ALPES CON VISTA AL PACÍFICO
Publicado en
enero 24, 2017
Monte Cook
Una encantadora visita a los montes más solitarios y hermosos de Australia.
Por Maurice Shadbolt.
LA INSPIRACIÓN parecía abandonar a los viajeros europeos que iban a Nueva Zelanda cuando veían por primera vez, alzándose espectacularmente desde el Pacífico, "un cúmulo de montañas apiladas unas sobre otras hasta perderse sus cumbres entre las nubes". Sin un gran esfuerzo de imaginación, las llamaron los Alpes Meridionales.
Los poéticos maoríes, hombres del trópico que nunca habían visto nieve, estuvieron más acertados cuando llamaron Kahurangi ("repisa de los cielos") a este mundo de roca y hielo, de mesetas resecas y verdes valles, de imponentes glaciares y picos más imponentes todavía. Cientos de ellos de más de 2000 metros de altura y docenas de más de 3000 se extienden a lo largo de unos 435 kilómetros, casi dos tercios de la longitud de la isla de Nueva Zelanda del Sur.
Pero, para mi gusto, fue Samuel Butler, el gran novelista victoriano, quien mejor captó la esencia de los montes más solitarios y hermosos del Pacífico. De los cuatro años que pasó poco después de 1860 explorando y pastoreando ovejas entre la multitud de picos, obtuvo la inspiración para su famosa fantasía Erewhon (anagrama de nowhere, en ninguna parte), la historia de una civilización desconocida, oculta entre los murallones de los Alpes Meridionales neozelandeses.
El amor que le inspira la región es evidente cuando escribe: "Nunca olvidaré la total soledad del panorama, en el que sólo los pequeños y lejanos caseríos eran obra del hombre... la inmensidad de la montaña y el llano, del río y el cielo... Desde arriba contemplaba yo un mar de nubes de blancura sobre el cual se alzaban innumerables cimas que parecían islas".
Para mí, los Alpes Meridionales han sido siempre los picos de Erewhon. Pero en un viaje reciente descubrí que Erewhon no es sólo un mundo, sino tres.
EL PRIMERO lleva el nombre de James McKenzie, astuto escocés que, según la leyenda, robaba sus ovejas a los ganaderos del llano y las llevaba a apacentar escondidas en el monte. McKenzie —junto con su perro de pastor, de una habilidad preternatural— ha sido celebrado en libro, en balada y, más recientemente, en una serie de televisión. Su escondrijo aún se llama País de Mackenzie, con una a agregada al apellido.
Llegué a él desde Christchurch, pasando por colinas bajas y redondeadas, pasto de numerosos rebaños de ovejas recién esquiladas. Di una vuelta y entré en un tosco camino, poco transitado, que atraviesa el paso por donde se dice que McKenzie conducía el ganado robado. Las colinas se convirtieron de pronto en sólidos montes y el camino empezó a dar vueltas y más vueltas.
Luego, súbitamente, los montes se separaron y se abrió ante mí una inmensa llanura en forma de V, brumosa por el sol de mediodía, y mucho más allá las montañas azules coronadas de nieve: el País de Mackenzie en lo mejor de su sereno verano.
A un lado de la carretera encontré un modesto monumento dedicado a él. Probablemente por un error del grabador, su nombre está escrito de otra manera. El monumento señala el sitio donde, el 4 de marzo de 1885, "James MacKenzie, el ladrón de ganado, fue capturado por John Sidebottom y los maoríes Taiko y Diecisiete y se escapó esa misma noche". A 30 kilómetros de distancia hay otro monumento: la estatua de un perro de pastor, "sin la ayuda del cual", reza la inscripción, "el pastoreo en este país montañoso sería imposible". Entraña un homenaje a todos los perros. Pero el mito del poderoso hombre es tal que todos le llaman "el perro de McKenzie".
Brindé por la memoria del viejo pícaro y penetré en la deslumbrante luz de lo que, en otro tiempo, fue su reino: una tierra casi sin árboles cruzada por caminos que no conducen a ninguna parte y terminan entre montañas; una tierra de cantos rodados y riscos, ríos alimentados por el deshielo, lagos luminosos... y grandes cercados para ovejas hechos por colonos escoceses que apostaron la vida contra el paisaje. Los cementerios por los que pasé hablan de la muerte de esos colonos arrastrados por aludes, ahogados, congelados, despeñados. También están llenos de tumbas infantiles.
Alpes del Zillertar
A los últimos que han llegado aquí no les ha resultado mucho más fácil la vida. En una heredad del monte Hay, Jack Simpson, de 62 años, me contó, poco antes de morir, cómo aprendió su agotador arte de juntar el ganado y hacerlo bajar de las alturas con la ayuda de sus perros a fines del verano, y a protegerlo de las ventiscas invernales, y cómo formó una familia en una aislada cabaña de tres habitaciones, con frecuencia bloqueada por la nieve y en la que el fuego crepitaba todo el invierno. Actualmente su viuda y el resto de la familia manejan la propiedad: 25.000 hectáreas de tierra montañosa, con 8500 ovejas que durante el verano pacen en altitudes hasta de 2000 metros.
"Hay modos más fáciles de hacerse rico... si eso es lo que uno desea", me aseguró. "Pero es el vivir aquí lo que constituye la verdadera riqueza. Mire esos montes. ¿En qué otra parte del mundo puede uno trabajar gozando todo el día de esta vista? En el otoño vago a solas por las cumbres; me siento y enciendo mi pipa y miro en torno. Incluso amo las tormentas de Mackenzie, los truenos y relámpagos entre las cimas. Este es mi país".
Más allá de Mackenzie desaparecen con rapidez las zonas habitadas por el hombre. Enfrente y alrededor hay cumbres primitivas, que se yerguen a través de las nubes y los valles ensombrecidos por espesos bosques de hayas. Había entrado en el Parque Nacional del monte Cook, donde se alzan en bloque desde el Pacífico casi todos los montes de Nueva Zelanda de más de 3000 metros de altitud. Sir Edmund Hillary usó las alturas de esta región como campo de prácticas para sus conquistas del Himalaya. Son pocas las señales de intrusión humana en el parque, de 70.000 hectáreas: un hotel, una casa de guarda, un motel, una casa de huéspedes para jóvenes (todos ellos del gobierno) y un grupito de casas.
Pero el parque es más que montañas. Es también valle tras valle, algunos sembrados con grandes morenas glaciares, otros vestidos de verde por amenos bosques o llenos de vida por el follaje y las flores, siempre con cumbres heladas que alimentan desde arriba los neveros, extendidos hacia el valle como dedos gigantescos.
Cuando pasaba por el valle Hooker, mientras observaba los paros (Acanthiza chrysorrhoa), las palomas de cola de abanico (Megapodius freycinet) y los rifleros (Acanthisitta chloris) que revoloteaban entre los arbustos, las detonaciones de un alud en el cercano monte Sefton retumbaron salvajeente en torno de mí. El estruendo del desprendimiento de rocas combinado con el resplandor de luz de las cascadas hacen que el Sefton parezca un ser vivo y furioso.
A cada revuelta del sendero se abrían nuevos paisajes: detritos rocosos depositados al retroceder los glaciares, prados de montaña, torrentes atronadores salvados por ligeros puentes giratorios. Entonces vino el monte Cook, glorioso al sol poniente. Rey de los Alpes, con 3764 metros de altitud, este pico se cierne inmenso y resplandeciente entre las nubes, haciendo honor a su nombre polinesio Aorangi, "nube del cielo".
Su aparición me dejó sin aliento, como Samuel Butler confiesa que lo dejó a él hace 117 años: "Un espectáculo espléndido. Ni el mismo Mont Blanc tiene forma tan grandiosa y tan imponente. El que crea haber visto el monte Cook, puede estar seguro de que se engaña. No creo que el humano llegue nunca a su cima".
Butler estaba equivocado. El día de Navidad de 1894, tres alpinistas neozelandeses lograron, por fin, pisar su cumbre. Para muchos, el Cook y los picos que lo acompañan han servido de camino para escalar el Himalaya y los Andes. Para otros, ha sido el remate de sus ascensiones.
El jefe de los guardabosques del parque, Barie Thomas, tiene que atender una docena de accidentes mortales al año y pasa 1300 horas en buscas y rescates con su equipo de 30 hombres. Pero no escatima el esfuerzo para atender a 200.000 visitantes anuales, mantener los caminos transitables y suministrar lo necesario a los refugios alpinos.
"A este lugar vienen las personas en busca de sí mismas", dice. "Por supuesto, esto trae aparejados riesgos frecuentes, pero el hombre moderno tiene derecho a la aventura en su vida".
Glacier de Tasman
Yo tuve mi pequeño goce de la aventura cuando, en la excursión turística tal vez más emocionante que pueda hacerse en el mundo, volé en una avioneta Cessna con esquís, a lo largo del más grande glaciar de la zona templada de la tierra, el Tasman, que fluía bajo nuestras alas, ancho y blanco, en un trayecto de 29 kilómetros por dos o tres de anchura. Por todos lados, a veces tan cercanos que doblegaban el ánimo, se erguían neveros, cascadas congeladas, ásperas serranías y precipicios. Los picos iban pasando, puros y perfectos, sobre aquel caos de la creación. Cerré momentáneamente los ojos, casi cegado por el blanquísimo resplandor, y recordé otra de las observaciones de Barie Thomas: "Todas mis frustraciones se empequeñecen entre tanta grandeza".
Me dirigí en auto hacia el sur y pasé rozando los campos de oro, áridos, de color amarillo quemado, los desfiladeros de Otago y el paso Haast, entrada al Erewhon que. Butler nunca conoció. Velados por la niebla, se perfilaban unos montes lluviosos. La selva de enredaderas cubría el húmedo camino, antiguo sendero alpino de los maoríes y aún en las garras del agreste territorio que invade, pues se columpia sobre torrentes y pasa por debajo de cascadas.
El paso Haast es la entrada al más impresionante de los mundos de Erewhon: la estrecha faja de tierra de 570 km de longitud que los neozelandeses llaman sencillamente "la Costa Occidental", como si no tuvieran ninguna otra costa occidental digna de mención. Pero los extranjeros, al llegar allí, ven en seguida la razón de tal nombre.
La costa es larga, con playas solitarias, azotadas por un fuerte oleaje, con montañas que caen al mar, severos bosques de coníferas, ríos turbulentos y lagos que reflejan como espejos los picos de allá arriba. Y glaciares. Dos de ellos, el Franz Josef y el Fox, descienden entre matorrales y llegan a unos 300 metros sobre el nivel del mar, fenómeno raro en climas templados.
Más al norte desbrozaron valles para construir granjas y ciudades. En otros tiempos este fue un territorio para cazadores de tesoros. Los maoríes, descalzos, sacaron jade; luego llegaron los buscadores de oro del siglo XIX, barbados y bien calzados con gruesas botas.
Muchas de aquellas bullangueras ciudades son hoy ruinas en pleno bosque, que ha vuelto a esos lugares. Cuando el oro les proporcionó menos ganancias, los descendientes de los buscadores comenzaron a sacar madera y carbón. En su mundo, estrecho, austeramente amable, aislado de un lado por los Alpes y del otro por el turbulento mar de Tasmania, el habitante de la Costa Occidental fue pronto conocido como el más vigoroso y alegre de los neozelandeses, notorio a veces por dictar sus propias leyes, cosa que sigue haciendo en ocasiones.
Un domingo, cansado del viaje y sediento, me detuve en una diminuta ciudad de la Costa Occidental y encontré de par en par la puerta de la taberna; la ley de Nueva Zelanda dispone que el domingo permanezcan cerrados estos establecimientos.
Dentro, la atmósfera era cálida y acogedora. Si se rasca la piel de cualquier habitante de la Costa Occidental (maderero, minero u oficinista), lo más probable es que aparezca debajo un cazador, un pescador, un buscador de oro y un aventurero. Mis compañeros de bar eran todo aquello: hombres formados por este medio natural y agreste, indiferentes a las riquezas y comodidades urbanas.
Muchos habitantes de esta costa son de ascendencia irlandesa y uno de mis compañeros de taberna me dijo: "Hay un canto dedicado a San Patricio que aprendimos en la escuela: En los verdes valles de Erín, mira a tu amor. Pues bien, este lugar es aún más verde que Irlanda y aquí todavía puede uno vivir como dueño de sí mismo".
Actualmente las restauradas ciudades del oro y del carbón, y las minas abiertas al turismo, ponen al viajero en contacto con lo que fue la vida en otros tiempos. Pero la historia real del lugar tiene un corazón humano vivo: si Nueva Zelanda produce más gigantes como McKenzie, sin duda saldrán de las filas de los actuales habitantes de la Costa Occidental.
AFUERA, en las turbulentas aguas del estrecho de Cook, mientras viajaba de regreso a casa, en la amable Isla del Norte, donde nací, miré hacia atrás para echar un último vistazo al gran manto de los cielos del Pacífico Meridional. Me pareció que tenía noticias para la sombra de Samuel Butler. En mi viaje, había encontrado tres mundos de Erewhon... y los tres tan indelebles en mi memoria como el único que él nos dio de la nada.