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enero 07, 2017
Cuando ocurrió el terrible accidente, demostró absoluta fe en la monja.
Por Joseph Blank.
Sólo cicatrices finas y blancas indican el sitio donde la sierra casi seccionó los tres dedos de en medio de la mano derecha de Julian Taubin. Cada vez que llega la Navidad, este ingeniero, que diseña aparatos médicos electrónicos, observa las cicatrices, pues le parece que realmente comenzó a salvar estos dedos una nochebuena, hace más de 30 años.
Ese día de 1946 se hallaba en un hospital de la Ciudad de Nueva York para someterse a una operación quirúrgica destinada a corregir la desviación de un hueso nasal. Esto le permitiría pasar el reconocimiento médico para recibir entrenamiento de piloto aviador de la Armada. Julian se había criado en un barrio judío del Bronx. Como pertenecía a una familia ortodoxa y sumamente piadosa, creció virtualmente sin ningún contacto social con la Navidad, y esta carecía de sentido para él.
Sin embargo, en la noche del 24 de diciembre, al cruzar el pabellón de pediatría, comprendió lo que significaba para los pequeños que se encontraban allí estar hospitalizados en Navidad. Muchos estaban lastimosamente solos, algunos sollozaban. Escuchó que un adulto observaba: "¡Qué pena! Estos niños no tendrán fiesta navideña ni verán a Santa Claus". Cuando Julian estuvo de regreso en su cama, pensó: "Costaría tan poco y significaría tanto quitarles a los niños esa tristeza".
Diez años más tarde, Julian estaba casado y su esposa, Rebecca, esperaba su primer hijo. Vivían en Teaneck, un suburbio del norte de Nueva Jersey. Él nunca había olvidado a los pequeños hospitalizados aquella nochebuena, y propuso al Teaneck City Club, del cual era vicepresidente y director de actividades, preparar una fiesta de nochebuena para los niños del Hospital del Sagrado Nombre, situado en el mismo poblado. La idea fue muy discutida. ¿Sería propio que un grupo sin carácter religioso se ocupara de un programa de esta naturaleza? Julian arguyó que el hospital, el único de la colectividad, atendía enfermos de cualquier creencia. Además, los niños son niños.
Transcurrió casi un año en deliberaciones antes que la propuesta fuese aceptada. En octubre de 1958 Julian presentó, entusiasmado, el proyecto a la hermana María Filomena, administradora del Sagrado Nombre.
—Yo me disfrazaré de Santa Claus y cuatro o cinco personas me ayudarán. Habrá regalos para todos los pequeños, una orquesta y cantos —le explicó, agregando que él era judío y que probablemente tendría ayudantes católicos y protestantes.
La hermana Filomena escuchó atentamente, y luego dijo:
—La iniciativa me parece excelente, pero necesitaré consultar con los míos.
Algunas semanas más tarde llamó a Julian para anunciarle: "Si aún desea seguir adelante, nos encantará tenerlo con nosotros". Así fue como un hospital católico llegó a tener un Santa Claus judío.
Después de la primera reunión le pareció a Julian que la hermana, de unos 65 años, había olvidado su nombre, pues comenzó a llamarle simplemente "Santa", o "Santa Claus". Al principio le daba la impresión de ser ceremoniosa e indiferente, pero a medida que ambos se fueron conociendo mejor, la monja empezó a demostrarle un afecto que lo emocionó profundamente. Su apacible seguridad revelaba una mujer de gran carácter, y despertó en él un cariño firme.
Durante dos meses, Julian y Rebecca se dedicaron a comprar y envolver regalos, utilizando, además del dinero que el Club había destinado a este fin, lo que ellos habían pensado gastar en presentes que se daban mutuamente en la fiesta judía de Hanucah.
Al mediodía del 24 de diciembre de 1958, se habían reunido cinco bolsas repletas de vistosos paquetes. Julian vistió el tradicional traje rojo con ribetes blancos de Santa Claus, se ató una barba blanca y se encasquetó un gorro puntiagudo. Acompañado por cuatro ayudantes: el dueño de una gasolinera, un pastor protestante, un arquitecto y un músico, se dirigió en automóvil a su destino.
Julian se sentía nervioso. No sabía cómo lo recibirían. La hermana Filomena y otras monjas lo esperaban en la puerta del hospital.
—¡Qué bien queda usted de Santa Claus! —le dijo sonriendo, y añadió, mirando las abultadas bolsas—: ¿Podríamos pedir al Señor que bendiga estos obsequios?
—Por supuesto.
La fiesta comenzó con música y canciones. Se procedió luego a distribuir los regalos. Antes, la hermana Filomena advirtió a Julian que a cierta niña no convenía hablarle de sus padres; a otro niño era preferible no mencionarle el futuro.
Duró la función hasta entrada la tarde. Al terminar, se sintió agradecido por cuanto los chiquillos le habían dado: sonrisas, carcajadas y agradecimiento.
—Espero poder regresar el año próximo —dijo a la hermana María Filomena.
—¡Oh, sí! Rogaré por usted, Santa Claus.
Julian y sus ayudantes volvieron al Hospital del Sagrado Nombre la nochebuena siguiente. En el transcurso del año, telefoneó y visitó varias veces a la hermana. El intercambio de palabras y los breves encuentros no expresaban cabalmente la profunda amistad que los unía cada vez más, pero el uno se sabía comprendido por el otro.
En la primavera de 1960, ocurrió el accidente. Era la noche de un sábado de principios de abril, y Julian se hallaba en el sótano cortando madera con la sierra eléctrica para construir un gabinete. Mientras empujaba un trozo con la sierra, vio manchas rojas en el piso. Las creyó pintura que caía de la cocina, directamente encima de él. ¿ Pero cómo era posible que hubiera atravesado el piso?
Sin sentir todavía dolor, se dio cuenta, horrorizado, de lo ocurrido. Desconectó la sierra, cerró parcialmente la mano para sostener los tres dedos que colgaban y la envolvió en un pañal que pendía de un cordel cercano. Subió la escalera corriendo y gritó: "Rebecca, me corté la mano en la sierra. Llama a la policía, ¡pronto!"
El automóvil patrullero llegó a los pocos minutos y, con la sirena aullando, lo llevó a través de Teaneck hasta el Hospital del Sagrado Nombre. Allí lo condujeron a la sala de urgencias, mientras él oprimía la diestra, envuelta en el pañal, contra el pecho con la mano izquierda.
Un médico residente abrió cuidadosamente el vendaje. Después de, unos segundos empujó con el pie el tarro metálico de residuos hacia su paciente, y le dijo que arrojara los dedos allí.
Julian no pudo hacerlo. Esto significaba deshacerse voluntariamente de parte de su cuerpo, lo cual cambiaría su vida. Sín esos dedos, no podría construir la nueva casa que él y Rebecca planeaban. La pérdida le arruinaría la carrera de diseñador de sistemas electrónicos, ya que primero los ideaba y luego, empleando las manos, los construía en colaboración con técnicos.
—¿Está la hermana Filomena? —preguntó a la enfermera.
—Sí, pero se encuentra en retiro espiritual.
—Por favor, déle un mensaje de mi parte.
La enfermera hizo una llamada telefónica y en seguida apareció una monja.
—¿Quiere avisarle a la hermana Filomena que Santa Claus está aquí, por favor? —le pidió Julian—Necesito hablar con ella.
—No creo que deba molestarla.
—Hágalo, se lo ruego; es importante. Si ella supiera que la necesito, estoy seguro de que interrumpiría sus oraciones.
—Probaré —contestó ella.
No pasaron dos minutos antes de que llegara corriendo la hermana Filomena, abrazara al herido y le preguntara:
—Santa Claus, ¿qué pasó?
Él le contó brevemente del accidente y agregó:
—El médico me dijo que tirara los dedos. No sé qué hacer. Si usted me lo ordena, la obedeceré.
—¡De ninguna manera! Volviéndose al médico residente, le dijo que envolviera la mano en el pañal tal como estaba antes, y que no la tocara más. Luego salió apresuradamente.
A los 15 minutos apareció un hombre alto, de cabello castaño, vestido de esmoquin. Este especialista en cirugía plástica había sido localizado por la hermana Filomena cuando se disponía a salir de su casa para asistir a una cena de etiqueta. Luego de examinar rápidamente la lesión, mandó a una enfermera que preparara la sala de operaciones.
Julian fue llevado en camilla hacia los ascensores. La hermana Filomena y otras monjas iban a su lado, rezando. Ya bajo el efecto de la anestesia, oyó orar también a las enfermeras asistentes.
Cuando empezó a recobrar el conocimiento, no recordaba lo ocurrido, y creía estar en su dormitorio. Trató de levantarse de la cama, pero las barras de esta se lo impidieron.
—Acuéstese —le dijo otro enfermo desde un lecho contiguo.
Entonces Julian recordó todo.
—¿Me han vuelto a colocar los dedos?
—No lo sé.
Media hora después el cirujano y Rebecca entraron en el cuarto. "Están puestos", anunció el médico. "Pero tendremos que esperar para ver el resultado".
La duda se prolongó hasta un tiempo después de salir del hospital. El entumecimiento persistía; las uñas cayeron. El enfermo tuvo que someterse a dos operaciones suplementarias. Pero, gradualmente, los tres dedos adquirieron fuerza, sensibilidad y movimiento.
Julian sentía que su mano había renacido, y que todo se lo debía a la hermana Filomena. De no haber respondido ella a su llamada, los miembros se hubieran perdido. La hermana aclaró que sólo había sido un instrumento en la obra de Dios:
Aquella Navidad Santa Claus volvió al hospital. Llevaba la mano derecha vendada, por una operación que le habían practicado para injertarle piel. Cuando los pequeños le preguntaron la razón de ello, Julian les respondió que había sufrido "un pequeño accidente". Le hubiera sido difícil explicarles que las vendas en realidad eran hermosos adornos navideños que envolvían el más maravilloso de los regalos.