BAJO LA TAPA (Orson Scott Card)
Publicado en
enero 07, 2017
Géminis se reclinó en la silla acolchada y se acomodó la caja sobre la cabeza. En el interior reinaba una negrura absoluta, excepto por la luz que le aureolaba los hombros.
—Vale, se inicia la secuencia —dijo Orión.
Géminis se preparó. Oyó el chasquido de un interruptor (¿o el chasquido de un sorprendido entrechocar de dientes?) y la tapa se cerró ocultando la luz. Entrevió una lluvia de colores: verde, naranja y un color sin nombre que estaba más allá del rojo.
De pronto se encontró en un pastizal al borde de un camino. Una rama cargada de hojas se meció en la brisa acariciándole la espalda. Avanzó, buscando…
La carretera, como había dicho Orión. Un minuto de espera, pues.
Géminis resbaló por la zanja, ensuciándose las manos. Para su sorpresa era un polvo blando y húmedo, pegajoso. Esperaba que fuera duro. «Te lo mereces por creer en las figuras de la enciclopedia», pensó. El suelo cedía bajo sus pies.
Miró alrededor. Dos surcos en el barranco mostraban su trayectoria. «He dejado una marca en este mundo —pensó—. No cambiará nada, pero hay un rastro de mí en esta época, cuando los hombres aún podían dejar rastros».
Luego, luces fulgurantes camino arriba. El camión se acercaba, Géminis olfateó. No percibía nada, aunque los libros señalaban que los motores de gasolina dejaban un intenso olor. Tal vez estaba muy lejos.
Las luces viraron. La curva. Dentro de poco estaría aquí, doblando por el camino de montaña hacia donde no debía, hasta que fuera demasiado tarde.
Géminis salió a la carretera temblando de ansiedad. Había estado muchas veces bajo la tapa. Como todos los demás, había visto los principales espectáculos. Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina. Händel componiendo el Mesías (todos tenían prohibido tararear una melodía). El estreno de Trabajos de amor perdidos. Y algunos episodios menores adónde lo había llevado su afición por la historia: el asesinato de John F. Kennedy, un político; la reunión de Lorenzo de Medici con el rey de Nápoles; la muerte de Juana de Arco en la hoguera, un episodio truculento.
Y ahora, al fin, experimentar en el pasado algo que no podía vivir en el presente. La muerte.
El camión dobló en el recodo, las luces barrieron el terraplén y giraron, deslumbrando a Géminis un instante antes de que él brincara hacia el parabrisas (¡cuánto horror en el rostro del conductor, cuánto brillo en las luces, cuánta dureza en el metal!), y luego agonía. Ah, agonía en un desgarrón que le hizo sentir, por primera vez, un alarido de dolor en cada partícula del cuerpo. Huesos aullando mientras se astillaban como madera vieja bajo un mazazo. Carne y grasa resbalando como gelatina, arriba y abajo y a los costados. Sangre caracoleando en la superficie del camión. Ojos desorbitados mientras cráneo y cerebro volaban hacia adelante. No no no no no, gritó Géminis dentro del último fragmento de su mente. ¡Nono no no no no, basta!
Verde y naranja y más que rojo en los lindes de la visión. Un retortijón en las entrañas, una sacudida en la mente, y regresó, el cuerpo intacto. Sentía en cada partícula el impacto del camión, pero ahora con placer, un placer tan pleno que ni siquiera notó el orgasmo que su cuerpo añadió a esa sinfonía de deleites.
Alzaron la tapa. La caja se deslizó. Géminis jadeaba, sudaba, riendo y llorando y con ganas de cantar.
¿Cómo fue?, preguntaron ávidamente los demás, agolpándose en torno. ¿Cómo fue, cómo es? ¿Es como…?
—No es como nada. Es y punto. —Géminis no tenía palabras—. Es todo lo que Dios prometió a los justos y Satanás a los pecadores, todo en uno. —Trató de explicarles la deliciosa agonía, la alegría que superaba todas las alegrías, el…
—¿Es mejor que el polvo de las hadas? —preguntó un joven apocado, y Géminis comprendió que era apocado porque acababa de espolvorearse.
—Después de esto —dijo Géminis—, espolvorearse es como ir al cuarto de baño.
Todos reían, parloteaban, se ofrecían para ser los siguientes («Orión sí que sabe dar una fiesta») mientras Géminis se alejaba de la silla y de la tapa y se reunía con Orión ante los controles.
—¿Te ha gustado el paseo? —preguntó Orión, sonriendo.
Géminis sacudió la cabeza.
—Nunca más —dijo.
Orión pareció perturbado, preocupado.
—¿Tan mal resultó?
—Mal no. Fuerte. Nunca lo olvidaré, nunca me sentí tan… vivo, Orión. ¿Quién hubiera pensado que la muerte era tan…?
—Rutilante —dijo Orión, sugiriendo la palabra adecuada. El cabello limpio le caía sobre la frente. Se lo apartó de los ojos—. La segunda vez es mejor. Tienes más tiempo para apreciar la agonía.
Géminis meneó la cabeza.
—Con una vez me basta. La vida no volverá a ser insípida. —Rió—. Bien, ahora le toca a otro, ¿verdad?
Armonía ya se había tendido en la silla. Se había desnudado, para excitación de los demás juerguistas, diciendo:
—No quiero nada entre el frío metal y yo.
Orión la hizo esperar, sin embargo, mientras ajustaba la sintonía. Mientras Orión trabajaba, Géminis pensó una pregunta.
—¿Cuántas veces has hecho esto, Orión?
—Bastantes —respondió el otro, estudiando el modelo holográfico del recorte temporal. Y Géminis se preguntó si la muerte no sería tan adictiva como el polvo de las hadas, los alucinógenos y las orgías.
Rod Bingley frenó el camión, jadeando de horror y espanto. Los ojos aún seguían adheridos a la viscosidad del parabrisas. Sólo ellos parecían reales. El resto eran salpicaduras, manchas de barro.
Rod abrió la portezuela y corrió al frente del camión, esperando… ¿qué? No había esperanzas de que ese hombre estuviera con vida. Pero quizá pudiera identificarlo. ¿Un loco de manicomio que había escapado con su ropa blanca para vagar por los caminos de montaña? Pero no había ninguna clínica en las cercanías.
Y no había nadie en el frente del camión.
Pasó la mano por el metal reluciente, el parabrisas limpio. Algunos insectos en la parrilla.
¿Esa melladura en el metal ya estaba antes? Rod no lo recordaba. Miró alrededor. Ningún rastro de nada. ¿Lo había imaginado?
Sin duda. Pero había parecido muy real. Y ni siquiera había bebido, ni había ingerido estimulantes. Ningún camionero en su sano juicio tomaba esas cosas. Sacudió la cabeza. Se sentía raro. Observado. Miró por encima del hombro. Sólo árboles curvándose en el viento. Ni siquiera un animal. Algunas polillas revoloteando ante los faros. Eso era todo.
Se avergonzó por atemorizarse sin motivo, pero subió al camión de un salto, cerró la portezuela y echó el seguro. Hizo girar la llave del arranque. Y tuvo que obligarse a mirar por ese parabrisas. Temía ver de nuevo esos ojos.
El parabrisas estaba limpio. Y como tenía que cumplir un horario, pisó el acelerador. La carretera se extendía por delante en una curva infinita.
Apuró la marcha, resuelto a regresar a la civilización antes de sufrir otra alucinación.
Al doblar un recodo, mientras las luces barrían los árboles del otro lado del camino, creyó ver un destello blanco a la derecha, en medio de la carretera.
Los faros la alumbraron un segundo antes del impacto, una bella muchacha, desnuda, voluptuosa y ávida. Frenéticamente ávida, de pie, las piernas separadas, los brazos abiertos. Se lanzó contra el camión mientras Rod hundía el pie en el freno, viraba a un costado. A causa de ese viraje ella no quedó centrada, sino en el lado izquierdo, justo frente a Rod, agitando un brazo contra el flanco de la cabina, golpeando con la mano el vidrio lateral. Despedazada.
Rod gimió al detener el camión. La mano había caído al lado, así que ya no bloqueaba la puerta. Rod bajó deprisa, salió por la portezuela entornada y la tocó.
Cuerpo tibio. Mano real. Cadera suave, mullida, aunque debajo se notaba la pelvis fracturada. Y luego el cuerpo se desprendió, resbaló hasta la áspera superficie del camino y desapareció.
Rod procuró reflexionar: se desprendió del camión y de pronto no estuvo más; excepto por una pequeña (¡y nueva, sin duda nueva!) grieta en el parabrisas, no había rastros de ella. Rodney gritó.
El grito rebotó en el peñasco del otro lado del barranco. Los árboles amplificaron el sonido, haciéndolo retumbar entre los troncos. Un búho graznó su respuesta.
Rod subió al camión y reanudó la marcha, despacio, pero erráticamente, preguntándose qué, Dios mío, dime qué diantre pasa por mi mente.
Armonía bajó del diván, jadeando y tiritando.
—¿Es mejor que el sexo? —le preguntó un hombre. Alguien que sin duda había intentado, infructuosamente, acostarse con ella.
—Es sexo —respondió ella—. Pero mejor que hacerlo contigo. Todos rieron. Qué fiesta tan sensacional. Incomparable. Los futuros anfitriones desesperaban de competir con esto, incluso mientras pedían a gritos meterse bajo la tapa.
Pero entonces se abrió la cámara, con el zumbido de una señal policial.
—¡Nos arrestan! —chilló alguien alegremente, y todos rieron y batieron palmas.
La policía era joven y no parecía acostumbrada al escudo de fuerza. Entró desmañadamente en la sala.
—¿Orión Orate? —preguntó, mirando alrededor.
—Soy yo —respondió Orión desde los controles, cautelosamente. Géminis estaba a su lado.
—Agente Misericordia Másculo, Patrulla Temporal de Los Ángeles.
—Oh, no —murmuró alguien.
—Está fuera de su jurisdicción —señaló Orión.
—Tenemos un acuerdo recíproco con la compañía Cronofoco Canadiense. Y tenemos razones para creer que usted está interfiriendo con las pistas temporales en la octava década del siglo veinte. —Sonrió parcamente—. Hemos presenciado dos suicidios, y al realizar un chequeo del uso reciente de su tapa temporal, hemos descubierto otros. Al parecer usted ha hallado un nuevo pasatiempo, señor Orate.
Orión se encogió de hombros.
—Es sólo una afición pasajera. Pero no interfiero con las pistas temporales.
Ella se acercó a los controles y buscó infaliblemente el interruptor. Orión le apartó la muñeca con la mano. Géminis se sorprendió al ver los abultados músculos del antebrazo. ¿Orión practicaba algún deporte? Sería típico de Orión, adoptar las costumbres de la plebe…
—Una orden —exigió Orión.
Ella retiró el brazo.
—Tengo una denuncia oficial del equipo de observación de la Patrulla Temporal. Con eso basta. Debo interrumpir sus actividades.
—Según la ley —objetó Orión—, debe mostrarme una causa. Nada de lo que hemos hecho esta noche alterará la historia.
—Ese camión no tiene guía robot —chilló la agente—. Hay un hombre allí. Usted le está cambiando la vida.
Orión se echó a reír.
—Los observadores no se han preocupado por investigar. Yo sí. Mire.
Se volvió hacia los controles y reprodujo una secuencia acelerada, focalizada siempre en la imagen fantasmal de un camión que recorría un camino de montaña. El camión giraba en un recodo tras otro, y como el holograma estaba centrado en el vehículo, el paisaje circundante se deslizaba en un borrón espasmódico, virando a izquierda y derecha, arriba y abajo, mientras el camión giraba en las curvas o chocaba con bultos.
Y al fin, cerca del fondo de la grieta que separaba las montañas, el camión cogía una larga curva que llevaba a un puente que cruzaba un río.
Pero el puente no estaba.
El camión, sin poder frenar, resbalaba y giraba en el extremo del camino truncado, colgaba en el aire, volcaba, caía, estrellándose de flanco y resbalando barranco abajo. Quedó clavado entre dos protuberancias rocosas a más de diez metros del agua. La cabina estaba totalmente triturada.
—Él muere —dijo Orión—. Eso significa que lo que hagamos antes de su muerte y después de su último contacto con otro ser humano es legal según el código.
La policía enrojeció de furia.
—Le he visto jugar con aviones y barcos que se hunden. Pero esto es una crueldad, señor Orate.
—La crueldad hacia un muerto no es crueldad, por definición. Yo no cambio la historia. Y el señor Rodney Bingley está muerto desde hace más de cuatro siglos. No estoy perjudicando a ningún ser vivo. Y usted me debe una disculpa.
La agente Misericordia Másculo sacudió la cabeza.
—Creo que usted es tan malo como los romanos, que en sus circos arrojaban personas a las garras de los leones…
—Sé algunas cosas acerca de los romanos —dijo fríamente Orión—, y también acerca de quiénes arrojaban. Sin embargo, yo estoy arrojando a mis amigos. Y rescatándolos ilesos mediante el mecanismo de recuperación y reconstitución del dispositivo de seguridad incorporado a todas las tapas temporales. Y usted me debe una disculpa.
La agente se irguió.
—La Patrulla Temporal de Los Ángeles se disculpa oficialmente por presentar alegatos improcedentes acerca de las actividades de Orión Orate.
Orión sonrió.
—No muy sinceras, pero las acepto. Y ya que está aquí, ¿puedo ofrecerle una copa?
—Sin alcohol —dijo ella, y miró de soslayo a Géminis, quien la observaba con ojos tristes pero intensos. Orión fue a buscar copas y trató de encontrar una bebida sin alcohol en la casa.
—Te has portado admirablemente —dijo Géminis.
—Y tú, Géminis —dijo ella con un hilo de voz—, tú fuiste el primero en viajar.
Géminis se encogió de hombros.
—Nadie dijo que no debía participar.
Ella le dio la espalda. Orión regresó con el trago.
—Coca-Cola —rió—. He tenido que importarla de Brasil. Allá todavía la beben. Fórmula original.
Misericordia aceptó y bebió. Orión se sentó a los controles.
—¡El siguiente! —exclamó.
Un hombre y una mujer saltaron juntos al diván, riendo mientras los demás les deslizaban la tapa sobre la cabeza.
Rod había perdido la cuenta. Al principio había intentado contar las curvas. Luego las líneas blancas de la carretera, hasta que una nueva superficie de asfalto las cubrió. Luego estrellas. Pero el único número que le quedaba en la cabeza era nueve.
9.
NUEVE.
Oh Dios, rezó en silencio, qué me pasa, qué me pasa, termina con esta noche, despiértame, detén lo que me está ocurriendo.
Un hombre de pelo cano orinaba junto a la carretera. Rod aminoró la marcha. Tanto que apenas se movía. Pasó junto al hombre tan despacio que si él hubiera pestañeado Rod habría podido frenar. Pero el hombre de pelo gris sólo terminó, se bajó la túnica y saludó jovialmente. Rod suspiró de alivio y aceleró.
Se bajó la túnica. El hombre llevaba túnica. Excepto en esa noche siniestra, los hombres no llevaban túnica. Y en ese momento vio por el espejo lateral el relámpago blanco del hombre lanzándose contra las llantas traseras. Rod apretó el freno, apoyó la cabeza en el volante y rompió a llorar en sollozos convulsivos que sacudieron el camión, que hicieron balancear el camión entero sobre los amortiguadores.
Pues en cada muerte Rod veía el rostro de su esposa después del accidente (¡no fue culpa mía!) que la había matado al instante permitiendo que Rod sobreviviera sin un rasguño.
Yo no debía sobrevivir, pensó entonces, y pensaba ahora. Yo no debía sobrevivir, y ahora Dios me está diciendo que soy un homicida con mis ruedas y mi motor y mi volante.
Y alzó los ojos.
Orión no podía dejar de reírse. Héctor acababa de contar cómo había inducido al conductor del camión a acelerar.
—¡Pensó que yo orinaba en los arbustos del borde del camino! —Rió de nuevo, y Orión lanzó una nueva carcajada.
—¡Y de pronto una zambullida en la carretera, contra las llantas!
¡Ojalá lo hubiese visto! —gritó Orión. Los demás invitados también reían. Excepto Géminis y la agente Másculo.
—Puede verlo, por cierto —murmuró Másculo.
Sus palabras penetraron a través del bullicio, y Orión sacudió la cabeza.
—Sólo en el holo. Y la imagen no es muy buena.
—Servirá.
Y Géminis, a espaldas de Orión, murmuró:
—¿Por qué no, Orión?
El tono afectuoso sorprendió a Orión, pero resultó alentador. ¿Acaso Géminis atesoraba esos recuerdos como Orión? Orión se volvió despacio y miró los ojos tristones y profundos de Géminis.
—¿Te gustaría verlo en el holo? —preguntó.
Géminis sonrió. Mejor dicho, torció los labios en esa sonrisa fragmentaria y fugaz que Orión conocía de tantos años antes (sólo cuarenta años, pero cuarenta años era en mi infancia, cuando yo sólo tenía treinta y Géminis tenía quince: el ilota de mi espartano; el eslavo de mi huno) y Orión respondió con otra sonrisa. Sus dedos aletearon sobre los controles.
Muchos invitados se reunieron alrededor, aunque otros, aburridos con las idas y venidas en la tapa temporal, por extravagante que fuera como entretenimiento para una fiesta («Suficiente energía para alumbrar todo México durante una hora», dijo la joven de risa achispada que ya había prometido su cuerpo a cuatro hombres y una mujer y ahora se lo entregaba a otro que no quería esperar), se consagraron a una actividad decadente y deliciosa en los rincones más umbríos de la sala.
El holo se encendió. El camión reptaba por la carretera, una imagen saltarina.
—¿Por qué salta? —preguntó alguien.
—No hay tantos cronones como fotones —respondió Orión mecánicamente—, y tienen más superficie que cubrir.
Luego la imagen fluctuante de un hombre en el borde del camino. Todos rieron al ver que era Héctor, orinando con gran entusiasmo. Otra risa cuando se bajó la túnica y saludó. El camión aceleró y el hombre se lanzó bajo las ruedas traseras. El cuerpo se arqueó bajo las llantas dobles, se desparramó en la carretera mientras el camión se detenía a pocos metros. Instantes después el cuerpo desapareció.
—¡Estupendo, Héctor! —exclamó Orión—. ¡Mejor que cuando lo contaste!
Todos aplaudieron aprobatoriamente y Orión se dispuso a apagar el holo. Pero la agente Másculo lo detuvo.
—No lo apague, señor Orate. Deténgalo, y mueva la imagen.
Orión la miró un instante, se encogió de hombros y obedeció.
Expandió la visión y el camión se encogió. Y de pronto se puso rígido, al igual que los invitados que se tomaban la molestia de interesarse. A menos de diez metros del camión estaba el despeñadero donde aguardaba el puente roto.
—Él puede verlo —jadeó alguien. La agente Másculo deslizó un cordel de amor sobre la muñeca de Orión, lo tensó y se sujetó el otro extremo al cinturón.
—Orión Orate, queda arrestado. Ese hombre puede ver el despeñadero. No morirá. Fue detenido con antelación suficiente para comprender que le aguarda una muerte segura… vivirá, recordando lo que sucedió esta noche. Y usted ya ha alterado el futuro, el presente y todo el pasado desde este instante hasta el presente.
Por primera vez en su vida, Orión comprendió que había motivos para tener miedo.
—Pero eso constituye un delito gravísimo —murmuró intimidado.
—Ojalá incluyera la tortura —dijo acaloradamente la agente Másculo—, la clase de tortura a que sometió a ese pobre conductor.
Y se llevó a Orión de la sala.
Rod Bingley apartó los ojos del volante y miró estólidamente el camino. Los faros del camión alumbraban claramente la carretera. Y durante un breve o infinito instante de varios segundos a media hora no atinó a comprender.
Bajó de la cabina y caminó hasta el borde del barranco, miró hacia abajo. Por unos minutos sintió alivio.
Regresó al camión y observó los desperfectos de la cabina. Las abolladuras de la parrilla y el liso metal. Tres fisuras en el parabrisas.
Regresó hacía el lugar donde orinaba ese hombre. No había orina, pero había una hendidura en el suelo, donde había caído el caliente líquido, manchas en el polvo, donde había salpicado.
Y en el asfalto fresco, tendido sin duda esa mañana (¿Por qué no hay señales de advertencia en el puente? Quizá las tumbó el viento), se veían claramente las huellas de las llantas. Excepto por una franja de la anchura de un hombre, donde las llantas traseras izquierdas no habían dejado ninguna marca.
Y Rodney recordó los rostros muertos y triturados, especialmente esos ojos brillantes y lívidos entre los cuajarones y los huesos partidos. Todo le evocaba a Rachel. Rachel que había querido… ¿Qué? ¿Ni siquiera recordaba los sueños?
Regresó a la cabina y aferró el volante. Estaba mareado y le dolía la cabeza pero se sentía al borde de una maravillosa conclusión, una respuesta sencilla. Existían pruebas, sí, aunque se hubieran esfumado los cuerpos, existían pruebas de que había atropellado a esas personas. No lo había imaginado.
Entonces debían de ser (tropezó con la palabra, rió de sí mismo al pensarla): ángeles. Jesús los enviaba, tal como su madre le había enseñado, ángeles destructores que le mostraban la muerte que había hecho sufrir a su esposa, teniendo luego el descaro de salir indemne.
Era hora de saldar la deuda.
Arrancó y avanzó lentamente hacia el final de la carretera. Las llantas delanteras giraron en el vacío y por un instante Rod temió que el camión fuera demasiado pesado para que las ruedas de tracción lo siguieran impulsando. Se entrelazó las manos delante del rostro y rezó:
—¡Adelante!
El camión patinó, volcó, colgó en el aire, cayó. Rod se aplastó contra el asiento. Las manos entrelazadas le pegaron en el rostro. Quería decir «En tus manos encomiendo mi espíritu», pero en cambio aulló «No no no no no» en una infinita negación de la muerte que, a fin de cuentas, no sirvió de nada una vez que se lanzó hacia las manos suaves pero firmes del barranco. Lo atajaron, lo plegaron, lo estrujaron, le cerraron los ojos y le aplastaron la cabeza entre al tanque de gasolina y el granito.
—Un momento —dijo Géminis.
—¿Por qué diablos? —rezongó la agente Másculo, deteniéndose en la puerta, seguida dócilmente por Orión. Orión también se detuvo y miró a la policía con la expresión de adoración que ponían todos los cautivos del cordel de amor.
—Dale un respiro a ese hombre —dijo Géminis.
—No lo merece. Y tampoco tú.
—Digo que le des un respiro. Al menos espera la prueba.
Ella resopló.
—¿Qué otra prueba se necesita, Géminis? ¿Una declaración jurada de Rodney Bingley diciendo que Orión Orate es un maldito hitler?
Géminis sonrió y abrió las manos.
—No hemos visto qué hizo Rodney, ¿verdad? Tal vez lo partió un rayo dos horas más tarde, antes de que viera a nadie… Es decir, hay que demostrar que se causó un daño. Y no siento ningún cambio…
—Sabes que los cambios no se sienten. ¡Ni siquiera se conocen, pues sólo recordaríamos el modo en que realmente ocurrieron las cosas!
—Al menos, observa lo que ocurre y mira a quién se lo cuenta Rodney.
La agente llevó a Orión hasta los controles y le ordenó que pusiera el holo en movimiento. Orión obedeció mansamente.
Y ante los ojos de todos, Rodney Bingley caminó hasta el barranco, regresó al camión, lo condujo hasta el borde, saltó al precipicio y se mató contra las rocas.
—¡Murió a pesar de todo! —exclamó muy alegremente Héctor—. ¡Orión no introdujo el menor cambio!
Másculo se volvió disgustada.
—Usted me da náuseas —le dijo.
—El hombre está muerto —gorjeó Héctor—. Quítele ese estúpido cordel a Orión o la denunciaré por…
—Ve a vomitar a un rincón —masculló la agente, y varias mujeres fingieron escandalizarse. Másculo aflojó el cordel de amor. Orión se volvió de inmediato hacia ella.
—¡Fuera de aquí! —rugió—. ¡Lárguese!
La siguió hasta la puerta de la cámara. Géminis no fue el único que se preguntó si le pegaría. Pero Orión se dominó y ella partió ilesa.
Orión regresó de la cámara frotándose los brazos como si se enjabonara, purificándose después del contacto del cordel de amor.
—Habría que prohibir esa cosa. La amé de verdad. En serio, quise a esa policía podrida, asquerosa y borde.
Tiritó tan violentamente que varios invitados rieron y se rompió el hechizo. Orión atinó a sonreír y todos volvieron a su diversión. Con esa sensibilidad que a veces manifiestan incluso los insensibles y los libertinos, lo dejaron a solas con Géminis ante los controles de la tapa temporal.
Géminis tendió la mano para apartar un mechón de los ojos de Orión.
—Cómprate un peine algún día —dijo.
Orión sonrió y le acarició la mano. Géminis la apartó lentamente.
—Lo siento, Orión —dijo—. No más.
Orión fingió indiferencia.
—Lo sé. Ni siquiera por los viejos tiempos. —Rió suavemente—. Ese estúpido cordel me hizo amarla. Ni siquiera los delincuentes merecen semejante cosa.
Jugueteó con los controles del holo, que aún estaba encendido. La imagen se aproximó. La cabina del camión se volvió cada vez más grande. Los cronones estaban demasiado desperdigados y la imagen comenzó a difuminarse y disiparse. Orión la detuvo.
Mirando desde la ventanilla de la cabina, Orión y Géminis pudieron ver el lugar exacto donde la protuberancia rocosa había aplastado la cabeza de Rod Bingley contra el tanque de gasolina. Los detalles, desde luego, eran indescifrables.
—Me pregunto si será diferente —dijo Orión.
—¿Qué?
—La muerte. Si será diferente cuando no despiertas después.
Un silencio.
Luego la suave carcajada de Géminis.
—¿Dónde está la gracia? —preguntó Orión.
—En ti —respondió el hombre más joven—. Te queda una sola cosa que no hayas probado, ¿verdad?
—¿Cómo podría hacerlo? —preguntó Orión, no del todo en broma—. Me reconstituirían por clonación.
—Es sencillo. Sólo necesitas a un amigo que esté dispuesto a apagar la máquina mientras estés del otro lado. No queda nada. Y tú mismo te puedes encargar del suicidio.
—Suicidio —dijo Orión con una sonrisa—. Sólo tú podrías usar esa palabreja de policía.
Y esa noche, mientras los demás invitados dormían la mona en camas u otros lugares, Orión se tendió en el diván y se puso la caja sobre la cabeza. Y al recibir el último beso de Géminis en la mejilla, y una vez que Géminis apoyó la mano izquierda en los controles, Orión dijo:
—Vale, se inicia la secuencia.
Poco después Géminis quedó solo en la habitación. Ni siquiera vaciló en ir a la caja interruptora y cortar la energía durante unos críticos segundos. Cuando regresó, se quedó a solas con la máquina desconectada y el diván vacío. La señal policial zumbó en la cámara y apareció Misericordia Másculo. Enfiló directamente hacia Géminis, lo abrazó. Él la estrechó con fuerza.
—¿Hecho? —preguntó ella.
Él asintió.
—Ese bastardo no merecía vivir —dijo ella.
Géminis meneó la cabeza.
—No obtuviste tu justicia, querida Misericordia.
—¿No está muerto?
—Oh sí, eso. Bien, es lo que él quería. Le dije lo que planeaba. Y me pidió que lo hiciera.
Ella lo miró con furia.
—Típico de ti. Y luego me lo cuentas, para que yo no sienta la menor satisfacción.
Géminis se encogió de hombros.
Másculo se alejó, caminó hacia la tapa temporal. Acarició la caja. Desenfundó el láser y derritió la tapa hasta que sólo quedó un amasijo de plástico caliente sobre un pedestal de metal. Hasta las pocas piezas metálicas se derritieron un poco, curvándose hasta deformarse.
—Joder, a la mierda el pasado —dijo—. ¿Por qué no se queda en su sitio?
Fin
Apostilla del autor
Título original: Closing the Timelid. Primera edición en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, diciembre 1979.
Creo recordar que durante una conversación con Jay y Lane nos preguntamos qué se sentiría al morir. Tal vez, a pesar de nuestros temores, el momento de la muerte —no las lesiones que conducían a ella, sino el momento mismo— constituyera el mayor placer imaginable. Al cabo de varios meses de jugar con esta idea, di con el recurso de usar el viaje temporal como un modo de lograr que la gente experimentara la muerte sin morir.
El viaje temporal es uno de los recursos más flexibles de la ciencia ficción. Sirve para cualquier cosa, según las reglas que se establezcan. En este caso, hice que el cuerpo del viajero se materializara en el pasado y pudiera sufrir daños, pero al regresar el cuerpo recobraba el estado en que estaba al partir, aunque conservando las sensaciones que experimentó antes del regreso. Para los escritores de ciencia ficción, inventar nuevas variaciones sobre las reglas del viaje por el tiempo constituye un ejercicio divertido. Cada variación permite miles de cuentos posibles. Por eso resulta desalentador que muchos cuentos de viaje temporal utilicen los mismos clichés remanidos. Estos escritores son como turistas con cámara. No van a experimentar una tierra extraña. Sólo toman fotos de sí mismos y continúan la marcha. No vale la pena escribir ciencia ficción turística. ¿Para qué escribir un cuento de viaje por el tiempo si no elaboramos la mecánica de nuestra fantasía y hallamos las implicaciones de nuestras reglas concretas para viajar por el tiempo? Ya que tratamos sobre imposibilidades, ¿por qué no volverlas interesantes y nuevas?
Pero estoy divagando. Siendo predicador de corazón, descubrí que este cuento era una homilía sobre el hedonismo como autodestrucción. Aunque estas personas parezcan absurdas, su obsesión por un placer perverso no es más extraña que la obsesión por otros placeres que alejan a quienes los cultivan de la sociedad de los seres humanos normales. Los drogadictos, los homosexuales, los especialistas en apropiación de empresas, los culturistas y los atletas que se administran esteroides para tener músculos abultados constituyen grupos que, en una u otra ocasión, han organizado sociedades cuyo propósito consiste en celebrar el placer a cuya búsqueda consagran la vida, aunque los separe del resto del mundo, cuyas reglas y normas detestan y desdeñan. Más aún, buscan ese placer con el riesgo constante de la autodestrucción. Y luego se preguntan por qué los demás los miran con una mezcla de horror y disgusto.