CALDERERO (Lester del Rey)
Publicado en
febrero 03, 2017
Bajo los rayos oblicuos del sol matinal, la pequeña figura que caminaba a lo largo del sendero parecía algo fuera de lugar, tan cerca de aquellos valles de los bajos Adirondacks. Sus escasos tres pies de alzada estaban cubiertos por una blusa larga bastante remendada hecha de cuero castaño que le caía hasta las rodillas, y cubría su cabeza con un gorro rojizo de alas vueltas hacia, arriba y provisto de una copa alta y puntiaguda. Llevaba los pies calzados con polvorientos mocasines de puntas retorcidas hacia arriba y atados en los tobillos por cortas tiras de cuero y en la punta de cada mocasín una pequeña campanilla de cobre tintineaba alegremente mientras andaba.
Ellowan Coppersmith avanzaba lentamente bajo el peso del saco que llevaba a la espalda mientras pasaba una gordezuela y curtida mano por su barba, tarareando una cancioncilla con el mismo ritmo de sus alegres campanillas. Era aún muy temprano y un día entero se extendía delante de él en el cual esperaba trabajar mucho. Después del largo descanso, allá en las montañas, donde su raza seguía en el sueño de los siglos, el poder trabajar era una perspectiva que alegraba su corazón.
El sendero tocaba a su fin en un lugar en que se unía con una recta y cuidada carretera de cemento y el gnomo puso el saco en el suelo mientras estudiaba con atención el letrero indicador del camino. Poco pudo entender de los signos que anunciaban el número cabalístico 30, pero la flecha pintada indicaba que el pueblo de Wells quedaba a una media milla de distancia. Aquel debía ser el pueblo que había visto desde el sendero, un pequeño pueblo de aspecto muy agradable, juzgó Ellowan, y sin duda bastante próspero. No le cabía duda que hallaría mucho trabajo en aquel lugar.
Pero, en primer lugar, las cerezas que recogió en los campos le refrescarían su sedienta garganta después de la larga caminata. Sus bondadosos ojos castaños brillaron de alegría mientras las extraía de su saco y se sentaba en el suelo apoyando la espalda contra el letrero indicador. Estaba seguro de que aquellas pocas cerezas que encontró ya tan tarde en la época del año eran un signo de la buena suerte que le esperaba. El gnomo se las puso en la boca y comió lentamente, saboreando con aprecio su silvestre dulzura.
Cuando hubo terminado, volvió a meter la mano en su saco y sacó un puñado de delgados trozos de madera que lanzó al suelo con un ademán y contempló largo rato.
—Cien años durmiendo — murmuró —. Eh, bien, aunque los palillos predicen el futuro con poca exactitud, rara vez se equivocan respecto al pasado. No hay duda que he dormido cien años.
Guardó los trocitos de madera en su saco y volvió la cabeza hacia un ruido creciente que se acercaba a lo lejos en la carretera. El origen de aquel sonido parecía ser un vehículo largo y de esbelta figura que llegaba a toda velocidad por el camino de cemento y pasó por delante de él con tal rapidez que el gnomo sólo tuvo tiempo de vislumbrar los hombres que iban en su interior.
«¡Esos hombres!» — Ellowan recogió su saco y volviendo a echárselo a la espalda emprendió de nuevo el camino hacia el pueblo, mientras agitaba la cabeza meditabundo.
«Ya veo que ahora tienen máquinas dentro de sus coches y, no hay duda que deben ser raras máquinas, a juzgar por el olor que despiden. Hasta el aire del camino real debe estar contaminado con el maloliente olor de esos motores. Dentro de poco los hombres volarán por los aires. Empiezo a creer que será mejor que me dirija al pueblo a través de los campos.»
Ellowan sacó su pipa de barro y chupó la corta caña, pero el aroma se había secado mientras duró su largo sueño, y el tabaco que llevaba en una pequeña bolsa estaba ennegrecido y convertido en polvo. Bien, encontraría más tabaco en el pueblo, y monedas suficientes para comprarlo. Volvía a tararear la cancioncilla mientras se acercaba a la pequeña villa y estudiaba el grupo de casas que se extendía ante sus ojos, entre las cuales la gente del lugar empezaba a dedicarse a sus habituales quehaceres. Sería lo mejor ir de casa en casa en vez de molestarlos gritando su oferta de servicios desde la plaza. Con una sonrisa expectante en su viejo y arrugado rostro, Ellowan golpeó suavemente en la primera puerta que encontró y esperó la contestación.
—¿Qué es lo que quiere?— La mujer que apareció en el dintel se echó hacia atrás su áspero cabello con una mano mientras mantenía fuertemente agarrada la puerta con la otra, y sus ojos tenían un duro destello cuando percibieron el saco que llevaba el gnomo.
—No quiero comprar revistas. ¡Está perdiendo su tiempo, amigo!
De la cocina de la casa y a través de la entreabierta puerta llegó el nauseabundo olor de huevos quemados, y la puerta se cerró en sus narices antes de que Ellowan pudiera manifestar sus deseos. Eh, bien, una ciudad que no tuviera una avinagrada mujer era como una ciudad que no tuviese casas. Un mal principio y quizás un buen final. Pero nadie contestó a su segunda llamada, y en su tercera visita, Ellowan no tuvo otra respuesta que unas narices apretadas contra el cristal de la ventana que le contemplaban fríamente.
Una mujer joven apareció en la siguiente puerta, contemplándole con curiosidad, pero respondiendo a su sonrisa.
—Buenos días — dijo la muchacha dudosa, y las esperanzas del gnomo subieron varios grados.
—Y muy buenos días para usted, señora. ¿No tendría potes para remendar, cazuelas u otras cosas que deban ser reparadas?— Ellowan sintió una agradable sensación al poder repetir de nuevo aquellas antiguas palabras —. Soy un calderero muy bueno, no creo que encuentre otro mejor que yo, señora. Sus potes de cocina quedarán como nuevos, y quizá mejor que nuevos gracias a los buenos materiales que tengo y que llevo conmigo dentro de este saco.
—Lo siento mucho, pero no tengo nada para reparar; me he casado sólo hace unas pocas semanas. — La joven mujer sonrió de nuevo, vacilante —. Pero, si es que tiene hambre... bien, generalmente no damos nada a los hombres que llegan a nuestra puerta, pero creo que en esta ocasión haré una excepción a nuestra regla.
—No, señora, pero muchas gracias de todos modos. No deseo otra cosa sino trabajo honesto. — Ellowan volvió a levantar el pesado saco y marchó de nuevo por el camino. La muchacha dio media vuelta para entrar de nuevo en su casa, lanzándole una mirada con una sensación de pesar por no tener trabajo que ofrecer al extraño hombrecillo. Llevada de un impulso repentino, lo llamó de nuevo.
—¡Espere! — A su llamada, él se volvió hacia la puerta —. Acabo de recordar — dijo ella — que quizá mi madre tenga algo para usted. Vive en esta misma calle, más abajo, la quinta casa a la derecha. Se llama señora Franklin.
El rostro de Ellowan se arrugó en una agradecida sonrisa.
—De nuevo le doy las gracias, señora, y le deseo muy buena suerte.
De manera que su propia ventura había cambiado de nuevo. Una vez que su habilidad de calderero fuese conocida, no tendría falta de trabajo. Unas monedas por este lado y otras monedas por otro lado, que llegarían a su bolsa de las muchas cazuelas que remendaría; con el soldador y el estaño y su rara habilidad para el trabajo, podría ganar muchas monedas.
Ellowan seguía tarareando mientras entraba en el caminito que conducía hasta la casa donde halló a la señora Franklin colgando unas toallas húmedas ante el porche trasero de su hogar. Era una mujer de apariencia robusta, con la expresión de perpetua fatiga que se hace habitual en algunos casos, pero su sonrisa era tan bondadosa como la de su hija cuando vio al gnomo por primera vez.
—¿Es usted el hombrecillo que mi hija me ha anunciado que desea reparar cosas?— preguntó —. Susan me ha telefoneado que vendría, parece que le fue muy simpático. Bien, acérquese al porche y le traeré lo que quiero que repare. Espero que sus precios no serán demasiado altos.
—Señora, estoy seguro de que le parecerán razonables. — Ellowan se sentó en un taburete de tres patas que sacó de su saco y extrajo una pequeña mesita mientras ella marchó al interior de su casa a buscar los artículos que necesitaban reparación. Cuando volvió traía consigo varios cachivaches, una sartén, tres cacerolas, un barreño grande de cobre, diversos artículos de los que se encuentran en todas las cocinas; suficiente todo ello para mantenerle ocupado hasta el mediodía.
La señora Franklin colocó todo aquello a su lado.
—Bien, esto es todo lo que tengo. Tenía la intención de tirarlo casi todo, ya que nadie en este pueblo puede arreglarlo, pero siempre me pareció una lástima tirar un buen, utensilio sólo porque tenía algún pequeño agujero. Llámeme cuando haya terminado.
Ellowan asintió vigorosamente y volvió a meter la mano en su saco que parecía no tener fondo. De él salieron sus maravillosas pastas que podían limpiar el herrumbre más grueso en un abrir y cerrar de ojos, el pulimento que ni siquiera la grasa más dura ni el más viejo hollín podían resistir, las barras de material para soldar que se convertían en uno solo con el metal de tal modo que ni el ojo más agudo podía encontrar ninguna diferencia; y por fin salieron las pequeñas y brillantes herramientas con las que podía unir y reparar el desperfecto hasta que el utensilio en cuestión pareciese nuevo. Por último extrajo un pequeño yunque y un diminuto brasero cuyos carbones empezaron a arder tan pronto como lo colocó en el suelo. No tenía fuelle ni sopló sobre ellos, pero a pesar de todo, los carbones, en el centro del brasero, brillaron alegremente con un color rojo vivo.
El pequeño gnomo cogió primero el barreño de cobre, tan abollado que la unión en su base se había abierto en muchos sitios. Unos cuantos y ligeros golpes sobre el yunque lo enderezaron haciéndole recobrar su forma y lisura original. Ellowan extendió luego el pulimento, sopló sobre él con fuerza y contempló como la porquería y el polvo desaparecieron; luego aplicó su soldadura, y extendió con cuidado el material con un soldador caliente, riendo para sí mientras hacía que las uniones del barreño volviesen a ser de nuevo completamente impermeables. Cuando dejó a un lado el grueso barreño no se podía leer ningún signo de que aquel recipiente no acabase de salir de alguna tienda o no fuese recién terminado por su fabricante.
La sartén estaba hecha de un material brillante, excepto por un círculo castaño en el fondo y toda ella brillaba con un lustre plateado. Ellowan pensó que algún artesano mágico debió construirla, y que tendría que utilizar toda su habilidad para asegurarse que el encantamiento que hizo a la sartén tan brillante no perdiera su eficacia. Pasó unas cuantas gotas de pulimento con mucho cuidado y frotó con vigor, luego inspeccionó el mango que estaba flojo, y aplicó de nuevo su material de soldadura, eliminando con un trapo el pequeño exceso que quedó.
Con exquisito cuidado pasó el soldador caliente por encima del material y empezó a unir el metal contra el mango.
Pero allí había algo que no funcionaba bien. En vez de unirse firmemente a la sartén, el material empezó a correr por los lados en pequeñas gotitas. Lo poco que quedó unido a la sartén estaba suelto y rehusaba con obstinación adherirse a su metal. Con el ceño arrugado y lleno de confusión, Ellowan olió sus materiales y trató de nuevo de realizar la acostumbrada operación; no podía encontrar nada de extraño en su soldadura o en sus herramientas, pero seguían obstinadas en no darle los resultados de costumbre. Murmuró suavemente mientras dejaba la sartén al lado y alcanzaba una cazuela con un diminuto agujero en un costado.
La señora Franklin lo encontró sentado en el mismo lugar, largo rato después, sus herramientas cuidadosamente alineadas delante de él, las cazuelas y potes colocados a su lado, y el brasero ardiendo alegremente.
—¿Todo terminado?— preguntó ella con animación —. Le he traído una taza de café y un trozo de tarta que acabo de sacar del horno; pensé que sin duda le gustaría. — Mientras hablaba colocó el alimento al lado del gnomo y lanzó una mirada hacia la pila de los utensilios. Sólo el gran barreño estaba reparado.
—¿Qué ha sucedido...?— preguntó ella con tono seco, pero inmediatamente su tono se hizo más compasivo cuando se dio cuenta de la confusa expresión que ostentaba Ellowan en su rostro —. ¿Pensé que había dicho que podía repararlo?
Ellowan asintió lentamente y en silencio.
—Así fue, señora, y es lo que he tratado de hacer. Pero mi soldadura y mis herramientas se obstinan en rechazar Cualquier cosa que no sea el cobre, y no hay nada que lo pueda hacer. Pienso que estos utensilios deben estar construídos con metales maravillosos, o mi arte ha sufrido un fuerte encantamiento.
—No creo que haya nada de muy maravilloso en el aluminio y en el hierro esmaltado... ni tampoco en el acero inoxidable, excepto los exorbitantes precios que nos cobran por ellos. — La mujer recogió el barreño de cobre e inspeccionó el trabajo realizado,
—Bien, no hay duda que ha hecho aquí un buen trabajo, y consuélese al pensar que no es el único que no puede soldar el aluminio. De modo que, anímese. Y cómase esta tarta antes de que se enfríe.
—Muchas gracias, señora. — El apetitoso aroma de la tarta había llegado hasta su olfato, pero Ellowan esperó hasta estar seguro de que la mujer se lo ofrecía con toda buena voluntad.
—Siento mucho el haberla hecho perder su tiempo, pero hace mucho, muchísimo tiempo, que trabajé en mi oficio por última vez, y todos estos materiales son nuevos para mí.
La señora Franklin asintió con simpatía y pensó que el pobre hombrecillo debió estar todo este tiempo viviendo con un hija o quizá trabajando en algún circo; era bastante bajo para ello y su traje tenía cierta apariencia teatral. Bien, los tiempos eran difíciles para mucha gente.
—No me ha molestado, se lo aseguro. Además necesitaba este barreño para hacer la colada mañana, de manera que me ha sido muy útil el que usted lo reparase.,Qué le debo por su trabajo?
—Dos peniques y medio — dijo Ellowan estirando la mano para coger la tarta. La mirada con que ella le respondió era vacilante y el gnomo volvió a repetir sus palabras rápidamente.
—Cinco peniques americanos, señora.
—¡Cinco centavos! ¡Pero si vale diez veces más!
—No es más que un precio honesto por el trabajo que he hecho, señora. — Ellowan ya estaba volviendo a colocar sus herramientas y materiales en su saco y continuó Esto es todo lo que puedo cobrarle por el pequeño trabajo que he tenido el placer de hacerle.
—Bien... — ella se encogió de hombros — de acuerdo, si esto es todo lo que quiere cobrar, aquí lo tiene. — La moneda que ella le entregó le pareció extraña, pero eso era algo que ya esperaba. Ellowan se la metió en el bolsillo con una rápida sonrisa y con otro ¡Muchas gracias! salió en busca de una tienda en la que se había fijado antes.
El almacén lo confundió al principio, por la gran variedad de artículos que contenía, pero Ellowan observó que tenían en el escaparate tabaco y cigarros, y entró sin vacilar. Ahora que había satisfecho su hambre con la tarta, el tabaco era una necesidad más acuciante que el alimento.
—Dos peniques de tabaco, por favor —, dijo al dependiente, tendiéndole la pequeña bolsa de cuero que llevaba.
—¿Está loco?— el dependiente no era más que un muchacho, y estaba más interesado en ponerse brillantina en el pelo que en atender a los clientes que pudieran entrar en su tienda —.Lo más barato que puedo darle es un paquete de mezcla y eso le costará cinco centavos al contado.
Ellowan contempló como su única riqueza se desvanecía al otro lado del mostrador y pensó que el tabaco era verdaderamente un lujo a tal precio. Recogió el pequeño saquito de tela y el librillo de cartón doblado que el muchacho le tendía.
—¿Qué es esto?— preguntó, examinando el librillo de cartón.
—Fósforos.
El muchacho sonrió con un aire de superioridad.
—¿Dónde ha pasado toda su vida? Bueno, le mostraré, se hace de esta forma... ¿lo ve? Claro está que si no los quiere...
—Muchas gracias. — El gnomo se metió la cajita de fósforos en el bolsillo con rapidez y se apresuró a ganar la calle, muy complacido con su compra. Una maravilla como aquellos fósforos no había duda de que valían mucho más que el precio que había pagado por el tabaco. Llenó su pipa de barro y frotó uno de ellos son curiosidad, reprimiendo una sonrisa cuando se encendió. Cuando acercó la llama a la cazoleta de su pipa, se dio cuenta de que el tabaco también debía de estar imbuido con ciertos poderes mágicos, ya que de otro modo no era posible de que poseyera una aroma tan suave y satisfactorio. A duras penas sentía su sabor en la lengua.
Pero no debía perder tiempo en dedicarse a admirar sus nuevos tesoros. Sin trabajo no tendría comida y aún debía preocuparse por su cena. Aquellas cazuelas de aluminio y de metal esmaltado seguían aún en el fondo de su mente, recordándole que los materiales de cobre podían ser bastante difíciles de conseguir. Y además, la señora Franklin había mencionado el acero inoxidable y Ellowan sabía que sólo un brujo muy poderoso podía impedir que el hierro se oxidase; quizás el esposo de aquella mujer era un sabio hechicero muy hábil en encantamientos, y entonces, posiblemente, el resto del pueblo, sólo dispondría de utensilios de cobre y de peltre. El gnomo se encogió de hombros con un optimismo que no sentía y marchó a lo largo de la calle hacia las otras casas, observando al pasar los precios marcados en el escaparate de otra tienda. Eh, aquella mujer tenía razón; tendría que cobrar más por sus servicios para poder comer a tales precios.
La carretera estaba llena con los extraños coches animados por las máquinas de su interior y Ellowan no se apartó de la acera lleno de precaución. Pero el maloliente humo que salía de sus escapes y el polvo que agitaban hirieron con desagradable fuerza su olfato. El gnomo cambió el saco de su hombro izquierdo al derecho y continuó su camino con determinación, pero ahora aquella canción había abandonado sus labios, y las pequeñas campanillas no querían tintinear mientras caminaba.
El sol se había escondido ya detrás de las montañas y el cielo se iba haciendo obscuro, mientras el día se acercaba lentamente a su fin. Su última visita sería para la casa delante de él, un poco más allá en la carretera, en la que empezaban a encenderse las luces y aún tenía que andar unos minutos para llegar hasta ella. Ellowan se apretó un poco más su cinturón y caminó decidido hacia la entrada, mientras murmuraba en voz baja.
—¡Aluminio, metal esmaltado, acero INOXIDABLE!
Una interminable procesión de cazuelas verdes, potes rojos y vasijas marfileñas pasó delante de sus ojos, y en todas partes distinguió entre sus pensamientos el brillo burlón de las sartenes plateadas y de las cazuelas de metal blanco. Hasta los mangos que tenían esos nuevos utensilios ya no eran más del antiguo y honrado abeto, sino que olían a algo extraño y resinoso.
No había podido encontrar ni una sola cazuela en todo el pueblo, fabricada con el material que él podía reparar. Las hacendosas mujeres habían aparecido en todas partes para mirarle, contestar a sus sonrisas, y traerle los utensilios que deseaban reparar con un gesto de vacilación, como si no estuvieran acostumbradas a hacer que los hombres trabajasen a su puerta de ese modo. En sus palabras había más de lástima que de un verdadero deseo de hacer reparar sus vasijas.
—No, señora, sólo cobre. Esos nuevos metales rechazan mi soldadura y no los puedo arreglar.
Una y otra vez se vio obligado a repetir estas palabras hasta que se hicieron tan sordas y pesadas como sus llamadas en las incontables puertas, y siempre, siempre, no había cobre. Casi aceptaba agradecido cuando alguna puerta no respondía a su llamada.
Se sintió satisfecho de dejar el pueblo y volverse al camino que atravesaba los campos, aunque allí las casas estaban mucho más espaciadas. Pensó que entre los labradores, los antiguos métodos todavía serían usados. Pero los resultados que obtuvo fueron los mismos, todos le recibieron con agrado y le trajeron sus utensilios de cocina con menos vacilación que lo hicieron los del pueblo... pero todos ellos eran de metal esmaltado, aluminio, y acero inoxidable.
Ellowan sacó su pipa del bolsillo y se sentó en el suelo para descansar, observando en un letrero indicador que aún tenía ocho millas entre él y el pueblo siguiente llamado Northville. Midió el tabaco que ponía en la cazoleta con cuidado, y vaciló antes de usar uno de aquellos maravillosos fósforos, Luego, mientras lo encendía, contempló la llama pensativo y tiró el fósforo consumido a un lado con un gesto distraído. Hasta el tabaco le parecía ahora falto de sabor, y el vacío que sentía en su estómago se obstinaba en no ser engañado por el humo, aunque el fumar le ayudó a apartar de su mente todos sus problemas. Bien, siempre le quedaba aquella última casa para visitar, donde era posible que la Diosa Fortuna le sonriera y pudiera ganarse la cena de aquella noche. Se echó el saco al hombro con un gemido y continuó su camino.
Un enorme perro de pastor alemán, salió saltando ágilmente hacia el gnomo cuando éste entró por la puerta de la cerca en dirección a la casa de campo. El ladrido del perro era ronco y amenazador, pero Ellowan hizo unos chasquidos suaves con la lengua y el animal se tranquilizó, empezando a andar a su lado hacia la casa agitando la cola alegremente. El labrador que estaba en la puerta de su casa contempló la escena y sonrió.
—Parece que le ha caído simpático a Prinz —le saludó —. No acostumbra a hacerse amigo tan pronto de cualquiera. ¿Qué puedo hacer por usted, muchacho?— Luego Ellowan se acercó más, y el labrador le miró con un gesto de sorpresa.
—Perdón... me he equivocado. Por un instante pensé que era un muchacho.
—Soy calderero, señor, reparo cualquier cosa — el gnomo palmoteó la cabeza del perro y miró a los ojos del labrador con una mirada de ansiedad —. ¿No tendrá potes o cazuelas de cobre, o utensilios de cualquier clase que desee reparar? Puedo hacer muy buen trabajo con el cobre, señor, y me sentiré satisfecho de trabajar sólo por la cena.
El labrador abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrase.
—Entre y veremos lo que puedo hacer por usted. No creo que tengamos nada de lo que dice, pero mi mujer lo sabrá mejor que yo. — Luego levantó la voz y llamó:
—¡Eh, Louisa! ¿dónde estás? ¿En la cocina?
—Estoy aquí, Henry.
La voz llegaba de la cocina y Ellowan siguió al hombre, mientras el perro frotaba su morro contra su mano con un gesto de amistad. La mujer estaba lavando los últimos platos de la cena y arreglando ya la cocina cuando los dos hombres entraron, y la vista de la comida despertó el hambre que el gnomo había podido reprimir hasta entonces.
—Este amigo dice que sabe mucho de reparar cosas de cobre, Louisa — dijo Henry a su esposa —. ¿Tienes algo de eso para él?
El hombre se inclinó cerca de la oreja de su esposa y le dijo algo en voz baja, aunque Ellowan pudo percibir sus palabras.
—Si tienes algo de cobre, creo que necesita trabajar, Lou. Parece un enanito simpático y Prinz le ha tomado mucho afecto.
Louisa movió la cabeza lentamente.
—Tenía un par de viejas cazuelas de cobre, pero las tiré cuando compramos la nueva batería de cocina de aluminio. Pero si tiene hambre, aún nos queda mucha comida de la cena. ¿Quiere sentarse mientras le sirvo un plato?
Ellowan miró con ansiedad a los restos de la cena y su boca se llenó de agua, pero consiguió sonreír, y al pronunciar sus palabras lo hizo con mucha obstinación.
—Muchas gracias, señora, pero no puedo. Una de las reglas por las que se gobierna mi vida, es de que no debo mendigar ni aceptar nada que no pueda ganar con mi trabajo. Pero les agradezco mucho a los dos su buena intención y les deseo muy buenas noches.
El matrimonio le siguió hasta la puerta y el perro trotó alegremente detrás de él hasta que el silbido de su dueño lo hizo regresar. El gnomo se encontró solo de nuevo en la carretera, buscando ahora un lugar donde dormir. A un lado de la carretera había un pajar que, sin duda, le serviría de excelente cama, y se dirigió hacia allí. Bien, la paja no era muy alimenticia, pero el masticarla era mejor que nada.
Ellowan se despertó con los primeros rayos del sol, sacudiéndose el polvo de su larga blusa. A guisa de experimento volvió a tirar los palillos mágicos al suelo y los estudió durante unos minutos.
«Eh, bueno — murmuró volviéndolos a colocar en el saco —, los palillos me ofrecen esperanzas, pero tengo poca fe en ellos para el futuro. Resulta demasiado fácil hacerlos caer en la forma que uno quiera. Pero quizás encontraré más cerezas en el bosque que veo a lo lejos.»
No encontró cerezas y las bellotas estaban aún verdes. Ellowan empezó a andar de nuevo por la carretera, encontrando escasa satisfacción en el hecho de que a aquella hora pasaban escasos coches. Se preguntó de nuevo por qué su humo, aunque desagradable, le molestaba tan poco. Sus Hermanos, allí en la gruta escondida en la selva de los Adirondacks, habían hallado que hasta el humo que despedían las chimeneas de las fábricas era un, veneno mortal para su mágica constitución.
El olor de una buena fogata de madera, o el fuerte y picante hálito que despedía el alcohol de la lámpara del vidriero era algo agradable para ellos. Pero cuando el hombre empezó a utilizar el carbón para sus industrias, una lenta letargia se apoderó de ellos, empujándoles implacablemente, uno a uno, hacia las montañas, donde iniciaron su sueño centenario. Ya fue bastante malo cuando el carbón empezó a quemarse en las herrerías, pero el día que aquel escocés, Watts, descubrió que podía producirse energía del vapor y las fábricas empezaron a lanzar los acres y pestilentes humos del carbón de sus calderas, el pueblo mágico tuvo que huir sin esperanza ante aquel veneno, hasta que sólo el viejo Ellowan Coppersmith quedó despierto entre toda su raza. Pero al cabo de cierto tiempo hasta él mismo tuvo que marcharse para reunirse con sus hermanos en las montañas.
Ahora se había despertado de nuevo sin causa o razón comprensible, cuando el olor de aquel líquido llamado gasolina se unió al carbón. Alineadas a lo largo de la carretera había innúmeras máquinas que su ministraban gasolina a los veloces coches, y su olor llenaba por completo los aires.
«Bien — pensó —, mis hermanos estaban siempre dedicados a hacer incontables travesuras en vez de dedicarse a su trabajo honrado, mientras que yo encontré satisfacción en mi labor. Quizás estas travesuras les debilitaron para resistir los efectos del veneno y el trabajo me dio fuerzas. Porque sólo después de que le di aquel susto al dueño de la fábrica fue cuando empecé a sentir la necesidad de reunirme en el sueño de mis hermanos, y cien años no hay duda que debe ser un justo precio para una travesura semejante. A pesar de todo, cuando desperté el otro día, la primera idea que atravesó mi mente fue la de que alguna buena obra requería mi presencia.»
La vista de un bosquecillo de árboles frutales cerca de la carretera reclamó su atención, y el gnomo buscó con mucho cuidado a lo largo de la franja de hierba en el lado exterior de la valla con la esperanza de que una de aquellas ricas manzanas hubiera caído fuera del espacio cerrado. Pero los frutos sólo estaban dentro de la valla y el cruzarla sería igual que robar. Ellowan abandonó el bosquecillo de frutales con pesar y empezó a marchar por el camino que conducía hacia la casa de campo. Luego, hizo una pausa.
Después de todo, las.granjas estaban equipadas exactamente igual que las casas de la ciudad, y el único pequeño éxito que tuvo el día anterior fue en el pueblo. Casi no valía la pena el malgastar sus fuerzas entre las diseminadas casas del campo, en la escasa esperanza de que pudiera encontrar utensilios de cobre para reparar. En los pueblos, por lo menos, no perdía tanto tiempo, y sólo haciendo el mayor número de llamadas que le fuera posible tendría alguna posibilidad de encontrar trabajo. Ellowan se encogió de hombros y volvió a emprender el camino a lo largo de la carretera. Trataría de conservar su energía hasta que llegase a Northville.
Cosa de una hora más tarde llegó al lugar donde estaba un muchacho sentado al lado de la carretera, contemplando, con desesperanza, una especie de rara máquina. Ellowan se detuvo cuando vio las piezas esparcidas por el suelo y el ceño de frustración del rostro del chico. Pequeñas dificultades pueden parecer enormes a un hombrecito que tenga doce años.
—¡Eh! ¡Hola, muchacho! — le llamó —. ¿Es que tienes alguna avería?¿Qué clase de máquina es ésa que tienes delante tuyo?
—Es una bicicleta; todo el mundo las conoce. — Por el sonido de la voz del muchacho, no había duda que experimentaba una enorme y terrible tragedia.
—Me la compraron las últimas Navidades. Pero ahora se ha roto y no puedo arreglarla.
El chico levantó una pieza que pertenecía al eje de la rueda trasera.
—¿Lo ve? Esa es la pieza que se mueve cuando yo freno. Se ha roto en varios pedazos, y un nuevo juego de frenos me costará cinco dólares. Ellowan cogió los pedazos del freno en sus manos y los olió con atención. Sus ojos no le habían engañado. Era cobre puro.
—¿Es posible?-preguntó —, me parece una vergüenza que cobren tales precios. Y no hay duda que era una bicicleta muy bonita. Quizás yo pueda arre garla.
El muchacho le miró con esperanza mientras con templaba cómo el gnomo sacaba de su saco el brasero y sus herramientas. Luego, su rostro volvió a ensombrecerse.
—Lo siento, señor. No tengo dinero para pagarle. Todo lo que tengo son 25 centavos, y no podré dárselos, porque están en mi hucha, y mamá no deja que yo la abra.
Las reconfortantes visiones del gnomo de un suculento desayuno se perdieron en el aire matinal, pero sonrió amablemente.
—¿Es posible? Bien, muchacho, hay otras cosas que valen tanto como el dinero. Vamos a ver qué podemos hacer con todo esto.
Sus agudos ojos estudiaron las relaciones que formaban un todo integrante de las diversas piezas, y su admiración por el inventor de aquella máquina creció rápidamente. Aquel eje estaba destinado a impulsar la máquina, girar libre, o servir de freno cuando el propietario lo desease. La pieza rota era un cilindro rayado de cobre dispuesto de tal manera que se apretase por fricción contra el interior del eje cuando se quería frenar la marcha. De qué modo pudo averiarse resultaba un misterio para el gnomo, pero la capacidad destructora de los muchachos no era ninguna novedad para Ellowan.
Bajo sus hábiles dedos, los ásperos bordes de las piezas rotas se pulieron en un abrir y cerrar de ojos, y el gnomo utilizó su más fuerte soldadura para unirlas, rellenando y puliendo el conjunto, basta que de nuevo el metal adquirió su brillo y suavidad acostumbrada. Los ojos del muchacho se ensancharon llenos de asombro.
—Dígame, señor ¿cómo aprendió a hacerlo? Los obreros de la ciudad no pueden hacer nada parecido y ellos disponen de toda clase de herramientas — el chico cogió en sus manos la pieza reparada y empezó a colocar los diversos componentes en el eje central de la bicicleta —. Caramba, es usted muy pequeño. ¿Trabaja en algún circo?
Ellowan movió la cabeza sonriendo débilmente. Las preguntas de los niños siempre fueron ingenuas, y lo mejor era darles una respuesta honrada.
—No, por cierto, muchacho, y yo no soy un enano, si es esto lo que has estado pensando ¿Es que tu abuelita nunca, te contó historias de duendes y gnomos?
—¡Un gnomo! — El muchacho se detuvo en su tarea de atornillar las piezas de su bicicleta. — ¡Vamos! No existen tales cosas... no puedo creerlo.
De todos modos, su voz adquirió un tono de duda mientras contemplaba la pequeña figura de Ellowan, cubierta por su blusa de cuero castaño.
—Caramba, es cierto que se parece mucho a los dibujos que he visto en los libros, y parece cosa de magia la forma en que arregló el freno. ¿Es cierto que pude hacer magia?
—Nunca me he preocupado mucho por la magia, muchacho, no me quedaba tiempo para aprenderla cuando los negocios me iban bien. Los procedimientos honrados de mi oficio eran bastante para que yo los estudiase, junto con cierta habilidad que nació conmigo. Pero yo no hablaría de todo eso con tus padres si me encontrase en tu lugar.
—No se preocupe, no lo haré; dirían que estoy loco. El muchacho subió a su bicicleta y probó el freno con evidente satisfacción.
—¿Se dirige a la ciudad, señor? Suba aquí y ponga su saco en este cesto que llevo en el manillar. Yo iré hasta cerca de una milla de la ciudad, y puedo llevarle si es que quiere montar en el portapaquetes.
—Pienso que será una carga muy pesada para ti, muchacho. — Ellowan no se sentía demasiado seguro de que aquel vehículo fuera digno de confianza, pero necesitaba dar un descanso a sus cortas piernas.
—No se preocupe. Suba. He llevado a mi hermano y pesa mucho más que usted. De todas maneras, esta es una bicicleta Mussimer, con freno y cambio de marchas. Mi papá la consiguió como algo especial por Navidad. — El chico alcanzó el saco de Ellowan y se sorprendió de lo poco que pesaba. Aquellos que prestaban ayuda a un gnomo, generalmente hallaban que las cosas eran mucho más ligeras y fáciles de lo que ellos esperaban.
—De todos modos, le debo este servicio por lo que usted ha hecho por mí.
Ellowan se subió al portapaquetes detrás del sillín y se agarró fuertemente a la espalda del muchacho. Su asiento era muy duro, pero la lisa carretera le ayudó a sobrellevar la dificultad del viaje y de todos modos era mucho más agradable que ir caminando. Al cabo de unos instantes, el gnomo se tranquilizó y contempló cómo el camino se deslizaba bajo sus pies cubriendo la distancia en una cuarta parte del tiempo que le habría costado a, pie. Si la Diosa Fortuna le sonreía por fin, quizá podría ganarse el almuerzo mucho antes de lo que había esperado.
—Bueno, aquí es donde debo detenerme — le dijo el muchacho por fin—: La ciudad se encuentra en esa dirección a cosa de una milla. Muchas gracias por arreglar mi bicicleta.
Ellowan desmontó con precaución y volvió a recoger su saco.
—Muchas gracias por ayudarme hasta aquí, muchacho. Y creo que ese freno no te causará muchas dificultades de ahora en adelante.
Se quedó quieto contemplando cómo el muchacho marchaba montado en su bicicleta por un camino lateral, y luego se dirigió hacia la ciudad, con el importante asunto de su almuerzo en primer lugar entre sus pensamientos.
El mismo asunto, estaba aún en su mente cuando llegó el mediodía, pero no veía ninguna forma de que se acercase más a su estómago. Ellowan salió de una callejuela y se detuvo para dar unas chupadas a su pipa y ofrecerse la oportunidad de descansar sus doloridos hombros. Tendría que dejar de fumar muy pronto; para un estómago vacío, fumar demasiado llega a ser pernicioso. Dominando el aroma del tabaco, otro olor llegó hasta su olfato y el gnomo dio la vuelta lentamente.
Era el limpio y sano olor del metal caliente en un fuego de herrero, y surgía de un antiguo y destartalado edificio colocado unos pasos más allá. El letrero colgado encima de su entrada estaba descolorido, pero Ellowan pudo leer las palabras: MICHAEL DONAHUE. FABRICANTE DE HERRADURAS Y SE ARREGLAN AUTOS. La visión de la tienda de un herrero despertó memorias en su mente de otros tiempos más felices y Ellowan se acercó a la entrada.
El hombre que estaba en el interior frisaba en la cincuentena, pero su cuerpo mostraba el vigor de una vida honesta y un trabajo feliz y el rostro bajo su cabello rojo era amistoso y franco. En aquel momento estaba sentado en un taburete comiendo un bocadillo de pan y carne. El olor de la comida removió de nuevo el hambre del gnomo y arrastró sus mocasines contra el suelo con cierta vacilación. El hombre levantó los ojos.
—¡Los Santos nos protejan! —la generosa boca de Donahue se abrió en toda su extensión —. Caramba, si es uno de los del Pueblo Mágico, igual que aquellos de los que me hablaba mi padre. Pero... debe tener hambre, por la forma que mira este bocadillo y yo comiéndolo aquí delante de él. Oiga, amigo, creo que debería usted comer antes que yo.
—Muchas gracias — dijo Ellowan con un esfuerzo, pero aquella vez le costó mucho el negarse a aceptar la generosa oferta.
»Soy un trabajador honesto, señor, y una de las reglas es de que no debo aceptar nada que no me haya ganado. Y no puedo encontrar ni un solo trozo de cobre en toda la ciudad para que yo pueda repararlo y ganar algún dinero. — Ellowan puso una mano encima de un banco ennegrecido para aliviar el dolor de sus piernas.
—Me parece una verdadera vergüenza. — La sorpresa había desaparecido de la voz de Donahue ahora que se iba acostumbrando a la vista del gnomo.
—No dudo de que es usted un buen trabajador si lo que me contaba mi padre era cierto. El llegó aquí procedente de la vieja Irlanda, cuando era un chiquillo, y su padre le contó la misma historia muchos años antes. Unos excelentes trabajadores decía que eran todos los del pueblo de usted.
—Es cierto. — La afirmación de Ellowan fue sencilla y sin mayor orgullo. El alabarse a sí mismo requiere cierta energía y en aquellos momentos no se sentía con ánimos para ello.
»Puedo reparar cualquier cosa de latón y cobre, y cuando termine el trabajo quedará como nuevo.
—¿Es posible?— Donahue lo miró con interés —. ¡Oh, claro está que puede hacerlo! Tengo una idea que creo debemos poner en práctica. Espéreme aquí.
El hombre desapareció a través de la puerta que dividía su herrería del departamento de reparaciones de automóviles y regresó con una pieza de metal ennegrecido en su mano. El gnomo la olió con interés y observó que se trataba de cobre.
Donahue dio unos golpecitos encima de aquella pieza de considerable tamaño.
—Eso es un radiador. El agua circula a través de estos tubos y estas pequeñas aletas la enfrían. Mi amigo Pete Yaeger me lo trajo y quería que se lo arreglase, pero está demasiado estropeado para mis manos. Y no puede permitirse el lujo de comprar uno nuevo. Si usted lo arregla estoy seguro de que podré darle un buen precio por su trabajo.
—No le quepa duda de que puedo arreglarlo. — Las manos de Ellowan temblaban de ansiedad mientras inspeccionaba el interior de la pieza y su corroído metal, y empezó en el acto a colocar sus herramientas delante de él.
—Terminaré dentro de una hora.
Donahue lo miró con cierta duda, pero asintió lentamente.
—Es posible de que lo haga en una hora, pero antes de ello debe comer y no quiero que discutamos sobre este punto. Un hombre hambriento nunca pudo trabajar tranquilo, y tengo la idea de que esto igual puede aplicarse a usted. Aún me queda otro bocadillo y un poco de tarta si es que no le importa acompañarla con agua clara.
El gnomo no necesitó el agua para terminarse su comida. Cuando Donahue se acercó a su lado de nuevo, no quedaba la más pequeña migaja del bocadillo y de la tarta y las hábiles manos de Ellowan estaban utilizando sus pequeñas herramientas para enderezar las aletas del radiador mientras su arrugado rostro se iluminaba con su acostumbrada y alegre sonrisa El metal parecía moldearse obediente bajo sus manos como si poseyera voluntad propia y el gnomo silbaba suavemente mientras proseguía su trabajo.
Ellowan esperó con atención mientras: Donahue inspeccionó el trabajo recién terminado. En aquellos lugares en que el metal ennegrecido estuvo doblado y corroído, lleno de agujeros, ahora aparecía brillante y nuevo. El herrero no pudo encontrar ninguna señal que le indicase que aquello no era una sola pieza, ya que las soldaduras estaban perfectamente hechas y eran invisibles al ojo más perspicaz.
—Es un trabajo de artesanía maravilloso — admitió Donahue —. Creo que de ahora en adelante haremos muy buenos negocios nosotros dos y que vamos a ganar mucho dinero. Ellowan, amigo mío, con semejante clase de trabajo podemos comprar radiadores viejos, reconstruirlos y venderlos de nuevo con un buen beneficio. No necesitará ir de puerta en puerta buscando trabajo.
Los ojos del gnomo brillaban de alegría ante la idea repararse y pensando en que tendría trabajo continuo sin necesidad de andar siempre en su busca. Por primera vez, comprendió que la industrialización podía tener ventajas para el obrero, después de todo.
Donahue rebuscó en una caja y volvió a su lado con una pequeña figura de un galgo moldeado en metal y que tenía como base un tapón roscado de radiador.
—Bien; mientras le busco otro trabajo, quizá podría arreglarme esto — dijo —. Creo que he tenido mucha suerte en que usted llegase aquí. Pero ahora que pienso en ello, ¿cómo es que se encuentra en este país, cuando siempre he pensado que su raza sólo vivía en Irlanda?
—Aquélla es mi patria natal — admitió el gnomo, mientras hacía girar el tapón de radiador entre sus manos y empezaba a pulir los hilos de rosca rotos —. Pero las gentes se hicieron demasiado pobres en los campos, y las ciudades estaban llenas del humo del carbón. Y luego supimos de la existencia de una nueva tierra a través del mar, de manera que los que quedábamos emigramos hasta América y permanecimos aquí hasta que el humo nos persiguió de nuevo y nos envió a dormir el sueño de siglos dentro de las montañas. Pero me siento muy contento de estar despierto de nuevo y capaz de trabajar en mi oficio.
Donahue asintió.
—Yo también me siento muy satisfecho de ello. Soy un buen herrero, pero no hay nunca bastante trabajo en mi oficio para que un hombre pueda vivir sólo de ello, y dedico la mayor parte de mi tiempo a reparar los autos. Y estoy seguro, amigo, de que me servirá de gran ayuda en mi trabajo. Las piezas de los coches que menos entiendo son el sistema de ignición y el generador, y éstos están hechos con materiales de cobre, donde su habilidad servirá mucho más que la mía. Después, desde luego, siempre tenemos los radiadores.
Las manos de Ellowan se apretaron sobre el metal, y dejó el tapón del radiador encima de un banco con un gesto brusco.
—Dígame, ¿esos radiadores... son parte de los automóviles?
—Así es. — Donahue estaba vuelto de espaldas al gnomo y se dedicaba en aquellos momentos a retirar una herradura de su forja y empezó a martillear sobre su yunque para darle la forma deseada. No pudo ver cómo la alegría desapareció de los ojos del gnomo ni tampoco observó la lentitud con que su pequeña mano volvió a recoger el tapón del radiador. Ellowan estaba pensando en la gente de su raza, dormida allí en el interior de las montañas y condenada a permanecer en tal estado hasta que el aire de la tierra se viera libre de los humos venenosos que la emponzoñaban y pensó que ahora se veía obligado a construir más piezas para las máquinas que producían aquellos venenos. De todos modos, ya que no le era posible hacer otra cosa, Ellowan debía seguir hacia delante; fuesen o no para los autos aquellas piezas, conseguir alimento era una necesidad primordial.
Donahue inclinó la punta de una herradura encima del ángulo del yunque y golpeó sobre ella hasta darle la forma deseada, mientras el rojo metal despedía alegres y rojas chispas.
—¿Supongo que necesitará un lugar donde dormir? — preguntó en tono casual —, bien, tengo una habitación en la casa que perteneció a mi hijo, y creo que le irá muy bien. Mi hijo está ahora en la Universidad y no la necesitará durante algún tiempo.
—Le agradezco mucho su bondad. — Ellowan terminó el trabajo en el tapón del radiador y lo puso a un lado con un gesto de desagrado.
—El muchacho llegará a ser un gran ingeniero algún día — continuó el herrero con una sonrisa de orgullo —. No necesitará seguir el oficio de su padre y creo que hará bien, porque algún día, cuando los hombres hayan usado todo el carbón y el petróleo, este negocio no servirá de nada ni aún con la ayuda de todas esas nuevas herramientas. Mi padre fue sólo un herrero, y yo me he convertido en herrero y mecánico... pero mi hijo será algo más que eso.
—¿Quiere decir que usarán todo el carbón y el petróleo... por completo?
—En efecto. Nadie sabe cuándo sucederá, pero ese día se acerca en forma inexorable. Y luego, necesitarán usar electricidad, o quizás alcohol, como fuente de energía. Estamos en un mundo cambiante, amigo, y nosotros los viejos no podemos cambiar lo bastante aprisa para mantener su rápido paso.
Ellowan volvió a coger el tapón del radiador y lo frotó vigorosamente para darle brillo. Bien, bien. De modo que un día terminarían por agotar todos los suministros de carbón y petróleo, fuentes de mal para su raza, y el aire volvería a ser puro de nuevo. Por lo tanto, cuantos más coches funcionasen más pronto llegaría el día esperado, y cuantos más ayudase él a reparar, mayor número de autos estarían en funcionamiento.
—Magnífico — dijo alegremente —, estaré muy satisfecho de tener muchos radiadores para arreglar. Pero hasta que lleguen quizá podría fabricar unos cuantos adornos como éste de aquella pila de chatarra de cobre que veo en aquel rincón.
Sin una razón clara, Ellowan se sentía seguro de que cuando su raza despertase de nuevo para cruzar los caminos de los hombres encontraría trabajo para todos.
Fin