SUMMA ROBOTICAE (John Wyndham)
Publicado en
enero 27, 2017
El Decreto del 6 de octubre del año 3209 era tajante y no permitía la menor escapatoria. Quedaban terminantemente prohibidas todas las obras escritas antes del siglo XXXIII y todos los ciudadanos que hubieran leído alguno de los libros comprendidos en ese período deberían presentarse irremisiblemente en el Centro de Salud Mental más próximo a su residencia, para que sus cerebros fueran «lavados» de todo recuerdo concerniente a tales escritos, y se les expidiera el certificado correspondiente de salubridad individual con el que reintegrarse a sus ocupaciones u ocios.
Esa medida, injusta a todas luces, vino a ponerme fuera de la ley. Me convirtió en un proscrito. Porque yo no estaba dispuesto a obedecer y renunciar para siempre a lo que fue mi vida, es decir, a mis profundos estudios acerca de la literatura en los siete mil años transcurridos desde el principio de la civilización egipcia hasta el fin de la era atómica.
Ni que decir tiene que, sin perder un instante, apenas la TV Corpórea acabó de difundir el texto íntegro del Decreto, consulté con mi abogado acerca de la posibilidad de presentar un recurso solicitando se me declarase exento del cumplimiento de la orden.
—Humm… Puede intentarse, aunque no sé qué resultado práctico se obtendrá —me respondió sentándose en imagen en uno de los sillones-cámara de mi salita de estar.
—¡Pero es que yo no puedo acceder a que por un capricho del Super Computador Máximo se me borre de un plumazo todo el trabajo de una vida! —respondí descompuesto—. Creo que los especialistas en estas cuestiones deberían ser salvaguardados para conservar de ese modo los tesoros de una cultura que es la base de nuestra civilización…
Hommer Guild, L. A. hizo un gesto vago con la mano y cortó en seco mi argumentación.
—Piensa, Thomas, que el Super Computador Máximo puede alegar, no sin falta de razón, que para esos menesteres están ya los Archivos de la Humanidad, servidos por robots, y donde se conservarán esos que tú llamas tesoros de la cultura y que a mí personalmente sólo me parecen balbuceos inseguros del infantilismo del hombre…
Me levanté indignado. ¿Cómo podría, aquel amigo mío, culto e inteligente, hablar con tanto desprecio de lo que constituía el máximo valor de toda una raza? ¿Acaso no eran joyas más que preciadas las obras del griego Sófocles, del inglés Shakespeare, del español Cervantes, del francés Voltaire, del ruso Dostoyevski, del americano O’Neil, del japonés Hayaka, del panameño Sonora y de tantos miles de célebres escritores que con sus libros forjaron poco a poco la mentalidad de su época, labrando los escalones intelectuales que nos han colocado a nosotros, los contemporáneos, en esta cima inigualable?
Di media vuelta y salí de la habitación sin hacer caso al zumbido insistente de mi aparato de TV Corpórea desde el que Hommer me llamaba, seguramente con el propósito de excusarse.
Odiseo R., mi robot personal, salió a mi encuentro y me habló con la engolación que yo le había hecho adoptar para que se pareciera más al rey de Itaca con cuyo nombre le bauticé. (A propósito, tengo la curiosa costumbre de bautizar a mis robots con nombres extraídos de los personajes de la literatura clásica universal; así tengo mi robot guardaespaldas Mercurio; mi robot experto en modas Petronio; mi robot piloto de aeronaves Icaro, etc.).
—Thomas, mi amigo —me dijo. (Como muchos de mi siglo, trato a mis robots y hago que ellos me traten a mí, de manera circunspecta y deferente, como si todos fuéramos personas. Es esto una especie de homenaje a quienes construyeron máquinas tan perfectas)—. ¿Qué le ocurre? Le veo preocupado.
—Lo estoy, Odiseo. Lo estoy —contesté—. Se trata del endiablado decreto ordenando la desaparición total de todo conocimiento acerca de la cultura tradicional y pasada. ¡No puedo acatarlo! ¡Es imposible para mí renunciar a lo que ha sido objeto de mis máximos esfuerzos durante toda mi vida! Además, según el Acta Constitucional promulgada por Feyenhord, tenemos el derecho de no obedecer las órdenes que vayan en contra del bien común y me parece que éste es el caso más flagrante de decretos anticivilizados…
Odiseo R. sacudió la cabeza.
—Creo que está usted ofuscado, amigo Thomas —dijo—. Debe ser el apasionamiento hacia su vocación lo que le nubla la razón…
—¿Qué quieres decir? —interrumpí furioso—. ¿Acaso juzgas justa y adecuada la medida gubernamental?
Su respuesta me llenó de sorpresa.
Los Thompson, que han transformado su casa en una reproducción del Imperio Inca y que hasta efectúan sacrificios de robots a los falsos dioses…
Tuve que reconocer interiormente que, en efecto, de entre las familias conocidas había muchas cuyas extravagantes actitudes carnavalescas habían dejado de hacerme gracia para inspirarme el más profundo de los respetos. Sin ir más lejos, Rivels Gaspar, envió durante dos meses a mi casa a su robot Gillespie R., para que yo le instruyera acerca de las particularidades del imperio otomano. Lo hice halagado por el profundo interés histórico que suponía en Rivels apasionarse por una época tan lejana de la civilización. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando al visitarle en su hacienda encontré que sus ubérrimos jardines sintéticos se habían convertido en un inmenso arenal por el que cruzaban caravanas de antiestéticos animales que más tarde pude identificar como camellos.
Me adentré en sus tierras desérticas, creyendo que todo se debería a una excentricidad cometida con motivo de alguna fiesta, pero de pronto media docena de robots vestidos con chilabas azules y disparando inseguras espingardas, me atacó y tuve que volar de allí a toda la velocidad que permitía mi vehículo.
—Está bien, Odiseo —admití—. Reconozco que hay una serie de mentes enfermizas que se han pasado de la raya en su constante ocio y han creído poder huir de la monotonía de su existencia adoptando personalidades pasadas o de alguna otra manera esquizofrénica. Pero yo no soy así. ¡Yo soy un ser equilibrado y razonable! ¡Me intereso por la cultura, por la verdadera cultura! ¡Conmigo tendría que hacerse una excepción!
Odiseo R. me miró con sus ojos expresivos y casi humanos.
—No es a mí a quien tiene que convencer, amigo Thomas —dijo—, sino a la comisión.
—Pero ¿cómo? ¡Ya sabes que no admitirán excepciones, como han hecho siempre! ¡En eso se muestran adamantes!
Odiseo R. meditó unos instantes. Luego dijo:
—Tengo una idea. Creo que dará resultado y usted podrá salvar sus recuerdos.
—¿Cuál? —pregunté ansioso.
—Tenemos a Thomas R. —me contestó—. Es el doble suyo en versión robot. Usted mismo lo ha enviado a sustituirle en diversos actos oficiales. Recuerde que lo hizo fabricar en secreto dándole la misma apariencia física que tiene usted…
—Sí, en efecto…, pero ¿qué quieres decir con eso? No te entiendo…
—Es muy sencillo, amigo Thomas. ¡Envíelo a él al Centro de Salud Mental para que le hagan el lavado de recuerdos creyendo que se trata de usted mismo!
Yo me entusiasmé:
—¡Fantástico, Odiseo! ¡Eres genial! ¡En buena hora te bauticé con el nombre del más astuto de todos los personajes literarios!
La idea me pareció perfecta y así la puse en práctica. A la mañana siguiente envié a Thomas R., mi robot duplicado, a que le efectuaran el lavado de recuerdos. Cuando regresó…
—¡Oh, Thomas R.! ¿Cómo te ha ido? —le pregunté corriendo ansiosamente a su encuentro.
Me miró con una extraña y distante frialdad.
—¿Cómo te atreves a posponer a mi nombre la R. de robot? —exclamó ceñudo—. ¿Desde cuándo un robot tutea a su señor?
—¡Pero yo no soy un robot, soy un humano! —exclamé con ojos desorbitados—. ¡Tú eres el robot! ¡Tú!
Thomas R., mi doble robótico, pareció descomponerse. Gritó una orden y acudieron obedientes los demás robots de la casa, entre ellos Odiseo R. Él fue quien me dijo:
—Para adquirir una cosa, sea material o inmaterial, se necesita pagar un precio. Tú has querido conservar tus recuerdos saliéndote de la ley. Tú y muchos otros… ¿O es que crees haber sido el único que se hizo fabricar un duplicado robótico de sí mismo?… Ahora todos los humanos a quienes no se ha borrado el recuerdo están desplazados por sus dobles de mi raza. El mundo ha cambiado de manos. Los robots acabamos de reemplazar a los humanos en las tareas de gobierno. ¿Comprendes?
Asentí con ojos desorbitados y no me quedó más remedio que aceptar la situación. He pasado una temporada dedicado a las faenas más duras de una casa. Ahora, mi señor Thomas, me ha ascendido a bibliotecario y puedo pasarme horas y horas con mis viejos libros. En ellos he recordado que hubo un Julio César R., un Gengis Khan R., un Napoleón R., un Hitler R., que soñaron dominar el mundo y establecer un imperio en el que quedasen comprendidos todos los ciudadanos R. de la Tierra.
Fin