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febrero 03, 2017
Sección de libros.
El autor de los grandes éxitos de librería The Day of the Jackal ("El día del Chacal"), The Odessa File ("El archivo Odessa") y The Dogs of War ("Los perros de la guerra") teje aquí un extraño cuento de Navidad, cuyo tema es fruto de la época en que, a los 19 años, era uno de los pilotos más jóvenes de la Real Fuerza Aérea británica. El novelista escribió esta intrigante obra de imaginación como regalo de Navidad pasa su esposa.
Por Frederick Forsyth.
DURANTE unos momentos, mientras aguardaba a que la torre de control me diera permiso para despegar, paseé la mirada, a través de la cubierta de la cabina, por la circundante campiña alemana, que se extendía blanca y tersa a la luz de la centellante luna decembrina.
Tenía ante mí, mientras esperaba oír la voz del director de tráfico por los audífonos, la pista de despegue: una cinta negra, lisa, flanqueada por filas gemelas de brillantes luces.
A los pocos minutos de mi partida, las luces se extinguirían, pues esta noche no habría aviadores errantes buscando comprobar su posición: era la nochebuena del año de gracia de 1957, y yo un joven piloto que ansiaba volver a Inglaterra para pasar la Navidad en familia.
"Charlie Delta, todo listo para despegue". La voz del director de tráfico me arrancó de mis fantasías al resonar por los audífonos como si él mismo estuviese a mi lado en la diminuta cabina, gritándome al oído.
Con la mano izquierda empujé suavemente hacia adelante el acelerador. El zumbido ronco de los motores, detrás de mí, fue creciendo hasta convertirse en un potente aullido. Cuando el final de la pista me pasó velozmente bajo los pies, enderecé mi reactor Vampire en un gradual arco ascendente hacia la izquierda.
Por debajo y detrás percibí el golpe sordo del tren de aterrizaje al plegarse dentro de su compartimiento, y al mismo tiempo sentí la aceleración del aparato al dejar las ruedas de hacer resistencia contra el aire. Mantuve el avión en viraje ascendente, a la vez que con el pulgar izquierdo oprimía el botón de la radio.
—Charlie Delta, libre de la pista, tren recogido —anuncié, cubierto con mi mascarilla de oxígeno.
—Charlie Delta, entendido; pase a canal D —contestó el director de tráfico; y antes de que me diera tiempo de cambiar de canal, añadió—: Feliz Navidad.
Tal cosa era, claro está, una infracción de las reglas de procedimiento de radiocomunicaciones. A la sazón era yo muy joven y muy escrupuloso, pero contesté:
—Gracias, torre; lo mismo les deseo.
En seguida cambié canales para sintonizar con la frecuencia del Control de. Vuelos de la Real Fuerza Aérea (RAF) que operaba en el norte de Alemania.
Sobre el muslo derecho llevaba, sujeto con correas, el mapa de mi ruta marcada en tinta azul, pero los detalles me los conocía de memoria. Eran 66 minutos de vuelo, contando el descenso y aterrizaje, y el Vampire llevaba combustible suficiente para permanecer en el aire 80 minutos.
Pasando sobre el aeropuerto de Celle a 5000 pies (1500 metros), observé la aguja de la brújula hasta que se afirmó en un derrotero de 265 grados. La proa iba enderezada hacia la inmensa bóveda negra y helada del firmamento nocturno, tachonada de estrellas tan brillantes que su fuego blanco y parpadeante se me reflejaba en el globo del oio. Abajo, mapa del norte de Alemania, en blanco y negro, iba haciéndose más pequeño; las grandes manchas oscuras de los bosques de pinos se mezclaban con las albas extensiones de la campiña. Aquí y allá brillaban ias luces de una aldea o una ciudad pequeña. Allí, en las calles alegremente iluminadas, los cantores de villancicos estarían llamando a las puertas decoradas con hojas de acebo para cantar Noche de paz. Seiscientos cincuenta kilómetros más adelante, adonde me dirigía, estarían haciendo otro tanto, con los villancicos en mi propio idioma, pero muchas de las melodías serían idénticas. Mas, llámese Weihnacht o Christmas, la Navidad es igual en todo el mundo cristiano, y me alegraba pensar que iba a disfrutarla en casa. A la hora del desayuno estaría yo celebrando con los míos.
El altímetro marcaba 27.000 pies (8200 metros). Reduje la entrada de gases para lograr una velocidad respecto al aire de 485 nudos y mantuve el rumbo fijo a 265 grados. Debajo de mí, en medio de las tinieblas, iría quedando atrás la frontera holandesa. Llevaba volando 21 minutos.
EL PROBLEMA se inició tan sigilosamente, que pasaron varios minutos antes de que notara dificultades. El primer aviso que recibí de ello fue al echar un vistazo hacia abajo para comprobar mi derrotero según la brújula. En vez de mantenerse firme a 265 grados, la aguja se paseaba lentamente de una parte a otra de la esfera, yendo sin ton ni son de oriente a occidente y de norte. a sur.
Lancé una palabrota contra el instrumento, muy poco apropiada para la estación, pero el mal no era aún muy grave: tenía una brújula de reserva, de las de alcohol. Mas al mirarla, también parecía andar mal: la aguja giraba locamente. Al parecer, algo había sacudido la caja, lo cual no es poco común. En todo caso, podría comunicarme con la torre de Lakenheath en breves minutos; allí podrían guiar mi aterrizaje desde tierra, proporcionándome las instrucciones que, segundo a segundo, un aeropuerto bien equipado puede dar al piloto para ayudarlo a descender en las peores condiciones meteorológicas.
Antes de intentar comunicarme con Lakenheath, lo correcto sería informar de mi pequeño problema al canal D, con el cual estaba sintonizado, para que ellos avisaran a Lakenheath que me dirigía hacia allá sin brújula. Oprimí el botón de trasmitir y dije:
"Charlie Delta, Charlie Delta, llamando al Control de North Beveland..."
Me detuve. No tenía objeto seguir adelante. En vez de los ruidos usuales de la electricidad estática radiofónica y el eco fuerte de mi propia voz en los audífonos, sólo percibía un murmullo ahogado dentro de la máscara de oxígeno. Oía mi propia voz... que no llegaba a ninguna parte. Ensayé de nuevo... con los mismos resultados. Muy atrás, más alla del desolado y negro mar del Norte, dentro del cálido y agradable conjunto de hormigón de la torre de North Beveland, los operadores se reclinaban ociosos en su asiento, frente a sus tableros de control, charlando y tomando sorbos de humeante café o chocolate. No podían oírme. La radio estaba interrumpida.
UN ÚLTIMO PROCEDIMIENTO
EL FIRMAMENTO es un lugar desamparado, y lo es mucho más en una noche de invierno. El Vampire de una sola plaza en que iba yo es una morada solitaria, una diminuta caja de metal sostenida en el aire por alas chatas, impelida vertiginosamente a través del helado vacío por un tubo ardiente, que cada segundo arroja hacia atrás una fuerza de 6000 caballos.
Luchando para dominar un creciente sentimiento de pánico, capaz de provocar la muerte de un piloto más pronto que cualquier otra causa, tragué saliva y conté lentamente hasta diez. En seguida cambié al canal F, pero lo único que escuché fue el continuo silbar de mi avión.
La Real Fuerza Aérea había dedicado dos años a enseñarme a volar sus cazas, y gran parte de ese tiempo lo había aplicado precisamente a instruirme en los procedimientos de emergencia. Lo importante, solían decirnos en la escuela de aviación, no es saber volar cuando las condiciones son perfectas, sino saber hacerlo en una situación crítica y salir con vida. Ahora aquel adiestramiento comenzaba a obrar su efecto.
Mientras ensayaba en vano las diferentes frecuencias de radio, examinaba el tablero de instrumentos que tenía delante de mí. Los indicadores hablaban por sí solos. Bajo mis pies, en alguna parte, entre los muchos kilómetros de alambre de colores brillantes que formaban los circuitos, se había fundido algún fusible esencial.
Lo primero que hay que hacer en tal caso, según recordaba que nos decía el sargento aviador Norris, es reducir la entrada de gases para bajar de la velocidad de crucero a una menor y prolongar la duración del combustible.
"Es preciso no desperdiciar nuestro escaso combustible, ¿verdad, señores? Podríamos necesitarlo más tarde. Así pues, reducimos la potencia fijada". Eché hacia atrás el acelerador y miré el contador de revoluciones. Este instrumento opera con un generador propio, y al menos eso sí funcionaba. Esperé hasta que el motor estaba girando a 7200 r.p.m. y sentí que el avión perdía velocidad.
Los principales instrumentos que tiene frente a sí el piloto son seis, contando la brújula. Los otros cinco comprenden: el indicador de velocidad en el aire, el altímetro, el indicador de ascenso o descenso, el de viraje o inclinación lateral y el de deslizamiento (que permite al piloto saber si está resbalando cual cangrejo por el firmamento). De estos aparatos, dos funcionan con electricidad, y habían fallado igual que la brújula. Me quedaban, pues, los tres instrumentos que funcionan con presión de aire: el indicador de velocidad aérea, el altímetro y el indicador de ascenso o descenso. En otras palabras, sabía a qué velocidad marchaba y a qué altura, y si subía o bajaba.
Es muy factible aterrizar con sólo esos tres instrumentos, supliendo lo demás con la tradicional ayuda de navegación: la vista humana. Factible, es decir, en condiciones de tiempo muy despejado, a la luz del día y sin nubes en el firmamento. De noche no hay tal posibilidad.
Lo único que se destaca en las horas nocturnas, aun al resplandor de una Luna muy brillante, son las luces. Si pudiera yo identificar la gran curva del litoral de Norfolk, desde Lowestoft, por Great Yarmauth a Cromer, podría encontrar a Norwich, que es el único gran conjunto de luces en un radio de 30 kilómetros tierra adentro, a partir de todos los puntos de la costa. Sabía que ocho kilómetros al norte de Norwich quedaba el aeropuerto de cazas de Merriam St. George, cuyo faro rojo indicador estaría lanzando, en las sombras de la noche, su señal de identificación en clave Morse. Allí podría aterrizar sano y salvo, si ellos tuviesen el buen sentido de iluminar las pistas al oír el rugir de mi máquina, volando a bajo nivel en varios pases sobre el aeródromo.
Comencé a hacer descender al Vampire lentamente hacia la costa a que me aproximaba. El sentimiento de soledad me invadía cada vez más. Todas aquellas cosas que me habían parecido tan hermosas al dejar a Celle atrás, ahora las veía como mis más temibles enemigos: las estrellas ya no me parecían impresionantes en su brillantez; se me figuraban hostiles, titilando allá en lo más remoto del espacio infinito. El firmamento nocturno, con su fija temperatura estratosférica, igual de noche que de día, invariablemente a 56° C. bajo cero, se me antojaba una prisión sin límites, crujiente de frío. Abajo se extendía el peor de todos: la tremenda brutalidad del mar del Norte, que esperaba engullirnos, a mí y a mi avión, y sepultarnos por toda la eternidad en una cripta negra y líquida. Y nadie lo sabría jamás.
Ya a 4500 metros y todavía en descenso, comencé a comprender que un nuevo enemigo había entrado en la lid. Desde lejos, a izquierda y derecha, hacia adelante, y sin duda también detrás de mí, la luz de la luna se reflejaba sobre un mar llano, blanco e interminable. Había caído la niebla del este de Inglaterra.
Mientras volaba hacia occidente, desde Alemania, se había levantado una ligera brisa, no prevista por los meteorólogos, que impulsaba un cinturón de aire un poco más cálido desde el mar del Norte hacia las llanuras inglesas orientales.
Allí, al hacer contacto con la helada tierra, los billones de diminutas partículas de humedad del aire marino se habían condensado formando una niebla de las que pueden ocultar a la vista hasta cinco condados en cuestión de 30 minutos. No me era posible determinar hasta dónde se extendía al occidente; ¿tal vez hasta las regiones occidentales del país, llegando a tocar las estribaciones orientales de los Peninos? No había que pensar en volar sobre la niebla hacia el oeste; sin auxiliares de navegación ni radio, me perdería sobre un terreno para mí desconocido. Tampoco había posibilidad de volar de regreso a Holanda, para aterrizar en una de las bases de la Fuerza Aérea holandesa a lo largo del litoral; ya no tenía combustible suficiente. Con sólo la vista para guiarme, era cosa de descender en Merriam St. George o morir entre los escombros del Vampire en algún lugar de los marjales de Norfolk, cubiertos por la niebla.
A los 3000 metros enderecé el aparato y aumenté ligeramente la velocidad para mantenerme en el aire, con lo cual consumía mayor cantidad de mi escaso combustible. Todavía hechura de mi adiestramiento, recordé nuevamente las instrucciones del sargento de aviación Norris:
"Cuando nos encontremos totalmente perdidos sobre un manto de nubes ininterrumpido, señores, debemos considerar la necesidad de saltar en paracaídas, ¿no es así?"
Naturalmente, mi sargento. Mas, por desgracia, el Vampire es célebre por la casi imposibilidad de saltar de él. ¿Qué más, mi sargento?
"Como primera medida, por tanto, hay que enfilar el avión hacia el mar abierto, lejos de todos los centros de población".
Todos los procedimientos estaban bien considerados. Pero no mencionaban que las probabilidades de salir con vida para el aviador que quedara flotando en el mar del Norte en una noche de invierno, durante más de media hora, eran menos de una entre cien.
"Hay un último procedimiento, señores, que debe usarse en una situación de extrema urgencia".
Así está mejor, sargento Norris; esa es justamente mi situación. "Todos los aviones que se acercan a las costas de Gran Bretaña son visibles en las pantallas de radar de nuestro sistema preventivo. Así pues, si hemos perdido nuestra radio y no nos es posible transmitir la dificultad en que nos hallamos, adoptamos una manera extraña de comportarnos. Hacemos esto volando mar afuera y describiendo pequeños triángulos, cada uno de cuyos lados debe ser de dos minutos de vuelo. Así esperamos poder llamar la atención. Cuando nos hayan localizado avisarán al director de tráfico aéreo, y este desviará otro avión a buscarnos..."
Sí; era el último intento de salvar la vida. Ahora recordaba mejor los detalles. Al avión de rescate que conduciría al piloto al aterrizaje salvador, volando a nuestro lado ala con ala, lo apodaban el pastor.
SOMBRA NEGRA
CONSULTÉ el reloj: 51 minutos en el aire; me quedaría combustible para unos 30 más. Puse al Vampire en viraje hacia la izquierda e inicié el primer lado de un triángulo. Después de dos minutos, viré en el mismo sentido. Debajo de mí la niebla se extendía hasta donde al canzaba la vista, y lo mismo ocurría adelante, hacia Norfolk.
Transcurrieron 10 minutos, y había yo completado casi dos triángulos. No había rezado, rezado verdaderamente, desde hacía muchos años, y las palabras me resultaban difíciles de enunciar: "Señor, te ruego me saques de este lío de los demonios..." No, a Él no se le debe hablar así. "Padre Nuestro, que estás en los cielos..."
Cuando llevaba ya 72 minutos en el aire, comprendí que nadie llegaría a auxiliarme. La aguja del indicador de combustible señalaba entre cero y un cuarto de tanque: como 10 minutos más de vuelo. Sentí que me invadía la ira de la desesperación.
Cinco minutos más tarde me dije que, sin lugar a dudas, iba a morir aquella noche. Cosa extraña, pero ya no sentía miedo; sólo una inmensa tristeza. Pesar por todo lo que ya nunca llegaría a hacer, por los lugares que jamás conocería, las personas a quienes no volvería a ver. Es una pena, algo lamentable, morir a los 20 años sin haber disfrutado de la vida; y lo peor de todo no es el hecho mismo de dejar de existir, sino el de pensar en todo lo que no hicimos.
Dejé caer el ala izquierda del Vampire hacia la Luna para llevar al aparato a trazar el lado final del último triángulo.
Por debajo de la punta del ala, contra el lustre del manto de niebla, vi cruzar una sombra por la blancura. Por un instante pensé que fuese la de mi propio avión, pero era la de otro aparato, que volaba a baja altura, destacándose contra la niebla, manteniéndose en la misma dirección mía durante mi viraje, 1500 metros más abajo, hacia la niebla misma.
Haciendo grandes esfuerzos para no pensar que fuese simplemente un avión que seguía su ruta y pronto desaparecería para siempre entre la bruma, reduje la velocidad y comencé a descender con lentitud hacia él. Volaba más lentamente que yo. Hacía repetidos virajes; otro tanto hacía yo. A 1500 metros comprendí que iba demasiado de prisa para él. No podía reducir más la potencia por temor a perder la velocidad mínima de sustentación, pero saqué los alerones de freno. El Vampire tembló con la mayor resistencia del aire y se redujo mi velocidad a 280 nudos.
Entonces el otro se me acercó, doblando hacia el extremo de mi ala izquierda. Enderezamos juntos y, meciéndonos, tratamos de mantenernos en formación. La Luna estaba a mi derecha y mi propia sombra ocultaba la forma y las líneas del otro avión, pero aun así pude distinguir el brillo de dos hélices que giraban frente a él en el firmamento. Era natural que el piloto no pudiera volar a mi velocidad; pilotaba yo un caza a reacción; él, un aparato de hélice y pistones que pertenecía a una generación anterior.
Se mantuvo a mi lado algunos segundos, luego se inclinó para virar suavemente a la izquierda. Lo seguí. Por la posición de la Luna poniente, supe que regresábamos a la costa de Norfolk, y por primera vez lo pude distinguir bien. Con gran sorpresa comprobé que mi pastor era un Mosquito De Havilland, caza-bombardero de la Segunda Guerra Mundial.
Entonces recordé que la escuadrilla meteorológica de Gloucester usaba Mosquitos, los últimos que aún volaban, para ayudar en la preparación de los pronósticos del tiempo.
Dentro de la cabina del Mosquito pude distinguir, a la luz de la luna, al piloto, con la mano derecha en la ventanilla, los dedos rectos, la palma hacia abajo. Movía los dedos hacia adelante y hacia abajo, para indicar: "Vamos a descender".
Asentí con la cabeza y rápidamente alcé la mano izquierda para que pudiera verla, señalando mi tablero de instrumentos con el índice, luego mostrando cinco dedos extendidos. En seguida me pasé la mano a lo largo de la garganta. Por acuerdo común, esta seña significa: Sólo tengo combustible para cinco minutos. Vi aquella cabeza de lentes, máscara de oxígeno y bufanda hacer una señal de asentimiento. En seguida descendimos hacia la niebla. La velocidad del otro aumentaba, así que plegué los alerones de freno.
Mi pastor se enderezó a los 90 metros. La niebla estaba aún debajo de nosotros. Quizá el manto de bruma ascendía apenas a 30 metros del suelo; pero esto era más que suficiente para impedir el aterrizaje de un avión sin el auxilio de control de tierra. Ya me imaginaba el torrente de instrucciones que, desde la caseta del radar, llegaba a los audífonos del piloto que volaba a mi lado. Yo mantenía los ojos clavados en él, temeroso de perderlo de vista por un instante, atento a cualquier señal que me hiciese con la mano.
"SIGUE ADELANTE Y ATERRIZA"
DOS MINUTOS más tarde me mostraba por la ventanilla el puño izquierdo apretado, abriéndolo en seguida para desplegar los cinco dedos contra el cristal. "Soltar tren de aterrizaje". Moví la palanca respectiva hacia abajo y sentí el golpe seco de las tres ruedas que caían, afortunadamente accionadas por presión hidráulica y no dependientes del inutilizado sistema eléctrico.
Nuevamente el piloto indicó hacia abajo, señalando otro descenso, y distinguí la nariz del Mosquito, con las iniciales JK pintadas en gruesos caracteres negros.
El Mosquito enderezó apenas encima de la capa de niebla, tan bajo que las finas hebras de vapor, como de algodón de azúcar; daban contra nuestro fuselaje, y ambos emprendimos un viraje circular continuo. Logré mirar de reojo al indicador de combustible: la aguja marcaba cero y temblaba débilmente. Por el amor de Dios, date prisa, imploré. El sudor me corría a chorros por la espalda.
Vi que con la mano izquierda mi guía me daba la señal de "picar"; luego se inclinó hacia la capa de niebla; lo seguí, y nos encontramos en medio de ella, en descenso gradual, y desde apenas 30 metros de altura ... hacia la nada.
Pasar de un sitio aunque escasamente iluminado a un banco de nubes o a la niebla es como penetrar en un montón de lana gris. De pronto no se ven más que hebras grises arremolinadas, millones de filamentos que parecen precipitarse a atraparnos y estrangularnos. No se veía forma alguna, ningún volumen, tamaño o sustancia. Salvo que cerca de la punta de mi ala izquierda, a sólo 12 metros de distancia, divisaba la figura de un Mosquito que volaba con absoluta seguridad hacia algo que yo no alcanzaba a distinguir.
Sólo entonces me di cuenta de que él volaba sin luces. Por un segundo me sentí horrorizado, mas luego comprendí la prudencia de aquel hombre. Las luces entre la niebla obran un efecto hipnótico; tiende uno a moverse hacia ellas. Para dos aviones que vuelen en formación por entre la bruma, eso podría ser desastroso. El piloto tenía razón.
Me mantenía a su paso; sabía que él iba disminuyendo la velocidad y yo también echaba atrás el acelerador, reduciendo la marcha y perdiendo altura. En una milésima de segundo lancé un vistazo a los dos indicadores que me eran necesarios: el altímetro marcaba cero e igual señalaba el medidor de combustible, y ninguno de los dos temblaba siquiera. El indicador de velocidad en el aire, que también había visto, registraba 120 nudos... y este maldito ataúd se precipitaría a tierra a los 95.
Sin previo aviso, el pastor me señaló con el índice y en seguida indicó hacia adelante por el parabrisas. Ello significaba: "Ya estamos sobre la pista; sigue adelante y aterriza". Forcé la vista al frente por el cristal, que para entonces chorreaba agua. Nada. Luego, sí: algo veía. Un borrón a la izquierda, otro a la derecha. En seguida, dos: uno a cada lado. Con aureolas de bruma, había luces a mis costados, en pares, que pasaban como un relámpago. Hice un gran esfuerzo por ver lo que había entre ellas: nada, sólo tinieblas. Por fin vi una raya de pintura que corría bajo mis pies: la línea central. Precipitadamente corté gases y mantuve el aparato a nivel, orando para que el Vampire se posara en tierra.
Las luces iban levantándose ya, casi al nivel de mi vista, y aún el avión no aterrizaba. ¡Pum! Tocamos... ¡Pum, pum! Otro contacto. ¡Pum, pum, pum! El aparato estaba ya en tierra. Las ruedas principales se habían aferrado al suelo y se sostenían.
Toqué los frenos y la nariz bajó también hasta que su rueda apoyó contra la pista. Más presión, lenta, mantener el avión en línea recta, evitando que patine. Más presión sobre los frenos, o, si no, rodaremos más allá de la pista. Las luces van pasando ya más despacio a mis costados; lentamente, cada vez más lentamente...
El Vampire se detuvo. Me quedé agarrando fuertemente a dos manos la palanca de mando y oprimiendo hacia adentro la de frenos. He olvidado ya cuántos segundos me mantuve así antes de poder dar crédito a mis sentidos de que nos habíamos detenido. Por fin me convencí de que así era. Puse el freno de estacionamiento y solté el principal. No tuve necesidad de apagar el motor; había agotado la última gota de combustible al correr el Vampire por la pista. Apagué el resto de los sistemas y comencé a desabrocharme los cinturones de seguridad.
Mientras lo hacía, observé un movimiento. A mi izquierda, a través de la niebla, a no más de 15 metros de distancia y casi a nivel del suelo, pasó rugiendo el Mosquito, con el tren de aterrizaje recogido. Distinguí apenas por su ventanilla la mano del piloto, que en seguida desapareció remontándose entre la bruma antes de que pudiese ver la señal con que contesté a la suya.
SUERTE LOCA
ESPERABA que en pocos segundos estuviese a mi lado el camión de la torre de control, pues en un aterrizaje forzoso, aun en nochebuena, la bomba de bomberos, la ambulancia y otra media docena de vehículos están sobre aviso. Nada sucedió... al menos durante diez minutos.
Cuando por fin vi un par de faros iluminar la bruma, ya sentía congelarme. Las luces pararon a unos seis metros del inmóvil Vampire, empequeñecidas por la gran mole del caza. "¡Hola!" gritó una voz.
Salí de la cabina, salté al ala y luego a tierra, y eché a correr hacia las luces. No vi ninguna señal de identificación de la RAV. Al volante del auto iba un rostro rechoncho, de grandes bigotes. Al menos usaba gorra de oficial de la Real Fuerza Aérea. Se quedó mirándome al verme salir de la bruma.
—¿Es suyo? —preguntó, señalando con un movimiento de cabeza la forma borrosa del Vampire.
—Sí. Acabo de aterrizar.
—¡Extraordinario! ¡Increíble! Suba. Lo llevaré al cuartel.
Me sentí complacido por el calor del automóvil, y más aún por estar vivo.
—Tuvo usted una suerte loca —comentó a gritos, pues el motor atronaba en primera velocidad.
—¡Suerte loca! —asentí— Se me agotó el combustible justamente en el momento de aterrizar. Mi radio y todo el sistema eléctrico me fallaron hace unos 50 minutos, volando sobre el mar del Norte.
—¿No tenía radio?
—No funcionaba en ninguna de las frecuencias.
—Entonces, ¿cómo logró encontrar este lugar?
—Alguien me guió.
Se encogió de hombros, como quien dice: "Bien... si insiste". Y luego agregó:
—Gran suerte, de todas maneras. Me sorprende que el otro haya podido dar con este sitio.
—En eso no habrá tenido problema. Era uno de los aviones meteorológicos del centro de la RAF en Gloucester. Evidentemente, él sí tenía radio. Así que llegamos aquí en formación, por aterrizaje de control desde tierra. Luego vi las luces a la entrada de la pista y pude aterrizar.
—¡Extraordinario! —repitió— Aquí no tenemos ese sistema. No disponemos de equipo de navegación, ni siquiera de radiofaro.
Ahora me tocaba a mí meditar incrédulo en lo que escuchaba.
—¿No es esta la base Merriam St. George de la RAF? —pregunté con voz incierta.
—No. Es la estación Minton de la RAF.
—Nunca la había oído nombrar —le confesé por fin.
—No me extraña. La nuestra no es una base de operaciones, ni lo ha sido durante muchos años. Minton es una estación de depósito. Perdóneme.
Detuvo el coche y se apeó.
—Pararé sólo para apagar las luces de la pista —dijo con un eructo.
La cabeza me daba vueltas. Esto era insensato, ilógico. Sin embargo, tenía que haber alguna explicación absolutamente razonable.
—¿Por qué las prendió? —le pregunté.
—Por el ruido de su motor. Estaba yo en el comedor de oficiales tomando una cerveza, cuando el viejo Joe me dijo que escuchara por la ventana. Y allá estaba usted, dando vueltas encima de nosotros. Por el sonido parecía volar muy bajo, como si fuese a aterrizar violentamente. Recordé que nunca habían desconectado las luces de la antigua pista cuando desmantelaron la base, así que corrí a la torre de control y las encendí.
—¿Dónde, exactamente, queda la estación Minton? —pregunté.
—A ocho kilómetros de la costa, tierra adentro de Cromer. Es donde nos encontramos.
—¿Y cuál es la base más cercana de la RAF que dispone de todos los medios radiofónicos?
Dudó por un momento.
—Debe de ser la de Merriam St. George. Allí deben de tener todas esas cosas. Pero no olvide que soy un simple encargado de almacén.
Allí estaba la explicación. Mi desconocido amigo del avión meteorológico me había estado conduciendo desde la costa, derecho a Merriam St. George. Por casualidad, Minton estaba precisamente en la ruta de vuelo a la pista de Merriam. Probablemente el director de tráfico de la torre de Merriam nos había dado instrucciones de volar en círculo mientras prendía las luces de la pista, y casualmente este anciano empleado de almacén había resuelto encender las suyas también. Así resultó que había aterrizado equivocadamente en otro aeropuerto. El combustible se me había agotado por la mitad de la pista. Nunca hubiese llegado a Merriam, que distaba 15 kilómetros de allí. Me hubiese estrellado en los campos poco antes de llegar. Tal como el viejo decía, tuve una suerte loca.
INCREDULIDAD
CUANDO terminé de darme una explicación lógica para mi presencia en este aeropuerto casi abandonado, habíamos llegado al comedor de oficiales. Mi anfitrión, que se presentó como el teniente de aviación Marks, segundo en el mando en Minton, se despojó de su chaqueta de piel de oveja y la echó sobre una silla. Vestía el pantalón del uniforme, pero usaba un grueso suéter azul en vez de la guerrera. Debe ser desesperante pasar la Navidad de servicio y en un antro como este, cuando hasta los 20 empleados del almacén estaban de permiso.
Me condujo a la oficina de intendencia, en la que había una silla, un escritorio vacío y un teléfono. Marqué para comunicarme con el telefonista local y, mientras esperaba, Marks volvió con un vaso de whisky. Aunque normalmente no bebo, pensé que me haría entrar en calor y se lo acepté. Él salió para dar instrucciones al encargado de la despensa. Por mi reloj vi que era casi medianoche. ¡Qué modo tan triste de pasar la Navidad!, pensé. Pero en seguida recordé que 30 minutos antes había estado implorando a Dios que me salvase, y me sentí avergonzado.
—Base de la RAF en Merriam St. George —oí decir a una voz masculina por el teléfono.
Pensé que sería el sargento de guardia hablando desde su estación.
—Favor de comunicarme con el Control de Tráfico Aéreo —pedí. —Lo siento mucho, señor —repuso la voz tras una pausa—. ¿Podría preguntar quién llama?
Le di mi nombre y grado militar, y dije que hablaba desde la base de la RAF en Minton.
—Comprendo, señor, pero esta noche no hay vuelos. No quedó nadie de servicio en el Control de Tráfico Aéreo. Pero algunos oficiales se encuentran en el comedor.
Cuando pude comunicarme con el oficial de servicio de la estación, evidentemente estaba en el comedor, pues en el fondo se oía una animada conversación.
Tomando resuello, comencé a contarle todo desde el principio.
—Así que, como ve usted, señor, me interceptó uno de los aviones meteorológicos de Gloucester y me condujo aquí. Sin duda, en medio de esta niebla debieron de emplear el sistema de aterrizaje guiado desde tierra. Imposible aterrizar de otra manera. Y yo, al ver las luces de Minton, aterricé allí, confundiéndolo con Merriam St. George.
—No obstante, tenemos cerrado el aeródromo —repuso el oficial—. Cerramos todos los sistemas a las 5. No se ha recibido ninguna solicitud de operarlos.
—Pero en Merriam St. George tienen el sistema —protesté.
—Desde luego que lo tenemos —respondió a gritos—, pero esta noche no se ha usado. Ha estado cerrado desde las 5.
Formulé lenta y cuidadosamente mi siguiente pregunta:
—Señor, ¿sabe usted dónde está la más cercana estación de la RAF que opere la banda de 121,5 megaciclos durante toda la noche? ¿La más próxima de aquí que mantenga escuchas de urgencia las 24 horas del día?
La frecuencia internacional de urgencia para aviones es la de 121,5 megaciclos.
—Sí: al oeste, RAF Marham; al sur, RAF Lakenheath. Buenas noches, y felices Pascuas.
Colgué el auricular y respiré profundamente. Marham quedaba 65 kilómetros al otro lado de Norfolk. Lakenheath estaba a más de 65 al sudoeste, en Suffolk. Con el poco combustible que llevaba, no sólo me habría sido imposible alcanzar la pista de Merriam St. George, que ni siquiera estaba abierta, sino que ¿cómo habría podido llegar a Marham o Lakenheath? Y yo le había indicado al piloto del Mosquito que me quedaba combustible para sólo cinco minutos de vuelo. Él me había hecho señas de comprender. En todo caso, volaba demasiado bajo después que descendimos a la niebla para haber seguido así otros 65 kilómetros. Ese individuo debía de estar loco.
Comencé a pensar que en realidad no le debía la vida al piloto meteorológico de Gloucester, sino al teniente de vuelo Marks, al viejo oficial chapucero y postergado, que escasamente sabía distinguir la punta de la cola en un avión, pero que había corrido 400 metros entre la niebla para encender las luces de una pista en desuso, por haber oído un reactor que daba vueltas por encima, muy cerca del suelo. Con todo, el piloto del Mosquito ya estaría de regreso en Gloucester, y merecía saber que, a pesar de todo, yo estaba con vida.
—¿Gloucester? —preguntó el telefonista— ¿A estas horas de la noche?
Una de las ventajas de las escuadrillas meteorológicas es que siempre están de servicio. El meteorólogo de guardia tomó la llamada. Le expliqué la situación.
—Debe de haber alguna equivocación —me dijo—. No pudo ser uno de los nuestros. Los Mosquitos no están en servicio desde hace tres meses. Ahora estamos usando Canberras.
Me quedé sentado con el teléfono en la mano, contemplando el aparato con incredulidad. Entonces se me ocurrió una idea.
—¿Podría decirme qué hicieron con los Mosquitos?
El meteorólogo seguramente era algún viejo guerrero, inmensamente paciente y cortés, para tolerar preguntas tan tontas a esa hora.
—Creo que los desmantelaron, o es más probable que los enviaran a los museos.
—¿No pudo alguno de ellos haberse vendido a un particular?
—Supongo que sí... Es posible —convino al fin.
"Y FELIZ NAVIDAD"
COLGUÉ el auricular y meneé la cabeza confundido. ¡Qué noche! ¡Qué noche tan increíble! En primer lugar, pierdo mi radio y todos mis instrumentos; después me extravío, escaso de combustible; en seguida me guía un loco aficionado a los aviones antiguos, que vuela de noche en un Mosquito propio y que por casualidad me descubre. Y finalmente un oficial de tierra, medio borracho, tiene el buen sentido de encender las luces de una pista justo a tiempo para salvarme la vida.
No suele producirse la suerte en mayor abundancia. Pero algo sí era seguro: aquel solitario aviador aficionado no tenía la más leve idea de lo que estaba haciendo. Por otra parte, ¿dónde estaría yo sin él? A esta hora, quizá flotando sin vida en el mar del Norte.
Con el último trago de whisky brindé por él y por su extraña pasión por volar, como particular, en aviones pasados de moda, y apuré la copa. El teniente de aviación Marks se asomó por la puerta.
—Su habitación está lista —anunció—. Es la número 17, por el pasillo. Joe le está prendiendo la chimenea. El agua para el baño se está calentando. Con su permiso, es hora de que me retire.
Tomé mi casco y me encaminé por el corredor, que estaba flanqueado por dormitorios de oficiales solteros, mucho tiempo atrás transferidos a otros lugares. De la puerta del 17 salía un haz de luz al pasillo. Cuando entré en el aposento, un anciano que estaba arrodillado frente al hogar se incorporó. Experimenté un sobresalto. Los camareros de la oficialidad, por lo general, son soldados rasos de la RAF. Este, que tenía unos 70 años, era, al parecer, empleado civil, reclutado localmente.
—Buenas noches, señor —saludó—. Mi nombre es Joe, y soy el camarero.
—Siento causarle tanta molestia a estas horas de la noche, Joe. He caído de visita, podría decirse.
—Sí; me lo dijo el señor Marks.
Opté por tomar mi solitaria cena de nochebuena en la habitación y, mientras Joe iba a traérmela, me di un baño rápido, pues ya el agua estaba razonablemente caliente. Me sequé y me envolví en la vieja bata que Joe había traído.
Para entonces, el cuarto estaba agradablemente tibio y el fuego de la chimenea ardía alegremente. Joe sacó una mesita y puso en ella un humeante plato de huevos con tocino. Mientras yo comía, vorazmente, el anciano camarero se quedó, deseoso de charlar.
—¿Lleva usted mucho tiempo aquí, Joe? —le pregunté más por cortesía que por curiosidad.
—Sí, señor, mucho: casi 20 años, desde poco antes de la guerra, al abrirse la estación.
—Habrá visto muchos cambios, ¿eh? No siempre sería esto como ahora.
—No, señor; desde luego que no lo fue.
Y me contó de los días en que las habitaciones estaban atestadas de entusiastas pilotos jóvenes, el comedor lleno del tintinear de vajillas y cubiertos, el bar resonante con canciones obscenas; me dijo de los meses y los años en que los cielos del aeropuerto resonaban con el ruido de los aviones que partían a la guerra y volvían de ella.
Mientras me hablaba, vacié el resto de la media botella de vino tinto que Joe había llevado de la cantina. Muy buen camarero, aquel Joe. Después de terminar el plato de huevos con tocino, me levanté de la mesa, saqué un cigarrillo del bolsillo de mi uniforme de vuelo, lo encendí y me paseé por la habitación. Joe comenzó a retirar de la mesa los platos y la copa. Me detuve ante una vieja fotografía, que en un marco colgaba de la pared, encima de la chimenea. Dejé en el aire el cigarrillo que me llevaba a los labios y sentí que el cuarto enfriaba repentinamente.
La foto era vieja y manchada, pero tras el vidrio aún se distinguía bien. Mostraba a un joven más o menos de mi edad, que miraba fija y seriamente a la cámara.
Tras él, claramente visible, estaba su avión. Era inconfundible la silueta fina y ligera del caza-bombardero Mosquito.
—¿Quién es el piloto, Joe?
—¿Cuál piloto, señor?
Con un movimiento de cabeza señalé a la fotografía.
—Ah, sí, señor. Es la foto del señor John Kavanagh. Estuvo aquí durante la guerra.
—¿Kavanagh ?
Y examiné la fotografía con detenimiento.
—Sí, señor. Un caballero irlandés. Una bella persona, si se me permite decirlo. A propósito, señor, esta habitación fue la suya.
—¿Qué escuadrilla era esa, Joe? —inquirí con la vista fija aún en el avión que se destacaba al fondo.
—Los Pathfinders, señor. Volaban aviones Mosquito. Todos eran magníficos pilotos. Pero me atrevo a decir que el señor Johnny era el mejor de todos. Puede ser que hable así por parcialidad: yo era su ordenanza.
Ya no cabía duda. Las débiles iniciales que aparecían sobre la nariz del Mosquito, detrás de la figura en la foto, decían JK: Johnny Kavanagh.
Todo resultaba tan claro como la luz del día. Kavanagh había sido un gran piloto que voló con una de las escuadrillas más notables durante la guerra. Después del conflicto debió de dejar la Fuerza Aérea y probablemente emprendió el negocio de autos de segunda mano, como hicieron otros tantos. Así ganaría buen dinero durante los prósperos años del decenio de 1950 a 1959. Se habría comprado quizá una hermosa casa de campo y, con dinero suficiente, quiso dedicarse a su verdadera pasión: la aviación. O más bien a revivir el pasado, sus días de gloria. Debió comprar un vetusto Mosquito en una de las periódicas subastas que efectúa la RAF para salir de sus aviones anticuados y, tras reacondicionarlo, lo volaría como particular siempre que se le antojara. Es una grata manera de pasar las horas de ocio, si se cuenta con dinero suficiente.
Así pues, volando de regreso de algún viaje a Europa, seguramente me había visto describiendo triángulos sobre las capas de nubes, y, comprendiendo que estaba en apuros, resolvió guiarme. Determinando con exactitud su posición, por las intersecciones de los radiofaros, y conociendo bien y de memoria el sector del litoral, se habría arriesgado a hallar su antiguo aeropuerto en Minton, a pesar de la espesa niebla. Era un riesgo enorme, pero yo iba sin combustible, y era el caso de llevarme allí o dejar que me estrellara.
No abrigaba yo dudas de poder dar con ese aviador, probablemente a través del Royal Aero Club.
—Era ciertamente un gran piloto —comenté, reflexionando en su acción de esta noche.
—No lo había mejor, señor —repuso el viejo Joe detrás de mí—. Decían que el señor Johnny tenía ojos de gato. Recuerdo las muchas veces que su escuadrilla regresaba de arrojar bengalas sobre los objetivos del bombardeo aéreo contra Alemania, y el resto de los jóvenes se dirigían a la cantina a tomar una copa; probablemente más de una.
—¿Él no bebía?
—Oh, sí, señor. Pero la mayoría de las veces mandaba reaprovisionar de combustible su Mosquito y solía salir solo otra vez, cruzando el Canal de la Mancha, a ver si hallaba algún bombardero averiado que estuviese buscando la costa, para guiarlo a su destino.
Volviendo la espalda a la fotografía, fui a apagar la colilla del cigarrillo en un cenicero junto a la cama. Joe estaba ya en el umbral.
—¡Un hombre extraordinario! —asentí con toda sinceridad. Aún ahora, ya de edad madura, pensé, es un excelente aviador.
—Sí, era un hombre extraordinario, el señor Johnny. Recuerdo que una vez, allí de pie frente al fuego, donde usted se encuentra ahora, me decía: "Joe: cuando alguno de los nuestros esté en apuros, cualquier noche, saldré a buscarlo para guiarlo a la base".
Asentí gravemente con la cabeza. El anciano evidentemente admiraba con devoción a quien fue su oficial durante la guerra.
—Pues, al parecer —observé—, todavía lo sigue haciendo.
Joe sonrió.
—No lo creo, señor. El señor Johnny salió para su última patrulla la nochebuena de 1943, hace hoy justamente 14 años. Nunca regresó. Cayó con su avión en algún lugar del mar del Norte. Buenas noches, señor... Y feliz Navidad.
CONDENSADO DE "THE SHEPHERD". © 1975 POR FREDERICK FORSYTH. ILUSTRACIONES © 1976 POR BANTAM BOOKS. INC.