¡ALGUIEN TIENE QUE CREERME! (Carter Scott)
Publicado en
febrero 04, 2017
Ya no puedo esperar ni un segundo más. Continuo temiendo que nunca encontraré la necesaria tranquilidad de ánimo que me permita transcribir todo aquel universo de horrores que presencié, ¡y sufrí desde la más absoluta de las impotencias!, hace tres semanas exactas. Durante este tiempo he permanecido entregado a otro de mis experimentos científicos. Mis padres me han ido dejando la comida en el cuartito que me sirve de antesala; pero apenas he probado alimento. ¿Cómo iba a habérselo confiado a alguien?
Los primeros días de mi necesario enclaustramiento, cuando mamá quiso saber la causa de mi falta de apetito, estuve a punto de descorrer el pestillo, buscando el refugio de sus brazos y las caricias de sus manos de seda... ¡Pero lo increíble de mi experiencia, esa abominación que a una mente sencilla le hubiese alucinado hasta renegar de sus amores fraternos, me detuvo en el último instante! Hasta encontré las fuerzas suficientes para formular una disculpa:
—Estoy absorbido en una experiencia... que me hará famoso... Quédate tranquila, cariño... ¿He permanecido aquí, otras veces, más de dos semanas?
—Un día nos va a ocurrir una desgracia a tu padre y a mí, y tú seguirás ahí encerrado. ¡Cómo maldigo ese primer libro que te hice leer cuando tenías ocho años!
—Ya he cumplido los treinta... Adoro tu interés, cariño mío...
Debí resultar convincente, ya que ninguno de los dos ha vuelto a molestarme. Pienso que el mejor recurso ha sido ir vaciando los platos, el contenido de la mayoría de los cuales ha ido al retrete...
(¿Por qué pierdo el tiempo contando estas naderías si es posible que mis nervios estallen mucho antes de llegar a los momentos cruciales de mi enloquecedora experiencia? ¿Acaso es que sigue atemorizándome recordar, momento a momento, todo lo que nos ocurrió en aquellas veinticuatro horas en las que la realidad y la sugestión convirtieron a mis amigos en marionetas de un teatro que debo calificar de infernal, aunque no crea en el demonio?
Sé que existen poderes infinitamente más malignos que este personaje decimonónico. Debo ser objetivo. ¡Es necesario si realmente deseo que alguien me crea!)
Mis exhibiciones telepáticas no habían pasado de las universidades y de los congresos parasicológicos, especialmente algunos celebrados en Estados Unidos e Inglaterra. Aquella noche efectué mi primera actuación pública, con gran éxito. Pues no me serví de médium alguna, y adiviné todo lo que se me preguntaba y ocultaba, sin emplear ningún truco. Me esperaba un contrato millonario, por lo que celebré una fiesta muy restringida, en la que me acompañaron Esperanza —mis apetencias monetarias tendían a seducir a esta criatura, tan adorable como amiga de los caros regalos—, Braulio y Lidia.
Habíamos bebido en exceso. Braulio conducía su Volvo 245 Turbo a más de ciento cuarenta kilómetros por hora, sintiéndose animado al escuchar nuestras bromas estúpidas. Y así ocurrió que, en una curva de la carretera de Ávila, dimos dos vueltas de campana en un terraplén.
No sé cuándo salí del vehículo por una ventanilla, pensando únicamente en salvar mi propia vida. Me dominaba una enorme sensación de indefensión. Aceptaba que merecía aquello, por el cúmulo de errores que me habían sacado del laboratorio para convertirme en un pelele mundano; pero me negaba a morir.
A unos veinte metros de lo que pudo ser mi ataúd, caí en la cuenta de mi vergonzoso egoísmo. Por eso combatí mi culpabilidad yendo en busca de mis amigos, a pesar de que con mis pensamientos les estuviese reprochando todo el daño —¡qué habilidad la mía, tan hipócrita, de trasladar a los demás mis propias culpas!—. Tuve que tumbarme en la tierra para examinar el interior de los restos del Volvo. Antes eché un vistazo a la esfera de mi reloj: 5:45 del día veintiocho. Luego, busqué los cuerpos...
¡Allí no había nadie!
Me extrañó aquello, porque los tres sólo habían podido haber salido por la misma ventanilla, con lo que debieron pasar por encima de mi cuerpo. ¿Cómo no los sentí...? ¿No resultaba más extraño que ninguno de ellos se hubiera cuidado de extraerme a mí del coche?
(Ahora dispongo de todas estas respuestas, ¡y de muchas más!; sin embargo, debo narrar el desarrollo de lo sucedido según lo fui viviendo, o sufriendo, con mis dudas, mis concisiones, sobresaltos y terrores en todo su proceso cronológico.)
Maldije la estupidez que me había llevado a entregar mi amistad a unos seres tan desprovistos de piedad hacia mí. Porque los veía confabulándose, después de escapar de aquellos hierros aplastados y retorcidos, para abandonarme a la muerte. Con este resentimiento me puse en camino...
«¿Cómo he sido tan ingenuo para creer en el amor de Esperanza?», me dije. «¡Le he servido de juguete pasajero, que se arroja a la basura en el momento que sufre el daño más nimio!».
Nada más ascender a un altozano cubierto de escasa vegetación, me encontré ante una pradera de un verdor ubérrimo, en el centro de la cual se extendían dos filas de chopos, que formaban una especie de pasillo natural. Al fondo creí identificar la silueta de un hórreo y un conjunto de edificaciones gallegas...
«Yo debería encontrarme en Ávila», pensé, muy sorprendido. «¿No constituirá este paisaje el capricho de algún excéntrico que ha querido transplantar aquí sus añoranzas gallegas?».
Nada más que fue una suposición falsamente intuida, porque, en seguida, toda aquella escena se fue diluyendo, en una especie de fundido encadenado cinematográfico, hasta aparecer un terreno pedregoso, escasamente cubierto de maleza... Me apreté las sienes, sin entender nada de lo que allí estaba sucediendo.
¡Y en aquel preciso momento vi a la criatura acechante!
Me pareció tan repugnante, tan lejos de toda conformación humana, que sentí la imperiosa necesidad de cerrar los ojos, con el fin de que la alucinación que debía haberle situado ante mi campo visual se difuminara, igual que había sucedido con el paisaje... ¡No fue así!
Siempre utilizando la lógica pragmática de un científico, llegué a la conclusión de que mi mente había sufrido alguna alteración similar a la que hubiese podido sufrir un receptor en el que se combinan caprichosamente dos emisoras. Pero, ¿cómo mi cerebro era capaz de crear la imagen de un monstruo sólo cerebro, con un ojo central, una boca gigantesca de labios gruesos, y cuatro piernas similares a las de un arácnido? ¿Quizá todo esto me venía sugerido por algún dibujo de ciencia-ficción que resultaba imposible de recordar en aquellos momentos?
Desconozco bajo que maligna intuición giré la cabeza hacia la derecha. Para volver a contemplar el escenario gallego, por el que corría una niña de unos ocho años... ¡Era Lidia, que había retornado a su infancia!
(Tuve esta certeza de una forma espontánea, y no me sentí aterrorizado.)
En otra pirueta emocional, me vi envuelto en una sensación plácida, ingenuamente romántica, tan similar al regusto sentimental que me dejaron las películas de Frank Capra o las novelas Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Porque vi cómo aquella niña esperaba la llegada de una carreta de bueyes, cargada con una montaña de heno, que guiaba un rapaz moreno, de cabellos rizados, pies descalzos y provisto de una sonrisa de ángel picaruelo. Los dos se abrazaron, se besaron y comenzaron a hacerse promesas de felicidad. Hasta que, en un momento imposible de precisar, mis ojos se anegaron de lágrimas.
El zagal acababa de sacar del heno dos bicicletas envueltas en papeles, una cesta con comida, su chaqueta y un par de zapatos. Se calzó, se puso dos pinzas en los bajos de los pantalones y montó en una de las bicicletas; mientras, Lidia se sentaba en el sillín de la otra. Luego, cogidos de la mano, comenzaron a pedalear, hasta que, a unos cientos de metros de la carreta, se lanzaron en una veloz, carrera. ¡No había ninguna duda de que aquello significaba la huida romántica de unos niños, que pretendían enfrentarse a la tiranía de las barreras sociales!
De pronto, una carcajada babeante, casi un eructo de placer, me obligó a girar la cabeza hacia la izquierda. ¡Allí encontré al monstruo regodeándose con un goce que me resultaba inimaginable, y agitando una enorme lengua por entre sus gruesos labios, tras los cuales no había dientes! ¡Su aliento de glotón me llegó fétido y escalofriante!
Intuyendo un peligro, que me resultaba imposible de adivinar en sus exactas dimensiones, corrí en busca del enemigo. Pero, cuando llegué donde suponía que debía encontrarse, descubrí que ya había desaparecido. Al volver la vista hacia la izquierda, ¡de nuevo comprobé la inexistencia del paisaje gallego y tampoco encontré, en la lógica de aquel cambio absurdo de escenarios, testimonio alguno de la pareja de chiquillos, ni de la atmósfera romántica!
¿Qué estaba sucediendo allí? ¿Tenía que seguir creyendo que era un problema de confusión mental y visual provocada por el accidente del coche? ¿Cómo podía aceptar la aparición de esa combinación de imágenes si jamás habían pertenecido a mis vivencias personales? ¿Acaso eran la consecuencia de mis continuos experimentos telepáticos, en los que no había dejado de servirme, en algunos casos, de elementos fantásticos? ¡No, las preguntas no eran ésas! ¡En aquel lugar latía una realidad muy distinta a mis coordenadas intelectuales, a mi valoración humana de la verdad!
Sentí que un tacto de terror me paralizaba. La savia que alimentaba esta impotencia se hallaba lejos de mis sospechas de estar volviéndome loco. ¡Comenzaba a adquirir la certeza de que la respuesta a tan ignoto misterio iba a ser superior a toda la entereza de un investigador que se cree capacitado para aceptar lo más abominable!
Pero no huí, quizá porque la curiosidad humana es suicida al verse fomentada por unas ilusas pretensiones de heroísmo y gloria...
(Cierto que eran esos los interrogantes que llenaban mi cabeza, dentro de la necesidad de ocuparla con algo bien distinto a la sumisión natural al terror. Pero yo había iniciado, realmente, mi deslizamiento por el tobogán al que me había arrojado un poder ajeno, ¡nunca mi propia voluntad!)
Continué avanzando por aquel terreno pedregoso. Una urraca surcó el aire allá delante, me pareció escuchar el sonido de las campanillas del ganado propio de las tierras, tal vez de unas cabras, y un aroma de tomillo me reveló que algún atisbo de serenidad llegaba a mi ánimo. Poco más tarde, cuando la altura del sol indicaba que podían ser las once de la mañana, descubrí un grupo de casas campesinas. Esta vez eran las propias de una pueblecito de Ávila. Nada sospechoso de que se volviera a repetir la pirueta visual e imaginativa.
A medida que me aproximaba a la zona habitada, escuché un tropel de voces infantiles. Pronto supe que estaban tramando una jugarreta, que no me costó suponer en cuanto los vi. Todos mostraban algo excesivamente singular, en sus ropas y peinados, que no me preocupé de analizar... ¡Era tan hermoso dejarse mecer por la atmósfera romántica que mis ojos estaban percibiendo!
A través de la ventana abierta de la escuela, vi a dos de los chicos colocando un cubo de agua encima de la puerta, de tal manera que le cayese encima a la persona que intentara empujarla. Ya se encontraba allí la víctima: una maestra tímida, peinada con moño y que llevaba gafas —pero supe que, detrás de ese disfraz externo, era muy bonita—.
Antes de que ocurriese la gamberrada, surgió un niño muy decidido —¡mi amigo Braulio con veinte años menos!— para evitar todo daño. Seguidamente, la maestra comprendió la pequeña proeza de su salvador. Le besó en la frente y, luego, recriminó con severidad, no exenta de una gran nobleza, a los frustrados gamberros...
Inesperadamente, arrancándome de aquella escena sentimentalmente poética, volvió a retumbar en mis oídos la risa insana, maliciosa y destructiva, que me obligó a girar la atención hacia un lugar distinto... ¡Allí encontré a otro monstruo, casi similar al anterior, que también estaba componiendo todas las muestras de incomprensible glotonería anticipada!
Al devolver la mirada hacia mi anterior foco de interés, acepté que iba a encontrarme con su desaparición. Así sucedió. Sin embargo, me negué a buscar una respuesta mental. Preferí entregarme a la acción. Corrí detrás del deforme enemigo, que se elevó en el aire, a poca distancia del suelo, empezando a desplazarse a una velocidad ligeramente inferior a la mía. Por lo que estuve a punto de darle alcance. En ese preciso instante, efectuó una especie de acelerón riéndose de mí, y se esfumó en el azul del cielo... ¿Había sido un simple juguete de mi imaginación?
Una angustia demoledora me dejó clavado en el suelo, impotente. Sentí deseos de gritar, de llorar y de maldecir. Mi boca se negó a obedecerme; mientras, una congoja de indefensión se condensaba en mi cerebro y en mi cuerpo, Otorgando una inmensa flojedad a mis brazos y a mis piernas. Quedé hundido en una sima sin fondo.
Hasta que, merced a otro capricho de unas inteligencias superiores, mis ojos acuosos se desplazaron hacia la derecha. ¡Y, aunque resulte imposible de creer después de las dos experiencias anteriores, me vi sonriendo, emocionándome, ante otro espectáculo romántico!
A pocos metros de distancia se alargaba un río, a cuyas orillas crecía una vegetación mediterránea. Una niña de no más de ocho años —tuve la certeza de que era Esperanza con quince años menos— estaba arrojando piedrecitas al agua, jugando a formar hondas concéntricas, que se abrían hasta su extinción. Pocos segundos después, apareció un chiquillo muy parecido a ella —era su hermano—, que se desnudó sigilosamente, como si quisiera sorprender a la ensimismada, y se arrojó de cabeza al río. Instantes después, emergió congestionado, dando idea de que se le había cortado la digestión o que sufría algún tipo de calambre que le impedía nadar, y gritó pidiendo socorro.
Al momento, Esperanza se olvidó del juego, para lanzarse al agua. Fue en busca de su hermano. Le supuso un gran esfuerzo conseguirlo, ya que el muchacho era más fuerte que ella. Pero, al final, los dos se encontraron en la orilla, sanos y salvos...
¿Por qué no adiviné que iba a reventar la risa del monstruo antes de que la percibiesen mis oídos?
¡En efecto, allí estaba un tercer glotón, algo distinto a los otros, con su larga lengua chasqueante y con unas babas rojizas, las cuales delataban las secreciones salivares del anticipo de un banquete que ya casi me era posible suponer!
No corrí en su busca, sino que, al contrario, escapé en sentido opuesto al que había llegado hasta entonces. ¡Quería huir lejos de aquello, ya fuese realidad o fantasía! Si estaba loco, lo comprobaría luego de obedecer a mis más primitivos impulsos de supervivencia. El aire me azotó en la cara, las piedras del suelo estuvieron a punto de forzar mi caída en varias ocasiones, y perdí la noción del tiempo y del espacio. Sólo era una masa de músculos arrastrando a un cuerpo aterrorizado, un deseo de encontrar la salvación allí donde estuviese: irracionalmente, avanzando porque si me detenía estaba convencido de que me fulminaría un infarto o algún otro mortal fallo de mi organismo... ¿Cuánto tiempo pude verme sometido a aquella inercia demencial si, repentinamente, advertí que ya era de noche?
Me desplomé sobre la tierra, ahogado por el cansancio y con el pulso, las venas y cada poro de mi piel cargados de una necesidad insuperable de dormir, porque el sudor y el enervamiento emocional, más allá del cual se localizaba el terror, me habían vencido. Cerré los ojos, y no conseguí escapar de la amenaza. Las pesadillas me agitaron, el peligro se hizo tangible y mi garganta tuvo que aceptar el grito, aunque supusiera un elemento de localización para el enemigo...
Al despertar, encontré ante mí a un cuarto monstruo. ¡Pero no salí corriendo, ni me abalancé sobre él dispuesto a matarle o a que él me arrebatase la vida! Una especie de somnolencia física abrazaba mi cuerpo, a la vez que mi cerebro funcionaba a niveles de esclavitud.
El enemigo se dio la vuelta y supe que debía seguirle. Los dos caminamos —el monstruo dando unos ligeros saltitos por medio de sus cuatro patas de arácnido o flotando—, hasta llegar junto a un pequeño ingenio espacial. Era un prisma iridiscente, una de cuyas caras se encontraba abierta. Y allí delante, donde la claridad lunar resultaba más intensa, contemplé a mis tres amigos tendidos en unas camillas o mesas plateadas, totalmente desnudos y rígidos como unos cadáveres. ¿Por qué los contemplé con la misma indiferencia del cirujano al moverse en una sala de disección?
—Así que ustedes han estado jugando con mi fantasía, hasta obligarme a llegar aquí, donde me reservan la misma suerte que a ellos —expuse como si estuviera comentando la solución de una ecuación matemática.
—Te equivocas, Luis —respondió uno de los cerebros con patitas, mirándome con su único ojo—. Todavía no ha llegado tu hora. Ellos fallecieron en el accidente, mientras que tú saliste totalmente ileso.
—Entonces, ¿cómo se explica que ahora se encuentren aquí sus cadáveres sin haber sufrido ningún daño en su físico? ¿Acaso ustedes los han curado?
—Ninguno de nosotros posee esa facultad. Sólo los hemos descontaminado, por decirlo de una forma terrícola, antes de que nos sirvan de alimento.
—¿De alimento? ¿Es que van a comérselos? —La brutal afirmación ni siquiera me hizo pestañear. Seguía preso de la cómplice apatía emocional, que no obstaculizaba mi capacidad intelectual, aunque ésta se moviera en los simples niveles de la asepsia científica—. ¿Cómo he de explicarme todas esas piruetas visuales e imaginativas que he venido experimentado en estas últimas horas?
—No llames «horas» a lo que ha sucedido en décimas de segundo, según la valoración de vuestra medida del tiempo, que no es la nuestra. Venimos de un lugar donde la relación espacio-tiempo es muy distinta a lo que tú puedes suponer —siguió hablando el mismo personaje—. Vamos a comérnoslos, o mejor diré que vamos a «sorberlos». Respecto a la explicación que tú debes aceptar... Veamos cómo lo cuento para que tu intelecto pragmático, a pesar de la concesión a la heterodoxia que suponen tus conocimientos telepáticos, lo pueda asimilar de la forma más rápida. Ya te he dicho que los hemos «descontaminado». En décimas de segundos, antes de que expirasen por culpa del vuelco del coche, los devolvimos mentalmente a un punto de la infancia en el que dieron el primer paso hasta la hipocresía, los bajos instintos, la codicia y tantos otros factores negativos que envenenaban sus energías vitales. Corrigiendo o alterando el elemento contaminador inicial, obtuvimos que de sus conciencias desapareciese todo lo demás. Por ejemplo, tu amiga Lidia jamás se fugó con el zagal de la carreta de bueyes, con lo que dio origen, en realidad, a que su frustrado amante de los mejores años terminará suicidándose. Culpa que ella no dejó de cargar interiormente hasta el último momento de su vida, aunque lo intentase disimular con la frivolidad y la coquetería. Lo mismo puedo decirte de Braulio, que fue quien puso el cubo de agua sobre la puerta de la escuela, con lo que dio origen a una sucesión de gamberradas, cuyas consecuencias provocaron que se despidiera de su trabajo a la víctima, la tímida y mal arreglada maestrita, a la que tú consideraste «bonita», cuando él la amaba en silencio. Y la misma fatalidad ha venido acompañando a Esperanza, ya que su hermano murió ahogado frente a la cobardía y la envidia de quien se impuso este cruel razonamiento: «si le dejo morir, me convertiré en la predilecta de mi familia»...
—Eso supone una regeneración espiritual.
—De ninguna manera. Sólo es una descontaminación de sus energías vitales. Porque nosotros vamos a «sorbérselas».
—He de suponer que ustedes sobrevolaban la zona cuando se produjo el accidente...
—Vuelves a equivocarte, Luis. Nosotros sabíamos que se iba a producir el accidente. Digamos que lo olfateamos.
—Una cualidad que supera a la de los buitres.
—La comparación se halla demasiado alejada de la realidad, aunque la daré por válida. Más bien aprovechamos «eso» que desaparece en el momento que se produce la muerte. Porque no nos interesa nada del cuerpo como elemento físico.
—¿Qué destino me reservan a mí? —pregunté con la misma indiferencia.
—Los terrícolas sois duros de oído y de inteligencia. Ya te he dicho que aún no ha llegado tu hora. ¿Debo explicarte algo más?
—¿De dónde proceden?
—Es una respuesta que me está prohibida darte. Supón que tenemos nuestro origen en un mundo situado dentro de un Pozo Negro, a varios millones de años luz de la Tierra... ¡Se acabaron las explicaciones! Porque nuestra mesa hace tiempo que está servida...
Todas sus expresiones habían encerrado la ironía del ser superior que se sabe invulnerable. En aquel momento, alejándose del lugar que yo ocupaba, se unió a otros cinco monstruos como él —cada uno distinto en algún detalle externo casi imperceptible—. Y el sexteto se trasladó junto al cuerpo de Esperanza, inclinaron los gigantescos cerebros sobre su «alimento», ¡y comenzaron a «sorber»!
¡Sus gruesos labios se alargaron formando un círculo, en cuyo centro se asomaba la punta de una lengua repugnante! ¡Los vi actuar igual que unas ventosas colocadas sobre la piel de la criatura humana que yo había amado! Escuché la succión que ejercían: un regalarse con su placer abominable, unos eructos que ensanchaban sus bocas, y otras muestras del festín que se estaban proporcionando...
¡¡INSOPORTABLE!!
Aullé de rabia, les grité que la dejasen e intenté correr donde se encontraban aquellos antropófagos. Pero no conseguí moverme. Mis pies estaban pegados al suelo. Una tromba de sufrimientos me desbordó: gemí, lloré, supliqué, maldije, me negué a creer lo que veía, les pedí que me cambiasen por alguno de los cadáveres...
¡Mientras, los seis monstruos ya se encontraban «sorbiendo» a Lidia, su último alimento...! ¿EL ÚLTIMO?
De repente, me di cuenta de que ya podía moverme. Una extraña convulsión de alivio dio alas a mi instinto de supervivencia. Por lo que huí de allí en lugar de enfrentarme al enemigo. Toda la noche me la pasé corriendo, tropezando en infinidad de ocasiones con escenarios, personas y objetos que me devolvían a sucesos de mi lejano o cercano pasado. ¡Jamás caí en la trampa, gracias a que, en el mismo instante que el hechizo sensual de la ilusión romántica comenzaba a embargarme, recordaba los tres espectáculos contemplados telepáticamente hacia unas horas!
Al amanecer caí en el suelo, exhausto. El cansancio me entregaba al sueño; pero lo combatí mirando hacia el frente... ¡Allí estaba el Volvo volcado y deshecho... Y por sus ventanillas asomaban los brazos de mis amigos!
Desconozco dónde hallé las fuerzas para avanzar en busca de una respuesta: los tres cadáveres se encontraban en el interior del vehículo, destrozados entre los hierros, la tapicería de los asientos, el volante, los instrumentos del salpicadero, los cristales... ¿Todo lo anterior había sido un sueño, una demencial jugada de mi mente telepática?
Eché un vistazo a la esfera de mi reloj: 5:45 del día veintiocho... ¿Y las veinticuatro horas que yo había estado corriendo entre piruetas imaginativas y aberraciones desencadenadas por unos extraterrestres antropófagos?
Un chispazo de ingenuidad me sugirió que aquella era la prueba de una pesadilla. ¡Pero no la acepté! Preferí salir a la carretera, en busca de ayuda. Al conductor que me trasladó a Ávila, después de telefonear a la Cruz Roja y a Tráfico, le oculté lo sucedido. Sólo había sido un accidente, como cualquier otro. Estaba seguro de que me hubiesen tachado de loco. Además, necesitaba la colaboración del tiempo y de la meditación. Por eso me vine a mi laboratorio, dejando en el hospital una dirección falsa. Nadie debía localizarme.
En estas tres últimas semanas no he cesado de utilizar el teléfono, preguntando sólo allí donde no se exigía que me identificase. Por eso he tardado tanto. Sin embargo, ahora cuento con lo que buscaba: las imágenes idílicas que yo contemplé responden a una realidad alterada: la suerte del zagal, de la maestra y del hermano de Esperanza fueron las mismas que me contó el monstruo. Entonces...
¿Existe algún tipo de exploración en el pasado que me hubiese permitido a mí, por muchas que hayan sido las conquistas que he obtenido en el campo de la telepatía, conocer esos tres sucesos que ninguno de mis infortunados amigos llegó nunca a confiarme? ¿Cuántas evidencias necesito yo, un científico heterodoxo, para aceptar la existencia de los seis extraterrestres?
Éstas y muchas otras preguntas me hice, hasta que me convencí de que debía realizar otro de mis experimentos telepáticos, aunque el esfuerzo me supusiera el agotamiento mental... o la muerte. Allí mismo contaba con el suficiente material: fotos de Esperanza, un vestido suyo, alguna prenda interior y hasta un mechón de su cabello, guardado entre las páginas de una novela de Delibes. Todo esto lo dejé sobre la mesa, formando un círculo pero sin que ningún objeto quedase tapado por los otros. Seguidamente, me coloqué en un emplazamiento que me permitiese poder contemplarlo todo con una sola mirada.
Nada más que lo conseguí, busqué un foco, cuya luz proyecté sobre todo el conjunto luego de apagar las luces. Hasta cubrí las rendijas de las contraventanas con gruesas cintas adhesivas para que ni un solo resquicio de claridad me molestase. También contaba con el más absoluto silencio.
Lo ideal para iniciar el proceso de concentración mental, persiguiendo el imposible de la comunicación con los muertos, igual que el sabueso sigue el rastro de un ser humano vivo con el simple hecho de olfatear una de sus prendas. Yo contaba con mayor material, aunque mi empresa supusiera querer llegar al mundo de los muertos, a las zonas de ultratumba.
Me esforcé al máximo, hasta que mis iris se redujeron a unas dimensiones que casi los hicieron imperceptibles en mis pupilas, mis sienes se hincharon, mi frente se cubrió de pliegues y el sudor comenzó a formarse bajo los pabellones de mi nariz y en mis párpados. No lo limpié. Ignoro el tiempo que permanecí en este estado de superconcentración, hasta que todo lo que fue de Esperanza, de mi amada, empezó a girar alrededor de mí, para, como si hubiera sido expulsada de los círculos de giro por la fuerza centrífuga, surgió el cuerpo, o una reducción del mismo, de ELLA, clamando:
«¡Sálvame, Luis... Estoy muerta... Pero vago sin rumbo... No poseo energía vital... ELLOS me absorbieron el alma...! ¡¡Busca a esos monstruos... Tienen que devolverme lo que me arrebataron... Sólo así podré descansar...!! ¡¡Luis, ayúdame... Nada más que tú puedes conseguirlo...!!».
Sus gritos desesperados fueron dardos que se clavaron en mi corazón y en mi mente, causando tanto dolor que me puse a gemir. Esto rompió todo el proceso telepático-espiritista. Caí en el suelo completamente agotado. Cuando desperté, casi a gatas fui a la antesala, donde mis padres me habían traído comida. Di cuenta de todo lo que había en los platos, bebí el agua y, por último, me tomé una aspirina. Porque iba a seguir con el mismo experimento, pero yendo en busca de mis dos amigos.
Nada más conseguí contactar con Braulio, cuya demanda angustiosa fue idéntica a la de Esperanza. Nuevamente, las lágrimas rompieron la comunicación con aquel muerto condenado a un deambular continuo hasta que se le devolviera su Alma. Para entonces no me quedaban fuerzas...
Ésta es mi historia. La dejo escrita en mi cuaderno de notas. Confío en que alguien pueda creerme. Porque me resulta inconcebible que el manejo de tanta fantasía, haya conducido a que los humanos llamemos locura a la verdad cuya aceptación nos aterroriza. Sé que mi consuelo es como la gota de agua que se arroja sobre un cuerpo totalmente abrasado. Pero merecería la pena que alguien me la brindase.
Sobre todo ahora que me dispongo a volver a la carretera, precisamente al mismo punto donde se produjo el accidente de nuestro coche. Esperaré a que ocurra otro, por si aparecieran los monstruos... Pero, ¿no pretendo un imposible? ¿Acaso un caníbal puede devolver el cuerpo que ha devorado? Es cierto que en este caso pretendo recuperar las almas de mis amigos. Aunque, ¿no fue para los extraterrestres el hecho de «sorberlas» un acto de antropofagia?
Fin
CARTER SCOTT
Carter Scott nació en Los Ángeles (17 de noviembre de 1941), cerca de Hollywood; sin embargo, la influencia de su abuelo Joseph, que había sido brigadista en la Guerra Civil le invitó a venir a España hacia 1960. Pero el panorama literario de nuestro país no le gustó demasiado, por lo que volvió a su hogar norteamericano, para comenzar a colaborar como guionista para algunas productoras cinematográficas como la «Universal» y la «Metro», aunque pocas veces apareció su nombre en los títulos de crédito. Sus primeras novelas en castellano, idioma que domina a la perfección, las publicó en la editorial «Diana» de México en 1968: La muerte nunca será tu amiga, Poliface y Riendo y muriendo, entre otras.
En 1976, volvió a España, donde se ha quedado para siempre, al menos es su propósito al haber contraído matrimonio con una sevillana, a cuyo hogar han venido cinco hijos. Escritor de los considerados «todo terreno» ha pasado por el erotismo, el «porno», las novelas del «Oeste» y las de Terror. Algunos de sus mejores relatos los adquirió Ediciones V, pero no fueron publicados al desaparecer por una crisis editorial.
Con viene resaltar que Carter Scott ha escrito, también, El Diccionario Esotérico y varios libros de Enigmas para nuestra Editorial.