, más sencillo, y elevar la potencia posible hasta una cifra astronómica! ¡Había creado una invención que podría conseguir que la Tierra fuese un paraíso y la dueña y señora de los planetas lejanos... y lo utilizaba para ganar simplemente carreras de coches, para poder apostar dos, o cuatro, o cinco dólares cada vez y así vivir sin trabajar!

    ¡Ahora aquel mismo ingenio —que podía significar la supervivencia de la humanidad en las épocas distantes en que el Sol comenzase a enfriarse— aquel mismo ingenio iba a ser aplicado para mover a los ladrones y atracadores, de coches con que pudieran escapar de la policía!

    Murfree no creía que sus raptores fueran espías o extranjeros; eran simplemente criminales. Y en la actualidad probablemente le matarían, porque no querían que el secreto de su éxito dejase de ser eso, un secreto. Bud, sin duda sería conservado prisionero mientras pudiese serles útil.

    El que Arthur Lockman estuviese buscándoles a ambos no parecía ofrecer mucho consuelo.

    Entretanto, aquella potencia europea apilaría demandas sardónicas, una sobre otra —asegurándose de que América no preparaba defensa—, hasta que o los Estados Unidos adoptaran el sistema de gobierno social extranjero por causa de absoluta necesidad, o fueran barridos por explosiones de bombas atómicas.

    Pero era inútil hablar de ello. Bud Gregory no entendería aquel caso de emergencia y aquellos criminales mirarían todo como una simple oportunidad de operar en gran escala en ciudades desprevenidas. Murfree notó que el movimiento del coche se hacía más violento que el dolor de cabeza. La vibración era agonizante. Los efectos posteriores del golpe en el cráneo se manifestaban también. De repente, debido a la combinación de debilidad, pena, y cansancio, y a una forma de reacción tras el coche, se sumió en un sueño pesado y poco natural.

    Repentinamente, en el momento en que Murfree se colapsaba o algo parecido, el presidente de los Estados Unidos tomaba una decisión repentina completamente ilegal.

    Por la ley, él podía quejarse simplemente de la petición de la potencia, europea para el aterrizaje y desmantelamiento de todas las naves de los Estados Unidos y por el decomiso de la flota de batalla. Por la ley no era posible tomar particular acción en la situación. Pero tenía que hacer algo. Apretó las mandíbulas, escribió órdenes impropias pero formales, de su puño y letra. Dio estas órdenes en persona a ciertos altos oficiales:

    —Quizá sea traición —dijo el Presidente con amargura—. ¡Pero no quiero ver cómo este país se derrumba sin pelear! ¡Las leyes parecen requerirlo, pero aunque sólo sea por excepción, el diablo con las leyes! Si esos chacales quieren pelea, la tendrán. Pero no conseguirán ni un centímetro más de concesión nuestra, sin que luchemos.

    Y después de aquello, claro, fue una simple cuestión de tiempo que las órdenes del Presidente pudieran ser cumplidas antes de que la potencia europea se enterase de su emisión.


    X


    A la mañana siguiente, Bud Gregory, con su difícil rostro cariacontecido, entró en la habitación en la que habían instalado al doctor David Murfree.

    —¿Y bien? —preguntó Murfree, sombrío.
    —Señor Murfree —contestó Bud Gregory tristemente—. Reconozco que esos tipos me han engañado. El bizco me dijo que eran buenos chicos. Yo me he portado muy bien con él, apostando en su favor en las carreras. No tuve que arreglar ningún coche en dos semanas. Me he pasado el tiempo bebiendo cerveza y sin meterme con nadie. ¡Pero él me ha engañado!
    —Evidentemente —dijo Murfree. El lugar de la cabeza donde le golpearon le dolía de manera horrible. Se sentía enfermo de impotente rabia.

    Ahora sabía que sus sospechas mientras estaba en el coche eran ciertas. Sus captores no veían más allá de su beneficio personal, del mismo modo que Bud Gregory no podía ver más allá de su aversión a los sheriffs, policías y trabajo regular y constante.

    —Me dijo —gimoteó Bud— que si yo quitaba mi chisme de su coche de carreras y lo instalaba en otro vehículo, mientras funcionase lo mismo, él y sus amigos me pagarían cien dólares y luego diez dólares por cada día que lo utilizaran. Pero ahora me han traído aquí, ¡y me dicen que tengo que preparar con mis aparatos tres coches más y que si no lo hago me llenarán el cuerpo de plomo!

    Miró a Murfree buscando su compasión, pero Murfree no se mostró en absoluto compasivo para con él. Cuando se despertó de su sueño inquieto la noche antes, fue porque el coche se había detenido. Y a pesar de la oscuridad, Murfree supo que se había detenido allí, en las altas montañas.

    El aire era fino y frío. Se presentían las montañas por todo alrededor. Había allí un muro de piedra y una puerta cerrada y su insistencia en que le concedieran una entrevista tuvo, según recordaba ahora, resultados negativos.

    Aquello era un escondrijo, un cubil, mucho más bien acondicionado que lo que podía esperarse de un grupo de bandidos, aunque su equipo no requería una inteligencia desmesurada. Sus argumentos desesperados para que les soltaran a él y a Bud, los únicos que podían enfrentarse a la amenaza que se cernía sobre América, habían causado sólo carcajadas. Ni siquiera pudo decirles qué clase de dispositivo quería que hiciera Bud Gregory para la defensa de América. Él mismo no lo sabía.

    Sus captores querían coches ultrarrápidos para la fuga, que Bud prepararía con sus misteriosos dispositivos. No podían imaginarse a Bud Gregory haciendo cualquier otra cosa. Se carcajearon de Murfree, desencajado y enfermo tras el golpe recibido, y dejaron para el día siguiente la cuestión de decidir lo que harían con aquel ridículo y acalorado empleado del gobierno... que para ellos sonaba lo mismo que detective.

    Murfree fulminó con la mirada a Bud.

    —Dime, ¿qué es lo que crees que van a hacer conmigo?
    —No lo sé —contestó Bud parpadeando.
    —¡Atracadores! —exclamó Murfree salvajemente—. ¡Ladrones! ¡Rateros! ¡Asaltarán un banco, matarán a alguien que se les interponga y se escaparán utilizando los coches que tú les habrás preparado... coches capaces de escabullirse por entre el tráfico y de no ser alcanzados por la policía! Esa es tu idea, ¿no?

    Bud Gregory volvió a parpadear.

    —¡Pero tarde o temprano los policías encontrarán sus huellas! ¿Y dices que no te gustan los sheriffs y policías? ¡Ya verás qué bien lo pasarás cuando los agentes de la autoridad te pillen trabajando para esos bandidos!

    Bud se estremeció.

    —¡Además, primero me asesinarán a mí! —prosiguió Murfree airado—. ¡Lo sé muy bien! ¿O es que crees que me dejarán en libertad para que cuente a la policía sus planes y sus métodos? ¡No! ¡Esos me van a matar y mi muerte será una culpa más que recaerá sobre ti! Ya te dije que no venían conmigo detectives de ninguna clase. No te engañé. ¡Pero muchísimos detectives sabían dónde me encaminaba yo y a quién estaba buscando! Si tú te hubiera decidido a ayudarme, todos tus problemas habrían quedado zanjados... Te rogué que vinieras conmigo a Washington para aclarar de una vez lo de las Smoky y librarte de culpas. Pero... te escapaste y he tenido que partir en tu busca. Ahora he desaparecido. Los detectives me encontrarán asesinado y tú estarás en la banda de los que me mataron. ¡La policía te echará la culpa de mi muerte y tú mismo morirás en la horca!

    Parte de todo aquello eran tonterías y el resto un farol burdo. Murfree estaba furiosamente cierto de que le matarían y sabía que ningún trabajo de policía tendría lugar en los Estados Unidos si no era como intento de evitar el pillaje de las ciudades y algunos esfuerzos encaminados a mantener el orden entre las hordas de refugiados. Pero Bud Gregory no sabía nada de esto.

    —Y si la ley no te ahorca —acabó Murfree—, tus amigos te matarán tarde o temprano. Cuando no les seas ya útil, ¿crees que te dejarán suelto para que puedas hablar? ¿Crees que te van a pagar diez dólares diarios, cuando con un cartucho de tres centavos pueden zanjar la cuenta? ¡Oh, no! ¡Eres un hombre muerto lo mismo que yo... a menos que te decidas a hacer algo!
    —¡Pero señor Murfree! —dijo, plañidero, Bud—. ¿Qué puedo hacer? ¡Todo lo que quiero es no meterme con nadie y que nadie se meta conmigo!
    —¡Puedes fabricar uno de tus chismes que sirva de arma, condenado! —exclamó Murfree—. ¿Has desayunado? —preguntó, después, agresivo.

    Bud se iluminó.

    —¡Sí, señor! ¡Después de que ellos comieron me dijeron que me preparara algo yo mismo, para mí! Abrí un par de latas de judías... ¡Claro! Me he arreglado bien...
    —¡Pues yo, no! —estalló Murfree.

    Se daba perfecta cuenta de que su dignidad quedaba por los suelos. Pero estaba lleno de la furia peculiar y corrosiva de un hombre impotente para actuar en una eventualidad por causa de un hecho absurdo.

    La perspectiva de su pronta muerte no causaba a Murfree una décima parte de la rabia que sentía por la idiotez que parecía presidir el cosmos.

    —Trae algo que comer —ordenó—. Café, cualquier cosa. Ésos me matarán esta mañana para evitarse el gasto de mantenerme. Si tuvieras por lo menos el cerebro de un pececito de colores, ¡acabarías esta situación en cuestión de segundos! ¡Pero no harás nada, lo sé! Te quedarás por ahí y verás cómo me matan, luego, como un borrego, harás lo que te digan. Y si la policía no te coge primero y te ahorca, esos granujas se desembarazarán de ti cuando hayas dejado de serles útil. ¡Vete y tráeme café!

    Bud salió cariacontecido de la habitación. Parecía una especie de prisión provisional, pero cuando Murfree miró por las ventanas, su rostro se ensombreció. Desde la ventana al suelo habrían unos treinta metros.

    Aquel escondite estaba constituido por una casita construida dentro de una muralla de piedra que rodeaba la cresta de la colina. Parcialmente ocupaba no la misma cumbre, sino parte de la ladera, en un lugar calvo de vegetación, junto a un escarpado precipicio.

    Más tarde pudo saber Murfree que había sido mandada construir por un director de películas y que fue adquirida para cubil, base de operaciones y escondrijo por sus actuales inquilinos tras haber asesinado al propietario.

    No había escapatoria por aquel lado. Bud Gregory había entrado por una puerta que no parecía cerrada con llave, pero Murfree se sentía enjaulado. Miró lleno de precauciones por aquella puerta y luego se aventuró a entrar en la habitación contigua. Vio enseguida por qué no era necesario cerrar y barrar la puerta.

    Las habitaciones de la casa daban a un patio y la ascendente ladera aparecía sólo por un costado. Con lo visto desde la ventana todo parecía ya claro. La casa había sido edificada en un saliente sobre el precipicio y por tres de sus lados daba al vacío. Sólo podía salirse hacia la montaña y aquel camino debería estar sin duda bloqueado. Y, claro, tampoco se podía llegar al edificio si no era por la misma montaña, lo que constituía una garantía de seguridad y aislamiento para aquellos hombres de conciencia negra.

    Más inmediatamente amenazador, no obstante, estaba el hecho de que dos de sus tres captores estaban en el patio. Tenían aspecto patibulario y parecían estar de mal humor. Mientras Murfree los contemplaba, el conductor de carreras, de aspecto bovino, se les unió y los tres se burlaron de Bud Gregory, quien, excusatorio, se apartó de su vista, mientras que los rufianes seguían discutiendo. Era evidente que en aquel lugar no había nada de dulzura ni de alegría. Los tres granujas blasfemaban casi de continuo. Murfree percibió algunas frases.

    —¡Ese miente! Dice que necesita tener materiales. Dejémosle que haga piezas una radio y obtenga las partes que le hacen falta. ¡Si después no arregla nuestros coches de acuerdo con lo que deseamos, nos lo cargamos y en paz!

    El conductor de carreras comenzó a enfurecerse.

    —Puesto que ese tipo no cree que seamos capaces de matarlo, podemos sacar arrastras a su amigo y dejar que Gregory vea lo que le ocurrirá a él si se pone tozudo —dijo—. ¡Quizás eso le haga trabajar!

    Murfree sintió un pequeño escalofrío y una rabia monstruosa. Iban a pegarle un tiro a sangre fría sólo para asustar a Bud. Y nada, absolutamente nada, podía hacer para evitarlo.

    Entonces vio la cabeza de Bud Gregory. Se había detenido dentro de la casa en la zona más alejada del patio. Les había oído y su quijada había caído flojamente dejando que su boca se abriera. Parecía abismalmente asustado. Desapareció.

    Quizá se había escondido. Quizás había improvisado algún aparato imposible con el que abriría las puertas y huiría, dejando a Murfree para que lo mataran porque sabían que era un empleado del gobierno y presumían que aquello y detective eran la misma cosa. Si Bud huía se ocultaría de nuevo con más precauciones que nunca, esquivando a policías y sheriffs, y no diciendo nada en absoluto de lo mucho que sabía.

    En tal caso, los Estados Unidos habrían acabado. O si sobrevivían sería tan sólo como un mutilado remanente de sí mismos.

    El tiempo pasaba. Los tres del patio hacían frecuentes libaciones de sus respectivos frascos de bolsillo. Uno de ellos sacó una pistola de metal azulado y la miró reflexivo. Sería quien matara a Murfree. Estaban discutiendo algún plan a realizar cuando Bud les hubiera proporcionado coches que eludiesen a los perseguidores. Mientras hablaban, parecieron animarse, Bud Gregory permaneció ausente. Al poco uno de los rufianes gruñó en dirección al lugar por el que se había desvanecido. Al cabo de un rato, Bud salió, portando una chapa cuadrada sobre la que se veía claramente un confuso conjunto de piezas de radio montadas en un todo arbitrario. Hizo gestos nerviosos; no podía trabajar tan de prisa y necesitaba además algunas piezas que no tenía.

    —¡Eres un embustero! —gruñó el tipo bovino—. Ves a por tu amigo y tráenoslo aquí. ¡Te enseñaremos algo que te hará comprender lo que debes hacer en vez de quejarte como una vieja!

    Al oír esto, Bud Gregory se puso a sudar profusamente. Sus manos temblaban. En el montaje preparado se distinguían dos lámparas de radio y un enigmático conjunto de bobinas y condensadores y resistencias.

    Con toda evidencia había estado trabajando en aquello algún tiempo antes de haber ido a hablar con Murfree, pero el resultado no tenía el menor parecido con algo existente. Excepto las singulares bobinas... y ningún físico de la Oficina de Mediciones había sido capaz de descubrir para qué servían las bobinas similares del dispositivo que Murfree les llevó como muestra, ni en qué principios estaban basadas. En apariencia todo lo que se veía podría muy bien haber sido el fruto del montaje hecho al azar por cualquier niño de diez años de edad.

    Bud Gregory cruzó el patio y entró en la habitación donde Murfree abría y cerraba las manos en una furia tan grande que sobrepasaba su propia desesperación.

    —¡Cie-cielos, señor Murfree! —dijo Bud, lloroso— ¡Van a matarle! ¡Y sé muy bien que harán lo mismo después conmigo! ¡Me han dicho que le haga salir al patio!

    Sus huesudas y angulosas manos trabajaban febriles y aparentemente al azar en el lunático montaje que sostenían.

    —Le enseñé esto para demostrarles que estaba tratando de realizar lo que me han pedido —dijo Bud en tono lastimero—, pero quieren que le lleve a usted a presencia de ellos. ¡Van a pegarle un tiro, señor Murfree!

    La rabia ahogaba a David Murfree, formando un enorme nudo en su garganta. Abrió la boca quizá para pronunciar unas nobles palabras finales, pero que debieron quedarse inéditas porque en su lugar masculló juramentos furiosos.

    —Voy a... cambiarlo, señor Murfree, para que no puedan disparar contra usted —dijo Bud tembloroso mientras trabajaba. El sudor le corría por el rostro y el pánico llenaba sus ojos—. Es un chisme que hace que esos pedacitos de materia de que está compuesto el metal, viajen todos en la misma dirección. Con mi chisme consigo que la materia gire en torno a cualquier metal que venga. Yo... yo lo hago viajar hacia donde quiero atravesando el aire. —Jadeaba, casi estaba llorando—. Todo lo que yo quería era, señor Murfree, no meterme con nadie. ¡Si esos tipos se matan, dígale al sheriff que no ha sido culpa mía!

    Un cable suelto, conectado a quién demonios sabría por un extremo, y a nada en particular por el otro, tomó forma bajo sus dedos hasta convertirse en una curva hermosa y singular. Murfree vio que era casi parabólica. Pero no formaba una parábola. Era una especie de curva sin definido sistema en la que Murfree comenzaba a adivinar el principio de un sistema nuevo.

    —Si puedo acabarlo, señor Murfree —parloteaba Bud—, esos tipos no sabrán cuando está funcionando y no podrán matarle a tiros, y si consigo apuntarlo hacia ellos...

    Se oyó un gruñido. El tipo bovino apareció, pistola en mano. Bud Gregory había ido a por Murfree y se había retrasado. Los captores sabían que ambos hombres estaban desarmados, pero quizá tenían el propósito de ofrecer resistencia. Por eso el bizco se decidió a echar un vistazo. Y había oído las últimas palabras.

    Empezó a maldecir a Bud Gregory, que había dicho a Murfree que le iban a matar. Pero Bud todavía era valioso. El hombretón levantó la mano y disparó hacia Murfree casi a bocajarro. El cañón de la pistola estaba a menos de tres metros de Murfree y una sarta de balas partió hacia la cabeza del doctor.

    Y entonces el individuo de aspecto bovino dio un brinco y una expresión de incrédulo asombro apareció en su rostro. Se tambaleó y se llevó la mano al costado, y luego, lentamente, cayó al suelo. Bud Gregory gritaba presa de un angustioso terror.

    —¡Usted tiene que decirle al sheriff, señor Murfree, que ha sido él quien se ha matado! —gimoteaba—. ¡Tiene que decírselo!

    Murfree había pensado muchas veces que Bud era incapaz de sorprenderle con sus cosas, pero ahora se veía atónito por continuar viviendo. Durante un segundo permaneció mirando con los ojos muy abiertos. Bud Gregory, a su lado, se agitaba tembloroso. En el montaje extraño que todavía tenía, un pedacito de cable se volvía blanco por la escarcha.

    Entonces Murfree se movió con la confusa y desesperada calma del hombre que ha visto un milagro. Cogió la pistola del individuo muerto.

    —Vamos —dijo con voz áspera—. Abrámonos paso a tiros.

    Inició la marcha. Pero al entrar en el patio los dos restantes granujas juraron en alta voz. Habían oído los disparos. Esperaban ver de regreso a su compañero, trayendo ante él a Bud Gregory. Cuando en vez de eso vieron a Murfree pistola en mano, saltaron hacia él como un rayo.

    —¡Arriba las manos! —gritó, desesperado, Murfree, para añadir luego—: ¡Rendios en nombre de la ley!

    Uno de los dos hombres disparó hasta vaciar el cargador, pero sin sacar del bolsillo su pistola automática. Cayó al suelo pataleando. El otro apuntó con cuidado y Murfree trató de adelantársele disparando primero, pero la instintiva repugnancia del hombre civilizado hacia el derramamiento de sangre hizo que su mano temblara tanto que ni siquiera fue capaz de apretar el gatillo.

    El tercer granuja disparó, pues, a Murfree con fría precisión... y cayó muerto con una bala alojada en el cerebro. No con una bala, sino con «su» propia bala. Bud Gregory sollozaba presa de un terror incontenible, pero no dejó caer su mecanismo singular e incluso tuvo la precaución de desconectar el interruptor que lo mantenía en funcionamiento.


    XI


    A kilómetros de distancia, una emisora secreta de onda corta envió un mensaje desde la ladera de una colina en los Estados Unidos. Otro aparato lo recibió muy lejos. Iba en clave, pasó por un cable disfrazado de mensaje inocente, llegó hasta la capital de cierta potencia europea, fue descifrado y lo llevaron inmediatamente al jefe del gobierno de aquella potencia. Lo leyó y echó una maldición.

    Los Estados Unidos no podían luchar de acuerdo con la ley, pero iba a haber lucha aun desafiando sus propios derechos y las órdenes del Congreso. Se habían expedido los primeros mandatos y, a pesar de ser ilegales, iban a ser obedecidos. Los aviones desarmados estaban llenando sus depósitos de combustible y cargando bombas, los portaaviones habían zarpado desesperadamente y en cuestión de horas los Estados Unidos estarían dispuestos a defenderse a sí mismos.

    El jefe del gobierno de la potencia europea estaba encolerizado. Hubiera preferido tomar los Estados Unidos mediante una marcha del hambre, encontrando a la nación desesperada y que aceptase, agradecida, a los invasores, una nación cuyo espíritu se hubiese derrumbado tras una guerra de nervios, tenía intención de apoderarse de las zonas industriales intactas y de las ciudades sin que hubieran sufrido el menor daño. Pero puesto que los locos acababan de demostrar tan peligrosa inteligencia y se preparaban para luchar antes que preferir destruirse a sí mismos por su tradicional repugnancia a tomar la ofensiva... tendrían que sufrir las consecuencias, sería preciso destruirlos antes de que pudieran estar listos para la resistencia.

    Dio órdenes crispadas, implacables. No había creído realmente que hubiese guerra con aquellos locos democráticos. No obstante, al cabo de quince minutos la primera salva de proyectiles dirigidos de largo alcance estaría en camino y otras salvas seguirían a intervalos de dos minutos. Y en materia de una hora o así, Norteamérica sería como un conjunto infinito de ruinas y el resto del mundo habría aprendido una lección que no olvidaría jamás.


    En su escondrijo, Bud Gregory estaba sentado con los huesos dispuestos de la manera más confortable que le era posible.

    —¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó a Murfree.
    —Y nosotros tenemos que ponernos a trabajar para construir algo que detenga cualquier posible bombardeo atómico de América. ¡Habla, hombre! ¡Podemos volar por los aires en cualquier minuto!
    —Usted... usted tiene que decir al sheriff que yo no hice nada —gimoteaba Bud Gregory—. Yo no maté a esos tres individuos, señor Murfree. Se mataron ellos mismos. Dígale eso al sheriff. Yo no quiero tener jaleo.
    —¡Habla! —ordenó Murfree—. Tenemos que ponernos a trabajar en algo. ¿Qué tienes por aquí?

    Bud Gregory tragó saliva. Temblaba perdido el control.

    —Ya le dije que hice un chisme para que mi coche subiera todas las cuestas —susurró—. Es algo de ese material que... ejem... gira alrededor de los conductores de electricidad, señor Murfree. Ya se lo dije. Todas esas piececitas de que está compuesto él metal consiguen moverse en la misma dirección. Con ello logré que mi coche subiera montañas y luego lo arreglé para que también los pedacitos pequeñitos de metal actuasen como frenos. Incluso pueden impulsar al coche hacia atrás, si quiero. Y yo... hice un modo de vivir apostando con un individuo. Le instalé mi chisme en su coche de carreras. Ese... ese individuo... quedó en condiciones de que su vehículo funcionase a las mil maravillas. No podía perder ninguna carrera.

    Murfree escuchaba con una calma desusada. Conocía todo aquello, claro. Bud Gregory no era un genio. Simplemente sabía, por instinto, cuantas cosas esperaban descubrir los físicos del mundo dentro de por lo menos un siglo. Era capaz de montar mecanismos absurdos, de aspecto alucinante, que convertían calor en electricidad y hacían que el fuego común formase una pila atómica y que los movimientos moleculares debidos al calor se convirtiesen asimismo en energía cinética.

    Bud Gregory podría hacer una espacionave que viajase por entre las estrellas, o podría conseguir ingenios que cambiasen la Tierra en un paraíso. También le era posible hacer que los coches de carreras de competición sobre pista de ceniza fueran los más rápidos del mundo.

    —Cuando me di cuenta de que iban a matarnos a los dos —dijo con aprensión—, me asusté. Así que tomé el chisme que casi había acabado y lo cambié un poco, y entonces, en lugar de hacer que las cosas se moviesen más de prisa, las devolviese hacia atrás. Cualquier cosa que se moviese despacio no cambiaba, pero otras cosas como... ejem... las balas, cuando yo ponía en marcha mi aparato, cuanto más de prisa fueran más rápido se volvían para atrás. Y... ejem... claro yo las hice volver directamente a su punto de procedencia.

    Murfree estaba tranquilo, cosa extraña, como cualquier hombre que hubiese visto a sus presuntos asesinos caer muertos víctimas de sus propias balas disparadas hacia él y retrocediendo en línea recta. Cuando ocurren los milagros el asombro de una persona llega a producir tranquilidad. Asintió con la cabeza lentamente.

    —Comprendo —dijo—. Cuando las balas entraban en el campo que tú proyectabas, era como si dieran contra un muelle elástico. Tu campo absorbía su energía y las detenía, y entonces las proporcionaba otra vez energía, pero en sentido contrario, haciéndolas regresar adonde venían en la misma línea y a la misma velocidad con que habían comenzado a moverse. ¿Verdad?
    —Sí, señor Murfree —dijo Bud, pálido—. Eso es. Dígale usted al sheriff que yo no maté a esos individuos.
    —Oh, sí —contestó Murfree, despacio—. Se lo diré. Siempre que me prometas no proyectar tu campo para que los coches de carreras vayan más de prisa.
    —No, señor Murfree —dijo Bud Gregory, estremeciéndose—. El mecanismo que empleé con los coches fue diferente. Pasé un cable a través del motor. Pero puedo quitarlo. Puedo hacerlo cuando quiera. Es un sistema que hace que el vehículo transporte electricidad, dé vueltas la energía a su alrededor y se quede allí. No importan ni las rocas, ni el vidrio, ni nada.
    —Comprendo —dijo Murfree en tono opaco—. Es muy interesante. Ahora lo que tenemos que hacer es detener cualquier ataque atómico a América. —Entonces se puso en pie y permaneció inmóvil durante largo rato—. Mira aquí —dijo—. ¿Podría ese chisme tuyo funcionar con un conductor gaseoso? ¿El gas que tiene iones girando por toda la masa podría transportar una corriente?
    —Sí —dijo Bud Gregory—. Claro, señor Murfree.
    —Lo que vas a hacer ahora —exclamó con una tranquilidad realmente monstruosa— es construir una versión mayor de ese chisme que tienes a mano. Una versión realmente grande. Para que podamos enviarla hacia arriba y colocar ese campo dentro de la zona ionizada estratosférica. ¿Sabes lo que es? Es una cortina de aire ionizado que cubre toda la Tierra entera a una altura de cerca de veinticinco kilómetros. Tú debes hacer un chisme que arregle toda esa cortina de forma que cuanto se dispare hacia ella vuelva exactamente atrás siguiendo el camino por donde vino, lo mismo que esas balas volvieron. Si no lo haces, tendré que matarte o contárselo todo al sheriff.

    Bud lo miró parpadeando.

    —No tengo que hacer ninguno grande, señor Murfree —dijo, plañidero—. Este de aquí, con algunos arreglos, servirá. No es necesario potencia. La potencia viene de las cosas que devuelve hacia atrás. ¡Todo lo que tengo que hacer es esto, señor Murfree!

    Colocó su desaliñado aparato en el suelo e inclinó la antena de cable de forma tan curiosa de modo que la parte más llana de su heterodoxa curva quedase paralela al piso. Dio paso a un pequeño conmutador. Las dos lámparas de radio se iluminaron. Un trocito pequeño de cable se volvió blanco de escarcha.

    —Nada puede atravesar esa cortina ahora, señor Murfree —dijo con ansiedad—. Ahora, en lo tocante al asunto del sheriff...


    En los lejanos y extensos territorios de cierta potencia europea, se elevaron columnas de vapor hacia el cielo a aceleraciones que dejaban sin respiración. Eran cientos de estelas. Pertenecían a los proyectiles dirigidos que iban a destruir América. Esos proyectiles portaban bombas atómicas. Esas bombas atómicas deberían hacer que la mayor parte del continente estuviera formada por cráteres radiactivos.

    Desde las naciones que eran satélites de la potencia europea otras columnas de vapor surcaron el cielo. Más bombas. Surcaban furiosas el aire en el frío vacío de las capas altas de la atmósfera y describirían un amplio semicírculo en torno a la curvatura de la Tierra antes de caer y convertirse en un infierno de llamas atómicas.

    No obstante, no lo hicieron. Subieron hacia el firmamento, eso es seguro. Se desvanecieron en el vacío. Y los hombres de los campos de lanzamiento se prepararon para enviar una segunda andanada. Pero tampoco lo consiguieron.

    Los proyectiles dirigidos rugieron y entraron en la invisible cortina ionizada de la atmósfera terrestre, cuya peculiaridad es la de estar ionizada por los rayos solares y tener una cierta y específica conductividad eléctrica. Los cohetes estaban hechos de metal. Entraron en el gas ionizado en el que «la materia» que sólo Bud Gregory podía comprender —según sus palabras—, «daba vueltas sobre sí».

    Y allí se detuvieron. Consumieron su combustible en un vuelo furioso y terrible contra implacables e incomprensibles fuerzas. La energía que poseían fue absorbida sin saber cómo; luego, una vez acabado él combustible, recibieron toda la energía que les impulsó hasta llegar allí, pero en una dirección completamente opuesta, y los proyectiles volvieron hacia la Tierra... Hacia el lugar exacto en el que habían sido disparados.

    Iban equipados con cohetes sensitivos. Incluso a la terrible velocidad con que cayeron sobre sus propios lugares de lanzamiento, las espoletas funcionaron. Las bombas atómicas explotaron. Volaron todas las zonas de disparo. Más aún, hicieron volar a las otras bombas de los proyectiles dirigidos que esperaban formar la segunda, y la tercera, y la vigésima salva.

    Muchísimas zonas enormes de cierta potencia europea se convertían en monstruosos cráteres. Cráteres singulares. Embudos que se hundían en la roca fundida por debajo de la corteza terrestre. También hubieron cráteres similares en las naciones satélites. Pero no hubieron cráteres en América. Ni siquiera pequeñitos. Ninguna bomba atómica cayó en los Estados Unidos.

    Cuando el Presidente de los Estados Unidos lanzó un escalofriante mensaje a la potencia europea, no sabía nada de los cráteres. Se habían producido sólo cinco minutos antes. Simplemente gritó retador que los Estados Unidos no iban a cambiar su forma de gobierno ni su modo de vivir por nada ni por nadie, y que pelearían contra quien les obligase a pelear.

    Pero nadie lo hizo. En realidad, ni la potencia europea, ni sus satélites eran capaces de pelear contra nadie, ni lo serían durante mucho, muchísimo tiempo.


    Cuando fue evidente que allí no había más peligro, el doctor David Murfree apagó el aparato creado por Bud Gregory y lo guardó en un coche, el mismo coche en el que les habían llevado hasta el escondite. Luego se puso al volante y condujo hacia abajo, diciendo a Bud que iba en busca de un amigo muy influyente que vería que él no tuviera molestias con el sheriff. Pero no encontró rastro de Arthur Lockman.

    Dijo a Bud que sería mejor encaminarse a Los Angeles, en donde podría conseguir pasaje de vuelta a Washington; y que, mientras, su historia al sheriff evitaría que fuera Bud inculpado, cosa que reforzarían sus amistades en Washington. La idea de Murfree era persuadir gradualmente a Bud Gregory para que le acompañara, diciendo a Bud que en Washington conseguiría papeles que le dejarían libre por completo de cualquier ingerencia de los sheriffs.

    La gente volvía ya atropelladamente a las ciudades y los policías regulaban la masa de refugiados. El coche de Murfree fue detenido y tres policías uniformados avanzaron para darle instrucciones acerca del camino que debería seguir.

    Aquello fue lo malo. Pese a todas las seguridades de Murfree, Bud Gregory no pudo enfrentarse a los tres policías. Saltó del coche y echó a correr, entre el enjambre de los otros coches y de peatones que regresaban a la ciudad.

    Murfree posiblemente no pudo haberlo alcanzado. En realidad no lo intentó, porque estaba concentrado en rescatar el aparato creado por Bud y que el propio mecánico había utilizado como escalón cuando salió del coche. Fue un esfuerzo fútil; el mecanismo estaba destrozado hasta quedar por completo inservible.

    Así el doctor David Murfree fue a casa para enterarse de que el motivo de que Arthur Lockman no se hubiera mostrado en Palo Bajo era muy aceptable. Había muerto en una pelea callejera.

    Murfree estaba completamente agotado al regresar a su hogar, se decía que podían haberle despedido de su empleo en el Servicio Civil por haberse tomado un permiso sin órdenes de sus superiores. Pero puesto que todo el mundo había hecho lo mismo, su ofensa le fue perdonada con facilidad. Sin embargo, como a cualquier otro individuo, le descontaron el salario durante todo el tiempo que estuvo ausente.


    XII


    Hasta que estuvo en Washington de regreso, el doctor David Murfree no se acordó de que tenía una evidencia corroboradora de su relato, además del dispositivo estropeado e inoperante que habíase traído consigo. Por tanto hizo su informe y encontraron a tres hombres muertos donde Murfree dijo que estaban. Además, habían muerto a causa de las balas disparadas por las pistolas que empuñaban y que los proyectiles habían destrozado las respectivas culatas.

    Esto hizo que la historia de Murfree, de otro modo increíble, sonara más o menos posible, pero no le ganó la aprobación de sus inmediatos superiores. Murfree no había conseguido traer a Bud Gregory ni siquiera un detallado estudio con cálculos y diagramas, que pudiera entregarse con todo resucito a los genios organizados del departamento.

    Decidió ser discreto y olvidarse de Bud Gregory por una temporada.


    Llegó el verano y cierto día un pesquero pequeño y sólido, marinero y veloz, surcaba las aguas del Pacífico central. Se parecía muchísimo a cualquier otro pesquero y todavía más a los barquitos atuneros que zarpan de la costa oriental de los Estados Unidos para perseguir a sus presas tantas millas como fuera necesario,

    Aquel barco tendría una eslora de sobre treinta metros y estaba impulsada con toda evidencia por un motor diesel. Había sólo una cosa rara, en el barco; y otra singularidad en su tripulación; y otra también en su estela.

    La cosa rara en el barco era aquella notable antena semejante a las de radar, instalada encima de la cabina del piloto. Lo extraño en su tripulación era que todos los hombres usaban gruesos trajes protectores de una clase como la que sólo se encuentra en los trabajadores que prestan sus servicios cerca de las pilas atómicas.

    La singularidad de su estela era un objeto remolcado, flotando sobre pontones y construido en plomo. Tenía forma de torpedo de unos doce metros de largo y de dos y medio a tres de diámetro, con flotadores de plancha metálica a ambos lados.

    Otra cosa rara en su estela era que se veía con claridad durante varias millas y que luego —millas y millas atrás— sobre el agua se veían flotar innumerables peces muertos. Era posible seguir la pista del barco atunero por la larga, larguísima fila de peces muertos dejado atrás. Claro que quizás a cincuenta millas a popa los cadáveres de los peces se verían esparcidos, dispuestos por las olas, la estela se difuminaría hasta no quedar tan clara.

    Pero los peces formaban una especie de cola de cien millas marinas. Era curioso el que la cola fuese igualmente densa a lo largo de su entera extensión, como si se hubiera echado a las aguas cierta ponzoñosa sustancia que después no se hubiese seguido extendiendo.

    Había también un comportamiento curioso en el propio barquito. Fue al cabo de un rato. La antena de radar giró a un lado y otro. Escrutaba exhaustivamente el horizonte. Luego, de repente, del objeto en forma de torpedo salió un líquido oleoso. Burbujeó en la superficie de las aguas y se extendió. Evaporóse, sin embargo, rapidísimamente. El vapor fue arrastrado por el viento en dirección de levante.

    El barquito, que parecía ser un pesquero, se lanzó hacia adelante con rapidez, remolcando el singular objeto, que ahora dejaba escapar un líquido volátil; éste se evaporaba casi al instante y sus emanaciones fueron arrastradas por el viento. El barco continuó navegando millas y millas, con su antena de radar explorando nerviosa el horizonte, mientras que la película aceitosa seguía vertiéndose detrás.

    Y aún había otra peculiaridad. El reguero de peces muertos se hizo mucho más denso al extenderse el líquido que se secaba y volaba hacia el este. En lugar de cuarenta o cincuenta peces por milla marina, se veían centenares. En cierto lugar donde un banco de peces se había reagrupado debajo de la capa aceitosa, el océano casi no se podía ver por causa de los cadáveres que quedaron flotando panza arriba...


    El 8 de agosto los contadores Geiger-Miller de la costa del Pacífico, desde Oregon a California del sur, dieron una lectura de radiación del medio ambiente que subía de la normal de 1-3 a 3-5 por minuto y centímetro cuadrado de superficie del tubo.

    El mismo día, Bud Gregory encontró un nuevo hogar para su familia. Bud era —a pesar de que serlo le hacía particularmente desgraciado— el hombre más importante en los Estados Unidos, quizás el más importante del mundo. Por eso se escondía y condujo su vetusto coche de manera furtiva por carreteras secundarias, California del norte arriba y cruzando Oregon, hasta encontrar por último un hogar para los suyos en uno de los brazos de mar pequeños que se abrían en el Puget Sound.

    La casa era una cabaña abandonada, construida con tablas —planchas rústicas extraídas de los troncos en bruto y mediante el empleo de la sierra mecánica— y estaba en el último estado ruinoso. Pero Bud Gregory la contempló con amplia satisfacción.

    Lo mismo hizo su familia. Sus despeinados chiquillos miraron hacia la maleza que se alzaba por las laderas montañosas con deleite. Era un terreno cortado, escabroso, con sólo un sembrado aislado y de muy trecho en trecho. Los chicos mayores inspeccionaron el agua a la vista con singular entusiasmo.

    La esposa de Bud Gregory advirtió que la cocina, que se la habían dejado cuando fue abandonada la cabaña, podía ser reparada con la hojalata de los botes de conservas o con plancha de hierro para dar servicio a satisfacción, y que a únicamente cien metros dé la casa había un manantial. Ella aprendió pronto también que a unos ocho kilómetros de allí se alzaba un pueblecito. La mujer quedó satisfecha.

    Y así la familia de Bud Gregory descargó botes, sartenes, camas, dos galgos, varias hamacas plegables y una serie de sacos de provisiones y conservas, todo hasta entonces almacenado quién sabe por qué milagro celestial, en el interior del coche. Entraron y se instalaron. En las cercanías había cerezas para que las niñas las pudieran recolectar; había conejos para cazar y pescado para que los chicos se dedicaran a la pesca; y nadie que tratara de obligar a la gente menuda a que fuera al colegio. La familia Gregory era feliz.

    Mientras se ponía el sol, con el vetusto y arcaico armatoste con ruedas que sólo Bud se atrevería a llamar coche, tristemente inmóvil junto a la cabaña ruinosa, Bud se sentaba cómodamente en el maltrecho escalón de la entrada y se apoyaba contra la podrida pared. Reflexionó complacido y estuvo de acuerdo consigo mismo en que durante algún tiempo nadie iría a molestarle. Se podía sentar al sol sin preocupaciones.

    En un cierto y real sentido, era el físico más grande de la Tierra; pero su ocupación, su vocación y su único deseo era simplemente sentarse a no hacer nada. Algunas veces, sin embargo, le gustaba beber un poco de cerveza.


    El 9 de agosto, la medición de las radiaciones en el medio ambiente efectuada como siempre por los contadores Geiger-Miller, señalaba de 3-5 por minuto y centímetro cuadrado a la altura de San Luis. En la costa oriental subía de 5-7. El 10 de agosto se midió 3-5 en los estados del Atlántico, 5-7 en el centro y 7-9 en la costa del Pacífico...

    Hubo otro barquito pesquero adentrándose en las olas del Pacífico medio, remolcando un objeto singular, soportado por flotadores. Luego hubo otro, y otro, y otro más.

    Como sus compañeros que habían hecho anteriores patrullas, remolcando una especie de torpedo de plomo, aquel bote pesquero no parecía pescar nunca... Ni siquiera cuando se divisaban bancos atuneros lo bastante numerosos como para proporcionar una pesca provechosa.

    El barquito siguió navegando, con su radar explorando el horizonte. De repente, el movimiento de la antena de radar cesó. Permaneció fija en una posición sólo. Luego, de manera repentina, los hombres corrieron por la cubierta de la nave.

    A toda prisa montaron a popa ametralladoras; se oyeron detonaciones continuadas, agudas, dominando el ronroneo del motor Diesel. Leves copos de humo salieron rotos de las bocas de las ametralladoras y el viento se llevó hacia el este sus jirones.

    Los proyectiles hendieron y perforaron las planchas metálicas de los flotadores. En los costados de plancha aparecieron enormes boquetes. El agua se introdujo burbujeante dentro de los flotadores. Un marinero, vestido con traje protector, bamboleó un hacha y cortó de un golpe el cable que servía de remolque; el objeto de plomo escoró y se hundió con inusitada rapidez.

    Segundos después desaparecía de la vista y los únicos tripulantes sobre cubierta vestían ropas comunes de trabajo. Cuando la silueta de un trasatlántico de línea se dibujó por entre los velos del horizonte, no había nada de extraordinario a la vista. La antena de radar era invisible. Estaba oculta en el interior del pesquero. Y, claro, el objeto que se había llevado hasta allí a remolque, se encontraba lejos, muy lejos de la superficie...

    La indicación de radioactividad del medio ambiente dada por los contadores Geiger-Miller del 11 al 12 de agosto no experimentó subida alguna, pero el día 13 —cuando los estados del este y centro marcaban 7-9—, las mediciones experimentaron otro salto. En la costa oriental se subió a 8-10. El asunto comenzó a ponerse serio.

    Bud Gregory y su familia, sin embargo, no hicieron el menor caso. Los chicos mayores habían explorado felizmente los inmediatos alrededores. La familia comía perdices y chochas —aún fuera de temporada—, conejos, peces y maíz. El hijo mayor, de catorce años, se acercó al pueblecito cercano y a su regreso informó que allí había un cine donde pasaban películas dos veces por semana.

    Había también cerveza. El pueblo tenía dos almacenes y una oficina de correos y una escuela unitaria, una pequeña bolera, un aserradero y un hospital desproporcionado para el tamaño de la ciudad. No se dejó impresionar por todo esto. Bud siguió holgando.


    El 14 de agosto la medición en la costa oeste era 9-11. El 15, era 10-12 y el 16 era de 12-15. En el resto del país los contadores subían con rapidez. En Washington, D.C., los contadores tipo emitían crujidos a una velocidad de 10-12 y el doctor David Murfree llegó al convencimiento de que había algo muy, pero que muy malo.

    El sistema de medición de la radioactividad ambiente por los contadores Geiger-Miller tipo es una medida de la radiación diaria terrestre total. Cuando un tubo de dimensiones dadas, a presión dada y a un voltaje aplicado dado, indica que una corriente de partículas subatómicas lo atraviesa a una velocidad de una a tres por minuto y centímetro cuadrado, el cosmos está normal.

    Pero cuando la velocidad sube en todos los Estados Unidos, de modo que uno tiene que comprender que la radioctividad en la superficie de la nación sube por lo menos cuatro veces lo normal, el hecho es sospechoso.

    El título de Murfree era el de doctor en ciencias. A causa del incremento de la radioactividad se dirigió a sus superiores en Washington y solicitó un permiso. Tenía el presentimiento de que lo mejor sería encontrar a Bud Gregory y hacerle algunas preguntas sobre la cuestión.

    No fue una entrevista placentera. Para un empleado del Servicio Civil el pedir a sus superiores alguna concesión especial era siempre desagradable y Murfree no estaba de buenas con sus jefes. Por su categoría, cobraba un salario de cinco mil setecientos dólares al año; por su antigüedad, no lo podían despedir sin abrirle expediente y formularle acusaciones concretas. Pero sus superiores estaban descontentos de él. Así, el 17 de agosto, mientras Bud Gregory se sentaba apaciblemente al sol y sus hijos recogían cerezas, el doctor David Murfree estaba sentado en el despacho del jefe administrativo de su sección y discutía.

    —¡Pero no se puede hacer otra cosa! ¡Necesito ese permiso!

    El oficial administrativo estaba enojado.

    —No creo que Gregory sea el responsable —explicaba Murfree con paciencia—. Ahora tiene más conocimiento. Todo lo que quiere es que lo dejen tranquilo en su dorada holganza y beber cerveza. No hará nada para llamar la atención sobre sí... y tampoco nada que incremente la radioactividad básica le decidiría a salir de su escondite. ¡Pero es el único hombre que posiblemente puede resolver el problema! El oficial administrativo frunció sombría el ceño.

    »—Recuerde que no se trata de toda la Tierra —dijo Murfree con tanta paciencia como antes—. Sólo los Estados Unidos. Eso es algo muy extraño. ¡Todavía no es peligroso, pero tampoco es normal! ¡Necesito que me den unos días de permiso para ver de localizar a Gregory y que me de una explicación!

    El oficial administrativo no era un científico. Apuntó que Murfree solicitaba un largo permiso cuando todo el mundo en el departamento quería sus vacaciones. Si Murfree abandonaba su deber, se le consideraría dimitido.

    Murfree apretó las mandíbulas.

    —¡Oh, diantre! —exclamó airado—. ¡En ese caso le presento mi dimisión! ¡Me marcho! ¡Es preciso!


    La flotilla de atuneros seguía una rutina regular. Una o más embarcaciones estaban amarradas en el muelle, donde un cobertizo que se prolongaba hasta el agua podía con facilidad esconder dos o tres depósitos de plomo de los remolcados por los barquitos. Uno cuanto menos de los pesqueros navegaba tozudo por el océano, con su radar escrutando todas las direcciones, para detectar y avisar la proximidad de cualquier otro navío o avión, cuya presencia resultara molesta.

    Si el radar informaba la existencia de otra nave —aunque estuviera lejos— el atunero y su remolque cambiaban de rumbo para evitar el encuentro. Si esto no se podía eludir, el remolque debía ser hundido; y claro en el atunero no había nada peculiar que no pudiera arrojarse por la borda en caso necesario con el fin de demostrar su inocencia.

    La isla base de la flotilla era pequeña y muy raras veces visitada. Si alguien hubiera arribado, toda su entera población de quizá setenta almas, habría reaccionado en común. Era personal escogido y adiestrado para distraer la atención de cualquier improbable visitante de las cosas que formaban el verdadero trasfondo de las actividades de los barquitos.

    No era difícil. Después de todo, las pilas atómicas no son demasiado grandes; pueden ser construidas y ocultadas bajo tierra y el blindaje necesario puede hacerse parecer a las partes naturales del panorama isleño.

    Los pesqueros seguían en su rutina. Estaban muy atareados. Pero no pescaban ni un solo pez. El 22 de agosto vino aceptada la dimisión de Murfree. Miró ceñudo el oficio recibido y tras recoger sus cosas se fue a casa. Aquel día la medida de radioactividad en el medio ambiente del este fue de 25-28. En la costa del Pacífico era de 32-35.

    Eso significaba que en dos semanas la radioactividad de la superficie del suelo de los Estados Unidos se había multiplicado diez veces. Si se doblaba a sí misma seis veces más ya no habrían Estados Unidos. Podría ser que no hubiera ningún mundo.

    Pero en el estado de Washington, mirando por encima del Puget Sound en su feliz somnolencia, delante de la cabaña de tablas crudas, Bud Gregory decidió que un poco de cerveza le sentaría bien.

    Contó su dinero y envió al pueblo a su hijo mayor para que le trajera una docena de botellas. Para que fuese más de prisa le dejó que a sus catorce años utilizara el antiguo automóvil con el que toda la familia había cruzado el continente.

    El muchacho puso en marcha al cacharro con ruedas y se alejó. Fue un acontecimiento afortunado. Murfree se enteró y así le fue posible localizar a Bud.


    XIII


    Murfree sentía remordimientos de conciencia. Ahora, cuando su esposa había puesto sus ilusiones en pasar unas vacaciones con su hija en algún lugar cerca del mar —Washington es un horno en verano—, él acababa de entrar a formar parte de las filas de los sin empleo. Pero Murfree se daba cuenta de que tenía que buscar a Bud Gregory.

    —Alguien tiene que hacerlo —dijo a su esposa de un modo defensivo—. Y después de todo, yo soy la única persona con quien él trabajará. —Su esposa esperaba—. Es un lunático, ¿pero qué puedo hacer? Todo el país se está convirtiendo cada vez más en radioactivo. ¡El nivel normal ha subido diez veces! Hace las subidas en oleadas que comienzan en la costa del Pacífico y avanzan hacia el este. No hay aumento de radioactividad en Europa, Asia, Sudamérica ni en ningún otro sitio. Todavía no es peligroso, pero va en camino de serlo. ¡Alguien tiene que hacer algo!
    —¿Por qué tienes que ser tú? —le preguntó su esposa.
    —¡Porque nadie más lo hará! —la dijo—. Hay un cierto incremento de radiación que es normal. Se puede llegar hasta una cantidad inocua. El incremento sufrido en todos los Estados Unidos es superior al normal. ¡Aún es inocuo pero se dirige hacia un punto en donde no lo será.
    —¿Y bien?
    —Un aumento continuado más —dijo Murfree—, y se incrementarán terriblemente el número de nacimientos anormales. Un poquillo más todavía y ¡no habrá nacimientos! Todavía más y morirá cada ser humano del continente. Aún más y las plantas comenzarán a mostrar deformidades extrañas. Más y las plantas se convertirán en estériles. No habrá semillas que crezcan. Un poco más y todos comenzaremos a mostrar cáncer; un poco más y nos veremos febriles y moriremos de radiaciones, de quemaduras de radiaciones.
    —Y tú eres la única persona que ve el panorama —dijo su esposa con amargura—. ¡Así que tienes que gastarte tu dinero propio tratando de descubrir a ese Gregory y convencerle para que haga algo!
    —¡Pero, si no lo hago yo, nadie lo hará! —repitió Murfree.

    Lo que era verdad. Dos veces antes había gastado sus propios ahorros para conseguir la seguridad de su familia, mientras que todas las demás familias conseguían lo mismo gratis. Su conciencia le remordía. Pero no tenía otra alternativa. Algo culpable, visitó a un amigo que hacía análisis microquímicos para el F.B.I.

    Le preguntó si podría avisarle de cualquier acontecimiento especial —los describió con detalle— que significase la intervención de Bud Gregory. Luego, se preparó para llevar a su familia a un balneario de la costa. Con empleo o sin él, su hija necesitaba aire fresco y mucho sol y baños de mar, tras un año de estancia en Washington.

    Dos días más tarde, tenía instaladas a las dos mujeres en una buena playa. Recogió el único recuerdo personal que le quedaba de sus encuentros con Bud Gregory. Se dirigió a la mayor compañía privada de energía eléctrica de los Estados Unidos. Hizo demostraciones con el aparato. Lo dejó instalado. Luego llamó por conferencia a Washington.

    Tenía algún dinero por entonces —derechos por el uso experimental del dispositivo de Bud Gregory— y dentro de ciertos límites podía viajar. Habían noticias. Su amigo del F.B.I. le contó un acontecimiento que sonaba como si Bud Gregory tuviese intervención. Por eso Murfree se encaminó a la costa del Pacífico en avión.


    Un navío muy decrépito ancló en una islita base de barcos atuneros. Hizo señales en clave y la población de la isla se reunió en los muelles para saludar a la tripulación del viejo barco. Claro que las gentes de la isla no usaban radios para comunicación. Los mensajes radiados pueden ser interceptados y sin son enviados en código, despiertan curiosidad.

    El navío decrépito llevó noticias. Eran buenas. Las nuevas consistían en las mediciones hechas en diferentes ciudades de los Estados Unidos semanas antes. Los hombres que las habían hecho eran pasajeros del navío que los condujo hasta la isla.

    Se les veía muy contentos. Se les condujo a visitar las pilas atómicas productoras de tal incremento de radiación. Se inclinaron profundamente ante las máquinas motrices atómicas que silenciosamente producían la muerte a una nación.

    Aquella noche hubo una fiesta de celebración en la isla. Pero el barco atunero que tenía que zarpar, lo hizo a su hora a pesar de la festividad. Remolcaba un objeto en forma de torpedo tras él...

    El 29 de agosto los contadores Geiger-Miller de la costa del oeste señalaron una radiación de 56-58 que seguía subiendo. La constante radioactividad de los Estados Unidos había subido hasta unas veinticinco veces lo normal. Y no mostraba tendencia a estacionarse.


    El chico de Bud Gregory estaba en apuros. El acontecimiento ocurrió media hora después de que Bud le envió a la ciudad en busca de cerveza.

    El chaval de catorce años salió de la cabaña en el que su familia se había instalado. El coche empleado por Bud Gregory para trasladar a su tribu a través del continente era una antiquísima cafetera; según las apariencias debería haberse desmontado a pedazos muchos años antes.

    Tenía el techo de lona, un parabrisas rajado y cuando tenía mucho tiempo en marcha su motor hacía ruidos como un molinillo de café estropeado. En sus buenos tiempos su absoluta máxima velocidad habría sido de treinta kilómetros por hora y cuesta abajo.

    Pero Bud Gregory había fabricado uno de sus ingenios para su coche. Era una lámpara de radio y una bobina o dos, con los devanados hechos de un modo que nadie excepto Bud podía entenderlos y que el propio creador encontraba imposible explicar. Cuando fue montado el dispositivo y conectado con una de las piezas de metal del motor, se produjeron fenómenos.

    Normalmente las moléculas de —digamos— el metal de cualquier bloque de motor de automóvil se mueven en todas direcciones de un modo estrictamente azaroso. Cuando funcionaba el dispositivo de Bud Gregory, las moléculas del mismo bloque motor se movían en la misma dirección... hacia adelante.

    Si el motor no funcionaba, el metal se enfriaba mientras la energía calórica que contenía se convertía en energía cinética. Si se le mantenía en marcha, el combustible quemándose en los cilindros le evitaba bajar bajo cero, tanto como para que no condensase aire líquido sobre sí mismo.

    Su dispositivo estaba todavía montado en el motor del viejo coche. Había servido de ayuda para llevar el vehículo a través del continente y era el único responsable de que el cacharro con ruedas de Bud cruzase las Montañas Rocosas. Ahora estaba desconectado. El chaval lo conectó. El coche comenzó a marchar fácil y tranquilamente con una fuerza que parecía infinita.

    Salió del camino vecinal y embocó una carretera principal. El muchacho aceleró el dispositivo. El viejo coche alcanzó los cien por hora..., ciento quince..., ciento treinta...

    Una sirena atronó el aire cuando un motorista de la policía lanzado a gran velocidad en dirección opuesta contempló atónito cómo aquel vehículo pasaba raudo por su lado. El hijo de Bud Gregory oyó el chirriar de los frenos del policía. Iba a dar la vuelta y a comenzar la persecución.

    El muchacho se asustó y aceleró el dispositivo creado por su padre. El milagroso cacharro aumentó todavía más la velocidad consiguiendo los doscientos kilómetros por hora. Dobló una curva. El pueblecito quedaba ante él. El pánico le dominaba, dio vueltas al mando para revertir el impulso molecular del vehículo que conducía.

    En quince metros bajó de doscientos kilómetros por hora a unos quince. Arrancó el aparato creado por su padre, lo escondió y entró en la ciudad sólo haciendo funcionar el motor propio del coche de tres cilindros. Aparcó el vehículo en un lugar cualquiera y se dirigió a comprar la cerveza.

    Estuvo vagando intranquilo, temeroso de volver hasta que se hubiera marchado el policía. El agente entró en la ciudad, mascullando juramentos. El muchacho le vio haciendo preguntas. Se escondió. El muchacho entró en el coche y guardó la cerveza. Luego vio que el policía se encaminaba hacia allí. El miembro de la autoridad parecía decidido.

    El chaval temblaba; había heredado de su padre el terror hacia los agentes de la ley. Cuando el policía estuvo a diez metros, el hijo de Bud Gregory reaccionó dominado por el pánico. Colocó el impulsor molecular, dio al conmutador y el coche se lanzó hacia adelante.

    Tropezó con el parachoques del vehículo que tenía enfrente, hizo volcar a un tractor, derribó una señal de tráfico, y voló hacia el camino abierto, sin el menor sonido de que el motor de explosión funcionara.

    El policía saltó en busca de su motocicleta y emprendió la persecución. Un chico de catorce años no es un conductor prudente nunca. El hijo de Bud Gregory estaba lleno de terror. En la extensión de camino de unos tres kilómetros, nada más doblar la curva, dio al coche toda la velocidad que el ingenio construido por su padre era capaz de producir.

    No era lo mismo que la fuerza atómica, pero era una potencia muy grande. El motorista llegó a la curva precisamente a tiempo para ver cómo el viejo coche se detenía tan bruscamente como había echado a correr y doblaba por un camino lateral introduciéndose en el bosque. El policía reemprendió la persecución.

    No pudo alcanzarlo, pero entre las frondas del camino vecinal del bosque viose atacado por un frío intenso, que le asustó, casi haciéndole abandonar la caza. El muchacho se había olvidado de poner en marcha el motor y cuando uno extrae de un bloque motriz la energía calórica requerida para impulsar a un cacharro a una velocidad enorme, aceleración y deceleración, todo el mecanismo se enfría, por eso dejó un reguero de aire semicondensado tras él.

    La catástrofe ocurrió a sólo cincuenta metros de la casucha en que Bud Gregory y su familia se habían instalado. El coche se deslizó de la carretera en la última curva, segó cincuenta metros de maleza y por último quedó inmóvil... Había llegado al fin de su viaje.

    El muchacho estaba ileso. Pero tenía los dedos helados... Y era precisamente un 29 de agosto, con un sol brillante y cálido y con todos los bosques verdes, con una vegetación lujuriosa.

    El policía motorizado no consiguió una explicación adecuada. Bud Gregory estaba impresionado, pero firme en su resolución de hacerse el tonto. No podía explicarse nada, excepto que los dedos de su muchacho estaban helados. Por último, el policía se llevó al muchacho al hospital para que le curasen los dedos, decidiendo regresar para examinar lo que quedaba del vehículo.

    Naturalmente, cuando volvió, no había rastros del dispositivo de Bud, no había nada absolutamente que explicase la velocidad del coche, sólo la congelación de los dedos del muchacho o el reguero de vegetación muerta de frío en donde yacía el vehículo hecho pedazos.


    Fue aquella situación obstinadamente inexplicable la que sirvió de base para el informe a Murfree de su amigo del F.B.I. El doctor llegó a la pequeña ciudad tan pronto como los aviones se lo permitieron y encontró a Bud Gregory sentado triste en los escalones del hospital de la localidad.

    El hombre más importante de los Estados Unidos se sentía desgraciado. Su hijo iba a tener que pagar una multa por conducir de manera imprudente, el hospital le pasaría la factura por los cuidados y medicaciones; su coche estaba destrozado hasta más allá de su capacidad para repararlo —el bloque motor había estallado, claro, cuando el agua del sistema de circulación se congeló— y él quizá tendría que ponerse a trabajar.

    Murfree se acercó a Bud Gregory y agitó la cabeza.

    —Hola —dijo—. Me enteré de que estabas en apuros.

    Bud Gregory levantó la cabeza.

    —¡Cielo Santo! —exclamó desesperado—. ¡Es el señor Murfree, el empleado del gobierno!
    —Ya no soy empleado del gobierno —dijo Murfree—. Te traigo algo de dinero.
    —Ejem... usted no me debe dinero, señor Murfree —protestó Bud. Miró en torno de Murfree con desconfiada mirada y preguntó—. ¿Ha traído usted algunos detectives?
    —Ni un alma —contestó Murfree—. Pero sí que traigo dinero. Tú me vendiste cierta vez uno de tus chismes. Lo colocaste en mi coche.

    Bud Gregory extendió las manos.

    —Usted me lo pagó, señor Murfree. Me dio seiscientos dólares. Viví con ellos bastante tiempo. Con esa suma mi familia y yo vinimos a través de los Estados Unidos, señor Murfree. Usted ya no me debe nada más.
    —Vamos a tomar un poco de cerveza —dijo Murfree—. Eso me ayudará a explicarte.

    Bud se animó un poco, a pesar de que parecía decaído. Luego, finalmente, pareció acordarse de que Murfree siempre había jugado limpio con él. Nada más les sirvieron la cerveza. Murfree colocó cinco billetes de diez dólares y los cruzó hasta situarlos delante de Bud. No se atrevió a ofrecer más, conociendo como conocía a su amigo.

    —Tú me vendiste este chisme que suprime toda fricción —dijo Murfree con indiferencia—. Yo no soy capaz de entenderlo, ni nadie, pero sigue funcionando. Así, ya que me pertenecía, cuando salí del servicio del gobierno, lo llevé a una central eléctrica, les expliqué lo que era capaz de hacer. Lo colocamos en la gran turbina y no sólo detuvo toda la fricción de los cojinetes sino que acabó con la fricción del vapor contra los rotores y el baffle. La eficacia del aparato hizo que el rendimiento de la turbina aumentase a un ocho por cien.

    Bud Gregory miraba ensoñador los cincuenta dólares.

    —Pero usted no me debe nada —dijo intranquilo.
    —Tú vas a tener un ingreso diario de diez dólares mientras el aparato funcione —dijo Murfree con el mismo tono indiferente de antes—. Si quieres más dinero, haz otro o muéstrame como hacerlo y yo me encargaré de la situación.

    Bud Gregory parpadeó. Entonces, al darse cuenta de la realidad de los hechos, se mostró locuaz.

    —¡Señor Murfree, es usted un caballero! —dijo—. Pronto los dedos de mi hijo estarán bien y yo me compraré un coche nuevo, no tendré que preocuparme por nada. ¡Venga a mi casa conmigo! ¡Mi mujer, cuando se entere de la noticia, va a prepararle una cena que le hará chuparse los dedos! ¡Y compraré cerveza y cigarros de esos de diez centavos!

    Murfree asintió. Tenía un telegrama en el bolsillo. Las mediciones hechas por los contadores Geiger-Miller marcaban 60 allí en la costa. El suelo de los Estados Unidos era treinta veces tan radioactivo como no debía ser. Cuando llegase a cierto punto, no muy lejano...

    Una vez tras otra, día tras día, los pequeños barcos atuneros trabajaban afanosos. Estaban equipados con refrigeración y tanques depósito para almacenar en ellos cuanto atún capturasen, pero no hacían el menor intento de pescar. Su único propósito parecía ser remolcar los depósitos en forma de torpedo hasta un punto a algunos cientos de kilómetros de su base en la isla, luego dejar que el líquido volátil de los depósitos se extendiera por la superficie del océano y fuese empujado hacia el este en forma de vapor.

    Seguían teniendo cuidado de no ser divisados por otros navíos mientras efectuaban tales maniobras, la de remolcar los depósitos del líquido enigmático, o la de regresar con los falsos torpedos vacíos. Habían tenido suerte. Sólo uno de estos remolques tuvo que ser hundido.

    Fuera lo que fuera lo que intentaban hacer, no parecían encontrar obstáculos mientras ponían en práctica su propósito.

    David Murfree seguía sin tener la menor idea de cuál podría ser la causa de ese exceso de radiactividad ocurrido sólo en el suelo americano. Los periódicos no lo habían descubierto. Probablemente no se darían cuenta del peligro potencial si llegaban a descubrirlo.

    Pero la vida de ciento cuarenta millones de personas estaba a merced de un fenómeno completamente inexplicable... a menos que Bud Gregory lo resolviese con uno de sus sistemas tan peculiares.

    El problema de Murfree era conseguir que su amigo se pusiera a trabajar.

    —Necesito de ti que hagas uno de tus chismes con objeto de salvar bastantes vidas —dijo Murfree.


    XIV


    Bud Gregory fumaba satisfecho. Estaban sentados ante aquel indescriptible cobertizo que Bud había prevaciado y que ahora era su casa. Habían acabado una cena decididamente opípara y la regaban con un brebaje puro que Bud, muy optimista, decía ser café.

    Ahora miraban el brazo de mar de Puget Sound, con los colores de la puesta del sol transformando todo en una explosión gloriosa de rosa y oro.

    —¡Nueces, señor Murfree! —dijo Bud, feliz—. Yo no soy ningún médico. Me limito a arreglar coches. ¡Y ahora que tengo un ingreso de diez dólares diarios, llueva o haga sol, no voy a molestarme para nada, ni en nada!

    Murfree fumaba.

    —Yo te pagaré más de diez dólares al día.
    —¿Para qué quiero tanto? —preguntó Bud Gregory. Resplandecía—. No necesitamos más de cinco horas a la semana para comprar comestibles y cartuchos para mi escopeta. Adquiriré un par de armas de fuego para que mis chicos puedan ejercitarse tirando contra las ardillas y aún me quedará dinero para cerveza de vez en cuando... y con el resto todavía me compraré un coche nuevo en menos que cante un gallo. No necesito un vehículo lujoso. Yo puedo hacer que mientras tenga cuatro ruedas funcione a la perfección.

    Murfree hizo un anillo de humo.

    —Te pido que salves vidas humanas —repitió.
    —Si tienen dinero para pagarme —dijo Bud Gregory—, también tendrán dinero para pagar a los médicos que conocen por completo lo que les pasa. Dígales que vayan a los que se dedican a la medicina profesionalmente.
    —Lo malo —repitió Murfree— es que tienes que ser tú el doctor. Esa gente va a morir por quemaduras radiactivas. ¿Sabes lo que quiero decir?

    Bud sacudió la cabeza.

    —Tú ya conoces... los pedacitos de material de que están construidos los metales —dijo Murfree con cuidado, buscando las palabras que describiesen los átomos a Bud Gregory, el hombre capaz de comprenderlos mejor que ningún otro ser vivo—. Los átomos son diferentes para el hierro y para el coche, etc...
    —Sí —contestó Bud. Parecía absorto con la vista en el mar delante de su puerta—. Son diferentes en el centro y tienen... ejem... diferentes... ejem... piedras a su alrededor. ¡Vaya! ¡Hay un banco de peces allá abajo! ¿Los ve saltar?

    Murfree fue quien tuvo el impulso de saltar. Bud Gregory estaba hablando de los átomos como diferentes en su núcleo y diferentes en las órbitas electrónicas. Evidentemente hablaba con precisión del núcleo atómico y de los electrones que lo circundaban. ¿Pero cómo lo sabía?

    —Algunas clases de metal —continuó Murfree con tanto cuidado como antes— se rompen y se transforman en otras. Ocurre cuando ciertos pedacitos chocan contra ellos —se refería a los neutrones libres—... pero hay algunos que se rompen por sí mismos. —Aquello último era radiactividad.

    Bud habló pesaroso.

    —Si ese hijo mío no estuviese en el hospital, con los dedos helados, seguramente disfrutaría yendo a pescar los peces esos. Sí. Sé lo que usted quiere decir. Hay material de ese que se deshace no sé dónde, está sucediendo desde hace tiempo. Últimamente ha aumentado.

    Murfree se puso rígido. ¡El incremento de la radiactividad! ¿Cómo podía saberlo Bud Gregory? Decir que percibía el hecho de que la estructura atómica y el comportamiento, tan casual y tan sin esfuerzo como un prodigio matemático percibe la raíz cúbica de 98724387, sería lo más cómodo, pero nada significaría.

    Murfree quería desesperadamente tratar de descubrir cómo sabía Bud Gregory, pero se daba cuenta de la inutilidad de su intento. Se humedeció los labios.

    —Sí —dijo Murfree—. Mucho más se está rompiendo últimamente. Treinta veces lo de ordinario. Nadie conoce la causa.
    —Polvo —dijo Bud. Luego agitó la mano de manera exuberante—. Sepa usted, señor, que es fantástico saber que tengo un ingreso de diez dólares diarios sin tener que molestarme. No tendré que matarme a trabajar. ¡Si quiero puedo estarme todo el día sentado! ¡Le aseguro que es usted un buen amigo mío, señor Murfree!
    —¿Qué querías decir con eso del polvo? —preguntó Murfree con agudeza.
    —Sólo polvo —dijo Bud Gregory—. Se posa en el suelo. Baja como si cayese, enviando pedacitos de ese material. No es muy grueso, pero... ejem... forma acumulaciones en su torno. —Se detuvo—. Sí, me he preocupado durante una temporada, pero ahora ya no tengo por qué. ¿Y dice usted que cobraré el dinero mientras funcione mi chisme?

    Murfree le miró. El polvo posándose y rompiéndose al quedar estable lo convertía todo en materia radiactiva. Se acumulaba. Tardaba tres días en viajar de costa a costa. Aquel viento vivo de las alturas que iba de poniente a levante y con el que los japoneses habían enviado globos cargados con bombas a través del Pacífico y en busca de los Estados Unidos, le servía de vehículo.

    —¡Espera un minuto! —dijo Murfree de repente—. ¿Tú dices que hay polvo radiactivo posándose en el suelo? ¡Eso no es natural! ¡Y sólo en los Estados Unidos... eso indica que es obra de los hombres! ¡Es un ataque a traición! ¡El tal polvo desparramándose de una forma insignificante sólo puede ser descubierto al azar, como lo he hecho yo! ¡Es un ataque con polvo radiactivo!

    Algo muy próximo al horror le sobrecogió. El polvo radiactivo había sido concebido como una arma, claro.

    Pero siempre se imaginó como un gas supermortal, un arma atorbellinada, capaz de acabar con todo. Nunca se había concebido su uso como un veneno insidioso, que matase sin ser detectado, que asesinase a una nación a etapas lentas y deseables, sin aviso, sin provocación, incluso sin la alternativa de la sumisión o de la muerte. Pero si Bud tenía razón, aquél era el caso ahora. El aumento de la radiactividad sólo podía ser fruto del trabajo de hombres que se habían propuesto asesinar a una nación por causa de un odio frío. Sería el trabajo de hombres que cabían que los Estados Unidos nunca se rendirían ante cualquier otra arma; y, puesto que los Estados Unidos se oponían a sus planes, tenían que ser destruidos.

    Otros científicos habían observado el aumento en radiactividad y extrapolado su curva. Infirieron que si el aumento continuaba mucho más, podía haber peligro. Si continuaba todavía más lejos, el peligro sería fatal. Pero sólo consideraban el peligro como una posibilidad.

    ¡Si Bud Gregory tenía razón, el peligro era una certeza! Los Estados Unidos no eran el escenario de un anómalo incremento del poder de radiación de partículas subatómicas. En absoluto... los Estados Unidos eran víctima de un ataque que acabaría, si no se encontraba una solución, de la muerte de cada ser vivo, de cada organismo de su superficie, hasta el virus más pequeño, casi celular, de una hoja podrida.

    No había defensa contra un arma como aquella... a menos que Bud la encontrase. La voz de Murfree era intranquila cuando volvió a hablar.

    —Escucha —dijo—. Alguien está soltando ese polvo. Alguien lo hace. ¡Lo extienden para que sea arrastrado por todos los Estados Unidos y que se pose en nuestro suelo, de ese modo en nuestro país todo el mundo morirá!
    —No me ha gustado nunca la idea de ponerme a trabajar —contestó Bud Gregory de forma indiferente—. De ahora en adelante me puedo sentar sin molestar a nadie y sin que nadie me moleste. —Luego lo dicho por Murfree, encontró comprensión en su mollera. Volvió la cabeza—. ¿Qué es lo que dijo, señor Murfree?
    —Alguien —repitió Murfree, tembloroso—, en alguna parte del Pacífico, está operando como te anuncié antes...

    Entonces su cerebro trabajó rápido y seguro. En las cosas que conocía y que su adiestramiento le permitían manipular, su mentalidad era probablemente mejor que la de Bud Gregory. Simplemente carecía del conocimiento intuitivo de los hechos más allá de la ciencia que era la característica de Bud.

    —Ya veo cómo lo hacen —dijo Murfree con odio frío y mortal, nacido de súbito—. Se toma una pila atómica. Si quieres tener hierro radiactivo se coloca atravesada una varilla de hierro, cuando sale es radiactiva. Si quieres carbón o cobre, o cualquier otra cosa, todo lo que hay que hacer es colocar el metal deseado en la pila, donde los neutrones, a gran velocidad, chocan contra él.

    Bud le miró parpadeando. Quizá la afirmación de Murfree parecía tan elemental como para no tener sentido al mecánico, o quizás estaba mucho más allá de su comprensión.

    —Han construido una pila y han hecho pasar una tubería a través de ella —dijo Murfree con furia—. ¡Entonces llenan de líquido la tubería! ¡Cualquier líquido! ¡Gasolina! ¡Kerosene! ¡Entonces se convierte en radiactivo! Ha de ser un líquido que pueda evaporarse y que se extienda junto con el aire; cuando se extiende, un átomo aquí y otro allá se rompen, emitiendo radiación y convirtiéndose en otra sustancia distinta. Y eso será un nuevo compuesto que no se quedará como vapor, sino que se formará una partícula microscópica de polvo con carga eléctrica que atraerá a otras partículas. Crecerá y crecerá, y por último caerá como una mota de polvo demasiado pequeña para ser vista. Y eso ocurrirá quintillones y quintillones y quintillones de veces y más motas de polvo se posarán en el suelo... se están posando...
    —Hummm —exclamó Bud Gregory—. Sí. No hay polvo, no es polvo, y entonces, de repente, sí lo hay. Como... ejem... como se forma el hollín.

    El paralelo era exacto. Vapor como la gasolina, quemándose sin bastante oxígeno, se vuelve hollín sólido. El vapor radiactivo transformándose a sí mismo, se convertiría en sólidas partículas de polvo, que atraerían el vapor del agua y otras partículas, y se posarían en la Tierra.

    —¡Alguien lo está haciendo! —exclamó Murfree, rechinando los dientes—. ¡Alguien que quiere gobernar la Tierra! ¡Saben que tienen que ponernos fuera de combate primero antes de que puedan intentar construir su propia nación hasta alturas dominantes! Por eso han comenzado a asesinarnos! ¡A todos y cada uno de nosotros!
    —¡No tienen nada contra mí! —exclamó Bud Gregory, satisfecho—. ¡Yo no molesto a nadie! —y estaba reluciente a la luz de la puesta del sol.
    —¡Tú tienes que descubrir cómo vencer ese ataque! —dijo Murfree, muy pálido ahora—. ¡Dentro de dos meses la gente comenzará a morirse.
    —Es usted un buen amigo mío, señor Murfree —dijo Bud, amistoso—. Usted me ha traído la mejor noticia de mi vida. Usted me ha dicho que no tengo que preocuparme más. Y eso voy a hacer, señor Murfree. ¡Voy a descansar!
    —Te estoy diciendo —dijo Murfree, vivaz— que hay hombres en guerra contra los Estados Unidos. ¡Están haciendo la guerra a tu propio país!
    —Está bien, señor Murfree —dijo Bud—. Quizá sea así. ¡Pero no dejaré que me arrastren a ninguna guerra. Yo soy un hombre casado y tengo hijos. La guerra que la hagan ellos! Puesto que tengo diez dólares de ingreso al día, seguros, estoy satisfecho. Yo no voy a molestar a nadie y no quiero que me molesten a mí.

    Murfree apretó los labios. Después de largo rato se levantó.

    —Está bien. Pero fíjate en esto: si no descubres algún modo de evitar ese polvo radiactivo, dentro de tres meses, a lo máximo, estaré muerto. Y si yo estoy muerto, ¿quién va a cobrar estos diez dólares al día y enviártelos?

    Se alejó dando zancadas por la oscuridad tomando el sendero que conducía a la ciudad. Era el único argumento que posiblemente podría obligar a Bud Gregory a sacudirse su propia pereza.


    XV


    Los barquitos seguían en su misión, que era asesinar a una nación. Ni los nazis soñaron en la exterminación de un pueblo y de cada organismo viviente sobre su suelo, hasta la última célula animada, el último microorganismo.

    Las tripulaciones de los barquitos continuaban con competencia su trabajo de remolcar grandes depósitos de líquido mortal durante cientos de millas desde su base y extender luego aquel líquido en el agua. Se evaporaba a gran velocidad. El vapor era arrastrado hacia el este a velocidad también elevada.

    Se diluía y atenuaba, y se mezclaba con otro aire cuando alcanzaba la costa de América, y era indetectable entonces excepto como una pequeña elevación en las medidas de radiactividad del medio ambiente. Pero al avanzar engordaba, y cambiaba... también en una escala conocida.

    Ahora no era vapor, sino una nube de polvo infinitamente difusa, que ningún instrumento de la Tierra podría detectar como a tal. Se posaba en el suelo y continuaba cambiando, y lenta, lenta, lentamente se acumulaba hasta lograr ser menos gruesa que una molécula, pero que al fin lograría convertir a Norteamérica en un desierto.

    Los habitantes de la isla y los tripulantes de los barquitos eran gente muy industriosa. Parecían amar su trabajo.

    Murfree tenía su maleta en el porche del hotel cuando Bud Gregory llegó, tembloroso, a la ciudad. La maleta estaba en lugar visible para que Bud le viera. Murfree se dio cuenta de que el hombre más importante de los Estados Unidos se le acercaba torpe, dudoso, calle abajo. Murfree salió bruscamente, recogió la maleta, comenzando a andar hacia la parada del autobús.

    —Oh... hola, señor Murfree —dijo Bud con aire infeliz—. ¿Se marcha?
    —No tengo nada que me obligue a quedarme —dijo Murfree—. Si voy a morir, prefiero hacerlo junto a mi familia. Es inútil quedarme aquí.
    —Ejem... quiere usted decir que...
    —Tú puedes hacer aparatos —contestó Murfree, crispado—. Ocurre que es necesario uno de esos aparatos tuyos para evitar que me maten... como a todo el mundo en los Estados Unidos. Incluyéndote a ti, de paso. No quieres hacerlo, eso es todo.

    Bud Gregory escarbó con su pie en el suelo.

    —Ejem... hice uno esta mañana, señor Murfree, tuve que pensar un poco y me di cuenta de que usted tenía razón —dijo con torpeza—. Es el material que sigue rompiéndose por sí mismo y se posa en todas partes. Y ejem... no es bueno para los seres humanos si aumenta de potencia. Es decir, si continúa acumulándose... Así que yo... he hecho un chisme que puede reunirlo. Me figuré que yo podría... ejem... hacer que mis chicos limpiasen los alrededores de mi casa. ¿Quiere verlo?
    —Limpiar los alrededores de tu casa no será bastante —dijo Murfree, lisa y llanamente—. Por una cosa, si no hay cosechas, ni pájaros, ni peces y cada árbol y arbusto de los bosques está muerto... ¿qué comeréis?

    Bud Gregory parecía muy triste.

    —¿Quiere usted ir a echarle un vistazo, señor Murfree? —preguntó—. Quizá no sea un buen chisme, pero...
    —Iré —contestó Murfree, lacónico. Dentro, en su interior, sintió un torbellino de envidia. Gregory, que podía hacer cualquier cosa, no tenía idea de las posibilidades inherentes a sus dispositivos. Él construiría ingenios de posibilidades increíbles... y los utilizaría para evitarse la molestia de trabajar, y para hacer posible ganar apuestas de dos dólares, y para tener que evitar comprarse un coche nuevo en lugar del cacharro que poseía.

    Si Murfree hubiese poseído la habilidad de Bud Gregory...

    —Conseguiré un coche que nos lleve —dijo Murfree, ceñudo—. Así, si es inútil que me quede, no perderé mi autobús.
    —Ejem... traeré algo de cerveza y cigarros de diez centavos —exclamó Bud, esperanzado—. Si ese chisme no funciona, quizá pueda usted idear algo mejor...

    Aquello era esperanzador. Bud tenía miedo de perder su pensión. Por tanto trataría de crear el milagro que la situación exigía.

    Salieron en el coche. Murfree iba muy silencioso. No sabía cómo la original material radiactiva era colocada en el aire, o dónde, para que éste la barriese y la extendiera por toda América. Como una sospecha, el punto de distribución debería estar en algún lugar fuera o dentro del Pacífico.

    Aviones equipados con contadores Geiger-Miller podían ser capaces de rastrear el origen del polvo mortal. Pero los aviones que buscasen el escondrijo de los presuntos asesinos de una nación serían detectados desde muy lejos con toda seguridad.

    Y si eran detectados, los asesinos podrían simplemente soltar una nube de polvo de la que nadie ni nada pudiera sobrevivir.

    Llegaron al camino del bosque y doblaron por él. Alcanzaron la orilla del agua. Un único coche estaba allí aparcado. Bud Gregory habló intranquilo.

    —Ejem... señor Murfree, desearía que enviase bien lejos a ese amigo. Dígale que vuelva más tarde, si quiere. Yo... ejem... ese chisme es un poco chocante. Si no funciona, no quisiera que nadie conociera su existencia. Pueden... ejem... pensar que hay brujería en él.
    —Está bien —dijo Murfree. A pesar de sí mismo, Murfree comenzó a sentir esperanza. Bud, antes, se había visto poco impresionado por sus propios inventos, y si ahora había hecho algo que le conturbara, ese algo debería ser muy notable.

    El coche se fue. Bud Gregory respiró tranquilo. Entró en su casa y salió de nuevo, portando un conjunto verdaderamente complicado. Era evidente que se sentía a la vez orgulloso y aprensivo. El ingenio no tenía ninguna lámpara de radio.

    Habían cables; habían pedazos de vidrio aquí y allá; y había un trozo de serpentín de cobre enderezado dentro de un conjunto de cables, que era... bueno, que era no exactamente una turbina ni tampoco una hélice.

    Los cables estaban dispuestos en varios sistemas, de los cuales uno era con certeza una espiral logarítmica. Todo el conjunto parecía obra de un loco. Y había una placa metálica a un extremo, clavada a la base de la madera. Parecía una protección, como si defendiera al ingenio contra algo.

    —Señor Murfree —dijo Bud, ansioso—, trabajé mucho en esto, intentando complacerle. Usted siempre ha sido un buen amigo mío y yo quiero que lo sepa. Por eso esto es lo mejor que puedo hacer. Si no es lo bastante, intente usted imaginarse algo y yo lo construiré.
    —¿Cómo funciona este chisme? —preguntó Murfree.

    Lo miró, y humildemente admitió para sí que cada parte de él parecía no tener significado alguno. Vio un conmutador que era precisamente el interruptor de los faros del coche de Bud. Vio un hierro desnudo, un trozo de varilla de hierro desnudo, que dedujo se convertiría en blanco por la escarcha cuando el ingenio fuera puesto en marcha, revelando así que estaba absorbiendo calor y expidiendo electricidad. Pero ninguna otra parte parecía tener sentido en absoluto.

    —Este chisme de aquí —dijo Bud Gregory esperanzado— usted sabe, ejem... señor Murfree, cómo están juntas las piececitas de que el material está hecho. Se empujan unas a otras.

    Murfree asintió. Bud se refería a la atracción intermolecular e interatómica. La fuerza que mantiene a los átomos juntos formando moléculas y las moléculas cristales y que por último hace posibles a los planetas.

    —Cuando usted... ejem... rompe algo —dijo Bud Gregory—, las partes que usted rompe dejan de apretarse unas contra otras. Están muy lejos para atraerse.

    Ahora, Bud se refería a la inexorable operación de la ley de la inversa de los cuadrados.

    Los átomos se atraían sólo a distancias atómicas. Las moléculas servirían únicamente a distancias comparadas al diámetro molecular. De otra parte, todos los objetos se fundirían juntos de manera inamovible.

    —Esto... ejem... lo cambia —dijo Bud Gregory con la frente llena de profundas arrugas en un esfuerzo para explicarse—. Los hace reunirse unos con otros, incluso desde mucha distancia. Si uno rompe un clavo o un pedazo de vidrio, y pone una pieza en este lugar de aquí, entra en foco, señor Murfree. Y si usted apunta el chisme a la otra pieza... ejem... no importa lo lejos que esté, entonces... ejem... se reúne con la que está en el foco.

    Murfree se sentía incrédulo, pero trató de dominarse. En su mente sabía que si Bud Gregory decía aquello es que era verdad. Claro que violaba toda la física conocida...

    —Eso no es —continuó Bud Gregory— porque hayan sido antes materia de una sola pieza, sino porque son de la misma clase de materia.

    Entonces Murfree se sintió como si estuviera a punto de echar a volar. Un acero magnético atraería a otro acero magnético, no porque fuesen aceros, sino porque eran magnéticos.

    Pero Bud Gregory estaba diciendo que un trocito de hierro en el foco de aquel chisme atraería a otros trozos de hierro si hubiera magnetismo. ¡Todavía más, decía que el vidrio atraía al vidrio! Murfree sabía que Bud Gregory podía hacer cualquier cosa, ¡pero no lo creía!

    —No veo cómo...
    —Se lo demostraré, señor —dijo Bud, ansioso—. Dejaré caer una gota de agua ahí donde está el foco, y apuntaré hacia el brazo de mar aquel. Ya verá usted cómo queda atraída el agua.

    Colocó una gota de agua en la placa de detrás de la enderezada sección de serpentín. Señaló con el mecanismo apuntando hacia el brazo de mar del Puget Sound. Dio vuelta al conmutador.

    El agua chocó contra la placa de metal protectora al extremo de la base del conjunto... pero no agua simplemente, sino cantidades. Salpicó como si con una manguera la echasen sobre dicha placa. Murfree, riendo, jubiloso, vio una columna recta de agua pura, desafiando imposible la gravedad, avanzando hacia el conjunto desde una indefinida distancia lejos del Sound.

    Fluía a través del vacío, a través del espacio, a través del aire mismo como si hubiese una tubería invisible. Venía en línea recta matemática desde el brazo de mar más allá de la playa. Golpeaba la pantalla y se esparcía. Y Murfree supo que, ya que el agua estaba en foco dentro del aparato, el agua sería atraída desde donde apuntase el tubo.

    Bud Gregory accionó el conmutador, cortando el contacto. El agua dejó de afluir. Un hilo de agua de casi ochocientos metros permanecía tenso en el centro del aire, luego cayó bruscamente. Dejó una fila de humedad en el suelo hasta llegar al brazo de mar. Había una larga, larguísima senda de gotitas de agua en donde la línea recta, aquella tubería invisible, volvió a caer.

    —¡Cielos! —exclamó Murfree turbado, incluso a pesar de conocer bien los dones de Bud—. ¡Ha conseguido una especie de gravedad artificial! ¡Sólo... sólo que selectiva! Puedes atraer hacia ti cualquier elemento.
    —Sí, señor —dijo Bud Gregory. Sudaba mirando, intranquilo, a Murfree—. Yo... ejem... me imaginé, señor, que si podíamos conseguir un poquito de aquel polvo, lo podríamos colocar en el foco y luego barreríamos con este chisme todo a nuestro alrededor y todo el polvo que fuese de la misma clase que el del foco se agruparía y se detendría contra esa placa que detenía el agua. Es lo último que instalé —añadió con tristeza—. La primera vez que puse en funcionamiento mi chisme elegí agua y me quedé empapado. Tenía que colocar algo para que recogiese la materia que debía reagruparse.

    Murfree le miraba asombrado y luego dirigió sus ojos hacia aquel mecanismo imposible. ¡No le extrañaba que Bud no hubiese querido que lo vieran, porque lo menos que le hubiese podido pasar es que le acusaran de brujería! Aunque tal cargo era mucho más apropiado en sus montes nativos Apalache, aunque incluso allí...

    —¿Cree que esto valdrá para lo que usted desea, señor Murfree? —preguntó Bud, esperanzado.

    Murfree abrió la boca para hablar exultante de alegría. Se había atormentado por la implacable realización de que aquel aparato era inútil para las necesidades presentes, aun cuando se sentía lleno de envidia por el hombre que había sido capaz de hacerlo y de admiración hacia el mismo dispositivo en sí.

    —Nooooo —dijo Murfree de mala gana—. No servirá porque tenemos por delante la tarea de conseguir una muestra del polvo. Nos tomaría semanas reunir una carga de tierra y separar el polvo radiactivo de ella. No podemos consentir que impurezas tales como los humos o la arena, o cualquier otra cosa, porque sino podríamos atraer humos, arena y otras cosas además del polvo. Y si empleamos semanas, tendremos el polvo en sí, pero no la materia en que se ha convertido. Es incluso, además, de eso está... lo que ocurriría si pusieses en el chisme toda la materia radiactiva, ¿no crees que la dosis de un día podría emponzoñar a todo el continente?

    Los hombros de Bud Gregory cayeron de abatimiento.

    —Creo —admitió— que mataría a quien hiciese funcionar el chisme.
    —En definitiva —exclamó Murfree—. No nos sirve.

    Hubo una pausa.

    —Señor Murfree —dijo Bud, ansioso—, bebamos un poco de cerveza y sentémonos un rato. Quizá se le ocurra a usted algo.

    Murfree le siguió hasta el cobertizo. Se encontraba en la enloquecedora posición ahora de tener la completa colaboración de Bud Gregory, y, sin embargo, no sabía cómo utilizarla.

    Bud haría cualquier cosa que se le pidiera, pero el doctor David Murfree no podía imaginar un ingenio que derrotase al arma en uso contra los Estados Unidos. Y el arma tenía que ser derrotada antes de que se iniciase una investigación encaminada a encontrar quiénes la fabricaban.

    Murfree se sentó con un vaso de cerveza en las manos. Se estrujaba los sesos en vano. Bud Gregory estaba a su lado bebiendo. Al poco habló como entre sueños.

    —Usted sabe, señor, que estoy pensando que quizás en lugar de comprar un coche con esos diez dólares al día que me vienen de ingresos, quizás adquiera un bote. Uno se encuentra más cómodo en un bote que en un coche ante cuyo volante tiene que estar ocupado todo el rato. ¡Sí, señor, voy a comprarme un bote!


    Los barquitos atuneros trabajaban vigorosamente en el asesinato de una nación. Sus tripulaciones sabían con alegría que el último de sus compañeros que había permanecido en los Estados Unidos —para comprobar los resultados de su campaña— había abandonado el país. La densidad de la radiactividad originaría mutaciones ya casi al alcance de la mano.

    La esterilidad iría primero, después la muerte. Y claro la de aquellos que trabajaban por asesinar a América y que animosamente hubieran sacrificado sus vidas sin haber sido necesario, resplandecerían satisfechos. El odio es más fuerte que el patriotismo.

    Pero no era necesario, y cada hombre quería sobrevivir para experimentar la satisfacción de que toda Norteamérica era un lugar de cadáveres... incorruptos, porque incluso las bacterias de la putrefacción habían muerto también. Los barcos atuneros remolcaban sus torpedos de plomo lejos de la isla en donde las pilas atómicas los emponzoñaban para que después repartiesen el veneno en el viento. Esparcían el veneno y volvían a por más. El entusiasmo subía y subía. Comenzaron a elaborar planes para celebrar el éxito.


    XVI


    Era de noche. El coche había regresado para recoger a Murfree, pero éste lo había despedido. Ahora paseaba arriba y abajo. Se mordía las uñas.

    Bud Gregory sonreía con amabilidad.

    —¿Se le ha ocurrido algo, señor Murfree? Si todavía no, quizá sea mejor que nos sentemos a comer.

    Murfree sacudió la cabeza con aire cansino.

    —¡Aún estoy pensando! Si hubiera algún modo de conseguir que ese aparato tuyo funcionara en cualquiera de los elementos inestables.
    —¿Quiere usted decir, señor, con toda la materia que se rompe por sí misma?
    —Eso mismo —contestó Murfree, exhausto—, pero no hay nada...
    —¡Cáscaras! —le interrumpió Bud Gregory—. ¡Eso es fácil, señor! El centro de los pedacitos de materia que se rompe no es sólido. Hay algo que lo mantiene unido, aunque no basta. Hay algo más que hace que se divida. Por tanto tenemos dos cosas que se pelean entre sí, constituyen una especie de... ejem... ejem... —Enarcó las cejas—. Como un imán y una bobina. ¿Un... ejem... campo? ¡Sí! Hay un... ejem... campo alrededor de los pedacitos de material de la clase que se rompe. En todos ellos. Se les puede reunir, reagrupar por tal campo.

    Se le veía reluciente, aunque con un algo lastimero, como si estuviera explicando algo a un niño, asombrándose ante la falta de conocimiento de su alumno. Había hablado con indeferencia de los factores que producen la inestabilidad de todos los elementos más pesados que el bismuto y, desde allí, siguió adelante. Murfree le miraba con ojos opacos, agotado por sus inútiles esfuerzos en busca de una idea.

    —Eso puede ser la base para empezar —dijo pesadamente—, pero aún entonces, no sería práctico, porque si tú atraías todas las sustancias radiactivas a tu chisme, iniciarías una especie de pila atómica y sólo lograrías hacer más y más partículas radiactivas. Si tú pudieras... si pudieras... ¡Espera! —Se quedó tenso un momento y luego habló desesperanzado—: ¿Podrías hacer que las partículas radiactivas se agruparan donde están, verdad que no? Si lo consiguiéramos el polvo impalpable se transformaría por agregación en píldoras que serían tan pesadas que caerían al mar y quizá lo emponzoñarían, pero, al menos, ganaríamos tiempo.
    —¿Reunirías juntas, señor? —dijo Bud Gregory—. Lo pensaré. Eso significaría tener que volver del revés a mi chisme. Colocando el foco enfrente.

    Frunció el ceño. A poco se quejó.

    —¡Ya me ganaré bien esos diez dólares al día! No había pensado tanto desde que arreglé el coche de un individuo antes de llegar a Los Angeles y me pagó dos dólares por la reparación.

    Luego, de repente, chasqueó los dedos. Se puso en pie y se desperezó.

    —Cenemos un poco, señor, y me pondré a trabajar luego. No va a ser tan duro, pero tendré que hacer un chisme completamente nuevo.

    Abrió la marcha hasta el interior de la choza.

    —¿Qué clase de bote me aconseja comprar? A mí me parece que lo mejor sería adquirir uno de vela y reforzarlo interiormente con metal. ¡Vaya! Podría colocar dentro una buena porción de tubo y crear aquel campo que utilicé para impulsar a mi coche cuesta arriba. Al hacer correr el bote, el agua evitaría que se enfriara demasiado. ¡Sí, señor! No tendría que preocuparme de la gasolina. De ese modo ahorraría dinero y con un ingreso diario de diez dólares sólo tendría que arrojar una red por la borda...

    El viento soplaba en el Pacífico a través de la oscuridad. A través de incontables leguas, soplaba transportando moléculas invisibles de vapor. Y de vez en cuando, algún átomo de aquellas moléculas emitía una furiosa partícula y se convertía en otro elemento distinto por completo y el compuesto del que formaba parte se transformaba en otro compuesto.

    Dejaba de ser vapor y se convertía en una partícula de polvo ultramicroscópico que era un veneno mortal. Alguna de estas motitas caían al mar. Pero la mayor parte pasaban por encima de la negra línea costera, congregando humedad y atrayendo hacia sí otras partículas. Después caían hacia el suelo.

    Pero el viento no quedaba libre de ponzoña tras esta caída. Otras moléculas invisibles de vapor emitían rayos furiosos y se transformaban en motas de polvo. Y eso ocurriría quintillones y quintillones y quintillones de veces en el aire que soplaba por encima del mar.

    Los barquitos atuneros seguían atareados.


    Poco después de la una de la madrugada, Bud Gregory sonrió exuberantemente a Murfree. Acababa de terminar un nuevo aparato construido sobre un pedazo de tabla arrancado del exterior del porchado. Había un tubo de latón más grande en lugar del serpentín del modelo antiguo.

    Se veía la misma extraña secuencia de devanado, incluyendo la espiral logarítmica. Su secuencia, sin embargo, estaba revertida y hacía un dispositivo nuevo en lugar del foso, que parecía no tener significado alguno. Naturalmente que había también un cable de hierro.

    Murfree sabía que se volvería blanco de escarcha cuando el aparato comenzara a operar. Absorbía calor y producía electricidad. Quizá primeramente producía otra cosa, teniendo sólo a la electricidad como subproducto. En cualquier caso era la fuente de energía.

    —¡Ahora tenemos que tener cuidado, señor! —dijo Bud Gregory—. Lo levantaremos, lo apuntaremos y lo pondremos en marcha. Cualquier clase de materia que haya en el viento y que pueda estallar por sí misma se reagrupará como el agua que puse en el foco esta mañana. También agrupará a todas las otras clases de material que estalla. ¿Hacia dónde apuntamos, señor?

    Murfree consideró aquello algo desesperanzado.

    —Queremos limpiar el viento que sopla hacia la costa. ¿Qué alcance cree que tiene?
    —¡Muchísimo, señor! ¡Muchísimo! Tampoco irá en línea recta por el aire. No viajará por donde no hay atmósfera. Volverá hacia abajo cuando el aire se enrarezca lo bastante.

    No sería como una onda de radar, limitada por el horizonte.

    —Intentemos hacia el suroeste —dijo Murfree—. Quizás un poco más al oeste-suroeste. Necesitamos que se extienda y trabaje lo más lejos de la playa posible. ¿Estás seguro de que funcionará?
    —¿Tiene usted reloj con esfera luminosa? —preguntó Bud.

    Murfree comprendió Se quitó el reloj de pulsera. Bud Gregory lo colgó de un arbusto a cincuenta metros de distancia. Apuntó su nuevo aparato hacia el reloj y dio al interruptor. Al instante la débil luminosidad de los números de la esfera pareció aumentar hasta formar una llama de azul pálido. Bud Gregory apagó el aparato. La esfera seguía brillando con fuerza.

    —¡Ese polvo que ha estado cayendo —dijo Bud de buen humor— se ha mezclada con el material de su reloj! Será mejor que no se lo vuelva a poner, señor Murfree. No a menos que lo lave de ese polvo.

    Murfree tragó saliva. El aparato de Bud había reagrupado cada partícula de materia radiactiva en un rayo con la propiedad de atraer y ser atraído por todo otro material radiactivo. Las diminutas partículas de radio de la pintura luminosa —una parte de radio en doce millones de sulfato de zinc— habían sido capaces de accionarlo.

    Estaban clavadas en la pintura. Pero el polvo radiactivo del suelo podía moverse. Lo hizo, rápidamente, agolpándose en el reloj. Y el sulfato de zinc relució brillante como si de repente su contenido de radio se hubiera enriquecido mil veces más.

    Murfree aspiró profundamente.

    —Vamos a matar buena cantidad de peces —dijo, ceñudo—. Quizá los daños sean todavía peores. Pero cargo con la responsabilidad. ¡No se puede hacer otra cosa! Adelante; apuntémoslo y pongámoslo en funcionamiento otra vez.

    Lo hicieron. Lo apoyaron en el mochón de un árbol y Murfree se orientó por la estrella polar, luego hicieron que el aparato apuntara al oeste-suroeste. Aquella fue una deducción de Murfree particularmente afortunada, considerando la línea irregular de la costa. El cable de hierro se congeló, suministrando energía. A la luz de las estrellas lo vio volverse blanco.

    Aparte de eso, nada más pareció ocurrir.


    XVII


    Un barco atunero remolcaba su torpedo de plomo a través de la oscuridad. Era, como así ocurría, el viaje de regreso hacia la isla, que era su base, mientras que el líquido volátil había sido ya vertido en el mar. Se había visto obligado a describir un amplio círculo para evitar ser observado por navíos más allá del horizonte. Pero todo estaba tranquilo, como siempre.

    Entonces, sin ningún drama visible, el viento pareció sufrir un cambio peculiar. No era el viento de las alturas por encima de la superficie del mar... sino el que estaba en proximidad con el agua, al propio nivel, saturado de vapor que e! líquido del torpedo había dejado suelto.

    Sopló hacia la isla en la que trabajaban las pilas de uranio. Puesto que el barco atunero estaba en su camino y ofrecía resistencia, el viento superficial se apelotonó cerca del casco y lo arrastró con suma facilidad.

    La campana empezó a sonar estridente y frenética. La campana estaba adscrita a un ingenioso mecanismo que ponía en funcionamiento a un relé conectado con un contador Geiger-Miller, siempre y cuando subiese por encima del mínimo de seguridad la radiactividad del medio ambiente.

    Tal mecanismo estaba necesariamente en los tanques remolcados. Pero no dependía de ellos; daba un aviso instantáneo a los miembros de la tripulación para que se apresurasen a colocarse los vestidos protectores, que la costumbre les hacía descartar. La única pena fue que el aviso no operó lo bastante de prisa.

    Los hombres, cuando trataban de colocarse los trajes protectores, respiraron, mientras se movían, una concentración de vapor radiactivo destinado a aumentar el veneno de las tierras de Norteamérica. Los hombres que cerraban sus trajes a prueba de aire encerraron también dentro gas radiactivo en sus pulmones, en cantidades suficientes para matarlos cincuenta veces.

    Claro que no se dieron cuenta a tiempo; quizá nunca llegaron a advertirlo. El atunero siguió adelante a través de la noche. Al poco varió de curso; el hombre del timón estaba muerto. Todo el mundo estaba muerto a bordo.

    El gran flotador de plomo estaba vacío de su veneno, que no se movía hacia América. Se constituyó un viento cruzado, soplando hacia la isla base de. los atuneros. Fue arrastrado por la fuerza que mantiene unido los átomos del núcleo.

    A todas las distancias, partículas radiactivas dentro de aquel rayo invisible eran reagrupadas con una fuerza proporcional a sus masas, pero no en proporción a la distancia.

    Habían pilas atómicas en la isla de donde partió el barco atunero. Habían toneladas y toneladas de uranio en aquellas pilas. Atrajeron las partículas radiactivas como el Sol atrae a los meteoritos. Incluso las partículas radiactivas de gas que estaban en los cadáveres de los peces muertos por los tanques remolcadores... Incluso tales gases avanzaron hacia la isla.

    No hubo nada espectacular ni nada que ocurriese primero. Un atunero navegó sin rumbo a través de la noche, con toda la tripulación muerta. Una brisa suave y baja sopló en dirección a la isla... Muchas brisas suaves y rápidas. Hasta que llegaron, nada en particular pareció ocurrir. Pero cuando los vientos confluyeron en la isla, la situación se alteró gradualmente.

    Gases radiactivos y vapores se arremolinaron en torno al blindaje de las pilas atómicas. Más y más vapores y partículas de polvo llegaron al momento, arrastradas por aquella atracción magnética irresistible. Alcanzaron los muros de blindaje y se amontonaron. Más vinieron y más y más.

    Mientras se agolpaban a través de la isla, toda su población murió. No se dieron cuenta. Durante un espacio de tiempo se movieron y charlaron y se prepararon para una fiesta... antes de que descubriesen que sus cuerpos eran aún cadáveres movientes que gradualmente iban quedándose inmóviles.

    Allí no hubo testigos de lo que ocurrió después de eso, pero es bastante racional. Las pilas atómicas tenían limitado su tamaño para poder ser controladas. Una pila atómica no explotará nunca. Si se pone indómita, producirá sencillamente calor y calor... hasta una temperatura que dependa sólo de su tamaño y material. Pero las partículas de radiactividad elevaban la temperatura límite de las pilas que destruyeron al reunirse con ellas.

    La actividad de las pilas aumentó por la actividad de la breve vida de los productos que volvían a ellas. El enfriamiento de agua se convirtió en vapor y cesó de manar. Las pilas comenzaron a brillar con un rojo sucio y después con un rojo cereza y más tarde con cegador blanco, sin llegar todavía a la temperatura límite.

    Había demasiada radiactividad de corta vida a su alrededor. Al poco las pilas se vaporizaron y luego se formaron en una sola monstruosa masa de vapor incandescente cuya temperatura autolímite era todavía más alta.

    Eso llevó tiempo. Ocurrió todo una hora después del principio del proceso cuando un enorme globo de incandescente gas lo quedó todo reduciendo la isla a cenizas. La isla fue calcinada, cocida, muerta, desolada.

    Luego el globo de metal vaporizado —casi tenía dos kilómetros de diámetro—, surgió hacia el cielo del mismo modo y por idéntico motivo que se hubiese elevado un globo aerostático. Era tan brillante como el sol, pero absolutamente inocuo. Las radiaciones que emitía eran absorbidas por otros elementos que se convertían en radiactivos y que al instante se unían al globo. El globo ascendió hacia el cielo. Hizo quedar todo tan brillante como si fuese de día en veinte millas a la redonda. Subió, y subió, y subió...

    Cuando llegó el alba, había desaparecido. Su energía se había convertido sólo en luz y calor hasta que perdió masa. Sin duda, si hubiese habido observadores en una situación favorable del planeta Marte, habrían podido ver el resplandor.

    Pero no haría ningún daño más allá que el producir calor anómalo en una zona de cierta parte del Pacífico, que últimamente se resolvió en un área de baja presión creando vientos y precipitaciones... y al poco una tormenta local. Eso fue todo. Sólo las gentes de la isla lo hubieran advertido, y estaban muertas...

    Cuando los contadores de medio también bajaron de 45 y 47 en la costa del Pacífico, el doctor David Murfree estuvo de acuerdo de que se apagase el aparato de Bud. Hacía casi una semana desde su puesta en marcha; entretanto calculó muy de cerca lo que podía haber ocurrido allá lejos, dentro del mar.

    Sabía que nadie que hubiese planeado asesinar a América podría seguir vivo; era desagradable que quedase algo del inmenso aparato preparado para el crimen general. Esperaría hasta que el polvo radiactivo se hubiese extendido sobre América y entrado en la segunda mitad de su vida. Luego volvería con su mujer y su hija.

    —¡Sí, señor! —dijo Bud Gregory con calor—. Es usted un buen amigo mío. ¡Va usted a enviarme este dinero de una manera regular, señor!
    —Te lo enviaré —contestó Murfree—. Cada semana.

    Un chico trajo un telegrama para él. Se lo metió en el bolsillo. Sería un informe de la medición de radiaciones en el medio ambiente, creyó, y eso ya no importaba.

    —Me gustaría darle un... ejem... regalo —dijo Bud Gregory—. Algo para demostrarle mi aprecio, señor. ¿Podría usted... ejem... aceptar el primer chisme que hice? Si no, se lo daría a los niños para que jugasen, porque yo no lo quiero. Si se lo lleva usted le servirá de recuerdo mío...
    —Gracias —contestó Murfree.

    Cogió el autobús que le llevaría a la ciudad más próxima con el aeropuerto. Después de partir el vehículo, abrió el telegrama perezosamente. Era de la central eléctrica que había estado utilizando el invento de Bud Gregory.

    «APARATO ELIMINADOR FRICCIÓN ESTROPEADO HOY. OBRERO DEJO CAER HERRAMIENTA ENCIMA. CASO PODER SUMINISTRAR OTRO TELEGRAFÍE INMEDIATAMENTE.»


    El doctor David Murfree se sintió enfermo. Tenía que mantener la fe de Bud Gregory para futuros tratos, quizá Bud fuese necesario. Había conseguido ganarse esta confianza hasta cierto límite ya. Si pedía más, bajo la segunda amenaza de detener el suministro de diez dólares al día con que Bud contaba, sería el fin de todo. Con ese dinero, Bud Gregory se sentaría al sol, y cuando fuera necesario, estaría a mano. Si no conseguía aquellos dólares...

    En el aeropuerto, Murfree envió un telegrama a sus antiguos jefes del Servicio Civil. Solicitaba que le reintegrasen a su empleo. No sabía cómo podría desenvolverse, teniendo que pagar a Bud Gregory diez dólares al día de su sueldo y cinco mil setecientos al año, pero se daba cuenta desesperado de que tenía que hacerlo. En el aeropuerto de Cleveland recibió una respuesta.

    «SE LE AVISO DE QUE DIMISIÓN SERÍA CONSIDERADA DEFINITIVA. ES DEFINITIVA.»


    Iba firmado por el oficial administrativo que se había opuesto a la concesión del permiso dudando que Murfree pudiese detener —como así había ocurrido— la lluvia de polvo radiactivo que significaba un ataque contra los Estados Unidos.

    Murfree se hundió tristemente en su asiento. Tenía que inventar una nueva fuente de ingresos. Tenía que pagar a Bud Gregory tres mil seiscientos cincuenta dólares al año antes de poder comprar un pedazo de pan para su propia familia. Vivir como había vivido antes le obligaría a ganar por lo menos nueve mil dólares al año. Y la única cosa que tenía ahora, única cosa que antes no poseyera, era el aparato hecho por Bud Gregory.

    De repente se quedó pálido. Silbó para sí y miró por la ventanilla del aparato durante largo tiempo. Luego, tranquilo, se puso a dormir.

    Cuando se reunió con su familia en la estación balnearia de la playa, su esposa estaba preocupada. Ella sabía que había abandonado el Servicio Civil y que no tenía inmediatas perspectivas. Le preguntó cuáles eran sus planes. Él se limitó a sonreír.

    Desempaquetó el desaliñado envoltorio que Bud Gregory le había hecho y que contenía el ingenio que atrajo el agua desde un kilómetro de distancia. Estaban en la pensión, en la que su esposa y su hija habían vivido mientras él estuvo en la costa oeste.

    —Creo que me dedicaré a los negocios —dijo, tranquilo—. Préstame tu anillo de boda como capital, querida.

    La expresión de su esposa era de profundo azoramiento mientras le entregaba el sencillo anillo de oro. Murfree lo colocó en el foco del aparato en donde Bud Gregory había puesto una gota de agua. Apuntó el instrumento por la ventana hacia el mar. Lo puso en funcionamiento. Atraería con su rayo cualquier partícula que resultase ser del mismo material del que había en el foco.

    Estaba la plancha metálica para detener a las partículas arrastradas. El anillo de oro de su esposa se hallaba en el foco y el mar tiene oro. Sólo un gramo de oro por tonelada de agua de mar, con toda seguridad, pero, sin embargo...

    Un depósito de partículas pequeñitas e impalpables se formó en la placa colectora. Cada grano infinitesimal, quizá, salía de una tonelada de agua marina. Pero habían mil billones de toneladas de agua de mar a la vista desde aquella ventana de la pensión e incluso aquella cantidad de agua cambiaría en más o menos, a cada marea. El polvo de oro formó un montoncito en la placa colectora a respetable velocidad. Al poco rato, Murfree apagó el mecanismo.

    —No obstante —dijo—, esto es un material inútil. Saldré y compraré algo de platino. Eso sirve para más cosas... Y vale más que el oro, además. ¡Creo que cualquier día me voy a meter en el negocio de productores de platino!

    Su esposa le miró atónita. Él se explicó.

    —Tengo que pagar a Bud Gregory una pensión y ésta es la respuesta. Voy a construir por mí mismo un laboratorio y ver si puedo conseguir ingresos con lo que tengo a mano. Tengo que ser capaz de darle todo el dinero que él pueda gastar ahora y siempre podré hacer investigaciones por mi cuenta. ¡Ahora sé qué clase de laboratorio necesito! —Luego añadió—: Ha de ser en alguna parte cerca del mar.


    XVIII


    Fue el otro julio cuando el Cuerpo de Señales de los Estados Unidos anunció el descubrimiento de un satélite terrestre desconocido y levantó la mayor polvareda en los periódicos desde el advenimiento del primer éxito soviético. El nuevo satélite circundaba la Tierra entre cinco y seis mil kilómetros de altura.

    El mismo día que se hizo ese descubrimiento, el doctor David Murfree —antiguo empleado de la Oficina de Mediciones— enviaba por correo un cheque a Bud Gregory a las playas de Puget Sound. También el mismo día recibió los documentos de incorporación de una compañía que iba a llamarse «Productos del Océano, S.A.».

    Estaba en una posición peculiar para enriquecerse con el cerebro de Bud Gregory, porque Bud no quería hacerlo y alguien tenía que explotar sus ideas. Aquel mismo día, mientras Murfree estaba atareado en la costa atlántica, Bud se iba a pescar con dos de sus despeinados chiquillos en la otra parte del continente.

    Dos semanas más tarde —la primera quincena de agosto—, se descubrió el segundo nuevo satélite de la Tierra. Estaba más cercano que el primero... Apenas a dos mil cuatrocientos kilómetros de altura. El primero y antiguo satélite estaba bajo continua observación de radar, ahora, y el hecho de que fuese una diminuta luna terrestre se verificó por completo, a pesar de que no podía divisarse por ningún telescopio.

    El día del anuncio del segundo satélite, Murfree asignó la mitad de las acciones de «Productos del Océano, S.A.», a una cuenta acumulativa a nombre de Bud Gregory y su familia. Aquel día, Bud se quedó en casa y durmió junto a una radio portátil. Estaba lloviendo demasiado fuerte para permitirle ir a pescar.

    El tercero y cuarto nuevo satélites —períodos de tres horas, diecinueve minutos, doce segundos, cinco horas, cinco minutos, cuarenta y dos segundos, respectivamente— fueron descubiertos sólo dos días más tarde. El quinto se encontró cuarenta y ocho horas después, y el sexto y séptimo se divisaron con una hora de intervalo, cuando estaban en conjunción y sólo a ochocientos kilómetros de distancia, mil doscientos y mil trescientos kilómetros de altura.

    Murfree estaba muy ocupado por aquel tiempo. Tenía el aparato que Bud Gregory había hecho; no podía ser patentado ni tampoco podía hablar de él, pero era preciso utilizarlo. Por eso había creado «Productos del Océano, S.A.», conseguido una dirección postal en Nueva York y una franja marítima en la costa de Maryland. Celebraba difíciles conferencias con abogados caros —cuyos puntos de vista eran tan remotos de los de los científicos— y con montadores electricistas baratos. Se encontraba cansado. Pero Bud Gregory, mientras, estaba sentado al sol en la costa del Pacífico, sin hacer nada.

    Nadie sospechaba la amenaza existente en los siete satélites invisibles. Se escribían canciones populares acerca de ellos; los programas de radio los empleaban para sus chistes, incluso se veían dibujados en las historietas cómicas de los periódicos. Pero nadie llegó hasta ellos. Nadie comprendió el peligro. Cuando se les identificó como fuente de primer peligro, Murfree no se enteró durante algún tiempo porque penosamente estaba levantando «Productos del Océano, S.A.», hasta conseguir una empresa que funcionase y que pagara dividendos y que cumpliera con las leyes y no diese información acerca de sus procedimientos a nadie. Bud Gregory, mientras, vivía una vida plácida, sin ambiciones, inútil.

    La primera indicación de que las lunas podían ser algo más que meteoritos capturados sobrevino cuando apareció un gráfico en una revista astronómica, mostrando sus órbitas. Tenían ángulos muy raros, no todos cercanos al plano de la eclíptica. Se cruzaban y se pasaban por encima y por lo menos uno de ellos pasaba siempre de cualquier lugar de la superficie terrestre dentro de las veinticuatro horas del día. El orden de su órbita era demasiado perfecto y demasiado exacto para ser casual. Estaba planeado a propósito. Las lunas no eran meteoritos que siguiesen caminos dictados por las circunstancias de su captura. Eran objetos artificiales, viajando en órbitas que les permitían vigilar y quizás amenazar cada lugar de la Tierra cada día.

    El artículo científico que destacaba aquellos hechos sugería que podían ser proyectiles guiados enviados desde la Tierra y que no gastaban fuerza mientras esperaban las órdenes que les enviarían hacia abajo, en busca del blanco escogido. O quizá no fuesen objetos terrestres, sino espacionaves.

    Podían ser una flota de navíos exploradores de un planeta perteneciente a otro sistema solar, que no querían tomar contacto con la humanidad, pero que la observaban como preparación de propósitos que podían sólo deducirse. Todo el mundo sospechaba que esos propósitos entrañarían la conquista de la Tierra por último.

    El pánico cundió entre la gente del mundo. Si una flota del espacio de alguna raza extraña tenía planes acerca de la Tierra, el peligro era grande. Pero si el hombre había hecho las naves y las envió en secreto hasta los cielos, significaba esto mucho más que peligro. Significaba dominio. Y el que sus tripulaciones fueran hombres o criaturas monstruosas más allá del abismo interestelar, no importaba, su existencia y su amenaza silenciosa causaban terror y pánico y —siendo los hombres tal como son— una furia que casi se convertía en desesperación.

    Murfree estaba ocupado. Muy ocupado. Pero se dio cuenta del peligro de las siete cosas invisibles del espacio y comprendió que era más importante que cualquier negocio privado, y supo que el único hombre en la Tierra que podía ser capaz de hacer algo sobre el peligro se llamaba Bud Gregory. Tomó un avión y se dirigió hacia la costa del oeste.

    Dos días más tarde, Murfree condujo un coche con precaución hacia un estrecho sendero sumido en la niebla. Los focos del vehículo lanzaban un resplandor dorado en el denso banco neblinoso del Puget Sound y apartaban la niebla. Murfree condujo lo más lentamente que pudo. Le era posible ver el borde del camino a cada lado y los troncos de los árboles, pero le era difícil escoger el principio de aquel ramal lateral que conducía a la cabaña de Bud.

    Bud Gregory vivía en una cabaña sita en cualquier parte de aquella tierra. Era fácil equivocarse de camino la mayor parte de las veces. Por la noche, y con aquella niebla tan densa y oscura, sería dificilísimo hallarlo. Murfree disminuyó la velocidad del coche hasta que casi iba al paso, esforzándose los ojos en busca de un signo anunciador.

    Murfree ahora tenía un aparato que era la base del comercio de «Productos del Océano S.A.». No lo entendía, no esperaba hacerlo. Estaba más allá de sus alcances... Tan más allá como el proceso mental de un prodigio matemático que extrae raíces cúbicas mentalmente. Pero él sabía, a pesar de la violenta aversión de Bud Gregory al trabajo, fuere el que fuere, que era el único hombre en la Tierra que podría enfrentarse con la amenaza de siete nuevas lunas de nuestro mundo. Por eso había atravesado el continente, para rogar, para convencer, o para obligar a que Bud entrase en acción.

    Bud recibía diez dólares al día de Murfree por no hacer nada, absolutamente nada. Era la cumbre de su ambición terrestre sentarse al sol, beber cerveza, comer, no molestar a nadie y que nadie le molestase, y no tener que preocuparse del trabajo. Por eso Murfree tenía algunas débiles esperanzas de poder influenciarle.

    Ahora pensó ver una abertura en los bosques a la izquierda. No podía estar seguro, pero detuvo el coche y salió a echar un vistazo. El brillo de los faros del vehículo en la niebla le facilitó el asegurarse. Era el comienzo de un sendero no muy usado que conducía a una abertura entre los árboles jóvenes. No se veían huellas recientes de automóvil, pero Bud quizá no tuviese coche.

    Su hijo Tom había destrozado el último meses atrás. Con toda evidencia, todavía no habría encontrado otro lo bastante viejo y maltrecho como para convenirle.

    Murfree volvió a su coche. Luego oyó un ruido quejumbroso encima de la cabeza. Efectivamente, gritos penetrantes corrieron a sus oídos, corrieron de una forma extraña, bajando desde los árboles. Era la voz de un chico provinente de algún lugar encima de su cabeza.

    —¡Señor! ¡Nos hemos perdido!

    Murfree se quedó inmóvil. Hubo un ligero murmullo. De por encuna de las copas de los árboles. Una voz respondió también en las alturas.

    —¡Cállate! ¿Quieres que se lo digan a papá?

    No se oía el sonido de algún otro motor. Sólo el de la máquina de su propio automóvil y el aletear de la niebla condensada en los árboles. No podía haber ninguna nave volando por encima, ¡Era imposible!

    La voz del niño sollozó, por encima de las copas de los árboles.

    —¡Pe... pero yo quiero ir a casa!
    —¿Es que no vas a cerrar la boca? —volvía a hablar la voz airada del muchacho. Estaba muy cerca de ser la voz de un hombre, pero no lo era.

    Su tono tenía aires amenazadores.

    Entonces, de repente, el corazón de Murfree volvió a comenzar a latir. Científico o no, sentía un irrazonable y supersticioso terror ante los sonidos de un niño en la noche y en medio de un bosque inundado por la niebla. Pero el fraseo de aquel otro que hablaba, del muchacho, le parecía familiar. Era el acento de las montañas Smoky, y Bud Gregory y su tribu de chiquillos hablaban de aquel modo.

    Murfree levantó su propia voz, a pesar de que estaba un poco impresionado por la entera imposibilidad de aquel asunto.

    —¡Ah, los de arriba! —gritó—. ¡Soy el señor Murfree! ¿No sois vosotros los hijos de Bud Gregory?

    Una pausa, luego la voz de la niña asombrada y contenta:

    —¡Si, señor Murfree! Habíamos salido a pescar y volvíamos a casa cuando nos perdimos.

    Murfree tragó saliva.

    —¿Dónde estáis, diablos?
    —Encima de su cabeza, señor, en nuestro bote pesquero. —El que contestaba era el muchacho dubitativo e intranquilo—. Podemos ver las luces de los faros, señor. Si quiere ver a papá...

    Murfree volvió a tragar saliva. Aquello era una locura inmensa. Dos de los hijos de Bud Gregory podían haber estado muy bien en un bote, y pescando, incluso dos horas después de ponerse el sol. Pero una barca de pesca no podía estar flotando a quince o veinte metros del suelo, por encima de las copas de los árboles y por lo menos a cinco kilómetros de la porción de agua más próxima. Murfree se hubiese creído haberse vuelto loco de repente a no ser que conocía muy bien a Bud Gregory.

    —¿Podéis... gobernar el bote? —preguntó.
    —¡Sí, señor! —volvió a ser el muchacho el que contestaba.
    —Voy a encaminarme directo por el camino que conduce a vuestra casa —dijo Murfree. Se daba perfecta cuenta de lo absurdo que era estarse de pie en la niebla en un país solitario, hablando y entablando una conversación con unos seres del cielo—. Voy a seguir adelante ahora. ¿Podéis seguir mis faros?
    —Sí, señor.
    —Entonces probémoslo —exclamó Murfree—. Me detendré y os llamaré con frecuencia.

    Volvió a su coche y tomó por el camino de los bosques. Aquello no tenía nada de sentido común, pero las cosas que estaban en relación con Bud Gregory rara vez lo tenían.

    Bud había construido un mecanismo que dejaba fríos a los neutrones.

    Él había fabricado un aparato que convertía la energía calórica en energía cinética, para hacer que su andrajoso coche subiese las pendientes de las Montañas Rocosas en su huida para evitar que Murfree conociese sus habilidades. Y Murfree tenía intención de hacerle trabajar. Había construido otro aparato que detenía las balas y los proyectiles dirigidos y que los devolvía inequívocamente a su punto de precedencia a la misma velocidad adquirida. Y él había construido un aparato que era una especie de rayo tractor que arrastraba por sí mismo sola a substancias parecidas.

    Murfree estaba utilizando aquel aparato ahora, en «Productos del Océano, S.A.». En su establecimiento de la costa de Maryland... Y el doctor Murfree sacaba mucho más de diez dólares al día de la explotación.

    Pero nada de lo ocurrido anteriormente le produjo tan extraña sensación como esto. Siguió conduciendo por el sendero, atravesando la niebla y entre una maleza cada vez más creciente y densa.

    De vez en cuando llamaba hacia las alturas. Cada vez una voz le respondía feliz desde el vacío de encima de su cabeza.

    Algo le martilleaba en la mente, diciéndole que ésta era la respuesta a su viaje a través del continente, pero que no se preocupase, era un hombre cuerdo después de todo, aunque aquel hecho no tuviese nada de acuerdo. Casi se mete dentro de la casa de Bud con el coche, por causa de su agitación; frenó a tiempo mientras los tableros pelados y sucios se materializaban de entre la niebla. Se detuvo y permaneció inmóvil, sudando. Oyó que alguien se agitaba pesado dentro de la casa que tenía enfrente.

    Luego le llegó también el sonido del salpicar de algo más allá de la niebla. Voces. Bud Gregory que se delimitó a la luz potente de los faros.

    —¿Qué es eso? —preguntó, intranquilo—, ¿Qué desea usted? ¿A quién busca?

    Murfree salió rápidamente. Bud Gregory le saludó con no disimulado calor y hospitalidad...

    Porque Murfree le pagaba diez dólares al día por no hacer nada. Pero Murfree se sentía aprensivo y lo estuvo hasta que oyó sonido cerca y aparecieron los chiquillos. Era uno la hija de ocho años de Bud y el otro el chaval de quince años. El muchacho llevaba una ristra de peces. Parecía intranquilo. La niña sonrió tímidamente a Murfree.

    —Gracias, señor Murfree —dijo, feliz—. Ya me empezaba a asustar.

    Entonces Murfree tragó saliva, se aclaró la garganta y estrechó la mano de Bud Gregory.


    XIX


    A la mañana siguiente Murfree cubrió con su coche los seis kilómetros que separaban el pueblo más cercano de la cabaña de Bud Gregory.

    Fue a comprar periódicos y halló en ellos el principio de lo que se temía. El radar mantenía vigilancia constante en los siete recién descubiertos satélites de la Tierra. Unas catorce horas antes de que la prensa cerrase su edición, el satélite más próximo se había trasladado de su altura normal de ocho mil kilómetros de altura hasta bajar a apenas ochocientos.

    Cruzó el Atlántico norte a esa altura. Entonces, de manera simultánea, un avión trasatlántico dejó de comunicarse por radio con tierra y las antenas de radar informaron que algún objeto se estaba elevando de la superficie terrestre como si fuera a reunirse con el satélite cercano.

    El objeto ascendente —según el radar— salió de la atmósfera, se agitó y después continuó subiendo a gran velocidad.

    Los mayores telescopios de la Tierra giraron hasta enfocar la zona mencionada y vieron, con asombro, a la aeronave de pasajeros desaparecida. Se hallaba entonces a ciento veinte kilómetros de altura y giraba sobre su eje de manera alocada mientras se adentraba en el espacio. Un segundo satélite estaba casi encima. Lo sobrepasó. El avión osciló un poco y entró en línea con un tercer satélite, recomenzando la ascensión.

    El efecto fue casi igual a si lo hubiera arrancado de la Tierra el primer satélite, lanzándolo hacia arriba para que otro lo capturara y repitiese la operación enviándolo sucesivamente cada vez más arriba. Naturalmente que los pasajeros y tripulación habrían muerto ya. No podían sobrevivir en el espacio. El aeroplano continuó subiendo más y más, siendo una patética tumba para sus ocupantes, hasta que bruscamente desapareció a unos once mil kilómetros de la Tierra, exactamente donde debería hallarse el séptimo de los extraños objetos en órbita.

    Murfree se sintió enfermo. No esperaba exactamente aquello, pero sí algo parecido. Los relatos de los periódicos mostraban histerismo, pero no podían ofrecer ninguna explicación. No había la menor pista acerca del origen de los desconocidos satélites del espacio. Podían haber venido atravesando el vacío desde algún sol lejano, o podían haber sido construidos por los hombres. Cualquier nación terrestre equipada con armas tales como espacionaves y bombas atómicas podría sentirse con ánimos para conquistar el mundo. Pero el destino de Alemania y Japón era un aviso contra las ambiciones desmesuradas.

    Los siete objetos podían haber sido lanzados, y puestos en órbita como blancos, como pruebas para la capacidad de otros países de combatir contra tales amenazas. Si el resto del mundo se veía inerme contra ellos, entonces sus fabricantes podrían desenmascararse ellos mismos e intentar gobernar el mundo. Si eran vulnerables, su origen, por el contrario, permanecería en secreto.

    Murfree regresó con los periódicos. Cuando llegaba a la casa, Bud Gregory salía de ella, bostezando.

    —Las lunas eran espacionaves —dije Murfree, ceñudo.

    Bud parpadeó somnoliento.

    —¿Lunas? ¿Qué me dice, señor?

    Murfree desplegó ante él una de las estridentes cabeceras.

    —¿Es que no lees los periódicos, hombre? ¡Este es el motivo de mi venida a verte!

    Bud cogió el diario. Se sentó cómodamente en el porche...

    —Principalmente leo los chistes —admitió.

    Leyó las noticias sin gran interés. Era el único hombre en la tierra —parecía— capaz de descubrir una cosa así como las espacionaves o los rayos tractores semejantes, sin lugar a dudas, a los que apresaron al avión de línea enviándolo al espacio. Pero se sentía completamente inimpresionado por las noticias. Devolvió el periódico y bostezó otra vez.

    —Muy interesante —observó—. ¿Ha desayunado ya?
    —¡Escúcheme! —le ordenó Murfree—. Hace casi un mes...

    Contó con detalle a Bud lo ocurrido hasta la fecha: el descubrimiento de los satélites y el significado de sus órbitas. Acabó de manera áspera:

    —Vine para preguntarle si puede hacer algún aparato que pueda controlar la situación. ¿Ha intervenido en su creación?
    —¡No, señor! —Bud parpadeó—. Usted me viene pagando diez dólares al día para poder vivir. ¿Para qué me iba a molestar poniéndome a trabajar?
    —Eso creía —contestó Murfree, todavía más ceñudo—. Pero es un asunto malo. Estamos sólo al principio, sospecho. ¿Qué puedes hacer para ocuparte de esos satélites? ¿Qué necesitas para empezar a trabajar?
    —No necesito nada, señor Murfree —dijo Bud con placidez—. A mí no me molestan. ¿Por qué he de meterme con ellos? No tengo la menor idea de matarme trabajando, y mucho menos cuando cobro diez dólares diarios.
    —¡Ya se han metido contigo! —le respondió Murfree—. ¡Han estado a punto de matar a dos de tus hijos!
    —¿Cómo es eso, señor? —Bud le miró fijamente.

    Murfree le contó en breves palabras la increíble experiencia de la noche anterior, en la que fue saludado desde las alturas y tuvo que servir de guía a dos de los hijos de Bud cuando estaban.

    —En el aire —según ellos dijeron— con un bote de pesca.

    Bud asintió, compungido.

    —¡Oh, eso! —exclamó—. Claro que era nuestro bote. Mi chico es aficionado a pescar, como yo. Pero el motor de aquel bote no era bueno y tuve que prepararlo otro igual al que hice para mi coche antes de hacerse polvo en el choque. Ya sabe usted, señor, el chisme que le hacía subir las cuestas arriba. Y luego —añadió Bud como excusándose— empezó a conducir el bote demasiado de prisa y el fondo comenzó a desgastarse y pudrirse demasiado, así que me temí que algún día se ahogara y preparé... ejem... un chisme que hace que el bote se levante un poco. Es parecido al que le regalé, señor, sólo que éste despide el agua y así se eleva la lancha. Era más fácil que cambiar las planchas del fondo. ¿Lo comprende ahora, señor?
    —Sí —respondió Murfree con grandes dosis de autocontrol.

    Bud llamó perezosamente a su hijo y le dio órdenes. El muchacho, de mala gana, se dirigió al bote amarrado a un poste ante la puerta de la casa. Un brazo del Puget Sound se adentraba en la recortada tierra y proveía a Bud y su familia de pesca. El muchacho subió al bote. Lo empujó agua adentro. Murfree se puso tenso.

    La vetusta, maltrecha y carcomida embarcación salió literalmente disparada hacia el centro del estuario delante de la choza. Viajaba como una bala, sin dejar estela alguna. Es decir, una minúscula originada por el timón. El mismo bote parecía sencillamente no tocar al agua. Se había levantado hasta que sólo su quilla cruzara la parte superior de las olitas, tal y como si fuera un patín sobre el hielo.

    Al llegar al centro, la lancha viró. Murfree lo pudo ver con claridad. Sólo rozaba la superficie. Aceleraba con una presteza loca. Alcanzaba los ciento veinticinco kilómetros por hora... y las lanchas no suelen correr tanto. Luego el muchacho aminoró la marcha, paró por completo y agachándose manipuló algo del interior. Después la embarcación se levantó del agua en línea recta. Ascendió hasta unos doce metros, la altura de una casa de cuatro pisos, y permaneció quieta en el aire. Era ingobernable cuando estaba arriba. No accionaba el timón. Pero después de unos momentos, el muchacho la bajó y la condujo de regreso al muelle.

    —¡El muy bribón! —dijo cariñoso Gregory—. Lo tenía arreglado para que el bote se levantara sólo medio metro. ¿Para qué quiere subirlo tan alto?
    —Claro que eso vale un millón de dólares —apuntó Murfree inquieto—. Hace inútiles a los helicópteros y a los aviones.
    —¡Cáscaras! —exclamó sonriendo Bud—. ¡Usted quiere que haga más chismes como ese! ¡Me conoce muy bien, señor Murfree! Ahora soy muy feliz. Puedo beber cerveza y comer bien y no me meto con nadie ni nadie se mete conmigo. No estoy dispuesto a matarme trabajando. ¡Estoy muy satisfecho con lo que soy!
    —Y yo —intervino Murfree— estoy muy satisfecho también con el aparato de ese bote. Es parte de lo que se necesita, de todos modos. Voy a ir a Seattle a comprar material para que puedas trabajar. ¡Y mientras me voy y estoy fuera, piensa en esto!

    Le entregó el resto de loa periódicos. Pero señaló al de Seattle. Sólo, de entre los demás periódicos de los Estados Unidos, el «Seattle Intelligencer» no colocaba en primera página la historia del día. El «Intelligencer» colocaba una foto de la parte baja de la ciudad, en donde por encima de los más altos edificios se veía un objeto alargado parado en el aire. Murfree acababa de verlo posado de igual modo, por eso lo borroso de la foto del periódico no le impidió reconocer en él al bote de pesca de Bud Gregory. flotando serenamente por encima de la asombrada y asustada ciudad. Y los titulares decían: «¡LAS ESPACIONAVES MERODEAN SOBRE SEATTLE!»

    Y en letra más pequeña se informaba: «¡TODAS LAS ARMAS DE LOS ESTADOS UNIDOS DEBEN UTILIZARSE CONTRA LOS INVASORES ESPACIALES!»

    Y aún había un tercer encabezamiento: «¡LOS CAÑONES ANTIAÉREOS HAN LLEGADO DEMASIADO TARDE PARA ABRIR FUEGO CONTRA LOS INVASORES QUE SOBREVUELAN LA CIUDAD! ¡EL EJÉRCITO TIENE ORDEN DE DISPARAR EN CUANTO SE DIVISE UN ENEMIGO!»

    Mientras Bud sentía crecer el pánico ante el peligro corrido por sus hijos, Murfree salía con el coche al camino del bosque. Iba a comprar algo para que Bud Gregory lo convirtiese en un arma eficaz contra los siete navíos que circundaban la Tierra por el espacio.

    El ejército mundial era inútil por completo. Y ahora que ya no había duda acerca de la naturaleza artificial de los nuevos satélites, o de que albergaran tripulaciones de seres inteligentes —hombres muy posiblemente— todo el mundo se esforzaba en entrar en comunicación con las misteriosas naves.

    Señales en onda corta, onda larga, microondas, frecuencia modulada, amplitud modulada, señales en cualquier tipo concebible de emisión, eran lanzadas hacia los pequeños e invisibles objetos que giraban en torno al globo. No hubo acuse de recibo ni respuesta. Kilómetros cuadrados de espejos fueron instalados y enfocados para hacer señales visuales reflejando la luz del sol en dirección a la impasible flotilla. También ignoraron aquello.

    Y Seattle no era la única ciudad que había sido curiosamente explorada por los viajeros del espacio. Teherán, un pueblecito de Shropshire, Inglaterra, una ciudad bastante grande de Checoslovaquia, y Durham, N.C., informaron seriamente que habían sufrido una exploración desde escasa distancia por las espacionaves.

    Sólo Seattle pudo proporcionar fotografías, no obstante, y las de esta última ciudad eran confusas e imprecisas. La razón pudo haber sido que cierta clase de fotografías claras, mostrando un bote de pesca que flotaba en el aire, con dos despeinados chiquillos asomados a la borda, fueron desechadas como fotos que indudablemente habían sido trucadas.

    Luego la luna más lejana de las últimas descubiertas fue fuente de noticias. Dejó su órbita y se acercó a la Tierra. Su vecina inmediata la siguió en su descenso. Las dos formaron junto con la descubierta en cuarto lugar, una especie de formación en la misma órbita y pareciéndose perseguir mutuamente en torno al planeta cada una de las tres a distancia de un tercio de círculo de las demás. Estaban, entonces, a cinco mil quinientos kilómetros de altura.

    Aquella prueba era suficiente de que las espacionaves planeaban alguna acción futura. Un planeta impotente e indefenso descubría su impotencia y su indefensión y esperaba con la curiosidad idiota de los indefensos ver lo que ocurriría.

    Murfree volvió a Seattle. Bud Gregory dormitaba feliz en una silla apoyada contra un árbol próximo a la casa. Cuando Murfree le despertó para discutir lo que se necesitaba, Bud parecía incómodo y testarudo.

    —Señor Murfree —dijo con obstinación— usted es un buen amigo mío. Creo que es el mejor que un hombre pueda tener. Usted me paga cada día diez dólares, llueva o haga sol, y yo me siento feliz. Estoy satisfecho. No quiero más dinero. No quiero nada excepto lo que tengo. Usted es muy bueno conmigo, señor Murfree, pero cuando comienza a hablar de hacer algo contra esas cosas del cielo que nadie ha visto siquiera, me pide usted que me meta en un sin fin de molestias acerca de algo que no me importa en absoluto...

    Se arrellanó en su silla, enteramente satisfecho.

    —Vamos a necesitar un impulsor como el que tienes en el bote, sólo que mucho mayor —dijo Murfree—. Y un dispositivo elevador como el de la lancha y alguna especie de arma que tendrás que inventar.
    —Señor Murfree —contestó Bud con amabilidad—. Le aprecio a usted y todo eso, ¡pero no voy a matarme trabajando por nadie!

    Murfree le miró con insistencia.

    —Pareces tozudo —dijo ceñudo—. Debes tener algún dinero ahorrado del que yo te he estado pagando.
    —Sí, señor —asintió Bud—. Mi mujer ahorra y los chicos pescan y cazan perdices y cosechan plantas silvestres comestibles. Tengo casi trescientos dólares ahorrados. No veo razón para preocuparme de nada.
    —Esas espacionaves que arrebataron al avión de línea...
    —¡Esas no se meten conmigo! —repitió obstinado Bud.
    —¡Si vienen de otro sistema solar saben que somos civilizados! ¡Van a tratar de descubrir si estamos indefensos! ¡A menos que descubran que podemos defendernos, puede que decidan apoderarse de nosotros! ¡Y si vienen de alguna parte del planeta están seguramente tratando de averiguar si el resto del mundo tiene defensa! ¡Y si no les demostramos que sí podemos, con toda seguridad tratarán de ocuparnos!
    —Señor Murfree, yo no me meto con nadie ni molesto a nadie.
    —¡Escúchame! —exclamó Murfree—. ¿Te acuerdas del aparato que me regalaste?

    Bud parpadeó y asintió. Era un artificio de bobinas y pedazos de vidrio y de un cable de hierro que se volvía blanco de escarcha cuando el aparato funcionaba. Una muestra de sustancia colocada en un extremo o foco atraía a cualquier materia similar que se hallara en línea recta con el eje principal de su bobina más importante.

    Había una cuidadosa instalación en la costa de Maryland, con dínamos y electrodos hundidos en el mar cerca de la playa y con aparatos mucho más complicados y guardados celosamente que Murfree había diseñado para que, sin embargo, no hicieran nada, aun cuando aparentaran estar funcionando constantemente. Pero muy a menudo apuntaba el artificio de Bud Gregory hacia el mar y lo ponía en funcionamiento, en el más absoluto de los secretos. Una pizca de oro, o de platino, o de cualquier elemento raro y necesario, era colocado en el extremo pequeño de su bobina. Y el ingenio reunía moléculas de oro, o platino, o del mismo material de la muestra, cualquiera que ésta fuese, extrayéndolas del mar.

    Incluso descomponía compuestos químicos, como si operara por alguna especie de electrólisis. Y en el mar, por lo menos, hay rastros de todos los elementos conocidos: el oro se encuentra en un porcentaje de un sexto por cien en cada palmo cúbico de agua marina. Cincuenta kilos de oro, o treinta de platino, podían ingresar en los cofres de «Productos del Océano, S.A.» en veinticuatro horas de operación. Y entraban.

    —Estoy utilizando ese aparato —dijo Murfree— para sacar oro del mar. Me estoy haciendo rico.

    Bud Gregory se relajó.

    —Eso es magnífico, señor. ¡No sabe cuánto me alegro!
    —Tú también te haces rico —añadió Murfree con indiferencia—. He formado una compañía y te he reservado su mitad. Creo que a tus hijos les puede gustar ser ricos el día de mañana, cuando crezcan.
    —¡Quizá les guste, señor, quizá les guste! —asintió Bud—. ¡Eso es un gran detalle por su parte!
    —Tú puedes cobrar veinte o cincuenta o cien dólares al día, si así lo quieres —añadió Murfree—, y yo he comprado esta cabaña y mil doscientos acres de tierra alrededor poniéndolos a tu nombre.

    Bud pareció alarmarse.

    —¡Un momento, señor! —protestó—. ¡Se me va a presentar el sheriff con la declaración de impuestos...!
    —Yo te estoy pagando los impuestos —dijo Murfree—. Descontándolo de tu dinero. Yo administro tu fortuna. Claro que te rendiré cuentas cuando tú quieras. —Entonces añadió con deliberación—: Causa muchas molestias, no obstante, eso de cuidarse de tus tierras y de los impuestos del gobierno y los del Estado y de las inversiones y lo de crear rentas vitalicias para ti y los tuyos, etc.
    —Coja el dinero que quiera en concepto de indemnización por las molestias —dijo Bud con aire generoso—. Coja todo lo que guste, señor, mientras me quede a mí lo que necesito.
    —El único pago que quiero —atajó Murfree ceñudo— es el de algunos aparatos. Un elevador y un impulsor mucho más fuertes y potentes que los que tiene el bote. Y algunas armas. Necesito que las hagas para mí.

    Bud sonrió.

    —¿Tratando de hacerme trabajar, eh, señor? ¡Entonces deje que el dinero se vaya al diablo. ¡Ahora cobro diez dólares al día y si se acaban todavía me quedan trescientos que aún no he gastado!

    Con un encogimiento de hombros Murfree se volvió para marcharse.

    —Eso es como tú piensas —dijo con sequedad—. ¡Está bien! ¡Te voy a entregar todo tu dinero! ¡Todo! Ya te lo administrarás tú mismo! He acabado con eso! —Caminó hacia su coche y se detuvo para añadir—: Dentro de una semana te arrestarán... por no rellenar los impresos de la declaración de ingresos. Habrá órdenes de detención contra ti por no declarar la propiedad de las tierras. Tendrás que responder en persona, porque yo soy prácticamente un empleado tuyo. Además tendrás que llevar bien claros tus libros de contabilidad, pagando los derechos correspondientes. Dentro de quince días estarás trabajando día y noche pagando fianzas y atrasos de impuestos... e irás a la cárcel si no lo haces, ¡Adiós!

    Bud Gregory se puso en pie de un salto.

    —¡Un momento, señor! ¡Usted no puede irse así!
    —Pues me voy —le contestó Murfree—. Prácticamente ya me he ido. Te he hecho rico a ti y a tus hijos también. Si prefieres ir a la cárcel antes de matarte a trabajar, eso no es asunto mío!

    Abrió la portezuela de su coche y entró. Pero Bud de un salto corrió ansioso tras él.

    —¡Eh, señor Murfree! —protestó—. ¡Espere! ¡Cielos, señor Murfree! ¡No puede hacerme eso a mí! ¡Ejem... ejem... si quiere alguna clase de chismes de los que puedo hacer... claro que trataré de fabricárselos, señor! ¡Pero no se vaya y me deje con todo ese jaleo, señor! ¡Por favor!


    XX


    Pero las tripulaciones de las espacionaves eran seres extrahumanos, que no conocían a la humanidad, o eran hombres y se conducían de un modo implacable en una guerra de nervios y en una prueba exhaustiva de la capacidad del mundo exterior a su nación para defenderse. Cuatro días después de la captura de un avión trasatlántico, cuatro vagones de la Compañía de Ferrocarriles Transiberiana volaron hacia el cielo, acompañados de una masa tumultuosa de vías, traviesas y otros restos.

    Dos días más tarde, un edificio en el barrio de Georgetown, de Washington, D.C., subió rechinando hacia el cielo en una masa informe de maderos y escombros. Dos días más tarde todavía —no había ningún aviso de ninguna clase— los radar del área del Pacífico advirtieron un objeto que se elevaba. Los telescopios lo localizaron a dos mil metros de altura. Era un barco a vapor, su casco rojo oscuro, se elevaba insólitamente hacia la nada, hacia alguna inimaginable cita entre las estrellas.

    El barco no pudo ser identificado y pasarían semanas antes de que se pudiera sospechar su nombre mediante el dato de su no llegada a ningún puerto. Hombres o monstruos según los catalogaba la curiosidad pseudo-científica, las tripulaciones de las siete espacionaves eran implacables.

    Oleadas de pánico barrieron el globo. La pérdida en vidas, claro, había sido relativamente pequeña. No llegaban en total a cien personas. Pero la absoluta indiferencia a las humanas comunicaciones y la total incapacidad de los hombres para luchar alimentaron el terror. Cada ser humano de la Tierra estaba a merced de las cosas invisibles del cielo. Y no sólo no había ningún modo de pelear, es que no se sabía contra quién se podría pelear.

    Cada lugar de la Tierra pasaba bajo la vista al menos de una de las espacionaves una vez por día. No había ningún ser humano que no pudiese ser arrebatado según la voluntad de cualquier criatura que tripulase las espacionaves satélites girando alrededor de la Tierra.

    Puede ser que Murfree, que conocía lo que Gregory podía hacer, y Bud en persona, fuesen las dos únicas criaturas de la Tierra que no sintiesen infinita desesperación. Murfree hizo viaje tras viaje a Seattle, apremiando con frenesí los cambios que había ordenado en un objeto que encontró y compró con fondos de «Productos del Océano, S.A.».

    Las reglas de la Unión eran complicadas. Había una amenaza de huelga jurisdiccional. Pero pagó vez y media, y dos veces, y dos veces y media, y casi tres semanas después de su llegada a la cabaña de Bud, un remolcador traía con cables una barcaza, una gabarra plana en el estuario que se abría delante de la puerta de Bud Gregory. Murfree salió lleno de impaciencia. Pagó sin rechistar. La gabarra fue anclada y el vapor marchóse. Después Bud entró dudoso a mirar lo que allí había.

    No era impresionante. Murfree había encontrado un enorme tanque de agua en Seattle, creado para almacenar agua caliente para una instalación industrial. Tenía unos dos metros de diámetro y una longitud de seis. Lo había conseguido transformar en una monstruosidad.

    Habría ahora un espesor de treinta centímetros de material aislante cubriendo la parte exterior. Habían seis protuberantes ventanillas, con ventanas de vidrio de cuarzo, permitiendo a un hombre dentro mirar en todas direcciones. Había una escotilla que permitía la entrada a un trabajador para que pudiese limpiar el tanque. Ahora estaba cerrada por una puerta inconvenientemente pequeña. Había también una especie de piso de madera dentro. Y también todavía más aislación térmica. Eso era todo.

    —¡Cielos, señor Murfree! —exclamó Bud—. ¿Qué va usted a hacer con esta cosa?
    —Tú eres el que va a hacer algo con ella —le respondió Murfree—. Es a prueba de aire, está aislada, y tiene ventanas. Proporciónale un impulsor espacial y un modo de dirigirla y algunas armas para luchar y quedará convertido en una espacionave. ¡Eso es lo que tenemos que hacer!
    —¿Quiere usted decir, señor —preguntó Bud incrédulo—, que subirá usted en esta cosa?
    —Estoy muy asustado —admitió Murfree—, pero alguien tiene que subir.
    —¿Pero... ejem... porqué usted? ¿Y por qué tengo yo que matarme a trabajar...?
    —Tú eres un hombre sensato —dijo Murfree—. Tú te ocupas de tus propios asuntos. Eso es muy prudente. Pero los locos como yo, que no nos gusta estarnos mano sobre mano, quieren hacer funcionar las cosas. Desde luego, no deseo arriesgarme el pellejo. Pero incluso querría menos que lo que yo más amo en este mundo, mi hija, viviese en un mundo gobernado por criaturas del espacio exterior de cinco ojos y dieciocho manos. ¡Y menos todavía quiero arriesgar a que los demás hombres puedan convertir la Tierra ésta en un mundo de tiranía!

    Bud parecía infeliz y miraba al objeto enorme posado delante de su puerta.

    —¡Está usted loco! —exclamó—. Esos tipos tienen armas muy especiales.
    —Sí, una especie de rayos tractores —asintió Murfree—. Por eso arrancan las cosas y las lanzan al espacio. ¿Cómo los derrotarías, Bud? ¿Y cómo los barrerías del espacio? ¿O es que son demasiado fuertes para ti?
    —¡Cáscaras! —saltó Bud—. ¡No es eso! —Luego se quejó—. ¡Pero va a traer muchísimo trabajo! ¡Y yo que me imaginé que no iba a tener que preocuparme nunca jamás por nada!

    Precisamente en el instante en que Bud Gregory se quejaba, los ciudadanos de Illyria se dirigían desprevenidos a sus trabajos diarios. Conocían, claro, lo de las espacionaves. Se habían enterado de casos de personas y cosas arrebatadas de la superficie de la Tierra y enviadas al vacío.

    En cualquier lugar, a cualquier hora, podía desarrollarse otra tragedia parecida. ¡Pero habían tantos sitios! Actualmente, los ciudadanos de aquella pequeña ciudad trataban de pensar en que los informes de peligro de los diarios y de la radio formaban parte de una preocupación general —y algunas veces espeluznante—, eran hechos que ocurren, no a ellos, sino a los demás...

    Eran las diez en punto de la mañana. Un cálido sol caía sobre las arboladas calles y sobre los tejados de las casas de Illyria. El distrito comercial formado por tres manzanas desplegaba una normal actividad mañanera. Camiones de las granjas y furgonetas se alineaban a lo largo de los bordillos de las aceras. Sudorosos ciudadanos iban arriba y abajo.

    Era una ciudad en que todo el mundo hablaba con todo el mundo, porque cada cual conocía a los demás. Los caballos agitaban las colas espantando los tábanos; una recia granjera los dejaba atados a un poste mientras compraba; el establecimiento de refrescos tenía sus sedientos clientes y dos hombres cargaban sacos de pienso para gallinas en la furgoneta de una granja. Todo era plácido y somnoliento en la mañana como otras en días anteriores habían sido.

    Entonces se produjo un crujido fantasmal en el borde de la ciudad y, precisamente aquel borde, comenzó a levantarse hacia el cielo, exactamente como si hubiese sido construido en una alfombra gigante y alguien levantara un extremo. Los del distrito comercial miraron hacia los tejados y caminos de la sección norte de la ciudad, los vieron levantarse en ángulo recto hacia el cielo. Después...

    Nadie sabe, claro, lo que sintió el pueblo de Illyria mientras el suelo crujía y se levantaba bajo sus pies. Nadie puede sospechar las sensaciones de la gente civilizada cuando kilómetro y medio cuadrado de campo, incluyendo la pequeña y próspera ciudad, saltó hacia el cielo como si cayese en un abismo.

    Una masa caótica, confusa, terrible de casas y tierra y camiones y caballos y seres humanos y árboles y aceras salió disparada hacia el cielo. Aceleró con rapidez. El rugido fue apagado por el gemir del aire mientras los cientos de miles de toneladas de materia, incluyendo casi mil cien seres humanos, parecían caer hacia el cénit. Pero el gemido del viento se hizo más débil y más lejano cuando toda aquella masa confusa alcanzó alturas en donde el aire estaba muy enrarecido.

    Mientras el aire se hacía más y más tenue, claro, el sonido se hacía más y más débil.

    Y al poco, cuando lo que había sido una ciudad pacífica y tranquila había pasado los límites de la atmósfera, cuando todo ser vivo que respiraba o crecía estaba congelado en el frío implacable del espacio... entonces no se produjo ninguna clase de sonido. Ni siquiera los rechinamientos de las masas de tierra y piedra y de las cosas que antaño fueron vivas.

    El planeta se preparaba para luchar, con las manos vacías. Planes elaborados de defensa se sugirieron, claro. Se propuso manufacturar bombas en cantidades enormes y extenderlas por la Tierra para que cualquier objeto de cierto tamaño, como un posible navío del espacio, estallara al acercarse a ellas. El sistema de detonación de las bombas no había sido inventado todavía.

    El programa de proyectiles dirigidos de cada nación fue aumentado con convulsiva prisa. Falsos inventores e impostores surgieron y clamorearon a través de toda la Tierra. Por lo menos un individuo persuadió a un grupo de patrióticos y sesudos ciudadanos de que no había recibido una buena acogida en Washington.

    Demostró un modelo de radio-desintegrante muy convincente y recibió cincuenta mil dólares en efectivo para costear un generador radiante de tamaño grande que pudiese hacer explotar a las espacionaves incluso aunque estuviesen tan lejos como en las proximidades de la Luna. Luego se desvaneció por la noche y se fugó a Sudamérica, con los fondos. Y su equipo de pruebas demostró que había causado las presuntas explosiones por una normal detonación de pequeñas cargas de T.N.T. producidas eléctricamente.

    Hubo organizaciones que se crearon para destruir las naves del espacio con ondas de calor. Hubo propuestas de levantar gigantes espejos solares de quince kilómetros de lado para con ellos deslumbrar a los pilotos de las naves del espacio.

    Más inmediatamente práctico, pero igualmente dudoso, fueron las proposiciones de ciertos políticos y propietarios de periódicos. Gritaron como un acto de fe que las espacionaves eran de origen humano, lo que era muy probable, y que sus hazañas de arrebatar los objetos y ahora la destrucción de una pequeña ciudad eran actos de guerra, encaminados sólo a aterrorizar a las naciones que más tarde serían sojuzgadas. Cuando la Tierra estaba convencida de su indefensión, la nación responsable se revelaría a sí misma como dueña del planeta. Y el modo de derrotar aquel plan era bombardear ahora, a la nación responsable. Hacerla estallar con bombas atómicas de uno a otro confín. Destruirla por completo. A menos que al comprender la intención del mundo entregase sus arsenales y diese a la publicidad el secreto de sus naves. Por desgracia, no había pruebas convincentes para ninguna nación acerca de su posible culpabilidad. Murfree oyó todas aquellas distintas proposiciones con la radio portátil que Bud Gregory no permitía que su hijo se llevara muy lejos. Bud tenía un interés plácido en las operetas. Cuando comenzó a trabajar en el aparato para Murfree, la radio tenía que estar funcionando a todo tren y proporcionando así un fondo musical. De todos modos, trabajaba de mala gana. Murfree le contemplaba inquieto.

    —¡Si hay algo que pueda hacer, aunque no lo entienda, no tienes más que decírmelo!

    Bud se volvió desde donde estaba trabajando con ironía.

    —¡Oh, sí, señor! Necesito otra bobina como ésta. Hágala lo mejor que pueda señor, y si es necesario arreglarla después, la arreglaré.

    Se instaló feliz mientras Murfree se ponía al trabajo con premura, duplicando también como pudo las curvas irrazonables cuyas variaciones de regularidad parecían tener un cierto orden que ni siquiera le era posible adivinar.

    —Ésta es para el impulsor, señor —dijo Bud profundamente contento, meciéndose en su silla—. Es muy sencilla, señor. Cuando usted coloca algo en el extremo pequeño de esta bobina, el chisme atrae a otro material de la misma clase a lo largo de la línea que sale por el extremo final y grande. Si usted coloca algo en el extremo grande, el chisme empuja a esa clase de material. Coloque agua en el extremo pequeño y el chisme impulsará agua; póngala en el extremo grande, y el chisme se irá atraído hacia ella.
    —Como esa cosa que tengo —dijo Murfree con brusquedad—. La hice sacar oro y platino del mar. ¡Es un rayo tractor! ¡Como los de las espacionaves!
    —Sí —dijo Bud y bostezó—. Claro que usted no puede hacer un rayo que empuje a nada y a todo. Aunque no tiene que empujar o impeler a algo en especial.

    Murfree esperaba, trabajando.

    —Supongamos —dijo tras un momento—, supongamos que tú pones dos cosas diferentes en la misma bobina una a cada extremo, ¿puede empujar a una y atraer a la otra?

    Bud asintió y volvió a bostezar.

    —Claro, señor. Ese bobinado lo está haciendo bien, señor.
    —¡Escucha! —gritó Murfree—. Supongamos que yo monto una serie de cosas diferentes en un disco, y así montado puedo hacerlo girar para que cada una de las materias distintas se coloquen en su sitio... ¿Daría resultado?

    Habló ansioso, apremiante. Bud le escuchaba parpadeando perezoso.

    —Claro —admitió—. Trabajaría. Daría resultado. Vaya adelante y hágalo si así lo quiere. Todo irá bien.

    Dormitó mientras Murfree trabajaba todavía más de prisa. El doctor David Murfree tenía el sentimiento frustrado de que hacía cosas que trabajaban, que funcionaban, y que no comprendía. Devanó las bobinas, con sus pedazos de vidrio aquí y allá y sus cables arbitrarios en ángulos raros y con improbables curvaturas que nada significaban para él. Por todo lo que sabía de física las bobinas no servirían para nada en absoluto. Pero había visto devanados como aquellos trabajando antes y por eso los hizo sin rechistar. Por eso, porque Bud Gregory los comprendía.


    Murfree trabajó doce horas seguidas durante tres días sucesivos antes de poder asignar valores más o menos arbitrarios a las diferentes partes. No pudo ver cómo tenían justificación aquellos valores, lo mismo que tampoco los podía ver un salvaje que aprendiese a devanar un electro-magneto y que no sabría nada de líneas de fuerza o del significado de las vueltas y de los amperios. Al cuarto día, una ciudad al sur de España fue arrancada de cuajo.

    Murfree no se detuvo entonces a las doce horas de trabajo. Siguió, con los labios tensos, montando los toscos aparatos en su lugar dentro del tanque de agua que tan absurdamente había preparado. Bud Gregory bostezaba y se acostaba a dormir. Murfree trabajó toda la noche serio y cada momento más agotado.

    Cuando Bud salió a la mañana siguiente y le vio trabajando todavía con una linterna, miró parpadeando a su invitado.

    —Seguro que tiene usted prisa en hacer que ese chisme funcione, señor. Mire... déjeme a mí durante un ratito. Eche usted una cabezadita.

    De Bud aquello era el máximo de la generosidad. Murfree se acostó y se durmió al momento, soñando vagas pesadillas de continuar montando aparatos que no comprendía con el miedo constante de que lo estaba haciendo mal.

    Bud Gregory le despertó, sacudiéndole con aspereza y el rostro de Bud estaba desencajado de pánico.

    —¡Señor Murfree, señor! —jadeaba—. ¡Despierte! ¡La radio dice que ha comenzado el gran jaleo! Esas naves del espacio, señor, están matando a la gente a miles! Y vienen hacia aquí! ¡Tenemos que comenzar a marcharnos!

    Una voz tenue entró por la escotilla del tanque absurdo en el que Murfree había trabajado con fatiga y estupor. El hijo de Bud Gregory, Tom, tenía cerca la radio de la abertura para que sus palabras fueran audibles.


    «...Las espacionaves han estado lanzando rayos tractores en todo el país como si barriesen su camino. Nubes de tierra y piedra saltan hacia arriba, a kilómetros y kilómetros de altura, luego vuelven a caer a la Tierra cuando cortan la potencia del rayo. Todo lo aplastan al caer. Aquella nave ha barrido prácticamente ya a Phoenix, Arizona, y Denver ha sido seriamente dañada. Cada lugar habitado está siendo destruido, bien mediante el envío de sus casas hacia el cielo para dejarlas caer de nuevo, o enterrándolo bajo miles de toneladas de materia que cae del cielo...» Hubo un áspero chasquido. Otra voz se oyó ante el micrófono. «¡Una segunda espacionave ha comenzado la destrucción! Su órbita se cruza en los Estados Unidos precisamente el sur de Chicago y pasa cerca de Seattle en la costa del Pacífico. ¡Lo está destrozando todo! ¡Llegará a la costa dentro de...!»


    Murfree estaba confuso, se despertó fresco del sueño para enterarse del próximo desastre. Estaba también asombrado, por la imagen de la ilimitada destrucción que volvía a la Tierra en un caos y que arrancaba de raíz ciudades, que barría a la humanidad para causar horror a los pocos supervivientes.

    El ruido de la radio, cesó con brusquedad. La puerta de la escotilla fue cerrada. Al instante el monstruoso tanque se agitó con violencia. Murfree sintió una sensación como si ocupara un ascensor ultrarápido. Y, aún turbado por sus fuertes pesadillas, vio a través de una de las ventanillas que la Tierra caía con rapidez alejándose de ellos.


    XXI


    Ni la imaginación más calenturienta hubiera sido capaz de formarse la imagen de una espacionave tan singular como la que se elevó delante de la cabaña de Bud Gregory, junto al Puget Sound. Era informe y sin gracia. Quedaba abultada con las placas de aislamiento exterior. Ni tenía proa ni popa. Tampoco tenía tolvas para desahogo de los cohetes, ni precisos y eficientes instrumentos a bordo, ni giróscopos. La nave no tenía sala de control ni doble compuerta para el aire; no había ni un solo traje espacial, ni tampoco nada de la precisión más aceptable en cuanto a su acabado. Nada podía ayudar a la navegación. Era, verdadera y literalmente, un tanque de agua caliente que oscilaba y subía hacia el firmamento.

    Las características del terreno disminuían de tamaño y desaparecieron del todo con la distancia. El mar parecía extenderse debajo y las montañas retroceder hacia el horizonte hasta sumirse en él. Las nubes comenzaban a llenar el espacio de debajo de la aeronave. El cielo se hizo más oscuro. Tomó un color púrpura. Luego se hizo negro, con estrellas brillando furiosas y chorros de luz blanca crecientes de imposible veladura procedentes del sol, que llegaban incluso a calentar el aislamiento interior del tanque de agua, convertido en espacionave.

    Bud Gregory volvió la cabeza. Estaba mortalmente pálido y el sudor frío perlaba su frente.

    —¡Señor Murfree, señor! —gimoteó—. ¡Tome los mandos! ¡Estoy asustado!

    Lo estaba. Murfree tomó los controles. Había colocado juntos todos aquellos fantasmales montajes hechos con cables y barras e improvisadas secciones de vidrio. Sabía cómo funcionaba la nave, si es que a aquello se le podía llamar nave, pero no sabía cómo operaba todo aquel conjunto.

    Allí estaba el aparato presor actuando sobre el agua, empujando sobre aquella humedad no sólo del mar sino la que estaba en suspensión en la superficie de la tierra y también las aguas del suelo. Aquello mantendría al armatoste lejos del suelo. Ahora estaba mucho más allá de la atmósfera.

    Murfree, con una gran fuerza de voluntad para mantenerse en calma y poner en acción otro rayo. Como el aparato presor, éste trabajaba sobre agua y también la expelía. En su punto de ataque empujaba las partículas acuosas, pero éstas estaban tan atenuadas por su dispersión que la gravedad podía mantener fácilmente todo el líquido abajo. El impulso no agitaba al agua, sino que accionaba al navío mismo. Empujaba al navío espacial en dirección al rayo, mientras éste apuntara hacia la humedad.

    La desmañada nave, de hecho, podía alzarse a cualquier altura sobre la Tierra y podía impulsarse recorriendo la curvatura terrestre; pero cuanto más alto llegara, menos eficiente sería su pilotaje. Sin embargo, podía recurrirse a otros rayos.

    Había allí un montaje de vidrios y cables con discos de cartón a ambos extremos. A su alrededor, formando un círculo y adheridos al cartón con ligaduras de alambre, habían pedazos de hierro que colocados en el centro de ambos extremos de las bobinas atraerían al hierro y lo repelerían o serían atraídos por él. Eso daría origen a un movimiento constante.

    Pero los discos tenían cada uno veinte sustancias distintas tanto para atraer como para ser atraído, o para repeler o para ser repelido, y cualquier combinación de repulsiones y atracciones era posible. Y por lo menos un rayo podía ser cambiado desde una amplitud de acción compresora-tractora de gran ancho, hasta el más estrecho de un grosor como el de un lápiz corriente.

    —Pongo rumbo al este —dijo Murfree. Su voz sonaba rara, incluso para él mismo. No estaba preparado para la navegación espacial, excepto en lo tocante a la construcción de aquella nave. No podía pensar grandiosamente en un vuelo en torno a la Luna, ni siquiera en un alunizaje, cosa más factible. El tanque de agua que comandaba se hallaba ahora a seiscientos kilómetros de altura con respecto a la Tierra.
    —Tenemos que vigilar el suelo —dijo con aspereza—. Si esa espacionave aún está destrozando cosas, veremos nubes de polvo saltar hacia el cielo allá en donde operen sus rayos tractores. ¡Mirad por las poternas, pero evitad la luz del sol! ¡Os dejaría fritos!

    La luz solar desnuda sería mortal, no obstante el doctor David Murfree mantenía el rumbo hacia el este, hacia el Sol. Seguía adelante. Bajo él no estaba el vacío sin límites. Se veía, mejor, la monstruosa extensión de la Tierra. Estaba curvada visiblemente desde aquella altura, pero todavía el objeto mayor de cuantos se pudieran imaginar.

    Allí había silencio. Profundo silencio. Encima las brillantes estrellas. La nubosa, curveada y blanda en apariencia Tierra, debajo. El horizonte era una tenue bruma a más de mil quinientos kilómetros de distancia:

    No tenía ningún significado la distancia. El Pacífico todavía parecía hallarse en la vertical y, no obstante, se podía divisar, más allá de Las Rocosas, las llanuras de Dakota. Las nubes semiocultaban a trechos el suelo. Una tenue decoloración era una ciudad. Un cordel serpenteante, un río. Las Rocosas parecían hormigueros.

    Entonces Murfree vio una proyección fina, muy fina, como un hilo, saliendo del suelo. Se dirigía al norte y parecía un pedazo amarillo de hilaza. En realidad, era una estrepitosa columna de tierra y rocas saltando quince kilómetros hacia el cielo por la acción de un rayo tractor que tiraba de ella desde el espacio. Luego el rayo se apagó. Lenta, lenta, muy lentamente, la monstruosa columna dejó de parecerse a una fina hilaza y se disolvió en una niebla pardusca.

    Marchó hacia el suelo, en un movimiento lento, muy lento... eran cientos de toneladas destructoras lloviendo del cielo. Arrasarían cuanto encontraran por delante, lo mismo que ellas mismas habían sido desgajadas, arrancadas de cuajo de lo que formaban primigeniamente. Todo aquel movimiento parecía infinitamente deliberado. Costaría varios minutos el que la columna voladora cayera y destruyese la pequeña ciudad destinada al sacrificio. Murfree tuvo que mirar dos veces para verlo.

    Entonces divisó la línea de la levantada columna. Giró el rayo tractor-repulsor para apuntar en aquella dirección.

    —Hay una espacionave en alguna parte, allí —dijo a Bud, excitado—. ¡Tú, que conoces esos artificios, mira si puedes hacer algo! ¡Está localizada por nuestro rayo!

    El ingenio diseñado por Bud Gregory se estremeció de súbito. Estaba ajustado para atraer hierro en un amplio ángulo. Y en alguna parte de aquella zona había hierro... volando. Bud manipuló el aparato, temblando algo. Estaba muy asustado.

    —Tengo a mi familia metida en esto —exclamó desesperado—. Mi mujer es la única que no estaba en casa. Se había ido al pueblo.

    Trabajó en el rayo tractor-repulsor con los dedos temblorosos.

    —Sí, he captado algo —dijo entre castañetear de dientes—. Lo tengo atrayendo hierro y repeliendo latón al mismo tiempo, ahora. Tiene que haber una nave espacial. Eso no puede ser ninguna estrella fugaz, de ningún modo. Ahora...

    Maniobró en el control hasta ponerlo a tope con sus dedos expertos. El rayo pareció esforzarse hasta lo imposible.

    —¡No puede desintegrarlo! —exclamó Bud con ansiedad—. Voy a hacer girar estos discos.

    En efecto, hizo girar los discos que gobernaban las sustancias que iban a ser atraídas o repelidas por el mecanismo. El extremo del rayo tractor correspondiente a la bobina atraía a diferentes metales y otras materias escogidas, cambiando el sujeto de su fuerza atractiva cien veces por segundo, de acuerdo con las revoluciones del disco. El extremo del mecanismo correspondiente al rayo repulsor repelía con violencia tantas sustancias como el otro raya opuesto por naturaleza y cambiaba de materias a idéntica velocidad,

    ¡Nada podría soportarlo! Ningún mecanismo hecho por los hombres sería capaz de aguantar los efectos de la vibración irregular y loca a que los dos rayos conjuntamente obligaban a sus moléculas componentes, tratando con enorme fuerza de separarlas unas de otras, desintegrando el todo. Ningún tablero de control podría trabajar, ningún relé operar, ningún sistema de conexiones por cable permanecería intacto y... ningún mecanismo detonante podría, posiblemente, permanecer sin estallar.

    Hubo una súbita llamarada, violenta, insonora. No fue en medio del aire, sino en mitad del espacio, quizás a ciento sesenta kilómetros más arriba del catafalco en el que Murfree y Bud Gregory cabalgaban por el cielo. Algo enorme y a gran velocidad se desintegró con tan terrible violencia que hacía pensar en el estallido de algún explosivo atómico.

    —Ya hay uno fuera de combate —exclamó, intranquilo, Murfree—. ¿Cómo lo has hecho?
    —Yo no hice nada —contestó el tembloroso Bud—. Me he limitado a dejar que se hiciera solo.
    —Hay otra nave usando un rayo tractor más hacia el sur —indicó Murfree tragando saliva—. Mientras estemos aquí, será mejor...
    —¡Oh! —Bud Gregory apartó la mano de un rayo de sol. Al no ser filtrado por el aire, era como la llama de un horno de fundición, sólo que mucho más caliente—. ¡Cielos! ¡Me he quemado!

    El tanque de agua volador se tambaleaba de un modo absurdo y Murfree viró en una nueva dirección. Pudo ver hasta una distancia increíble. De no haber sido por la bruma que enmascaraba los detalles del horizonte, estaba seguro de que podría haber visto toda América de una sola ojeada. Pero allí, subiendo como agujas enhebradas que levantaran la hilaza desde el mismo suelo, vio las columnas de tierra y piedra, y las casas y los seres humanos.

    —Mucho más allá —dijo Murfree, algo enfermo—. Prueba ahora, Bud.

    Bud Gregory dio vuelta a su mecanismo, lo hizo barrer el espacio arriba y abajo, de izquierda a derecha.

    —¡Hummm!... Creo que ahora lo noto —dijo complacido—. Uno puede decir cuando algo se coloca en el camino del rayo, señor. Me parece que he localizado a ese enemigo.

    Los discos gemelos de cartón giraron sobre sus ejes. Algo detonó en el espacio, a mil kilómetros de distancia. Cuando cada partícula de latón, individualmente, de un mecanismo complicado, era atraído con violencia y luego repelida, y cada partícula también de aluminio, y de hierro, y de carbono, y cualquier otro material usado comúnmente era por separado sujeta al mismo proceso en rápida sucesión, era preciso que algo ocurriera.

    Cualquier cohete estallaría. Cualquier explosivo detonaría. Cualquier delicado mecanismo se retorcería, y se doblaría, y se rompería, y cualquier cosa inflamable, al producirse los inevitables cortocircuitos, ardería. Todo lo que pudiera ocurrir de malo tendría lugar.

    Y cualquier máquina que estuviera cargada con potencial para destruir algo ajeno a ella misma, vería cómo esa carga servía para destruirse ella al revertir por completo los potenciales.

    Dos de los siete satélites artificiales eran masas de vapor expandiéndose.

    —¡Nosotros... ejem... nos los hemos cargado, señor! —exclamó Bud Gregory—. ¡Volvamos!
    —Será mejor que no, Bud —dijo Murfree con sencillez—. Se me ocurre pensar que los mecanismos que tienen ellos son muy parecidos a los ideados por ti. Quizás hay un. hombre capaz de pensar como tú... que pueda hacer cosas semejantes a tus chismes. Sólo que está trabajando por cuenta de asesinos de la humanidad. Que puede incluso decidirse a matarte a ti, por ejemplo. Quizás esté a bordo de una de esas otras cinco espacionaves. Será mejor que les demos caza, Bud. ¡Ambos nos sentiremos más seguros si lo logramos!

    Bud Gregory registró el espacio más allá de las acolchadas paredes del tanque de agua convertido en nave espacial. Tenía dos metros tan sólo de ancho por seis de largo, interiormente, y estaba atiborrado de irregulares montajes con bobinas de cobre en forma de espiral, pedazos de vidrio y otras cosas raras. Todo allí era improvisado e inconveniente. Murfree tenía que encorvar los hombros para poder estar junto al aparato que mantenía al tanque arriba y en relativa estabilidad con respecto a la Tierra. Bud Gregory, sentado, con las piernas cruzadas, manejaba uno de sus ingenios.

    Le costó veinte minutos encontrar un objeto que fue repelido y atraído de manera similar a los anteriores cuando el rayo tractor-repulsor fue aplicado al hierro, y al estaño, y al aluminio. Era una espacionave. Bud hizo girar los discos de cartón y las partes internas del navío enemigo saltaron violentamente. Murfree veía una débil pera de vapor extendiéndose, agrandándose, allá, entre las estrellas.

    Pasó media hora antes de que Bud localizara a otro. Los discos giraron. Encontró dos más con facilidad —y los hizo volar—, pero tuvo que buscar durante una hora antes de conseguir localizar al último. No le vieron explotar, pero Bud estaba seguro de que se había desintegrado.

    —Cuando el rayo atrae y repele a algo grande y sólido —explicó—, el que está en los mandos lo nota. Uno puede decir si esa cosa estalla, señor. ¿Regresamos ya a casa?

    Murfree accedió a descender. Pero habían pasado mucho tiempo en aquel tanque de agua caliente volador, cuidando de su gobierno, de su maniobra, enzarzados en la localización de un enemigo. El aire se había empobrecido. Murfree notó pesadez en la cabeza y se encontró jadeando, respirando con dificultad. Vio cómo Bud Gregory trabajaba en algo y luchó por mantener despiertos sus sentidos mientras hacía bajar el tanque en dirección a la línea de la costa del Pacífico. Nunca llegaron a estar a más de mil quinientos kilómetros de altura.

    —Estoy ahora arreglando el aire —dijo Bud—. Tenga cuidado, señor, al aterrizar. ¡Me da mucho miedo!

    El aire se hizo más fresco, marcadamente más fresco, a pesar de que la Tierra estaba todavía muy lejos.

    —Esto va bien —dijo Bud, complacido—. El material que respiramos está formado por dos clases de cosas. —Se refería, claro, al oxígeno y al nitrógeno—. Cuando introducimos aire en nuestros pulmones, parte del aire se mezcla con otro elemento más. ¿Verdad, señor?
    —Eso mismo —dijo Murfree con presteza. Bud no sabía química. Únicamente conocía los hechos sin saber por qué los sabía. El oxígeno se unía con el carbono para formar bióxido de carbono, lo que da como resultado un empobrecimiento del aire.
    —Yo... ejem... arreglé uno de estos chismes para que reuniese el buen material —dijo complacido— y repeliera al... ejem... carbono y rompiera la combinación irrespirable. Ahora podemos respirar con tranquilidad mientras que lo malo para los pulmones, señor, queda repelida lejos de aquí. ¿Chocante, verdad?
    —Mucho —contestó Murfree.

    Había dejado ya de asombrarse ante lo que Bud pudiera hacer. Era capaz de descubrir ya el Puget Sound y cambió el rumbo del vehículo espacial en su descenso dirigiéndolo hacia allí. De repente se sintió dominado por una irónica frustración. El rayo tractor-repulsor de Bud Gregory extraería oro del agua del mar. Pero eso no podía revelarse, hacerse público, porque conmocionaría a la economía del mundo y conduciría al desastre y al hambre como resultado de un súbito aumento de los recursos terrestres...

    Se descubriría que el mismo rayo tractor-repulsor podía hacer posible y práctica cualquier espacionave. En efecto, había hecho aquélla ya. El vuelo interplanetario sería enormemente fácil. Ahora, por ejemplo, un rayo enviado a la legítima y antigua Luna de la Tierra, podría arrastrar hasta el satélite lunar a aquella inconveniente espacionave, y acolchar su alunizaje y mantener de modo indefinido el aire respirable. Pero...

    —Bud —dijo Murfree en voz baja—, ¿qué ocurriría si hicieras que este artificio atrajese... digamos... carne humana o cuerpos humanos?
    —Pues que los atraería, señor. ¿Por qué lo pregunta?
    —Y supongamos —continuó Murfree tan tranquilo como antes— que al mismo tiempo le haces repeler, por ejemplo, huesos humanos, ¿qué ocurriría?
    —Pues que... —Bud Gregory empalideció—. ¡Cielos, señor! ¡Si se apuntara con este chisme a alguien quedaría desintegrado!
    —Sería un rayo de la muerte —dijo Murfree, frenético—. Y es muy posible... extremadamente posible... que las espacionaves que acabamos de destruir fuesen hechas por los hombres y que poseyeran los dispositivos necesarios creados por alguien cuyo cerebro funciona igual que el tuyo, que puede hacer chismes capaces de producir lo que ellos quieran. ¡Si es así, espero que haya estado tripulando uno de esos navíos!
    —Sí, señor —dijo Bud, intranquilo.
    —Mientras, no podemos contárselo a nadie —continuó, ceñudo, Murfree—. Los seres humanos somos capaces, con tus inventos... de hacer naves que puedan viajar hasta los planetas o quizás hasta las estrellas. Con tus aparatos podemos sobrepasar el mundo, sospecho. Pero no nos atrevamos. Porque al dar al mundo potencia para llegar a las estrellas, le daremos al mismo tiempo energía para que los hombres se maten unos a otros a millones. No podemos hacer una espacionave sin hacer al mismo tiempo un rayo de la muerte, Bud. Así que lo mejor será que no hagamos ni lo uno ni lo otro. ¡Es demasiado malo!
    —Sí, señor —asintió Bud; sin comprender—. Seguro que sí. Ejem... ¿no es ése el río que pasa cerca de mi cabaña?

    Murfree afirmó con la cabeza. Dirigió el tanque volador hacia el suelo. Había estado volando cerca de cuatro horas. La puesta del sol se aproximaba. El desmañado catafalco tomó tierra en la hierba verde de delante de la choza en que Bud Gregory vivía. Bud salió por la escotilla. Murfree, muy pálido y con aspecto de enfermo, permaneció dentro. Se asomó a la abertura al ver que Bud regresaba de la casa portando la radio portátil.

    —La radio se ha vuelto loca, señor —dijo con amabilidad—. ¡Dice que las siete espacionaves han estallado por sí solas y la gente lo está celebrando! ¡Pero hoy han habido muchos daños!

    Murfree acabó de salir. Llevaba consigo una cuerda larga cuyo otro extremo se perdía en el interior del taque.

    —¿Quiere esto? —preguntó, señalando a aquella enorme y defectuosa monstruosidad.
    —No, señor. ¿Qué haría con él?

    Entonces Bud Gregory dio un respingo. Murfree acababa de tirar de la cuerda bruscamente.

    Al instante el tanque se alzó libremente del suelo. Se produjo una fuerte corriente de aire y la desmañada aeronave ascendió oscilando cielo arriba. Parecía como si cayera de la Tierra. Se desvaneció en el oscurecido cielo nocturno con un tenue silbido del viento al azotar sus costados.

    —Ajusté el rayo repulsor para que repeliera cuantas cosas pude conseguir —dijo Murfree, ceñudo—. Se alejará del agua, y del aire, y del hierro, y del latón, y del aluminio, y de las rocas, y de cada muestra de materias que teníamos. Se alejará del Sol. Huirá de cada planeta y de cada meteorito, y si se encuentra con alguna espacionave, sea donde sea, se apartará de ella. Buscará el lugar más alejado en todo el universo de cualquier otra partícula de materia. Se aislará a sí mismo por toda la eternidad.

    Bud parpadeó.

    —Sí, señor —exclamó tartamudeando.
    —¡Aquellas espacionaves han sido destruidas —dijo Murfree con voz cansada— y si las hicieron los hombres, quizás haya muerto también su inventor! ¡Sea quien sea el que las hizo, no se atreverá a intentarlo otra vez!
    —No, señor —asintió Bud.
    —Por tanto, me vuelvo al este, con mi familia —le dijo Murfree—, y trataré de olvidar todo esto. Podemos realizar cuantas ambiciones hayan poseído nunca los hombres. Pero no lo haremos, porque los seres humanos ambicionan matar y esclavizar, también, a sus hermanos de raza.
    —Sí, señor, eso es verdad —dijo Bud, y añadió, esperanzado—: ¿No quiere usted que fabrique más chismes, señor?
    —¡Nunca jamás! —contestó con fervor Murfree—. Pero eres rico, y tus hijos lo serán cuando quieran hacerse cargo de la riqueza que les corresponde. No te preocupes, ya no te volveré a molestar.
    —¡Cáscaras! —exclamó Bud, cordialmente—. Usted nunca me molesta, señor. Me paga diez dólares al día y puedo con ellos sentarme y beber cerveza, y comer bien, y no preocuparme de nada. ¿Por qué no se queda un par de días a compartir mi buena vida, señor?


    FIN



    Título original: Out of This World
    Traducción: Fernando Sesén
    © 1958 by Murray Leinster
    © 1961 Ediciones Cenit
    Marqués de Barbará 1 - Barcelona
    Nº de registro: 5240-61

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