Publicado en
enero 13, 2017
Que puedas vivir a través de tiempos interesantes
—Antigua maldición china
1
El Ejército del Tartán había colocado una bomba en Heathrow, y Julia Stretton, que tuvo que hacer un largo rodeo al aeropuerto para evitar la congestión usual en los caminos de acceso al M3, había sido demorada dos horas por los puestos de control policiales y militares. Cuando alcanzó después la carretera, estaba tan retrasada que pudo expulsar de su mente los pensamientos sobre Paul Mason y concentrarse en el manejo. Condujo rápidamente durante una hora, violando todo el tiempo el límite de velocidad y sin preocuparse mucho por si algún helicóptero policial la descubría.
Dejó la carretera cerca de Basingstoke, y manejó continuamente por el camino principal hacia Salisbury. La llanura estaba gris y brumosa, con nubes bajas que suavizaban el contorno de los montículos más elevados. En Gran Bretaña el verano había sido frío y húmedo; así le había dicho todo el mundo y ahora, en julio existían informes de ráfagas de nieve a lo largo de la costa de Yorkshire, e inundaciones en partes de Cornwall. Todo eso parecía distante de su propia vida, y sólo había experimentado una leve sorpresa cuando, al quejarse por el frío unos días atrás, le habían hecho recordar la época del año.
Pocos kilómetros más allá de Salisbury, en la ruta hacia Blandford Forum, Julia se detuvo para tomar una taza de café en un bar del camino y al sentarse a la mesa plastificada tuvo tiempo, por fin, para reflexionar.
Lo que probablemente la había turbado más que nada, había sido la sorpresa de ver a Paul Mason; eso, y la manera en que había ocurrido, y el lugar.
La Casa Wessex, en High Holborn, era un sitio melancólico y oscuro durante los fines de semana, y sólo había estado allí porque así habían sido sus instrucciones. Uno de los síndicos de la Fundación Wessex, un abogado seco y áspero llamado Bonner, la había llamado para que lo viera antes de que ella retornase a Dorchester después de su licencia: el urgente requerimiento había resultado ser respecto de un asunto irritante y menor. Cuando abandonó la oficina en un estado de ira reprimida y caminaba hacia la playa de estacionamiento, se encontró con Paul Mason.
Paul en la Casa Wessex: era como la violación de un santuario. Paul, un intruso de su pasado; Paul, el que una vez casi la había destruido; Paul, a quien había dejado atrás hacía seis años.
Sentada en el bar del camino, Julia revolvió el café con la cucharita de plástico, derramando algo del líquido marrón pálido en el platillo. Todavía estaba enojada: nunca había deseado volver a ver a Paul, y estaba reaccionando como si él deliberadamente la hubiese seguido y acechado. Había parecido tan sorprendido de verla, como ella de verlo a él y si había estado simulando, lo hacía bien.
—¡Julia, qué estás haciendo aquí! Se te ve bien.
—Pasable, Paul.
Todavía era el mismo Paul: rasgos duros pero hipócritas, más afable ahora, quizás, que el estudiante egocéntrico que había sido cuando ella fue engañada por él durante el último año en Durham. Después de aquello, vivieron juntos en Londres, mientras Paul hacía su carrera y ella dilapidaba tres años de educación superior en una sucesión de trabajos de Secretaria. Luego, el rompimiento al fin, y su libertad, y la dependencia persistente y paradójica que había experimentado con respecto a él: todo pertenecía al pasado, hasta ayer.
Echó un vistazo al reloj pulsera: todavía estaba retrasada y todo el apuro en el camino no le había hecho ganar tiempo. Antes del fin de semana había estado en contacto con el doctor Eliot, en el Castillo de la Doncella, y le había dicho que estaría en Dorchester para el almuerzo. Pero ya eran las 14.30 pasadas. Julia se preguntó si tendría que telefonear de nuevo y prevenir a Eliot y su equipo, pero miró hacia el interior del café y no vio ningún teléfono público. No importaba: si los estaba demorando, tendrían que esperar; alguien llamaría por teléfono a la Casa Wessex y descubriría que ella estaba en camino.
Tal indiferencia hacia la administración del proyecto Wessex no condecía con ella.
Tenía que agradecerle eso a Paul. Todavía se maravillaba del modo en que había podido invadir su vida. Siempre lo había hecho, por supuesto; mientras vivían juntos, la había tratado como lo haría con uno de sus brazos: como a una parte de sí mismo carente de interés y que no hacía preguntas, pero útil.
Pero ahora, seis años después de haberlo visto por última vez, estaba furiosa consigo misma por haberle permitido hacerlo nuevamente.
Era este enojo contra sí misma el que había encendido la disputa de ayer. Miró sin ver la sucia mesa, apareciéndosele otra vez la cara de Paul, los ojos achicados con fría indiferencia por la independencia de ella; nuevamente podía oír sus palabras calmas pero provocativas, insinuando sutilmente la confianza que tenían; practicando el juego de la verdad, como ella lo había llamado en los viejos días, los destructivos días de aquel último año lacerante con él. Tenía una manera de juguetear con los secretos que alguna vez le había confiado, volviéndolos luego contra ella para exponer sus debilidades y lograr que las cosas fueran a su manera. Ayer lo había hecho de nuevo, y las antiguas verdades todavía subsistían, los antiguos secretos todavía la traicionaban. No obstante, Paul no consiguió que todo saliera a su manera: había efectuado la inevitable proposición sexual, y ella directamente la dejó pasar, tan frío su cuerpo como los ojos de él. Fue su único momento de triunfo y que la hizo sentirse sórdida: otro tanto para Paul.
El café, así como la rememoración, dejaron un gusto amargo en su boca. Todavía estaba sedienta, pero optó por no pedir una segunda taza. Fue al baño y luego volvió al auto.
Mientras estaba en el bar había empezado a llover, de modo que Julia encendió el motor y activó el calefactor. El encuentro con Paul en el fin de semana todavía prevalecía en su mente, y algún arranque de rebeldía la hizo sentirse sin voluntad para manejar, ilógicamente transfería la irritación por Paul a su trabajo. Se sentó y observó a la lluvia trazar canales brillantes en el parabrisas.
Todavía no había descubierto qué es lo que había estado haciendo Paul en la Casa Wessex, en primer lugar, y menos aún en domingo: la única explicación podría ser la de que había conseguido allí un trabajo, que estaba trabajando para los síndicos. El pensamiento indujo en ella un pánico silencioso: cuando había comenzado a trabajar para la Fundación, cuatro años atrás, no había podido apartar la idea de que era un refugio contra Paul y, aun hoy en día, profundamente abocada como estaba a su trabajo, no podía deshacerse de este motivo residual. Pero Paul la había encontrado allí, sea por accidente o por designio. Le podía preguntar al doctor Eliot si él sabía algo con respecto a eso... no sería preciso decirle por qué quería saberlo.
Retornar a Dorchester fue un alivio porque, inclusive si estaba trabajando para la Fundación, Paul no podía seguirla. Nadie podía hacerlo y, al igual que un santuario auténtico, era inexpugnable y eterno.
Entonces continuó manejando, todavía molesta consigo misma por permitir que Paul desbaratase otra vez su vida.
Seis kilómetros antes de que alcanzara el pueblo de Blandford Forum, Julia fue detenida por un control militar, se puso en línea, detrás de otros tres autos. Normalmente, pasar por estas verificaciones era un asunto rutinario —llevaba un salvoconducto gubernamental y su vehículo figuraba en la lista de los usuarios regulares de este camino— pero aun así fue demorada durante diez minutos.
Esta zona alejada de Dorset parecía un sitio improbable para que ocurriesen actos de terrorismo, incluso habiendo bases del ejército por todo Salisbury Plain. El Campamento Blandford mismo sólo se hallaba a menos de un kilómetro de allí. Julia se paró bajo la lluvia, reclinándose contra el costado del coche, bajo los árboles que goteaban, dándose cuenta de que la violencia guerrillera constituía, ahora, parte usual, casi esperada, de la vida cotidiana de las grandes ciudades, pero que la campiña seguía sintiéndose inmune a los problemas. No importaba cuántos blancos había allí en derredor; la explosión de una bomba en Dorset sería un suceso extraordinario.
Se sentía con frío e inquieta. Vinieron dos soldados a inspeccionar sus documentos y su auto, e investigaron el interior del mismo y el baúl. Un oficial los observaba. Julia pensó en lo jóvenes que parecían todos.
Más tarde, cuando ella y su auto ya habían recibido el visto bueno y estaba conduciendo hacia Dorchester, pensó en David Harkman. Algunos de los participantes de Wessex creían ahora que era soldado, pero sólo era una teoría tan buena como cualquier otra. Nadie sabía dónde estaba, ni lo que estaba haciendo y, en las semanas venideras, sería la responsabilidad de Julia averiguarlo. Durante su licencia de una semana, había pasado algún tiempo en Londres hablando con la anterior esposa de Harkman, con la esperanza de lograr alguna percepción mayor de su personalidad; sin embargo, había sido una reunión desalentadora, pues la ex esposa todavía reprimía resentimientos siete años después del divorcio.
El perfil caracterológico era su única esperanza de encontrarlo. Catedrático de Historia Social, David Harkman había estado en la Facultad de Ciencias Económicas de Londres antes de unirse al proyecto Wessex. Sus colegas de la F.C.E.L. habían hablado de él como de un hombre dogmático, estable y autoritario, pero no ambicioso. Julia coincidía con el juicio de dogmatismo: durante el tiempo en que se estaba preparando el proyecto Wessex, con frecuencia Harkman había sido testarudo, insistiendo en sus propias ideas y opiniones, luchando contra todos los demás. No le había gustado mucho, y ahora hallaba irónico que —después de su desastroso encuentro con Paul— fuese ella la escogida para buscarlo, estaba escapando de un hombre al que detestaba, para buscar a otro que no le importaba.
Aun así, no estaba descontenta. En realidad estaba contenta por volver al trabajo.
Condujo a través de Blandford Forum y tomó el camino de Dorchester. No bien hubo repechado el auto la primera elevación después del río, cesó la lluvia; mirando hacia adelante a medida que manejaba, vio que el cielo estaba más brillante, pero desde el sudoeste nubes bajas se desplazaban rápidamente. Era el clima de Dorset: ventoso, húmedo, cambiante.
Estaba cansada por el largo trayecto, y no en las mejores condiciones para iniciar el trabajo. Quizás menos apropiado era el estado de su mente: necesitaba estar tranquila, receptiva y concentrarse; en cambio, se encontraba irritada por lo de Paul. A medida que conducía rápidamente hacia Dorchester y tomaba el camino hacia el Sur, Julia se preguntaba otra vez qué era lo que él quería. Percibió en él un impulso por destruir, pues eso era, después de todo, lo que le había estado haciendo desde que ella lo conoció; y deseó saber algo más respecto a lo que estaba aconteciendo. ¿Por qué no le había preguntado mientras tuvo la oportunidad?
El portón del estacionamiento del Castillo de la Doncella estaba cerrado, e hizo sonar la bocina hasta que apareció el señor Wentworth. Salió de su cabaña de madera, sonriendo al reconocer el auto.
Cuando pasó por el portón y estacionó el coche, descendió y esperó a que él se le acercase.
—¿Sólo se tomó una semana esta vez, señorita Stretton? —le dijo.
—Era todo lo que necesitaba —dijo ella—. Vea, señor Wentworth, no tuve tiempo para ir a la Casa Bincombe. ¿Cree usted que podría hacer que me enviaran esto a mi habitación?
Le entregó su valija con ropas y una mochila conteniendo varios libros. Éste había sido su cuarto período de licencia desde que comenzó el proyecto y, tal como había observado en las otras tres ocasiones, el retorno a Londres había destruido su concentración. Se propuso pasar su próximo permiso en Dorset. La Casa Bincombe era grande y confortable y allí tenía un cuarto para ella sola; además siempre se podía ver a otros miembros del proyecto, ayudando así a mantener una continuidad de propósitos entre los intervinientes.
—¿Estará bien el auto acá? —Echó un vistazo a la larga línea de coches estacionados en tres hileras, uno cerca del otro. Varios estaban sucios: una de las tareas del señor Wentworth era la de lavarlos de vez en cuando, pero sólo lo hacía bajo protesta.
—Déjelo ahí, señorita. Lo voy a quitar del camino si alguien quiere salir.
Le entregó la llave de contacto; él extrajo de su bolsillo una etiqueta de papel y se la ató. Julia se inclinó, y miró hacia el extremo opuesto del estacionamiento: el Rover 2000 amarillo de David Harkman todavía estaba allí, tal como desde hacía dos años, sin que su dueño lo reclamara.
—¿Ha estado alguien preguntando por mi? —dijo Julia.
—Bueno, pues... el doctor Trowbridge llamó más temprano.
—¿Sí?
—Dijo que la enviara a ver al doctor Eliot no bien llegase.
Ella le volvió la espalda, dirigiendo su mirada hacia el suelo. Julia tenía una pequeña superstición que perduraba desde la niñez, de que si miraba a cualquiera, pensando que era la última vez que lo veía —reteniendo así una fotografía mental— entonces su fantasía se haría verdad. Al ir de vuelta hacia el Castillo, siempre estaba allí: esta sensación definitiva, el peligro de no volver nunca. Al comenzar a subir por la herbácea pendiente del terraplén más bajo y próximo del Castillo, Julia miró hacia atrás, en la dirección del señor Wentworth, tratando de verlo con su visión periférica, de modo de no tener un recuerdo claro de cómo lo vio la última vez. Esta mirada de soslayo que Julia daba a la gente cuando los dejaba, era algo de lo que estaba agudamente consciente: Paul acostumbraba llamarla mirada astuta, pero él era la última persona a la que trataría de explicárselo.
Llegó al remate del primero de los terraplenes que circundaban la antigua fortaleza de la colina. En este lado septentrional del Castillo de la Doncella había tres, cada uno más alto y empinado que el precedente, y no había otro camino de acceso al Castillo más que trepando cada uno. Un gastado sendero tomaba la ruta más fácil; ella lo siguió, con el cabello agitado contra la cara por el fuerte viento. Tenía frío, las delgadas ropas de ciudad se apretaban contra su cuerpo, la camisa azotaba al viento. Cuando bajó por el lado de sotavento de la segunda cresta de tierra, el viento la dejó tranquila; se tiró el cabello hacia atrás y rió. El Castillo originaba a menudo una indiferencia elemental en los que lo encontraban, fuesen visitantes casuales —a los que todavía se les permitía el acceso a ciertas partes— o miembros del equipo del proyecto Wessex. El Castillo era antiguo, sólido y permanente; sus paredes cubiertas de hierba se habían sacudido la decadencia durante cinco mil años, y estaría aquí todavía dentro de otros miles más. Julia captaba esta sensación de abandono cada vez que llegaba al Castillo viniendo de Londres, y hoy no era diferente. Para el momento en el que había alcanzado la parte superior de la segunda cresta estaba corriendo; jadeando en el viento frío, dejó el sendero y saltó por sobre la hierba.
Desde aquí podía ver el declive entre el segundo y tercer terraplén, donde se encontraba la entrada a los trabajos subterráneos. Si bien el señor Wentworth probablemente había telefoneado avisando su llegada a Trowbridge o a Elliot, podía tomarse algunos minutos.
Bajó su valija y miró en torno: el cielo, el viento, la hierba. Dos o tres gaviotas cerniéndose sobre ella en las ondas de viento levantadas por las gibas del Castillo; estaban muy lejos del mar, pero en estos días las gaviotas eran pájaros comunes de tierra adentro.
Por debajo y a la izquierda de ella estaba la ciudad de Dorchester, esparciéndose sin pulcritud por sobre la ladera de su colina. Podía ver la estación de telégrafo sobre el brezal que estaba por debajo suyo, y al tránsito desplazándose por los caminos en torno al pueblo. Un tren se detuvo frente a una señal, justo fuera de la estación. Más allá, las suaves colinas onduladas de Dorset, rodeando a Cerne Abbas, Charminster y Tolpuddle.
Se concentró en la visión durante algunos instantes, llevada por las imágenes y recuerdos que tenía de otro tiempo, otro verano...
No estaba lejos de la vista al Este, de modo que Julia recogió su valija y caminó por el borde de la sierra, mirando hacia adelante; pronto alcanzó el lugar en el que los terraplenes describían un circulo hacia el Sur y, desde aquí, la vista a través del Valle Frome era ininterrumpida: era llana y barrida por el viento; el río trazaba meandros en su lecho, fluyendo lentamente hacia las ciénagas de Wareham y hacia Poole Harbour más allá. Esta era la comarca de Hardy. Egdon Heath y Anglebury, Casterbridge y Budmouth... no había leído los libros desde el colegio. Desde esta posición era difícil ver por qué a tanta gente le gustaba el escenario de Dorset, pues parecía gris, llano, y monótono. Sólo a la derecha de ella había una elevación verde de tierra: las lomas que llevaban a las Colinas Purbeck, que estaban más allá, bien hacia el Este, ocultando el mar.
El tiempo corría: ya se había demorado en demasía. El viento había helado. Las nubes, que aparecían por el sudoeste, amenazaba con otro chubasco.
Julia se volvió, bajando contra Sotavento de la tercera cresta, buscando la entrada a las obras.
2
En el siglo tercero A.C., los habitantes del Castillo de la Doncella habían fortificado su hogar en la cima de la colina, construyendo terraplenes de madera y tierra que circundaban por completo las dos colinas en las que se había erigido el emplazamiento.
En modo alguno era un castillo en la acepción corriente: los terraplenes habían enclaustrado tierra de labranza, y una aldea, a donde huía la mayor parte de los habitantes del antiguo Wessex cada vez que tribus hostiles invadían la región. En el siglo XX, cuando ya las murallas de tierra se habían desgastado hasta convertirse en pendientes redondeadas y herbosas, tales defensas parecían inadecuadas pues podían ser franqueadas en pocos minutos hasta por el viandante menos ambicioso pero, en la Bretaña prerrománica los baluartes y sus portones cuidadosamente defendidos constituían suficiente precaución contra las hondas y las lanzas.
El sitio había sido concienzudamente excavado durante la década de 1930. Se habían descubierto restos similares a los hallados en las fortalezas-colina de todo el Sur de Inglaterra, y puesto en exhibición los fragmentos más interesantes en el Museo de Dorchester. En el 43 d.C., las legiones de Vespasiano habían cometido una matanza de aldeanos, y el descubrimiento más singular efectuado en el Castillo de la Doncella, fue el de un cementerio primitivo que contenía miles de cuerpos humanos.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, los trabajos arqueológicos se habían cubierto y, desde ese entonces hasta comienzos de la década de 1980, el Castillo de la Doncella había vuelto a su papel inicial: tierra para agricultura y pastoreo, recorrida por el visitante casual y las ovejas.
El Castillo de la Doncella se había seleccionado como Sitio para el proyecto Wessex, por varias razones: parcialmente se debía a su proximidad a Dorchester, a las conexiones camineras y ferroviarias a Londres: y parcialmente debido a su altura de 132 metros por sobre el nivel del mar; en parte, por su vista dominante a través del Valle Frome; pero, especialmente, porque el Castillo, de todas las construcciones de la región, era la que tenía más seguridad de permanecer.
Julia Stretton no había visitado el Castillo mientras se construían los túneles para los laboratorios subterráneos, y se los equipaba; sólo guardaba un nebuloso recuerdo de su niñez, de haber visitado el lugar con sus padres, pero supuso que después que las cuadrillas de construcción se habían ido, y la superficie aseada, la apariencia exterior del Castillo no había cambiado mucho. Se había agrandado la playa de estacionamiento, y estaba la entrada a los laboratorios pero, tanto como era posible, el exterior permanecía sin tocar: el Ducado de Cornwall, dueño del Castillo, había insistido en ello.
En la entrada al laboratorio —única parte abierta al público— varias cajas de vidrio contenían una selección de fragmentos desenterrados durante la excavación de los túneles. Los antiguos habitantes de Wessex enterraban tributos junto con sus muertos, y se habían encontrado muchas copas, colgantes y cacharros, así como la inevitable selección macabra de huesos. En exhibición había un esqueleto casi completo, con los huesos del cuello primorosamente rotulados allí donde habían sido hecho añicos por la punta de una flecha romana. Al lado de la caja que contenía el esqueleto, estaba sentado un guardia de seguridad ante un pupitre y, al pasar junto a él Julia, mostrando su cédula de identificación, la saludó con una inclinación de cabeza.
El ascensor empleado por los equipos médicos estaba abierto, pero Julia utilizó el tramo de escalones de cemento que descendían rodeándolo. Al llegar al fondo, caminó por el corredor principal, pasando las hileras de armarios de acero pintados de blanco, y las muchas puertas numeradas.
Se detuvo ante una habitación, golpeó, y luego abrió la puerta: tal como había esperado, allí estaba Marilyn James, una de las fisioterapistas del proyecto.
—Hola, Marilyn. Estoy buscando a John Eliot.
—Él te ha estado buscando a ti. Creo que está en el cuarto de conferencias.
—Estoy retrasada. Tuve problemas con el tránsito.
—No creo que importe —dijo Marilyn—. Es sólo que estábamos un poco preocupados en el caso en que hubiera habido un accidente. ¿Pasaste buenas vacaciones?
—Más o menos —dijo Julia, pensando en Paul, y en la amargura de la noche anterior—. No fue lo suficientemente prolongado como para que me divirtiese.
Hacía frío en el túnel, si bien se suponía que debía haber calefacción. Julia siguió adelante pensando nuevamente en Paul.
El cuarto de conferencias estaba en el extremo mismo del corredor principal, y Julia entró directamente. Allí estaba el doctor Eliot, sentado en uno de los sillones y leyendo un informe escrito a máquina. En el extremo opuesto de la habitación, donde se encontraba la máquina de café, estaba sentado a una mesa un grupo de cinco de los técnicos, jugando a las cartas.
—¿Los tuve esperándome? —le dijo a Eliot.
—Venga y siéntese, Julia. ¿Ha comido hoy?
—Una tostada como desayuno —dijo—. Y una taza de café en el camino de vuelta.
—¿Nada más? Bien.
Desde la muerte de Carl Ridpath, hacia dieciocho meses, John Eliot había estado a cargo de todas las funciones del proyector en el Castillo. Él y Ridpath habían trabajado en campos afines de investigación neurohipnológica durante varios años y, en parte, como resultado de un trabajo que Eliot había publicado unos quince años antes sobre conducción nerviosa, fue que Ridpath desarrolló su equipo. El hecho de que el proyector neurohipnológico llevase el nombre de Ridpath, no indicaba la deuda que tenía con Eliot —que él repetidamente afirmó durante su vida— y así y todo, era como “proyector Ridpath” que se conocía ahora al equipo, no sólo por todos aquellos interesados en tales temas, sino también por los mismos participantes.
Durante la última enfermedad de Ridpath, Eliot había asumido la marcha del proyecto como si hubiera sido suyo todo el tiempo. Empero, a diferencia de Ridpath, que hasta la aparición del cáncer había gozado de excelente salud, Eliot padecía un soplo cardíaco recidivante, y él mismo nunca entró en una proyección, ni siquiera con fines experimentales: a veces les hablaba de ello a los participantes, no con envidia, sino con pena.
Ahora que Julia se sentó a su lado, le alcanzó una pequeña pila de informes, incluyendo el que ella misma había hecho y archivado una semana antes.
Ella se tranquilizó para concentrarse en ellos, expulsando de su mente los pensamientos sobre su vida privada. La lectura de informes era uno de los deberes más tediosos a los que tenía que prestar atención pero, asimismo, uno de los más cruciales.
Después de esto, solicitó, y se le concedió, algún tiempo para sí misma; fue a uno de los cubículos privados para estudiar el archivo que había estado recopilando sobre David Harkman. La conversación con su ex esposa no parecía haber rendido mucho en aquel momento, pero recorrió nuevamente las notas buscando algo que pudiera agregar mayor comprensión sobre su personalidad, por más remoto que fuera. Eliot vino a su cubículo.
—Esto fue enviado desde Bincombe —le dijo, entregándole un sobre—. Llegó el sábado.
Julia echó un vistazo a la escritura:
—¿Debo leerlo ahora?
—Depende de usted, por supuesto, ¿sabe de quién es?
—No creo. —Pero había una antigua familiaridad en eso, una asociación desagradable—. Déjelo aquí. Lo voy a leer más tarde.
Cuando Eliot se fue, recogió el sobre y lo rasgó apresuradamente. Conocía la escritura: era la de Paul Mason.
En el interior había una sola hoja de papel doblada por la mitad. La sostuvo sin abrirla, luchando la lógica contra la curiosidad.
Sabía que la concentración en su trabajo era esencial en la hora siguiente, y que la distracción solo la estorbaría. Leer cualquier clase de carta personal poco antes de incorporarse a la proyección era imprudente; y una de Paul que, con destreza infalible podría elevar tanta estática emocional, era especialmente riesgoso. Por otro lado, durante la desagradable escena de ayer con él, no había visto cuál era su conexión con el proyecto Wessex, y estaba ansiosa por saberlo. La carta, evidentemente escrita antes del fin de semana, podría tener la respuesta.
Al fin, decidió leerla, dándose cuenta de que si no lo hacía, la curiosidad continua sería una distracción igual a cualquier cosa que pudiese contener. A modo de compromiso consigo misma, resolvió practicar a continuación la rutina mnemotécnica, cual monja errante que se autoimpusiese doce Avemarías.
La carta era breve y, para cualquiera que no fuese ella, aparentemente inofensiva. No bien hubo terminado de leerla, Julia dejó de lado su archivo y fue a tomar una ducha.
Querida Julia
Supongo que estarás tan sorprendida de leer esto, como lo estuve yo al saber que nuestros caminos se han cruzado una vez más. Me he estado preguntando qué es lo que has estado haciendo recientemente, y como has estado. Bien, ahora lo sé. Espero ir... para visitar el Castillo de la Doncella pronto, de modo que tengo la esperanza de que puedas tener una noche libre para cenar conmigo. Todavía te tengo mucho cariño, y me gustaría verte de nuevo. Estoy seguro de que tendremos mucho que decirnos.
Paul
Bajo la ducha, Julia se enjabonó furiosamente. El tino de Paul para tocar en las viejas heridas, era asombroso. “Ahora lo sé”... ¿Cuánto sabía? ¿Por qué querría saber? Escrita por cualquier otro, sería una suave trivialidad; escrito por Paul, volvía a despertar toda la paranoia de tiempos pasados. “Estoy seguro de que tendremos mucho que decirnos”: había escrito eso antes del fin de semana, antes de que descubrieran que lo que tenían que decirse era como el remanente de una comida que se había enfriado seis años atrás, sazonada con más de una idea tardía.
Y él siempre le había tenido mucho cariño del modo que un chico posesivo le tiene cariño a un perrito al que atormenta; nunca había empleado la palabra “amor”, ni siquiera una vez. Ni siquiera cuando estuvieron más cerca. Ni siquiera para cerrar una carta.
Dejó la ducha y se secó, luego se sentó desnuda en el borde de la silla de madera del cubículo. Cerró los ojos y recitó para sí misma, y con determinación. la rutina mnemotécnica, satisfaciendo los términos de su propio compromiso. A esta altura de la proyección, la mnemónica había perdido mucho de su uso primitivo, pero todavía tenía la función de concentrar la mente.
Desde un punto de vista ideal, la mente de los participantes debía estar tan desembarazada de confusión como fuera humanamente posible; por supuesto, la identidad personal continuaba en un nivel inconsciente, pero se alcanzaba el máximo efecto de proyección cuando la mente consciente estaba dirigida a lo largo de un curso escogido: en este caso, la función principal de Julia era la de establecer contacto con David Harkman, y cuanto mejor se concentrase en eso ahora, mayor la posibilidad de efectuarlo.
Echó una ojeada a su archivo sobre Harkman una vez más, luego se puso la simple bata de operación que se le había dejado en el cubículo para su uso. Plegó el resto de sus ropas, y garrapateó una nota solicitando a uno de los del equipo que las llevase a su habitación de la Casa Bincombe.
El doctor Eliot la estaba esperando en el salón de conferencias.
—No olvide firmar la autorización —dijo empujando hacia ella un formulario impreso.
Julia lo firmó sin leerlo, a sabiendas de que era el formulario clásico de permiso, para que Eliot la hipnotizara y colocara su cuerpo dentro del Ridpath.
—Me gustaría ver a Harkman —dijo.
—Es lo que habíamos pensado: está listo.
Siguió a Eliot a la sala grande y brillantemente iluminada a la que los participantes llamaban, con ironía consciente, el depósito de cadáveres. Se lo conocía más adecuadamente como salón de proyección, pues era aquí donde estaban ubicados los treinta y nueve gabinetes del proyector Ridpath. A pesar de las muchas lámparas eléctricas enfocadas sobre los gabinetes —iluminación necesaria por la constante atención médica que requerían los participantes— la sala siempre estaba fría porque estaba acondicionada mediante un sistema de refrigeración, de modo que el efecto de trabajar al lado de los gabinetes estaba próximo al asolearse con brisa del Ártico. Guando el doctor Eliot y uno de los técnicos deslizó el cuerpo de Harkman fuera del cajón del gabinete, Julia abrigó su propio cuerpo con los brazos, tiritando.
Harkman yacía como muerto. Su cuerpo había sido colocado cuan largo era sobre la superficie del cajón, con la cabeza hacia adentro. Estaba en posición decúbito dorsal, con la cabeza y los hombros descansando sobre los soportes moldeados, de modo que su cuello y espina hiciesen contacto con los sensores neurales implantados en el cajón. Al ver esto, Julia experimentó una punzada de dolor por simpatía en su propia espalda, conociendo la sensación quemante que sufría cada vez que la retiraban del proyector.
Harkman había estado dentro de la máquina por espacio de casi dos años sin interrupción y, en ese lapso, su cuerpo se había vuelto blando y fláccido, a pesar de la fisioterapia constante que recibió. Su rostro estaba pálido y cerúleo, como embalsamado, y su cabello había crecido mucho.
Julia contemplaba impasible, observando cómo los músculos faciales de Harkman se contraían ocasionalmente y las manos, plegadas sobre el pecho, temblaban como si fuesen a asir algo. Debajo de sus párpados, los ojos vibraban como los de un hombre que soñase.
En cierto sentido, estaba soñando: un sueño que, hasta ahora, había durado casi dos años, un sueño de un tiempo distante y de una sociedad extraña.
El doctor Trowbridge, que era el asistente en jefe de Eliot, se les acercó desde donde había estado trabajando, en el extremo opuesto de la sala.
—¿Pasa algo, doctor Eliot?
—No..., la señorita Stretton se está familiarizando con la apariencia de Harkman.
Trowbridge miró la cara del hombre del cajón.
—¿No darían una impresión más precisa las fotografías? Harkman ha engordado tanto.
Mirando todavía al hombre inconsciente, Julia dijo:
—Supongo que pudo haber alterado voluntariamente su apariencia.
—¿Tiene alguna de las otras?
—De acuerdo a lo que sé, no.
—No va de acuerdo con su perfil —dijo Eliot—. Todo lo que sabemos de él subraya una estabilidad innata. No existen desviaciones. La personalidad de Harkman es ideal para la proyección.
—Quizás demasiado ideal —repuso Julia, recordando sus poderosos argumentos. Miró atentamente el pálido rostro, tratando de grabarlo en su memoria, recordando al mismo tiempo cómo había hablado y actuado antes de que comenzara la proyección. Este cuerpo se parecía demasiado al de un pelele como para imaginarlo vivo y pensante.
—Me pregunto si estaba reprimiendo algún resentimiento contra los otros. Quizás sentía que, de alguna manera, éramos intrusos y, al proyectarse, resolviera separarse del resto de nosotros.
—Aun así, no es probable —dijo Eliot—. Nada existe en sus notas preproyección que indique eso. Tiene que ser un caso de programación inconsciente: hemos tenido varios casos de menor importancia.
—Y uno de mayor, quizás —dijo Julia. Hizo una señal con la cabeza a Trowbridge y al técnico—: pueden ponerlo de vuelta, creo que estoy lista.
Deslizaron el cajón, que se cerró con un sonido de metal pesado y amortiguado.
Eliot dijo a Trowbridge:
—Creo que deberíamos reducir su nutrición intravenosa. Le hablaré más tarde.
Tomó el brazo de Julia, y volvieron por el túnel lateral a su cirugía. Al seguirlo al cuarto, y cuando cerró la puerta tras ella, Julia pensó momentáneamente en Paul: recordó la discusión y su carta, pero pensó en ellos como incidentes desagradables en su experiencia, no como intrusiones en su vida. Sintió una cierta satisfacción por haber tenido —al fin— la fuerza para archivarlo en un armarito de su mente consciente.
Fue a sentarse en la profunda silla frente al revuelto escritorio de Eliot, lista para aceptar su voluntad.
Más tarde, a medida que escuchaba a Eliot hablarle de la proyección de Wessex, quiso mirar hacia otro lado, verlo con su visión periférica, pero no pudo. Sentado delante de ella, Eliot hablaba con calma, en forma repetitiva y serena, y pronto cayó en un estado hipnótico.
3
Era tarde avanzada en Dorchester; los cafés al aire libre que estaban a lo largo del Marine Boulevard disfrutaban una ajetreada actividad al retornar los turistas de las playas.
Dentro del puerto, cuya extensión total podía ver la gente que paseaba por el Boulevard, los yates privados estaban varados en los guijarros y el lodo de la bajamar, mantenidos erectos por sogas y pontones. Unos pocos hombres y mujeres pertenecientes a las tripulaciones contratadas estaban en algunos de ellos, pero la mayoría de los dueños y sus huéspedes se hallaban en tierra. Cuando subía la marea, la sección privada del puerto era un bullicio de yates que entraban y salían, con visitantes sentados en cubierta gozando de la vista y del sol pero, por el momento, los que todavía estaban a bordo de sus barcos se ocultaban de la mirada del público bajo sus toldos de alegres colores.
Fuera del puerto, una pequeña flotilla de barcos pesqueros esperaba la marea.
A lo largo de los murallones y desembarcaderos que rodeaban el puerto, todo a lo largo del Boulevard, cientos de personas se arremolinaban con aire de agradable indolencia.
Músicos mendicantes se desplazaban entre ellos con bolsas para limosnas balanceándose del mango de sus guitarras y, por la parte del Boulevard que daba hacia el puerto, estaban los puestos de los comediantes autorizados, los de libros y revistas, el Bar Sekker’s, y el local en el que podían comprarse o alquilarse las tablas para deslizarse con la marea, y donde siempre se podía ver lo que estaba de moda. Era en esta parte del pueblo, y a esta hora del día, que se juntaban los visitantes.
El edificio de la Comisión Regional Inglesa estaba situado en una de las calles laterales que llegaban hasta el Marine Boulevard; fue de allí que emergieron Donald Mander y Frederick Cro. Caminaron lentamente hacia el puerto, a través de la multitud, Cro llevaba puesta aún su chaqueta, pero Mander la llevaba en el brazo.
Llegaron hasta el final del desembarcadero, donde se detuvieron para comprar dos citrons pressés en el bar que expendía bebidas sin alcohol.
Desde esta posición, era posible ver por debajo del toldo de uno de los yates y allí, invisible de otro modo desde los murallones del puerto, estaban dos hombres jóvenes y una mujer; si bien los hombres vestían mallas de baño y camisa, la joven estaba desnuda, serenamente sentada en una silla de lona hojeando una revista.
Los dos hombres de la Comisión repararon en ella al mismo tiempo, pero ninguno hizo comentarios: eran habitualmente cautos en lo que decían uno a otro y, por naturaleza, de reacciones discretas. Ambos eran solteros cincuentones y si bien habían trabajado en oficinas contiguas de la Comisión Regional durante más de veinte años, todavía no se trataban por su nombre de pila.
Una vez que hubieron acabado su bebida, volvieron, caminando lentamente por el desembarcadero.
Mander señaló a los barcos pesqueros que aguardaban, la mayoría de los cuales estaba agrupada en el agua más profunda, a unos cincuenta metros de la entrada al puerto. Varios estaban en el agua sin hacer nada, mientras sus tripulaciones estaban sentadas ociosamente en cubierta, bajo el cálido sol.
—Ha habido una buena pesca —dijo Mander.
Cro asintió con la cabeza, y Mander sonrió para sí: sabía que el otro hombre detestaba el pescado, y que raramente comía en los restaurantes locales. Una de las pocas cosas que Mander sabía respecto a Cro, era que vivía a base de envíos de provisiones provenientes de sus padres, que todavía vivían y habitaban en tierra inglesa, en medio de una relativa opulencia.
En el extremo opuesto del puerto, donde se efectuaba la actividad comercial, una grúa de vapor emitió un sonido sibilante, fuerte, acompañado por un chorro blanco de vapor.
En un instante, rodó lentamente sobre sus rieles hacia el amarradero regular del servicio de hidróscafo proveniente del continente. La nave estaba atrasada esa tarde, y los vagones de varios mercaderes del pueblo estaban a la espera.
Más allá, la bahía estaba calma y azul.
Los dos hombres abandonaron el desembarcadero y se metieron en la multitud del Marine Boulevard, dirigiéndose al Bar Sekker’s. Estaban fuera de lugar en esta parte cómoda de la ciudad, más por su actitud vigilante que por sus ropas. Los turistas los miraron con fijeza mientras paseaban en el aire cálido, preocupándose sólo por observar y ser observados. No obstante, Mander y Cro les echaron un vistazo con inquietud; servidores públicos de menor cuantía constantemente vigilaban detalles de menor cuantía.
Al acercarse a las sombrillas multicolores que estaban sobre las mesas del Bar Sekker’s, Cro señaló hacia uno de los puestos de mercancías.
—Los del Castillo de la Doncella —dijo—. Todavía están aquí. Creí que usted iba a controlar su permiso.
—Lo hice. No hay nada irregular.
—Debe revocárselo. ¿Cómo es que lo consiguieron?
—De la manera usual —dijo Mander—. Lo compraron en la oficina.
—Podríamos hallar alguna objeción ideológica...
Mander sacudió la cabeza, pero no como para que el otro lo viera:
—No es tan sencillo.
El puesto que Cro había indicado habría parecido suficientemente inofensivo para ojos menos hostiles. Era como cualquiera de los otros, y construido según el mismo patrón; inclusive los objetos que se ofrecían eran similares, en primera instancia, a las baratijas que se exhibían en los puestos de todo el Boulevard. La superficie de madera del mostrador había sido cubierta con un paño verde de lana y diseminada sobre él, había una selección de objetos hechos a mano: palmatorias y escudillas de madera, juegos de ajedrez ornamentados, broches y brazaletes cuajados con piedras semipreciosas pulidas, alfarería de barro sin cocer. Cada artículo parecía bien hecho y sólido, pero con una rudeza atractiva en el acabado, que sólo servía para acentuar la artesanía esencial.
En ese sentido, los productos diferían de los que se ofrecían en los otros puestos, que vendían mercadería barata, pero uniforme, producida en serie en cooperativas del continente. Los turistas no dejaban de advertir esta calidad individual, de modo que el puesto atraía más clientes que la mayoría de los otros.
Cro ojeó con menosprecio los productos y a la gente que los vendía.
Detrás del simple mostrador había dos mujeres y un hombre. Una de ellas estaba sentada atrás sobre una banqueta, erguida pero descansando y con los ojos cerrados.
Llevaba la ropa que los hombres de la Comisión habían reconocido inmediatamente: vestimentas tejidas a mano de color marrón desvaído y sin adornos que usaba toda la comunidad del Castillo de la Doncella. Tanto el hombre como la mujer eran más jóvenes, si bien el hombre —delgado y pálido y con calvicie prematura— se movía con lentitud, como si estuviese cansado.
Mander y Cro se demoraron en el puesto durante unos momentos y, aunque la joven que atendía notó que se aproximaban, no dio señales de reconocimiento. Mander, que a menudo había notado para sus adentros su bonita cara y atractiva figura, estaba deseando que ella mirara en su dirección otra vez, de modo de poder hacerle una sonrisa secreta para tranquilizarla, pero parecía decidida a ignorarlos.
Por fin, continuaron su marcha, y subieron los escalones hacia el patio del Bar Sekker’s.
Cuando se sentaron a una mesa desocupada, a través de la bahía resonó una explosión distante, cuyo eco provenía de la Isla Purbeck, al sur: era el cañón montado sobre el Pasaje Blandford, que se disparaba dos veces por día para prevenir a la navegación y a los nadadores, de la pleamar. Pocas personas estarían nadando a esta hora del día y, aparte de los barcos de pesca fuera del puerto, sólo había a la vista uno o dos yates privados. Como siempre, al sonido del cañón muchas personas se desplazaron hacia el malecón para lograr una buena vista de la ola de marea, pero no sería visible durante varios minutos.
Dijo Cro:
—¿Qué sabe respecto al nuevo hombre?
—¿Harkman? Tanto como usted.
—Creí que había sido destinado a su departamento. Mander sacudió la cabeza, aunque vagamente: una evasión, no una negativa.
—Trabaja en una cierta clase de investigación.
—¿Es inglés?
—No, británico: su madre desertó de Escocia —Mander miró a través del Boulevard, y hacia el mar—. Entiendo que ha visitado los Estados.
Cro asintió como si ya lo supiera, pero dijo:
—¿Oeste o Este?
—Ambos, por lo que sé. Mire, creo que debe ser Nadja Morovin.
Un hombre y una mujer estaban paseando por Sekker’s, tomados del brazo. La mujer que Mander había indicado usaba un sombrero de ala ancha bajado sobre la cara, pero las mangas estaban recogidas y su pollera era corta, revelando provocativamente la palidez de sus piernas regordetas. La llamativa pareja aparentaba no percibir el hecho de que era instantáneamente reconocible y, a medida que caminaba lentamente por entre el gentío, parecía no darse cuenta de que las personas que se les aproximaban se hacían a un lado discretamente. A sus espaldas, los contemplaban abiertamente y un poco más allá, un joven —aparentemente un turista de los Estados— les tomaba una fotografía tras otra, empleando una poderosa lente telefotográfica.
Pocos instantes más tarde, Mander y Cro los perdieron de vista cuando penetraron en el negocio de las tablas para deslizamiento.
—¿No es ése el hidróscafo? —dijo Mander.
Cro miró nuevamente hacia el mar, luego se irguió para obtener mejor visión, aun cuando el patio del Sekker’s ofrecía uno de los mejores panoramas del pueblo. Varios cientos de personas estaban ahora paradas al lado del malecón, esperando ver la ola de marea al irrumpir a través del Pasaje Blandford. Desde esta distancia, más de treinta kilómetros, a ojo desnudo solo podía verse la cresta blanca de la ola. Pero las mareas recientes habían sido altas, y los arrendatarios de telescopios que estaban a lo largo del frente habían estado subiendo lo precios ilegalmente.
Mander señalaba hacia el sur del Pasaje: desde esa dirección, deslizándose frente a la isla Lawrence, venía el hidróscafo. En el azul cada vez más intenso de las aguas actualmente calmas de la bahía, era la única señal de movimiento.
—La marea llegará en cualquier momento —dijo Cro—. ¿Supone usted que el piloto se da cuenta?
—Lo sabrá —dijo Mander.
Pocos segundos más tarde, la gente que había alquilado telescopios se inclinó hacia sus instrumentos, y apareció la ola. Varios turistas apuntaban excitadamente hacia el mar, y padres sostenían sobre los hombros a sus hijos.
Llegó el mozo para tomar su orden; Cro se sentó.
—¿Es el... señor Harkman el que está en el hidróscafo? —dijo, cuando le trajeron dos cervezas.
—No se me ocurre otra causa para que estén atrasados —dijo Mander, observando al otro hombre para ver su reacción.
—Oí que no tiene más categoría que la de asesor regional. ¿Habrán retenido el barco por usted o por mí?
—Dependería de las circunstancias.
Bien satisfecho por la reacción de Cro, Mander bebió su cerveza. Hoy mismo, pero más temprano, había oído que la dársena de nivel mínimo de Poundbury iba a estar ocupada todo el día, obligando al hidróscafo a esperar la marea. Supuso que Cro no se había enterado, pero optó por no mencionarlo porque le placía que hubiera unos pocos misterios para Cro.
Cro tomó un trago de cerveza: enjugó los labios con su pañuelo, luego se irguió nuevamente.
Allá en la bahía, el hidróscafo había disminuido su velocidad, por lo que su casco penetró otra vez en el agua. El barco viró para enfrentar la pleamar y, cuando Cro bajó del patio del Sekker’s y cruzó el Boulevard hacia el malecón, lo alcanzó la primera turbulencia: la nave guiñó y cabeceó en forma dramática, pero no bien se alejaron de él las primeras olas grandes, enfiló de nuevo hacia Dorchester y aceleró a través del agua picada, inmediatamente después de la gran ola.
Todavía sentado a la mesa, Mander miró a Cro con irritación. La llegada de cualquier nombrado de alto nivel acarrearía conflictos inevitables dentro de la oficina, pues la jerarquía se avenía de mala gana al recién llegado, pero la designación de Harkman en Dorchester amenazaba al estado sin asperezas de los asuntos internos de la oficina, y esto era tan cierto como que las dos mareas cotidianas perturbaban las aguas calmas de la bahía.
Era la vaguedad del puesto de Harkman en la Comisión Regional lo que constituía el problema principal. A Mander se le había dicho que Harkman tenía acceso a todos los archivos o registros que solicitase, y que la autorización del comisionado Borovitin se encauzaría a través de su propia oficina. Como el área de responsabilidad de Mander era Administración, esto tenía lógica, pero todavía no estaba seguro de la naturaleza de la investigación que pensaba que haría Harkman. Cro exhibía un interés infrecuente en el hombre nuevo, por lo que Mander sospechaba que sabía más que lo que dejaba traslucir: el preguntarle a Mander probablemente era menos para su propia información, que para intentar descubrir cuánto sabía.
Cro, maestro en maniobras oficinescas, estaría encantado de tener a alguien trabajando en su propio departamento que poseyese cierta libertad de movimientos, pues estaría seguro de encontrar algún modo para beneficiarse con eso.
—¿Desea usted otra cerveza? —preguntó Mander cuando el otro retornó a la mesa.
Cro miró su reloj pulsera:
—Creo que tenemos tiempo: el barco no entrará hasta dentro de diez minutos más.
Mander tomó esto como una aceptación, y llamó al mozo.
En la bahía, la ola de marea anegante proveniente del Norte se esparció en un semicírculo que se aplanaba, apaciguándose la primera turbulencia. La marea ascendente todavía fluía copiosamente a través del Pasaje Blandford, y seguiría haciéndolo por otra hora más, pero había pasado la violencia inicial de su llegada. En el puerto de Dorchester, el nivel del agua que sólo había subido un metro o dos durante toda la tarde, lo hacía ahora rápidamente. Los yates de placer, varados, se elevaron en forma continua, chocando delicadamente sus cascos con los pontones de apoyo y, fuera del puerto, los barcos pesqueros que aguardaban hicieron arrancar sus máquinas y viraron en redondo, entrando al puerto de a uno. Para el momento en que el último amarró al lado de los cobertizos de pesca, había llegado el hidróscafo, que avanzaba lentamente hacia su propio atracadero. No mucho había cambiado en la parte turística del puerto, excepto que aquéllos que haraganeaban en las cubiertas, estaban ahora plenamente a la vista de los que paseaban por tierra; como contraste, la sección comercial estaba animada y ruidosa. Varios buques habían comenzado a descargar su carga de pescado, y los vagones y camioncitos de los comerciantes se habían adelantado para recoger los suministros que el hidróscafo había traído desde el continente.
El furgón tirado por caballos de la Oficina de Correos matraqueó por entre las multitudes del Marine Boulevard, y bajó la rampa hacia el amarradero del hidróscafo.
Entonces, Cro jugó una carta alta: quizás fuera un triunfo.
—Entiendo que el hombre es historiador —dijo—. ¿Podría ser cierto?
—Posiblemente.
La más reciente adquisición burocrática de Cro, era la supervisión de los archivos de la Comisión: había sido su triunfo del año pasado. Si Harkman era historiador, ciertamente estaría trabajando con Cro.
Cuando Mander terminó su cerveza y se puso de pie, ya se podía imaginar las mezquinas luchas por el poder en las semanas venideras.
Él y Cro caminaron lentamente a través del Boulevard, y fueron hacia la parte comercial del puerto.
Para el momento en el que los dos primeros pasajeros descendieron a tierra desde el hidróscafo —una pareja mayor proveniente de los Estados—, Mander y Cro estaban esperando al lado de los cobertizos de pesca, con una vista despejada de la plataforma de descenso.
Del barco bajaron más turistas, ayudados por los camareros. Mander miró a cada uno a medida que aparecían, preguntándose qué aspecto tendría Harkman. Estaba impresionado, a pesar de sí mismo, e irritado, debido a sí mismo, por la ventaja política de Cro.
Una figura vestida con ropa marrón sencilla pasó caminando lentamente frente a los dos hombres de la Comisión: era la chica a la que habían visto atendiendo el puesto artesanal, la chica del Castillo de la Doncella. Se detuvo a corta distancia enfrente de Cro y Mander, mirando hacia el hidróscafo.
Mander estaba perturbado por su presencia, como le ocurría siempre que llegaba a verla en el puesto. Desde donde estaba parado, podía ver su cara en cuarto de perfil y pudo comprender, simultáneamente, por qué la gente como Cro los consideraba a ella y su comunidad como una vaga amenaza a la existencia ordenada de la Wessex Soviética, y también por qué Cro y los otros estaban equivocados. A primera vista, la joven parecía degenerada y lasciva, rodeada por un aura de anarquía e irresponsabilidad: tenía cabello largo y desgreñado, el vestido era suelto e indecoroso; piernas y pies, calzados en sandalias de soga delgada, estaban polvorientos; pero, asimismo, estaba erguida con serenidad y una cierta elegancia, sus rasgos eran regulares, y en sus ojos había una profunda inteligencia. Del mismo modo, los otros del Castillo, a los que se veía ocasionalmente por el pueblo, se comportaban con una dignidad y recato, que no condecían con su apariencia primitiva, y los productos que vendían estaban bien hechos y eran característicos.
Repentinamente, Cro señaló hacia alguien que había acabado de bajar del barco:
—Ese es nuestro hombre. Ese es Harkman.
—¿Está seguro? —dijo Mander, achicando los ojos, pero sabía que Cro estaba en lo cierto: el hombre era completamente distinto, a cualquier otro del muelle; todos los otros pasajeros del hidróscafo evidentemente eran turistas o comerciantes, los primeros miraban en derredor con incertidumbre, buscando transporte hacia el pueblo o ayuda para su equipaje; los segundos se sumergían inmediatamente en el bullicio que los rodeaba.
Harkman, empero, permaneció en el borde del muelle y miro inquisitivamente la ciudad, a través del puerto: parecía genuinamente interesado en lo que veía, haciéndole sombra a los ojos con la mano. Luego se volvió, mirando desde el puerto hacia el sur, hacia donde el Castillo de la Doncella se erguía en su promontorio que dominaba la bahía. A Mander le pareció que tenía alrededor de cuarenta años, trigueño y delgado; su porte era descansado y atlético, en modo alguno el del historiador estudioso que Mander había imaginado en base a lo poco que había oído sobre el hombre. A diferencia de los turistas, Harkman no estaba cargado con equipaje, sino que llevaba consigo sólo una bolsa pequeña que pendía de sus hombros.
—No es tan joven como pensé —dijo Cro—. La foto del archivo debe ser vieja.
—¿Qué foto? —preguntó Mander, pero Cro no respondió.
La Chica del Castillo de la Doncella también observaba a Harkman. Estaba parada muy cerca, sin esforzarse por ocultar su interés. Cuando él se volvió para caminar por el muelle hacia el pueblo, pasó a su lado y se miraron por un momento. Ella se alejó hacia donde los obreros del puerto estaban descargando cajones de cerveza de la bodega del barco, y se sentó en un amarradero de piedra, mirando con fijeza hacia la bahía.
Cuando Harkman pasó frente a los dos hombres de la Comisión, pareció reconocerlos como colegas, pues los saludó brevemente con una inclinación de cabeza, pero no hizo movimiento alguno para presentarse.
Cro y Mander esperaron unos minutos en el muelle; en ese lapso Harkman desapareció entre el gentío del Marine Boulevard. En el minarete de la mezquita que se había construido para los visitantes, el muecín llamaba a los devotos a oración.
4
David Harkman desayunó solo en el refectorio de la posada de la Comisión. Supuso que las otras personas que vio también eran empleados, pero no intentó presentarse, sufriendo, en cambio, las miradas curiosas, con indiferencia cargada de autodefensa. Los amigos de Londres le habían advertido sobre el protocolo de las Comisiones Regionales y que habría un orden de precedencia bien establecido según el cual se lo presentaría a sus nuevos colegas. No tenía la intención de trastocar el equilibrio de las demandas territoriales dentro de la oficina: sus años en la, Oficina de Cultura Inglesa lo habían vuelto un erudito en hábitos de los servidores públicos.
Interrumpió su desasosiego, y la curiosidad de los demás, terminando rápidamente su desayuno y, con inclinaciones de cabeza no comprometedoras hacia todos los que estaban a la vista, abandonó el edificio y fue a dar una caminata exploratoria por el pueblo.
Era un alivio estar, por fin, en Dorchester, después de esperar dos años para que llegara el nombramiento. A veces, había pensado que la Isla de Wessex era una parte del mundo tan inalcanzable desde Londres, como lo era el Palacio Presidencial en Riyad. No era que su índice de seguridad fuese algo menos que impecable: después de todo, se le había concedido un puesto temporario en Baltimore, en los Estados del Emirato Occidental, y había asesorado al Agregado Cultural en Roma durante una semana muy inesperada, algunos años atrás. Mucho más probable era que todo se debiera a la inevitable morosidad de la maquinaria administrativa del Partido.
No es que Wessex fuera un lugar al que los empleados del Partido eran trasladados libremente: en sus mezquitas y casinos y los miles de turistas ricos, ociosos, provenientes de todos los Estados, la Isla de Wessex era una zona de cierta perturbación ideológica para los teóricos del Partido.
Dorchester mismo era el foco de esta turbación, pues no sólo era la ciudad grande más próxima al continente inglés, sino también el lugar al que venía la mayor parte de los turistas.
Sólo el hecho de que Wessex fuera físicamente diferente de la tierra firme, lo hacía aceptable por el Partido; en tanto los viajes estuviesen restringidos en Inglaterra y sólo se concedieran permisos para visitar las zonas turísticas internacionales a ciudadanos extranjeros y a trabajadores seleccionados del Partido, los habitantes locales no podrían proclamar muy bien los males del capitalismo al populacho inglés en libertad. O al menos esas eran las falacias del Partido. Harkman, al igual que la mayoría de la gente con un gramo de inteligencia, o información, se daba cuenta de que la plétora de dólares del Emirato constituía la principal contribución al presupuesto de Westminster.
Realmente, era una preocupación y un interés por la población local lo que ostensiblemente habla traído a Harkman a Wessex.
Después de los terremotos catastróficos y del hundimiento de terreno del siglo anterior, lo que primitivamente había sido el sudoeste de Inglaterra, se había separado de la porción principal de tierra por el estrecho, pero profundo, canal que se conocía como Pasaje Blandford. Los habitantes de Wessex fueron abandonados a sí mismos durante muchas décadas, hasta que el gobierno de Westminster se dio cuenta del potencial de la isla como Centro turístico; a partir de entonces había sido admitido, desarrollado, y gravado de la misma manera que las otras regiones de Inglaterra.
Como historiador social, el interés de Harkman estaba en qué había pasado en Wessex durante los años de aislamiento. Todavía había gente viva en la isla que recordaba aquellos días, y existían registros dispersos —principalmente en Dorchester, Plymouth y Truro— relativos a las condiciones imperantes en ese momento; Harkman pretendía recopilar una descripción documental definitiva y exhaustiva. Probablemente le insumiría muchos años, y estaba preparado para tratarla como el trabajo de su vida.
Esta era la razón ostensible para el pase a Dorchester, y por ella había obtenido el permiso. Pero, en su corazón, sabía que no era el único motivo.
Estaba Wessex en sí. Desde el día en que había concebido el proyecto, Harkman sintió que existía una cierta insuficiencia indefinible en su vida. No era sólo que su trabajo en la Oficina de Cultura Inglesa fuera insatisfactorio —si bien lo era en muchos aspectos— ni que experimentase una sensación de inadecuación con respecto a su vida en Londres; más directamente, era un conocimiento instintivo de que Wessex era un hogar espiritual y emocional.
Había empezado con algo que leyó respecto de la comunidad del Castillo de la Doncella; le había interesado y, al tratar de descubrir algo más, había experimentado una seducción creciente por el Castillo y la isla en la que se levantaba. Simplemente no podía entenderlo, y la necesidad de comprender lo había impelido con más fuerza que el desafío intelectual de su investigación social.
De modo que, cuando llego a Dorchester la tarde anterior, no sólo había visto ese día como el primero en el que comenzaba el trabajo de su vida, sino también, como el último en el que despertaba con la sensación de separarse de un lugar que habían dominado sus pensamientos y acciones durante dos años.
También estaba, además, y casi incidentalmente, la ola de marca a través del Pasaje Blandford.
Muchos años atrás, cuando joven, había tenido la oportunidad de probar los terrores y excitaciones de cabalgar olas. Sólo había tenido tres semanas para aprender la violencia elemental de la ola de marea, pero era una violencia que, una vez experimentada, siempre lo dominaba a uno.
Innegablemente, deslizarse sobre las olas era deporte de jóvenes —y ricos— pero, en el transcurso de los años, Harkman se había conservado bien físicamente, y había estado ahorrando su sueldo durante toda la vida: tenía la oportunidad, el dinero y la voluntad para cabalgar de nuevo la ola Blandford, y estaba decidido a no malgastarlos.
Era una mañana bella y brillante en Dorchester: Harkman paladeó la liviandad y limpieza del aire, la decadencia de la arquitectura, la estrechez de las calles. Era un pueblo con embriaguez de sol; los cabarets y bares de Dorchester complacían el gusto de los visitantes hasta la noche avanzada, las persianas y puertas con celosías de las villas y de los bloques de departamentos estaban cerradas contra la frescura de la mañana. Aun así, había ya muchos feriantes recorriendo las calles para hacer algunas compras en los concesionarios antes de partir hacia una de las playas fuera de la ciudad.
¡Imposible creer que Londres estaba a menos de doscientos kilómetros!
Cuando llegó a la calle en la que estaba situado el edificio de la Comisión, Harkman tomó una decisión instantánea, y siguió de largo. Tenía una cita para encontrarse con el comisionado Borovitin, pero todavía quedaban algunos minutos. Recordó haber visto un negocio de tablas para deslizarse al lado del puerto, cuando descendió la tarde anterior, y pensó visitarlo.
Salió de las estrechas calles laterales hacia el sol brillante del Boulevard, y bajó hacia el puerto. Muchos yates se balanceaban, pues la marea estaba decayendo y en una o dos horas sería innavegable. Harkman pasó de largo los cafés y puestos del Boulevard hacia el negocio donde se exhibían las diversas partes del equipo necesario para el deporte en un mostrador de colores brillantes.
Miró primero las tablas, de las que varias docenas estaban apiladas bajo el toldo de afuera del local. Venían en variedad de tamaños y diseños, con una gama sorprendentemente amplia de precios. Harkman levantó una de la pila, la sopesó en sus manos: ¡había olvidado cuán pesada era una tabla, inclusive descargada! Parecía suficientemente fuerte, la terminación pintada era soberbia: relámpagos amarillos y rojos brillantes contra fondo blanco, pulida hasta obtener una superficie muy lustrosa... pero algo andaba mal con el equilibrio, una sensación instintiva que tuvo, algo no completamente perfecto.
La volvió a apoyar contra la pila, y escogió otra.
Un instante más tarde, entró al negocio y miró en derredor. Había varios carteles adheridos a una pared, representando varios aspectos del deporte. Uno en particular atrajo la atención de Harkman: treinta, o cuarenta jinetes de las olas parados en sus tablas en la calma del Pasaje Blandford, mientras la ola rugía hacia ellos desde atrás, con una altura de cincuenta metros o más. Era una soberbia fotografía que captaba en su instante detenido la esencia misma del deporte: la violencia pura de la carrera contra la marea, la calidad elemental del Hombre contra las fuerzas de la Naturaleza.
Casi todo el surtido tenía precio muy elevado: trajes abiertos de buceo se ofrecían por debajo justo de mil dólares, aparatos para respiración empezaban a partir de los quince mil, aproximadamente. Hasta los diversos libros y manuales de instrucción parecían estar valuados por encima de lo que se esperaría pagar en Londres.
Había algunos vendedores por el negocio —tres jóvenes con tez pálida a la moda, vestidos con camisetas y pantalones cortos sueltos y holgados— pero ninguno parecía ansioso por su cliente, ensimismados en una conversación en el otro extremo del local.
Harkman volvió a salir, y miró una vez más las tablas que se ofrecían a la venta.
La ideal tenía una combinación de resistencia, equilibrio y velocidad: los planos inferiores debían ser pulidos, los superiores, ásperos, lo suficiente como para que los pies del que montara lograsen afirmarse, inclusive cuando la tabla estuviese anegada. La cobertura del motor tenía que ser plana e hidrodinámica; los tanques distribuidos en forma que, cuando se consumiese el combustible, no se alterara el equilibrio de la navecilla, toda la cual, con carga completa de combustible y motor instalado, debía ser lo suficientemente liviana como para que la traslade un hombre fuerte y, al mismo tiempo, bastante pesada para brindar estabilidad cuando el mismo hombre la subiera en aguas agitadas. No existía una tabla de deslizamiento perfecta, o típica: las exigencias del que la montara, en cuanto a cuál es la mejor, eran tan personales como la elección de esposa.
Harkman probó varias tablas más, tomándolas de la pila y equilibrándolas en sus manos lo mejor que pudo. Miró por la puerta hacia el local, pero los vendedores seguían sin mostrar interés en él. Deseó poder llevar una o dos de las navecillas seleccionadas al agua, para ver cómo se comportaban.
Echó un vistazo a su reloj pulsera, y vio que tenía que volver a la Comisión. Tomó una tabla más y la sostuvo con ambas manos por sobre la cabeza, pero cada una era como la anterior.
—¿Quiere usted comprar una tabla para deslizamiento?
Harkman se volvió, pensando que uno de los vendedores por fin se había acercado, pero quien hablaba era una mujer joven, parada en la sombra del toldo.
—Lo he estado observando —dijo—. Usted no parece el tipo usual de comprador. Nuestras tablas son mucho más baratas.
Harkman fue hacia ella, y la reconoció como la muchacha atractiva, pero bastante desgreñada, que había visto en el amarradero la tarde anterior.
—¿Vende tablas también? —preguntó.
—Las hacemos. Están elaboradas a mano y se les puede dar exactamente la terminación que usted desee.
—El problema es que realmente no sé qué es lo que quiero. Ha pasado mucho tiempo desde que hice algo de viento sobre las olas.
—Pruebe algunas, entonces... Tenemos muchas muestras.
—¿Están aquí?
En ese momento, dos de los vendedores salieron por la puerta del local y caminaron con presteza hacia ellos.
—¡Tú! —gritó uno de ellos, empujando rudamente a chica por el hombro— ¡Vete de aquí de inmediato! Te lo hemos dicho antes.
La mujer retrocedió hacia la luz del sol, y Harkman se dio vuelta para encarar al hombre.
—Simplemente estábamos hablan...
—Sabemos lo que quiere ella. ¿Podemos ayudarlo, señor?
Harkman dijo:
—No.
Dio la espalda a ambos hombres; y siguió a la muchacha.
Ella sonreía.
—¿La lastimó? —preguntó.
—Estoy acostumbrada. ¿Qué hay con nuestras tablas? ¿Está interesado?
—Me gustaría ver alguna, pero estoy atrasado para una cita ¿Estará usted aquí mañana?
—Podría ser. Ese de allí es nuestro puesto —señaló hacia el puesto artesanal que dominaba el puerto—. Pero no vendemos tablas en la ciudad porque carecemos de licencia. ¿Por qué no se viene al Castillo? Podría ver todo lo que tenemos allí.
—¿Quiere decir... al Castillo de la Doncella? —preguntó Harkman, e inmediatamente miró a través de la bahía hacia el montículo verde sobre el promontorio.
—Sí. —Era una bella muchacha, de unos veintisiete años supuso Harkman. Miró su bata simple y nada halagüeña, su cabello enredado, sus piernas y pies sucios.
—Iré al Castillo mañana —dijo—. ¿Cómo he de hallarla?
—Pregúntele a cualquiera de los demás. Soy Julia.
—¿Desea usted saber mi nombre?
—Lo recordaré —contestó, contemplando los barcos del puerto.
—Soy David Harkman —dijo, pero ella parecía no estar escuchando. Se alejó de él sin mirar hacia atrás; Harkman sintió que ella había perdido interés.
Entonces, ella repuso:
—Esperaré hasta que usted llegue —pero, aun así, no se volvió para mirarlo.
Un yate grande había atracado recién en el puerto, y una multitud se estaba congregando en torno al puesto de la mujer.
5
El comisionado en Dorchester era un hombre llamado Peter Borovitin: nombre ruso, pero sangre inglesa por tres generaciones. Antes de dejar Londres, Harkman había averiguado todo lo que pudo sobre el hombre, pero no era mucho. De su lectura había sacado en conclusión que Borovitin había ascendido en el Servicio Regional más por la fuerza de su apellido que por cualesquiera cualidades individuales dentro del Partido: al Soviet le convenía administrar las regiones con ingleses nativos, pero Harkman había oído que, por lo menos la mitad de los comisionados que estaban en servicio en la actualidad, eran eslavos, ya sea de apellido, o por ascendencia.
Según su reputación, Borovitin era un buen comisionado que administraba el área Dorchester de Wessex justa y competentemente, si bien sin imaginación.
La entrevista en la oficina de Borovitin —un cuarto soleado, pero desnudo, en el piso superior del edificio de la Comisión, con una enorme fotografía del Presidente Supremo mirando penetrantemente desde la pared— fue breve.
O bien a Borovitin no le gustaba Harkman, o bien no tenía interés en él, pero parecía ansioso por terminar.
Una vez que hubo leído la carta de presentación de Harkman, proveniente del director de la Oficina, Borovitin lo contempló pesadamente durante un minuto, por lo menos.
Por fin, dijo:
—¿Qué clase de investigación pretende hacer usted, señor Harkman?
—En principio, deseo leer mucho. Diarios, archivos gubernamentales locales, y cosas por el estilo. Esto me brindará una comprensión del modo en que se maneja la isla. Más tarde, quiero hablar con los lugareños: esto significará tener que viajar —Borovitin seguía mirándolo con fijeza, por lo que Harkman agregó:
—¿Existe la posibilidad de que haya alguna restricción para mis movimientos, señor?
—No, si usted obtiene mi autorización primero. ¿Adónde va?
Harkman sabía que si su proyecto iba a hacerse en forma realista, eventualmente tendría que visitar todo Wessex, pero también sabía que, a menos que mantuviese al principio expectativas modestas, encontraría sus movimientos estrictamente vigilados, o controlados, por el Régimen.
—Por lo menos, permaneceré en Dorchester durante unos pocos meses —dijo—.
Quizás el año que viene tenga que visitar Plymouth.
Borovitin asintió, y Harkman comprobó que su enfoque había sido correcto. Pero, Borovitin dijo entonces:
—No sé qué es lo que espera hallar en Dorchester.
—Están los archivos de la Comisión, señor, los que serán fuente principal para mi trabajo. Y me gustaría visitar el Castillo de la Doncella.
—¿Por qué?
La reacción vino tan rápido, que lo tomó a Harkman con la guardia baja.
Dijo:
—¿Existe alguna razón por la que no deba ir, señor?
—No —Borovitin estaba ojeando otra vez la carta introductoria, como si la primera vez que la leyó hubiese olvidado algo de importancia—. No veo por qué tiene que ir ahí.
—Históricamente, es de importancia e interés —Borovitin lo contemplaba de nuevo: ¿sospecha o falta de interés? Harkman prosiguió—: Con el mayor de los respetos, señor, me atrevo a decir que usted no ha trabajado en sociología: en la antigüedad, el Castillo de la Doncella fue un sitio más importante que Dorchester. Creo que, durante los años en los que Wessex se vio aislado del resto de Inglaterra, el Castillo de la Doncella debe haber vuelto a tener un papel de gran importancia estratégica y sociológica.
—No precisa mi autorización para ir allí —dijo Borovitin en forma rotunda.
Esta vez, Harkman le devolvió la mirada, consciente de que el Comisionado no estaba tan desconcertado como él por los silencios prolongados. La razón que había ofrecido para desear ir al Castillo había sido improvisada, pero sintió que había dado una respuesta que sonaba a auténtica. El hecho era que tenía que visitar el Castillo para satisfacer alguna necesidad más profunda e inespecífica, y carecía de explicación para eso.
Y ahora había otra razón: ver a la muchacha, y comprar un deslizador.
—Respecto de los archivos, señor —dijo al final, ya no estaba incómodo por el cortés escrutinio del Comisionado, sino ansioso por llevar la entrevista a su fin—. ¿Podría tener su autorización para inspeccionar los registros de la Comisión?
—Tendrá usted que llenar una solicitud formal. Véalo a Mander.
—Pero entiendo que los archivos estaban bajo la jurisdicción de un tal señor Cro: fue él quien escribió para confirmar mi nombramiento.
—Todas las funciones administrativas se canalizan a través del señor Mander.
Minutos más tarde, Harkman encontró la oficina que se le había destinado para que utilizara. Si bien era bastante grande, y el ocupante anterior la había limpiado por completo, a Harkman la habitación no le gustó de inmediato: sólo tenía una ventana y, aunque se la podía abrir, estaba muy alta y sólo parándose en una silla podía mirar hacia fuera. El efecto era —tal como reflexionó Harkman cuando lo intentó por primera vez— el de que podía sentarse todo el día bajo el brillo estéril de las lámparas fluorescentes, y oler la fragancia de las flores, oír el zumbido de los insectos, y escuchar los sonidos de los feriantes que caminaban afuera por la estrecha calle soleada.
Donald Mander vino a verlo; la primera impresión que tuvo Harkman fue favorable. Era de mediana edad, cara rojiza, con sólo unos pocos mechones de cabello sobre su cabeza lustrosa y rosada. Reía mucho —aunque Harkman supuso que con eso pretendía hacerlo sentir cómodo— y tenía lo que parecía ser un modo cínico y no comprometido de describir al personal y costumbres de la oficina.
—Me informa el comisionado Borovitin que debo presentar una solicitud para el empleo de los archivos a través de usted.
—Así es, sí.
—Entonces, ¿podría usted considerar que ya lo he hecho?; me gustarla empezar lo más pronto posible.
—Va a precisar un formulario, Harkman. Buscaré uno para usted y se lo enviaré.
Mander había traído consigo una silla giratoria de la oficina contigua, la articulación crujía cada vez que cambiaba de posición.
—¿No podría hacer simplemente una nota escrita a máquina? —dijo Harkman.
—Tiene que hacerse en forma correcta —dijo Mander, y rió. Harkman pensó que cualquiera que encontrase graciosa esa idea, debía haber estado trabajando demasiado tiempo en un mismo sitio.
Dijo:
—Entiendo que el señor Cro está a cargo de los archivos.
—Se lo voy a presentar más tarde. Sí, los archivos son su responsabilidad.
Desde la mezquita que estaba al cruzar la calle, el muecín llamaba por encima de los techos. La voz ascendente y pavorosa le hizo recordar a Harkman su corta visita a la embajada en los Estados Occidentales. Fue la cultura musulmana en América del Norte lo que encontró más extraño de todas las cosas extrañas que había notado en el viaje: cinco veces por día, la nación se postraba y oraba en dirección al Levante. Era como si la otrora independiente América tuviese que rendir homenaje diario a un poder más grande que el de Alá, el poder de los petrodólares, el poder que, eventualmente, había absorbido una cultura. Esta mezquita en Dorchester, como las otras de los principales centros turísticos de Wessex, sólo era un gesto hacia ese poder, pero que recordaba a los ingleses, los nativos de Wessex, las alternativas al socialismo.
—¿Quizás podría conocer al señor Cro? —preguntó Harkman, deseando que hubiera una opción.
Mander giró otra vez en su silla:
—Por supuesto. Y lo llevaré a visitar el edificio al mismo tiempo.
El día pasó lentamente y, cuando llegó el final, Harkman estaba cansado e irritable. Lo único positivo que tenía para exhibir por sus esfuerzos del día, era que Cro le había prestado parte del índice para los archivos: como apenas era más que una lista de números, no era mucho mejor que nada.
Después de dejar la Comisión ese atardecer, y habiendo declinado una invitación para beber con Mander y alguno de sus colegas, Harkman salió a dar una caminata solitaria y larga por la ciudad.
Era curioso que el espíritu sedante del centro de vacaciones no penetrara en las oficinas de la Comisión. Era como una de las más pequeñas oficinas administrativas del gobierno, en Londres, contra la que algunas veces había tenido que toparse: le hacía recordar permanentemente el formulismo, los modales y las prioridades, como si en cualquier momento se esperara al Presidente Supremo del Soviet.
Sólo en la oficina del frente, donde había mostradores para el público, había algún indicio de que Dorchester era el paraje turístico más elegante del país: aquí, las grandes ventanas miraban a través de una plaza llena de árboles, donde había dos cafés y donde estaban trabajando varios pintores. En las mañanas, brillaba el sol y todo el día se formaban colas en las dos zonas cuidadosamente separadas; en una los ciudadanos ingleses —empleados del Partido, residentes locales y trabajadores inmigrantes— iban y venían para recoger el correo, registrarse en los fondos de empleo del Estado, adquirir licencias para comerciar, y someterse a las otras exigencias diversas que se hacían sobre su tiempo y atención; ante el otro pupitre, los turistas de los Estados podían solicitar visas para visitar tierra firme inglesa, sus coloridas ropas y sus maneras reposadas ofrecían un contraste notable.
Harkman permaneció detrás de los mostradores durante varios minutos, para observar esta tarea corriente de la Comisión; en cambio, la ociosidad generalizada que había más allá de las ventanas de vidrio, lo perturbaba.
Salió caminando del centro de la ciudad, fue hacia Poundbury Camp, al Norte, y permaneció largo rato contemplando los pequeños yates que provenían en Charminster, a través de la ensenada. A diferencia de su vecino más grande y cosmopolita, Charminster contaba con hoteles y villas controlados por el Estado para las familias inglesas, que viajaban a Wessex por una ruta que los llevaba a la costa Norte de la Isla, y por ninguna parte pasaban cerca de Dorchester.
Al echar un vistazo hacia atrás, a Dorchester, Harkman pensó en las imágenes que había visto de la ciudad que una vez se irguió en el mismo sitio. Todos los edificios del Viejo Dorchester habían desaparecido, y, con ellos, todas las antiguas asociaciones: los que no habían sido derrumbados por los terremotos, habían sido inundados por la sumersión. El nuevo Dorchester era un compromiso exitoso entre fuerza y amenidad, entre función y estética. Si bien no se habían sentido temblores en la región durante más de cuarenta años, la ley exigía que cada edificio fuese capaz de soportar una sacudida de 6 en la escala Richter; de la misma manera, cada edificio nuevo tenía que adaptarse a la concepción del planificador de un centro de vacaciones; en consecuencia, las cáscaras de hormigón y acero reforzado de los edificios estaban revestidos con yeso, estuco y enlucido; los balcones y terrazas que daban al mar eran parte integrante de los esqueletos tirantes y, aun así, estaban decorados con filigrana de hierro forjado, así como paneles de pino y abundante follaje trepador; las ventanas eran laminadas, los techos prefabricados en una sola pieza para dar la impresión de tener tejas, y las calles, aunque encantadoramente estrechas y empedradas, eran lo suficientemente rectas y amplias como para permitirles a los vehículos de emergencia acceso a cualquier parte de la ciudad.
Hasta la mezquita, cuyo domo y minaretes dominaban la ciudad, sólo experimentaría rajaduras superficiales si ocurriese un terremoto.
Retumbó en la distancia el cañón de Blandford, Harkman se sentó en la hierba seca para esperar a que la marca inundara la ensenada. Aquí el agua siempre era más profunda que en el puerto de Dorchester y, cuando veinte minutos más tarde llegó el efecto de la ola, no tenía más de medio metro de altura. Los yates pudieron remontarla sin dificultad y, desde el agua, Harkman pudo oír los gritos excitados y estridentes de los chicos.
En verdad no era en modo alguno la ola, sino la primera onda causada por la monstruosa llegada de la ola principal al Pasaje Blandford; pero era suficiente para recordarle a Harkman su intención de adquirir una tabla al día siguiente y, a medida que cada vez más olas barrían lentamente la ensenada al subir la marea, se preguntaba si en la tarde siguiente tendría coraje como para realizar su primer intento con la ola Blandford.
Esa noche, empero, mientras yacía en su habitación en la posada de la Comisión, los pensamientos de Harkman estaban en el Castillo de la Doncella, y en una preciosa chica desgreñada con ojos evasivos.
6
Julia fue despertada por las manos de Greg moviéndose sobre su cuerpo. Yacía dándole la espalda, sintiéndolo apretarse contra ella. Siempre era así en las mañanas: Greg despertaba primero, excitado y, antes de que ella estuviese apenas consciente, quería hacerle el amor. Cada noche, cuando le sobrevenía el sueño, temía la mañana, sabiendo la inevitabilidad de sus exigencias.
Todavía somnolienta, trató de deslizarse hacia atrás, como si esto solo lo alejase.
Greg se le puso encima, colocó una mano bajo su mejilla y le volvió la cara hacia él. La besó, ella sintió su aliento caliente y sus labios húmedos sobre la boca, la barba raspándole la mejilla. Estaba fláccida y no reaccionaba; ni siquiera podía abrir los ojos.
—Julia... bésame —le dijo roncamente, pero su boca estaba ahora contra su oreja, y las palabras eran una intrusión sibilante, mientras la acariciaba entre las piernas.
Entonces, se volvió hacia él, forzándolo a quitar su mano, y él puso ambos brazos a su alrededor besándola vorazmente. Julia permaneció sin oponer resistencia y, en un instante, Greg se abrió camino hacia su interior. Estaba seca y sin excitación, y él confundió el suspiro con pasión; sus movimientos se hicieron más urgentes y posesivos.
Debido a un largo hábito, se movió con él, pero nada sentía, sólo incomodidad.
El placer era exclusivamente de él: ella no podía recordar la última vez que gozaron sexualmente.
Cuando hubo alcanzado su clímax ruidoso y jadeante, Julia estaba totalmente despierta, y yacía bajo su peso, sintiéndose tensa y muy consciente de su propia sexualidad. Pero Greg, sin notar nada, se apartó sin pronunciar palabra y se tendió boca abajo a su lado, respirando profundamente.
¡Todos los días lo mismo! Ella le respondía, pero muy tarde; y cuando estaba lista, él había acabado.
Miró a Greg que estaba a su lado: no estaba dormido, pero su deseo estaba agotado.
No lo excitaría, ni lo intentaría. Greg hacía el amor a su manera.
Julia esperó unos minutos más, pero Greg no se volvió a mover, de modo que ella se deslizó desde abajo de la áspera sábana y se dirigió hacia la puerta de la cabaña. Al abrirla, la brillante luz del sol la encandiló.
Encontró una toalla, envolvió con ella la mitad inferior de su cuerpo, luego recorrió la corta distancia hacia las duchas comunales. El agua estaba tibia y salada, pero la refrescó y lavó los últimos restos de deseo insatisfecho. Cuando volvió, Greg ya había abandonado la cabaña. Miró en derredor el interior sucio y desaliñado, deseando tener más voluntad para limpiarlo.
Después de comer algo, fue en busca de Tom Benedict, que era uno de los miembros más antiguos de la comunidad del Castillo: lo encontró al lado de uno de los hornos de cocción, raspando cenizas de la bandeja.
—¿Puedo hablarte, Tom?
Se volvió para mirarla, ella vio que sus ojos estaban rojos y acuosos, y que sostenía el rastrillo con ambas manos, doblando un hombro en forma torpe. Dejó ir el rastrillo, y extendió una mano hacia ella.
—Julia. Ayúdame, ¿quieres?
—¿Estás enfermo, Tom?
Tomó su mano, sintió los nudillos huesudos y grandes sobresaliendo de la piel papirácea. Los dedos estaban callosos y sucios.
—Estoy bien, Julia. Dormí mal, eso es todo.
Estaba de pie ahora, pero no le soltó la mano. Lo llevó hasta el banco que estaba al lado del horno, y se sentaron. Estaba resollando.
Julia había estado ocupada en el puesto durante las dos tres semanas pasadas, debido a que el flujo de turistas estaba en su ápice, y no lo había visto mucho a Tom, excepto por las tardes. De toda la gente del Castillo, probablemente sabía más sobre Tom que cualquier otro, debido a que se hizo amigo de ella al poco tiempo de haber llegado. En los dos años que había estado en el Castillo, él se había retirado cada vez más, pero ella sabía que venía desde la tierra firme, que había estado casado con felicidad durante muchos años, que tenía una hija que trabajaba en Nottingham. También tenía dos nietos.
Nunca había explicado directamente por qué se unió a la comunidad del Castillo pero, por varias cosas que le dijo, Julia comprendió que, después de la muerte de su esposa, había tenido que vivir con su hija, pero que no se llevaba bien con el marido. Como era más viejo que la mayoría de los del Castillo, le había tornado largo tiempo asentarse, pero ahora lo aceptaban todos. Varios miembros de la comunidad —Julia en particular— le solicitaban consejo o asesoramiento.
—No deberías estar trabajando —dijo Julia—. ¿Qué le pasó a tu brazo?
—Debo haber dormido con corriente de aire. —Sus débiles ojos estaban mirando hacia el regazo cuando dijo esto.
—Te ha estado doliendo por algún tiempo, ¿no?
—Sólo un día o dos.
—¿Has visto a Allen? —Era el doctor de la comunidad, pero un hombre lejano y difícil.
—Lo vi.
—No, no lo hiciste, Tom. Te conozco muy bien.
—Lo veré hoy.
—Tendrías que ir a Dorchester. Al hospital.
Julia permaneció con Tom durante media hora, tratando de persuadirlo para que se hiciese un tratamiento médico. Le parecía que estaba más asustado que obstinado, y decidió hablar ella misma con Allen, si Tom no lo hacía.
Su problema, sin embargo, se había alejado de su mente: se había acercado a Tom casi resuelta a tratar de hablarle sobre Greg, sobre la aflicción de un compañero carente de amor y de pasión, y las agitaciones de su cuerpo; no podía hablar directamente de todo esto, por supuesto, pero hablar incluso de disgustos sin especificar habría sido suficiente.
Más tarde, fue al extremo oriental de la aldea para ayudar un rato con los chicos.
Desde este borde del pueblito, y cerca de los terraplenes, el edificio de la escuela dominaba el mar. La comunidad incluía alrededor de treinta chicos; cuando no estaba en el puesto en Dorchester, Julia iba a ayudar a la escuela.
La educación en el Castillo de la Doncella sólo tenía la apariencia de ser casual: las clases se dictaban al aire libre, siempre y cuando lo permitiera el tiempo, y la vestimenta tanto de maestros como de alumnos era informal pero, desde que la Comisión había enviado inspectores al Castillo tres años atrás, el contenido de las lecciones había seguido la doctrina del Estado. Los chicos se educaban en el Castillo hasta los diez años; después, tenían que concurrir a la escuela estatal en Dorchester.
La asistencia de Julia estaba generalmente limitada a las actividades recreativas y, en esta mañana en particular, se la puso a cargo de un grupo de niños de nueve años, a los que organizó en dos equipos de fútbol. No tardó mucho en convertirse en participante activa del juego, pateando salvajemente la pelota cada vez que estaba a su alcance, para gran diversión de los chicos más ambiciosos. El fútbol se tomaba muy seriamente en el Castillo de la Doncella, y la ineptitud de Julia se puso en evidencia varias veces, cuando resollantes chiquilines que apenas si caminaban le arrebataban la pelota justo cuando iba a patearla.
Después de una hora se dio cuenta de que el encuentro improvisado tenía un espectador: un hombre, solo, que la observaba.
Dejó el juego de inmediato, y se dirigió hacia él. Estaba parado tal como lo había visto cuando llegó con el hidróscafo: en descanso y vigilante, el saco sobre el hombro. Sonreía cuando ella trotó hacia él; su aspecto franco la hizo sentirse consciente de su apariencia, lo que no era frecuente. Estaba acalorada y desaliñada después de tanto correr, deseó haber podido cepillar su cabello.
—Puedo esperar —dijo él—. Gozaba mirándola.
—No, sólo estaba ayudando. Usted viene por la tabla para deslizarse.
—No creí que lo recordara.
Había querido olvidarlo. Tan pronto como le habló en el negocio de deslizadores, lo había lamentado: Greg era posesivo en otros sentidos, no sólo en lo sexual, y no bien hubo mirado a este hombre, reconoció una reacción en sí misma... y en él.
—Usted es... David Harkman —dijo, vacilando con el nombre como si al usarlo transmitiese alguna significación más profunda para él, similar a la que tenía para ella.
—Sí. Y usted es Julia.
Se lo veía muy fresco. Siempre había brisa allí arriba, en el Castillo de la Doncella, por más que calentara el sol, pero ella se sentía con la cara arrebatada y sudorosa.
Se quitó el cabello de la cara.
—¿Vino usted en lancha?
—No, caminé en torno a la orilla. Deseaba ocupar tiempo desde la oficina.
—Trabaja para la Comisión.
—Trabajo en el edificio, pero realmente no estoy entre el personal.
Julia observaba su cara, sintiendo un cierto reconocimiento, una familiaridad. No había manera en la que pudieran haberse conocido antes, ninguna posibilidad de contacto; y sin embargo, la otra tarde en el amarradero, cuando había arribado... al lado del negocio de deslizadores, y ahora... Era como un reiterado reconocimiento. Ni siquiera su nombre era una sorpresa. Harkman, Harkman... era parte de ella.
Tratando de dejar de lado la incertidumbre, dijo:
—¿Le gustaría ver algunas tablas?
—Me gustaría probar una o dos, si es posible.
Echó un vistazo a sus ropas:
—¿Es así como se viste normalmente para deslizarse sobre las olas?
Él rió y la siguió por el borde del campo de deportes.
—He traído malla.
—Normalmente no nos molestamos con eso aquí.
—Ya lo veo.
Durante los meses de verano, los del Castillo usaban muy poca ropa. La mayor parte de los chicos andaban completamente desnudos, lo mismo que algunos adultos. En los talleres se usaban ropas para protección, pero aquéllos que trabajaban en los campos generalmente empleaban una prenda únicamente. Julia llevaba su bata marrón, por costumbre, y porque le gustaba tener bolsillos. Al caminar al lado de David Harkman observó sus ropas hechas a máquina, los pantalones planchados, los zapatos lustrados y la camisa azul pálido. Era insólito en los alrededores del Castillo, pero los que pasaban apenas si le dedicaban una mirada.
Estaban caminando hacia el lado sur del Castillo, donde los terraplenes circundantes describían un diseño más complejo que en ninguna otra parte. Julia guió la marcha hacia el primer declive. Caminaron por el fondo un breve trecho, hasta que llegaron a una interrupción en la muralla siguiente: aquí, los antiguos habitantes de Wessex habían tenido uno de sus portones, lo que convertía la caminata hasta el próximo declive en un asunto simple.
Finalmente, llegaron a una construcción reciente: un gran edificio de madera, abierto al frente. Miraron a través de otra brecha en los terraplenes a una ensenada de la bahía que estaba abajo.
Julia entró, de inmediato se vieron asaltados por los olores típicos del taller: la ácida pintura celulósica, la fragancia del aserrín y de la cola para madera. El taller de pintura estaba en una parte separada del edificio, protegido del aserrín flotante que se asentaba luego, pero el olor a pintura estaba en todas partes.
—¿Está aquí Greg? —le gritó Julia al grupo de hombres y mujeres ocupados en el taller, cortando y aplanando madera, aserrando, lijando, martillando.
—En el taller de pintura.
En ese momento, del área cubierta por la cortina salió Greg, portando una máscara blanca sobre nariz y boca. Cuando vio a Julia y Harkman, se la quitó de un tirón y saludó con la cabeza a Harkman.
—Greg, éste es David Harkman. Le gustaría ver algunos deslizadores.
—¿De qué clase está buscando, Harkman?
—No lo sé. Me gustaría probar algunos.
—¿Pesado? ¿Liviano? ¿Qué tamaño de motor?
—No estoy seguro. Ha pasado mucho tiempo desde que hice algo de deslizamiento sobre olas. ¿Qué opina usted?
Greg lo miró de arriba abajo:
—¿Cuánto pesa? ¿Alrededor de ochenta kilos?
—Más o menos.
—Va a necesitar una navecilla bastante grande. No obstante, si usted va a retomar la práctica, no recomendaría uno con un motor grande.
—¿Tiene algo que pueda servirme?
—Echemos un vistazo.
Greg salió del taller, y se dirigió hacia un edificio más pequeño que estaba al lado, seguido por Julia y Harkman. Había alrededor de dos docenas de deslizadores completos en el cobertizo, apilados uno arriba del otro.
—Ninguno tiene motor —dijo Greg—, pero si elige alguno puedo hacer que lo coloquen.
Durante los minutos siguientes, Harkman y Greg sacaron de la pila varios deslizadores y los llevaron afuera. El asesoramiento de Greg era seco, con una condescendencia implícita que raramente le había oído Julia. Si se consideraban sus exigencias sexuales insatisfactorias, por lo común Greg era un hombre generoso y calmo, y la única explicación era la de que había captado algo de la propia conciencia de ella sobre la presencia de Harkman.
Julia observaba a Harkman escoger cinco deslizadores. Cuando levantaba cada uno para probar su equilibrio, ella se dio cuenta de que Greg lo observaba en forma crítica: parecía dispuesto a considerar a Harkman como un completo novato.
—¿Cuánto cobra por uno de estos?
Greg empezó a decir:
—Depende... —pero Julia interrumpió:
—Primero encuentre uno que le guste —dijo—. Todos son de precio diferente.
—¿Puedo probar estos dos? —preguntó Harkman indicando su elección.
—Conseguiré algunos motores —dijo Greg, volviendo al taller.
Les tomó, a él y a otro hombre, casi media hora el instalar los motores y explicar los controles. Se llevaron los deslizadores hasta una playa diminuta al lado de los terraplenes del Castillo.
Cuando Harkman los puso sobre la arena, Julia llevó a Greg a un costado.
—Ahora yo puedo tratar con él —dijo.
—Creo que me voy a quedar cerca —repuso Greg.
—Es mi cliente. Yo lo traje aquí.
—¿Sólo un cliente, no? No me gusta el modo en que te mira.
—Greg, es un hombre de la Comisión. Quiero esta venta para mí.
Nuevamente el joven miró críticamente a Harkman, Julia vio en sus ojos la misma expresión posesiva que observó cuando se excitaron sus celos. No se había dado cuenta de que Harkman la hubiese estado mirando de cierta manera en especial, y la información le gustó.
—Entonces, consigue el mejor precio que puedas. Si es de la Comisión, puede pagar lo mismo que en el negocio gubernamental.
—Yo manejo el puesto, Greg. Sé cómo hacer una venta. —El joven seguía sin dar señales de volver al taller. Ella agregó—: Te hablaré más tarde.
Greg vaciló unos momentos más; luego, echando otra mirada precavida a Harkman, trepó la pendiente del terraplén más próximo y prontamente desapareció de la vista.
7
David Harkman se inclinó hacia adelante para tomar equilibrio, abrió el regulador de la tabla deslizante, sintió el impulso de la aceleración bajo sus pies. Cerró el paso de inmediato, alarmado por la reacción instantánea del motor. Guió la navecilla hacia el extremo poco profundo de la ensenada, y ejecutó una vuelta amplia y delicada. Aceleró otra vez, en dirección al mar, permitiéndole esta vez al motor que llevara el deslizador tan rápido como pudiera. La ensenada, protegida de un lado por la mole del Castillo y del otro por la colina arbolada, era tan lisa como el cristal. Lo único que podría hacerlo caer del deslizador, era su propia inexperiencia.
Al pasar frente a la playita en la que había lanzado la tabla, buscó a Julia para saludarla, pero no había el menor rastro de ella. Llegó al cuello de la ensenada y viró de nuevo, intentando esta vez la vuelta clásica con deslizador: doblar la tabla con su peso, girándola en ciento ochenta grados en no mucho más de su propia longitud.
Volvió a empezar con renovada confianza, entonces vio a Julia: estaba nadando, y vio su brazo saludar desde el agua.
Le gustaba la manera en que se maniobraba la navecilla, por lo que la llevó de un extremo a otro del estrecho arroyuelo tres veces más, adquiriendo confianza y recuperando antiguas habilidades cada vez. Por fin, guió el deslizador hacia donde estaba nadando Julia, lo frenó, dejando al motor regulando.
Ella nadó hacia él. Su cabello húmedamente tirado hacia atrás, se adhería a su cabeza como el pelaje de un animal. Cuando apoyó sus manos en el borde del deslizador, vio que estaba desnuda.
—¡Está tan pálido como los turistas! —le dijo, riendo, y salpicó sus piernas.
—He estado trabajando en oficinas durante toda mi vida —le respondió, tratando de mantener el equilibrio porque ella lo estaba tambaleando deliberadamente.
—Venga y dese una zambullida.
—No, quiero probar la otra tabla.
—¡Ya lo voy a asesorar!
Disparó el motor y borneó hacia afuera. Cuando estuvo a corta distancia de ella, viró y enfiló directamente de vuelta, refrenándose un par de metros antes y enviándole una cortina de agua. Julia se sumergió, y salió escupiendo agua.
Harkman aceleró alejándose hacia el arroyuelo, riéndose.
Cinco minutos más tarde, Julia todavía estaba nadando, de modo que él volvió a la playa y arrastró hacia el agua al segundo deslizador. No le insumió más que una vuelta por la ensenada descubrir que éste, en comparación con el primero, parecía más lento y pesado.
Vio a Julia parada en los bajíos, hundida en el agua hasta la cintura, de modo que dirigió la navecilla hacia ella.
—Voy a quedarme con el primero —dijo, parado en la tabla y mirándola—. ¿Cuánto?
Julia le sonrió dulcemente, y luego volteó el deslizador con ambas manos. Harkman agitó desatinadamente sus brazos, cayendo hacia atrás en el agua. Tan pronto recobró su equilibrio, se abalanzó contra Julia, salpicando agua y tratando de darle un segundo remojón... pero ella ya estaba saliendo.
—¿No quiere nadar? —preguntó él con los brazos en jarras.
—Ya es suficiente. Estaba teniendo frío. Esperaré aquí.
Julia recogió la bata que se había quitado, y empezó a enjugarse suavemente el cuerpo. Harkman dio la vuelta y se zambulló; nadó hacia el agua más verde y profunda de la ensenada, pensando en que habría sido más interesante estar chapoteando con una chica desnuda. Flotó sobre su espalda, vio que Julia había puesto su bata sobre la arena, tendida al lado de ella, y que lo esperaba.
Cinco minutos más tarde, subió a la playa y Julia le arrojó su bata.
—Tome... puede secarse con esto.
Enjugó su cara y su cuello, y se sentó al lado de ella.
—Creo que me voy a secar al sol.
Se tendió de espaldas sobre la arena, consciente de la proximidad de ella, y de su desnudez.
—Son buenos deslizadores —dijo, tratando de concentrarse en otra cosa. La desnudez era común en esta parte de Wessex; no había una invitación implícita en su conducta casual.
—Supongo —dijo Julia.
—¿Quién los diseña?
—Un par de hombres del taller.
Se preguntó si ella se daba cuenta de la tensión que estaba sintiendo. Estaban conversando en forma desinteresada y sin prestarse atención, como si no quisiesen confrontarse con declaraciones más directas. ¿O era sólo él quien así sentía? Ella yacía de espaldas, sosteniendo su peso sobre los codos, mirando con fijeza a través de la ensenada; tratando de que no pareciera demasiado obvio, Harkman apreció su cuerpo, admiró la elegancia de su figura. Su piel estaba completamente tostada, de un color marrón suave.
En un esfuerzo para persuadirse de que no estaba solo, Harkman se preguntó por qué Julia se demoraba con él en la playa. Si sólo era cuestión de venderle el deslizador, el trato se concluiría ahora.
Las ropas de Harkman estaban apiladas cerca; buscó a tientas en los bolsillos de su chaqueta hasta que encontró los cigarrillos.
—¿Fuma? —preguntó.
—No, gracias.
Se recostó de nuevo, e inhaló el humo. El Castillo ocupaba todo por detrás de ellos, pareciendo fulgurar al calor del sol, irradiando un antiguo calor, una vida interior. ¿Era esto sólo lo que estaba afectándolo? Al fin había respondido a la compulsión que lo afligió en Londres, y visitó el Castillo. Empero, esto había sido nada, al igual que lo era ahora, al yacer bajo el declive de sus terraplenes.
Julia estaba inquieta, miró hacia el terraplén varias veces.
—¿Ese era su novio? —dijo Harkman al final, quebrando un silencio que se había prolongado varios minutos— ¿El del taller de pintura?
—¿Greg? Nadie en especial.
—Creí que estaba esperando que volviese.
—No... es sólo que... —Se sentó, y se volvió para mirarlo— No debería estar aquí con usted.
—¿Desea ponerse el vestido otra vez?
—No es eso. Si Greg... o cualquier otro, volviera, se preguntaría por qué todavía estoy sentada aquí.
—Y bien: ¿por qué?
—No lo sé.
—¿Cerramos trato? —preguntó Harkman— He traído el dinero conmigo.
—No. —Ella puso su mano sobre la de él—. Por favor, no. Quédese y hable conmigo.
Y ahí estaba: para Harkman, una confirmación de su propia sensación. Nada específico, nada que pudiera expresar con palabras. Sin razones, sino una necesidad de permanecer con ella, una necesidad de hablar y establecer un cierto tipo de contacto.
—Cuando llegué a Dorchester dos días atrás, sentí que te reconocí. ¿Sabes lo que quiero decir?
Julia asintió:
—Supe tu nombre. David Harkman... era como si estuviese escrito en letras de molde alrededor tuyo.
—¿De veras? —dijo sonriendo.
—No... pero lo supe. ¿Nos hemos conocido antes?
—No lo creo. No estuve en Wessex en toda mi vida.
—Sólo he estado aquí unos tres años. —Luego, ella habló de su pasado, como para establecer una secuencia de sucesos en los que sus vidas pudieran haberse cruzado.
Harkman escuchó, pero sabía que en ningún lugar pudieron haberse visto: había sido criada en una granja cooperativa cerca de Hereford, viviendo allí hasta hacía tres años.
Nunca había estado en Londres, ni siquiera había viajado más al Este que Malvern, donde había concurrido a la escuela.
Harkman pensó en su propia vida, pero no habló de ella. Sentía su edad, dándose cuenta de que debía de ser casi quince años mayor que ella... los que tomarían más tiempo para contarse que la propia vida de ella. Y, sin embargo, en términos de acaecimientos, mucho no había pasado: educación, carrera, matrimonio, carrera, divorcio, carrera... oficinas, departamentos del gobierno, informes escritos y publicados. No mucho para más de cuarenta años de vida, pero más que lo que quería describirle.
—¿Entonces, qué es? —preguntó ella— ¿Por qué te conozco?
—Realmente lo sientes.
Julia lo estaba mirando directamente, casi encarecidamente, y David recordó lo evasivo de esos mismos ojos cuando habían estado hablando fuera del negocio.
—Estoy contenta de que dijeras algo —dijo Julia—, pensé que sólo era yo.
—Lo diré llanamente: tú me atraes.
Una gran mosca zumbó en torno a la cara de Julia, ella sacudió la mano. Sin amilanarse, descendió sobre su pierna, y ascendió por el muslo con movimientos rápidos y espasmódicos. La espantó de un golpe.
—Por un momento pensé que yo... es difícil de decir. Ayer, en el negocio. Bien, pensé que era una de esas cosas sexuales. Tú sabes, cuando no puedes controlarlo.
—Eres muy atractiva, Julia.
—¿Pero no es eso, no.... No eso solo.
—Estoy tentado de decir que sí —dijo él—. Ojalá sólo fuera eso, porque sería más simple. Ahí depende de mí... pero eso no es todo.
—Querría mi vestido, por favor.
Se lo pasó sin decir una palabra, y la observó cuando se lo puso por sobre la cabeza, sacudiéndolo hasta que llegó a las piernas, y luego se sentó de nuevo al lado de él.
—¿Te vestiste porque estábamos hablando sobre sexo? —preguntó.
—Sí.
—Entonces, creo que nos entendemos. —Experimentó un impulso súbito por tocarla, se extendió para tomarle la mano, pero ella se alejó. David prosiguió—: Siento que, de algún modo, cada uno posee al otro, Julia. Que estamos unidos en cierta forma, y que era inevitable que nos encontráramos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Creo que sí.
—Desearía una respuesta directa.
—No estoy segura de poder dártela.
Harkman sacudió el extremo de su cigarrillo, que rodó hacia el agua y siseó. Encendió otro inmediatamente.
—¿Te ofendo al hablar de esto?
—No, pero es muy difícil. Sé lo que quieres decir, porque yo también lo siento. No bien te vi, lo sentí.
Harkman dijo:
—Julia, hace dos años, estaba trabajando en mi oficina en Londres, cuando repentinamente sentí una tremenda necesidad de vivir y trabajar aquí, en Wessex. Me obsesionaba, no podía dejar de pensar en ello. Eventualmente solicité una transferencia a Dorchester... y, aunque me tomó dos años conseguir el permiso, al final llegué aquí. Ahora, acá estoy, y todavía no sé por qué. Me parece, ahora que te hablo, que era para reunirme contigo, o con alguien como tú. Pero sé, racionalmente, que eso es un disparate.
Hizo una pausa, recordando cómo se había impacientado en Londres, esperando que finalmente se le confirmara la designación.
—Prosigue.
—Es todo. Excepto porque ahora que te he conocido, pareciera que mi razón para venir sólo fue un pretexto.
Inesperadamente, Julia dijo:
—Creo que entiendo. Cuando vine al Castillo de la Doncella por primera vez, todo lo que había pasado antes parecía irreal.
Harkman la miró sorprendido:
—¿Lo estás inventando?
—No. Puedo recordar a mi padre y a mi madre, y puedo recordar la granja, los días de colegio... y todo eso, pero, al mismo tiempo, a duras penas puedo acordarme de cómo era todo eso realmente.
—¿Ves alguna vez a tus padres?
—A veces. Creo que los vi... recientemente. No estoy segura.
—¿Y nunca has vuelto a la granja?
Sacudió la cabeza.
—Eso sería imposible.
—¿Sabes por qué?
—Porque tengo un compromiso con el Castillo. —No lo estaba mirando—. No..., no es sólo eso. Mi lugar está acá. No puedo decir el porqué.
—Mi lugar está contigo —dijo Harkman—. Y tampoco sé el porqué. Nunca dejaré Wessex.
—¿Que es lo que quieres, David?
—Te deseo a ti, Julia... y quiero saber por qué.
Ella dijo, mirándolo directamente:
—Si tuvieras que decidirte por uno, ¿por cuál sería? —Y desvió la vista, tal como había hecho afuera del negocio de deslizadores.
Hubo un ruido por encima de ellos, Harkman se dio vuelta: Greg había aparecido arriba del terraplén más próximo, y bajaba hacia ellos. Julia también lo había visto.
Harkman dijo:
—¿Vendrás a mi cuarto esta noche? En Dorchester.
—No, no puedo. Es imposible.
—Mañana, entonces.
Ella sacudió la cabeza, observando a Greg que venía hacia ellos, pero dijo:
—No sé dónde queda.
Se irguió, arreglando su bata con movimientos culpables de las manos.
—La posada de la Comisión. Habitación 14.
Greg trepó por la arena, caminando hacia ellos. Harkman se dio vuelta para encararlo.
—Me gustaría éste —dijo.
Greg respondió:
—Dos mil dólares. Siete mil más por el motor.
—Greg, ése no es el precio usual —dijo Julia. Harkman la miró y, consciente del doble sentido dijo:
—¿Y bien?
Julia se restregó la arena de su bata, manteniendo la cara en otra dirección.
—Normalmente cobramos seis mil por toda la unidad.
Greg no mostró reacción alguna.
—Parece un precio justo —Harkman se inclinó y recogió su chaqueta.
—Yo misma lo enviaré —dijo Julia— mañana a la tarde.
Mientras Harkman contaba el dinero que ponía en la mano de Greg, Julia estaba parada en el borde de la ondulación, mirando fijamente a través de la estrecha ensenada.
8
Hacia la media tarde, Tom Benedict estaba, directamente, muy enfermo, y los intrigados ensueños de Julia sobre David Harkman se vieron interrumpidos cuando dispuso que Tom fuese llevado a la enfermería de la aldea del Castillo. Hannah y Mark, que atendían el puesto en Dorchester con ella, la estaban esperando allá para la venta vespertina, y tuvo que tomarse tiempo para enviar a alguien con un mensaje.
Cuando volvió a la enfermería, Allen ya había visitado a Tom; el viejo había sido instalado tan cómodamente como era posible en el frío pabellón pintado de blanco.
Reconoció a Julia cuando ésta llegó, pero prontamente quedó dormido.
La enfermería del Castillo era atendida en forma completamente voluntaria, y carecía de instalaciones médicas adecuadas. Simplemente era una cabaña baja y larga, a la que se conservaba limpia y ventilada, que contenía dieciséis camas donde se podía atender a aquéllos que padecían males menores. En un pequeño cuarto de uno de los extremos, se guardaban unos pocos elementos médicos, pero cualquier enfermedad seria tenía que ser tratada en el hospital de Dorchester.
Julia buscó a una de las mujeres que ocasionalmente servía como enfermera.
—¿Dónde está Allen? —preguntó— ¿Qué está haciendo por Tom?
—Dijo que precisaba descanso. Se lo envió a Dorchester y alguien vendrá al anochecer.
—¡Al anochecer! Podría ser muy tarde. ¿Dijo qué es lo que andaba mal?
—No, Julia. Tom es viejo... podría ser cualquier cosa.
Exasperada, Julia volvió al lado de la cama, tomó en la suya la mano apergaminada de Tom: los dedos estaban fríes y rígidos y, por un momento, pensó que debía haber muerto mientras ella se había alejado. Luego, vio un movimiento muy lento de su pecho. Le deslizó la mano por debajo de la frazada, y siguió teniéndola, tratando de darle calor.
Hacía frío en el pabellón, porque las ventanas estaban abiertas y, aunque sólo había una ligera brisa, el sol parecía no calentar nunca la enfermería. Julia quitó de la frente del viejo el delgado cabello blanco, sintió que la piel también estaba fría, que no transpiraba.
Julia se sentía más próxima a Tom que lo que ella misma pudiera decir; más próxima que a sus padres, más próxima que a Greg... y, sin embargo, no era ni una relación sanguínea ni sexual. Había ahí una afinidad, un entendimiento sin palabras.
En la comunidad del Castillo, había aproximadamente doscientas personas, incluyendo a los chicos, pero de ellos sólo un puñado ejercía alguna influencia en su vida o pensamientos. A los demás los consideraba sombras desvaídas, carentes de personalidad, seguidoras allí donde otros guiaban.
Allen, el doctor, era una de ellas: estaba innegablemente calificado para la práctica de la medicina; era excelente en el tratamiento de dolencias menores y para diagnosticar enfermedades. Pero nunca parecía actuar; cualquier cosa que no se pudiera tratar con las medicinas disponibles, se derivaba inmediatamente al hospital de Dorchester. Quizás estaba bien que fuese así... pero la personalidad de Allen era negativa, carente de proximidad.
Greg era otro. A pesar del hecho de que había dormido con él durante meses, y a pesar de que había existido un cierto interés mutuo en el comienzo, Julia realmente nunca había llegado a conocer al joven. Para ella, siempre era el artesano eficiente y distante que trabajaba en el taller de deslizadores, o el hombre desamorado, egoísta y desconsiderado que utilizaba su cuerpo. En la comunidad del Castillo, Greg parecía ser una de las personas más populares y, cuando Julia no padecía sus atenciones físicas, encontraba su compañía placentera y entretenida; pero él también tenía esa debilidad en su carácter que constituía para ella una constante frustración. A veces, cuando estaba a solas con él, Julia quería gritarle, o agitar sus brazos... cualquier cosa, con tal de activar algún tipo de reacción positiva.
Estaban los otros, sin embargo, y estaban aquí, en el Castillo, y en Dorchester, y en la campiña circundante.
Estaba Nathan Williams, que jugaba un papel importante en la organización y conformación de la comunidad: algunos decían que había estado en el Castillo cuando la comunidad se constituyó por primera vez. Estaba una mujer llamada Mary, que era una de las alfareras; estaba Rod, que trabajaba en el queche de pesca que poseía el Castillo.
Estaba Alicia, una de las maestras. Estaba Tom Benedict.
A veces, mientras trabajaba en el puesto de Dorchester, Julia miraba a los lugareños que pasaban por el puerto... y descubría que también con ellos existía esta cierta afinidad.
Durante mucho tiempo había sentido que eso era un talento, una clarividencia incontrolable. Se había preguntado si poseía poderes telepáticos, o algo similar, pero nunca hubo otra clase de manifestación: sólo un entendimiento empático, un reconocimiento.
Al no prestarle atención, como lo estuvo haciendo durante un cierto tiempo, se volvió menos importante, pero el encontrar a David Harkman le había hecho recordar que era un hecho de su vida inexplicable y real; si bien con David había otra cosa, una carga sexual, un deseo físico, una tensión emocional.
—¿Eres tú, Julia?
Tom hablaba muy débilmente. Sus ojos no se habían abierto. Estrechó delicadamente su mano por debajo de la frazada.
—Estoy aquí, Tom. No te preocupes. De Dorchester viene un doctor.
—No te vayas...
Miró en derredor: ella y Tom estaban solos en la enfermería. El verano era una época saludable para los aldeanos. Julia deseó que hubiera habido alguien con ellos, una enfermera preparada... o Allen.
A través de una de las ventanas podía ver chicos correteando, jugando y llamándose unos a otros con voces chillonas: por el día de hoy, la escuela había terminado, y pronto llegaría el anochecer.
Nunca descubrió afinidad con ninguno de los niños, si bien le gustaban y los maestros de la escuela siempre estaban contentos por su ayuda. Veía a los chicos como a una presencia remolineante y diminuta: ruidosos, con movimiento rápido, que demandaban tiempo y energía. Pero, como había dicho de su carrera David Harkman —y como ella sentía respecto a su propio pasado— los niños eran un hecho, no algo por lo que experimentaba un sentimiento.
Una de las mujeres de la aldea había dado a luz unas pocas semanas atrás, muy poco después Julia había visto a madre e hijo. El clásico retrato de una maternidad sana: la mujer sentada en la cama de la enfermería, su cabello enredado, el chaleco de punto puesto sobre los hombros. El bebé lloraba en sus brazos, rosado, húmedo y muy pequeño. Los ojos de la madre estaban brillantes y cansados; habían estirado sobre ella la ropa de cama. Nada había ido mal, no hubo preocupaciones: madre e hijo estaban bien. Julia nunca había sabido de una crisis de alguno de los de la aldea: había “epidemias de gripe”; los chicos se transmitían entre sí sarampión y paperas... pero nunca había sabido que alguien se cayera y rompiera una pierna, ni que hubiese un embarazo que fuera mal, ni que ninguno muriese en forma violenta. Había un cementerio en el extremo Oeste del complejo del Castillo, pero las pocas muertes que hubo ocurrieron calma y discretamente.
Era un lugar protegido y sin peligros; parecía como si las realidades más desagradables de la vida estuviesen pospuestas.
Entonces, a modo de contradicción de este pensamiento, Tom gimió y su cabeza giró en forma inquieta.
Sin embargo, Tom era diferente: reconocía la afinidad. Siempre había estado en el frente del escenario para ella, un actor principal, no un miembro del coro. Con frecuencia se le había ocurrido a ella esta analogía, como si pudiera resolver el enigma, pero todo lo que conseguía era subrayar la sensación.
Hasta que habló de ello con David Harkman, nunca había reconocido directamente esa sensación con algún otro. Ni con Nathan, ni con Mary, ni siquiera con Tom. Pero David Harkman mismo había hablado de eso, lo había señalado directamente.
Tú y yo somos diferentes, había dicho. Somos diferentes porque somos lo mismo.
La mujer que oficiaba de enfermera apareció en la entrada del pabellón, llevando de la mano a una criatura. Caminó lentamente hacia la cama; Julia se volvió ansiosamente hacia ella, pero sin soltar la mano de Tom.
—¿Viene el doctor? —preguntó.
—Ya te dije, querida, que está en camino. Probablemente están ocupados en Dorchester con todos los extranjeros que ingresan.
—¿Entonces, vas a tratar de encontrar a Allen? —dijo Julia— Tom está muy enfermo. No sé qué hacer.
La mujer tendió la mano, tocando con la palma la frente del viejo.
—No tiene fiebre. Sólo está durmiendo.
—¡Mira, por favor encuentra a Allen! Estoy muy preocupada.
—Veré dónde está.
El chico de la mujer se había estado levantando y bajando del extremo de la cama, apoyándose sobre el estómago y riendo, sin preocuparse de que pudiera lastimar las piernas de Tom, que estaban directamente debajo de él. La mujer volvió a asirlo y caminó lentamente hacia la puerta. Julia quería urgirla nuevamente para que se diese prisa, sintiendo de alguna manera que las cosas habían llegado a una etapa crítica para Tom.
Su cabeza todavía se movía lentamente de un lado para otro y sus ojos estaban abiertos, pero sin ver.
—¿Crees que querrá comer? —La mujer se detuvo al lado de la puerta, mirándola.
Julia se volvió hacia ella nuevamente:
—No. Consíguelo a Allen... y por favor, por el bien de Tom, encuéntralo lo más pronto...
Mientras hablaba, Julia sintió que la mano de Tom se separaba de la de ella. Todavía mirando a la mujer que estaba en la puerta, extendió más su mano por debajo de la frazada, buscándolo a tientas. Se volvió hacia la cama, temiendo lo peor... pero totalmente sin preparación para lo que vio.
La cama estaba vacía.
La frazada todavía estaba arrugada en el lugar en el que había estado, y la sábana de abajo conservaba una traza del calor residual de su cuerpo, pero Tom se había desvanecido.
Julia boqueó en voz alta y se puso de pie, rascándose ruidosamente el cabello.
—¡Tom! ¡Por Dios, Tom!
La mujer la observaba desde la puerta:
—¿Qué pasa?
—¡Se ha ido!
Sin poder creerlo, Julia quitó violentamente la frazada, como si el viejo se hubiese retorcido entre las mantas como un chico que jugara a las escondidas. La frazada cayó por el extremo de la cama de metal, amontonada en el suelo. La sábana inferior todavía conservaba la impronta del cuerpo de Tom.
—¿Qué estás haciendo aquí, Julia? Sabes que nadie aquí...
Julia trepó á la cama, arrodillándose, inclinándose del otro lado, con la esperanza, inspirada por la desesperación, de que Tom hubiese caído de la cama, de que aún estuviera allí... pero el piso estaba desnudo.
La mujer dejó al chico al lado de la puerta y se dirigió hacia ella dando zancadas. Al llegar a la cama, apresó el brazo de Julia, obligándola a darse vuelta.
—Si tú fueses la que tiene que hacer estas camas...
—¡Tom ha desaparecido! ¡Estaba aquí. Sostenía su mano!
—¿De qué estás hablando? Aquí no hay nadie.
Julia tuvo el deseo de gritarle a la mujer. Señaló con silenciosa angustia la cama, su vacío, prueba autoevidente de lo que estaba diciendo.
La mujer tiró activamente de la frazada que Julia había arrojado atrás.
—Estas camas tienen que conservarse listas. ¿Qué haces aquí? ¿Estás enferma?
Las palabras de la mujer carecían de significado. Julia se apartó de la cama y permaneció al lado de la otra, tratando aún de expresar la imposibilidad de lo que había acontecido.
—¡Tom! ¡Tom Benedict! Lo viste... estaba aquí.
La mujer estaba pasando su mano por la sábana inferior, alisándola, como si borrara la última evidencia de la presencia de Tom. En un último intento desesperado, Julia quitó tontamente la almohada, como si el frágil cuerpo de Tom pudiese estar escondido allí de algún modo. La mujer se la arrebató, la mulló con las manos y la volvió a colocar.
Julia retrocedió, observando a la enfermera rehacer el lecho. El chico estaba en la puerta, pateando en vano con desidia. El resto del pabellón estaba desnudo, vacío, silencioso. Estaba más allá de toda lógica: ¡Tom no pudo haberse escabullido, desaparecer de la faz de la tierra!
Todavía sin comprender, Julia se volvió nuevamente hacia la mujer:
—¡Por favor! Lo viste a Tom en esta cama. ¡Se está muriendo! Le tocaste la frente, dijiste que no tenía fiebre, e ibas a buscarlo a Allen.
Al mencionarse el nombre del doctor, la mujer la miró:
—¿Allen? Está en Dorchester, creo. No lo he visto en todo el día.
—¿Pero si lo viste aquí a Tom Benedict?
La mujer sacudió la cabeza lentamente:
—¿Tom... Benedict? ¿Quién es?
—¡Lo sabes! Tom. ¡Todos lo conocían!
La mujer remetió la frazada bajo el colchón, la alisó con la mano, luego se irguió.
—Lo siento, Julia. No sé de qué estás hablando. Te encuentro completamente sola aquí, deshaciendo la cama. ¿Qué esperas que piense? ¿Dices que hay alguien enfermo?
Julia inspiró para repetir todo de vuelta, pero repentinamente, se dio cuenta de que la mujer sinceramente no tenía idea de lo que ella le decía. El pabellón tenía una sensación aséptica y de falta de uso: desde hacía semanas nadie había estado enfermo en la comunidad.
—Lo siento... No sé qué me pasó.
Salió lentamente del pabellón, pasando al lado del chico, y hacia el sol. Los chicos todavía jugaban, estaban pateando una pelota; uno de los chicos salió corriendo de entre la multitud, llorando. Otros dos lo siguieron, volviendo luego al juego. A lo lejos, Julia podía ver a la gente trabajando en los campos.
Esperó fuera de la enfermería hasta que salió la mujer, la que cerró la puerta, miró con curiosidad a Julia, y luego se fue caminando hacia la aldea.
Julia permaneció al lado de la enfermería, todavía sin poder comprender qué era lo que había pasado, sin tener la fuerza de abandonar la escena, como si por el hecho de quedarse, Tom volvería de algún modo... la vieja sonrisa en la cara, confesando el engaño.
Se sentó en la hierba, abstraída de todo lo que la rodeaba, y repentinamente se puso a llorar.
Un poco más tarde, dio la vuelta al edificio de la enfermería, tratando de ver si había alguna manera en la que Tom pudo haberlo abandonado sin que ella se diera cuenta.
Había otras dos puertas, pero bajo llave.
Al anochecer, le habló a Nathan Williams:
—¿Lo has visto a Tom?
—¿Tom? ¿Tom qué?
—Benedict. Tom Benedict.
—Nunca oí hablar de él.
Nadie lo conocía. Más tarde lo encontró a Allen, y le habló:
—¿Lo trataste hoy a Tom?
—He estado en Dorchester, Julia. ¿Todavía está enfermo? ¿Quién es?
—Tom...
Entonces descubrió que no podía recordar el apellido. Cenó con un grupo de los otros tratando de pensar en eso... pero, para cuando hubo acabado la comida, ni siquiera podía recordar el nombre.
Experimentó una sensación de gran pérdida, una avasalladora tristeza, y el conocimiento cierto de que alguien a quien había amado no estaba más allí.
Alguien había muerto ese día o bien, abandonado la comunidad: no estaba segura cuál de las dos cosas; ni quién había sido. Era muy incierto. ¿Era un hombre o una mujer?
Para cuando estuvo acostada al lado de Greg esa noche, la sensación se había convertido en una tristeza generalizada, que no estaba localizada en algún suceso o persona en particular.
Durmió bien y, cuando los insistentes requerimientos sexuales de Greg la despertaron a la mañana, ya no tenía memoria de qué era lo que había pasado la noche anterior. Su tristeza había desaparecido y, mientras yacía con Greg empujándose hacia adentro de ella, pensaba en cambio en David Harkman y en su intención de visitarlo al atardecer. La intriga y la excitación todavía estaban allí y, debido a que pensaba en David, el contacto amoroso con Greg por una vez no la dejó insatisfecha.
9
Antes de que Greg abandonara la cabaña para ir al taller, Julia le dijo que iba a pasar el día en el puesto de Dorchester y que volvería avanzada la tarde para recoger el deslizador para David Harkman.
—¿Por qué no se lo llevas ahora?
—El barco va a ir totalmente cargado —repuso ella—. Tengo que volver al Castillo esta tarde, de todos modos. Puedo hacer un viaje especial.
Greg la miró con sospecha, y, por un instante, Julia pensó que iba a decir que él mismo llevaría el deslizador a Harkman. Estaba preparada: aunque había llegado a una conclusión respecto a David Harkman; se aplacaría, con la decisión que ella tomara, una duda residual respecto a las consecuencias posibles. En cambio, Greg nada dijo y poco después se fue al taller.
Una vez sola, Julia se lavó apresuradamente luego fue por Mark y Hannah: Mark ya se había marchado a pie a la ciudad y Hannah estaba preparando el bote en el que se llevaban a la ciudad las mercancías del Castillo. Era un pequeño chinchorro con un anticuado motor de nafta. el único bote motorizado que poseía el Castillo —en verdad, el único vehículo motorizado de cualquier clase— y se lo atracaba durante la noche en un tramo de arena, por debajo de los terraplenes del nordeste del Castillo.
—Voy a necesitar el bote esta noche, Hannah. Volveré al Castillo por la tarde. ¿Pueden tú y Mark volver caminando hoy al atardecer?
Hannah era una mujer apacible de mediana edad. Asintió brevemente.
Dijo Julia:
—La mañana de hoy voy a ir caminando a Dorchester: tengo algunas cosas que hacer primero aquí.
Hannah volvió a asentir, dando la impresión de mirar con fijeza más allá de ella. A Julia desde el principio le había resultado difícil tratarla, y aún las dos mujeres apenas si se conocían. A veces transcurrían en el puesto dos o tres días sin que se hablaran. No parecía importar.
Julia la ayudó a lanzar el bote, y lo empujó hacia aguas más profundas antes que Hannah activase el motor.
Observó desde la playa cómo el botecito se alejaba resoplando; luego volvió caminando por la orilla, por debajo de los terraplenes del norte. La falda de su bata se había mojado cuando se metió en el mar, por lo que se la quitó y la tendió al sol durante unos pocos minutos.
El calor del sol sobre el cuerpo le hizo recordar el día anterior, cuando se había tendido en la playa arenosa de la ensenada, observando nadar a David Harkman y experimentando la sensación picante de expectación sexual que todavía estaba ahí. La perspectiva de la tarde la hizo sentir como era a los dieciséis años, cuando todo había estado pleno de misterio y promesas peligrosas, cuando todos los jóvenes de la cooperativa granjera comenzaron a mirarla con un nuevo interés, y cuando ella comenzó a explorar las posibilidades de ese interés.
Aquellas primeras experiencias se percibían como distantes e irreales; quizás habían cambiado en perspectiva por los largos meses de monotonía sexual con Greg o, quizás, el único contenido real que alguna vez tuvieron fue el de la novedad.
Al pensar en David Harkman y en el magnetismo intangible que los acercó, Julia sintió en la boca una humedad anticipante, y tensión en el estómago; excitación física; agitación emocional.
Después de demorarse unos minutos con esos pensamientos ociosos pero placenteros, Julia se sentó y palpó su falda. Todavía estaba mojada, pero tenía ganas de caminar por lo que se la puso de nuevo.
Trepó el primer terraplén y permaneció un rato para mirar a través de la bahía azul. La marea estaba alta pero menguando; en el agua tranquila habían docenas de barcos de placer que zarpaban. Había una ligera neblina en el aire, y las colinas en torno al Pasaje Blandford eran invisibles desde el Castillo. En ocasiones, Julia envidiaba los turistas ricos; pues podían comprar y gozar este hermoso lugar, y permanecer a cubierto de las preocupaciones cotidianas menos fascinantes de los lugareños. En realidad nadie vivía en la pobreza en esta parte de Wessex, pero villas, departamentos y hoteles que veían los visitantes eran un mundo aparte de las normas locales de alojamiento. Lo meses de invierno en Wessex eran duros para todo el mundo y cuando la gran ola que traía la marea irrumpía a través del Pasaje con toda su furia, a mitad del invierno, era como un símbolo de las fuerzas elementales que habían configurado esta región, no como una atracción turística para ricos y ociosos.
El hecho de que una parte sustancial de los ingresos del Castillo de la Doncella proviniese del abastecimiento de equipo para esa atracción, constituía una ironía por partida doble para Julia: la primera era implícita, pues la comunidad del Castillo no podía sobrevivir sin la venta de sus tablas para deslizarse y la segunda, era que lo había traído a David Harkman hacia ella, de quien no pensaba fuese ni rico ni ocioso.
Dobló y se dirigió tierra adentro, caminando a lo largo de la cima del primer terraplén.
Después de un rato, corrió hacia abajo por la pendiente y tomó un sendero que describía meandros por sobre las praderas que estaban entre el Castillo y Dorchester, que no llevaba a ningún lugar en particular, pero se alejaba del mar. Aquí existía un lugar favorito de ella, una oquedad tranquila, un santuario secreto.
El mar, aun calmo o sin viento, siempre impregnaba con su aroma el aire en la costa; una vez tierra adentro, Julia sentía como su presencia se alejaba por detrás de ella; el aire parecía ser más cálido, sosegado, más polvoriento y henchido de vida. Los insectos volaban y zumbaban, la hierba murmuraba, las plantas crecían verdes y húmedas y, debajo de los pies, el suelo era más suave y marrón. Julia caminaba lentamente, sintiéndose libre y sin preocupaciones.
Por fin, llegó al lugar que estaba buscando: un montículo más elevado, recubierto con helechos. Estaba a cierta distancia del Castillo, si bien desde uno de sus flancos podía verse parte de él a través de una brecha en los árboles que circundaban el diminuto villorrio de Clandon. Julia subió la cuesta, abriéndose camino a través del helechal sin sendero que crecía, en algunos lugares, hasta sus hombros. El suelo era musgoso, pululante de toda clase de diminutos animales e insectos. En el extremo opuesto de la elevación, había un claro natural en la vegetación: el suelo era aquí más pétreo, y los helechos crecían con menor densidad.
Julia se sentó, abrazándose las rodillas y miró hacia el sur. Nunca había visto aquí a nadie del Castillo. Era el único lugar al que podía venir y saber que estaría sola.
Se sentó y soñó durante casi una hora, gozando de la calidez, paladeando la soledad.
Más tarde, se volvió y caminó por entre el helechal, tratando de tardar lo más posible en llegar a Dorchester y luego pasar el resto del día en el puesto, antes de abordar el barco de vuelta al Castillo.
Inesperadamente, cayó un súbito destello de luz deslumbrante sobre sus ojos, parpadeó y volvió la cabeza, como si tratara de expulsar un grano de arena. Miró en derredor, tratando de ver la fuente de luz: venía de la derecha, a través del helechal.
Se desplazó hacia un lado, tratando de atisbar por entre la espesa vegetación: nada había allí, ningún movimiento, ningún signo.
Siguió caminando, pero moviéndose hacia la derecha, como para investigar.
Al empujar a un lado un gran crecimiento de helechos, vio desplazarse, hacia ella rápida y erráticamente, un destello de luz blanca a través de los tallos y hojas. Al instante la encontró, y nuevamente la brillantez de la luz solar reflejada la deslumbró. Se agazapó, e inmediatamente vio su fuente: había un hombre joven acuclillado entre los helechos, a unos veinte metros de ella, sosteniendo un trozo de cristal en su mano.
Se irguió no bien se dio cuenta de que lo había visto.
—¿Qué está haciendo? —Lo llamó, aprontando su mano en caso que quisiese encandilarla otra vez.
—Observándola, mhijita—. Acento y entonación locales pero inmediatamente tuvo dudas por algo que captó en la voz, como si fuese un acento fingido.
Estaba caminando hacia ella, separando los helechos a un lado con las manos. Vio que tenía cabello oscuro y era buen mozo, de presencia y andar naturales, pero la sonrisa que exhibía su cara era vagamente siniestra. Presintió un peligro, pero luego vio que estaba vestido con una bata similar a la de ella, lo que quería decir que provenía del Castillo. Pero no conocía su cara.
—¿Quién es usted?
—No importa quién soy —dijo, y nuevamente hubo rastros de la antigua cadencia de Wessex—. Sé que eres Julia. ¿Cierto?
Asintió antes de que pudiera contenerse:
—¿Es del Castillo?
—Podría decirse.
—Nunca lo vi antes.
—Soy recién llegado, por decirlo de alguna manera.
Ahora estaba de pie frente a ella, en modo alguno amenazador, sino divertido, en apariencia, al verla. Sostenía un espejo en su mano derecha, un circulito de vidrio pulido y plateado, bastante ordinario; jugaba con él mientras estaba parado, girándolo de un lado a otro al nivel de los hombros; Julia vislumbró remolineantes reflejos de helechos y de cielo y de sí misma.
—¿Qué quiere?
—Con seguridad lo sabes, mhijita.
Una vez más, no hubo sugerencia de amenaza, sino que parecía sorprendido porque ella no supiera.
—Vuelvo al Castillo —dijo ella, tratando de pasarlo de largo.
—Igual que yo. Caminaremos juntos.
Al decir esto, se corrió a un costado y cayó el sol sobre su cara: una vez más lo captó en el espejo, lo hizo relampaguear hacia ella, de modo que la luz incidió sobre sus ojos.
Desvió la cara:
—¡No haga eso, por favor!
—Míralo, Julia.
Lo sostuvo hacia ella a la altura de los ojos. Al principio no miró, no queriendo volver a quedar encandilada pero esta vez lo sostenía de modo que podía ver el reflejo de sí misma. La mano de él estaba firme, pero el espejo estaba en un ligero ángulo hacia abajo, por lo que Julia vio reflejados sus propios mentón y cuello. Automáticamente, se agachó un poco para poderse mirar en los ojos.
—Quédate quieta, Julia.
Apenas si oía lo que le decía porque mirar a sus propios ojos era como clavar la vista en una caverna profunda: la aterrorizaba y la fascinaba pues cuanto más obsesivamente miraba, más profunda se volvía la contemplación de su propio reflejo.
Retrocedió involuntariamente y parpadeó.
—¿Te viste, Julia?
—Por favor... no entiendo. ¿Qué está haciendo?
Todavía sostenía el espejo hacia ella, pero Julia se había alejado, de modo que ya no estaba traspasada por su propia mirada penetrante. Entonces, en el espejo vio un segundo reflejo: había alguien atrás.
Se volvió, inhalando con fuerza. Desde atrás de ella había venido otro hombre, en forma silenciosa, a través de los helechos, quien también sostenía un espejo hacia ella, tratando de hacerle ver su propio reflejo.
Un conocimiento oscuro, un recuerdo lejano.
—¡No! —gritó— ¡Por favor!
El primer hombre estaba girando su espejo otra vez, atrapando el sol, haciendo que los brillantes rayos relampagueasen en torno a su cabeza, corriesen a través de su cara.
Julia cerró los ojos, tratando de esquivar la luz, tratando de deshacerse del terror que la dominaba.
El segundo hombre dijo:
—Julia, mira al espejo.
Ahora estaba parado al lado del primero y ambos sostenían sus espejos delante de la cara de ella. Si bien Julia estaba retrocediendo, tropezando con los helechos, ellos estaban siempre delante suyo, y pronto fue inevitable que ella...
Su mirada quedó trabada con la de su ser reflejado. Allí estaba el mismo terror y fascinación, atrayéndola, reteniéndola en el limbo del ilusorio mundo especulado; se volvió bidimensional, extendida en el plano comprendido entre el vidrio y el azogado.
Sintió una última, terrible compulsión para correr, para ocultarse, pero era tarde y quedó atrapada en el espejo.
Más tarde, se encontró caminando de vuelta por el sendero que había seguido, un hombre precediéndola, el otro cerrando la marcha. Su estado hipnótico excluía toda conciencia de las cosas, exceptuando la imagen del hombre que estaba adelante y el sonido del hombre de atrás.
Llegaron hasta el Castillo de la Doncella, subió con ellos por las pendientes de los terraplenes. Recorrieron el primer terraplén, luego el segundo, y luego el canal entre el segundo y el tercero. Había poca gente en los alrededores pero Julia no les prestó atención, y los otros tampoco a ella.
Por fin, llegaron a una construcción artificial en el canal, un edificio bajo, de cemento armado. Estaba abierto en un costado y entraron. Nada había aquí: cascotes esparcidos por el piso, paredes y techo agrietados. La luz del día se filtraba en muchos sitios. En el extremo opuesto, había una escalera que llevaba hacia abajo; el primer hombre abrió la marcha. Caminaron lenta y cuidadosamente, atravesando pequeños montones de cemento armado y argamasa rotos. El aire estaba frío y con olor a arcilla. Al final de la escalera estaba oscuro porque se había roto una lámpara eléctrica adherida a la pared, pero adelante había un corredor largo, un túnel, que corría por debajo de la aldea del Castillo de la Doncella, y estaba bien iluminado.
Caminaron por el túnel, y Julia vio que el piso estaba cubierto con pedazos de papel, vidrios rotos, charcos de agua. Espejos circulares, tirados como si estuvieran descartados, le guiñaban a su paso.
—Por aquí, Julia.
Penetraron en una sala baja, larga, fría y casi completamente a oscuras. Sólo estaba encendida una lámpara que emitía un charco de luz en forma de círculo brillante en el centro del piso.
Sentía pesadez y miedo, compuestos por la sensación de sumisión renuente a la voluntad de los hombres. La calidez del sol, las brisas y la brillantez de la bahía, las personas en su vida... ya estaban muy atrás, casi olvidados.
A lo largo de una pared apenas visible en la lobreguez, había una hilera de gabinetes metálicos pintados de gris y lustre mate. El segundo hombre —el que caminaba detrás de ella— cruzó la sala en dirección a aquéllos y los recorrió hasta encontrar el que estaba buscando. Puso las manos sobre un asa de acero y tiró: apareció una larga gaveta poco profunda.
Julia caminó hacia ella sin que se lo dijeran.
El hombre más joven, el de cabello oscuro con la tonada de Wessex, se detuvo a su lado.
—No tengas miedo, Julia.
Vio en él la afinidad, la sensación de reconocimiento.
—¿Qué quieres que haga?
—Quítate el vestido. Tiéndete en la gaveta.
El hablar había debilitado el estado hipnótico. Desvió la mirada del hombre, experimentando el retorno de su sentido de identidad.
—No —dijo, pero su voz era irresoluta y temblorosa.
Al tiempo que la observaba, levantó nuevamente el espejito y ella retrocedió, no queriendo ver su propia cara. Sintió el frío reborde de la gaveta metálica contra su cadera.
—Quítate el vestido, Julia.
—No, no lo haré.
—Yo la sostendré, Steve. Tú se lo quitas.
Antes de que pudiera resistirse, la empujaron contra la gaveta; uno de los hombres la asió desde atrás; el otro tomó los cordones del frente, abriendo el vestido y tironeándolo hacia abajo. Al principio, Julia luchó, pero todavía estaba bajo la influencia parcial del espejo, en pocos segundos quedó desnuda.
—Muy bien, eso es todo.
La volvieron e hicieron acostarse en la gaveta: el metal estaba frío contra su carne; resistió otra vez... pero eran muy fuertes y decididos. Sintió sus manos sobre el cuerpo, tirando de ella y sosteniéndole brazos y piernas. Le bajaron la cabeza contra un soporte contorneado, percibiendo un pinchazo agudo en el cuello y la espalda.
De inmediato sintió que la habían paralizado.
Los hombres la soltaron y empujaron juntos la gaveta. Julia se deslizó hacia atrás, hacia la oscuridad.
Cuando la gaveta se cerró, se encendió una luz brillante y Julia vio que en techo del minúsculo cubículo; justo por encima de ella había un espejo redondo, de alrededor de medio metro de diámetro, en el que vio el reflejo de su cuerpo desnudo, en posición supina, en la gaveta. Durante un momento de desorientación, sintió como si estuviese parada ante un espejo, contemplándose a sí misma... pero vio entonces la reflexión de sus propios ojos; el espejo la contenía en forma absoluta, y se rindió a él.
Durante un instante, la luz interior del gabinete pareció aumentar de intensidad, pero rápidamente se oscureció.
10
El regreso de Julia fue instantáneo. Al extinguirse las luces dentro del gabinete, comenzó a sonar un timbre; sintió que la gaveta se deslizaba de nuevo hacia afuera, por su propia voluntad. Instantes después, sobre ella soplaba una corriente de aire frío, y una mujer hablaba en voz alta.
—¡Doctor Trowbridge! Es la señorita Stretton.
—Sedante por favor, enfermera.
Julia trató de abrir los ojos pero, antes de que pudiera hacerlo, sintió algo mojado y frío dentro del codo, una aguja la pinchó. Separó los párpados débilmente, con ojos frágiles vio al doctor Trowbridge que la observaba.
—No trates de decir nada, Julia. Está bien. Estás a salvo.
La extrajeron de la gaveta; alguien bañó su cuello y sus hombros con un líquido que escocía y tenía olor a iodo. Poco después, la colocaron en una camilla y la arroparon con algunas mantas.
Empujaron la camilla por un corredor largo, bandas fluorescentes deslizándose hacia un mundo más brillante: en un momento dado pensó que estaba ascendiendo, como en un ascensor, pero era el rodar constante de la camilla. Su percepción se desconcertaba con mucha facilidad. Cerró los ojos por un rato, y de inmediato imaginó que empujaban la camilla en dirección opuesta, con los pies para adelante, tal como había hecho algunas veces de chica en los viajes en tren, cuando pasaban rápidamente por un túnel. Al abrir los ojos y ver el techo deslizándose por encima, el efecto alienante era el mismo: volver a la realidad representaba una sacudida.
Estaba a punto de intentarlo de nuevo, cuando la camilla se detuvo. Se abrieron portones metálicos y la llevaron rodando hacia el compartimiento de un ascensor verdadero, el que se elevó espasmódicamente con un zumbido lejano proveniente de muy abajo; pero no podía ver las paredes del pozo, por lo que no ensayó experimentos con la percepción.
Al llegar a la parte superior, la llevaron hacia el aire libre, sintió el viento frío y la aspersión de lluvia en sus mejillas. Estaba detenido un Land Rover con el motor en marcha, y los dos hombres que habían estado empujándola metieron la camilla en el compartimiento trasero. El interior estaba limpio y cálido, la lluvia tamborileaba sobre el techo de acero. Las puertas se cerraron y el vehículo arrancó. A través de una ventana que tenía arriba, Julia pudo ver cómo corría una de las salientes de los baluartes del Castillo de la Doncella. El conductor guiaba lentamente, tomando la ruta más lisa.
Sentada con ella en la parte trasera del Land Rover, había una chica que le sonreía.
—Bienvenida a casa.
—Marilyn. —Era difícil hablar, porque la droga estaba haciendo efecto y las mantas que le llegaban hasta el mentón le pesaban.
—No hables, Julia. Vamos a la Casa Bincombe.
Recordó, entonces, por primera vez algo real: Bincombe. La vieja casa de campo que empleaba el personal del proyecto Wessex. La familiaridad del recuerdo le dio ganas de llorar. Marilyn se acercó y le tomó la mano.
El Land Rover se sacudió por última vez cuando llegó a la playa de estacionamiento, aceleró con suavidad, crujiendo por sobre la grava suelta. Julia deseó haberse podido sentar y mirar hacia afuera. La lluvia corría en forma espasmódica y en diagonal por la ventanilla que estaba encima de su cara y, cuando el Land Rover viró sobre el camino de grava, la carrocería metálica del vehículo se puso a zumbar y vibrar en armonía con los neumáticos.
Sintió que todavía estaba en Wessex. Los últimos sucesos sólo habían acontecido pocos minutos atrás: los dos jóvenes con sus espejos, asustándola y arrancándola de su vida y de sus planes. Ahora los reconocía: Andy y Steve, los dos a los que conocían como recuperadores, los que aparecían en la proyección para traer a los participantes de vuelta a la realidad... pero dentro de la proyección siempre era lo mismo: la falta de aprontamiento, la sensación de invasión.
Marilyn, sentada a su lado del otro lado del compartimiento, seguía sosteniéndole la mano, pero ella misma tenía que afianzarse por los movimientos del vehículo.
—No falta mucho —dijo. Ya casi estamos allí.
Cuánto transcurrió no hacía diferencia alguna para Julia: siempre era un alivio estar de regreso, el mismo alivio instintivo y estremecedor que se sentía cuando se llegaba a casa después de haber estado caminando solo en la noche. Un miedo irracional, una bienvenida a la seguridad de lo familiar. Sabía que estaba de vuelta, sabía que era ella misma otra vez. Esta era la quinta vez que había vuelto de Wessex, y esto nunca cambiaba.
Abrazó sus memorias como si fuesen amigos olvidados hace mucho.
El Land Rover disminuyó la velocidad y viró, Julia oyó sus ruedas chapoteando en charcos profundos. Se detuvo en un instante dado y apagaron el motor. Escuchó cómo se abría y cerraba la puerta del lado del conductor, Botas que restregaban sobre el suelo áspero, luego las portezuelas traseras que se abrían. El conductor llamó a alguien, y apareció un segundo hombre, presumiblemente de adentro de la casa. Afuera, otra vez el viento y la lluvia en su cara, las mantas que se levantaban para permitir que soplara sobre ella una corriente de aire frío; después estuvo en una segunda camilla, rodando por un corredor recubierto con un piso suave de consistencia gomosa. En la casa había un buen olor a comida, gente y pintura. En algún lugar estaba sonando un teléfono, y desde atrás de una huerta cerrada oía el sonido de una radio. Al lado de la camilla pasaron dos chicas que le sonrieron, vio que llevaban ropas comunes: pantalones de denim y chaquetas elásticas de lana.
Los brazos de Julia estaban cruzados sobre su estómago, los levantó por fuera de la manta, alzándolos y sosteniéndolos sobre la cabeza, como si se desperezara después de un sueño prolongado, y se deleitó usando los músculos nuevamente. Los dejó caer de inmediato: estaba débil y rígida, además de mentalmente exhausta.
La llevaron hacia su cuarto: la misma cama vieja, la gran ventana que daba al parque y acercaron la camilla al lado de la cama.
Los había estado siguiendo Marilyn, que entró y se quedó a su lado.
—Le diré al doctor Eliot que estás aquí —dijo.
Julia asintió cansadamente.
La levantaron de la camilla y la pusieron en la cama, estirando sobre ella las sábanas.
Cuando Marilyn y los dos asistentes abandonaron la habitación, Julia exhaló ruidosamente un suspiro, un resuello de placer, y se tendió contra la suave almohada, cerrando los ojos. Si el doctor Eliot vino, o no, a verla, no lo supo, porque a los pocos segundos cayó en un sueño natural y profundo.
Despertó con la luz del día y la sensación del cabello caído sobre la cara. Se movió instintivamente para hacerlo a un lado; de inmediato una enfermera, que había estado esperando en un sillón en el otro lado del cuarto, se acercó a la cama y se inclinó sobre ella.
—¿Está usted despierta, señorita Stretton? —preguntó suavemente.
—Mmm... —Se volvió sin abrir los ojos, se estiró, volvió a estirar las sábanas hasta los hombros.
—¿Le gustaría una taza de té?
—Mmmm... —Todavía estaba despertando, todavía estaba en el semimundo entre la conciencia y los sueños. Oyó a la enfermera hablar por teléfono, oyó el ruido del tubo al apoyarse en la horquilla. Quería dormir para siempre.
—El doctor vendrá no bien haya usted tomado su té.
No se le iba a permitir volver a divagar.
—Desayuno —dijo Julia, forcejeando con la almohada. Miró con la vista turbada a la enfermera—: ¿Puedo desayunar?
—¿Qué desearía?
—Algo cocido. Tocino... mucho tocino. Y huevos. Y me gustaría café, no té.
—No tiene que excederse —dijo la enfermera.
—No estoy enferma, sino hambrienta. No he comido durante... ¿cuánto tiempo fue esta vez?
—Tres semanas.
—Pues así de hambrienta estoy.
Sólo tres semanas. ¡La habían traído de vuelta tan pronto! Nunca antes había estado en la proyección menos de dos meses y, por lo común, por mucho más tiempo. Debieron haberla dejado sola, pues siempre había tanto para realizar. David Harkman... recordó entonces que su recuperación había evitado que lo viera a la tarde y, a pesar de que su mente racional estaba bajo control, nuevamente experimentó las sensaciones de excitación y curiosidad que habían perturbado a su alter ego.
Aunque ahora había, por añadidura, una sensación de frustración.
La enfermera continuó mirando con desaprobación la solicitud para desayunar de Julia pero, de cualquier modo, había vuelto al teléfono y estaba hablando con la cocinera.
Julia se incorporó en la cama, acomodó la almohada que tenía atrás. Muchas de sus pertenencias estaban en la mesita de luz, recogió su cepillo para cabello. Era imposible lavar el de los participantes mientras se hallaban en proyección, y el suyo siempre estaba grasiento y revuelto después de la recuperación. Lo cepilló, oyéndolo y sintiéndolo crujir.
Eso hizo que su cuero cabelludo se sintiera fresco y bien. Halló un espejo y un peine, y se arregló.
Miraba tranquilamente en el espejo circular, vio la mirada fija de sus propios ojos. Sacó la lengua: estaba blanca y seca. Sus poros estaban sucios. Tomaría un baño no bien dejase la cama.
¡Qué bueno era ser real otra vez!
Después de haber tomado el desayuno, vino a verla el doctor Trowbridge, quien la examinó brevemente; la hizo levantarse y caminar por el cuarto.
—¿Hay rigidez?
—Un poco. Nada fuera de lo común.
—¿Alguna molestia en la columna?
—Algo. No debería llevar cosas pesadas.
El médico asintió:
—Puedes hacerte un masaje si lo deseas, pero no te esfuerces demasiado durante uno o dos días. Para ti lo mejor será mucho ejercicio liviano y aire fresco.
Julia todavía creía que el cuidado médico posterior era excesivamente solícito en el proyecto pero, desde el punto de vista del participante, las cosas habían mejorado con respecto a los primeros tiempos: cuando fue el primer retorno, Julia había tenido que soportar varios días de exámenes y rayos X.
Había un baño anexo a su cuarto y, después que el doctor Trowbridge la dejó, Julia se dio un baño con comodidad. La zona dolorosa de la parte de atrás del cuello, era sensible al agua caliente, pero se dio un baño largo y placentero, después del cual se secó el cabello y se puso uno de sus vestidos favoritos. Miró el estado del tiempo a través de la ventana: no estaba lloviendo, pero soplaba viento fuerte. Se preguntó vagamente por la fecha: la enfermera dijo que había estado ausente durante tres semanas, de modo que ahora debía de ser mediados de agosto.
—¿Todavía me precisa, señorita Stretton? —Era la enfermera, que miraba por el costado de la puerta, desde afuera.
—No creo. Me ha visto el doctor Trowbridge.
—¿Desea que disponga le hagan un masaje?
—Por el momento, no. Quizás a la tarde. A propósito, ¿qué hora es?
—Alrededor de las 10:15.
Una vez que se fue la enfermera, Julia encontró su reloj pulsera, lo puso en hora, y lo agitó para hacerlo andar. Siempre había desorientación después de un retorno. Cuando llegó ayer a la casa debió haber sido a la tarde, temprano. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Dieciséis horas? Por eso se sentía renovada, fuera cual fuese el tiempo transcurrido.
Un poco más tarde, cuando Julia estaba sentada al tocador maquillándose la cara, Marilyn entró al cuarto.
—¿Te sientes mejor, Julia?
—Sí, excelente.
—Ayer parecías realmente enferma. Fue la primera vez que te vi salir del depósito de cadáveres.
—Sólo estaba muy cansada. Y drogada.
Julia había visto participantes inmediatamente después del retorno, y era lo suficientemente vanidosa como para esperar que nadie que conociese bien, la viese alguna vez en ese estado. Cuando se miró en el espejo del tocador, consideró que se habían reparado los daños.
Marilyn dijo:
—Hay una reunión a la mañana. A las 11. Desean que vayas.
—Sí, por supuesto. Escucha, Marilyn, ¿sabes por qué me recuperaron tan pronto? La enfermera dijo que sólo fueron tres semanas.
—¿No te lo dijo el doctor Eliot?
—No lo he visto: vino el doctor Trowbridge.
Marilyn dijo:
—Fue a causa de Tom Benedict.
Julia frunció el entrecejo sin comprender. Entonces recordó que no había pensado en Tom desde...
—¿Qué le pasó a Tom?
—Murió, Julia. En el proyector. Tuvo un ataque y no se descubrió hasta que fue muy tarde.
Julia la miró fijamente, con auténtica conmoción. Los recuerdos dobles que creaba el proyector siempre la confundían y la alarmaban después de un regreso, debido al modo en que las realidades parecían imbricarse... pero esta vez fue como si tuviese que padecer dos veces la experiencia: recordaba a Tom yaciendo en la enfermería del Castillo y reteniendo su mano, y recordó que después había olvidado todo respecto de él, su figura se había escabullido de su memoria, tal como la mano se había zafado de la suya.
Ahora esto: el regreso a su vida real, permaneciendo hasta ahora el olvido.
—¡Pero Marilyn... no lo sabía!
—Habrá una averiguación. Podrías tener que ir.
—No me di cuenta. ¡Ves, Marilyn, yo estuve allí! ¡Estuve con él cuando murió!
—¿En Wessex?
—Fue de lo más extraño. —Ahora la memoria estaba allí en su totalidad—. Yo estaba sosteniendo su mano; estaba enfermo. No había ni médico ni tratamiento adecuado. Entonces, se esfumó, cesó de existir. ¡Y nadie podía recordarlo!
Sintió lágrimas en los ojos, se volvió y halló un kleenex.
—¿Tom era amigo tuyo, no? —preguntó Marilyn.
—Amigo de mi padre. Fue Tom el que me consiguió este trabajo: no estaría aquí si no fuese por él. —Se limpió la nariz y luego guardó el arrugado tisú en la manga de su vestido. —Naturalmente, ahora adquiere sentido. ¡No pude entender cuando se desvaneció! Pero debe haber sido cuando murió. Simplemente dejó de proyectar.
Cuando estaba en Wessex, no tenía manera de reconocerlo pero toda vez que regresaba, quedaba intrigada por el modo en el que sus sensaciones más profundas encontraban paralelos. Tom Benedict siempre había sido como uno de la familia: uno de sus primeros recuerdos era estar sentada en su regazo cuando tenía cuatro años, tratando de atrapar pompas de jabón que soplaba él. Tom y su padre se habían conocido por años y el primero, que nunca se había casado a pesar de los frecuentes apremios de sus amigos íntimos, pasaba a menudo las vacaciones con la familia. Cuando creció, hizo sus propias amistades y dejó su casa, Julia lo había visto menos, pero su interés permaneció siempre en el fondo. Cuatro años atrás, cuando ella todavía se encontraba en el vacío de dos años que siguió a la ruptura con Paul Mason, Tom la había recomendado para un trabajo con la Fundación Wessex. Era uno de los síndicos del fondo de la Fundación que financiaba la operación, y, por su influencia, su designación se hizo mediante la más superficial de las entrevistas. Pensaba que después de aquello se había abierto camino sola, trabajando tan duro y contribuyendo como el que más, pero ella y Tom siempre habían estado cerca. Era inevitable que cuando estuviesen en el proyector, en Wessex, hubiese una armonía similar; y así ocurrió en efecto. Sólo lo había visto a Tom una vez desde el comienzo —esto es, visto en el mundo real— y habían gozado de las reminiscencias del futuro.
Tal como en su propia vida, en Wessex, Tom había sido sensato, alegre y cálido.
Parecía una muerte solitaria e impía la que le había ocurrido dentro del proyector, pero su estado consciente había estado en Wessex y supo que ella estaba a su lado.
Julia se dio cuenta de que había estado callada durante un rato y que Marilyn la estaba observando incómoda.
—¿Ya lo enterraron?
—No, el funeral es mañana. ¿Irás?
—Por supuesto. ¿Se les ha informado a los parientes?
Marilyn asintió:
—Creo que tus padres estarán allí.
Julia pensó en verlos de nuevo: sería muy extraño. Sus recuerdos de ellos se confundían parcialmente con los de sus “padres” en Wessex. Una vez, durante un período de licencia, había telefoneado a su padre y, durante la conversación, le había hecho alguna pregunta relativa a la cooperativa agrícola. Poseía un tambo grande y próspero cerca de Hereford; por cierto no había comprendido. Ella tuvo que improvisar un débil chiste para encubrir el mal paso: explicarlo habría insumido demasiado tiempo. Sus padres sólo tenían una noción muy vaga de lo que significaba su trabajo.
Eran las 10:45.
Marilyn dijo:
—Supongo que es mejor que vayas a la reunión. ¿Entiendo que aún no has confeccionado un informe?
—No he tenido oportunidad.
Salieron al corredor; Julia dijo:
—A propósito, he hallado a David Harkman. Está trabajando en...
—En la Comisión Regional —completó Marilyn—. Don Mander nos lo dijo.
—¿También ha vuelto Don?
—Desea hablarte respecto a David. Piensa que te traes algo.
Julia le sonrió a sus recuerdos.
En camino a la reunión, llamó a la oficina y recogió el correo que se había acumulado durante las tres semanas pasadas; en total había quince cartas, las revisó rápidamente: la mayoría le había sido enviada desde su piso en Londres, y en su mayor parte eran facturas. Se las dejó a una de las secretarias: mientras los participantes de Wessex estaban en el proyector les atendían todos sus asuntos.
Cuando dejó la oficina, se abrió una puerta en el lado opuesto del corredor y salió un hombre, que dijo:
—Hola, Julia. Me dijeron que te encontraría aquí.
Era Paul Mason. El verlo fue tan completamente inesperado que Julia quedó paralizada en mitad del paso. Apretó la espalda contra la pared. Al mirarlo, viendo su rostro sonriente y confiado, Julia quiso huir. Experimentó un impulso total por volver de inmediato al Castillo de la Doncella, por enterrarse para siempre en el futuro.
11
Paul dijo:
—¿No te agrada verme?
Todo lo que Julia había hecho desde su regreso y todo aquello sobre lo que había pensado, fue expelido de su mente en forma tan total y eficaz ante la imagen de él como fueron barridos sus recuerdos por el proyector Ridpath. Lo vio a Paul, sólo a Paul y todo lo que representaba en su pasado: la destrucción de su orgullo, de su sentido de identidad, de su autorrespeto. De la misma manera que había estado morbosamente obsesionada por él después de haberlo visto durante su último fin de semana en Londres Paul constituía ahora alguien que, por su misma existencia, exigía y recibía la completa atención de ella.
—¿Me estás siguiendo? —dijo y al hablar así, reconoció en su propia voz el sonido de la paranoia.
—¿Qué quieres decir, Julia? —¿Era fingida su expresión inocente?
—Mira, Paul, ya te lo dije. Hemos terminado. No quiero saber nada más contigo.
—Eso es lo que sigues diciendo.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Sonrió, condescendientemente tranquilizador:
—No vengo a verte, si eso es lo que piensas. Ocurre que trabajamos en el mismo empleo, eso es todo.
Antes de que pudiera contenerse, Julia gritó:
—¡No eres miembro del proyecto!
—Trabajo para los síndicos.
Julia miró de un lado a otro del corredor. Marilyn había ido a pedir que la llevaran de vuelta al Castillo, y probablemente ya estaba fuera de la casa. No había nadie a la vista, pero estaban abiertas varias puertas que daban al corredor.
—No podemos hablar aquí —dijo Julia—. Alguien nos oirá.
—Nada tienes que ocultar, ¿no?
Julia lo apartó y entró al cuarto en el que Paul había estado. Era una oficina, el escritorio estaba desordenado con papeles, a los que reconoció en el preciso instante en que los vio: algunos de los muchos informes archivados por miembros de la proyección durante sus períodos de regreso de Wessex, que constituían la materia prima de la proyección y a partir de los cuales se recopilaban los hallazgos periódicos que se presentaban a los síndicos. Para Julia, el que alguien como Paul Mason pudiese tener acceso a esos documentos significaba la violación del secreto más grosera imaginable.
Paul estaba parado al lado de la puerta.
—Si deseas hablarme —dijo Julia— entra aquí.
—Tú pareces ser la que quiere hablar —dijo Paul, pero entró a la habitación y cerró la puerta.
—¿Es éste tu cuarto? —preguntó Julia.
—Lo es por el momento. Esta semana se desocupa otro al que me voy a mudar.
Se refería al de Tom Benedict. Julia lo sabía sin precisar que se lo dijeran.
Con la puerta cerrada, los modales de Paul cambiaron. En el corredor había afectado un aire de formalidad divertida, probablemente porque podrían haber pasado otras personas; pero ahora que estaban juntos a solas, vio al Paul más familiar, al que reconocía de los tiempos pasados. En cierto sentido, este cambio súbito representaba un alivio, pues confirmaba sus prejuicios hacia el: siempre hubo una duda, cuando no estaba con él, de que hubiese imaginado sus instintos destructivos.
Paul había dado la vuelta al escritorio y se había sentado detrás. Le dirigió a ella una mirada conocedora, luego tomó dos o tres informes y los sostuvo para que los viera.
—Estoy interesado en tu mundo de sueños —dijo—. Suena placenteramente confortante.
—¿Confortante? —preguntó ella—. ¿Qué quieres decir?
—Es exactamente la clase de evasión de la realidad en la que te especializas.
Paul nunca se contentaba con una invasión de lo privado; siempre tenía, más tarde o más temprano, que hacer un comentario.
—Mira, Paul, es un mundo real.
—Pero es una fantasía, ¿no? Lo moldeas según tus propios deseos.
—Es un proyecto científico.
—Se pretendía que lo fuera: he leído tus informes... es un lugarcito bastante idílico que has pergeñado para ti misma.
Julia, simultáneamente enojada y turbada, sintió de nuevo la urgencia de huir de él, pero sabía que esta vez tendría que encararlo: la acusación de que los miembros del proyecto se gratificaban en una fantasía de cumplimiento de deseos había sido hecha varias veces por la junta directiva. Era inevitable cuando se comprendiera la naturaleza del proyecto. Necesariamente, cualquier proyección reflejaría los deseos inconscientes de los participantes, convirtiéndose así en un medio placentero para ellos. A pesar de todo, la naturaleza del proyecto era preeminente.
Pero que Paul hiciese esa acusación y que se la hiciese ella, lo arrojaba a un nivel completamente diferente.
—Nada sabes sobre Wessex —dijo ella.
—He leído los informes. Y te conozco a ti, Julia. ¿No queda en tu calle? ¿Recuerdas todas las películas que solías ver?
—¡No entiendo qué quieres decir! —dijo Julia; pero Paul le sonrió de manera socarrona y supo exactamente qué es lo que quería decir.
Había habido una época, alrededor de nueve meses antes de que lo dejara, cuando sintió que ya no podía más. Había estado en uno de sus muchos trabajos de secretaria aburrida y desdichada, y por las tardes, cuando volvía al piso, allí estaba Paul para recordarle sus falencias y sus errores, y era demasiado claro el desprecio que sentía por ella. Una tarde, incapaz de enfrentarlo, lo había llamado y le dijo que tenía que trabajar tiempo extra... yendo en cambio al cine. Las dos o tres horas de alivio habían sido realmente dulces, e hizo lo mismo la tarde siguiente. Durante un lapso de tres semanas fue sola al cine, con más frecuencia que lo que iba a casa... y, naturalmente, Paul lo descubrió. Al tratar de explicarse, de comunicar su desesperación, Julia le había dicho el porqué, exactamente el porqué, pero en vez de conmiseración, sólo recibió más desprecio. A partir de ese día, “ir al cine” se había convertido en otra frase del vocabulario sin par de crítica destructiva de Paul, una metáfora de la inadecuación de ella para enfrentar al mundo real.
Paul nunca lo olvidó: el vocabulario todavía estaba intacto, y se hizo oír a través de los años que Julia había estado libre de él.
—Siempre has escapado —dijo Paul—. Hasta de mí.
—Era todo lo que te merecías.
—Solías decir que yo era la persona más importante de tu vida. ¿Recuerdas?
—Lo pensé durante casi una semana.
La primera semana. Aquellos primeros días letales, cuando lo había admirado y amado y confiado en él... o así había creído al menos. Los días en los que se le había confiado y hablado con franqueza sobre sí misma, sin saber que al mismo tiempo estaba sembrando las semillas que producirían las plantas venenosas que él iba a cosechar para siempre, de ahí en más.
—No puedes huir de nuevo. Cometiste el error una vez... pero sabes cómo dependes de mí.
Prevaleció la ira:
—¡Por Dios, no te necesito! ¡He terminado contigo tan completamente como es posible para liberarse de cualquiera! ¡Si no volviera a verte nunca, me importaría un comino!
—Me parece haber oído eso antes, en alguna parte.
—Esta vez es definitivo. Tengo mi propia vida.
—Ah, sí. Tu pequeña fantasía escapista. ¡Cómo te admiro!
Julia se dio vuelta y fue hacia la puerta, temblando de furia.
—¿Todavía corriendo, Julia?
Al abrir la puerta, se detuvo. Al mirar a Paul, vio que estaba a sus anchas, y sonriendo: siempre había gozado desollándola, para exponer sus nervios sensibilizados y luego rasguñarlos.
—Ya no preciso huir más de ti. No significas nada para mí.
—Ya me doy cuenta. Entonces, te hemos de probar en la proyección.
—¿Qué quieres decir?
—Veremos cómo reacciona tu inconsciente ante el mío.
Lo miró fijamente con nuevo horror.
—¡Tú no vas a la proyección!
—No, no, por supuesto que no. Cómo pude haber pensado siquiera que me permitirías trastornar tu vida.
De todas las diversas armas que tenía a su disposición, el sarcasmo era la que estaba más mellada por el exceso de uso.
Julia dijo:
—Paul, por Dios que haré todo lo que esté a mi alcance para asegurarme de que ni siquiera te acerques al proyector.
Él rió, como para disminuir el poder que ella había invocado.
—Supongo que los síndicos no tienen voz en este asunto: soy responsable ante ellos, no ante ti.
—Soy participante en pleno. Si no quiero que te unas, puedo detenerte.
—Contra el voto mayoritario de los demás, naturalmente.
Había un modo... ella sabía que había un modo.
—Puedo detenerte, Paul —dijo nuevamente.
Se había llegado a un acuerdo tácito entre los participantes, en los primeros días. La naturaleza de la proyección estaba tan delicadamente determinada por la mente inconsciente de los participantes, que su equilibrio podría trastornarse por las reacciones de una personalidad con respecto a otra. Habían estado de acuerdo desde el principio: no habría relaciones fuera de la proyección. Nada de amoríos, ni vínculos sentimentales, ni formación de grupos de amistades exclusivos. La animadversión personal habría de resolverse de un modo u otro antes de que comenzara la proyección, o si no, una de las partes, o ambas, renunciaría. Con la misma delicadeza con la que habían creado los matices del mundo proyectado, de algún modo los participantes lo habían logrado.
Concordaban, sus mentes tenían un mismo pensamiento... pero fuera de la proyección tenían su propia vida y sólo se reunían para discutir el trabajo.
Paul estaba esperando, sonriéndole.
—Hay una regla que obedecemos —dijo ella—. Sólo les tengo que decir a los demás lo que eres para mí y quedaras fuera.
—¿De modo que les dirías que todavía te gusto?
—No, imbécil: les diré cuánto te aborrezco; les diré lo que me has hecho en el pasado y les diré lo que ha ocurrido hoy. Les diré cualquier cosa... con tal de mantenerte fuera de Wessex.
La sonrisa de Paul había desaparecido, pero en sus ojos permanecía la misma expresión que mantuvieron todo el tiempo: una mirada calculadora y mezquina.
—Supongo que ésa es un arma de doble filo —dijo él.
—¿Cómo?
—Podría utilizarse contra ti tanto como contra mí. —Se puso de pie rápidamente, alarmándola, por lo que retrocedió. Todavía Julia tenía la mano sobre el picaporte, pero carecía de fuerza para girarla—. He trabajado mucho tiempo por una oportunidad como ésta. Estoy en esto porque es mi oportunidad, y la voy a aprovechar ahora. Nadie va a ponerse en mi camino, y menos aún una putita frígida que ha pasado la mitad de su vida culpando a los demás por su propia debilidad. Tú puedes encontrar algún otro sitio para esconderte: si está entre tú y yo, entonces seré yo.
Julia, reuniendo sus últimas reservas de fuerza, sabiendo que no podría soportar más esto, dijo:
—Ya estoy establecida. No se te va a permitir entrar.
—Entonces, sometámoslo a la prueba. Veamos qué es lo que piensan los demás. ¿Quién se lo va a decir? ¿Tú o yo?
Julia sacudió la cabeza lastimeramente.
Paul dijo:
—Y ya que hablamos de eso, ¿también les vamos a mencionar tu amistad con Benedict? ¿Les diremos cómo conseguiste tu puesto?
—¡No, Paul!
—De modo que sabemos qué decirles a los demás. Para mí está bien.
Julia sintió que iba a desmayarse. En los últimos diez minutos resurgió cada una de sus pesadillas más profundas e íntimas. Sabía que Paul era despiadado, sabía que era ambicioso; lo sabía todo, y más aún, sobre el compuesto químico de destrucción que actuaba entre ellos, pero nunca se había dado cuenta de que los tres elementos podían combinarse produciendo este efecto espectacularmente explosivo. Dejó escapar un gemido apagado incontrolable de aflicción y desesperanza, y se volvió. Paul, sentado detrás de su escritorio, nuevamente sonreía en forma burlona.
Al salir de la oficina, lo oyó hojear informes personales que estaban en su escritorio.
12
Aunque era más de la una de la mañana, los cafés y cabarets de Dorchester estaban atestados y la gente se apiñaba en las calles. Era una noche cálida y sofocante; se avecinaba una tormenta. En los patios de los cafés competían música y voces; las puertas abiertas de los bares y clubes nocturnos despedían un resplandor caliente y aromático: música, calor de los cuerpos, humo de tabaco, luces refulgentes, como las puertas abiertas de un cuarto de calderas. La gente bailaba, cantaba y gritaba, con las caras lustrosas y la ropa liviana adhiriéndose a los cuerpos.
Sólo el sonido del mar rompiendo contra el malecón de cemento armado brindaba una presencia refrescante, un recuerdo del viento.
A lo largo de los árboles del Marine Boulevard habían colgado luces de colores en rosario las que, junto con el fulgor siseante y dorado de las lámparas de gas al costado de los edificios, arrojaban sobre los viandantes un resplandor multitonal atractivo.
David Harkman caminó lentamente por el Boulevard hacia el puerto, su brazo derecho levemente apoyado sobre los hombros de Julia, que se mantenía cerca de él con la cabeza apoyada contra su pecho: la proximidad era una sombra de su anterior intimidad.
Parecía pequeña al lado de él, pues con su brazo podía rodearle totalmente la espalda.
Sentía mucha ternura hacia ella, porque había estado con é1 toda la tarde, desde el momento en que llamó a la puerta de su cuarto en la posada. Su tarde había sido simple: fueron al puerto para desplazar el nuevo deslizador de Paul hacia el amarradero que había alquilado más temprano, ese mismo día; y después habían comido en el Bar Sekker’s. De ahí volvieron al cuarto de él por el resto de la tarde. Al principio, habían sido torpes para tratarse, ya que ninguno quería hablar del extraño vínculo que ambos sentían pero, después este entendimiento mutuo se había reconocido en forma física, sin palabras. El encuentro amoroso que tuvieron fue tierno y apasionado, agotándolos a ambos.
Aun así, mientras caminaban en la noche húmeda, Harkman sentía que la unión era más débil. No era simplemente que ya habían consumado el deseo sexual, ni que se hubiesen revelado los misterios. Lo había captado no bien llegó ella: el lazo intangible que había entre ellos se había deshecho. Mientras paseaban por el Boulevard, Harkman se dio cuenta de que el recuerdo de su encuentro amoroso ya tenía la misma calidad; en ese sentido igual que las memorias de su vida antes de que hubiera solicitado el puesto en Dorchester: recordaba lo que habían hecho juntos, pero la reminiscencia estaba lejos.
Incluso cuando lo pensó, Harkman sabía que no era ni justo ni correcto: él había sentido y experimentado, había vivido los instantes.
Sospechó y temió que fuese un defecto en sí mismo, una incapacidad para sentir, y trató infructuosamente de alejarlo de su mente.
Julia estaba cálida bajo su brazo, pudo captar los latidos de su corazón contra el flanco de su cuerpo. Era una observación clínica, como si fuera un ensayo de la realidad.
Cuando alcanzaron el puerto, bajaron juntos los escalones de concreto; él ayudó a Julia a subir al bote de ella. Se besaron brevemente, pero con pasión.
—¿Volverás?
—Si así lo deseas —dijo ella.
—Sabes que sí. Pero sólo si tú lo quieres.
—Volveré... mañana, creo —estaba de pie vacilantemente en el bote, sosteniendo las manos de él, que se balanceaba en la orilla de los escalones. Dijo ella—: David... sí quiero volver a verte.
Se besaron una vez más, luego Julia se acomodó en la parte trasera del bote, hizo arrancar el motor, y en un instante se alejó, pasando a través del puerto. El agua estaba negra y calma; las lámparas de colores que pendían en el extremo opuesto se reflejaban en la superficie, conservando perfecta simetría consigo mismas. Cuando el bote de ella agitó el agua, la estela hizo que los colores relampaguearan y se entrechocasen.
Harkman permaneció en el murallón del puerto, al tope de la escalinata, hasta que ya no pudo oír el motor; luego volvió caminando por la ciudad.
Era raro cómo la memoria parecía separarse de la experiencia: ya la visión del bote de Julia, enfilando a través del agua multicolor y negra, parecía distante de sí mismo. Era como si hubiese una experiencia falsa en la memoria, algo que le ocurría a él. Parecía como si hubiese estado caminando solo por el Boulevard toda la tarde y durante la noche, con recuerdos completamente espurios que aparecían secuencialmente para suplir la falsa experiencia.
¿La memoria era creada por los sucesos, sin duda?
No podía ser de otra manera.
Nada había dicho de este dilema a Julia, si bien estuvo consciente toda la tarde de esta realidad que estaba recobrando forma por detrás de él.
La comida en Sekker’s fue un plato de pescados y mariscos notablemente bueno, con vino del Norte de Francia; había sido la más deliciosa que Harkman tuvo desde su llegada. Julia dijo que nunca había comido antes en Sekker’s. Los pequeños incidentes se recordaban: el mozo que le había dado una rosa a Julia; los cuatro músicos que ensordecieron a todos en el patio, hasta que el jefe de mozos les pidió que se fueran; la ruidosa fiesta en la mesa de al lado, con seis americanos de los Estados vestidos con túnicas árabes y entonando cantos de la universidad. La comida había sucedido: su estómago todavía podía sentir su peso.
Y aun así, cuando abandonaron Sekker’s, Harkman había tenido una machacante sensación de que el recuerdo de eso era falso.
También con Julia: cuando se hicieron el amor, Harkman tuvo una percepción repentina de que la llegada de ella a la cama había sido espontánea, de que siempre había estado ahí, y de que los sucesos conducentes a ese instante sólo existían en la memoria implantada.
Después, el sexo mismo se hizo recuerdo, siendo, a su vez, la hora descansada y vacía que siguió, la única realidad.
Y ahora, mientras volvía caminando a la posada de la Comisión, Harkman pensaba en la partida susurrada del puerto y en el bote cruzando la tersa agua negra, como en sucesos creados por el recuerdo.
Era como si Julia no hubiese estado allí, como si ella no existiera, excepto como una extensión palpable de la propia imaginación de él la que, cual monstruo de la niñez, sólo adquiría sustancia en tanto se concentrase en él.
Llegó a la posada, y se dirigió a su cuarto, teniendo cuidado de no encontrar a ninguno de sus colegas de la Comisión. Todos parecían estar en cama, pues el edificio estaba en silencio.
Se lavó, y desvistió, tiró de los cobertores arrugados de la cama: allí, en la sábana de abajo, había un pequeño manchón mojado de recuerdos profundamente íntimos.
Harkman lo contempló pensativamente, sabiendo que era tan real para él como todas las otras reminiscencias de la tarde; tan real... y tan alejada de la memoria.
Mientras yacía desnudo en la cama, esperando el sueño, el manchón mojado estaba contra su espalda, frío y pegajoso.
13
Donald Mander estaba hablando por teléfono con la Casa Wessex, en Londres. Se lo había hecho volver de Wessex un día antes que a Julia Stretton y a los demás, y había pasado cualquier signo de tensión residual. Se sentía descansado y bien, aunque la noticia de la muerte de Tom Benedict había ejercido sobre él un efecto sombrío. A los cincuenta y cuatro años era ahora el miembro más viejo de la proyección.
—... la investigación se efectuará pasado mañana —le estaba diciendo a Gerald Bonner, asesor legal de los síndicos—. Sí, después del funeral.
A Bonner le preocupaba la posibilidad de publicidad adversa después del fallecimiento de Tom. Aunque el proyecto Wessex no era secreto, después del interés inicial demostrado al comienzo, los medios de comunicación habían puesto su veleidoso oído en otros asuntos y, durante la mayor parte de los dos años de vida de la proyección, el trabajo había proseguido guardando celosamente protegidos su aislamiento y su concentración.
—... no, no hay necesidad de un post mortem, aparentemente. Técnicamente, Tom estaba bajo supervisión médica. Sí, naturalmente que tenemos cuidado. Se intensificarán las revisiones médicas antes de que alguien vuelva a la proyección.
Escuchó a Bonner hablar sobre la posibilidad de una demanda por parte de las personas a cargo de Benedict, y cuánto podría costar.
—No estaba casado —dijo Mander—. Pero veré si alguien de aquí sabe algo sobre su familia.
Después, Mander llamó al Castillo de la Doncella y habló con John Eliot, quien había solicitado una reunión de los participantes para esta mañana.
—Estaremos listos para comenzar en pocos minutos —dijo.
Eliot confirmó que se había incrementado la observación de todos los participantes. La única causa verdadera de alarma era David Harkman: ahora era el único participante al que nunca se había hecho volver. El que por fin se lo hubiese rastreado significaba que sólo era cuestión de tiempo, pero podría haber gran cantidad de efectos fisiológicos colaterales sobre un cuerpo humano mantenido en suspensión durante más de dos años.
Los dos recuperadores de la proyección —Andrew Holder y Steve Carlsen— estaban en Wessex en este momento, buscándolo: pero si la prolongada exposición de Harkman al futuro había debilitado la mnemónica y los activadores de hipnosis profunda, era algo que nadie sabía.
Las recuperaciones estaban impregnadas con elementos aleatorios, y Mander mismo no podía evitar sentirse divertido por el modo en que se lo había recobrado esta vez: Andy y Steve se habían presentado a la Comisión, solicitando visa para visitar Francia.
El empleado del mostrador se había apercibido de sus ropas, de factura tosca —estilo inconfundible de la comunidad del Castillo de la Doncella— y los dejó en amansadora durante una hora. Los dos jóvenes insistieron hasta que el empleado llamó a Mander. Una vez en su oficina, extrajeron sus espejitos y los siguió de vuelta al Castillo sin resistencia alguna.
Siempre era una operación aleatoria: ni los participantes, ni Steve ni Andy, tenían una idea real, mientras ocupaban sus personas del futuro, de por qué tenían que encontrarse; y era un punto a favor de su propia iniciativa y de su adiestramiento mnemónico el hecho que encontraran siempre a la gente que buscaban.
Al igual que todos los demás, Donald Mander siempre experimentaba una aguda sensación de frustración en las horas posteriores al haber sido traído de vuelta. Una vez que se tenía la perspectiva de los propios recuerdos, siempre resultaba simple ver lo que se pudo haber hecho como alternativa. Pero el alter ego del futuro dominaba por completo: personalidad y memoria se dejaban atrás.
Eso era el centro del problema con respecto a Harkman: dentro de la proyección lo motivaban recuerdos y personalidad de su otro yo.
Para cuando Mander logró reunir sus diversas notas y el informe que había escrito a máquina la noche anterior, John Eliot había llegado del Castillo; se reunieron en la sala de abajo.
—¿Ha visto ya a Paul Mason? —preguntó Eliot mientras caminaban lentamente por el corredor hacia el salón de fumar que utilizaban para las reuniones.
—Hablé brevemente con él la última noche, después que lo vi a usted. No averigüé mucho sobre él.
—Posee un buen título. Universidad de Durham. Tuvo un período de periodista, pero, durante los últimos cinco años, ha estado en comercio. Técnicamente, es justo lo que necesitamos para reemplazar a Tom. Trabajó con un grupo de investigación sobre propiedades, planeando inversiones de capital.
—¿Pero piensa realmente que encajará? —preguntó Mander, expresando la duda que nunca podría ser aquietada por la charla de Eliot sobre antecedentes y experiencia. El día anterior, a la tarde, él y Eliot habían sostenido una discusión privada y prolongada; Mander expuso lo que imaginaba que sería la objeción de todos los otros participantes: que nadie nuevo podía unirse a la proyección estando tan avanzada en su existencia, sin acarrear alteraciones drásticas de su forma.
—Ya sea que encaje o no, tendrá que prepararse para él: los síndicos son inexorables en cuanto a su incorporación. Pero no veo el problema. Es un joven muy sagaz, y por cierto que aprehendió rápidamente el principio de la proyección.
—Entiendo que viene a esta reunión.
—Así es. Pensé que debía conocer a uno o dos de los demás. —Habían llegado a la puerta, y Eliot la empujó—: Después de usted.
Debido a que la proyección estaba debilitada por la extracción de participantes, se estableció que en ningún momento debían estar fuera del proyector más de cinco y, con el deceso de Tom Benedict, este número se había reducido a cuatro.
En el momento presente, además de Don Mander mismo, se lo había traído a Colin Willment, pues ya le correspondía su período de licencia. A solicitud de su familia también se la había recuperado a Mary Rickard, pero se esperaba que estuviese fuera de la proyección unos pocos días solamente. Por añadidura, se la había traído de vuelta a Julia Stretton para ulteriores discusiones sobre David Harkman y la situación que había surgido con la muerte de Tom.
Cuando Mander y Eliot penetraron en el salón, Colin y Mary los estaban esperando.
Julia todavía no había llegado.
Mander los saludó con breve inclinación de cabeza, asumiendo la expresión ligeramente cautelosa que adoptaba siempre que tenía que reunirse con sus compañeros fuera de la proyección.
Aparte de él mismo, Mary Rickard era el miembro presente más antiguo. Era una bioquímica de la Universidad de Bristol y había estado con la proyección desde sus primeros días. Aguda para juzgar caracteres, teórica enérgica sobre la naturaleza de la proyección, Mary se había ganado el respeto de los demás en los primeros días, durante el planeamiento, pero desde entonces, como consecuencia de su papel inadvertidamente secundario en Wessex, sus modos se habían suavizado en cierta medida. El otro yo futuro de Mary era miembro de la comunidad artesanal del Castillo de la Doncella, y ni ella ni Mander tenían recuerdo alguno de que alguna vez se hubiesen encontrado en Wessex.
Colin Willment era el economista del proyecto y había estado perdido por un tiempo, del mismo modo que le había acontecido a Harkman. Finalmente, se lo había rastreado hasta el puerto comercial de Poundbury, donde su alter ego trabajaba como estibador.
Mientras esperaban a que llegasen los demás, Mander y Eliot se sirvieron café de la cafetera eléctrica que suministraba el personal de Bincombe.
Mary Rickard dijo:
—Don, me gustaría ir al funeral de Tom. ¿Será posible?
—Sí, por supuesto. Me imagino que Julia también querrá ir.
—¿La han recuperado? —preguntó Mary.
—Ayer. Debería estar aquí. ¿Sabe alguien dónde está?
John Eliot dijo:
—Trowbridge la examinó esta mañana. Sabe de la reunión... debería estar acá.
Mientras Mander y Eliot buscaban sillas, Julia penetró en la habitación. El primer pensamiento de Mander fue que todavía se estaba recuperando de los efectos posteriores de la reintegración: se la veía pálida y ojerosa; parecía muy tensa. Dijo hola a los demás y fue luego hacia el aparador para servirse un pocillo de café. Observó que las manos de ella temblaban y que al poner azúcar en el pocillo, derramó mucho sobre el platito.
Al mirarla. Mander recordó las muchas veces que había visto la persona futura de ella en el puesto de Dorchester. Su propio alter ego era moderadamente lascivo, y había pasado a propósito por el puesto durante sus paseos vespertinos. La primera vez que la encontró a Julia fuera de la proyección, le había explicado que sus frecuentes guiños y sonrisas de conocimiento evidentemente eran síntoma del reconocimiento subliminal que los miembros de la proyección con frecuencia experimentaban entre si en Wessex.
Para divertida turbación de su propio yo, la lascivia del Mander de Wessex había continuado después, y no daba señales de apaciguarse: una vez, ella lo había sorprendido parado en puntas de pie, tratando de mirar el escote de su vestido cuando se inclinó hacia adelante... y la mirada que le lanzó no había sido de reconocimiento proyectivo.
Cuando Julia se sentó, John Eliot dijo:
—Temo que tengamos bastante trabajo que hacer esta mañana, pero primero debemos establecer quién ha de volver a la proyección esta semana. Mary, ¿usted tiene que regresar a Londres?
Mary asintió: su casa había sido ocupada por intrusos, había que solicitar una orden del tribunal.
—Probablemente esté afuera un par de días —dijo.
—El problema es —dijo Eliot— que es factible que Andy y Steve recuperen muy pronto a David Harkman, lo que significaría que otros tres han de abandonar la proyección. Julia, entiendo que usted podría volver en los próximos dos o tres días. ¿Y tú también, Don?
Ambos confirmaron esto, mientras Julia no los miraba, la vista puesta con fijeza a través de la ventana y a través del parque.
—¿Y usted, Colin? Le toca la licencia.
—La tomaré si tengo que hacerlo... pero si se me necesita, volveré mañana.
—Todos están ansiosos por quedarse. A veces pienso que están más felices en Wessex que aquí.
Nadie respondió a eso, y Mander, echando una ojeada al grupo, vio algo de la unión existente entre ellos, la unión que los ligaba dentro de la proyección. Raramente se discutía esto cuando estaban en estas reuniones, pero hablando en privado, había descubierto que su propia experiencia era típica: Wessex se había convertido en el refugio ideal, un lugar en el que no había peligro, donde se satisfacían los caprichos del inconsciente. La vida presentaba una calidad hipnótica de paz y seguridad, una indolencia ordenada; era un sitio seguro y reposado. Hasta el clima era bueno.
La mayor parte de los participantes provenía o habitaba actualmente en ciudades: por lo menos la mitad venía de Londres. Hoy en día, la vida en las ciudades distaba de ser placentera. El alojamiento se hacía cada vez más escaso, lo que llevaba a la ocupación casi automática por intrusos de cualquier propiedad que hubiese sido dejada deshabitada durante más de un día, que era exactamente lo que le había sucedido a Mary Rickard.
Asimismo, con el costo fenomenal de cualquier clase de calefacción o combustible, la persistente escasez de alimentos y los mercados negros consiguientes, según lo que restaba de prensa responsable, la vida cotidiana del ciudadano común estaba aproximándose al nivel de barbarie urbana. Todo esto, combinado con la creciente incidencia de los crímenes violentos y ataques terroristas, convertía a cualquier lugar que estuviese a más de 30 kilómetros de una ciudad, en un lugar de escape temporario.
Wessex, isla turística en un futuro imaginario, se transformó en la última fantasía escapista, un agujero de escape de la realidad.
Mander sabía que ninguno de los participantes lo admitiría, pues teñía, con deslumbrante pintura de letrero, una respuesta que para él, así como para aquéllos con los que lo había discutido constituía la delicada acuarela de una experiencia.
La atracción que ejercía Wessex sobre él era una cuestión sutil: sabía que su propio alter ego estaba descontento con su trabajo, que lo había estado durante muchos años, y que existía una cierta morosidad rutinaria en la vida en la Comisión Regional que no había tenido que soportar desde hacía treinta y cinco años, cuando tuvo un empleo de oficina que tomó durante unas vacaciones de la universidad. Aun así, Mander siempre se sentía inquieto cuando se hallaba fuera de la proyección, anhelaba el regreso.
—Hay otro asunto de gran importancia, y es el efecto de la trágica muerte de Tom Benedict sobre la proyección —dijo Eliot.
Mander echó un vistazo a los demás, vio que parecían estar tan incómodos respecto a eso como él mismo. Por un lado, estaba la tragedia humana de la muerte; pero por otro, la proyección tendría que seguir adelante. La mayoría de los participantes, en otras palabras, aquellos que actualmente se encontraban dentro de la proyección, no estarían al tanto de lo que había ocurrido.
—Tom era muy centralista —dijo Colin Willment—. Estuve en la proyección hasta ayer y no me enteré de que hubiese sucedido cambio alguno.
—Creo que todos reconocemos eso —dijo Eliot—. El problema real es con los síndicos: todos ustedes saben que ha habido varias sugerencias provenientes de Londres, en el sentido de que la proyección ha perdurado más que su utilidad, y que se la debe finalizar pronto. Sé que cuando recibieron la noticia de la muerte de Tom, la primera reacción fue la de que era una razón segura para cerrarla ahora.
—¿Pero fue el estar dentro del proyector lo que directamente ocasionó la muerte de Tom? —preguntó Mary.
—No lo creo. Ofreceré evidencias en la investigación; como médico más antiguo del proyecto, mi opinión es que la muerte fue por causas naturales.
—¿Y le ha dicho eso a los síndicos? —preguntó Mary.
—Por supuesto. Como dije, ésa fue la primera reacción. Al considerarlo posteriormente, les pareció que la proyección podía continuar, pero que al mismo tiempo sería posible corregir algunas de las que ellos veían como falencias actuales.
Al decir esto, Eliot miró brevemente a Mander: ésta era una zona muy sensible, pues los participantes estaban ferozmente celosos de su creación.
Eliot prosiguió:
—Han oído las críticas antes... la creencia que sostenían algunos síndicos de que, en cierto sentido, la proyección se había convertido en un fin en sí misma.
Mientras miraba a Mary Rickard y a los demás, Mander vio nuevamente reflejados sus propios pensamientos. Era una acusación contra la que estaban más o menos indefensos. En los primeros días, los informes que habían confeccionado los participantes reflejaban el espíritu de la proyección: que estaban descubriendo una sociedad y especulaban sobre la manera en que se conducía. Empero, a medida que transcurrió el tiempo y los participantes se embebieron más profundamente en ella, gradualmente sus informes adquirieron un tono más relativo a los hechos, relacionando la futura sociedad consigo misma, en vez de hacerlo con el presente. Dicho en otras palabras, significaba que los participantes estaban tratando la proyección como a un mundo real y no como lo que era: una extrapolación consciente del propio.
Pero esto era inevitable, siempre había sido así, si bien nadie se había dado cuenta en ese movimiento. Debido a que Wessex fue parcialmente creado por el inconsciente, se volvió real durante el período de la proyección.
Los síndicos, que siempre tenían presentes consideraciones presupuestarias, no estaban obteniendo los resultados que perseguían.
Era una concepción temeraria e imaginativa: postular una sociedad futura tan adelantada a los días actuales, que los problemas mundiales y las preocupaciones contemporáneas habrían sido resueltas de un modo u otro. No habría hambre, porque la proyección creó un mundo con abundancia de alimentos. No existiría la amenaza de guerra en escala mundial, porque la proyección imaginó una situación política mundial estable. Estaría contenida la explosión demográfica, pues la proyección decidió que así fuese. Se habría estabilizado el empleo de la tecnología y de los combustibles fósiles, porque la proyección creó un mundo en el que esto se había alcanzado.
La proyección misma creó los fines; al desplazarse dentro de esa sociedad, los participantes descubrirían los medios por los cuales se habían logrado... y éste era el propósito de la proyección.
Dos años después de haber comenzado, todavía no se comprendían los procesos conducentes a las soluciones. Se imaginaban y entendían hasta el último detalle a Wessex en los primeros años del siglo XXII, así como el lugar que ocupaba en el mundo como un todo, pero sólo se podían retransmitir a la Fundación, que suministraba fondos para la investigación, los detalles más ínfimos sobre cómo se había logrado la estabilidad.
—Algunos de ustedes sabrán —dijo Eliot— que los síndicos han empleado a un tal señor Paul Mason para reemplazar a Tom Benedict. Entiendo que el señor Mason fue designado dos o tres meses atrás, para asistir a los síndicos en la evaluación de la validez de los hallazgos de la proyección, pero después de la noticia del deceso de Tom, se sugirió que Mason debería reemplazarlo. Piensan que posee las cualidades necesarias para dirigir nuestro trabajo hacia la obtención de la información que requieren.
—¿Se dan cuenta los síndicos del efecto que podría tener sobre la proyección un recién llegado? —dijo Mander.
—¿Se refiere usted a los posibles cambios en la sociedad proyectada? —Eliot, al que se había asignado el difícil papel de apologista de los síndicos, parecía incómodo— Así lo creo. Evidentemente, Mason es un hombre de inteligencia formidable y ha pasado las últimas semanas familiarizándose, no sólo con el programa original, sino también con los informes que se han archivado. Yo mismo he estado mucho tiempo con él, es notable cómo entiende lo que estamos haciendo. Creo que los cambios que puedan surgir como resultado de su incorporación a la proyección serían nimios; no mayores, por cierto, que los causados por la muerte de Tom.
—Pero la parte proyectiva de Tom era en grado sumo con el acuerdo general —dijo Mary Rickard.
—¿Cómo sabe que no lo es la de Mason? —dijo Eliot—. Me gustaría que lo conocieran esta mañana. Está esperando afuera. Pueden tomar su propia decisión con respecto a él.
—¿Y si no pensamos que sea apto? —preguntó Mander.
—Entonces probablemente los síndicos esperen que la proyección se clausure en las próximas semanas.
—De modo que no tenemos una verdadera opción —dijo Mary.
—Pienso que encontrarán que Mason no constituye la amenaza que creen. Parece dedicado a la proyección.
Nuevamente, Mander vio que Mary Rickard y Colin Willment le llamaban la atención.
Conocía sus dudas sin que se las dijeran, pues eran las suyas, nadie podía estar “dedicado” a la proyección sin penetrar en ella. No podía sentirse mediante la extracción de informes a modo de muestra, ni comprenderse leyendo el programa. Tenía que vivirse para que se la sintiese... sólo entonces se formaba un compromiso.
Pero la proyección era un mundo intensamente privado; cualquier recién venido, por más que simpatizara, sería un intruso. A Paul Mason no se le daría la bienvenida hasta que hubiese hecho que el mundo reflejara su propia personalidad... y nadie, en la proyección, le permitiría con gusto hacerlo.
—Supongo que deberíamos conocer a Paul Mason —dijo Mander—. ¿Puedo hacerlo pasar, entonces? —Eliot miró a los demás solicitando su aprobación—. Bien, iré a buscarlo.
Eliot abandonó la estancia y no bien se hubo cerrado la puerta, Mander se volvió hacia los demás.
—¿Qué hacemos? —dijo.
Colin encogió los hombros:
—Estamos atados. Tenemos que aceptarlo.
—Nos están chantajeando —dijo Mary—. Si lo admitimos, afectará la proyección. Si lo rechazamos, se cierra la proyección.
—¿Entonces, qué piensan?
—Tendremos que aceptarlo.
—¿Julia? ¿Tú qué opinas?
En el transcurso de la discusión, Julia había permanecido sentada en silencio en su sillón. Se la veía pálida y frágil; el café que se había servido estaba intacto.
—¿No te sientes bien, Julia? —preguntó Mary.
—No... estoy bien.
En ese preciso instante, Eliot volvió a entrar a la habitación y, siguiéndolo, lo hizo un joven alto y elegantemente vestido que, se veía claramente, estaba a sus anchas.
Mander se puso de pie, fue hacia él y extendió su mano:
—Señor Mason, ¡qué bueno volver a verlo! —Se volvió hacia los demás—. Desearía que conozca a sus nuevos colegas. La señora Rickard, la señorita Stretton, el señor Willment...
Paul Mason estrechó calurosamente la mano de todos, uno por uno, y Colin Willment sacudió la cafetera para ver si quedaba algo de café para servirse nuevamente.
14
Julia se sintió mejor no bien Paul hubo ingresado a la sala. Tan obsesionada había estado con la breve y cargada conversación en la oficina de aquél, que apenas si oyó lo que habían estado diciendo John Eliot y Don Mander. Sólo al final, cuando Eliot había abandonado el cuarto, se había dado cuenta de que Mary y Colin tenían sus propias razones para no querer a Paul en la proyección.
Entonces Paul entró y la amenaza invisible que había estado acechando afuera se convirtió en un antagonista palpable, siendo así menos temible.
—¿Cómo está usted, señorita Stretton? —había dicho como si efectivamente fuesen dos perfectos extraños... y la amenaza que representaba se volvió contenible. La presentación se había hecho en un momento en el que pudo haber revelado que se conocían, pero había permitido que pasase la oportunidad; en cambio, fingió no conocerlo.
Tenía a los síndicos que lo respaldaban: no tenía que forzar una confrontación con ella para incorporarse a la proyección.
Ella se sentó de nuevo en su sillón, tratando de calmar su agitación y observó a Paul.
Una vez había tenido la fuerza para desafiarlo, debía hacerlo de nuevo.
Paul estaba sentado, escuchando y hablando con Mander y Eliot. Su rostro expresaba interés y atención... el que observaba para la compañía cortés, cuando quería impresionar y ser apreciado por los que lo rodeaban. Julia no había visto esa expresión desde hacía años, pero la reconoció al punto. Le hizo recordar la época.
El recuerdo fue como un golpe físico, se sintió ruborizar, como si la hubiesen cacheteado. El recuerdo había estado enterrado en el pasado, pero la presencia de Paul lo desenterró tan rápidamente como si todo ese tiempo hubiese estado en la superficie.
Había sido poco después de empezar a vivir con él en Londres, mucho antes de las peleas finales. Había aflorado en la superficie algún instinto de autoconservación: sólo era instinto, entonces, porque ella estaba demasiado fuertemente influida por él como para interpretar racionalmente sus aflicciones, y creía en lo que le decía sobre sí misma. Al intentar expresar sus incertidumbres, había empezado un diario, un diario honesto y secreto, de la clase que no estaba hecho para que se lea, ni siquiera por su autora: había escrito sobre sí misma, sus sueños, ambiciones, sobre sus fantasías sexuales; todo vertido atropelladamente, sin signos de puntuación, con palabras abreviadas, como un grito del inconsciente. El diario siempre estaba cuidadosamente bajo llave, pero era el piso de Paul y él tenía llaves para todo. Pocas semanas después de que había comenzado a escribirlo, fueron a cenar a la casa de un editor de revistas al que Paul estaba tratando de impresionar. Se había sentado a la mesa con esta expresión en su semblante: interés urbano, apertura hacia las ideas de otras personas... y entonces, después de que el editor hubo relatado una anécdota, Paul respondió citando en voz alta lo que ella había garrapateado en su diario la noche anterior. Tuvo que ser deliberado, pero fue hecho de un modo tal que se oyó, en el contexto, como algo que é1 mismo había inventado; incluso se rió de sí mismo, disculpándose por la trivialidad.
Luego, le sonrió a Julia, pareciendo buscar su aprobación, pero diciendo con los ojos lo que iba a aprender cien veces en los meses venideros: te poseo y te controlo. Nada hay tuyo que no pueda tocar o pintar. Nada hay tuyo que puedas decir que es propio.
Y cuando Paul escuchaba a los demás, a veces la miraba y sus ojos estaban diciendo lo mismo.
Don Mander por lo menos parecía haber aceptado que Paul se uniese a la proyección, si bien era perceptible para Julia el silencio de Colin y Mary.
Mander estaba diciendo:
—...debido a que el Ridpath opera sobre la mente inconsciente, así como la consciente, nuestro programa original tuvo que ajustarse a un punto de vista consensual y realista de lo que realmente podría ser este futuro. Si había dudas profundas en la mente de los participantes, tendrían que aventarse antes de que comenzáramos.
Julia recordó los primeros días, cuando se efectuaban las interminables discusiones de planeamiento. A veces, durante semanas seguidas parecía que se había llegado a una desavenencia irreconciliable, que había una minoría de gente que disentía con toda propuesta que se presentase.
—Estoy interesado en la noción de control comunista —dijo Paul.
—Con seguridad, ¿esto habría parecido improbable? ¿Es realmente posible que Inglaterra acepte alguna vez el socialismo estatal?
—Creímos que sí —dijo Eliot—. Recuerde: no es Gran Bretaña como un todo la que se está considerando; un aspecto importante es la suposición de que Escocia eventualmente se escindirá de la unión y mantendrá el control de los depósitos de petróleo del mar del Norte. También hemos supuesto un papel económico diferente para el petróleo en sí: los depósitos naturales se convierten en reservas del Estado, como el oro. El petróleo que quedara en yacimiento sería más valioso que el que se extrajera y emplease. Sin esta clase de activo en material, Inglaterra en si carecería de fuerza económica. Estaría madura para la dominación.
—¿Pero por qué el bloque oriental, doctor Eliot?
Había una razón para todo, pensó Julia. A pesar de sí misma y de sus intensos sentimientos, se estaba dejando seducir por la manera razonable de Paul. Después de todo, solo estaba formulando el tipo de preguntas que cualquiera podría hacer. Por aproximadamente la milésima vez en su vida, se le ocurrió que podría ser sólo ella la que alguna vez vio el lado malo de Paul, que sus prejuicios eran injustos.
Se dio cuenta de que el café que se había servido se había enfriado, de modo que fue al aparador y tomó un pocillo fresco. Mary le echó un vistazo cuando retornó a su sillón; tanto ella como Colin estaban tan silenciosos como Julia. Colin, fingiendo desinterés, estaba con brazos y piernas extendidos sobre el sofá.
A Julia siempre le había gustado esta habitación, con sus vigas ennegrecidas y su enorme hogar de piedra de Portland. Alguien famoso había vivido aquí durante el siglo XIX, y la casa estaba en la lista de monumentos para preservarla para generaciones futuras. Pero Julia había caminado por estas lomas un día —un día en Wessex— y la casa ya no estaba allí. Se había entristecido cuando lo recordó después de la recuperación y, tendida en su cuarto en la otra punta de la casa, revivió el futuro, cuando el lugar ya no estaba. La Casa Bincombe tenía la calidez del tiempo, estaba llena de recuerdos agradables de otros siglos. La clase de tensiones que Paul creaba no tenía lugar aquí.
Trató de concentrarse en lo que Eliot y Mander le estaban explicando a Paul, con la esperanza de llegar a un acuerdo con la nueva situación al involucrarse más en ella.
Mander estaba hablando sobre la forma política del siglo XXII, según lo concebido en la proyección: los Estados del Emirato dominados por los musulmanes, que comprenderían medio mundo y que incluirían ambas Américas, la mayor parte de África, Medio Oriente, el Sur de Europa. El bloque comunista que abarcaba la mayor parte del resto: norte de Europa, Inglaterra, Islandia, Escandinavia, la mayor parte de Asia, incluyendo la India.
Unos pocos países independientes aún de ambos: Canadá, Escocia, Suiza, Eire, Australia. Nada de Tercer Mundo, a menos que se contase allí al sur de África, que se llamaba a sí mismo independiente.
Parte del argumento se había concentrado en los recursos naturales. El petróleo no se refinaría en tal escala universal: habría gasolina, pero sólo para los muy ricos, o para usos reservados. Todavía generarían electricidad el carbón y la hidroeléctrica, pero habría un empleo mucho mayor de los recursos locales: energía solar en los trópicos; se quemaría madera; perforaciones geotérmicas; energía proveniente de las mareas y las olas.
Julia había trabajado por un tiempo con el equipo de recursos energéticos. Se sabía que existía algo de petróleo debajo de Dorset y, hasta un grado mucho más explotable, un estrato profundo de rocas calientes.
Don Mander estaba diciéndole a Paul la naturaleza geofísica de este mundo futuro producto de especulaciones y, por primera vez, Julia oyó que se mencionaba su nombre.
Paul la miró: todavía estaba interpretando su papel, pues la saludó cortésmente con la cabeza. Hasta ahora, las perforaciones geotérmicas sólo se habían intentado en pequeña escala, con éxito limitado. Julia, trabajando con los otros, había llegado a la conclusión de que si se explotaba por su contenido energético ese depósito de rocas particular que estaba 8 km. por debajo del Valle Frome, surgirían varios peligros: el principal era el de que las rocas se enfriarían cuando se inyectase agua para canalizar el calor, lo que probablemente daría por resultado actividad sísmica. El proyecto Wessex incluía un sismólogo —Kieran Santesson, actualmente dentro de la proyección—, que había calculado que en una zona sísmica de otro modo estable, podrían acontecer grandes terremotos y hundimientos generales. En una primera pasada de prueba del Ridpath, los resultados indicaron que ciertas partes de Dorset podrían hundirse tanto como 75 metros, amputando así en forma efectiva a la Región Occidental de tierra firme.
Esta noción, la de que Wessex podría convertirse en isla, había atraído a todos en el proyecto, e inmediatamente se había convertido en imagen dominante del programa.
Eliot estaba diciendo:
—...usted ve, Mason, la forma consciente de la proyección puede predeterminarse. Lo que no podemos controlar es la naturaleza inconsciente del paisaje, ni los papeles que juegan los alter egos.
Esta había sido el área de competencia de Don Mander durante el planeamiento.
Mander, uno de los dos psicólogos del proyecto, había descripto la proyección como un psicodrama de la mente, y para Julia el término tuvo siniestras connotaciones, como si fuese a tener lugar un experimento clínico. No había estado sola en esta reacción.
Muchos que los participantes habían tenido dudas desde el principio: había algo casi indecente en fusionar la propia mente inconsciente con la de gente comparativamente extraña. No obstante, nadie podía violar la mente de otro, pues el efecto del Ridpath era el de combinar el inconsciente para producir una especie de sueño colectivo.
El inconsciente producía sus cosas ilógicas, especialmente en el modo en el que trataba la vida de los otros yo: los participantes asumían papeles que reflejaban no su entrenamiento ni sus títulos, sino algún deseo más profundo. Mander se convirtió en burócrata; Mary, en alfarera; Kieran —el sismólogo— trabajaba como cocinero jefe de uno de los restaurantes del distrito ribereño; Colin Willment era trabajador en el puerto. En mayor o menor grado, todos estos podían rastrearse en la vida real de los participantes: Mary Rickard practicó la alfarería para distraerse, Colin hablaba a menudo de su frustración por la naturaleza puramente teórica de su trabajo como economista, se sabía que Kieran era un excelente cocinero.
También el paisaje reflejaba el inconsciente. Tenía sus idiosincrasias y cosas ilógicas, el clima era, o dramáticamente bueno, o dramáticamente malo; los días parecían ser más largos, las colinas más altas y los valles más profundos pero todavía era una versión reconocible del verdadero Dorset.
En el comienzo, alguien había señalado que el inconsciente colectivo produciría horrores arquetípicos, imágenes de pesadilla, situaciones oníricas. Había sido una observación medio chistosa, pero muchos la habían tomado en serio. Empero a diferencia del estado de sueño, se podía controlar al Wessex de la mente grupal. Había una corrección constante que provenía de la razón, la cordura, la experiencia: la mente consciente podía contrarrestar a la inconsciente. Las fantasías pesadillescas no aparecieron.
Pero siempre estaba presente el carácter onírico y todos lo compartían. Los participantes habían llegado a acostumbrarse unos a otros. Wessex se había conformado y pertenecía a los que le dieron forma. Uno de afuera que intentara interferir en él, presentaba una amenaza que actuaba sobre los niveles más profundos de la identidad, de la memoria y de la mente.
Cuando ese intruso era alguien como Paul que, aun cuando Julia dejase de lado sus sentimientos privados, era, por propia confesión, egoísta y ambicioso, inevitablemente se vería afectado el carácter inconsciente de la proyección.
Ella estaba intentando ser racional, intentando discutir consigo misma. Siempre existía la posibilidad de que si Paul entraba a la proyección, los resultados no serían tan malos como temía. Era suficientemente inteligente y por su modo de ser, parecía preparado para cooperar, para combinar su voluntad con la de los otros.
Se preguntó qué era lo que le había estado ocurriendo en los seis años pasados. Debía de haber habido otra mujer en ese momento, varias quizás. No se las había mencionado, ni hoy, ni durante su último fin de semana en Londres. Quizás había alguien con quien él estuviese mezclado ahora. ¿Podrían ser, simplemente, las propias fantasías paranoicas de Julia, en el sentido de que él todavía estaba para controlarla y dominarla? ¿Había sido aquella relación devastadora que dejó cicatrices, simplemente un producto de la juventud, y que ambos hubiesen madurado desde entonces?
¿Y cuando ocurriera lo peor, qué? Cuando Paul ingresase a la proyección y estuvieran juntos en Wessex, ¿sería posible que se olvidaran las antiguas diferencias, junto con los recuerdos del mundo real?
Era una posibilidad. Muchos de los participantes habían escrito sobre esto en la sección personal de sus informes: descubrieron que la identidad asumida por sus otros yo carecía de las zozobras de sus vidas reales.
Al pensar en esto, Julia recordó a Greg. No existía en la realidad, no era miembro de la proyección.
Greg era una de las personas de Wessex, corporizado por el inconsciente grupal.
Mediante la analogía psicodramática de Don Mander, Greg era uno de los miles de papeles secundarios fuera de guión, los egos auxiliares. La mayoría estaba en el trasfondo, como extras en una película... pero a veces, los participantes les otorgaban bocadillos a estos intérpretes: el inconsciente de Julia había escrito un argumento para Greg que tenía conexión directa con alguna necesidad interna propia de ella, Greg se convirtió en un amante físico, un íncubo de la mente.
Pero el inconsciente hacía sus trucos: Greg era un compañero sexual insatisfactorio.
En sus propios informes, Julia había descripto el hecho de la relación sexual con Greg, pero nunca había detallado el modo en el que casi invariablemente la dejaba insatisfecha.
En este aspecto, sus informes distaban de ser completos, pero dándose cuenta de que la naturaleza de la relación con Greg revelaría una inadecuación muy personal e íntima, Julia se sintió justificada por omitirlo.
Todo era directamente a propósito de Paul Mason.
Desde hacía mucho, Julia había arribado a la conclusión de que la actitud destructiva y ponzoñosa que Paul había tenido hacia ella, provenía de alguna necesidad interna propia de él, que era una compensación por cierta falencia física.
Si Paul todavía la experimentaba y se incorporaba a la proyección, entonces era casi seguro que él también se encontraría en alguna relación inconsciente e imaginada con un ego auxiliar del propio. Quizás aprendiera de éste, como ella lo había hecho de Greg.
Era una esperanza piadosa, pero esperanza al fin... y luego, cuando la discusión se interrumpió minutos más tarde por la campana que llamaba a almorzar, Julia se sintió más tranquila acerca de las perspectivas, que esa mañana después de haberlo encontrado a Paul.
15
David Harkman había fijado su despertador para las 6.30 de la mañana y a pesar de su larga noche se despertó en cuestión de segundos. El día anterior, sabiendo que Julia iba a enviar su nuevo deslizador, había hecho averiguaciones sobre la hora de las mareas.
Por lo común, sólo había una ola por día sobre la que se podía deslizar y como la hora de las mareas se adelantaba alrededor de media hora cada día, la de la tarde estaba demasiado próxima a la caída del sol como para ser segura. La ola de marca de hoy, apta para los que querían deslizarse, debía aparecer alrededor de las 8.45 de la mañana; Harkman estaba ansioso por probar su pericia.
Se vistió apresuradamente, poniéndose una malla de baño por debajo de los pantalones, y salió de la posada de la Comisión.
Dorchester tenía un aspecto gris y triste. Se había ido el tiempo húmedo del día anterior y a través de la ciudad se esparcía una llovizna densa y penetrante que hacía que los edificios aparecieran húmedos y melancólicos. Era difícil imaginar que el Marine Boulevard, bajo esta luz mortecina de la mañana temprana, pudiera haber sido escenario de colorida jarana solo pocas horas atrás. Las luces estaban apagadas; los bares y los cafés, con las cortinas bajas.
Sólo había unas pocas personas por los alrededores, y la mayoría, como él mismo, se dirigía hacia el puerto.
Primero fue hacia el negocio de deslizadores, que ajustaba sus horas de atención a las de las mareas. En esta hora, el gerente conocía sus clientes y sus necesidades en forma exacta, y no hubo señales de la indiferencia descuidada que Harkman había visto en su primera visita. Cuando entró, un vendedor se acercó y a los veinte minutos Harkman estaba equipado con el traje de natación de caucho de extremos abiertos, y un pulmón acuático.
Durante la marca baja, el puerto era innavegable; la lancha de Child Okeford estaba aguardando en el agua más profunda, contra el exterior del murallón del puerto. Ya había más de dos docenas de personas sentadas en los bancos de la cubierta anterior, muchos de ellos portando sus brillantes trajes de natación negros, como focas apiñadas en una roca.
La parte posterior del barco estaba llena con el equipo de los nadadores: los deslizadores estaban apilados en bastidores especiales de madera, de modo que ninguno se apoyase en el otro y había varios montones de ropas, trajes abiertos prolijamente apartados para flotación y respiración bajo el agua.
Harkman bajó los escalones de cemento armado hacia los dos hombres que estaban parados al lado de la baranda de la lancha, pagó su pasaje y descargó sobre la cubierta su recientemente adquirido equipo.
Varios muchachos de la ciudad se hallaban alrededor —tales ocasiones inevitablemente los atraían— y Harkman consiguió que dos lo ayudaran a sacar su deslizador del amarre y lo llevasen hasta el sitio en uno de los bastidores. Después de esto, fue a la cubierta anterior y esperó junto con los demás que partiera la lancha.
Persistía la lluvia, calando sus ropas, pegando su cabello a la frente. Sentado entre la multitud, Harkman reflexionó que la idea de usar un traje abierto de buzo no era tan mala después de todo.
La mayoría de los cabalgadores eran hombres, pero también había un pequeño grupo de mujeres sentadas juntas: se veían musculosas y masculinas en los trajes de caucho almohadillados; Harkman intentó imaginar cómo quedaría el traje en el delgado cuerpo de Julia. Pensar en ella le hizo recordar de inmediato la sensación no común de memorias falsas que había experimentado la noche anterior —en verdad, el recuerdo en sí tenía el mismo carácter abstracto que tanto lo había desconcertado—; dejó de mirar a las mujeres, contemplando en el puerto las hileras de yates privados, goteantes y melancólicos en sus amarraderos.
Por fin, la nave se alejó lentamente del murallón del puerto, enfilando en busca de aguas más profundas. Tenía fondo plano, pero aun así chocaba y raspaba contra el lecho de guijarros. No bien estuvieron fuera de los bajos, el capitán bajó la quilla y la máquina hizo acelerar la lancha hacia el este.
Cuando pasaron rugiendo frente a la costa, Harkman la observó, viendo las amplias playas llanas que atraían tantos visitantes durante el día.
El viaje hasta el Pasaje Blandford tomó más de media hora, y fue después de las ocho que la lancha penetró lentamente en el puerto de Child Okeford. Hubo una ligera demora durante el desembarco, pues Okeford estaba en tierra firme inglesa y tenían que verificarse las visas de los visitantes extranjeros.
Aquí, en el mismo Pasaje Blandford, estaba la abertura más estrecha entre Inglaterra y la Isla de Wessex. Durante las perturbaciones sísmicas del siglo anterior, el valle del Río Stour se había transformado de pasaje poco profundo a través de las Lomas de Dorset del Norte, en una sima estrecha y profunda limitada a cada lado por acantilados cretáceos que se desmenuzaban. Hacia el norte estaba el amplio Mar de Somerset, que se extendía desde las Colinas Quantock en la Isla de Wessex, hasta las Mendip en Inglaterra, y se abría dentro de lo que había sido el Canal de Bristol. Este mar triangular, cuyo embudo austral era el paso por sobre los restos de Blandford Forum, recibía el efecto de la marea creciente una hora antes que las protegidas aguas de la Bahía de Dorchester, que se abría en el Canal de la Mancha, más hacia el este. Dos veces por día, cuando subía el nivel del Mar de Somerset, se desplazaba hacia el sur una ola de marea. Entre las Quantocks y las Mendips, su presencia era imperceptible; cuando pasaba el pueblo costero de Crewkerne, en Wessex, se la podía ver claramente como una ola de agua de unos dos o tres metros de alto; al llegar a Child Okeford, en la cabecera del estrecho Pasaje, raramente tenía menos de veinte metros de altura, y se había sabido que en las mareas estacionales de primavera alcanzaba cincuenta o más metros.
Cuando el viento soplaba desde el sudeste, la ola se convertía en una rompiente ondulante letal, irrumpiendo desde el Pasaje en una cascada espectacular de marejada espumante: era este fenómeno único el que primero había atraído visitantes a la región, y ésta había sido la causa del desarrollo del turismo en Wessex y en tierra firme.
Child Okeford, situado alto en la seguridad de la Colina Hambledon, se había convertido en el centro de los que cabalgaban sobre las olas, si bien lo que atraía a los visitantes era Dorchester, con su vida nocturna y sus playas, su casino y su mezquita.
Cuando Harkman dejó la lancha y descargó su equipo con la ayuda de camareros, fue hasta el pabellón cercano para cambiarse. Los jinetes de las olas estaban obligados a seguir muchas reglas de seguridad, de las cuales no era la de menor importancia que todos tenían que estar fuera del puerto de Child Okeford quince minutos antes de que llegase la ola: esto se hacía para que se pudiese bajar sobre la entrada al puerto el botalón, a fin de evitar una inundación potencialmente catastrófica cuando pasara la ola.
De cualquier modo, los nadadores debían estar listos en el centro del Pasaje, con mucha anticipación a la llegada de la ola.
Harkman forcejeó para meterse en su nuevo traje de buceo, tironeándolo por encima de su malla. El vendedor del negocio lo había medido para el calce pero aun así, lo sentía demasiado ajustado. El Partido había introducido nuevas medidas de seguridad para los participantes; había más acolchado dentro del traje que en el que había usado cuando se deslizaba sobre las olas, en su juventud. Cuando finalmente se lo puso, salió en busca de ayuda para el respirador subacuático, el que tenía que ser verificado por un camarero para asegurarse de que estaba de acuerdo con las reglamentaciones; le preguntaron si ésta era su primera salida, en cuyo caso habría precisado que lo siguiera un supervisor aprobado, con un costo adicional de diez mil dólares.
El motor del deslizador arrancó suavemente y, después de unos pocos segundos para permitirle que se calentara, Harkman se subió a la amplia superficie de la navecilla, se equilibró y luego aceleró suavemente a través del puerto. Al atravesar el Pasaje abierto, vio que ya había unos treinta o más cabalgadores delante de él, seguidos por otros: estaba más poblado de lo que le habría gustado, pero todavía estaba controlable.
Mientras cabalgaba, intentó unas pocas vueltas más de práctica, ejecutándolas sin la ignominia de una caída. Una cosa era practicar en las aguas protegidas de una caleta al lado del Castillo de la Doncella, y otra hacerlo con los administradores de Okeford observando desde la costa.
Recordó su primera caída mientras aprendía a montar un deslizador: el acelerador del motor había quedado abierto, y la navecilla brincó sola hacia la amplia extensión del Mar de Somerset. Transcurrieron tres días antes de que un helicóptero del ejército lo hubiese localizado y recogido.
Otro recuerdo neto y fresco en la mente. ¿Había ocurrido realmente?
Lo pasó un cabalgador que iba en la misma dirección.
—¡Treinta metros! —gritó, pero con el ruido del motor y el casco de su traje cubriéndole la cabeza, apenas si Harkman lo oyó.
—¿Qué? —respondió gritando también, pero el otro ya había continuado. Poco más tarde, otro cabalgador pasó la misma información. Esta vez Harkman lo oyó y, compenetrándose del espíritu, se lo gritó a otro no bien tuvo oportunidad. Alguien debía haber obtenido de los administradores una estimación de la altura de las olas.
Miró hacia el norte, pero todavía no había signos discernibles de la ola. Harkman recordaba, de los años anteriores, que con frecuencia las distancias eran engañadoras y que la única guía confiable era observar signos de elevación en las paredes del abismo.
Sus músculos estaban tensos, por lo que pocos minutos después de haber salido, repitió la mecánica de su antiguo entrenamiento, flexionando brazos y piernas, y tratando de hacer que su cuerpo estuviese lo más dócil posible. No podía evitar hallarse tenso por la expectativa: en el pasado había sufrido muchas caídas sobre la ola y conocía muy bien la violencia de la rompiente.
La posición más segura para un cabalgador inseguro, era el centro del canal, pero era allí donde se congregaba la mayoría. A Harkman le gustaba la libertad de maniobra, por lo que se desplazó hacia el lado de Wessex, a sabiendas que si la ola era más que el margen de seguridad, la suavidad de los acantilados en ese sitio mantendría relativamente estable la superficie de la ondulación, mientras él volvía hacia el centro.
En la lejanía hubo una fuerte explosión: disparaban el cañón para prevenir a la navegación, pero era el sonido que tradicionalmente hacía que los cabalgadores comenzasen a trasladarse de un lado a otro anticipadamente. Harkman echó un vistazo nuevamente hacia el norte y vio, esta vez, la ola como una línea oscura a través del mar suave. Ya era más próxima y alta que lo que había esperado. Hizo virar al deslizador en redondo en una última propulsión de práctica, todavía no del todo cómodo con el nuevo equipo, pero consciente de que, en esta última etapa, no había modo de evitar la ola.
Instantes más tarde, llegó el sonido del agua que se rompía, Harkman vio la onda blanqueándose contra la base del acantilado.
Abrió el acelerador y se desplazó de costado alejándose del acantilado, hacia el centro del canal; al cabo de unos pocos metros, se impulsó en redondo, luego volvió otra vez.
Entonces, sintió que la marejada lo alzaba, por lo que aceleró para pasar hacia adelante y a través de la ola, permaneciendo frente a ella, pero sintiendo que la tabla se alzaba desde atrás. La ola se estaba elevando velozmente a medida que corría por el espacio constreñido del Pasaje.
Después de pocos segundos, Harkman vio que estaba desplazándose peligrosamente cerca de los otros cabalgadores, de modo que efectuó una marcha atrás clásica, girando el deslizador en su propia longitud y moviéndose de vuelta hacia el otro lado. Todavía se alejaba velozmente de la ola, pero gradualmente lo fue alcanzado, hasta que al final quedó deslizándose sobre su lado anterior.
Por el momento, la ola no se había roto, excepto allí donde chocó rápidamente contra la pared del acantilado, rugiendo y rebotando con blanca furia. Harkman dio impulso a la tabla otra vez, volviendo hacia el centro y, al hacerlo, descubrió que estaba mirando directamente en diagonal a la anchura de la ola, aterrorizante montículo de agua ascendente que corría impetuoso por el Pasaje. Muchos de los jinetes del centro habían llegado a la cresta demasiado pronto y estaban inclinándose hacia adelante en sus deslizadores, acelerando el motor para mantenerse a la par de la velocidad de la ola.
Muchos cayeron o se deslizaron para atrás, perdiéndose de vista por detrás de la muralla de agua siempre ascendente.
Ahora, Harkman estaba más o menos a medio camino hacia arriba de la ola, todavía corriendo hacia adelante para evitar la cresta, pero describiendo amplios zig-zags para sincronizarla con tanta precisión como fuera posible.
Se impulsó hacia atrás alejándose de los demás, pero descubrió de inmediato que la ola lo había elevado mucho más adentro del Pasaje que lo que había pensado y que la pared del acantilado sólo estaba a unos pocos metros. Muy sobresaltado, se volvió a impulsar y con rápido movimiento de la mano activó el suministro de aire.
Adelante estaba la desembocadura del Pasaje: un paso rocoso y dentado hacia las aguas abiertas de la bahía. Estaba a menos de cien metros. ¡Ahora era el momento de alcanzar la cresta!
Cerró el acelerador y dejó que el deslizador navegase en diagonal hacia arriba de la ola. El declive era empinado y ya, en algunos lugares, desde la cresta saltaba espuma.
Harkman estaba fuera de práctica: alcanzó la cresta demasiado pronto, antes de que la ola comenzara a abarquillarse y, por un instante se deslizó por detrás. Disparó el motor al máximo; volvió a ganar la cresta.
La ola había alcanzado la desembocadura del Pasaje y se curvó.
Harkman vio por un instante el espectáculo que sólo alcanzan a mirar los jinetes de la ola: la calma extensión de la bahía, gris bajo el cielo nublado, que llegaba desde Dorchester, al oeste, a las lejanas colinas de Bournemouth, al este; la isla de Purbeck era un montículo negro adelante.
Cuando la ola se abarquilló se hizo más delgada la cresta disparándolo a Harkman hacia adelante, deslizándose éste hacia abajo, cayendo mal en dirección a la pendiente centelleante de agua en ascenso que tenía abajo. Un jinete de olas práctico se habría anticipado, habría tratado de descender sobre la pendiente y de acelerar por la ola hacia la seguridad, antes de que se estrellase encima de él. Pero a Harkman lo tomó desprevenido, y el deslizador cayó de cola. Por un instante pensó que había recuperado el equilibrio, pero la tabla estaba girando hacia su lado... y por sobre él se estaba cerrando el túnel oscuro de la ola que formaba un caño inmenso.
Cerró los ojos y forzó los miembros para que se relajaran.
Fue arrojado de la tabla con una violencia tal que casi lo dejó sin sentido, luego cayó en un negro caos de ruido y presión y corrientes gigantescas que lo desgarraban desde arriba, desde abajo, desde los costados.
La ola estaba desplomándose e irrumpiendo en la Bahía de Dorchester en forma de faja de espuma blanca que se extendió por más de un kilómetro. Dentro del torbellino de agua furiosa, Harkman, sumergido por el peso de la ola hacia las profundidades de la bahía, fue aplastado, dado vuelta y retorcido. Se forzó a respirar en forma continua a través de la mascarilla y trató de no resistir las presiones que actuaban sobre su cuerpo, sabiendo que la violencia se apaciguaría al fin.
Y así fue, finalmente, Harkman emergió, la cabeza rodeada por el amarillo brillante de las vejigas de natación que infló con su provisión de aire en el momento en el que vio el cielo.
Media hora más tarde lo halló la lancha de los administradores que venía de Winterbourne, y lo recogieron del agua. Sólo siete jinetes habían llegado hasta la bahía y, mientras el bote hacía el rastrillaje volviendo por la ahora navegable inundación de marea hacia Child Okeford, Harkman se enteró por los cabalgadores avezados de que la ola había sido satisfactoria, pero no tan grande como era usual.
Harkman estaba temblando, pero no por el frío, pues las nubes se habían retirado por fin y el sol brillaba dando intenso calor.
Tan pronto como arribó a Dorchester, fue a verla a Julia al puesto y arreglaron volver a encontrarse al atardecer. Estaba tan animado por haber surcado la ola, que era imposible trabajar y pasó el día en su oficina, inquieto.
Durante la tarde oyó que habían recuperado indemne de la bahía a su deslizador, teniendo que abonar una tarifa por salvamento.
16
Marilyn había vuelto del Castillo para almorzar, Julia compartió una mesa con ella.
Estaba contenta por el respiro de las tensiones emocionales de la hora anterior. Vio que Paul compartía una mesa con Eliot y Mander, en el extremo opuesto de la habitación, y que Paul le daba la espalda: era como si alguien hubiese alejado de ella una estufa eléctrica de modo que la radiación estuviera dirigida hacia otro lado.
El comedor estaba en la parte antigua de la Casa Bincombe, era una habitación alta y majestuosa, con pequeñas ventanas emplomadas. En las paredes había reliquias del pasado: picas cruzadas, antiguos escudos, hachas. En dos cajas de vidrio había un surtido variado de monedas y cacharros extraídos de excavaciones arqueológicas en el parque; la mitad de una pared se hallaba cubierta con un antiguo brocado protegido por una lámina plástica transparente.
Marilyn le informó del chismorreo y las noticias que había acumulado mientras ella había estado dentro del proyector. Los chismes no le interesaban mucho a Julia —vivir con dos identidades separadas propias la abastecía con suficientes complicaciones sin tener que preguntarse por la vida privada de otros— pero siempre preguntaba, porque Marilyn era divertida cuando chismeaba.
Las noticias eran más complicadas, y más deprimentes. Desde que las tropas británicas se habían retirado de Irlanda del Norte, los extremistas Leales se habían unido con grupos paramilitares para la independencia de Escocia, en las ciudades inglesas se había realizado una intensa campaña de colocación de bombas durante los dos años pasados. Durante dos de las tres semanas en las que Julia había estado dentro de la proyección, había habido sosiego, pero el día que la Asamblea Escocesa había sido rodeada por tropas inglesas —para proteger, según Westminster, a los representantes electos— estallaron dos bombas importantes en sendos autobuses una en Londres y otra en Bristol. Al mismo tiempo, había explotado otra en un tren subterráneo de Londres, durante la hora de mayor actividad. La cantidad de víctimas era espantosa; como resultado, hubo cesación de actividades del transporte público en cada ciudad inglesa.
También había otras novedades: otra guerra en Medio Oriente, crisis del dólar, un embarazo real.
Julia escuchaba con una sensación de creciente alejamiento: la proyección hacía eso por ella y ella sabía que los otros experimentaban también. Aunque a veces se los acusaba de rehuir el mundo real, el hecho era que una vez que hubieron vivido en Wessex, los participantes se distanciaban de la vida real y no había necesidad de esconderse de algo inmaterial.
Empero, en otro sentido Julia recibía con agrado la charla de Marilyn sobre los asuntos del exterior, porque alejaba su mente de Paul. Cada vez estaba más resentida, y cuando Marilyn hablaba, se desvanecía la presencia maligna de él.
Después del almuerzo se volvieron a reunir en el salón de fumar; se estaban sirviendo más café cuando llamaron a John Eliot al teléfono. Mientras esperaban, Paul le ofreció un cigarrillo, que Julia rehusó. Había otros presentes: aun no había señal entre ellos de que fuesen algo más que conocidos recientes.
Cuando Eliot volvió, parecía preocupado; se sirvió un café del aparador sin decir palabra.
Luego, cuando se sentó, dijo:
—Era Trowbridge en el Castillo. Andy y Steve recién han vuelto de Wessex.
—¿Localizaron a Harkman? —preguntó Don Mander.
—Aparentemente sí. Pero no pudieron hacerlo volver.
—¿Algo anduvo mal?
—Sólo tengo un relato parcial porque todavía están recuperándose pero por lo que entiendo, Harkman no respondió a los espejos.
—Pero eso es imposible —dijo Mander— ¿Están seguros?
—Es lo que dijeron.
Los espejitos circulares que Andy y Steve utilizaban eran la única manera de recuperar de Wessex a alguien. Era un sistema que Ridpath y Eliot habían pergeñado entre ellos: debido a la pérdida de la identidad real dentro de la proyección, los participantes precisarían un activador post-hipnótico independiente para hacerles abandonar el mundo inconsciente. Se habían decidido por el empleo de espejos. En ningún lugar de Wessex —y por lo que sabían, en ninguna parte de todo el mundo futuro imaginado— había otro espejo circular. Cuadrados, rectangulares, ovales... pero ninguno circular. Los únicos existentes se hallaban en el Castillo de la Doncella.
—¿Piensa que es posible que Harkman se haya vuelto resistente? —preguntó Mander.
—Eso es lo que parece —dijo Eliot—. Aparentemente, Steve lo encontró en el puesto de Dorchester; trató de venderle un espejo pero, cuando lo levantó, Harkman simplemente dijo “no, gracias”, y Steve lo dejó ahí. Entiendo que tú también estuviste allí, Julia.
La tomaron por sorpresa:
—¿Quiere decir en el puesto?
—Steve dijo que le quitó el espejo y lo arrojó. Luego hubo una discusión sobre la clase de objetos que debería vender el puesto.
Julia sonrió: su otro yo tenía ideas firmes respecto de esta clase de cosas.
—¿Cuándo ocurrió esto? —preguntó Mander.
—Esta mañana.
Cuando los participantes hubieron descubierto por primera vez que sus alter egos continuaban viviendo en Wessex después de la recuperación, había habido considerable confusión, especialmente en la mente de aquellos que todavía estaban proyectándose.
¿Cómo podía seguir teniendo sustancia la identidad futura sin la personalidad proyectada? La respuesta fue la de que, durante el periodo de regreso, el otro yo existía en la mente inconsciente de los otros: se convertía en un ego auxiliar por la duración, proyectado por aquellos que estaban en contacto más íntimo en el mundo futuro.
Mientras el participante estaba fuera del proyector, era imposible, por supuesto, descubrir qué era lo que estaba haciendo su otro yo; pero al reincorporarse a la proyección, había un recuerdo pleno del período intermedio.
Julia estaba consciente de que, cuando regresara a Wessex, sabría exactamente qué era lo que la Julia imaginada había hecho entretanto; lo sabría porque parecería ser parte de su experiencia.
Al atardecer del día que había sido recuperada, había estado intentado encontrarse con David Harkman en Dorchester: se preguntó si se reunieron según lo planeado.
Así como ella había tenido una imagen de sí misma y de su persona, doble y a veces contradictoria, de la misma manera Julia tenía sentimientos conflictivos respecto a David Harkman. Mientras ella estaba aquí, viviendo su vida real en el mundo real, Harkman simplemente era otro miembro de la proyección, si bien uno que estaba en una situación excepcional. Pero su recuerdo del otro yo de Harkman era completamente diferente: cálido, intrigado, excitado, profundamente personal.
Si había estado en Dorchester con David Harkman, eso sólo podía significar una cosa: que su ego estaba siendo proyectado por él. Se estaba relacionando íntimamente con ella, que había alcanzado su mente inconsciente. Así como los participantes proyectaban egos auxiliares para satisfacer algún anhelo inconsciente, así Harkman proyectaba una imagen de ella en su ausencia.
La comprensión de esto provocó una reacción profunda en Julia: así como Wessex se había convertido en un refugio inconsciente para todos los participantes, del mismo modo David Harkman lo era para ella. Nuevamente sintió la llamada del futuro, pero esta vez emanaba de una fuente en particular.
Sus informes ya habían omitido las insatisfacciones personales de su vida con Greg; no había razón por la que debiera comunicar las que experimentaba con otro. Sería algo que nadie tendría por qué descubrir nunca, una zona de su vida de la que podía excluir a todos.
Se dio cuenta de que Paul la miraba fijamente desde el otro lado de la estancia, y lo miró directamente en reciprocidad. David Harkman se había convertido en una fuente de fuerza: ¡era lo único en lo que Paul nunca podría entrometerse! Perdida en sus propios pensamientos, Julia prestaba poca atención a lo que ocurría en torno a ella. El propósito de una reunión como ésta era, por lo común, para que los diversos participantes charlaran sobre sus últimas experiencias en Wessex. Si bien siempre se llenaban informes escritos, se consideraban de igual importancia las intercomunicaciones verbales, pues eran informales. Se suponía que tuviera lugar un proceso conocido como asimilación consciente: las brechas sin explicación en la estructura del mundo proyectado, según lo que se veía desde el punto de vista de una persona, a veces podían rellenarse con las observaciones de otra.
En ese momento estaba hablando Colin Willment, describiendo las últimas semanas en Wessex. Normalmente, Julia habría escuchado con interés los informes de los otros, pero hoy su mente estaba en otra parte.
Era todavía Paul el que la estaba distrayendo. La asustaba pensar que podrían existir más trampas emocionales que se abriesen bajo ella, pero ahora se encontraba más calmada, con más poder para la contienda.
Por el momento, había equilibrio: Paul iba a incorporarse a la proyección, y ella poseía fuerzas internas para seguir adelante.
Colin terminó su informe verbal en pocos minutos y continuó Mary Rickard. Julia sabía que llegaría su turno, por lo que pensó en forma más directa en lo que habría de decir. No quería que inadvertidamente se escapara algo, especialmente respecto a David; nada que pudiera darle a Paul más información sobre su parte en la proyección que la que él ya tenía.
Parte de la dificultad radicaba en que Don, Mary y Colin estaban presentes.
¿Cuánto debería manifestarse, cuánto permanecer oculto?
Julia se preguntó si ellos ya conocían su interés por el alter ego de David. Esta clase de cosas se escurrían a lo consciente. Sabía, por ejemplo, que Colin Willment estaba
“casado” en Wessex, tal como en la realidad. También conocía, aunque nunca se le había dicho, que su esposa proyectada era muy diferente de la de la vida real.
Era algo que comprendía en un nivel instintivo y al que por dignidad no sentía ganas de explorar más allá.
De modo que, aunque los otros participantes ya tuviesen una vaga noción de que algo estaba surgiendo entre ella y Harkman, Julia no vio razón para hablar de ello. Si se asimilaba en un nivel inconsciente, ¿por qué acelerar el proceso atrayendo la atención sobre eso ahora?
Esperó mientras hablaba Mary, no escuchándola sino organizando sus pensamientos y recuerdos. Paul seguía vigilando.
Entonces, John Eliot dijo:
—Julia, puesto que por el momento estamos interesados en David Harkman y estabas intentando localizarlo, quizás podrías informar a continuación.
No se había dado cuenta de que Mary había terminado. Se sentó hacia adelante en su silla, tratando de aparentar que había estado siguiendo lo que había dicho la otra.
—La señorita Stretton —le dijo Eliot a Paul— es la geóloga del equipo.
—Sí, lo sé —dijo Paul—. Somos viejos amigos.
Llegó tan inesperadamente y fue expresado en una manera tan casual que por un instante, Julia casi no se dio cuenta de que Paul había arrojado la granada cuyo seguro había quitado esa mañana. Pero había tenido tiempo de recuperarse de esa sorpresa, y cuando aterrizó la bomba, pudo recogerla y lanzarla de vuelta.
—Bueno, apenas viejos amigos —dijo, y fingió una risita—. Parece que estuvimos juntos en la universidad. Una verdadera coincidencia, realmente.
Mary, que estaba sentada al lado de Julia, dijo inesperadamente:
—Señor Mason, ¿usted sabe que existe una regla que tenemos en el proyecto? nos oponemos a las relaciones fuera de la proyección.
—Mary, estás poniendo a Julia en situación embarazosa —dijo Don Mander.
—De ninguna manera —dijo Julia, súbitamente consciente de que Mary había revelado, por fin, a quién era leal—. Somos casi extraños. No reconocí al señor Mason hasta que se presentó.
Eliot, que había estado mirando a Paul y a Julia, pareció aliviado por el tono casual de su respuesta.
—Prosigue, Julia... dinos algo respecto a David Harkman.
—No hay mucho que decir. —Estaba tratando de evitar pensar en las consecuencias de lo que había ocurrido. Paul había tratado de llevar adelante su amenaza, y había fallado. ¿Lo intentaría de nuevo? ¿Qué haría luego?
—Creo que estuve en la proyección unos quince días antes de que apareciese Harkman —dijo, fabricando palabras—. Como saben, el puesto está en el puerto, y una tarde... —Hablaba demasiado rápido, tratando de lanzar su cuento.
El censor que había invocado permanecía en su puesto, pero ella estaba hermoseando su informe con muchos detalles irrelevantes. No quería dar la impresión de que hubiese sido descolocada por Paul, o por cualquier otro, y fue un alivio hablar de lo que conocía mejor. Cuando ya hacía cinco minutos que estaba hablando, aproximadamente, tenía más control de sí misma; mantuvo su relato apegado a la verdad y descriptivo: reseñó el encuentro con Harkman fuera del negocio de deslizadores y el día siguiente, cuando visitó el Castillo. Describió dónde se sabía que vivía y trabajaba, dónde tendrían los recuperadores las mejores posibilidades de encontrarlo. Después habló sobre Tom Benedict y lo que le había ocurrido.
Si los otros se daban cuenta de la tensión que sentía, no lo demostraron: escucharon con interés, formulando preguntas ocasionalmente.
Pero Paul estaba silencioso, sentado frente a ella. Se encontraba reclinado en su silla, con las piernas cruzadas, y durante todo el tiempo que Julia habló, sus duros ojos ni una sola vez se despegaron de ella.
17
La reunión duró todo el día. Al atardecer, mientras caminaban por el corredor hacia el comedor, Paul se le puso al lado. John Eliot y Mander estaban pocos metros más adelante; Mary y Colin, pocos pasos atrás.
Paul dijo:
—Quiero hablar contigo.
Ella miró fijamente hacia adelante, tratando de no reconocerlo.
Cada mesa estaba puesta para cuatro, Julia se dirigió hacia la que había utilizado durante el almuerzo. Paul la siguió y se sentó a la misma mesa.
John Eliot vio esto y se les acerco.
—Espero que ustedes dos tengan mucho en común —dijo, sonriéndole a Julia.
—Antiguos días estudiantiles —dijo Paul—. ¿En qué año rindió los exámenes finales, señorita Stretton?
Cuando Eliot se alejó para sentarse a otra mesa con Mander, Julia dijo suavemente:
—Puedes dejar de fingir, Paul. Les voy a contar.
—¿Qué? ¿Todo? No te atreverías.
—Todo lo que tienen que saber. No soy la única que no te quiere aquí.
—Diles lo que quieras. Como gustes. ¿Les vas a contar sobre el dinero?
—¿Qué dinero? —preguntó Julia de inmediato.
—Las cincuenta libras que me debes.
—No sé qué quieres decir. —Un movimiento de la puerta atrajo su mirada y se dio vuelta, ruborizada. Era Marilyn. Julia le hizo un ademán para que viniera a la mesa.
Julia hizo las presentaciones usuales, pero en su interior sentía un pavor familiar, profundo. Sabía cuáles eran las cincuenta libras a las que se refería Paul, pero no importaba. Por ahora.
Paul le dijo a Marilyn:
—La ha salvado justo a Julia de una antigua deuda. Me debe cincuenta libras.
Marilyn rió:
—¡Creí que recién se habían conocido!
—Está bromeando —dijo Julia, esforzándose por reír.
Un día habían tenido una pelea. Por qué fue ese día y esa pelea, no importaba... era una de tantas. Paul había ganado una apuesta en la oficina y había venido del trabajo alardeando con la ganancia. Hablaba de cosas grandes en aquellos días, quería establecerse por sí mismo. Julia —ahora se sentía como una Julia diferente— había pasado el día buscando trabajo, y estaba cansada y amargada. Empezó una discusión que generó la reyerta. Al final, Julia se apoderó del dinero y salió violentamente del departamento. Estúpidamente, estúpidamente, perdió su bolso y con él, el dinero y su llave. Después sólo la dejó entrar luego de que lloró y se arrodilló afuera; la llevó a empellones a la cama y la poseyó violentamente. Hubo una última agresión, como siempre con Paul: “Lo peor que había tenido por cincuenta libras, esa semana”.
Más tarde contó esa historia para despertar carcajadas, alterando los hechos para adaptarlos a su propia vanidad. Siempre la contaba en su presencia, siempre se la festejaban. Después de aquello, cada vez que se mencionaba dinero, cualquier dinero, de alguna manera él lo equiparaba con sexo.
La superficie de la mesa del comedor era de madera oscura pulida, con vetas profundas; Julia miró con fijeza el individual de junco, desplazándolo con los dedos y haciendo que los cubiertos tintinearan. Paul le estaba hablando a Marilyn en forma amistosa. No se mencionaban las cincuenta libras.
Nunca las había devuelto; tampoco lo negó. Siempre estaba sin un centavo en aquellos días y, desde entonces, desde que dejó a Paul, lo había borrado de su mente. Podía devolverlas ahora, devolver veinte veces más y apenas si lo sentiría... pero ése no era el punto: si se lo ofrecía, él rehusaría; si no lo hacía, nunca la dejaría olvidar. Pero, naturalmente, no era el dinero en sí. Se había convertido en una deuda simbólica, la reparación que se le debía por haberlo dejado.
Pero luego, tal como había acontecido durante la tarde, Julia sintió que se reanimaba.
Era una deuda que ella no reconocía como tal: el dinero era irrelevante y, si alguna vez hizo algo que nunca lamentó en su vida, fue dejarlo a Paul.
Mientras se servía el primer plato, Julia notó que Paul miraba el cuerpo de Marilyn. Era una chica más grande y con más busto que Julia, y esa tarde llevaba un suéter sumamente delgado sin corpiño. A Paul le gustaría eso: tenía algo con los pechos. Hasta en eso había tratado de hacerla sentir inadecuada: acostumbraba señalarle otras chicas y quejarse de que era demasiado flaca y cargada de espaldas.
Todavía estaba animosa: repentinamente se le ocurrió que las únicas vulnerabilidades que quedaban eran mezquinas y sin importancia. Una pequeña suma de dinero, la medida de su busto: ¿era eso con todo lo que Paul podía amenazarla?
En su cara se debió haber revelado su diversión sardónica, porque súbitamente Marilyn dejó de mirarlo a Paul, y le sonrió a ella.
—¿Tienes ganas de salir a tomar un trago esta noche? —le preguntó Marilyn.
Julia sacudió la cabeza:
—No... mejor me quedo. Tengo que escribir mi informe esta noche.
Paul no dijo nada, pero Julia lo vio mirando en su dirección. Tenía una sonrisa amplia, falsa; le guiñó el ojo lascivamente. Marilyn, que miraba a su alrededor buscando la manteca, no lo vio. Parecía algo carente de sentido.
Julia habló muy poco durante la comida y tan pronto hubo tomado su postre, se disculpó ante la mesa.
Fue hacia John Eliot, que todavía estaba comiendo.
—Doctor Eliot, me gustaría reincorporarme a la proyección lo más pronto posible.
¿Puede ser mañana al anochecer?
—¿Irás al funeral de Tom?
—Por supuesto.
—No estoy seguro. Recién se te ha recuperado. Realmente, deberíamos dejar pasar tres días.
—¿Por qué tanta prisa, Julia? —preguntó Don Mander.
—No hay tal prisa. Siento que estoy perdiendo el tiempo aquí, y la proyección está debilitada por el momento. Hasta Andy y Steve están afuera.
—Precisaremos un informe escrito tuyo, y... —dijo Eliot.
—Me voy a hacerlo ahora a mi cuarto. Vea, estoy perfectamente apta. Tengo la sensación de que soy la única persona que puede hacer volver a David Harkman, y quiero intentarlo. Hemos perdido todo el día hablando y lo único que debería preocuparnos es David. ¿Cómo puede haber desarrollado una resistencia a los espejos?
—Justamente estábamos discutiendo eso. Don piensa que Steve debe haber cometido un error.
—Entonces, eso es lo que tenemos que descubrir —dijo Julia—. ¿Cuándo han de estar listos para otro intento él y Andy?
—En dos o tres días.
—Quiero estar en Wessex antes. Ustedes lo convirtieron en mi responsabilidad.
Se alejó de ellos antes de que pudieran responder. Paul y Marilyn estaban a su mesa, Julia pasó rápidamente al lado. Vio a Marilyn darse vuelta, pero no miró hacia atrás.
Durante el día habían limpiado su cuarto y arreglado el revoltijo que había hecho en el baño. Hacía frío, por lo que encendió la estufa de gas y luego se sentó en el piso frente a ella, contemplando las velas incandescentes color naranja. Habían crecido sus uñas mientras estuvo dentro del proyector, por lo que buscó sus tijeras y lima y comenzó a volver a darles forma; no pensando deliberadamente en el día transcurrido.
Cuando la estancia se hubo caldeado, hizo lugar en la mesa, aprontó su máquina de escribir portátil y una lámpara.
Trabajó durante dos horas, tratando de presentar un relato objetivo de todo lo que había visto y hecho en Wessex. Las narraciones verbales eran útiles, pero su efectividad se limitaba a aquellos que las oyeran. Los informes escritos eran la única manera de comunicarse con los demás participantes.
Y eso le hizo recordar que ella también tenía algo para leer: en las tres semanas pasadas se habían acumulado varios informes. Tendría que ir a Salisbury en la mañana para el funeral, vería si podía viajar en el coche de Marilyn y leerlos por el camino.
En su informe describió la apariencia proyectada de David Harkman en detalle; sabían dónde estaba por el momento, pero nunca había certeza de que no lo volvieran a perder.
La descripción era importante. Recordaba al pálido y cerúleo David Harkman que había visto en el depósito de cadáveres antes de que fuese a Wessex la última vez, y la diferencia que había visto en el hombre que conoció.
Pálido, sí, pero por trabajar en oficinas, no por la horripilante semivida del proyector.
Pensó en el cuerpo delgado y musculoso que cabalgaba el deslizador, y la marcha fácil y atlética por el desembarcadero.
También describió la desaparición de Tom Benedict con tanto detalle como podía recordar: esto era difícil pues la amnesia que había experimentado directamente después había hecho vago el incidente. Recordaba la mano de él reteniendo la de ella bajo la sábana, el blanco pabellón frío, la mujer solícita con el chico.
Tenía las mismas omisiones en el informe escrito que las que había hecho a la tarde.
Sensaciones en su mayoría, y esperanzas. Escribió sobre la afinidad que había descubierto con David Harkman y con Tom Benedict; la sensación de reconocimiento cuando Andy había sostenido el espejo delante de sus ojos... pero esto era bien sabido por todos. Lo que omitió fueron las cosas que le importaban, que eran tan privadas para ella como toda la proyección lo era para todos los demás. Momentos como aquellos pocos segundos en el desembarcadero, cuando había visto a David Harkman caminando hacia ella, que había contenido el aliento y había sentido sus pezones endurecerse bajo el tejido basto de su vestido. O en la ensenada, cuando había aceptado ir al cuarto de David, con Greg a poca distancia... y ella lo había visto vacilar en su marcha a grandes trancos, ella lo había hecho a Greg mirar hacia otro lado, hasta que pudiera aceptar.
Escribir sobre Wessex era recordar eso, aunque para ella sólo era un relato parcial.
Siempre era así: en las horas siguientes a un retorno, la vida real de uno se intersecaba con la proyección, las memorias se volvían confusas.
Wessex se convirtió en una obsesión, un sueño de vigilia, un anhelo constante.
Le había dado la primera función real en la vida, y Wessex se había convertido en su primera realidad.
Todo eso pasó antes de que Wessex pareciese un ensayo frío para una representación improvisada. Wessex era la obra y dominaba su personalidad como un personaje fuerte domina a un buen actor.
Sólo Paul y todo lo que representaba ejercía una influencia tan poderosa sobre ella. Y había sido realmente una influencia egoísta y destructiva; era correcto que ella la pospusiera.
Wessex era real, y la seducía del mismo modo que una vez la había seducido Paul.
Creció en torno a ella, adaptándose a su personalidad. Era un deseo inconsciente vuelto realidad, una extensión de su propia identidad que la abrazaba por completo: el amante perfecto.
Contempló la hoja de papel mecanografiado, pensando en cómo las palabras sólo describían las cualidades superficiales de la experiencia. Era cierto lo que había dicho esa mañana John Eliot: los informes ya no eran observaciones de algo que fuese funcional para el proyecto. Ahora, las experiencias verdaderas se retenían, se recirculaban a través del inconsciente hacia el enriquecimiento adicional de la proyección.
Tal como en una relación genuina y que se siente profundamente, las verdades fundamentales no precisan ser manifestadas.
Julia decidió que había acabado su informe, de modo que extrajo la última hoja de la máquina y separó la copia del carbónico. La leyó, efectuando unas pocas correcciones menores dejándola luego a un costado.
Todavía era bastante temprano en el atardecer, y, por un instante se preguntó si debería buscar a los demás. Probablemente habían ido a Dorchester a beber algo. Pero Paul estaría con ellos y, de cualquier modo, los meses dentro de la proyección le habían quitado el gusto por el alcohol y los cigarrillos.
Ordenó el escritorio, fue luego al baño, se desnudó y lavó. Después, vestida con una bata, se sentó nuevamente en la estera frente a la estufa de gas, mirando distraídamente las llamas. Le hubiera gustado tener un mazo de baraja, tenía deseos de practicar un juego de paciencia.
Entonces, la puerta se abrió y cerró: Paul estaba ahí.
18
Julia dijo:
—Lárgate, Paul.
Él caminó de un extremo a otro de la habitación, se sentó en el sillón.
—Pensé en pasar para decir buenas noches. No hemos tenido mucha oportunidad de conversar hoy.
—Nada tengo que decirte. Te lo dije esta mañana: he terminado contigo para siempre.
Estoy feliz ahora.
—Así dices. Eso no es lo que John Eliot dice de ti.
Una trucha muerde el cebo sin saber qué es: Julia lo reconoció y no pudo resistirlo.
—¿Qué quieres decir?
—Piensa que estás demasiado fatigada. Que has estado proyectando demasiado tiempo. Quiere que te tomes una licencia prolongada.
—Paul, estás mintiendo —cerró los ojos y volvió el rostro—. ¡Vete, por Dios!
Lo oyó golpetear un cigarrillo contra el costado del paquete y luego encender un fósforo. Cuando volvió a mirarlo, él estaba sosteniendo el fósforo verticalmente, de modo que hubiese llama alta. La sopló con un largo embudo de humo y luego golpeó suavemente al fósforo con la uña de modo que la cabeza quemada salió volando.
Siempre hacía eso; ella se preguntó cuántos miles de veces lo había hecho en los seis años en los que no lo había visto.
—¿Tienes un cenicero? —preguntó, enroscando el fósforo en sus dedos.
—No fumo.
Dejó caer el fósforo en la alfombra.
—Esa fuerza de voluntad. Solías fumar más que yo.
—Paul, no sé qué estás haciendo aquí, ni lo que quieres, pero no va a dar resultado.
No te quiero aquí, no te quiero en el proyecto, ¡no quiero volver a verte otra vez!
—La misma antigua paranoia —dijo él—. Soy útil para tener a mano, ¿no? Sin mí no tendrías a quién culpar por tus defectos. Ella se movió de modo tal que le dio la espalda.
¿Dónde estaban las fuerzas interiores que había encontrado durante el día? ¿Habían sido una ilusión?
—Si no te vas de aquí en cinco segundos, llamaré a los demás.
—Suponiendo que te oyeran —dijo—. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Hacemos nuestra declaración forzada? Muy bien, si eso es lo que deseas. Les diremos que somos, después de todo, amigos íntimos y de larga data; que tú tienes dudas respecto al trabajo. Diré que coincido en que estás excesivamente fatigada; después de todo, ¿no viví lo suficiente contigo como para conocerte mejor que a mí mismo? Te ves pálida y ojerosa, Julia. ¿Quizás debieras tomarte vacaciones?
—¡Entonces me quieres fuera del proyecto!
—Sólo si me fuerzas.
Ella no dijo nada, mirando fijamente a la alfombra.
—Date vuelta, así puedo verte, Julia.
—¿Por qué?
—Siempre puedo darme cuenta de lo que piensas cuando veo tu cara.
No se movió y, en un instante, lo oyó dejar el sillón. Se preparó para su contacto, pero él la pasó de largo, arrojando la ceniza hacia la estufa de gas al pasar. Se sentó en la cama, enfrentándola.
—¿Por qué quieres meterte en el proyecto tan urgentemente? —preguntó Julia.
—Te lo dije: es la oportunidad óptima de mi carrera.
—¡Hijo de puta egoísta!
—¿Y tú estás en esto por razones totalmente desinteresadas, supongo?
—Participo porque creo en esto.
—Por una vez coincidimos, pues —dijo Paul—. Sólo existe un proyector Ridpath, y yo quiero usarlo.
—Yo, yo, yo. Nunca te importan los demás.
—Yo soy necesario porque tengo algo que ninguno de ustedes tiene: un punto de vista objetivo e inteligente.
Lo miró con fijeza:
—¿Estás tratando de decir...?
—La palabra fue objetivo. Los síndicos me contrataron porque la proyección es subjetiva e indulgente. Pagan para obtener resultados, y eso significa ideas nuevas.
—Que es lo que tú probablemente tienes.
—Yo tengo una idea.
—¿Cuál es?
Paul tenía nuevamente su sonrisa calculadora.
—Si te lo dijera, se convertiría en tu idea, ¿no? Digamos simplemente que tu mundillo tiene una omisión tan evidente, que me sorprende que nadie haya reparado en eso antes.
Pretendo rectificarla.
—¡Vas a alterar la proyección!
—De ningún modo. Sé lo que significa para ti. Después de todo, nunca debemos alterar la proyección.
—¡Paul, estás interfiriendo en algo que no entiendes!
—Lo entiendo demasiado bien. —La voz de Paul había cambiado de una falsa racionalidad a una genuina rudeza—. Es un mundo de fantasías para académicos emocionalmente inmaduros. ¡Toda esta cháchara sobre psicodrama! ¡De lo que estamos hablando es de fracaso, de inadecuación! Mírate, putita. Incapaz de gozar con el sexo en la vida real, tienes que forjarte la fantasía de un artesano imbécil que se aprovecha de ti cada noche.
—¡Has estado leyendo mis informes!
—No estoy obsesionado contigo. He leído los de todos. No solamente los tuyos.
Ella sintió una oleada de cólera histérica, se puso de pie precipitadamente, extendiendo las manos hacia él. Alzó una para golpearlo, pero él la agarró y retorció su muñeca en forma dolorosa. Ella se separó violentamente, lo pateó y luego se arrojó boca abajo sobre el sillón. Se puso a sollozar.
Paul esperó. Terminó su cigarrillo, lo apagó en la rejilla y luego encendió otro.
—Me gustaría conocer a este tipo que has evocado. Lo puedo ver ahora. Bien puesto, y tan estúpido como...
—¡Cállate, Paul! —Sollozante, trató de taparse los oídos— ¡Vete!
—Y, por supuesto, te la da mejor de lo que yo nunca podría. Apuesto a que es todo lo que dijiste que yo no era.
Ella cerró su mente a la voz, a la presencia dañina e invasora. Siempre hablaba con palabras soeces para enfurecerla, porque sabía que ella no podía soportarlo.
La había hecho pensar en Greg y, después de esto, el joven de Wessex, quien gustaba a todos, cuya única falla era la de que no sabía cómo satisfacerla, parecía ahora seguro y gentil y tranquilizador.
Empezó a calmarse y se dio cuenta de que Paul había dejado de hablar. Estaba tirada en el mismo lugar, piernas y brazos abiertos sobre el piso, con la cabeza y el pecho en el asiento del sillón, respirando profundamente para apaciguarse, tratando de restaurar el orden en el caos de sus emociones.
La proyección utilizaba técnicas mentales; la mnemónica adiestraba la mente, enseñaba disciplina y autocontrol. La experiencia de la proyección en sí ejercía un efecto similar: le enseñaba a uno el poder de la mente inconsciente, la manera de utilizar el consciente.
Ella pensó: ¡Es Greg! ¡Paul no puede adaptarse al hecho de que mi inconsciente haya creado a Greg!
Pero no David Harkman... ni siquiera mencionarlo a David. Él no sabe, porque nadie sabe. David era la fuerza con la que podía resistírsele.
Una vez en su vida había desafiado a Paul al abandonarlo y súbitamente, se dio cuenta de que, completamente sin querer, lo había hecho de nuevo. El ego de él no podía aceptar la idea de que el amante de ella en Wessex pudiera ser mejor en la cama que él.
Julia levantó la cara del almohadón, se secó los ojos en la manga. Al volverse hacia Paul, descubrió que, al caer despatarrada sobre el sillón, su corta bata se había levantado, dejándola expuesta.
Paul, sentado en la cama, observó mientras ella trataba de cubrirse:
—Todo eso lo he visto antes, Julia.
—Puedes decir lo que quieras. No me importa qué mires, no me importa lo que pienses que ocurre en Wessex, ni siquiera me importa si vas ahí y lo ves por ti mismo. Sólo quiero que te largues de mi cuarto, si no, haré que vengan aquí todos los de la casa.
Dijo las palabras con calma, expresando por una vez todos sus sentimientos verdaderos.
Paul la contempló en silencio por un momento, luego se levantó. Al hacerlo, Julia advirtió que ver su cuerpo desnudo había sido más duro que lo que pudo haberse imaginado pues, cuando él se dio vuelta, vio que estaba evidentemente excitado.
Se quitó el saco y lo colgó del gancho de la puerta.
—Que no se te ocurra nada, Paul.
—Vine a darte las buenas noches, ¿recuerdas? Sabes lo que eso quiere decir. Siempre estuvimos bien juntos.
—¡Paul, si te me acercas, gritaré!
Pero ni aun entonces gritó: la contenía una parálisis, la vieja y familiar parálisis. Paul avanzó rápidamente hacia ella y le puso la mano sobre la boca, apretándole las mejillas con el pulgar y los dedos. Era la primera vez que la había tocado deliberadamente y como si esto hubiese disparado un resorte comprimido por mucho tiempo, ella forcejeó violentamente para escapar. La mano de él golpeó el costado de su cabeza, dejándola semiaturdida. Se puso por detrás de ella, presionando aún la boca con su mano y tirando hacia atrás su cabeza.
—Te gusto rudo, putita. Bien, vas a gozar esto más que nunca...
Con la mano libre buscó y desgarró la parte anterior de la bata de ella: uno de los botones saltó, el otro arrastró tela con él, quedando colgado de las hilachas. La bata se abrió y cayó; la mano de él aferró su pecho, retorciéndole y tironeando del pezón. Ella trató de tomar una bocanada de aire, pero él la estaba ahogando. Le soltó la boca un instante pero, antes de que pudiese recuperar el aliento, le rodeó el cuello con el brazo, como si fuera una grampa, haciéndola sentir náuseas. Podía sentirlo apretándose contra su espalda, podía sentir la dureza de su erección empujando contra sus nalgas.
Trató de gritar pero no tenía aliento. Le rasguñaba el brazo, al tiempo que pateaba hacia atrás... ¡cualquier cosa con tal de que la soltara!
Ahora estaba intentado abrirse desmañadamente los pantalones, ella comprendió que era el único momento en el que tendría una posibilidad de liberarse. Con toda su fuerza, forzó su cuerpo hacia abajo, inclinándose hacia adelante. El brazo de el tiró hacia atrás, ahogándola. Ella se enderezó pero entonces, recurriendo a sus últimas reservas de fortaleza, volvió a forzarse hacia adelante.
El brazo de él se debilitó y ella se desprendió.
Se volvió para enfrentarlo, con la mitad de su bata hecha trizas colgando de su cuerpo.
Paul estaba de pie frente a ella, el pene sobresalía de la parte anterior de los pantalones.
—¡No te muevas! —dijo ella; su cuello lastimado la hizo toser con dolor— ¡Ni una pulgada más!
Paul, con la cara roja y respirando pesadamente, dio un paso hacia ella.
Julia vio las tijeras para uñas en el piso, al lado de la estufa de gas, y las agarró.
Al tiempo que sostenía una de las diminutas hojas como un cuchillo, dijo:
—Paul, te mataré —él dio otro paso, y ella agregó—: ¡Y lo digo en serio!
—Te gusto rudo —dijo él por segunda vez, pero ahora sin amenaza, casi suplicantemente.
—Lárgate. —Ella estaba más aterrorizada que nunca en su vida.
Se miraron fijamente en silencio penetrante, como dos animales que se arrinconan entre sí, pero entonces, Paul se aflojó.
Se volvió a acomodar los pantalones, y se enderezó. Caminó lentamente hacia la puerta, tomando su chaqueta.
Julia observaba cada uno de sus movimientos.
Cuando se hubo puesto la chaqueta, se quitó el cabello de la cara, y abrió la puerta.
—Lo siento, señorita Stretton —dijo en voz alta hacia el corredor—. Creí que te estabas haciendo la difícil.
Cuando la puerta se cerró violentamente detrás de él, Julia dejó caer las tijeras y se derrumbó sobre la cama sollozando incontrolablemente.
Media hora más tarde, fue hacia la puerta y la cerró con llave; luego se fue a tomar un baño: tenía una magulladura púrpura en la garganta, y había raspones en la mejilla, allí donde las uñas de él la habían rasguñado. Su pecho derecho estaba tumefacto y lastimado. Se sentía ensuciada y envilecida.
Pero, más tarde, cuando estaba tendida en vela en medio de la oscuridad tratando de conciliar el sueño, se dio cuenta de que Paul no podría volver a amenazarla. Podía competir con él psicológicamente. Lo conocía ahora como nunca lo había conocido antes, y podía dominar ese conocimiento.
Y sintió, sin miedo, que Paul tenía el mismo conocimiento sobre ella.
19
Mientras viajaban de regreso del funeral en Salisbury, Julia leyó los otros informes, tal como había planeado. Empero, ni su corazón ni su mente estaban en ellos; los examinó superficialmente, con la esperanza de recoger la información necesaria únicamente con sus ojos. Los funerales siempre la deprimían, y el terreno barrido por el viento del crematorio con la procesión de coches fúnebres yéndose y viniendo cada pocos minutos, había parecido la puesta en escena de una tragedia continua, organizada, montada escrupulosa y elegantemente.
Después, había habido otra ordalía: la agradable taza de té con sus padres. Su padre se veía desgarbado y grande en su traje oscuro, y su madre, llorosa durante el servicio, transfirió su dolor por Tom a una preocupación machacante por Julia: “No parece que tomaras aire fresco, querida”, y “Espero que te den bien de comer”, y “¿Tienes alguna noticia de aquel buen muchacho que solías ver en Londres?” Estoy muy ocupada, mamá, y estoy feliz y, sin embargo, no es tan triste lo de Tom, y tengo todo el aire fresco que quiero, y creo que tendríamos que reunirnos pronto...
Marilyn había ido con ella al salón de té, fingía no escuchar la conversación.
No había habido señales de Paul durante la mañana, pero ni siquiera se sintió aliviada.
Si es que le quedaba algún sentimiento respecto de Paul, era uno fatalista. Todavía podría intentar vengarse, pero ella estaba lista para cualquier cosa. Estaba preparada para quitarse la bufanda de seda de su garganta, exhibir lo que en este momento estaba oculto, desnudar su pecho magullado, si eso fuese suficiente para convencer a los demás de que era Paul la amenaza para la proyección, no ella.
Marilyn había captado que algo había sucedido la noche anterior, pero Julia esquivó las preguntas. Cuando los participantes volvían de Wessex, con frecuencia se encontraban en un estado de trastorno durante varias horas después; Marilyn se había acostumbrado a eso. Si bien no participaba directamente en la proyección, Marilyn había llegado a conocer a los participantes, y a veces le señalaba a Julia de qué modo aquello los cambiaba.
—¿Cómo me ha cambiado a mí? —le había preguntado una vez Julia.
—Para mejor —fue la respuesta, pero fue sonriendo y Marilyn no dijo más.
Mientras salían de Dorchester y cruzaban el Valle Frome hacia el Castillo de la Doncella y la Casa Bincombe, más allá Julia miró el paisaje yermo y batido por el viento, tratando de verlo con ojos de Wessex, para ver la bahía tranquila y azul punteada con botes. El lado sur de Dorchester era feo, las colinas revestidas con los ayuntamientos de Victoria Park posteriores a la guerra. No había señales de la existencia de éstos en Wessex, evidencia del inconsciente consenso de disgusto de los participantes.
El camino principal pasaba el Castillo de la Doncella, que se erguía sobre su colina a la derecha. Al contemplarlo, Julia dijo:
—¿Marilyn, sabes tú de alguna razón por la que no deba volver hoy a la proyección?
—Sabes que eso nada tiene que ver conmigo.
—Sí, pero me preguntaba si habías oído algo.
—¿Respecto de ti?
—No en especial —dijo Julia— pero sólo volví anteayer, y alguien estaba diciendo que, después de la muerte de Tom, los períodos fuera del proyector deberían ser más prolongados.
—Lo único que he oído es que los exámenes médicos han de ser más rigurosos.
—Había oído eso también.
Antes de que salieran para Salisbury a la mañana, Don Mander había convocado a una breve reunión. Era urgente que por lo menos dos participantes se reincorporaran a la proyección, pues ahora había un total de siete afuera, aunque a Steve y a Andy no se los contaba como miembros activos de la proyección. Colin Willment había ido a Londres después del funeral, si bien era probable que estuviese de vuelta en uno o dos días. Don Mander mismo estaba indeciso respecto a si tomar o no una licencia. Mary y Julia se habían ofrecido para regresar de inmediato, aunque Mary precisaba por lo menos un día para sí misma en Londres.
Nada se había dicho de Paul Mason.
Cuando llegaron a la Casa Bincombe, Julia fue a su cuarto y comenzó a revisar sus ropas, preguntándose si las precisaría en los días venideros. Había unas pocas para mandar a la lavandería, las puso a un costado para que el personal se ocupara de ellas.
Tenía allí más ropa que la que había tenido en su departamento de Londres, pero nunca precisaba más que unas pocas. Había traído la mayor parte la última vez que vino de Londres: ahora pensaba si podría llevar algunas de vuelta.
En el camino a Salisbury se había detenido para comer algo ligero con Marilyn, pero no había comido desde... ni siquiera masitas para el té o scones, para gran sorpresa de sus padres. Tenía apetito ahora y si, iba a reincorporarse a la proyección, debía permanecer así. Deseaba ver a John Eliot o a Mander para ver qué era lo que querían que hiciera. A pesar de su nueva ecuanimidad hacia Paul, la púa respecto a que ella precisaba una prolongada licencia, todavía estaba clavada.
Fue abajo, pero no había nadie. Se detuvo indecisa al lado del hogar del salón de fumar durante diez minutos, preguntándose dónde había estado Paul durante el día.
Cuando volvieron del funeral, Marilyn le había dicho que él se iba a quedar en el Hotel Antelope en Dorchester, lo que explicaba por qué no lo había visto en Bincombe a la mañana, pero había esperado que él estuviese ahí cuando volvieran.
Arriba, encontró a Mary Rickard haciendo una valija.
—Espero que tu casa esté bien —dijo Julia— ¿Qué vas a hacer respecto a eso?
—Tendré que obtener una orden del tribunal mañana, y luego conferirle un poder legal a mi ex esposo. Deberá ser bastante directo, porque de todos modos, la casa solía estar a su nombre.
—¿Cuándo esperas estar de vuelta aquí?
—Pasado mañana —dijo Mary—. No pensé que te vería aquí... Pensé que estabas de vuelta en Wessex.
—Todavía estoy esperando la decisión de John Eliot.
—Por lo que sé, él te está esperando a ti. Me dijo que te reincorporabas inmediatamente después del funeral.
—¡Entonces, vuelvo!
Julia experimentó una placentera sensación de alivio, y también un estremecimiento de excitación: Wessex todavía estaba ahí para ella.
—¿Mary, qué piensas de Paul Mason?
—Parece un joven agradable.
Mientras decía esto, Mary estaba doblando una pollera y no miró a Julia.
—Vamos, Mary. Me gustaría saber.
—¿Es amigo tuyo, no?
—¿Te dijo él eso?
—No... pero tú dijiste que estuvieron juntos en la universidad.
—Estuvimos al mismo tiempo —dijo Julia—. Lo recuerdo vagamente.
—Eso es lo que tú dices, querida. A mí no me importa. Me di cuenta del modo en que te observaba.
Por un instante, Julia estuvo tentada de decirle qué había ocurrido la noche anterior, pero había conservado durante mucho tiempo el hábito de no confiar en los demás miembros de la proyección —conscientemente, al menos— y la conocía a Mary menos que a la mayoría.
—Sí, salí con él una o dos veces.
—Dije que no importa. A pesar de lo que dije hoy, nunca fui de los que creían que deberíamos tratarnos entre nosotros como si no fuésemos humanos. De todos modos, resulta que sé que, antes de que la proyección comenzara, hubo por lo menos una relación sentimental. No parece haber importado mucho.
Julia preguntó, con interés:
—¿Entre quién?
—Un hombre y una mujer —respondió Mary con una sonrisa—. Se terminó sin sangre o lágrimas, tanto como sé. De modo que si alguna vez tuviste algo con Paul Mason, y no quieres hablar de ello, pues es tu asunto.
—Todavía no me has dicho qué piensas de él.
Mary cerró la tapa de la valija, y se sentó en el borde de su cama. Tenía rasgos grandes y suaves, y ojos de mirada afectuosa.
—Te diré, Julia, porque eso sí me importa. Pienso que es un hombre peligroso y egocéntrico. Pienso que hará daño a la proyección, y no hay nada que podamos hacer al respecto.
Hablaba despaciosa y calmadamente. Mary raramente exageraba: sus informes siempre eran un ejemplo de observación precisa, de imágenes eficaces.
Julia dijo:
—¿Sabes algo respecto de él?
—Nada que no pueda ver con mis propios ojos. Y nada que no pueda resolver yo misma. Los síndicos lo han contratado porque es la clase de joven sagaz que creen que precisa la proyección. Pero no se dan cuenta de lo que podría hacer una ambición malévola.
—Creía que a Don Mander y a John Eliot les gustaba.
A Eliot le gusta. A Don, no. De todos modos, no importa lo que piensen los participantes: los síndicos quieren hacer valer su dinero, y creen que un operador joven y untuoso con antecedentes en periodismo de baja estofa y especulación en propiedades, se lo va a conseguir. Supongo que, en última instancia, es culpa nuestra: los síndicos nunca han estado en contacto con la proyección. Julia, Wessex es real para mí. No quiero que lo alteren.
Julia recordó a Paul en su habitación: la sonrisa calculadora antes de que intentara violarla.
—Mary, anoche... hablé con Paul Mason. Estaba diciendo lo que iba a hacer con la proyección.
—¿Qué dijo?
—Nada específico. Pero largó una pista grande: dijo que había una omisión obvia en la proyección.
—Lo oí hablando con John Eliot —dijo Mary—. Estaba preguntando cómo se utilizaba el equipo de proyección en Wessex. Eliot dijo que se lo empleaba para recuperar a los participantes, y Paul le preguntó si se lo podía usar para algo más. ¿Supones que se trate de lo mismo?
—Podría ser. ¿Qué dijo Eliot?
—Dijo, por supuesto, que no. Eso es todo lo que oí.
Julia dijo:
—Está tramando algo. ¿Mary, que será?
—Lo descubriremos eventualmente. Pero tenemos un consuelo.
—¿Cuál?
—Conocemos la proyección mejor que él. Es nuestra y podemos conservarla nuestra.
Hay treinta y ocho de los nuestros, Julia, y sólo uno de los de él. Nadie puede alterar la proyección solo... Wessex está demasiado profundamente enclavado ahora.
Julia pensó en Paul, el graduado ambicioso que sostenía que ningún trabajo era demasiado grande para él y sus talentos, y había tenido razón. Paul, el trepador, el pegajoso buscador de éxito. Ella sabía que Paul se saldría con la suya.
Dijo Mary:
—Si sucumbimos ante Paul, hará lo que quiere. Nuestra única esperanza es la de unirnos entre nosotros.
—¡Pero sólo cuatro de nosotros sabemos respecto de Paul! Y Colin está con licencia y tú vuelves a Londres.
—Ya he hablado con Colin. Siente lo mismo que nosotras. Tiene derecho a su licencia, pero estará de vuelta no bien pueda. Quizás en uno o dos días. Yo estaré de regreso en dos. En cuanto a los demás... habrá que decírselo en cuanto se los recupere. Aunque, si Paul introduce cambios, ellos mismos verán lo que ocurre mientras están en Wessex.
Mary se paró y tomó su abrigo de detrás de la puerta.
—Quiero alcanzar el último tren —dijo—. Y tendré que pedir un taxi por teléfono.
Julia observaba mientras Mary verificaba que la valija estaba firmemente cerrada y luego echó un vistazo por la habitación para asegurarse de que no se había olvidado algo.
Julia la siguió cuando salió del cuarto y bajaron juntas. Don Mander las esperaba en el vestíbulo.
Julia tomó el brazo de Mary cuando dieron la vuelta a la escalera, haciéndola retroceder antes de que Don las viera. Súbitamente se había dado cuenta de que después que Mary se fuera, ella y Don serían los dos únicos participantes activos en Bincombe. El pensamiento la aterrorizó, la hizo comprender cómo Mary se había vuelto una aliada inesperada contra Paul. No confiaba en Don Mander: parecía estar completamente listo para aceptar la designación de Paul hecha por los síndicos.
—Mary —dijo suavemente— ¿podemos hacer algo para detenerlo... a Paul?
—No lo creo, querida. Se incorporó a la proyección esta tarde.
—Entonces, es demasiado tarde.
—Para hacer cualquier cosa aquí, sí. Pero estaremos en Wessex.
Julia la siguió hasta el recibidor y esperó con ella hasta que el taxi llegara desde Dorchester. Una vez que el auto se fue, Julia subió a su habitación, ordenó sus cosas, separó ropas. Estaba sedienta, de modo que bebió un poco de agua del vaso para lavarse los dientes que estaba en el baño; luego volvió a descender y habló con Don Mander. Ella iba a volver a Wessex esa tarde; no había instrucciones especiales, excepto la de mantenerse en contacto con David Harkman; John Eliot y su equipo estaban esperándola en el Castillo de la Doncella.
Más tarde, mientras Julia refrescaba la mnemónica en su mente, estuvo pensando en David, recordando cómo, cuando estuvo oprimida por Paul, el pensar en él la había hecho enderezarse.
Una vez, Wessex mismo había sido el refugio tácito contra Paul: ahora sólo estaba David, y Paul no lo sabía.
20
En la oficina de David Harkman estaba sofocantemente cálido, y se sentó sin el saco y con la corbata desanudada. Incluso cuando la ventana estaba abierta de par en par, no había corriente que se pudiera llamar tal; los ruidos de los turistas que caminaban por las calles empedradas, afuera, eran una continua distracción. Estaba leyendo de cabo a rabo las Actas del Comité de Cultura y Artes, el cuerpo de la Comisión teóricamente responsable por los subsidios para los talleres de drama locales, las galerías de arte, los autores dramáticos, bibliotecas y sociedades musicales. Muy poco dinero se había aprobado alguna vez para el patrocinio directo de las artes, porque parecía que la mayor parte de la asignación del Comité se gastaba en expensas administrativas. Eso hacía deprimente la lectura, y la página de la libreta de Harkman, que había empezado para apuntar observaciones, todavía estaba casi en blanco.
Levantó el teléfono interno, marco un número.
—¿El señor Mander?
—Él habla.
—David Harkman. ¿Ha tenido el Comisionado ocasión de aprobar mi solicitud?
—El señor Borovitin ha estado ocupado todo el día, Harkman. ¿Tratará usted de nuevo esta mañana?
—Ya he estado esperando dos días. No puedo empezar a trabajar hasta que tenga acceso a los archivos.
—Llámeme de nuevo mañana.
Harkman ya se había acostumbrado a las demoras burocráticas de Westminster y había aprendido cómo tomar atajos cuando era necesario, pero no había esperado toparse aquí contra una obstrucción habitual similar. Probablemente, los servidores públicos eran iguales en todo el mundo, pero la mentalidad departamental estaba en disonancia con la atmósfera idílica de Dorchester.
Harkman cerró la carpeta de Cultura y Artes, y se reclinó hacia atrás en su silla, contemplando con irritación la pared de enfrente. Estaba bloqueado en todo sentido: el trabajo por el que se le pagaba no se podía empezar adecuadamente, Julia estaba ocupada en el transcurso de los días, y hasta el deslizamiento sobre las olas le estaba excluido: la marea alta llegaba ahora muy tarde, a una hora en la que se suponía que él debía estar sentado frente a su escritorio. Todavía le perduraba el regocijo de su aventura del día anterior, pero su próximo día libre no vendría sino hasta dentro de otra semana, y sólo sería hacia el fin de la semana siguiente a aquélla en la que la ola llegaría suficientemente avanzada la tarde como para que él pudiera tomarse el tiempo libre.
Era en momentos como éste, cuando sus estímulos externos se frustraban temporariamente, que Harkman sentía más fuerte su compulsión interna. Era de lo que había hablado con Julia esa mañana en el Castillo: el apremio inexplicable por estar en Wessex, por vivir y trabajar en Dorchester. Pero no era sólo Dorchester y Wessex, pues estaba aquí y el impuso se había satisfecho.
El foco era el Castillo de la Doncella. Estaba obsesionado y dominado por él. No podía caminar por las calles del pueblo sin mirar con frecuencia hacia el sudoeste, no podía concebir a Dorchester sin el Castillo a su lado, no se podía sentir en paz a menos que supiese en qué dirección estaba con respecto a la suya propia. Así como los turistas de los Estados se postraban cinco veces por día en dirección a la Meca, así Harkman rendía un homenaje instintivo frecuente al fuerte de la colina baja y redondeada que dominaba la bahía.
Centrarse nuevamente en estos asuntos renovaba su frustración por la demora burocrática. A medida que pasaban los días, Harkman se daba cuenta de que tendría que dejar de lado su propio trabajo hasta que hubiera investigado todos los registros que existiesen sobre el Castillo de la Doncella y su comunidad.
En un impulso, Harkman salió de su oficina, con la determinación de ir directamente al Castillo, como si esto solo pudiese disipar la compulsión, pero antes de que hubiese llegado a mitad del corredor que llevaba a la oficina del frente, cambió de parecer: ya había estado en el Castillo, y eso no satisfizo el apremio.
Siguió caminando con menos resolución que antes. Pasó por la oficina del frente y vio la línea acostumbrada de turistas de los Estados, aguardando pacientemente para solicitar visas inglesas.
Tan pronto hubo ingresado al Marine Boulevard, Harkman miró hacia el sudoeste, cual aguja de una brújula que oscilase hacia el norte. Pudo ver el Castillo a través de la bahía: el día era soleado y húmedo, pero en el cielo que estaba más allá del Castillo estaban descendiendo nubes oscuras. Una luz fantasmagórica parecía circundar la cima de la colina, un verde dorado brillante, luz del sol en la tormenta; Harkman pudo casi captar lo térmico del calor ascendente que al igual que el poder hipnótico que el Castillo ejercía sobre él, tenía una radiación mística y elemental invisible, pero que se sentía.
Una marea alta en la mañana le imposibilitaba deslizarse sobre la ola de Blandford, pero eso significaba que el puerto iba a estar abierto durante el resto del día y cuando Harkman llegó al puesto, lo encontró rebosante de turistas.
Se las arregló para atraer la atención de Julia.
—¿Puedes salir? —le preguntó.
—No hasta más tarde. Estamos muy ocupados.
Mientras ella hablaba, surgió una discusión entre dos clientes sobre cuál de ellos había recogido primero un jarrón de frágil cristal. Los dos hombres reñían en un rápido dialecto norteamericano, rico en palabras árabes, incomprensible para los ingleses.
—¿Cinco en punto? —preguntó Harkman.
—Está bien. Si esto se ha calmado.
Julia se alejó; quitó delicadamente el jarrón de manos del hombre que lo agarraba.
Harkman observaba mientras ella intervenía hábilmente en la discusión, favoreciendo en forma muy clara a uno de los dos, al tiempo que apaciguaba al otro con una combinación de halagos y la presentación de una pieza ligeramente más cara. Hablaba en inglés, y esto tenía en sí mismo un efecto calmante. Harkman esperó hasta que se hubiesen consumado ambas ventas, luego se alejó entre la multitud de turistas que paseaban, yendo hacia el extremo más alejado del desembarcadero que dominaba la entrada al puerto. Se sentó en los adoquines, sintiendo la calidez del sol a través de la tela de su traje, lo que le recordó el largo e intemporal verano, y sus incongruentes preocupaciones en ese centro turístico.
Muchos cruceros privados aprovechaban la marea, el puerto permaneció activo hasta bastante después de las cinco. Harkman esperó hasta pasadas las 5.30 antes de volver al puesto.
Julia se veía cansada, pero parecía contenta de verlo y en cuanto habló con las otras dos personas que estaban detrás del mostrador, se fue con él.
—¿Qué te gustaría hacer? —preguntó David mientras subían la colina alejándose de la costa, hacia los matorrales silvestres que se extendían en torno al pueblo por millas.
—Estar contigo —respondió ella—. A solas.
Lo que tenían entre sí todavía era una novedad y no se habían formado hábitos.
Caminaron con rapidez, aunque el aire estaba caliente y húmedo, hasta que encontraron una cañada protegida lejos del sendero, y allí se hicieron el amor. Lo nuevo, la frescura de lo que les había dado la excitación del encuentro reciente, la sensación de conquista mutua.
Harkman se sentía relajado y tierno y cuando Julia se puso a los tirones su vestido, la estrechó de nuevo contra él, permaneciendo tendidos sobre la crecida hierba uno al lado del otro.
—Julia, te amo.
Su cara estaba vuelta hacia él, y se extendió para besarle el cuello por debajo de la oreja.
—Yo también, David.
La noche anterior se habían dicho las mismas palabras una y otra vez, una docena de veces en una hora, y en cada ocasión había parecido fresco y original el sentimiento desmentido por la inadecuación de las palabras. Esa tarde era como si se lo hubiesen dicho por primera vez.
Debido a que había pasado gran parte de la tarde reflexionando sobre la compulsión intangible del Castillo, Harkman se había permitido pasar por alto la sensación de recuerdo desplazado que Julia había despertado en él. Cuando se encontraron, la volvió a experimentar, y ahora que ella yacía en sus brazos, la sentía de nuevo. Si la estrechaba intensamente, podía disminuirla, pero nada podía aventarla por completo.
No era que Julia sólo se entregase parcialmente, ni que estuviese distante o desamorada, pues las primeras ternuras provenían de ella, los primeros besos cariñosos.
En todo sentido ella dependía de él, así como él de ella; en cuanto a las reacciones o los gestos, o la relación física, ella lo satisfacía por completo.
La poseía a Julia en toda forma concebible, excluyendo el vivir juntos permanentemente, pero no la experimentaba. Recordaba que ella existía.
La nube de tormenta eléctrica que Harkman había visto antes estaba más negra que al principio, pero parecía más próxima. Desde el mar había surgido una brisa que al desplazarse por entre el pasto largo, producía un sonido calmante y como de barrido, en discordancia con la calma que la tradición imponía para antes de una tormenta. Durante toda la tarde oyeron el ruido sordo y prolongado de truenos, pero no parecía probable que la tormenta se desencadenase hasta dentro de una hora o más.
Al asir a Julia, Harkman sentía la calma de la plenitud, sentía la brisa de compulsiones desconcertantes, aguardaba el comienzo de lo que estaba por venir.
Ella se movió en sus brazos y se volvió para tenderse de espaldas al lado de él con la cabeza en sus brazos. Contempló el cielo: si la tormenta no se desataba de antemano, quedaban unas dos horas antes de la puesta del sol, momento en el que ambos sabían que ella volvería al Castillo de la Doncella.
Este aspecto temporario y prestado de sus relaciones, había comenzado a ejercer efecto corrosivo sobre Harkman.
En un momento dado, dijo:
—Julia, quiero que abandones el Castillo. Ven a vivir conmigo en Dorchester. Podemos hallar algún lugar...
—¡No! ¡Es imposible!
La prontitud, y determinación de la respuesta de ella le llegó como una sacudida.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No puedo dejar la comunidad.
—¿Es más importante?
Se volvió para mirarlo, le apoyó la mano en el pecho, acariciándolo; pero súbitamente su caricia le resultó ajena, incómoda.
—No discutamos sobre eso —dijo ella.
—¿Discutir? ¡Es demasiado importante para ser una discusión! ¿Me amas?
—Por supuesto.
—Entonces, no hay problemas. Julia, te amo tanto que no podría...
—No sirve, David. Sencillamente, no puedo abandonar el Castillo ahora.
—¿Ahora? ¿Pero, más tarde?
—No lo creo —dijo ella.
Había un punto que Harkman nunca había tratado con ella, prefiriendo imaginar lo mejor que saber lo peor, pero ya no se lo podía evitar: tenía que saber.
—Hay alguien más —dijo—. Otro hombre.
Ella repuso, tranquilamente:
—Por supuesto.
—¿Entonces, quién...?
—Pero no es eso, David. Lo abandonaría por ti. ¿Seguramente tú lo sabes?
—¿Quién es?
—No lo has conocido. Su nombre nada te diría —Se sentó y lo encaró, mirándolo seriamente. La brisa jugueteaba con su cabello por detrás de ella; se volvía más neta la nube tormentosa.
—No me hagas preguntas sobre él. Si sólo fuese eso, me iría hoy.
Harkman, ardiendo aún con las llamas de la posesión y los celos, apenas si escuchó esto. Dijo:
—Pero si, lo he conocido. El hombre barbudo... en el taller. Greg, ¿no?
Julia rió como haciendo caso omiso, pero había tensión en el sonido.
—No es Greg. Te lo dije, no lo conociste.
—Aquel día se comportaba de modo muy extraño.
Ella sacudió la cabeza con vehemencia:
—Greg siempre es así. Eso se debió a que tú eras de la Comisión. Quería que pagases más.
—¿Entonces, quién es?
—Alguien más. No lo conociste y probablemente nunca lo hagas. No interesa quién es.
—Me importa a mí.
Entonces, se le ocurrió que Julia podría estar mintiendo. Aquella mañana, en el Castillo, el rostro de Greg había exhibido esa expresión inconfundible que parecía implantar cercas territoriales en torno a Julia siempre que la miraba.
—David, por favor no sigas preguntando sobre eso. Te amo; con seguridad tú lo sabes.
—Entonces, ven a vivir conmigo.
—No puedo.
Nuevamente la determinación.
—Dame una razón, aparte de este otro hombre, por la que no puedas.
Nada dijo durante un rato, tan prolongado, por cierto, que Harkman pensó que iba a esquivar la pregunta manteniéndose en silencio, pero finalmente, dijo:
—No puedo abandonar el Castillo porque vivo y trabajo allí.
—Trabajas en Dorchester.
Julia dijo:
—No volveré ya al puesto: he terminado ahí.
—No me habías dicho esto antes.
—No me habías dado la oportunidad. Te lo iba a decir más tarde. A partir de mañana, estaré todo el tiempo en el Castillo.
—Entonces, ¿podría vivir allí contigo?
—No, David...
—Por lo que volvemos a este otro hombre cuyo nombre no me dirás.
—Así es —dijo ella.
Harkman se sintió decepcionado, enojado, herido. Durante un instante pensó haber hallado una vuelta al problema, pero volvió al principio.
—¿Qué es? ¿Estás enamorada de él?
Los ojos de ella se agrandaron, no con inocencia fingida, sino con una sorpresa que parecía genuina.
—No, David. Te amo a ti.
—Vives con él... ¿es por la relación sexual?
—Solía serlo. No ahora. Me repugna. De veras. Ese aspecto está terminado, pero preciso más tiempo para elaborarlo. Sólo te he conocido cinco días...
David tenía que concederle eso: lo que había entre ellos era profundo pero, en verdad, reciente. Para él había una sensación de rectitud en eso que trascendía los convencionalismos y en ese momento de esperanza había pensado que existía una manera: había estado preparado, para abandonar su trabajo y vivir con ella, para convertirse en uno más de la comunidad del Castillo. La idea todavía lo atraía por su simpleza, pero también sabía que, si llegase el momento de una decisión —aquí, en este lugar, en este preciso momento— querría más tiempo para pensarlo.
¿No estaba Julia solicitando solamente lo mismo?
Pero la vaguedad de su relación con el otro hombre, o al menos la vaguedad de cómo se lo presentaba a é1, le era tan potencialmente hiriente como el dolor que podría infligir un arma oculta. Estaba nervioso por ello, vigilante, incierto de cómo podría utilizársela contra él.
—¿Tratarás de elaborarlo, Julia? ¿Puedes?
—Así lo creo. Dame tiempo.
—Dime que me amas.
—Sí, sí —dijo, inclinándose hacia adelante para besarlo en los labios, pero no bien hubo acabado el beso, se alejó de nuevo.
—No es tan sólo este otro hombre, David. Si te dijera el resto, ¿quedaría solamente entre nosotros dos? ¿Completamente confidencial?
—Sabes que así es.
—Me refiero a la Comisión. Sabes que hay varios que están contra el Castillo, y como trabajas en la Comisión, yo... bien... no estoy segura.
—Sólo estoy vinculado con ese sitio por los archivos —dijo él de inmediato—. No soy un servidor público y no confío en nadie allí.
Julia lo estaba contemplando muy de cerca; se sintió incómodo bajo la intensidad de su mirada.
—Estamos haciendo algo en el Castillo que nadie de la Comisión sabe. No es ilegal... pero si el comisionado Borovitin, o alguno de sus delegados lo descubriera, habría tanta interferencia que la tarea se volvería imposible.
—Entonces, debe ser ilegal.
—No..., secreto: existe una diferencia.
—No sería demasiada para Borovitin.
—Eso es precisamente. —Ahora ella se había sentado aparte de él. Sus piernas estaban cruzadas, pero se inclinó hacia él con espontaneidad—. Todo lo que viste el otro día en el Castillo, el trabajo artesanal, los deslizadores, son la cubierta de algo más. La mayoría de la gente del Castillo son científicos y académicos traídos de toda Inglaterra.
Tienen un ideal común, y el Castillo es el único lugar en el que pueden perseguirlo.
—¿Ya no tienen más ideales en las universidades?
—Las universidades están bajo control del Estado. La única investigación posible es bajo la dirección de políticos y burócratas. En lo que estamos interesados es en la investigación social y económica sin presiones políticas. En el Castillo existen las facilidades para ello; ese es el porqué de que se estableciera la comunidad.
—Dijiste “nosotros” —dijo Harkman.
—Soy uno de ellos. Ahora va a comenzar nuestro trabajo verdadero en el Castillo, yo voy a estar intensamente involucrada dentro de unos pocos días. Cuando esté terminado, las cosas serán diferentes.
No veía por qué eso le impediría vivir en el Castillo con ella, pero entonces se dio cuenta: siempre estaba el otro hombre. La contempló en silencio, sintiendo que algo que valoraba por encima de todo le había sido arrebatado.
Aparentemente pensando que lo que había dicho no era suficiente para convencerlo, Julia se inclinó nuevamente hacia adelante poniéndole la mano en la muñeca.
—Es absolutamente serio, David. No te pido mucho, excepto paciencia. Los resultados de este proyecto podrían en última instancia afectar a todo el mundo en Inglaterra, tengo que comprometerme. Tendrás que entenderlo; tienes tu propio trabajo.
—No se interpone entre tú y yo.
—Lo hace en tanto estés vinculado con la Comisión.
Dijo Harkman:
—¿Qué es este proyecto del Castillo?
—Evidentemente, no puedo decírtelo. Es... un poco como tu trabajo, con la diferencia de que tu investigación se refiere al pasado.
—Y el tuyo al futuro. —Lo dijo irónicamente, pero ella reaccionó de inmediato retirando la mano y mirando fijamente el regazo.
—Es un nuevo tipo de investigación sociológica —dijo ella—. Un modo diferente de ver el presente. —Volvió la cabeza, observó la nube tormentosa que estaba a la distancia—. Probablemente dije demasiado. Pero, ¿entiendes cuán importante es?
La miró, tratando de no revelar nada.
—Entiendo que no te veré. Que vives con alguien más. Que tu trabajo es más importante que yo. Que todo esto ha ocurrido en los últimos minutos.
—Hay algo más, David. Más fuerte que todo eso.
—¿Qué es?
—Te amo. No lo diría si no lo pensara en serio. Te amo más que a nadie que hubiera podido conocer.
David sacudió la cabeza, sin decir palabra.
Julia se retiró y se puso de pie. Miró en derredor: la hierba del brezal ondeaba en la brisa.
—¿Qué es? —David se sentó, sosteniéndose con un codo—. ¿Hay alguien allí?
—Por favor, espera... solo un minuto.
Antes de que pudiera responder, ella se alejó, subiendo rápidamente la pendiente de la pequeña cañada en la que habían estado tendidos y atravesó el brezal hacia el oeste. El gran cúmulo-nimbo que se ensanchaba sobre el horizonte, azul negro en su base, como un ascendente yunque blanco en su pico, parecía a punto de oscurecer el sol, pues se extendía enorme hacia él. Julia caminó frente al sol, y por un instante quedó deslumbrada.
David la vio detenerse, llevar las manos a la cara, bajar la cabeza.
Pensó que estaba llorando, pero nada en su talante lo había anticipado... y mientras observaba, vio que ella estaba inmóvil, como si meditara o esperara. Luego, alzó la cabeza y miró hacia el sur, hacia donde el parapeto del Castillo de la Doncella ascendía su colina.
Parecía estar esperando, y de la misma manera esperó él con ella, consciente, por sobre todo, de la yuxtaposición de los tres: el Castillo, Julia y él mismo. Había un eslabón indisputable entre ellos y aun así, era algo que también amenazaba dividirlos. En esos momentos, mientras Julia estaba parada en el herbáceo borde de la cañada, perfilada contra el cielo turbulento, Harkman trató de comprender todo lo que se había dicho en los últimos minutos. Inesperadamente, llegó la explicación del enigma que lo había acosado desde la primera noche.
Lo que le había oído decir a ella, no se había dicho en realidad: él lo había recordado en su experiencia.
La única realidad era la muchacha en el sol, negra y cauta contra el cielo. La sensación era ahora más marcada que lo que Harkman nunca hubiese conocido. Todo era ilusorio, recordado por él, recordado para él; no real.
¿Habían hablado de amor, de otro hombre, de un proyecto científico?
Sabía que lo habían hecho y sabía que no lo habían hecho. La contradicción era fundamental. La realidad comenzaba en este instante, en todo instante, y el pasado se volvía falso.
Entonces, Julia se volvió hacia él, apurándose, brincando en la hierba.
—¡David! —llamó— ¡David, aquí estoy!
Cuando corrió hacia él, se puso de pie porque, por fin, reconoció en ella algo que había estado buscando. Ella se precipitó, cayendo en sus brazos, besándolo, abrazándolo.
—¡David! —dijo sin aliento, besándolo en el rostro— ¡Oh, te amo!
La miró en los ojos, y allí estaba: lo intangible, la vida, la realidad.
Harkman la sintió en sus brazos y en su corazón. Se había ido la sensación de que a ella la creaba el recuerdo. Julia estaba ahí, era real y total. Ella había vuelto a él.
Pero mientras la abrazaba, las salientes oscurecidas del Castillo de la Doncella se erguían detrás de ella, reclamándola.
21
Se apuraron, porque el sol se había ocultado detrás de la nube invasora y la tormenta casi estaba sobre ellos. Todavía llovía, pero la brisa había cesado y la campiña se encontraba húmeda y silenciosa, expectante.
El sendero se dividía por la extensión de orilla que se conocía localmente como Playa Victoria; mientras David la abrazaba, Julia observó que la arena todavía estaba atestada de turistas que aparentemente no prestaban atención al inminente chaparrón. Los turistas extranjeros nunca parecían aprender las extravagancias del tiempo inglés, y ella sabía que en pocos minutos estarían corriendo precipitadamente en busca de refugio, clamando contra la tormenta que no se había anunciado. Después de dejarlo a David, cuando caminaba de vuelta al Castillo, concedió, más caritativamente, que probablemente esperasen hasta el último momento posible antes de volver al pueblo: los baños en el mar eran casi imposibles en cualquier otro lugar del mundo debido a la contaminación industrial, y una de las atracciones innegables de Wessex era su límpido mar.
Estaba tratando de no pensar en lo que había ocurrido entre ella y David, porque le había presentado la verdad, que él halló desagradable. Al mirar a los visitantes en la playa, mientras caminaba prestamente hacia el Castillo, experimentó una tristeza profunda e imprecisa por David, deseó que su función aquí fuese tan simple como la de los turistas.
Siempre había sido así, empero. No se debió haber permitido el lujo de David Harkman. Siempre había existido la monotonía de las detalladas preparaciones en el Castillo, la necesidad de concentración y absorción en su trabajo.
(Luego: un fantasma. Otro verano, otra vida. David en el amarradero, luego llegando al Castillo una mañana, probando los deslizadores mientras ella holgazaneaba en la playa de la ensenada. Hacía cinco días... ¿o nunca? ¿Cuándo había tenido ella alguna vez tiempo para pasar de esa manera? )
Había llegado hasta el primero de los terraplenes del Castillo cuando la golpeó esta memoria espectral; se detuvo reflexivamente. Al igual que la reminiscencia de un sueño, poseía convicción momentánea pero, a diferencia de la interrupción de un sueño, el recuerdo permanecía en su mente para que ella lo explorase.
Había una dualidad: por un lado, la certeza completa de que durante los últimos meses, durante todo el largo verano, ella y los otros habían sido absorbidos por sus preparaciones en los túneles que corrían por debajo del Castillo; por otro lado, el recuerdo tenue, pero bastante discernible, de una clase diferente de verano, el puesto, el puerto, el enjambre de turistas... y Greg.
David había hablado de Greg, pensando que él y ella eran amantes, pero ella lo negó; por supuesto que lo hizo:
Greg no era nada para ella.
La reminiscencia más difusa lo ubicaba a Greg a su lado, poseyéndola.
Hubo un destello brillante de relámpagos, Julia se volvió abruptamente, esperando que siguiese a continuación el estampido del trueno, un suceso trascendente natural para celebrar una comprobación trascendente... pero no sonó el trueno.
Echó un vistazo hacia arriba de la muralla del terraplén, viendo cómo se acumulaba la nube en las alturas. Casi estaba encima de ella, la proximidad había alterado el color, desde el primitivo azul negro a un gris amarillento enfermizo. Miró hacia el oeste, desde donde se aproximaba la tormenta, y vio que el paisaje ya había desaparecido en una bruma gris; la lluvia estaba casi encima de ella.
Se apuró, ascendiendo por el sendero a través del costado del primer terraplén, siguiendo su curso inclinado y curvo hacia el segundo. Corría, aterrada por la tormenta.
Había intentado ir a la casa que compartía con Paul, pero estaba muy lejos, del otro lado de la aldea. Su miedo a la tormenta se convirtió en pánico, en terror de ser abatida por un rayo en los espacios abiertos en la parte superior del Castillo, por lo que abandonó el sendero y corrió por el declive hacia el acceso a los pasajes subterráneos. Varios de los de la aldea estaban apretujados en el portal, mirando aprensivamente al cielo.
Redoblaron y retumbaron sordamente los truenos, y empezó a llover: pesadas gotas que caían sibilantes hacia la tierra cocida por el sol. En pocos segundos, la lluvia se convirtió en diluvio, agua y hielo combinados, descargándose en maligno torrente. Las piedras de granizo castigaron sus hombros, su cuello, y sus piernas. Sus cabellos y su vestido se habían adherido húmedamente a su cuerpo en los primeros momentos del aguacero.
Por fin, alcanzó el refugio, jadeando y asustada. Esperó, sin pensar, que la multitud retrocediera para dejarla entrar, pero parecían no haberse dado cuenta de su presencia; se quedó parada frente a ellos bajo la impetuosa lluvia. Nuevamente destellaron los relámpagos, y los truenos restallaron inmediatamente después. Empujó a la gente, forzándolos a retroceder y, finalmente, se puso fuera de lo peor de la lluvia.
Las gentes que se amontonaban en la entrada al refugio seguían sin prestarle atención, aun cuando ella estaba apretada contra tres de ellos por lo menos. A ninguno conocía, excepto de vista: en su mayoría eran granjeros, o artesanos de los talleres. Ninguno de ellos estaba involucrado en el trabajo real de la comunidad.
Airadamente, presionó contra ellos, abriéndose paso por la fuerza; se hicieron a un lado con renuencia, quejándose unos a otros, pero no directamente a ella, por su porfía.
Cuando se hubo liberado de la presión de los cuerpos, estaba dentro de la construcción desnuda y carente de iluminación, parada bajo el agrietado techo de cemento armado.
Por primera vez, se dio cuenta de que Greg había estado entre los que bloqueaban la entrada, pero no la había reconocido. Él, al igual que los demás, atisbaba la tormenta espectacular desde la seguridad del refugio.
Afuera hubo otro destello brillante de un relámpago, acompañado por el estampido ensordecedor del trueno.
Julia se volvió y caminó por el piso cubierto de cascotes, en dirección a la estrecha escalera que estaba atrás. Tomó con la punta de pulgar e índice de sus manos la empapada tela, la separó de los muslos, y luego descendió prestamente la escalera. Los túneles y celdas de los laboratorios se hallaban a unos quince metros por debajo de la superficie y, antes de que hubiera llegado al final de los escalones, la tormenta se volvió inaudible: aquí, en las profundidades del Castillo de la Doncella, los elementos no podían tocarlos.
La habitación de John Eliot estaba vacía, tal como lo había esperado, por lo que continuó hasta el final del corredor y entró a la sala de conferencias.
Era éste el único lugar de todo el sistema subterráneo que tenía calefacción y, por consenso común, se había convertido en el centro de toda la actividad preparatoria. En contraste con otras habitaciones, aquí se había hecho más que un esfuerzo mínimo para amueblarlo confortablemente, trayendo de la aldea muchas sillas y mesas. Varios de los mejores productos artesanales del Castillo se habían puesto a la vista en forma ornamental, y se habían colocado muchos libros en estantes a lo largo de una de las paredes.
En la sala de conferencias había alrededor de quince de los participantes escogidos, así como el doctor Eliot y algunos de su equipo. Allí estaba Marilyn que, no bien vio a Julia, la saludó con la mano. Estaba sentada a una gran mesa en el extremo opuesto del cuarto, escuchando una de las interminables discusiones sobre cursos de acción.
John Eliot la descubrió, dejó la discusión y se le acercó.
—¿Dónde has estado? —preguntó—. Estábamos esperándote.
—Me sorprendió la tormenta —repuso ella, dándose cuenta de que Eliot probablemente no sabía nada acerca del tiempo. Ni él, ni los de su equipo, parecían haber dejado alguna vez los pasadizos subterráneos.
—Ya lo veo —dijo Eliot, echando una ojeada a su vestido empapado por la lluvia—. ¿Quieres cambiarte?
—Lo haré más tarde. Todavía está lloviendo. Aquí puedo mantener el calor.
—Tienes más para leer. ¿Lo harás por ti misma, o vas a unirte al debate?
—¿De qué se trata esta tarde? —preguntó Julia.
—La elección de un nuevo miembro. Por el momento, las opiniones parecen estar divididas.
—¿Quién es el candidato?
—Un hombre que se llama Donald Mander. Es funcionario de la Comisión. Sería un administrador excelente.
—¿Alguien de la Comisión? —dijo Julia, frunciendo el entrecejo—. Es un paso fuera de lo común.
—Así pensamos algunos. Otros creen que valdría la pena el riesgo.
Miró a Eliot abstraída, pensando en David. Si podían considerar en serio a un funcionario gubernamental para el proyecto, entonces apenas si lo podrían objetar a David. Su respuesta negativa a la solicitud simple y comprensible de David lo había herido amargamente... pero entonces ella no había visto modo. Ahora, empero, quizás podría sugerir...
No, estaba Paul. Siempre Paul.
—¿Está aquí Paul?
—Por el momento está en el depósito de cadáveres —dijo Eliot—. Volverá más tarde.
—¿Qué piensa Paul sobre Mander?
—Lo aprueba.
—Entonces, yo también —dijo Julia.
—¿Lo conoces?
—Lo he visto por Dorchester. No sé mucho sobre él, pero solía sonreírme cuando estaba en el puesto.
—No sabía que fueses vanidosa, Julia.
—No lo soy. Tengo una sensación respecto a Mander. Eso ha sido suficiente para el resto de nosotros, ¿no?
Eliot asintió con la cabeza, pero vagamente. Julia y los demás habían tratado de explicar la sensación intangible de reconocimiento, pero Eliot sostenía que nunca la había experimentado. Ahora se había convertido en el criterio fundamental por el cual se invitaba a la gente a unirse al proyecto. Julia misma conocía suficientemente bien lo intangible, porque era lo mismo con David.
Lo mismo, pero diferente, con David.
—¿Vas a hablar a favor de Mander? —dijo Eliot, mirando hacia la mesa, donde las discusiones habían continuado mientras ellos conversaban.
—No es necesario. Al final será aceptado. Si lo deseas, puedes anotarme con un voto afirmativo. ¿Dónde está lo que tengo que leer?
Julia miró a su alrededor, buscando un sitio para sentarse, mientras Eliot fue a los estantes para buscar un libro. En el aire caldeado de la sala de conferencias no sentía muy incómoda su ropa húmeda. Encontró una silla cerca de una de las estufas, pensando que podría quedarse tranquilamente esperando que se evaporara el agua, hasta secarse.
Se echó el cabello hacia atrás, preguntándose si podría pedir prestado un cepillo o peine a Marilyn.
Miró para ver quiénes estaban: reconoció a Rod, Nathan, Alicia y Clark, de la comunidad del Castillo; conocía bien a cada uno de éstos, pues habían estado en Wessex durante varios meses. Había varias otras personas, a las que reconoció de otras conferencias, a quienes ya había sido presentada, pero cuyos nombres había olvidado desde entonces. Todos provenían de Dorchester o de sus alrededores. Un hombre trabajaba en una granja cerca de Cerne Abbas; dos de las mujeres venían de aldeas de la costa sur de la bahía. Todos tenían grados académicos, todos llevaban una vida doble para facilitar su labor aquí. Era un plan extraño, y ella estaba contenta debido a que como ya era miembro de la comunidad del Castillo, no tenía que recurrir a supercherías elaboradas para venir aquí.
Eliot volvió con el libro, abriéndolo en las páginas que había seleccionado.
—Este es el pasaje a leer —dijo.
El libro era una obra antigua que describía los substratos geológicos de la región de Wessex antes de los levantamientos sísmicos del siglo pasado. La idea, explicó Eliot, era la de elaborar una teoría mediante la cual pudiera verse el hundimiento terrestre actual nada más que como fase temporal de la evolución geofísica, de modo que se pudiera representar mentalmente un retorno a algo así cómo las circunstancias primitivas.
Julia tomó el libro con sensaciones encontradas: la geología era su materia, por lo que no habría dificultad con el lenguaje técnico —lo que la hacía trabajar más duramente en otras disciplinas— pero al mismo tiempo significaba que tendría que cubrir terreno antiguo, en sentido cuasi literal. Lo que la había emocionado durante sus estudios, había sido la estructura geológica actual de esta región, que en la escala geológica había sido moldeada ayer solamente.
Había que aprender antiguas teorías, antiguos hechos: el presente tenía que ser olvidado.
De todos modos, a pesar de estos recelos, pronto se interesó en el libro, y todavía estaba leyendo media hora más tarde cuando penetró en el cuarto Paul Mason.
Todos notaron su llegada: era esa clase de hombre. Como director del proyecto, imponía inmediato respeto y atención. Toda la tarea, todas las funciones eventuales del proyecto, eran suyas. Había trabajado muchos años para reunir esta gente; era un idealista con un ideal alcanzado, e inspiraba a los demás.
Mientras caminaba por el cuarto, vio a Julia y le dedicó una de sus sonrisas secretas, de la clase que reservaba para ella sola. Ella respondió automáticamente sintiendo, como siempre, el orgullo instintivo y egoísta de propiedad.
No compartía a Paul con nadie: ella era su mujer.
La mirada que él le envió hablaba de las cosas en las que nadie de aquí podría alguna vez inmiscuirse: la vida secreta, el hombre privado. Sólo ella estaba autorizada a esta penetración en el otro Paul y lo estaba por su íntima comprensión mutua.
En lo profundo de ella, fulguró, como la llama de un fósforo, en un sótano a oscuras, un recuerdo espectral... y una versión espectral de ella retrocedió por horror.
Cuando Paul se sentó a la mesa con los demás, Julia miró el suelo con ojos perdidos; su identidad espectral luchaba por liberarse. Pensó en David, pensó en el amor de él, pensó en el de ella.
Pronto, se puso a temblar.
22
La intensa tormenta eléctrica había producido una interrupción en el estado del tiempo; seis días más tarde en Dorchester hacía frío, había viento y estaba borrascoso.
Continuaba la frustración de David Harkman: no había visto a Julia desde aquella tarde en el brezal, e indagaciones discretas, principalmente de las dos personas del Castillo que trabajaban en el puesto, no lo llevaron a ningún lado. No parecían saber nada sobre ella y estaban sorprendidos de que él estuviese interesado.
Todavía estaba bloqueado por la aparente reticencia de Mander a permitirle ver los archivos; al cuarto día dejó la Comisión presa de la ira, viajó hasta Child Okeford para cabalgar en la ola Blandford. Esto también lo dejó insatisfecho: la marea había resultado intempestivamente baja y la ola estuvo atestada de aficionados ineptos. Al desviarse para evitar un grupo de cabalgadores, Harkman se había resbalado por detrás de la cresta de la ola, con lo que toda la expedición se volvió fútil e irritante.
La futilidad y la irritación eran dos sensaciones que conocía bien, y tenía pocas dudas con respecto a cuándo habían nacido.
Era una ironía cruel que a los pocos minutos del aparente retorno de Julia a él —nuevamente estaba aquí su conocimiento de lo intangible— lo hubiese abandonado. Y a pesar de lo que le dijo, Harkman seguía convencido de que lo había abandonado por otro hombre.
Su reacción era humana y directa: sufría de celos permanentes e hirientes.
En la sexta mañana volvió a preguntar sobre el tema de los archivos, y una vez más Mander le dijo que el comisionado Borovitin estaba “considerando” su solicitud. Furioso otra vez, Harkman se fue de las oficinas de la Comisión y, sin tener algo mejor para hacer, dio un paseo frente al mar, observando a los que estaban de vacaciones con una mezcla de aburrimiento y envidia. Recorrió todo el Boulevard; pasó por el negocio de deslizadores y por todos los puestos por el Bar Sekker's; recorrió el camino que llevaba a la Playa Victoria.
Se le acercaron dos buhoneros exhibiendo algunas de sus mercaderías. Al principio no vio qué era lo que ofrecían, pero percibió, en cambio, que usaban ropa del Castillo.
—¿Miraría usted un espejo, señor? —dijo uno de los dos, poniendo un pequeño trozo circular de vidrio delante de sus ojos.
Harkman vio un loco y relampagueante reflejo de sí mismo, pero luego los hizo a un lado de un empujón, y siguió su marcha. El espejo era una chuchería barata, un adorno común. Era la segunda vez que buhoneros habían tratado de venderle uno.
La Playa Victoria estaba tan atestada como siempre, a pesar del tiempo frío. Muchos visitantes estaban tendidos en la arena, exponiendo sus cuerpos desnudos al cielo nublado, paladeando, en apariencia, esta oportunidad de exhibicionismo de buen tono, sin el riesgo de conseguir un tostado que no era de buen tono. Harkman se detuvo por unos instantes, contemplándolos. La gente siempre parecía comportarse igual en la playa, descartando la conducta normal junto con su ropa.
Más allá de la playa, fijo sobre su colina, estaba el Castillo de la Doncella: símbolo y corporización de su descontento.
Allí estaba Julia, pero los celos de él eran defensivos, y no se atrevió a buscarla.
Parado al lado de la baranda, dominando la playa, Harkman experimentó de nuevo el instinto primigenio que lo llevó al Castillo: representaba la permanencia del tiempo, un eslabón inexplicable con el pasado.
Venía desde el pasado, el pasado real, el pasado histórico.
El Castillo de la Doncella había estado en la cima de su colina mientras se reconstruía Dorchester después de los terremotos. Había estado allí mientras la Tierra se agitaba y hundía, mientras el mar avanzaba hacia ella, sumergiendo los valles de derredor. Se había erguido en su colina indiferente a las naciones y a las razas del mundo, mientras discutían y guerreaban por territorios y dinero, maíz y petróleo y cobre, ideología y tortura, influencia política y carrera armamentista frenética. Había estado allí cuando el primer tren de vapor siguió por sobre sus nuevos y brillantes carriles de hierro hacia Weymouth, al sur; y había estado allí mientras los reyes forcejeaban con los parlamentos, mientras los lores feudales y los señores formaban ejércitos privados para extender sus tierras. Los romanos lo habían saqueado, los antiguos ingleses lo había erigido. El tiempo se depositó sobre el Castillo de la Doncella como estratos de roca sedimentaria y Harkman podía excavarlos con su imaginación.
Eso lo perturbó porque el foco de su interés estaba en Wessex.
No había venido para encontrar a Julia, aunque la había encontrado, y no había venido a cabalgar la ola Blandford, aunque la había cabalgado, y volvería a hacerlo. El Castillo estaba en el centro de todo: una sensación de pasado, de continuidad, de permanencia.
Si caminaba por la Playa Victoria desde aquí, estaría en el Castillo en diez minutos.
Harkman probó su coraje contra sus celos... y fracasó el coraje. Miró una vez más el montecillo verde resplandeciente, luego se dio vuelta y caminó rápidamente hacia el interior de Dorchester.
Había estado ante su escritorio no más de diez minutos, cuando sonó el interno.
—¿Señor Harkman? Soy Cro, de Información. Entiendo que el comisionado lo ha autorizado a examinar nuestros archivos.
—Pensé que Mander estaba a cargo de ellos.
—El señor Mander se tomó unos días de licencia. Antes de irse, yo mismo me ocupé para asegurarme de que usted recibiese su autorización. ¿Desea utilizar los archivos hoy?
—Sí, por supuesto. Voy ahora.
Primero fue a la oficina de Cro; luego, siguió al grueso hombrecillo hasta el ascensor.
Los archivos estaban en el sótano del edificio: un enorme almacén detrás de una pared a prueba de incendios, llena con bastidores metálicos que cubrían todas las paredes, y formaban pasillos artificiales a través del ancho de la habitación. En esos estantes se apilaban los registros: carradas de cajas de cartón con papeles, libros, panfletos, carpetas atadas, licencias, registros de nacimiento y defunción, notas de actuaciones judiciales, pilas de ficheros de memorias provenientes de Westminster y las otras Comisiones provinciales, estatutos, minutas de reuniones, diarios, carteles gubernamentales, registros policiales... todas las polvorientas cosas dignas de ser recordadas por el servicio de la administración del Estado; un testamento que se desmoronaba para la mente pedante del burócrata, que nunca ha de permitir que se tire algo.
—Tendré que encerrarlo, Harkman —dijo Cro.
—Está bien —Harkman miró su reloj: eran exactamente las dos pasadas—. Vuelva por mí a las cinco, a menos que le telefonee de antemano. Y probablemente querré pasar todo el día aquí, mañana.
Cro señaló un cartel oscuro y desvaído sobre la puerta:
—No puede usted fumar aquí.
—No pretendía hacerlo.
—Por las dudas, mejor me da sus cigarrillos.
Harkman clavó agresivamente la mirada en Cro, luchando por mantener su sangre fría.
Sólo había tenido un contacto ocasional con este hombre, pero sentía que lo conocía y comprendía, o a su clase: debido al carácter de Harkman como académico adjunto, administrativamente Cro era su subalterno, pero los archivos eran su dominio. Para evitar una escena innecesaria, Harkman le alcanzó los cigarrillos, consciente de que estaba enfurruñado como un escolar al que encontraran fumando detrás del gimnasio.
Forzó una sonrisa:
—Supongo que podría haberme tentado.
—Los guardaré para usted —dijo Cro, poniéndolos en un estante fuera de la habitación. Cerró la puerta y le echó llave, luego saludó con la cabeza a Harkman a través de la pesada puerta de vidrio, y se alejó. Harkman contempló sus cigarrillos a través de la ventana pensativamente, sabiendo que si Cro los hubiese llevado consigo, los habría olvidado. Ahora quería fumar.
Se volvió, con la intención de llevar adelante aquello para lo que había bajado.
Hasta ahora, el único aspecto de los archivos a los que había tenido acceso, era una parte del índice, por lo que ya tenía una comprensión parcial del sistema de fichado y de los códigos numéricos que se empleaban para identificar diferentes clasificaciones.
Caminó de un lado a otro por los pasillos, mirando las cajas y, las carpetas. Las adquisiciones más recientes de la colección se destacaban del resto, pues sus etiquetas todavía estaban limpias, no amarillentas por el tiempo. Harkman trató de leer las palabras inscriptas en el lomo de diversas carpetas, levantó las polvorientas tapas de las cajas para atisbar su interior. El aire era seco y rancio en la bóveda, y al caminar solamente levantaba nubes de polvo fino que hacía que sus ojos lagrimearan y la nariz le picase.
Trabajó sin propósito determinado durante media hora, no sólo inseguro de dónde mirar, sino indeciso sobre qué era lo que estaba buscando. Las hileras de carpetas sucias lo confundían: el orden en el que estaban apiladas parecía ser aleatorio, los registros judiciales de un año colocados con aparente propósito junto al de casamientos para otro, veintitrés años antes.
Volvió al índice, y escogió algunas entradas al azar, tratando de resolver el sistema.
Después de algunos comienzos falsos, se las arregló para rastrear un artículo escogido: Comité de Vivienda. Minuta de las Reuniones. 2117-2119. No tenía interés en las actas de un comité que se reunió unos veinte años antes, pero el hecho de encontrarlas le ayudó a entender el sistema.
Ahora, con más que un indicio sobre cómo realizar su búsqueda, Harkman se acomodó de inmediato en uno de los pupitres con el índice frente a él. Ya había extraído una lista de ciertos registros que quería examinar, sacó su libreta y verificó dos o tres puntos de interés especial. Para las 15:15 tenía una lista de unas cuarenta entradas que podrían contener lo que estaba investigando; se puso a buscarlas. No podía encontrarlas todas, pero pronto tuvo en su escritorio un registro de tierras que cubría todo el siglo XXI, ficheros de diarios, anuarios de la Comisión de las tres últimas décadas, minutas de las reuniones y congresos del Partido, una historia popular del siglo XX, varias guías del Castillo de la Doncella, y copias de varias memorias que se enviaron entre Westminster y la oficina del Agregado de Recursos en los dos últimos años.
En esta última carpeta, descubrió la primera referencia al Castillo de la Doncella.
En la Oficina Regional de Londres se había iniciado una indagación respecto al consumo energético de la comunidad del Castillo; la respuesta, en medio de muchas salvedades técnicas, decía que la comunidad tenía acceso a los cables principales de suministro eléctrico, pero que su consumo era desdeñable, siempre y cuando no se usara cierto equipo no identificado.
Más tarde, Harkman descubrió más correspondencia en la misma carpeta, relacionada esta vez con una indagación sobre el posible valor como chatarra —o valor de recuperación— del equipo de investigación; la respuesta de la Comisión —firmada por D. Mander— asumía la forma de una carta adjunta a una circular impresa; esta última era una directiva del Partido concerniente a las cooperativas artesanales autosuficientes, y recomendaba una interferencia mínima por parte del gobierno; la nota escrita a máquina simplemente agregaba que no se conocía la condición actual del aparato Ridpath y se suponía carente de valor.
El nombre correcto del equipo no tenía significado para Harkman.
En el registro de tierras del siglo anterior, Harkman descubrió extractos de las escrituras, a título de las cuales el terreno en el que se asentaba el Castillo de la Doncella se transfería formalmente del Ducado de Cornwall a la Junta Soviética de Tierras y Agricultura. Esto fue en el año 2021. Esta transferencia fue una de varios cientos, en las que todos los terrenos no controlados nominalmente por el Estado, se traspasaban a Westminster.
Siguió una búsqueda infructuosa, donde encontró varios documentos relativos al Castillo de la Doncella, o referidos a él, pero por lo normal, eran pasto para burócratas: estimaciones de población, levantamiento topográfico de tierras, informes sanitarios, un documento consultivo sobre educación, los hallazgos de un equipo de inspectores sanitarios.
Harkman no había mirado al fichero de diarios desde que lo localizó, pensando en él como un último recurso, pero al investigar, descubrió que en los primeros años, por lo menos, de la administración de la Comisión había habido intentos diligentes por reunir artículos de interés local. Aquí había toda clase de recortes: detalles de un proyecto para construcción de caminos (abandonado desde entonces), la reconstrucción de Dorchester después de los terremotos, las primeras ideas que se discutieron públicamente para el desarrollo de Dorchester como centro turístico.
Y luego, metidos en un bolsillo en la parte de atrás del legajo, Harkman encontró otros varios recortes de un periodo muy anterior. Los extrajo y extendió cuidadosamente; estaban marrones por efecto del tiempo y tan secos como el polvo depositado sobre ellos.
El primero ostentaba un encabezamiento espeluznante, impreso con tipos anticuados: ¡VIAJE AL FUTURO! Debajo, redactado en párrafos cortos y en un inglés escandaloso, había un informe sobre la formación de lo que el diario denominaba “un grupo de cerebros electrónicos”, cuyos miembros “penetrarían en el futuro” y “se pondrían en contacto con nuestros descendientes”, todo con el objeto de “resolver los candentes problemas de hoy”.
Había varios más de la misma especie, cada uno concentrándose —probablemente a beneficio de una audiencia semianalfabeta— en ideas tales como el viaje por el tiempo, la exploración del futuro, las visitas a los confines del tiempo y cosas por el estilo. Había recortes fechados desde el comienzo de 1983 hasta el verano de 1985. El Castillo de la Doncella (“embozado en la antigüedad”) se mencionaba varias veces y se destacaba el nombre del doctor Carl Ridpath (variadamente, un “bufón”, un “inventor” o un “genio”).
Harkman los leyó en orden cronológico, aprendiendo mucho de cada uno, y también reconociendo qué elementos del informe podían descartarse como sensacionalismo o especulación.
Cuando terminó el último recorte, Harkman sintió que había hallado lo que había estado buscando. En algún momento, a fines del siglo XX —probablemente en 1985— una fundación de investigación científica había desarrollado un medio por el cual podía investigarse el futuro. No era una forma de viaje a través del tiempo, en el sentido en el que lo empleaban los periódicos, sino una extrapolación controlada y consciente, que se visualizaba y a la que se le daba forma con el equipo de proyección del doctor Ridpath. El trabajo se llevó a cabo en un laboratorio especial construido debajo del Castillo de la Doncella.
¡Este era, claramente, el aparato que se mencionaba en los legajos de la Comisión!
Repentinamente, Harkman quedó impresionado con una idea que lo intrigaba; volvió a recorrer los recortes. En los informes había acuerdo en un punto: que el período escogido para el “futuro” proyectado sería exactamente ciento cincuenta años.
En otras palabras, se estaban representando mentalmente el año 2135... ¡exactamente dos años atrás!
Harkman se preguntó qué era lo que habían hecho con lo que hallaron.
Miró fijamente durante varios minutos al ajado papel, dándose cuenta de que estos antiguos trozos eran, en si mismos, un eslabón con aquel pasado optimista, un tiempo en el que el hombre y su tecnología no se habían estancado, cuando todavía podían mirar hacia adelante. Así como al Castillo de la Doncella se lo había construido como defensa contra los enemigos del momento y había sobrevivido para resistir la descomposición del tiempo, así estas palabras, precipitadamente escritas e impresas, habían sobrevivido a los que las hicieron.
Los hombres eran polvo, pero palabras e ideas seguían viviendo.
Harkman mezcló los recortes en una pila y luego los volvió a su bolsillo en el legajo.
Sintió una ligera obstrucción por lo que los volvió a sacar y miró al interior.
En el fondo, hecho un acordeón por la presión de los otros, había un recorte más.
Harkman hurgó y lo extrajo cuidadosamente.
Lo alisó con la mano, apretándolo contra la tapa del escritorio.
Estaba impreso en un estilo diferente al de los demás, con una presentación más sobria: por lo impreso en la parte de arriba, supo que estaba extraído del “Times”, 4 de agosto de 1985.
El titular rezaba: ¿CASTILLO DE LA DONCELLA —SUEÑO COSTOSO?
Harkman leyó rápidamente el artículo de punta a punta: Hoy, en un antiguo fuerte inglés en una colina cerca de Dorchester, un grupo de intelectuales, economistas, sociólogos y científicos, unirá su mente consciente en un intento por ver el futuro de Inglaterra y, en verdad, del mundo. Se han planteado preguntas en el Parlamento y se han oído muchos comentarios de fuentes informadas, sobre el gasto involucrado en lo que para algunos no es más que una fantasía indulgente de algunos de los mejores cerebros de Inglaterra. ¿No estaría mejor empleado el dinero, dicen los críticos, en una investigación social y más positiva —en verdad, el mismo tipo de investigación que en muchos casos, los participantes han abandonado con el objeto de tomar parte en ésta? En efecto, si bien el Gobierno subsidia parcialmente a la Fundación Wessex —a través del Consejo de Investigación Científica— la mayor parte de los fondos se obtuvieron de fuentes privadas e industriales.
Luego seguía un párrafo que discutía el financiamiento del proyecto. Harkman lo ojeó y siguió leyendo.
Se ha oído mucho sobre la capacidad para “viajar por el tiempo” que los participantes desarrollarán cuando sus mentes se combinen electrónicamente, pero esto se niega vigorosamente. Al hablar en la conferencia de prensa de ayer en Dorchester, el doctor Nathan Williams, de la Universidad de Keele, dijo: “Estamos imaginando un mundo futuro que se nos hace palpable mediante el proyector Ridpath. Nuestros cuerpos estarán dentro del proyector mismo y no lo abandonarán. Incluso nuestra mente, que parecerá experimentar el mundo proyectado, permanecerá, en efecto, dentro del programa que dicte el equipo”. Por los síndicos de la Fundación Wessex, el señor Thomas Benedict, que ha de tomar parte en persona en el experimento, agregó: “En términos de lo que esperamos lograr, creemos que lo que aprendamos del mundo del 2135 compensará con creces cada penique de lo que se ha invertido aquí.” Hay un total de treinta y nueve participantes en el proyecto y en conjunto, sus títulos presentan un agrupamiento formidable de talentos. Muchos han tomado licencia por un tiempo indeterminado de sus puestos en las universidades para contribuir a la proyección Ridpath, y varios más han abandonado brillantes carreras en la industria por una oportunidad para desplegar su especialidad en este experimento. El doctor Carl Ridpath, que desarrolló su equipo de proyección y visualización mental en la Universidad de Londres, no pudo asistir a la conferencia de prensa de ayer. Al hablar desde una clínica del oeste de Londres, donde se está recuperando de una operación dijo: “Este es el cumplimiento de un sueño.”
Junto con el artículo venían ocho fotografías de algunos de los participantes, diminutas caras que lo contemplaban a Harkman a través de los años. Una era la de Ridpath, con expresión intensa y menuda; otra era la del doctor Williams, un hombre de mediana edad, que se estaba quedando calvo, de cara cuadrada e inteligente.
Al pie mismo de la columna doble de fotografías, había dos a las que Harkman miró fijamente sin comprender.
La primera cara era la suya propia. Debajo, el pie rezaba: Señor David Harkman, 41 años. Catedrático de Historia Social, Facultad de Ciencias Económicas de Londres.
La segunda fotografía correspondía a una bonita muchacha de cabello oscuro: Señorita Julia Stretton, 27 años. Geóloga (universidad de Durham). La señorita Stretton es la participante más joven.
La primera reacción de Harkman fue la de incredulidad, y cerró los ojos, apartando la cara, como si así aventase alguna visión increíble. Luego volvió a clavar la vista en las fotos y echó un vistazo a todo el artículo, el corazón se le aceleraba a medida que su reacción nerviosa estimulaba las suprarrenales. La chica de la fotografía era Julia, inconfundiblemente; el hombre al que se le daba su nombre era él mismo, indudablemente.
Harkman sintió como si algo parecido a una sacudida eléctrica pasara por su mente, como si fuese un corto circuito en la sinapsis; su cabeza retrocedió espasmódicamente hacia atrás en forma involuntaria; la realidad se hizo borrosa.
Trató de permanecer en calma, trató de entender.
Según el periódico, ciento cincuenta años atrás —ciento cincuenta y dos, para ser preciso— un hombre llamado David Harkman se había unido a este experimento de proyección mental. El año elegido era 2135. (¿Cómo pudieron imaginarlo y ¿en qué basaron su información?)
También se había incorporado al proyecto Julia, una muchacha con su nombre y aspecto.
Y aun así, él, el verdadero David Harkman, vivía aquí en el año 2137. Julia vivía aquí.
Él había nacido en 2094 (¡tenía 43 años, como los tendría su otro yo!)... había nacido en 2094, se había educado en el Colegio Estatal Bracknell, había estudiado en el Colegiado de Londres, se había recibido en Historia Social, se había casado... ¿esto era lo que él sabía!
El año, el mundo, la gente... todos estaban a su alrededor. Él era de este mundo, de este real, incómodo y peligroso mundo. ¿Era ésta la clase de mundo que estos académicos del siglo XX podían representar mentalmente?
Harkman sacudió la cabeza, sin creerlo. Nadie podría asir las innumerables sutilezas de todo un orden social.
(1985: antes de la destrucción de la unidad inglesa, durante los últimos años de la monarquía, antes de la colectivización de la industria y de la agricultura, antes de la absorción por el bloque soviético. ¡Nadie que estuviese vivo entonces pudo haber previsto esta sociedad!).
En sentido social, extrapolación era lo opuesto a historia: implicaba la capacidad de extraer inferencias sobre el futuro, a partir de observaciones del presente. Harkman no dudaba de la habilidad de estos académicos para especular inteligentemente, pero sabía con certeza que cualquier especulación que se hiciese sobre su mundo sería errónea.
Conocía la historia del último siglo y medio, con todas sus complejidades, casi tan completamente como conocía la de su propia vida.
La historia era el orden crítico que el presente imponía sobre el pasado; ¡no se podría crear hacia adelante!
Este impulso repentino para disputar los principios de la teoría era la manera que tenía su intelecto para evadirse del verdadero choque emocional.
¿Quién era este David Harkman?
Clavó la vista nuevamente en la fotografía del recorte, con renovado asombro; buscó luego en el bolsillo trasero de sus pantalones y encontró su tarjeta de identificación de la Comisión. La puso al lado de la fotografía, todavía sin creer.
La fotografía del diario aparecía rígida y antinatural, como si se la hubiese tomado en un estudio frío y parecía más viejo que en la fotografía de identidad. Ahora su cara estaba más llena, su cabello más largo y tenía mayor estabilidad.
De todos modos, las dos fotografías eran indiscutiblemente del mismo hombre.
Y sólo tuvo que mirar la antigua fotografía de la muchacha llamada Julia Stretton para saber que era ella.
Enfrentado a lo imposible, Harkman descubrió que no podía superarlo. Su primer impulso fue el de levantarse y alejarse del pupitre, pero no llego más allá del bastidor más próximo de carpetas viejas antes de regresar. Tropezó al sentarse, y casi se cayó de la silla.
Sus manos temblaban, podía sentir la camisa que se le adhería húmedamente a la espalda.
Durante unos minutos se sentó completamente quieto, sosteniendo el borde del pupitre con cada mano.
Finalmente volvió a mirar al texto del recorte del diario, releyendo las palabras que se citaban del doctor Williams: “...nuestras mentes, que parecerán experimentar el mundo proyectado, permanecerán, en efecto, dentro del programa...”. Por un instante, Harkman sintió que en esas palabras radicaba la pista: había habido un error, algo había salido mal. Todo el sensacionalismo aparente de los otros diarios era, después de todo, correcto: ¡él había viajado en el tiempo!
Parecía ser la única solución al dilema, e irracional e incomprensible como era, explicaría...
La idea prendió unos pocos segundos, luego se fue apagando y desapareció.
No podía ser así: no tenía recuerdos del siglo XX, ni de tiempo alguno previo a su propia vida. Recordaba cuarenta y tres años, quizás treinta y ocho, con alguna claridad.
Nada más. Una vida común.
Volvió a mirar las palabras de Williams: “...nuestras mentes parecerán experimentar...”.
Era posible, sólo marginalmente posible, que ésta fuese la afirmación central.
En efecto, todo lo que veía, todo lo que estaba a su alrededor, lo que comía, lo que leía, lo que recordaba... era una ilusión mental.
Nuevamente pateó su silla y caminó atormentado desde el pupitre y por el pasillo más próximo.
Caminaba de un lado a otro agitadamente.
Todo esto era realidad. Podía tocarlo, olerlo. Respiraba el aire rancio de la bóveda, transpiraba en el cuarto sin ventilación, pateaba nubes de antiguo polvo: éste era el mundo de la realidad exterior, y necesariamente era así. Al pasar a los trancos por las aparentemente inacabables hileras de legajos y libros, cada uno de los cuales contenía sus propios fragmentos de pasado, se concentró en lo que él mismo concebía como realidad.
¿Existía una realidad interna de la mente que era más probable que la de las sensaciones externas? ¿Significaba el hecho de que pudiera tocar algo que, en consecuencia, eso fuera real? ¿No podía ser, también, que la mente misma pudiera crear, hasta el último detalle, cada experiencia sensorial? ¿Que él soñara este polvo, que este calor fuese una alucinación suya?
Detuvo su inquieta marcha a zancadas, cerró los ojos. Tenía la voluntad de que la bóveda se desvaneciera... ¡que se vaya!
Esperó, pero el polvo que había pateado estaba irritándole la nariz, y estalló en un gran estornudo... y la bóveda todavía estaba allí.
Mientras se enjugaba ojos y nariz, Harkman volvió al escritorio.
Había algo más en el recorte, algo que había dejado una espina clavada en su memoria.
Examinó otra vez más el desleído periódico, pero no pudo verlo. Entonces, se dio cuenta de la fecha. Estaba impresa en la cabeza de página: 4 de agosto de 1985.
Había algo incontrovertible con una fecha, una imparcialidad, un suceso conocido y rotulado que todos compartían.
El periódico había descripto la iniciación del proyecto como teniendo lugar “hoy”... probablemente en la misma fecha. En cuyo caso el futuro proyectado habría comenzado el 4 de agosto de 2135.
¿Dónde había estado aquel día? ¿Qué había estado haciendo?
Supo de inmediato la respuesta general: los últimos años había estado en Londres, trabajando en la Oficina. Eso parecería ser suficiente rechazo de cualquier vínculo, excepto por alguna coincidencia, con el experimento del siglo XX, pues sus raíces se extendían más allá, o antes, de la fecha de acontecimiento. Pero todavía no estaba satisfecho:
¿Por qué le parecía un mes significativo agosto de 2135?
Entonces recordó: era el mes en el que había presentado a la Oficina la solicitud de transferencia a Dorchester. Lo recordaba porque su cumpleaños era el 7 de agosto, y había llenado la solicitud con una sensación de resolución y de cambio de dirección; un regalo para sí mismo. Entonces había sentido algo así como la satisfacción de una necesidad sentida desde hacía mucho, pero sabía que la decisión había sido relativamente súbita. Tres días antes se había obsesionado con la idea, cuando llegó a la comprensión de que hasta que no pudiese vivir y trabajar en Wessex, nunca estaría satisfecho.
¡Tres días antes! ¡Eso sería el 4 de agosto!
Su impulso incomprensible por ir al Castillo de la Doncella, tenuemente interpretado en forma racional, había comenzado el mismo día en el que comenzó el proyecto.
El significado de esto era terrible, pero a fe suya que Harkman no podía ver el porqué.
Sus recuerdos antes de esa fecha eran su asimiento a la realidad: en tanto se extendieron hasta entonces, sabrían, pues, que su identidad estaba a salvo.
Los recuerdos estaban ahí: su educación, carrera, matrimonio, carrera...
Al hablar con Julia pocos días atrás, había tenido los mismos recuerdos estáticos. Los sucesos resaltaban como marcas en una lista.
Habían y no habían ocurrido. Precisamente de la misma manera que Julia había parecido ser ilusoria durante un tiempo, así comprendió Harkman que su vida, hasta el 4 de agosto de 2135, había sido como un recuerdo de que existió.
Y las fotografías del periódico estaban frente a él sobre el escritorio, le decían quién era y de dónde había venido.
Hora y media más tarde abrieron la puerta de la bóveda desde el otro lado; penetró Cro para dejarlo salir.
Apenas si se dio cuenta Harkman. Recogió el recorte, lo metió en su bolsillo, y siguió al hombre hasta el nivel de la calle. Mientras Cro subió las escaleras, Harkman salió a la calle. Los edificios parecían carentes de materialidad, cambiantes, indefinidos.
Caminó hasta el mar. Mientras estuvo dentro de la bóveda, había aumentado el viento y la lluvia, que entraban en ráfagas desde los brezales de atrás de la ciudad, sobre la que se vertía el humo proveniente de la refinería de petróleo, volviéndose oscura, deprimente y grasienta. Había muy pocas personas por ahí; los árboles que se hallaban frente al mar estaban apagados y sucios.
Se retiraba la marca y, por un instante, Harkman tuvo una imagen alucinante de un desagüe sin fondo, muy adentrado en el mar, por el que se vaciaba el agua, retirándose de la costa y dejando la bahía empapada y desnuda, esparcidos por el suelo, como naufragios, los fangosos restos del siglo XX.
23
Después de presentarlo a todos los miembros del grupo y de esbozar la naturaleza del proyecto, Paul Mason llevó a Mander a ver el equipo de proyección Ridpath. Todavía confundido por la rapidez con la que no solo había sido aceptado por los demás, sino con la que él mismo se había adaptado al proyecto, Mander siguió al joven director por un túnel lateral hacia una sala larga de techo bajo, mortecinamente iluminada con dos lámparas eléctricas.
—A esto lo llamamos depósito de cadáveres, Don —dijo Mason, poniendo más luz para iluminar el equipo.
Mander se sobresaltó mentalmente ante la familiaridad con que lo llamaban por el nombre de pila. Más de un cuarto de siglo en el servicio público lo habían acostumbrado a algo más personal que las iniciales.
En ambos extremos de la habitación había reflectores agrupados en lotes; cuando se acercaron, Mander miró sin demasiado interés lo que parecía ser una hilera de grandes ficheros dispuestos en una pared. Mason y algunos de los otros estaban interesados en el proceso mecánico por el que se alcanzaría la proyección futurológica, pero para Mander, lo fascinante eran las inferencias psicológicas. Sus años en el Servicio Regional habían dejado atrás su entrenamiento primitivo, y todo lo que retenía era una comprensión instintiva de los procesos mentales humanos —que en sus momentos de mayor autoconocimiento sabía que utilizaba mejor en la politiquería interdepartamental— y un vocabulario rudimentario, probablemente desactualizado, de jerga psicológica.
Se había incorporado al Servicio Regional con la creencia ingenua de que psicólogos adiestrados tenían un papel útil para desempeñar, a veces, en la delicada administración de los asuntos del Estado; ésa, al menos, había sido la norma de la Oficina Regional en Westminster cuando había sido designado, pero cambios sucesivos en la conducción del Partido —tanto en Inglaterra como en Rusia— y sutiles matices del color político, habían erosionado progresivamente cualquier función útil que pudiera haber tenido alguna vez.
Ahora, veintisiete años más tarde, los ascensos de rutina le habían brindado un ingreso estable y una posición de autoridad; el bastante ambicioso psicólogo industrial de veintisiete años se había convertido en un confiable administrador de cincuenta y cuatro.
Paul Mason fue hasta el cajón más próximo, y tiró para abrirlo, apoyando una mano contra la máquina para hacer palanca. Después de una resistencia inicial, el mecanismo se abrió por deslizamiento en forma suficientemente suave, como si los rulemanes del cajón hubieran permanecido libres durante los años de desuso.
—Por el momento no está en operación —dijo Mason—. Puede probarlo, si desea.
—¿Quiere decir que debo ponerme arriba?
—Bueno, normalmente nos referimos a eso como ponerse adentro —Mason sonrió por su propia pedantería, y Mander experimentó de nuevo el placer instintivo que sintió por el joven desde el momento en el que se conocieron, La popularidad de la que gozaba Mason era total: era como si todo el mundo, en el proyecto, hubiera sido cautivado por la buena presencia y por la personalidad del joven—. Nada puede ocurrirle hasta que se conecte la corriente —prosiguió Mason, y para demostrarlo, puso su mano a través de los puntos metálicos brillantes de los contactos nerviosos.
Dijo Mander:
—Si fuese a subir, ¿qué me ocurriría?
—Nada por el momento. ¿No sufre de claustrofobia, no?
—En absoluto.
Mander sacudió su cabeza de inmediato, ansioso por dejar en claro que ni siquiera existía una neurosis menor que le pudiese evitar incorporarse al equipo. En el breve lapso que había estado en el Castillo, había desarrollado un intenso deseo de ser aceptado.
Hasta que ese hombre —¿cuál era su nombre, Nathan Williams?— lo llamó a su oficina, Mander ni siquiera tuvo noción de que estuviese ocurriendo algo en el Castillo.
Ahora, una voz interior lo impulsaba a unirse a los demás, convertirse en uno de ellos.
—Como ve —estaba diciendo Paul Mason— el interior de cada unidad de proyección es apretado, y aunque la persona que está adentro está inconsciente, algunos encuentran perturbadora la idea.
—Déjeme intentarlo —dijo Mander, captando un dejo de duda en la voz de Mason.
Estaba ansioso por probar su valía ante los ojos del director del proyecto.
También estaba el asunto de su edad: durante las presentaciones, alguien le había preguntado sutilmente cuál era y, si bien las reacciones fueron corteses, quedó con la impresión de que algunos podrían considerarlo muy viejo.
Buena voluntad para demostrar interés, perspicacia para participar: éstas eran las cualidades que tenía la esperanza de comunicar.
Mason lo ayudó a tenderse en el cajón y le mostró cómo apoyar los hombros sobre los soportes. Mander sintió los contactos nerviosos haciendo presión sobre él, romos por la tela de su ropa.
—Será incómodo —dijo Mason— pero no luche si tiene un ataque de claustrofobia. Lo extraeré de nuevo al cabo de unos pocos segundos. Ahora, ¿está listo?
—Sí.
—No hay circulación de aire en el interior, porque los ventiladores están apagados. Y va a estar oscuro.
Mason se apoyó con todo su peso sobre el gabinete, Mander se sintió deslizar. Penetró en la oscuridad del interior e instantes más tarde, el gabinete se detuvo contra abrazaderas de resorte. Alzó la cabeza instintivamente para tratar de mirar a su alrededor, pero de inmediato su frente golpeó contra algo suave, frío y duro que tenía directamente encima. Palpó con las manos, alejándolas del cuerpo, pero chocaron contra los costados metálicos del gabinete, y se dio cuenta de que con unos milímetros de libertad, estaba poco menos que confinado. Dentro de la máquina hacía frío y faltaba el aire. No había mentido sobre la claustrofobia, pero después de estar adentro varios segundos, se le ocurrió que sólo tenía la palabra de Mason para confiar, y que si optaba por dejarlo aquí, estaría atrapado.
Para su alivio, antes de que se lo sometiera a más pruebas, sintió moverse al gabinete y, hacia sus pies, refulgió una luz gris en torno al extremo del cajón. Miró a cada lado y vio una rejilla de malla de alambre, algunos tubos metálicos que se extendían a lo largo del diminuto cubículo, pintura gris ligeramente deslucida.
Al mirar hacia arriba, fugazmente vio el reflejo de su propia cara... pero entonces tiraron del gabinete por completo hacia afuera y quedó contemplando a Paul Mason. Se sentía como un tonto yaciendo ahí, como un cuerpo sobre una losa esperando la disección; recordó el apodo siniestro que se le daba a ese lugar.
—¿Bien? ¿Se siente capaz?
Mason lo ayudó a salir del gabinete y cuando sus pies tocaron el suelo, se apoderó de él un ligero vértigo. Lo ocultó dándose vuelta, golpeando expresivamente una mano contra el frío metal.
—Es una experiencia extraña.
—Entonces, ¿está con nosotros?
—Por supuesto.
Su vahído había sido causado por algo completamente distinto a su encierro en la oscuridad. Había sido aquel reflejo vislumbrado de su propia cara... un instante de autorreconocimiento, una cara en un espejo circular.
Mason volvió a deslizar al cajón en su lugar y nuevamente se volvió uniforme la línea de gabinetes pintados de gris. Había una fría eficiencia quirúrgica en esta máquina que yacía debajo del Castillo sin utilizarse durante un siglo y medio: un legado de una era más rica.
Recorrieron lentamente la hilera de gabinetes. Estirando ocasionalmente la mano, Mason rozaba ligeramente los dedos contra las asas metálicas de los cajones.
—¿Cuántos hay en total? preguntó Mander.
—Treinta y nueve. Eso nos da un límite efectivo al número de personas involucradas.
—¿Ya tienen el número completo?
—Hasta ahora, treinta y seis. Treinta y ocho, incluyéndonos usted y yo.
Mander estaba a punto de hacer resaltar lo evidente, esto es, que todavía faltaba hallar una persona más, cuando captó el énfasis sutil sobre los treinta y seis participantes confirmados: todavía no se lo había aceptado del todo.
Cavilaba sobre esto, cuando llegaron al final de la larga línea de gabinetes y dieron la vuelta.
—Paul... ¿no le importa que trabaje para la Comisión? Alguien dijo en la sala de conferencias...
—No importa. Estoy con usted.
—¿Basta su decisión?
—No, hubo una votación. Si desea tomar parte en esto, puede. ¿Tiene alguna reserva?
—De ningún modo.
—¿En qué estaba pensando, pues? —preguntó Mason.
Mander miró cautelosamente al otro hombre, pero su mirada se encontró con una franqueza que lo desarmó.
—La naturaleza disidente de este proyecto —dijo—. Conozco la norma del Partido referente a proyectos de investigación, tan bien como el que más. Sólo tengo que volver a Dorchester y telegrafiar a Westminster una lista de todas las personas a las que conocí hoy, y en un par de horas estarían arrestados.
—Pero usted no haría eso, ¿no, Don?
Dicho por algún otro, habría habido una amenaza implícita en las palabras, pero debido a que las pronunciaba Mason, se convirtió en una pregunta directa. Para la que Mander tenía una respuesta directa.
—No, no lo haría. Pero me preguntaba si estaban al tanto de la posibilidad.
—Se discutió.
—¿Y...?
—Ya le he dicho. Se lo ha aceptado, sin reservas.
Abandonaron el depósito de cadáveres; Paul Mason apagó las luces, excepto las dos embutidas en el techo de cemento armado. Volvieron a la sala de conferencias.
Mander estaba pensando: se me acepta, así como yo los he aceptado.
Ahora que había roto con su vida en la Comisión, sintió haber hecho algo absolutamente correcto. Aquí reconocía a la gente. Hasta los extraños, la gente que le dijeron que había venido de otras partes del país, se conducía con él en forma amistosa y familiar, como si ya fuese un colega. Luego estaban los otros: las personas que había visto con frecuencia por Dorchester, cuyos nombres desconocía, pero no sus caras. La chica del puesto, por ejemplo, le había hablado por primera vez y ahora conocía su nombre: Julia Stretton. Inexplicablemente, parecía ser una de las que estaba más a favor de su inclusión en el proyecto y, mientras algunos de los otros le habían estado preguntando sobre su carrera en la Comisión, ella había hecho una defensa espontánea a su favor.
Dejadas de lado estas reservas iniciales, Mander había quedado estupefacto por la armonía evidente dentro del grupo. Podía sentirla crecer en sí mismo, junto con la excitación por las posibilidades del proyecto. Durante su larga carrera con el Partido, a veces Mander había sido complaciente respecto a sus logros, pero cuando era más joven, con frecuencia había criticado los medios con los cuales los había conseguido. En realidad, estos descontentos nunca se aventaron, pero a medida que se hizo mayor, se dio cuenta de que el peor resultado del régimen soviético era que se habían estancado la cultura y la sociedad inglesas. El país estaba listo para una revolución social de la misma magnitud que la política que había ocurrido a fines del siglo XX. Los problemas de aquel periodo agitado estaban tan lejos en el pasado como los años mismos, pero ninguna sociedad era ideal. Una ojeada al futuro podría sugerir tomar otro curso.
—Todavía nos falta un miembro, Don. ¿Tiene usted alguna idea de alguien al que nos pudiéramos aproximar?
—¿No podrían emplear su procedimiento corriente?
—Oh, sí. Ese es el motivo por el que le estoy preguntando. La selección se basa en la recomendación de otros participantes.
Mander sacudió la cabeza: —No creo conocer a alguien conveniente.
Habían llegado al final del túnel lateral, se detuvieron en el recodo. Una ráfaga húmeda surgía de alguna parte, envolviendo las piernas de Mander. Pocos metros más allá, estaba abierta la puerta de acceso a la sala de conferencias y se escapaban luz y voces.
—Usted comprende que me gustaría que el proyecto comenzase lo antes posible. A lo sumo hoy.
—¿Tan pronto? —dijo Mander—. Pero proponer a alguien para un trabajo tan importante como éste... ¿Sólo sería mi sugerencia?
—Lo decidirá el grupo. Así es como se hace siempre. Ofrezca unos nombres. Lo sabremos tan pronto como oigamos el correcto.
—¿Puedo preguntar cómo?
—Del mismo modo que reconocimos el suyo no bien se lo propuso.
—Realmente, no conozco mucha gente en Dorchester —dijo Mander.
Su solitaria vida privada, a la que por años había visto como un bastión psicológico contra las tensiones de su trabajo cotidiano, repentinamente parecía una desventaja social. Mientras él y Paul Mason ingresaban al cuarto de conferencias, Mander estaba pensando en sus pocos conocidos, tratando de representarlos mentalmente allí. No bien le venía a la memoria cada nombre, lo descartaba automáticamente.
Estaba en marcha una sesión de debate público, una reunión descansada de todos los participantes escogidos, en la que expresaban, discutían y eventualmente mancomunaban sus ideas sobre el mundo del futuro. Mander y Mason encontraron dos sillas vacías y se unieron... de inmediato Mander descubrió un deslizamiento de la tónica de la discusión; en vez de hablar a través del cuarto, la gente se volvía hacia Paul, siendo él quien conducía y ordenaba. Al vérselo ahí, en compañía de los demás, Paul Mason era el caudillo evidente. Estaba claro como el cristal el respeto que le tenían: sólo tenía que empezar a hablar para imponer silencio a los otros y si hacía alguna sugerencia, encontraba rápida aprobación. A pesar de esto, Paul no abusaba de su posición, pareciendo estar abierto a las ideas, receptivo a las sugerencias de los demás. En total, conducía la discusión con buen criterio y humor, y Mander sintió admiración por su intelecto y estima por su personalidad.
Solamente una persona demostraba mínima resistencia al jefe natural del grupo, y era la chica del puesto, Julia. Estaba sentada frente a Mander y, en ciertos momentos en los que ella hablaba, él estaba seguro de que estaba mirando en su propia dirección. Como ella se desplazaba contra la corriente psicológica de la reunión, comenzó a preguntarse por qué. Al principio, sospechó que existía algún conflicto entre ella y Paul, pero nada de esto se traslucía en lo que decía. Más tarde, observó una mirada momentánea en el rostro de Paul cuando le hablaba a ella y conjeturó que había algo más que una relación de trabajo. Eso podría explicarlo.
Una vez, cuando Mander mismo propuso discutir una idea, fue Julia la que respondió primero, aparentando estar ansiosa de coincidir con él. Esto le resultó agradable, aunque extrañamente enigmático. Pocos minutos después, hizo una segunda sugerencia para probar su reacción, y nuevamente ella habló primero.
Hubo una interrupción para tomar café, durante la misma Mander observó que Paul llevó a Julia a un costado y le habló durante cierto tiempo. Ella sonrió y asintió con la cabeza, y pareció estar coincidiendo con él, pero Mander percibió que tenía los nudillos blancos por la tensión.
Mander empleó la pausa para conversar informalmente con tantas personas como le fuese posible.
Un hombre estaba sumamente interesado en conocer a un ex investigador en química del Colegiado de York, que en la actualidad se disfrazaba de pescador en la cercana aldea de Broadmayne. El nombre había llegado a conocimiento de Mander en la Comisión, porque sus frecuentes ausencias de su cabaña habían despertado las sospechas de un vecino que vendía pescado para obtener una ganancia privada. En verdad, algún arranque de distracción había hecho que Mander pasase por alto la queja, y los papeles yacían sin haber sido leídos en una canasta de alambre de su escritorio.
Cuando Paul Mason volvió a su silla, estuvo claro que la pausa había terminado; todos los demás se sentaron de nuevo.
—Antes de seguir adelante —dijo— debemos elegir al último miembro del equipo. ¿Tiene alguien alguna sugerencia?
Mander sintió sobre él el peso de la responsabilidad, pero decidió escuchar a los otros.
Hubo una discusión general sobre el tipo de personalidad que se juzgaba apta para el trabajo, pero no se propusieron nombres.
Paul miró en su dirección.
—¿Qué tal usted, Don? ¿Alguna idea?
—Ya le dije, Paul. Parece que no conozco a mucha gente de aquí.
Nadie dijo palabra, pero Paul continuó mirándolo fijamente.
Entonces dijo Julia:
—¿Alguien de la Comisión, quizás?
Mander sacudió su cabeza de inmediato. Nadie había allí.
Nuevamente habló Julia:
—Don, estoy segura de que puede pensar en alguien.
Paul clavó duramente su vista en ella cuando dijo esto, y Mander notó que las manos de ella estaban cerradas fuertemente en su regazo. Una vez más, estuvo seguro de que ella estaba reprimiendo alguna tensión más profunda.
—Bueno, no sé —dijo. Pensó en el comisionado Borovitin, en Cro, en uno de los empleados de la oficina del frente con el que a veces almorzaba—. Sólo queda...
—¿Quién, Don?
—Un historiador de Londres que está haciendo una investigación aquí. David Harkman.
Alguien dijo:
—¡Ese es!
Fue como si en el cuarto cargado se hubiese colado una ráfaga de aire fresco y frío.
Julia se rió, como con alivio, y por primera vez, Mander experimentó una verdadera sensación de empatía con ella, con todos los del proyecto. David Harkman era lo correcto, el participante que faltaba. Con él, el proyecto estaría completo.
La gente hablaba de un extremo a otro de la habitación, y varios se levantaron de su silla.
Sólo Paul Mason estaba inmóvil, mirando silenciosamente a través del cuarto, primero a él, luego a Julia. Mander fijó a su vez la mirada en Mason y observó ferocidad, un fanatismo en sus ojos que antes no había habido.
24
El recuerdo del rostro enojado de Paul obsesionó a Julia mientras se apuró a bajar el último de los terraplenes del Castillo, inclinando su cabeza contra la lluvia. Paul, sonriendo razonablemente; Paul, sugiriendo que Don Mander fuese a buscarlo a Harkman; Paul, parado al lado de la puerta del cuarto de conferencias como si la mantuviera abierta para que ella pasara, cuando en realidad estaba tratando de bloquearle el paso sin que los otros vieran.
Lo había desafiado, no obstante, y lo había hecho con el silencio.
“¿Por qué no dejar a Don que vaya, Julia?” No hay respuesta, Paul. “¿Cómo lo vas a reconocer, Julia?” No hay respuesta, Paul. Ella, sola en esa habitación, había descubierto las tendencias secretas de sus modales aparentemente afables: por primera vez en los tres años que había vivido con ella en el Castillo, Paul sospechó algo.
No hay respuesta a eso, Paul, porque esta vez —la primera vez— había una causa.
Los otros estaban hipnotizados por Paul, tal como lo había estado ella cuando llegó al Castillo... pero todo eso había cambiado para ella a partir de David.
Corrió por entre la hierba, mojando pies y piernas, y llegó hasta el malecón de cemento armado que encerraba la costa en este punto. Julia podía sentir cómo se desvanecía la influencia de Paul, para ser reemplazada por una gozosa anticipación de David.
Después de los alrededores confinados y húmedos de los túneles, el aire libre tenía un aroma fresco y claro, pero esto sólo era relativo. A pesar del viento y de la lluvia, en el aire estaba la neblina sucia usual, enmudeciendo el paisaje con una película gris y entristeciendo la hierba y los árboles.
Le había pedido prestado un impermeable a Marilyn y mientras caminaba junto a la pared de cemento con vetas de herrumbre y con charcos, Julia metió las manos bien al fondo de los bolsillos, tratando de mantenerse tibia y seca.
La marea se estaba retirando. A medida que retrocedía el mar, dejaba atrás su escoria acostumbrada en la marca de la pleamar: una suciedad negra de pérdida de petróleo, madera flotante, recipientes plásticos, cuerpos de aves marinas y peces. Siempre había olor a productos químicos ácidos durante una bajamar, como si el mar, al retirarse, desnudase los nuevos compuestos y venenos mefíticos que él mismo había creado al reaccionar con el fango y la arenisca silícea de la playa sucia.
Adelante, a través de los velos de la lluvia lúgubre, Julia pudo ver la fuente de gran parte de la contaminación de la bahía: el no querido pueblo de Dorchester, pueblo petrolero, pueblo basurero, usado y usurero.
En la Playa Victoria, las tuberías llegaban hasta la costa, cuatro gusanos de metal muertos que reptaban desde el mar, y en el lugar donde cruzaban el malecón, había un puesto militar de guardia. Julia pasó de largo sin que la molestaran; echó un vistazo hacia atrás, a las negras tuberías soldadas que allí donde emergían del mar, creaban un rompeolas artificial que hacía que las olas se encauzasen grasientas a lo largo de los canales que había entre aquéllas. Sólo había dos centinelas a la vista: uno de pie sobre el parapeto del malecón, el fusil colgando del hombro; el otro esperando al lado de la entrada del puesto. Ambos soldados estaban contemplando la bahía, observando el tráfico constante de barcazas y barcos de buceo y helicópteros, pululando como alimañas en la jungla a través del bloque inundado de torres y plataformas de perforación.
Tierra adentro desde el malecón, las cuatro tuberías paralelas doblaban hacia la refinería que dominaba el paisaje por detrás de Dorchester: una aglomeración antinatural de rojo herrumbre y plata, torres y grúas de puente y cables, luces y llamas y emanaciones, tanques de almacenamiento pintados de blanco colocados en línea a través de la campiña, túmulos modernos ricos en depósitos fósiles.
Julia, pensando en David, recordó cuando se hicieron el amor en el brezal.
Estaba siguiendo la larga curva de la Playa Victoria, viendo la cinta gris del malecón que viraba hacia Dorchester sobre la colina que daba a la bahía. El viento vino a través del brezal, empapándola con garúa. Estaba sin aliento por el apuro, atraída hacia el pueblo por David, sintiendo repulsión por el pueblo, por lo que era. Dejar el Castillo era como escapar de una mazmorra; no el encarcelamiento sombrío de los túneles, sino el pavoroso abrazo psicológico que Paul había puesto en torno a ella. Cuando estaba con Paul, se las arreglaba de algún modo para excluir a David de su vida, como si él supiera... pero hacía sólo unos pocos minutos, cuando Mander pronunció su nombre, que Paul tuvo algún indicio de la existencia de David.
Ahora, casi como si fuera contra la voluntad de Paul, pero con el apoyo de los demás, David podía incorporarse al proyecto.
Empezó a correr, chapoteando en los charcos que minaban la calzada en la parte superior del murallón.
Entonces: ¡Julia!
El viento se llevó las palabras, pero reconoció la voz de David de inmediato. Estaba cerca, pero no lo podía ver; algo la hizo mirar hacia el mar, hacia las negras torres de perforación como esqueletos recortadas contra el lloviznoso mar, luciérnagas anaranjadas de gases de desecho que se quemaban saliendo en chorro desde sus alturas.
—¡Julia, aquí abajo!
Se dio vuelta de inmediato, riendo y vio a David correr hacia ella en el lado que daba a tierra del malecón. Ella lo llamó por su nombre, experimentando otra vez la sensación que había tenido en el Castillo cuando lo oyó pronunciar a Don Mander: no contenía al hombre, ni palabra alguna de amor.
Alcanzó el pie del malecón por debajo de ella, mirando de un lado a otro para ver si encontraba un lugar por el que ascender. En el lado que miraba al mar, el murallón formaba un ángulo suave, con un borde cóncavo para hacer que las olas tormentosas se diesen vuelta, pero en el otro, los constructores lo habían dejado áspero y perpendicular.
En algunos sitios, se habían colocado escalones de cemento armado contra el frente, como los que se construían contra los murallones de puerto, pero ninguno se hallaba próximo.
—¡Por allá! —gritó ella, señalando hacia el Castillo, a sabiendas de que por donde los petroductos pasaban a través del malecón había varios lugares en los que se podía ganar acceso a la parte de arriba.
Corrió de inmediato y ella también lo hizo, manteniéndose a su par y mirando hacia abajo.
David alcanzó el pie del primer tramo de escalones, y los subió de a dos por vez.
Jadeante y riéndose, ella se precipitó en sus brazos, y se besaron como si hubiesen transcurrido seis años y no seis días desde que se vieron por última vez. Ella sintió sus labios, fríos y húmedos por la lluvia, contra su cara y cuello, y el cabello, cuando ella le pasó la mano, estaba encrespado y salpicado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, separándose de ella— Pensé que estarías en el Castillo.
—Te estoy buscando —respondió Julia, e intensificó el abrazo, atrayéndolo hacia abajo hasta que sus caras pudieron acariciarse. Ella besó su oreja, sintió la humedad de su cabello contra su frente—. Ven al Castillo, David. Todo ha cambiado ahora. Te quieren allí.
David no dijo palabra.
—¿David? Ya te lo dije: es lo que estabas buscando.
Retrocedió y se paró en el borde del malecón, mirando hacia la refinería, al otro extremo del campo lastimoso y barrido por la lluvia.
—No lo quiero —dijo—. Ya no. Y no quiero que estés allí.
Ella lo miró fijamente sin comprender, luego le tomó la mano.
—Está bien, David. Está bien que debas estar allí. Paul, Don Mander... todos los demás. Te precisan. He venido a buscarte.
—¿Solamente porque los demás me aceptan? —le dijo, mirándola de costado.
—No. Vine... porque no puedo dejar de pensar en ti, y tú querías vivir conmigo en el Castillo.
—O la alternativa: vive conmigo fuera del Castillo. En Dorchester, en cualquier parte.
No allí.
—David, tengo que volver.
Lo dijo tranquilamente, asustada por el mismo callejón sin salida al que habían llegado la última vez que estuvieron juntos. Podía enfrentar a Paul, si David estaba a su lado... él no debía permitir que ese miedo lo inhibiera de ir.
Otro chubasco azotó el malecón, y ambos le opusieron la espalda. David llevaba su ropa de oficina, estaba calada. Se lo veía tan frío y deprimido; ella se le acercó y le puso un brazo alrededor.
—David... volvamos al Castillo. Tan sólo para salir de la lluvia. Podemos conversar allá.
—No, hablaremos aquí. No quiero ir al Castillo.
—Te dirigías hacia allá.
—Para buscarte y sacarte. —Señaló la base del malecón, del lado que daba a la tierra—. Salgamos del viento, Julia. Por unos minutos.
La lluvia había cubierto su cara con un lustre de agua, y ella pudo ver el oscurecimiento de la camisa contra su cuello.
—Está bien.
Lo siguió por los escalones de cemento; tan pronto como estuvieron por debajo del nivel del malecón, disminuyó el sonido del mar. Al llegar al pie, se refugiaron bajo los escalones.
David dijo:
—Dime qué ha estado ocurriendo en el Castillo.
—¿Te refieres al trabajo que hacemos?
—Sí.
—Sintió que estaba atrapada. Y aun así... no le importaba con David.
—Hay un hombre que se llama Paul Mason. Está a cargo del proyecto, es...
—Lo sé. No tienes que decírmelo: es con el que vives.
Le tomó las manos entre las de ella.
—David, te lo juro. No he dormido con Paul desde que te conocí.
—Pero todavía vives con él.
—Tengo que hacerlo... no puedo cambiar eso, así como así. No bien el trabajo esté terminado, me iré. Hasta tanto, habrá que esperar.
—En ese caso, mejor háblame de tu trabajo.
—Allí tenemos un total de treinta y ocho personas. En los próximos días vamos a utilizar un equipo que está en el Castillo para crear un mundo imaginario. No sé cómo trabaja la máquina: Paul maneja todo eso. Realmente no puedo explicarlo, pero toda la gente de ahí tiene una especie de, bueno, comprensión especial. Todos están de acuerdo... es como una empatía.
Harkman la había estado observando mientras hablaba:
—Estas personas, Julia. ¿Cómo se llaman?
—No los conocerías.
—A lo mejor, sí. Hace un instante lo mencionaste a Don Mander. ¿Es él uno de ellos?
—Sí. Es el único que te resultará conocido.
—¿Está allí Nathan Williams?
Tomada de improviso, Julia dijo:
—¿Cómo lo conoces a Nathan?
—Tropecé con su nombre. Dime los de algunos otros.
Le suministró algunos más, a veces teniendo dificultad para recordar los apellidos. Él sólo reconoció uno: el de Mary Rickard.
—¿Mary Rickard. La bioquímica de Bristol?
—Así es. ¿Pero cómo...?
—¿Y qué hay con Thomas Benedict? ¿O Carl Ridpath?
Ninguno de los hombres le sonaba familiar a ella, aunque el primero tenía una connotación obsesivamente familiar. Harkman parecía perplejo, pero no la presionó más.
Dijo:
—No podemos ir al Castillo, Julia.
—¿Por qué no?
—Porque estoy asustado por lo que podría ocurrir allí.
En sus ojos había un brillo extraño, estaba erguido frente a ella en el reducido espacio, bloqueándola: sintió un estremecimiento de alarma:
—Escucha, Julia... ¿sabes de dónde venimos? ¿Sabes cómo llegamos aquí?
—¡Por supuesto que lo sé!
—No me refiero a tus antecedentes... sino a algo más. ¡Wessex, Dorchester, el Castillo! Creí que sabía quién era, de dónde venía. Pero no ahora. —Estaba hablando rápidamente y ella no captaba el significado—. ¿Recuerdas? Cuando nos vimos por última vez... ¿qué hicimos?
—Fuimos al brezal y charlamos.
—Sí, y nos hicimos el amor. Se estaba cerniendo una tormenta, pero mientras estuvimos allí estaba cálido y seco. ¿Lo recuerdas?
—Sí, David.
—Lo mismo que yo. Recuerdo haberte amado ahí mismo, en el brezal. —Súbitamente, señaló hacia el sitio—: ¡Precisamente allí, donde está la refinería!
Ella vio las torres plateadas, y los vapores y los tanques.
—¡Ni por asomo estuvimos cerca de la refinería!
—¿Recuerdas haberla visto?
Durante los últimos seis días, el recuerdo de Julia de su encuentro amoroso en el brezal había sido todo lo que tuvo para ayudarla a resistir a Paul.
—Estaba allí, David... pero en algún sitio por detrás de nosotros.
—¿Estás segura?
—Eso creo... La refinería estuvo allí, siempre había estado allí.
—Yo también lo creo. No estoy seguro, empero. Sé que la refinería ha estado allí durante años, que cuando se reconstruyó Dorchester era un puerto petrolero y que la economía de Wessex depende de los pozos que hay aquí. Pero, ¿recuerdas los turistas?
—¿Qué? ¿Aquí, en Dorchester? —rió ella.
David dijo:
—Yo también me divertí cuando los recordé.
—Ha habido uno, o dos —dijo ella—. Visitan todos los lugares de Gran Bretaña.
—¿Gran Bretaña? —dijo David— ¿O Inglaterra?
Ella sacudió la cabeza:
—¡No! ¡Por favor, no!
—Entonces, Julia, escucha, trata de comprender. Dices que están trabajando en un cierto experimento para proyectar un mundo futuro, de modo que tienes que ver las consecuencias de eso. Si ha de resultar, tiene que constar del menor grado de consistencia, y entonces debe ser un mundo total, un mundo de apariencia real, en el que haya gente que no conoces y sucesos que no entiendas. Y si te has de mudar a ese mundo, tú también tienes que ser parte de él, con una identidad completamente nueva y probablemente sin el recuerdo de tu existencia aquí.
—¿Cómo sabes todo esto? —le preguntó ella.
—¿Es cierto, entonces?
—Paul dice que eso es lo que nos ocurrirá. Pero sólo será temporal, en tanto dure la proyección.
—Cuanto quiera que sea de prolongada —dijo David—. Julia, esta tarde tropecé con algunos ficheros de periódicos, en los que leí que el equipo que está en el Castillo, exactamente el mismo equipo, se usó una vez antes. Durante el siglo XX. Un grupo de científicos —treinta y nueve personas— con nombres como Nathan Williams y Mary Rickard y David Harkman y Julia Stretton, comenzaron una proyección de su futuro. El mundo que proyectaron era este mundo... ¡hoy y aquí!
Julia sintió que se iba a reír de nuevo, pero la intensidad de la expresión de él fue suficiente para controlarla.
—¿Lo ves, Julia? Tú y yo estábamos en esa proyección... ¡tú y yo somos una invención de nuestra propia imaginación!
Y entonces se movió inesperadamente, metiendo la mano en el bolsillo trasero del pantalón. Extrajo un fláccido trozo de papel amarilleado.
—Esto es lo que encontré. Es auténtico. Estoy seguro de que lo es.
Le tomó el papel y vio que en una de las carillas había impresas ocho fotografías. Miró al pie, se vio a sí misma y a David. Vio a los demás...
Leyó el texto, le atrajo la atención uno de los nombres.
—Tom —dijo—. Menciona a Tom Benedict.
—¿Lo conoces?
—No, Tom está muerto... creo... él...
Súbitamente, no podía recordar y, simultáneamente, sí podía. No había una fotografía de él, pero en cierta forma, el nombre era suficiente. Un síndico... una Fundación Wessex... todo estaba enterrado, sumido en su mente inconsciente.
—No puedo comprender —dijo ella—. Conozco a la mayor parte de estas personas. Están en el Castillo, ahora, esperándome.
—¿Todos? —preguntó David.
—El doctor Ridpath. No lo conozco. Pero a los demás... mira, aquí está Nathan. Y
Mary. Pero no lo menciona a Paul, lo que es extraño pues es el director.
En el mismo instante comenzaban y morían pensamientos; instintos contradictorios suplantaban inmediatamente a las reacciones. Ésta era ella, pero no podía ser ella.
Hablaba de Tom, pero a nadie conocía con ese nombre. A Paul no se lo mencionaba, ¿pero cómo podía omitirlo un informe? Estas personas estaban vivas ahora, no ciento cincuenta años atrás...
Dijo David:
—¿Sabe esto alguno en el Castillo?
—Nadie lo dijo.
—Entonces, al igual que tú y yo, no lo recuerdan.
Julia replicó:
—¡Pero a algunos los he conocido durante años! ¡Todos nacieron aquí! ¡Yo! ¡Tú!
Al decir esto, le surgió un recuerdo automático de su madre y de su padre: cual una fotografía, sin palabras, sin movimiento. Estaban allí, en algún lugar en el limbo de su pasado.
El limbo de su pasado: era una frase que a veces utilizaba a la ligera, para rechazar su educación, para disociarse de su origen. Pero ¿contenía una verdad más profunda?
—¿No ves lo que significa esto para ti y para mí, Julia? No somos de acá, aunque así lo creamos. ¡Pero es todo lo que sabemos! No hay modo de volver atrás.
Todavía luchando para mantener un punto de apoyo en su propia realidad, Julia sacudió la cabeza.
—Todo lo que sé, es que estoy ligada a los demás. Del mismo modo que tú.
—Yo, no.
—Si estuvieras en el Castillo, lo percibirías.
—Por eso es que quiero que salgas de allí, Julia. Estoy enamorado de ti... estás aquí, yo también, y no quiero que cambie nada. ¿No lo ves? Es suficiente para mí. La realidad es lo que tengo y lo que hago, y eso eres tú. Podemos hacer una vida aquí.
Se le acercó, y él la rodeó con los brazos.
—No sé, David —dijo, y se besaron. Ella quería relajarse, rendirse, pero había demasiada tensión; después de unos pocos instantes, se apartaron.
—Estoy completamente confundido —dijo él—. ¿Qué vamos a hacer?
—Si crees en ese trozo de papel —dijo Julia—, ¿por qué no podemos volver al Castillo?
—Porque tengo miedo. Inclusive desde que he estado en Dorchester, me atrajo... me ha estado obsesionando. No sabía por qué, hasta que leí eso. Quería entender más claramente las cosas y aunque creo que el papel es auténtico, me confunde. Lo entiendo, pero no puedo enfrentar lo que entraña.
—¿De modo que quieres escapar?
—Contigo, sí.
—¿Por qué, David?
—Porque no veo otra alternativa.
Julia sostenía todavía el recorte de periódico, que temblaba en sus dedos. La lluvia goteaba desde los escalones, sobre el endeble papel se estaban esparciendo dos gotas, como aceite sobre algodón.
—¿No crees que deberíamos mostrar esto a los demás? —preguntó ella.
David sacudió la cabeza, le quitó el papel. Lo arrugó con los dedos y lo arrojó al suelo empapado por la lluvia.
—Esa es mi respuesta —dijo—. No hay alternativa.
Julia contempló el pedacito de papel apeñuscado que estaba en el suelo. La lluvia ya lo estaba calando. Se inclinó y lo recogió de nuevo, metiéndoselo en el bolsillo de su piloto.
David no intentó impedírselo. Ella se alejó de él y salió del refugio de escalones de cemento armado hacia la lluvia.
Cuando dejó el Castillo, pensó que había resuelto el dilema. Quería estar con David más que cualquier otra cosa en su vida, y mientras que por un tiempo no había visto a Paul como alguien que habría evitado eso, ahora sabía que si David estaba con ella, podría resistir a Paul.
Todo había parecido tan simple, y luego, David, con su pedacito de periódico sólo quería escapar a la carrera. Eso sería negar todo lo que ella sentía por él, y no resolvería nada.
Se volvió para mirarlo, parado con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos, refugiándose bajo los escalones de cemento armado, observando y aguardando. Ella se dio vuelta.
El recorte de periódico estaba en su bolsillo, lo extrajo y estiró. A través de él había aparecido una rasgadura, y estaba mojado y sucio.
Mientras lo protegía de la lluvia con el cuerpo, Julia lo leyó de cabo a rabo. Luego lo volvió a leer, y una tercera vez más. Trató de dejar de lado el hecho de que estaba contemplando una fotografía de ella misma.
No evocaba recuerdos. Por más que lo intentara, para ella el recorte no era más que un producto del pasado. Pero los nombres no se podían evitar... y había uno en particular.
Thomas Benedict. Era un nombre del pasado olvidado, desechado hacía mucho. La hacía recordar un verano caliente, risas, amabilidad. Era un recuerdo de la mente profunda, inalcanzable por la conciencia.
Ella descartó la razón —que denegaba el conocimiento de Tom Benedict— y reaccionó ante lo irracional. Pronto surgieron más recuerdos.
Existió un pasado sosegado; otro verano que había conocido. Un tiempo de clima celeste y cálido, de multitudes de turistas que se arremolinaban en Dorchester, de un idilio amoroso con David. Había una ensenada al lado del Castillo, donde David barrenaba de un lado para otro en el deslizador, y donde ella estaba tendida al sol, desnuda. Había un puesto en el muelle, el calor subía desde el pavimento, y yates costosos amarraban en el rompeolas, y extranjeros con ropas coloridas y extrañas regateaban con ella por los precios.
Thomas, Tom, no aparecía en ninguno de estos recuerdos, pero estaba en todas partes.
Entonces, como si su mente consciente se estuviese reafirmando, miró de nuevo las palabras del recorte y vio la fecha en el encabezamiento.
En 1985, un hombre llamado Nathan Williams había dicho: “...nuestras mentes parecerán experimentar el mundo proyectado...”
¿No era esto, precisamente, lo que ella y los demás estaban planeando hacer en el Castillo?
Buscaban el examen de un mundo futuro... mejor. Su modelo, hecho éste aseverado una y otra vez por todos los participantes, era la Gran Bretaña de fines del siglo veinte.
Miraban hacia una época, ciento cincuenta años en el futuro, cuando otra vez Gran Bretaña se había convertido en una monarquía constitucional, cuando otra vez Gran Bretaña era un estado unificado, cuando otra vez el mundo era un lugar profundamente competitivo, cuando otra vez el equilibrio del poder estaba entre la Rusia Soviética y los EE.UU., cuando otra vez existían los problemas aparentemente insuperables que le dieron a la vida un desafío y un propósito, cuando otra vez ciencia y tecnología jugaban un papel vital en el desarrollo del mundo...
¿Iba a ser éste un futuro moldeado sobre un período del pasado y por ende, muy similar a él? ¿O iba a ser el pasado mismo, el pasado real, sobre el que estaban basando su libreto?
David había dicho: “...debe ser un mundo total, un mundo de apariencia real...”
Hablaba del proyecto de Paul Mason en el Castillo, pero se aplicaba también al mundo de ellos en Wessex. Esta vida era real... y ciento cincuenta años atrás, un experimento del siglo XX se había preparado para crear un mundo de apariencia real.
David creía que la vida de ella, al igual que la suya propia, era un producto de esta semejanza de realidad. Y lo mismo eran las vidas de los otros participantes: todos eran del siglo XX.
Si era así...
Entonces lo vio: el proyecto de Paul en el Castillo no los llevaría a un futuro imaginado: era un impulso regresivo. ¡Ingresar en su proyección los llevaría al pasado, al año a partir del cual comenzaron!
Volvió hacia David, a sabiendas de que no importara qué era lo que él dijera o hiciera ahora, ella iba a retornar al Castillo.
Le devolvió la tira de papel sucia por la lluvia:
—David, nosotros...
—Sé qué has decidido —le dijo—. Creo que yo también lo he hecho. No quiero quedarme aquí, no hay sitio al que ir.
Mientras David volvía a poner el trozo de papel en el bolsillo, ella le dijo:
—¿Piensas que puedes enfrentar las implicaciones de esto?
—Todavía no lo sé —le respondió.
25
Cuando llegaron a la parte de arriba del segundo terraplén de tierra y Julia indicó la entrada de las obras subterráneas, David Harkman miró de soslayo a la planicie que constituía la parte superior de la colina fortificada. Había esperado ver aquí algún tipo de habitación —casas que utilizaran los participantes, quizás— pero el pasto estaba crecido y sin haber sido hollado. No había casas, ni huellas, ni gente. Las nubes bajas y plomizas que se deslizaban desde el oeste, estaban sobre ellos a una distancia que parecía ser no mayor que la longitud del brazo.
Él miró hacia el este, a través de la bahía con sus torres de perforación y pozos apiñados: se la veía oscura y fría, ensuciada por el hombre y sus esfuerzos.
—Una vez quise nadar allí —dijo; Julia lo miró sorprendida.
—Aquí solía haber un deporte, en algún momento del pasado, creo. La gente se trepaba sobre tablas de motor y trataba de permanecer sobre la cresta de la ola Blandford. Cuando llegué aquí, estaba interesado en intentarlo.
—Nunca oí hablar de eso —dijo Julia—. Y la ola solamente es una gran marca de resaca. No podrías montarte sobre ella.
—Me gustaría haberlo visto, no obstante.
—Vamos, metámonos dentro —dijo ella.
La siguió por la pendiente, tratando de sacudirse un recuerdo casi onírico: la turgencia de la ola por debajo de la tabla, el lamento agudo del motor, el trueno blanco de la rompiente que se desmorona... pero tenía un carácter fugaz: lo recordaba de inmediato, pero no en la experiencia de él.
La hierba larga humedeció la pierna de su pantalón mientras seguía a Julia, y se estremeció. Había estado bajo la lluvia durante más de una hora, estaba calado hasta los huesos. Este lugar abierto y barrido por el viento no parecía ser una promesa de calor o sequedad.
No había puerta en la construcción de cemento armado: estaba abierta y el viento se colaba hacia el interior como por un embudo. Esparcidos por el suelo, había charcos de agua sucia, por todas partes había mucho lodo y restos de mampostería. Julia guiaba el descenso por un tramo de escalones.
Mientras caminaban bajo la lluvia, ella había tratado de explicar por qué era tan inexorable en cuanto a volver al Castillo. Había hablado de un modo de volver al siglo XX... pero ninguno de ellos tenía algún lazo emocional con ese pasado: ambos pertenecían a Wessex.
Harkman tenía su propia razón, empero, y había sido la que lo persuadió de que no había esperanza tratando de escapar. El Castillo de la Doncella todavía ejercía poder sobre él. En tanto viviese, sentiría su compulsión.
Ahora estaba en el lugar mismo que lo había convocado. Aquí estaba el foco de la fuente invisible, radiante, que lo llamaba. Y al igual que la reacción al cuerpo de una mujer muy codiciada que repentinamente se desnudase ante él, experimentó una sensación simultánea de satisfacción del deseo largamente retenido, y una desilusión indefinida ahora que se develaba el misterio. El túnel al final de la escalera era frío y mal iluminado.
Había puertas a cada lado, todas cerradas y. aparentemente bajo llave. Sobre el piso había variedad de cosas desparramadas: pedazos de papel descartados, algunas botellas, fragmentos de espejos rotos, un par de zapatos. Las paredes estaban revestidas con cemento armado, pero había un olor penetrante de tierra o arcilla.
—¿Has estado por aquí abajo en los últimos seis días? —preguntó él.
—Se está mejor en la sala de conferencias —dijo Julia.
—Todo el sitio está húmedo.
—No venimos acá por nuestra salud. —Habían llegado a una puerta al final del corredor, Julia lo contuvo:
—David... vas a conocer a los demás. ¿Vas a mostrarles el recorte del periódico?
—¿Qué crees? ¿Deberíamos?
—No estoy segura. Estoy convencida de que éste es el camino de vuelta al siglo XX, y si estoy en lo cierto y de allí es de donde vinimos, entonces comprenderán cuando lleguemos. ¿Piensas que alguien nos va a estar esperando?
—No puedo responder a eso.
Hizo ademán de avanzar, pero Julia tomó de nuevo su brazo.
—Lo conocerás a Paul dentro de un instante —dijo ella—. ¿No vas a hacer escándalo, no?
—¿Hay alguna razón?
—No —repuso ella, y lo besó en la mejilla—. Sabes lo que dije y sabes lo que quiero. —Todavía teniendo su brazo, pero ahora delicadamente, abrió la puerta que estaba detrás de él—: Ésta es la sala de conferencias.
Harkman entró, mirando en derredor, esperando hallarla llena de gente... pero estaba vacía. Las luces estaban encendidas, y estaba cálida y ligeramente cargada. Sobre las mesas estaban esparcidos muchos libros y papeles impresos; en el piso, al lado de las sillas, se habían dejado tazas y platillos. Alguien había dejado una chaqueta colgando de un gancho de la puerta.
Harkman dijo con desconfianza:
—¿Supones que oyeron que veníamos?
Julia miró en torno a la habitación otra vez, como si buscando fuese a encontrar algo.
—Sólo me fui hace dos horas —dijo—. Todavía deben estar aquí.
—¿En algún otro cuarto?
—Nunca se utilizan. Todos deben haber ido a la sala de proyección.
La siguió por un túnel lateral hacia una entrada por la que se derramaba una luz brillante y cuando fueron hacia la sala que estaba más allá, Harkman sintió el calor de las lámparas que refulgían sobre él. Con una mano levantada para protegerse los ojos, Harkman miró en torno a la habitación, pero transcurrieron varios segundos antes de que se diera cuenta de que había alguien esperando: en el extremo alejado de la sala, de pie al lado de uno de los agrupamientos de luces, había un hombre.
No les dijo una palabra, pero los observó mientras ingresaban.
A la izquierda de Harkman, a todo lo largo de la sala, había una banda de gavetas grandes pintadas de gris. En el centro de la sala y, por alguna razón, en el sitio en el que convergían los haces de varias lámparas, había una pila grande de ropa descartada. De un modo raro, Harkman pensó que parecía la escena de una orgía que había sido interrumpida por una redada policial.
—¿Eres tú, Paul? —dijo Julia achicando los ojos por el resplandor de las luces.
La figura no hizo movimiento o sonido alguno durante casi medio minuto, lapso durante el cual Harkman se adelantó, para ser contenido por la mano de Julia sobre su brazo; pero luego, por fin, se adelantó lentamente.
—Se han ido todos —dijo—. El proyecto ha comenzado.
—¿Ya? —dijo Julia, con evidente sorpresa—. Pero ibas a esperar.
—Tenía toda la gente que precisaba. No había razón para demorarse.
Julia miró de soslayo a Harkman, y él vio un extraño miedo en su expresión.
Ella dijo:
—Paul, lo he encontrado a David Harkman. ¿Recuerdas? Don Mander lo propuso.
—¿David Harkman, no?
—David, te presento a Paul Mason, el director de nuestro proyecto.
—¿Mason? —Harkman extendió una mano, pero Mason la ignoró y la miró a Julia.
—¿Así que éste es el David Harkman que es tan valioso para mi proyecto? Bueno, no sirve; hemos comenzado y es muy tarde para cualquier otro. —Se dio vuelta y fue a pararse al lado de los gabinetes. Tendió ambas manos hacia atrás, apretando el metal liso con las palmas—: No lo conozco, Harkman. ¿De dónde viene? ¿Qué quiere acá?
Harkman, irritado por los modales del hombre, que oscilaban entre el desorden psíquico y la rudeza sin tapujos, sintió la tentación de darle una respuesta violenta, pero vio pasar como un relámpago una mirada de prevención que le hizo Julia, y recordó su pedido de no hacer escándalo.
Dijo:
—He estado trabajando en la Comisión Regional, Mason. Fui enviado aquí por la Oficina de...
—No confío en la Comisión, Harkman. Ni en nadie de ella. ¿Qué quiere aquí?
—Paul, los demás lo aprobaron.
—Los otros se han ido. Tú y yo somos los únicos que quedamos. Quiero saber qué busca aquí este hombre de la Comisión.
—¡Lo queremos, Paul!
—Es lo que tú dices. Yo selecciono a los participantes para el proyecto, no tú.
Julia miró nuevamente a Harkman, esta vez con una expresión de perpleja desesperación, luego se adelantó hacia Mason. Se apartó de ella inmediatamente, y recorrió la línea de gabinetes, pasando una mano obsesivamente a lo largo de las superficies metálicas.
Con todo lo que había ocurrido durante el día, Harkman no tenía una idea preconcebida de lo que podría encontrar en el Castillo... pero esto, con Mason aparentemente perturbado más allá de lo lógico, era algo que no tenía manera de saber cómo tratar.
—¿Julia, está enfermo? —dijo serenamente.
—Nunca lo había visto así antes —dijo ella—. Cuando lo dejé, estaba muy enojado... pero no había esperado esto. ¿Y dónde están todos los demás?
Harkman dijo:
—¿Qué haremos?
Julia estaba silenciosa, contemplando en la larga habitación la figura extrañamente neurótica de Paul: una vez más se paró bajo el enjambre de luces, con las manos apretadas contra el gabinete más próximo.
Al mirarlo, Harkman pudo ver por qué la había atraído alguna vez a Julia: probablemente tenía la misma edad que él y era indudable que era buen mozo, con cabello oscuro y estilo bien definido, pero había una fealdad en su boca y una estrechez en sus ojos que hicieron que a Harkman le disgustara. El que este disgusto fuese evidentemente recíproco, no resultó una sorpresa: después de todo, éste era el otro hombre en la vida de Julia y se suponía que confrontaciones así estuvieran cargadas con sentimientos reprimidos.
—¿Sabes cómo trabaja esta maquinaria? —Harkman le preguntó a Julia.
—Sí... Paul lo estaba explicando ayer.
—Parece incapaz de explicar nada por el momento. ¿Qué ocurre?
—Cada participante tiene una gaveta para sí. La mía es aquélla.
Señaló el octavo o noveno cajón desde el extremo más próximo, Harkman notó que era uno de los tres que todavía no estaba cerrado del todo.
—¿Cómo sabes cuál es el tuyo? —dijo Harkman— Todos parecen iguales.
—Porque... no estoy segura. —Julia miró los otros dos, y sacudió la cabeza—. Sé que es el mío, porque lo siento mío. No puedo decir por qué.
—Pero, ¿por qué uno es diferente de otro?
—Tiene que ver con los patrones nerviosos y cerebrales. El doctor Eliot...
Se interrumpió súbitamente, y miró muy alarmada a Harkman.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¡Aquí deberla estar el doctor Eliot! Y Marilyn. Y el resto del personal. Paul siempre ponía el acento en esto... el proyecto no debe comenzar sin supervisión médica.
—¿Dónde están, entonces?
Julia gritó hacia la habitación:
—Paul, ¿dónde está el doctor Eliot?
Paul dijo algo inaudible, pero no se dio vuelta para mirarlos.
Harkman dijo:
—Prosigue, Julia. ¿Qué les pasa a los participantes?
—Tenemos que tendernos en la gaveta, cuando se cierra se encienden luces en el interior. Eso ha de desencadenar algún tipo de respuesta cerebral que enlazará nuestra mente al proyector. En el interior hay electrodos.
Se acercaron al gabinete que Julia dijo que era el propio, y lo extrajeron. Al captar el sonido de los engranajes metálicos, Paul se dio vuelta para encararlos.
—¿Qué están haciendo? —aulló—. Mi experimento está en marcha. No quiero que se interfiera en él.
Harkman dijo:
—No le prestes atención, Julia. Continúa.
Ella indicó los descansos acolchados para cabeza y hombros y entre ellos, una serie de electrodos cortos y aguzados.
—Debemos tendernos para que se aprieten contra la piel —dijo—. Ya lo he probado: pinchan la piel pero no lastiman.
Harkman echó un vistazo al montón de ropas en el centro del piso:
—¿Y nos desvestimos para esto?
—Por supuesto.
Harkman contempló la gaveta con sentimientos inciertos; las luces brillantes y las locas palabras de Mason; la buena fe de Julia. Pero estaba siendo infectado por esto: estaba en el centro de su obsesión. En este gabinete había un cajón para él, y sabía cuál era. Al igual que Julia, no sabía cómo lo reconoció... pero sabía cuál, de los dos que quedaban, era el suyo.
Paul Mason todavía estaba parado bajo la batería de lámparas, observándolos.
—¡He matado a los demás! —gritó— Te mataré a ti también. Aléjate, Julia... tú sabes lo que te ocurrirá.
—¿Lo dice en serio? —dijo Harkman.
Julia, que evidentemente estaba desorientada por la conducta irracional de Paul, dijo:
—No lo sé. Ayúdame con esto.
Tendió las manos hacia la gaveta que tenía a su lado, y juntos tiraron hasta abrirla.
Tendido en el interior estaba el cuerpo inconsciente de un hombre joven desnudo; estaba tan quieto, que por un momento Harkman pensó que estaba muerto de veras. Julia se inclinó sobre su cara y puso la mejilla debajo de las fosas nasales del joven. Le puso la mano sobre el corazón.
—Todavía está respirando —dijo.
—Entonces, ¿qué quiso decir Mason con eso de matar a todos?
—David, no lo sé. No tenemos que prestarle atención. No entiendo qué es lo que le pasó... estaba perfectamente bien esta tarde.
Pero Mason no era alguien a quien se pudiera ignorar, pues empezó a acercárseles lentamente, apretando la espalda contra la banda de gavetas. Estaba vociferando palabras, pero incoherentemente.
—¿Por qué está inconsciente? —dijo Harkman, mirando al joven del cajón.
—Porque está proyectando, creo. Ni siquiera estoy segura de eso.
Con repentina sorpresa, Harkman se dio cuenta de que lo reconocía al joven: era el buhonero de los espejos, al que algunas veces había visto por las calles de Dorchester.
—¿Quién es? —preguntó.
—Su nombre es Steve. No sé mucho sobre él.
Volvieron a cerrar la gaveta empujándola.
—¿Qué haremos, Julia? ¿Podremos salir de esto?
Miró hacia atrás a Paul, que todavía se estaba abriendo camino hacia ellos, murmurando para sí mismo.
—Estoy asustada, David. Ya nada tiene sentido... Sólo tenemos ese viejo recorte para creer.
—¿Tú lo crees?
—Tengo que hacerlo. Lo mismo que tú. Todo lo demás es demente.
—Julia, te mataré si te metes en la máquina. —Ahora, Mason estaba al lado de ellos, mirándolos fijamente con ojos enfurecidos—. ¡Yo planeé todo... tenemos que ser tú y yo juntos, y solos. ¡Eso es lo que acordamos!
Harkman dijo:
—Desvístete, Julia. Mantendré a Mason alejado de ti.
Se hizo a un costado, interponiéndose entre ella y Mason. Instantáneamente, éste saltó hacia él, tomando el cuello de Harkman por detrás con un brazo, tirando su cabeza hacia atrás. Con la otra mano le arañó los ojos. Julia gritó.
Tomado por sorpresa, Harkman se sintió arrastrar hacia atrás. La mano cerrada sobre su cara, tentando ferozmente por sobre su nariz y sus ojos; en su fosa nasal penetró un dedo que empezó a tironear. Con miedo instintivo, Harkman escabullo su cabeza hacia un costado, disparando un codo hacia atrás, contra el estómago de Mason. La presión en torno a su cuello se aflojó de inmediato. Harkman se volvió y con una trompada desmañada, golpeó a Mason de costado, por sobre la sien. Este vaciló, cayendo débilmente hacia atrás sobre la banda de gavetas.
—¿David, estás bien?
—Lo estoy —dijo, pero su corazón galopaba y no tenía aliento.
—Por favor, Julia... entra en la máquina. Es todo lo que podemos hacer ahora.
—No puedo ir por mí misma. Estoy aterrorizada por lo que ocurrirá.
—Estaré contigo. Lo juro. Te seguiré.
Súbitamente, detrás de ellos Mason dejó escapar un aullido de cólera y trató de volver a ponerse en pie. Harkman se volvió para enfrentarlo, cerrando los puños: no era peleador, y la conducta demente de Mason lo asustaba. Cuando Mason logró incorporarse, Harkman le dio un puntapié en las piernas, haciéndolo caer de nuevo.
—¡Hazlo, Julia! Mantendré a Mason alejado de ti.
Ella vaciló un instante más, y luego se desabrochó los botones del piloto. Al intentar sacarlo, el brazo se le trabó en la manga, y Harkman la ayudó. Ella estaba observando a Paul, sus dedos se movían torpemente sobre el vestido.
—¡Julia! —chilló Mason— ¡No vayas!
—Paul, es lo que planeamos.
—¡Morirás, Julia! ¡Te matarán!
—No le hables —dijo Harkman—. Lo pone peor. Mantén la calma y déjame manejarlo.
Se las arreglaron para quitarle por fin el vestido. Ella se corrió el cabello todavía mojado y enredado por la lluvia, hacia atrás, y se estiró para besar brevemente a Harkman.
—Ven enseguida —dijo ella—. ¿Sabes cuál es tu gaveta?
—Aquélla, creo. —Estaba señalando la que reconocía como propia. Estaba justamente más allá de donde Paul Mason todavía yacía acurrucado en el piso.
Julia dijo:
—¡Es la correcta, David! Ambos lo sentimos.
—¿Qué hago, entonces?
—Puedes hacerla entrar tú mismo —respondió ella—. En el interior hay un asa. Y un gran espejo por encima tuyo... mírate en él.
Mason estaba tratando de incorporarse, pero parecía aturdido y sus movimientos carecían de coordinación. Harkman lo miró de soslayo, preguntándose si convenía volver a tumbarlo.
—Métete en la gaveta, Julia. Te ayudaré.
Se aseguró de que el cajón estuviese completamente afuera, luego Julia se sentó sobre la superficie metálica, y se tendió de espaldas. Deslizó unas cuantas veces cabeza y hombros, aparentemente tratando de colocarse cómodamente, y se corrió el cabello para que no interfiriera con los electrodos en modo alguno.
—Estoy lista, David.
Se inclinó y la besó levemente en los labios.
—Te amo, Julia. ¿Estás asustada?
Ella le sonrió:
—Ahora, no. Esto es lo que tenemos que hacer.
—Tampoco yo tengo miedo. ¿Estás lista?
A poca distancia, Paul Mason lanzó un quejido desde el piso.
—Sí, estoy lista.
David hizo presión contra la gaveta y sintió cómo se deslizaba suavemente hacia el seno de la máquina. La miró, con la esperanza de poder ver su expresión, pero ella había apartado los ojos de él y estaba mirando hacia un costado.
El cajón se cerró. En el último instante, Harkman vio encenderse una luz dentro del gabinete y cuando la gaveta se ajustó, vio un contorno cuadrado brillante.
Mason estaba de pie, y se alejó de los gabinetes.
—¿Dónde está Julia, Harkman?
Trató de ignorarlo, intentando pasar por su costado, pero Mason se corrió a un lado para bloquearle el camino.
—Usted ya no va a interferir más, Harkman. ¿Quién diablos es usted? ¿Dónde está Julia? ¿Qué le ha hecho?
—Salga del paso, Mason.
—Usted no va a meterse en la máquina. Lo mataré.
—No puede detenerme.
Se detuvieron, enfrentándose, el corazón de Harkman volvió a galopar. Mason se estaba agazapando, como si estuviese listo para abalanzársele. Entonces, desvió la mirada y miró con fijeza el cajón de Julia: la luz interna brillante se estaba desvaneciendo, mientras los dos hombres observaban, se hizo mortecina y se apagó.
Mason se volvió hacia los gabinetes, Harkman dio un paso hacia adelante.
26
En la oscuridad hubo una alarma que sonaba, y luego un movimiento deslizante, de tironeo, la luz brilló en sus ojos. En las cercanías la gente se desplazaba y hacía calor.
—¡Es la señorita Stretton! —dijo alguien, y otra voz gritó por encima del matraqueo de metal y el alboroto de voces—: ¡Enfermera! ¡Traiga un sedante!
Julia abrió los ojos, su primera impresión fue la de costumbre: que la gaveta del proyector Ridpath se había abierto en el mismo momento en que se cerró y que ella todavía estaba en Wessex... pero había mucha gente cerca, y no estaba Paul, no estaba David.
A su lado estaba un hombre de pie con guardapolvo blanco, la cabeza vuelta en otra dirección y con el brazo extendido con impaciencia hacia alguien que se apuraba hacia él.
Sostenía la muñeca de Julia en la otra mano, tomándole el pulso con los dedos. La enfermera puso una hipodérmica en la mano extendida del doctor y se inclinó para frotarle la cara interna del codo con una gasa.
Julia se retorció, tratando de alejarse. El dolor corrió por la espalda hacia abajo.
—¡No! —dijo, su voz sonaba como si irrumpiese por entre labios inflamados con ulceraciones; el conducto nasal estaba seco, la garganta dolía—. No... por favor, no me den sedante.
—Manténgala quieta, enfermera.
—¡No! —dijo Julia de nuevo, y con todas las fuerzas que pudo encontrar, se las arregló para arrebatar su brazo y doblarlo defensivamente sobre el estómago—. Estoy bien... por favor, no me apliquen sedantes.
El doctor, al que Julia había reconocido como Trowbridge, asió nuevamente su muñeca, como si fuese a arrancarle el brazo por la fuerza, pero luego la miró de cerca en los ojos.
—¿Sabes cuál es tu nombre? —preguntó.
—Por supuesto... Julia Stretton.
—¿Recuerdas dónde has estado?
—Dentro de la proyección de Wessex.
—Está bien, tiéndete quieta. —Le soltó la muñeca y le devolvió la hipodérmica a la enfermera—. Busque al doctor Eliot —dijo a la enfermera— y dígale que la señorita Stretton aparentemente presenta una amnesia.
La enfermera se alejó rápidamente.
—¿Puedes mover la cabeza, Julia? Inténtalo muy lentamente.
Hizo que su cabeza se levantase del apoyo, pero no bien lo hubo hecho, un dolor agudo le apresó el cuello.
—Los electrodos todavía están en contacto —dijo el doctor Trowbridge—. Te aflojaré gradualmente.
Se inclinó sobre ella y le tomó los hombros en sus manos. Al moverla una fracción de pulgada por vez, levantó una de sus escápulas, librándola de los electrodos de ese costado. Para cuando lo hubo hecho, había llegado el doctor Eliot, y los dos hombres juntos la levantaron dolorosamente de las agujas. Pronto estuvo sentada en el cajón con la cabeza metida entre las rodillas, mientras uno de los doctores frotaba la superficie inflamada de su cuello y espina dorsal con un ungüento calmante. Alguien la envolvió en una manta, y ella la abrazó alrededor suyo.
A medida que aumentaba su conciencia y se daba cuenta de lo que había estado ocurriendo, Julia experimentó un conflicto de emociones intensas: ira y confusión, mezcladas con el dolor. Su furia estaba dirigida hacia Paul; cómo había interferido en la proyección, como había distorsionado el mundo de Wessex, cómo había invadido y destruido todo con tanta efectividad. Confusión, porque la sala de proyección estaba atestada de gente, la mayoría personal médico. Atisbando por entre las rodillas, vio que a alguien se lo llevaban en una camilla con ruedas, y dos asistentes, sostenían un equipo de oxígeno a su lado. En parihuelas trasladaban a otra persona y mientras todavía estaban tratando su cuello, Julia oyó que pronunciaban el nombre del doctor Eliot, y éste se alejó prestamente.
Pero por sobre todo, no obstante su ira reprimida, Julia conservaba el recuerdo de David. A pesar de todo, de Paul y de su distorsión demencial y de todos los cambios que había forjado en Wessex, David era el mismo.
—¿David? ¿Está David afuera? —preguntó.
—¿David Harkman? No está aquí por el momento. —El doctor Trowbridge volvió a empujarle la cabeza entre las rodillas—. Quédate quieta.
—Tengo que hablar con alguien —dijo—. Por favor.
—Puedes hacerlo con el doctor Eliot. Dentro de un instante.
—Pero dígame, por lo menos, qué es lo que está pasando.
—Hay una emergencia en gran escala. Algo debe haber pasado dentro de la proyección, porque todos están volviendo de inmediato.
Se oyó que llamaban al doctor Trowbridge, quien dejó a Julia con las hilas aplicadas flojamente sobre el cuello.
Bajo la prohibición estricta de moverse que le habían impuesto, Julia no podía observar lo que estaba ocurriendo pero lo oyó a poca distancia hablándoles a dos enfermeras Oyó mencionar su nombre varias veces, y “no hay traumatismos aparentes”, y “no hemos comprobado sus funciones motoras, pero parecen normales”, y “no bien esté desocupado el doctor Eliot, tendrá que hablar con ella”.
Una enfermera terminó de limpiar y aplicar un apósito su cuello; mientras sucedía esto, Julia trató de nuevo de mirar a cada lado. Todavía estaba sentada en la superficie de la gaveta, y las muchas personas que se desplazaban. en torno de ella le obstruían la visual, pero le dio la impresión de que la mayor parte de los cajones estaban abiertos Estaba tratando de descubrir si el de David también lo estaba, pero era muy difícil ver.
La enfermera fijó la hila con tela adhesiva a través de sus omóplatos.
—Terminado, señorita Stretton. Quítese el apósito mañana.
—¿Puedo bajar ahora?
La enfermera miró de costado hacia donde el doctor Trowbridge estaba inclinándose sobre alguien tendido en la camilla con ruedas.
—¿Ya la ha autorizado el doctor?
—No... pero me siento muy bien.
—Déjeme ver cómo mueve sus brazos.
Julia flexionó los músculos y giró las muñecas; aparte de la rigidez habitual subsiguiente a la recuperación, no parecía haber dificultad alguna.
—Le buscaré un asistente —dijo la enfermera.
En ese momento, Julia vio que ingresaba a la estancia un reducido grupo de personas.
—Allí está Marilyn —dijo—, ella me ayudará.
Marilyn la vio antes de que pudiera llamarla la enfermera, y la chica gritó su nombre, al tiempo que caminaba prestamente por la habitación hacia ella.
—¡John Eliot dijo que te encontrabas muy bien! —dijo, besando a Julia en la mejilla—. ¿Qué le ocurrió a la proyección, Julia? ¿Lo sabes?
—Sí, lo vi todo.
—¿Puedes recordarlo, entonces?
—Por supuesto que sí.
—Julia, a los demás les ha pasado algo terrible: sufren de amnesia.
—¿Pero..., cómo? —preguntó Julia.
—No lo sabemos. Ha habido tal corrida. Todos estaban volviendo a un mismo tiempo. Y uno después de otro, no recuerdan quiénes son, dónde han estado, qué es lo que les ocurre ahora. A la mayor parte los llevan al Hospital General de Dorchester, pero unos pocos fueron a la Casa Bincombe. Y la amnesia es el problema menor: el doctor Eliot dice que sospecha que, en algunos casos, hay lesión cerebral. Y Don Mander ha tenido un ataque.
Julia la contempló horrorizada:
—¿Qué ha ocurrido, por Dios?
—Nadie lo sabe. Probablemente tú seas la única que nos lo pueda decir.
Miró a Marilyn, pensando en David dentro del proyector.
—¿Está ya afuera David, David Harkman?
—No creo... espera un minuto, lo verificare.
Marilyn se acercó al doctor Trowbridge y le habló brevemente.
—No, todavía está en la proyección —dijo cuando volvió.
—Ayúdame a bajar, Marilyn. Tengo que hablar con John Eliot.
Pasó un brazo por sobre el cuello de la otra chica, y bajó los pies hasta el suelo. Se irguió, apoyando su peso contra Marilyn, pero después de unos segundos de incertidumbre, encontró que se podía arreglar sola. Se reclinó contra la pared metálica del gabinete más cercano, aferrando la manta alrededor suyo.
—¿Quién más está en la proyección, Marilyn?
—Solamente otro más... Paul Mason.
Julia recordó la sala brillantemente iluminada, un futuro análogo a éste. Recordó la manía de Paul y sus amenazas... y pensó en David solo en Wessex con Paul.
Sacudió débilmente la cabeza, sin saber si deseaba que David permaneciera allí con él... o volviese a éste. Había estado ahora dentro de la proyección durante más de dos años: cuáles serían los efectos psicológicos sobre él cuando volviera, era algo demasiado horrible para considerar, sin tener en cuenta la amnesia de la que había hablado Marilyn.
Lesiones cerebrales, ataques... ¿le aguardaba todo esto al volver?
Sintió un impulso casi incontrolable por retreparse en su gaveta, introducirse dentro del gabinete... volver al futuro.
—¿Estás bien, Julia?
Abrió los ojos, vio a Marilyn parada a su lado.
—Sí... sólo es un poco de frío.
—Veamos si podemos hallar tu ropa.
—Una bata quirúrgica será suficiente. Debo hablar con Eliot.
Caminaron juntas por la sala, luego tuvieron que hacerse a un lado pues estaban sacando otra camilla. Cuando pasó, trató de ver quién iba en ella, pero la cara de la persona estaba oculta por una máscara de oxígeno. Consciente de que era uno de los participantes, uno de los que compartía su mundo privado, Julia experimentó una sensación de íntima identificación. Quería saber quién era, pero ni siquiera pudo ver si se trataba de un hombre o de una mujer. Se dio vuelta y miró la pared hasta que la camilla hubiese desaparecido de la vista.
Cuando llegaron al corredor principal, de uno de los cuartos apareció Eliot.
—¡Julia! —dijo—. ¿Has sido examinada?
—Sí, estoy bien.
—¡Gracias a Dios que es así! ¿Tienes amnesia total?
—Hasta el último detalle —respondió, pensando en las horrendas ironías de esos detalles.
—Ven a mi oficina no bien te hayas vestido. Debemos descubrir qué es lo que salió mal.
—Paul Mason salió mal —dijo, pero fue para sus adentros.
Ella y Marilyn fueron al cubículo que utilizaba para cambiarse. Las ropas que había estado usando estaban ahí todavía, pero una sensación de transitoriedad que quería conservar la hizo desviarse de ellas. Una parte considerable de ella todavía estaba en Wessex, todavía con David. Hasta que estuviera de vuelta sano y salvo, ella no se sentiría segura o permanente en el presente.
En la alacena había doblada una bata quirúrgica, y se la puso.
Fueron inmediatamente a la oficina de Eliot, porque Julia estaba ansiosa por obtener noticias de lo que había estado ocurriendo... pero todo lo que Eliot le dijo fue lo que ya había oído. Los participantes habían estado volviendo durante las dos horas pasadas; todos, excepto ella, habían sufrido una perturbación mental, o nerviosa, crónica. Hasta ahora ella había sido la última en retornar.
—Naturalmente, esto puede significar el fin de la proyección —dijo Eliot—. No puedo imaginar circunstancia alguna por la cual se la pudiera revivir.
—Pero, ¿qué hay con respecto a David? —Julia preguntó al punto.
—Por supuesto, al proyector se lo tendrá que mantener en operación. Por lo menos hasta que se los recupere a él y a Mason.
—¿Se ha hecho algún intento por extraerlos?
Eliot sacudió la cabeza:
—Ahora no puedo permitir que alguien entre.
Le dijo a ella que al día siguiente llegarían a Dorchester tres síndicos para hacerse cargo de la supervisión del proyector.
Al escuchar esto, Julia estaba experimentando la superposición misteriosa de realidades que siempre venía a continuación de una recuperación. Nada había cambiado: todavía había síndicos y todavía había una Fundación. Fuera del Castillo estaba el siglo XX, el mundo que ella conocía y que aguardaba su regreso inevitable.
Pero este mundo ya no era de ella. Había dejado de ser una parte orgánica del mundo real desde el día en el que había ingresado por vez primera a la proyección. Ella pertenecía al futuro: la vida nunca podría volver a ser estable, excepto en el Wessex de su mente.
Nunca podría admitir que el futuro había dejado de ser, pues era real para ella. Wessex era un mundo de seguridad atemporal, de estabilidad cierta, de armonía inconsciente.
Estas eran las cualidades del Wessex real, no de la perversión de la pesadilla que había creado la conciencia maligna de Paul.
—Julia —dijo Eliot—: ¿qué le pasó al programa? ¿Por qué volvieron todos?
—Debido a Mason —respondió, pensando en Paul, pensando en David—. Porque eso era lo que él quería, lo que él intentaba.
Mientras recordaba el atardecer en el brezal con David, que fue el momento exacto en el que ella se reincorporó a la proyección, comenzó a hablar de los cambios que había hecho Paul en Wessex, ya sea consciente o inconscientemente. Al revivir esos pocos días en el futuro, volvió a experimentar, esta vez con la perspectiva del conocimiento pleno, la sensación de creciente confusión que había evocado en ella el mundo proteiforme: la destrucción de Dorchester como centro turístico; la aparición de la refinería y de los pozos de petróleo; la contaminación y la suciedad; los incontables cambios nimios en el escenario y la plebe; la desaparición de la aldea en el Castillo, y de la mayor parte de los egos auxiliares.
Todos éstos... y la alteración principal. La locura de Paul.
—Mientras estuve de regreso antes, una semana atrás, Paul Mason me dijo que los síndicos lo habían autorizado a cambiar la proyección. No dijo cómo, al menos directamente. Pero ahora lo he visto: estableció una segunda proyección utilizando el equipo Ridpath que existe en Wessex. No puedo imaginarme lo que esperaba.
—No informaste esto, ni a mí ni a los otros —dijo Eliot-—. Tuviste todas las oportunidades.
Julia se rascó la garganta, sintiendo la tumefacción que todavía estaba allí después del intento de Paul por violarla.
—No pude... entonces. —Recordó la culpa y la confusión que Paul le había causado; los conflictos internos, la prolongada lucha en pos del autocontrol y del sentido de su propia identidad—. Él estaba..., bueno... chantajeándome. Años atrás, vivimos juntos. Duró dos años y al final me libré de él. Nunca me ha perdonado.
—Julia, era tu deber decirme esto. Conoces la regla respecto...
—No habría habido diferencia, John. Tenía a los síndicos respaldándolo. De todos modos, volvió la regla contra mí cuando la supo: me hizo creer que si les revelaba esto, entonces sería yo, y no él, la que sería excluida, debido a su posición con los síndicos. No me podía arriesgar a eso... Wessex es demasiado real para mí.
Entonces, se puso a llorar, aliviándose de las agonías del dilema que había originado la reaparición de Paul en su vida. Todo lo que había temido llegó a acaecer: una vez más, Paul destruyó de nuevo todo lo que ella poseía.
Eliot aguardó en silencio, confundido, mientras ella lloraba, Marilyn la confortó y le alcanzó un pañuelo de papel.
—Como ven, esto es lo que ha hecho Paul. ¡Fue debido a mí!
Julia sostenía el pañuelito entre los dedos, apretándolo y sintiéndolo asumir húmedamente la forma de una pelota.
—Tenía el deseo inconsciente de cambiar todo lo que yo tenía en Wessex. Expuso cierto tipo de plan a los síndicos, ¡pero ésa no era su real intención, porque él mismo nunca lo reconoció! Es inestable y neuróticamente inadecuado. ¡Siempre lo supe!
Mientras se calmaba, le contó a Eliot sobre el proyecto que Paul había estructurado en Wessex, al que habían sido atraídos los otros participantes, incapaces de alterar su voluntad. La mayoría no había tenido noción de que alguien nuevo se hubiese incorporado a la proyección: la presencia repentina de una personalidad fuerte, obsesionada consigo misma, había subyugado cualquier resistencia que de otro modo le habrían opuesto. Así, arrastrados hacia su manía, habían trabajado con él para crear una proyección nueva... basada en las memorias enterradas de todos sobre el mundo real.
—¡Paul lo estaba dirigiendo! No sólo conscientemente, puesto que se asignó el papel de director de proyecto sino que, al mismo tiempo, estaba desviando inconscientemente a todos los demás hacia una obsesión con el presente. Todos lo seguimos porque su influencia era muy poderosa.
Entonces hizo una pausa, recordando la personalidad carismática que había tenido la proyección de Paul hecha por sí mismo. Había parecido tan simpático, tan auténtico, tan fuerte.
El recuerdo le era profundamente agresivo, como si alguien la hubiese importunado sexualmente. En esos pocos días de Wessex —en la versión de Paul— había visto la imagen inconsciente que Paul tenía de sí mismo, y era por la que, en la vida real, ella lo había odiado.
—Julia, no puedes creer que un hombre pueda producir todo esto.
—Lo vi, lo sentí.
Eliot nunca había comprendido por completo las sutilezas reales de una proyección.
Nadie que no hubiese estado en Wessex podría. Mientras intentaba describir lo que había experimentado, pudo oír sus propias palabras como si fuesen algo objetivo, y sabía que sonaban como las de una paranoica. Eliot estaba siendo gentil, tratando de entender, pero nunca lo sabría hasta que hubiese sentido por si mismo cómo una personalidad podía influir sobre otra en forma tan insidiosa.
—Parece que tú misma lo has resistido —dijo—. ¿Por qué es que sólo tú has conservado el recuerdo?
Julia lo sabía: era demasiado fuerte como para no tenerlo en cuenta: debido a David Harkman.
—¿Sabes que Harkman todavía está en la proyección?
—Sí, por supuesto.
—¿Fue involucrado en esta segunda proyección?
—No... —Julia intentó hallar el modo de explicarlo, el modo de que fuese verdad para sí misma. Entonces, optó por una verdad a medias para expresar una completa—: John, mi otro yo se ha enamorado de David Harkman.
Verdad a medias, porque su otro yo sí lo amaba... pero ella también.
Prosiguió:
—En la proyección, Paul estaba tratando de apoderarse de mí, pero debido a David, no me pudo alcanzar. Sobrecargó la mente de los demás, pero no me podía tocar, ni podía hacerlo con David. Inconscientemente, estaba tratando de clausurar la proyección haciendo volver a los demás, pero siempre se propuso que yo me quedara en Wessex, sola con él. Dijo algo como, “planeé esto para nosotros dos”. Pero no entendió realmente lo de David.
—¿Por qué no, Julia?
—Porque nunca se lo dije... nunca se lo dije a nadie. Paul no se dio cuenta de lo que David representaba para mí...
Precisamente entonces sonó el teléfono que estaba sobre el escritorio de Eliot, que levantó el auricular:
—¿Sí? Ah, Señor Bonner.
Julia recordaba el nombre: el asesor legal de los síndicos.
Marilyn, que había estado sentada en silencio en un costado durante esta conversación, dijo:
—¿Precisas otro pañuelo, Julia?
—No, gracias. —Pero se dio cuenta de que todavía estaban rodando lágrimas por sus mejillas, y le tomó el segundo pañuelito.
Marilyn dijo:
—¿Sabes por qué han perdido la memoria todos los demás?
—Supongo que fue demasiado con lo que tenían que habérselas.
Hasta para ella no sonaba convincente: el cerebro humano no era como un artefacto eléctrico que podía quemar un fusible.
Trató de escuchar a Eliot, pero éste les había dado la espalda y estaba hablando quedamente en el teléfono, respondiendo preguntas, escuchando a Bonner.
La pérdida de la memoria era como haber perdido todo lo que experimentaron dentro de la proyección: un seccionamiento total de su vida real y la asunción de una nueva identidad. Después de dos años de experiencia, había llegado a un arreglo como esta identidad, en su primer regreso, Julia se había asustado por el conocimiento: el recuerdo de la amnesia, por así decir.
El otro yo de Paul los había prevenido sobre eso. Un día, mientras planeaban su proyecto, Paul había dicho: “Al emerger en el futuro —quería decir el presente— perderán su propia identidad y asumirán otra nueva”
Por lo menos, había entendido el trabajo del proyector hasta esa parte. Y fue como lo había dicho: los participantes habían regresado sin sus recuerdos.
Pero, ¿por qué? Todos habían vuelto de la proyección antes... y entonces tenían plena amnesia. Julia trató de pensar por qué fue diferente esta vez.
Los jóvenes con sus espejos, los activadores hipnóticos. Eso era. Otras recuperaciones se lograban merced a sugerencias hipnóticas colocadas en el presente, en el mundo real.
Esta se había efectuado de un modo totalmente diferente. El proyector había sido completamente funcional, al empleárselo como estaba en el presente. Hasta los recuperadores se habían autoprogramado para tomar parte: Julia recordó haber visto a Steve dentro de su gaveta, proyectándose con los demás.
No se habían empleado otros espejos, salvo los que estaban dentro de los gabinetes.
En el mundo de Wessex, proyectado desde el presente, los participantes habían creado una segunda proyección. Se imaginaban a sí mismos en el pasado. ¡Se habían convertido en proyecciones de sí mismos!
Julia retrocedió ante la idea. ¿Este era el mundo real, no? ¿Esto no era una proyección?
Miró a Marilyn, sentada a pocos pies de ella... y a Eliot, hablando por teléfono. Eran del mundo real, del siglo XX. No eran fantasías de la imaginación.
¡Pero habían estado en Wessex durante un tiempo, dentro de la proyección!
Paul, o alguno de los otros, les había conferido existencia imaginaria como egos auxiliares. Julia lo recordó a Eliot en las conferencias, recordó haberle pedido prestado un piloto a Marilyn.
Marilyn dijo:
—¿Te sientes bien, Julia?
Se extendió y tocó el brazo de Marilyn: era sólido, real. Saltó y quitó rápido su mano.
—¿Qué pasa, Julia?
Se incorporó y empujó su silla hacia atrás. Repentinamente, quiso ver el mundo exterior, ver el Valle Frome y el pueblo de Dorchester en tierra firme, y las estelas blancas de los reactores que se desplazaban en lo alto, y la línea ferroviaria que pasaba por el Castillo, y las carreteras, el tránsito...
¿Era el mundo como era? ¿Todavía estaba allí?
Salió corriendo de la oficina de Eliot y penetró en el túnel frío y con olor a tierra. En el extremo opuesto estaban los portones de hierro del ascensor: la vía hacia el exterior.
Corrió hacia ellos, satisfaciendo un terror del inconsciente.
Los días dentro del proyector la habían debilitado, vaciló mientras corría; y cuando hubo alcanzado los portones del ascensor, se reclinó contra ellos, jadeando para recuperar el aliento.
Su resolución fracasó pues su cuerpo se había debilitado, y no fue más allá.
El mundo sería como era. Todavía estaría ahí.
Sería real, o de apariencia real. No había diferencia. Sería como era, o como ella esperara que fuese... y por consiguiente, no tenía importancia.
Se reclinó contra los portones, tratando de recuperar el aliento.
Marilyn había dejado la oficina de Eliot, y estaba caminando por el túnel hacia ella:
—¿Julia, qué estás haciendo?
—Está bien. Me encuentro bien ahora. Sólo quise un poco de aire fresco... pero cambié de parecer.
—Volvamos y esperemos en la oficina.
Todavía sin aire por la carrera a través del corredor, Julia miró de nuevo a Marilyn.
Comprendió que inclusive si fuese a pasar el resto de su vida en compañía de la otra muchacha, y la viera y le hablara cada minuto de cada día, nunca volvería a estar convencida de su existencia real.
¿Si se diese vuelta, desaparecería Marilyn? ¿Reaparecería no bien volviese a mirar?
—-¿Está ya David Harkman fuera del proyector? —preguntó, tratando de hacer que su voz sonara normal, sin excitación.
—Hablemos otra vez con John Eliot. Él sabrá.
—Está bien, Marilyn.
Volvieron caminando juntas a la oficina pero, cuando Marilyn abrió la puerta, Julia corrió de nuevo; lo hizo por el túnel, adentrándose en el corazón del Castillo. La oyó a Marilyn gritar su nombre, y luego llamarlo urgentemente al doctor Eliot.
Julia dobló el recodo, pasó la sala de conferencias y entró corriendo a la de proyección.
Se habían restaurado la calma y el urden, y Julia se detuvo bruscamente ante el silencio y la vacuidad. Parecía haber terminado la emergencia.
Había dos camillas más en estado de alerta, y a su lado aguardaban sendas dotaciones de asistentes. Cerca, había tubos de oxígeno y mantas, y se habían preparado drogas en una bandeja. El doctor Trowbridge se encontraba cerca de los asistentes.
Cuando entró, se dio vuelta hacia ella.
—¿Has visto al doctor Eliot? —preguntó él.
—Si —respondió Julia—. Se me dio el visto bueno como apta.
Estaba apta porque quería estarlo... si se imaginaba a sí misma enferma, se enfermaría.
—Deberías estar descansando —dijo el doctor Trowbridge.
—Tengo que esperar aquí... a John Eliot.
Trowbridge dio media vuelta, y Julia caminó lentamente, y con ociosidad fingida, a lo largo de la hilera de gabinetes. Ahora que la mayoría estaban abiertos, daba la impresión de un robo en gran escala que hubiese vaciado indiscriminadamente el contenido de las gavetas. Dos estaban cerrados todavía, con su precioso contenido oculto para el mundo.
Trató de imaginarse qué era lo que estarían haciendo las mentes de los dos hombres.
Era un mundo proyectado de dos personalidades, que reflejaría un conflicto intenso expresado en todas las maneras posibles, desde el inconsciente, hasta la conciencia y hasta el cuerpo físico. Recordaba la violencia de Paul cuando lo atacó a David, recordaba su locura.
Julia fue hasta la gaveta más próxima, la que contenía a David. Vio su nombre, impreso en pequeñas letras mayúsculas negras en una tarjeta blanca colocada en el frente.
El doctor Trowbridge le daba la espalda y estaba hablando con uno de los asistentes.
Julia puso sus manos sobre el asa del cajón de David, pero las quitó de inmediato.
Deseaba verlo de nuevo... pero temía hacerlo.
La emoción que había desbordado cuando estaba hablando con Eliot, volvió a fluir, y dejó escapar un sollozo involuntario, que ahogó tragando. Fingió una tos, pero Trowbridge, que todavía estaba hablando, no se percató.
Nuevamente tomó el asa, pero esta vez tiró tan fuerte como pudo. La gaveta resistió un instante y luego se deslizó suavemente hacia afuera.
Ante ella yacía el cuerpo de David Harkman y en el preciso momento en el que vio su cara, Julia lanzó un grito: estaba quieto y rígido, como muerto, pero sus ojos se movían rápido debajo de los párpados cerrados y el pecho se alzaba y bajaba en forma continua.
Se había dejado que su cuerpo se deteriorase aún más que cuando lo había visto por última vez aquí: su piel desnuda estaba pálida, y la carne, floja y como llena de agua.
Tenía el cabello largo y enredado, y las uñas de las manos se curvaban hacia las palmas.
Julia se inclinó, apoyo una mano sobre el pecho de él, amándolo, amándolo.
Algo sin palabras le dijo que él nunca volvería, que su Sitio permanente era el Wessex de la mente, que se había unificado con el mundo que había ayudado a crear.
Julia estaba llorando porque David estaba allá y ella acá, y también porque sólo deseaba estar con él.
Él la había estado observando desde abajo del refugio del malecón, esperando mientras ella leía el ajado trozo de papel de periódico. Por supuesto, ahora lo recordaba: el periódico traía el relato del día en el que comenzó la proyección, más de dos años atrás. “Es auténtico, estoy seguro de que lo es”, había dicho él. Ahora quería decirle que tenía razón... pero, ¿importaba acaso? Ya no sabía ella qué era real, y tampoco le importaba. David era su única realidad, pero David estaba en Wessex.
Julia lloró, y enjugó sus ojos con el pañuelo de papel empapado que todavía aferraba.
Besó el rostro de David, que no le respondió, y luego se irguió. Fue hasta el frente del cajón, se apoyó contra él y en un instante, se deslizó lenta y suavemente hacia su posición: él estaba a salvo nuevamente.
Caminó torpemente hacia su propia gaveta, y la halló.
La bata quirúrgica se mantenía simplemente con tres cordones en la parte anterior, y ella se la quitó. Entonces, uno de los asistentes se dio cuenta y se lo señaló al doctor Trowbridge.
—Señorita Stretton... ¿qué está haciendo?
Ella no respondió, sino que palpó su espalda y encontró un ángulo de la cinta adhesiva que estaba entre sus omoplatos. Tiró de ella, dando un respingo por el dolor. No se iba a desgarrar, por lo que tironeó más fuerte y por fin, se desprendió. Cuando cayó al suelo, Julia vio que había manchas de sangre mezcladas con la mancha amarilla del antiséptico.
A su lado, estaba su gaveta, entonces se sentó y alzó sus piernas.
—¡Julia! —era Eliot, que había aparecido en la entrada de la sala. Marilyn estaba a su lado—. ¡Julia, baja de ahí, Trowbridge, aléjala de eso!
—¡Vuelvo, John! —gritó ella.
—Ya te dije, nadie volverá a usar el proyector de nuevo. He recibido instrucciones de clausurarlo, de apagarlo.
Trowbridge había cruzado la estancia y estaba de pie a unos pocos pies de ella, aparentemente inseguro sobre qué hacer.
—No puede apagarlo con gente adentro —dijo Julia— Usted sabe que los mataría.
—He recibido instrucciones de los síndicos.
Mientras hablaba, Eliot se le había estado acercando lentamente, y Julia sabía que allí donde Trowbridge vacilara, Eliot actuaría. Ella sabía lo que quería. Lo sabía con más certeza que cualquier otra cosa que hubiese sabido en su vida.
Al desearlo, fijó su mirada desafiante en Trowbridge... que dio la vuelta.
Al desearlo, miró con fijeza a Eliot... y éste se detuvo.
Desde la entrada, Marilyn exclamó:
— ¡Hazlo, Julia! ¡Cuídate!
Julia cerró los ojos. Se tendió de espaldas en el cajón, acomodándose sobre los soportes, y boqueó de dolor cuando los electrodos penetraron en las perforaciones anteriores. Tendió los brazos hacia atrás, hasta hallar el asa interior del gabinete. Al tirar, la tensión adicional hizo que los electrodos se revolvieran y desgarraran su carne... pero la gaveta se estaba moviendo, transportándola hacia la oscuridad seca y cálida.
La gaveta se cerró, se encendieron brillantes luces interiores, y Julia miró fijamente hacia arriba a un espejo circular.
27
Julia corrió por el túnel principal que estaba por debajo del Castillo de la Doncella; la tela rústica de su vestido rozaba contra sus piernas. Sus recuerdos estaban intactos.
Por primera vez desde que comenzó la proyección, Julia tenía pleno conocimiento de sí misma y de su lugar. Podía recordar la manía de Paul en la sala de proyección, el griterío y la pelea; podía recordar su regreso al mundo de la década de 1980; podía recordarse corriendo por este túnel alejándose de Marilyn, y la muchacha gritando su nombre.
Pero esto era Wessex, y no había Marilyn, no había doctor Eliot. Llegó al final del túnel, y nadie la llamaba desde atrás. Estaba sola.
A lo largo del túnel lateral brillaban las luces cegadoras, redujo la velocidad, sin saber que esperar. ¿Estaban todavía en conflicto David y Paul? ¿Estaba todavía Paul agazapado en su rincón, balbuceando sobre muerte y poder?
Todo estaba en silencio cuando penetró en la larga sala. Parecía que sólo habían transcurrido unos pocos minutos antes de que hubiese ingresado del mismo modo a la misma estancia, desesperada por ver una huella de David. Y así fue de vuelta: protegiéndose los ojos contra los brillantes reflectores, Julia buscó a David.
La sala estaba vacía. Contra el costado estaban cerradas las gavetas de los gabinetes: un muro uniforme de conclusión. Cuando había dejado Wessex, se habían abierto dos cajones: uno para David y otro para Paul. Ahora, todos estaban cerrados, sus secretos encerrados.
En el centro del piso, destacado por las luces, estaba el montón de ropa descartada.
—¿David? —dijo con voz insegura y temblorosa. Era éste el primer sonido que había producido conscientemente desde que estuvo caminando por la sala, y se alarmó al instante. Tuvo un súbito miedo irracional de que eso lo sacaría a Paul de algún escondite.
La estancia estaba en silencio, oyéndose sólo el zumbido de fondo del equipo de proyección.
Como había esperado encontrar aquí a los dos hombres, Julia estaba desconcertada por su ausencia. ¿Qué les había ocurrido? Ya que no había aparecido en el presente, había supuesto que todavía estaban en Wessex. ¿Dónde estaban?
Pero sus gavetas estaban cerradas: ¿pudieron haber regresado al presente sin que ella lo supiera? Pero no, su recuerdo era muy claro: ninguno había aparecido. Recordó los dos cajones cerrados, las dos camillas y los asistentes esperando. Y había visto el cuerpo de David solamente segundos antes de que se subiese a su propia gaveta.
Empero, lo que la obsesionaba era saber que la transferencia del presente al futuro y viceversa, era instantánea. Pudo haber ocurrido... Paul y David pudieron haber regresado al mismo tiempo que ella se reincorporaba a la proyección.
¿De qué otro modo explicarlo?
Fue hasta el compartimiento que sabía que correspondía a David, consciente del modo en que seguía desandando las huellas de su otro yo en el presente. Aquella Julia había caminado hasta este cajón buscando a un David que había perdido, y aquella Julia no lo había hallado. Con el mismo pavor instintivo, retrajo sus manos del compartimiento antes de que pudiera actuar.
Retrocedió, dio la vuelta alejándose. Sola en un mundo que le pertenecía por completo, Julia experimentó el terror de lo desconocido.
El montón de ropa desechada estaba a su lado y lo miró. Tirado en la parte de arriba, había una chaqueta que reconoció instantáneamente como de David. Por debajo, cuidadosamente doblada, estaba el resto de su ropa.
Tocó la chaqueta, y estaba mojada por la lluvia; la levantó y apretó contra su mejilla, sosteniéndola como si fuese la última traza de él.
Totalmente desconsolada. Dejó caer la chaqueta sobre la pila, y gritó el nombre de él.
Entonces oyó, muy amortiguado:
—¿Julia...?
Era la voz de David... sin pensarlo corrió a través de la sala y asió nuevamente la agarradera del compartimiento. Tiró con todas sus fuerzas. y de inmediato se deslizó ante ella el cuerpo desnudo de él.
Que estaba consciente y alerta resultó evidente de inmediato, porque movió la cabeza antes de que se hubiese extendido por completo el cajón, y se golpeó la frente contra el borde metálico. Dio un respingo de agonía, su cabeza cayó para atrás. Julia giró su cuerpo saludable, su complexión rubicunda... y la expresión de su rostro, dolor y placer, mezclados cómicamente.
Ella rió en voz alta, casi histéricamente, aliviada más allá de las palabras porque él estaba sano y salvo.
—Oh, David...
—¡No te rías! ¡Ayúdame a salir de aquí! ¡Pensé que iba a quedar varado para siempre!
Julia se arrodilló y le pasó un brazo por el pecho, apretando su cara de costado contra la de el... y David la abrazó, atrayéndola.
Entonces, retrocedió de vuelta dolorido:
—Estas agujas... me pinchan.
Ella fue para atrás y lo ayudó a separarse de los descansos para hombros. Lo sentó hacia adelante, del modo en el que la había hecho sentarse el doctor Trowbridge, y le frotó la nuca con la mano. Ella miró, pero las agujas apenas si habían penetrado en la piel, y había una ligera irritación rosada por la parte superior de la espina dorsal.
Lo abrazó durante varios minutos, pensando solamente en él y en estar con él.
Pero entonces dijo:
—¿David, qué pasó? ¿Por qué no volviste al presente?
—Hice lo que me dijiste... pero nada cambió. Contemplé el reflejo de mi propia cara, preguntándome qué diablos se suponía que pasara y cómo iba a salir, hasta que te oí afuera.
—Pero debiste haber regresado instantáneamente. ¿Han apagado el proyector?
—Por lo que sé no. Por cierto que no lo toqué, aunque sabía cómo.
—Entonces, Paul debe haber metido la mano.
David sacudió la cabeza. Deslizó las piernas hasta el suelo y fue a recoger su ropa.
Dijo:
—Mason está en la máquina.
—¿Hubo una pelea?
—No después de que te fuiste. Todavía estaba desvariando, pero hizo caso omiso de mí por completo, y estaba hablando de proyectarse hacia el futuro, tratando de seguirte.
Fue a los gabinetes por sí mismo, esperé hasta que se archivó solo... y luego traté de ir detrás de ti. Pero como puedes ver, no resultó.
—¿Por qué no, David?
—Quizás soy inmune.
Lo dijo bromeando, pero hizo vibrar una cuerda resonante en la memoria de Julia, la nueva memoria, la que retrocedía hasta el siglo XX.
La última vez que estuvo fuera del proyector, durante la reunión en la que estaba Paul: Andy y Steve habían regresado de Wessex, e informaron que le habían exhibido los espejos a David, pero que los había resistido de algún modo.
(Y un recuerdo más profundo, varios estratos más abajo, se desplegó por sí mismo: una mañana en el puesto de Dorchester; David alborozado después de haberse deslizado sobre la ola Blandford, y tratando de hablar de ello, mientras los turistas se agolpaban en torno al puesto; Steve apareciendo con un espejo y tratando de mostrarlo, o vendérselo, a David; ella misma quitándoselo y destrozándolo contra el piso; David impasible, deseando verla más tarde; Steve alejándose del puesto).
David había estado continuamente en Wessex durante más de dos años: ¿Se habrían perdido los activadores de hipnosis profunda? ¿Era tan resistente al espejo dentro del proyector como lo era a los que portaban los recuperadores?
—Tú también debes ser inmune. Todavía estás aquí —dijo David.
—Estoy aquí porque elegí volver. Todo lo que dijiste era cierto. Mira... —Le quitó los pantalones justo cuando estaba a punto de ponérselos, y buscó en el bolsillo trasero. El recorte de periódico todavía estaba allí—. Esto, David... es verdad. Cuando me pusiste en el proyector volví al siglo XX. No bien estuve allí, recordé todo lo que es verdadero con respecto a nosotros. Ninguno de nosotros es real, ¡pero no importa! Somos reales el uno para el otro. Vi lo que estaba ocurriendo en el presente, y no pude soportarlo. Tuve que volver.
Se preguntaba cómo iba a comenzar a decirle lo que podía recordar. Los síndicos; su vida pasada con Paul Mason; la mente lesionada de los otros participantes.
Y el cuerpo real de David: pálido, abotagado, descuidado. Si es que volvía alguna vez, ¿trataría de asumir su identidad real, podría sobrevivir?
—¡David, ésta es la única realidad que queda! Lo que hizo Paul Mason... Apenas si lo puedo explicar. Estableció aquí una segunda proyección, y pensé que era un modo de volver a casa. Pero lo que él está proyectando es un siglo XX imaginario... ¡en el que se editó ese periódico!
David rió nerviosamente y tomó el recorte de sus manos.
—Primero, me dices que no existo, ¡y ahora me dices que esto no existe!
—Así es. —Recordó la emergencia a medida que regresaban los participantes—. La mayor parte de los demás se han vuelto locos... en este mundo proyectado.
—Pero no tú.
—No... Yo tenía algo en qué creer, algo que sabía que era real.
—¿Qué era?
Sacudió la cabeza y le sonrió:
—Si tú no lo sabes, David, no te lo voy a decir.
Ahora tenía puesta toda su ropa, y estaba enderezando el cuello de su camisa: la concentración en una actividad familiar y mundana para evitar pensar en lo impensable.
—¿David, no lo entiendes? El periódico tenía razón respecto a nosotros en un momento dado, pero está equivocado ahora. Cuando nos conocimos, nuestras identidades eran proyecciones del pasado. Pero Paul Mason lo alteró: su proyecto, éste, es imaginar el pasado. ¡No aquél del que venimos, sino muy similar! Y la proyección de Paul es un éxito completo; ¡lo sé porque he estado allí! Es una proyección de dos direcciones... gente en Wessex, que fue proyectada desde el pasado, está proyectando el pasado a partir del cual empezaron. Ha sido demasiado para ellos. Perdieron la cabeza... —Se pasó una mano por el cabello y descubrió que todavía estaba mojado por la lluvia de hacía una hora—. ¡Creo que estoy empezando a perder la mía!
Fue a los Gabinetes, tomó el asa del primer compartimiento con el que se encontró.
—Si Wessex aún es una proyección, David, este cajón debe estar vacío: el otro yo que se proyectó se habría, o bien desvanecido, o bien retomado su vida normal en Wessex, cuando se retira la mente del participante. Pero, ¿sabes qué hay aquí adentro: hay alguien aquí... o la gaveta está vacía?
Mientras Julia hablaba, David dejó tranquilo el cuello de su camisa, y la contemplaba pensativamente. El trozo de papel de diario se le había resbalado de los dedos y yacía sobre el montón de ropas.
—Julia, no creo que debas abrir ese cajón —dijo.
—¡Tengo que hacerlo!
Tiró, Sintió la familiar resistencia... y un instante más tarde, el compartimiento se deslizó hacia afuera. Yacente en su interior, estaba el cuerpo de Nathan Williams. Estaba quieto, pero vivo: su pecho se elevaba y descendía en forma constante, y por detrás de los párpados cerrados se movían los ojos.
Julia dijo:
—Está proyectando, David. Su mente funciona.
Abrió una segunda gaveta, una tercera. Ambas contenían cuerpos vivos de gente a la que conocía.
Al pensar en el destino de ellos, al pensar en lo que le había acontecido a esas mentes, Julia volvió a cerrar los cajones. Había visto su proyección.
—¿Has mirado en tu propio compartimiento, Julia?
—¡No!
—Deberías. ¿Está vacía tu gaveta?
—Tiene que estarlo... ¡Estoy aquí!
—¿Eres una fantasía de tu propia imaginación, como yo lo soy de la mía?
—¡David, no quiero saberlo!
Había vuelto su propio argumento contra ella y de un modo que no podía enfrentar.
Julia retrocedió, cada vez más, hasta que llegó a la pared más apartada. Entre ella y David estaba la pila de ropas... y vio, tirado al lado de un piloto mojado, un vestido marrón, simple, idéntico al que estaba usando. Se miró el cuerpo: la parte de abajo del vestido, la que no había quedado cubierta por el piloto, estaba oscura y húmeda por la lluvia. Recordaba cómo salpicaba sus piernas cuando corría por el túnel.
También estaba mojado el vestido tirado en el montón.
Ella sola había visitado el pasado proyectado, y había salido ilesa. Ella sola había vuelto a la realidad. Sus recuerdos eran plenos. Estaba en Wessex. El futuro, el presente, el ahora.
David abrió de un tirón la gaveta que ella había usado, y miró fijamente en el interior.
No se movió durante varios segundos, pero luego dijo:
—Pienso que sería mejor que echases un vistazo, Julia.
—¡No, David, no!
Desde donde estaba podía ver dos piernas blancas y desnudas extendidas a lo largo del compartimiento. El resto del cuerpo estaba oculto por David, que estaba parado al lado.
—Eres lo mismo que los demás, Julia. Yaces aquí y proyectas, y estás parada ahí y eres proyectada.
—¡Cierra el cajón, David. Por favor!
Se volvió para mirarla. Sonreía sarcásticamente.
—Eres muy hermosa desnuda —dijo—. Ven y mira a qué me refiero.
No se podía mover, no podía girar la cabeza en otra dirección.
—¡David, por favor cierra ese compartimiento!
La picardía momentánea se había desvanecido de su rostro y con expresión serena, lanzó su peso contra la gaveta y la deslizó de vuelta en su lugar.
—No comprendo, Julia. ¿Eres real? ¿Lo soy yo?
—Ya no puedo pensar más en eso —dijo ella. Se sentía como si se fuera a desmayar, o a sufrir la misma pérdida que los demás—. Somos tan reales como pensemos que lo somos. Sólo sé que te amo. ¿Es eso la realidad?
—Lo es para mí.
Fue hacia ella y le puso el brazo por sobre los hombros.
—Lo siento, Julia —dijo— no debí haber hecho eso con... con la gaveta.
—Creo que tuviste que hacerlo. Teníamos que saber. No parece importante.
—¿Qué haremos? —dijo David— ¿Podemos salir de aquí?
—¿Quieres hacerlo?
—Dije si podemos.
—Podemos hacer cualquier cosa que deseemos. —dijo Julia—. Somos absolutamente libres, por el momento.
—¿Que quieres decir con eso?
—Cuando estuve en el... en el presente, vi que al profesor Ridpath lo iban a apagar.
—No me significa nada. ¿Qué efecto tendrá eso?
—Nadie está realmente seguro —dijo Julia—. Ridpath mismo creía que mataría a cualquiera que estuviese en su interior. Nunca se intentó.
Entonces, un pensamiento perdido —¿reconfortante? ¿confuso?— se cernió un instante como un insecto volador. Cuando abandonó el presente, Eliot les había dicho que los síndicos le habían dado instrucciones de clausurar la proyección. ¡Pero eso era en el mundo que ella creía se estaba proyectando desde aquí! ¿Tendría eso algún efecto aquí?
¿Dónde estaba el presente desde el que se proyectaba a Wessex: Eran lo mismo... o ahora el sistema estaba cerrado? ¿Proyectaba un mundo al otro, cada uno dependiente del otro para su propia realidad continua?
—Julia, creo que deberíamos irnos. Tengo todo lo que alguna vez quise. Estamos juntos... eso es suficiente para mí.
Julia, confundida por la incertidumbre de sus pensamientos, sintió la mano de David en la suya. Sacudió la cabeza, como para aventar la idea intrusa, y luego vio, por la expresión de David, que había tomado su gesto como respuesta negativa a lo que acababa de decir.
Le apretó la mano con sus dedos, y dijo:
—Lo siento, eso es lo que también quiero.
—Vamos, volvamos a Dorchester.
Ella sintió un pavor repentino ante lo que podría haber fuera del Castillo, y ante quién podría estar allí, pero, sabiendo que David rechazaba conscientemente el pensar en eso, hizo el esfuerzo también.
—¿Crees que lloverá? —preguntó ella—. ¿Debería llevar el piloto?
—¿Es tuyo?
—No. Se lo pedí prestado... a Marilyn.
El yo auxiliar Marilyn, la que había estado en el Castillo durante un tiempo. Marilyn había desaparecido, pero todavía estaba allí su piloto. Al mirarlo, Julia recordó que la Marilyn real, la otra Marilyn, tenía un piloto exactamente igual a éste.
—No lo vas a precisar —dijo David—. Déjalo aquí.
Fueron juntos hacia la entrada, conversando sobre el piloto y la posibilidad de que lloviera. Era lo mismo que cuando David enderezaba el cuello de su camisa: un punto de apoyo en una realidad más simple, la necesidad de lo prosaico.
Cuando penetraron en el túnel, Julia se zafó del brazo de David, y se dio vuelta para mirar hacia la sala de proyección: algo la había estado preocupando, algo le había estado machacando.
—¿Qué es? —dijo David.
—¡Paul Mason! —dijo ella— ¿Qué le pasó?
—Te lo dije: se unió a la proyección con los demás.
—Pero, no... no lo hizo. Yo estaba allí: él no regresó. Estoy segura... lo estaba esperando.
—¿También él es inmune?
—No. Por lo menos, no lo creo. —Se asió a la mano de David, aferrándola intensamente, presa de un repentino pavor—: ¿Estás seguro de que está dentro del proyector?
—Por supuesto... Lo vi encerrarse.
—¿Cuándo fue eso?
—Pocos minutos después de ti. Dos, tres minutos... no estoy seguro.
—Pero... —Julia miró a David con desesperación—. Pero Paul no regresó —empezó a decir de nuevo—. Estoy segura de eso. Los doctores aguardaban. Los únicos que no habían vuelto eran tú y Paul.
—Entonces está atrapado adentro, como lo estuve yo.
David la hizo a un costado y corrió de vuelta a la sala.
Algo inhumano en ella le hizo decir:
—¡No lo dejes salir, David!
—Si está atrapado, tengo que hacerlo. ¿Este es su compartimiento, no?
—Creo que lo es, sí... —Ella casi no se atrevía a mirar.
David tiró de la gaveta, ella vio unas piernas pálidas extendidas en forma inerte, con los pies ligeramente desplegados. Cuando el pecho, y luego el rostro, estuvieron a la vista, Julia empezó a temblar, se apoyó contra la pared del túnel. Todavía estaba allí el instinto inhumano: un deseo terrible de venganza contra Paul, por todos esos años de humillaciones, de cerrar violentamente la gaveta con él adentro, para atraparlo por la eternidad dentro del gabinete, vivo o muerto.
David estaba inclinado sobre el cuerpo.
—¿Está vivo? —dijo Julia, mordiéndose el puño.
—Está respirando... sus ojos están cerrados.
—¿Está proyectando?
—No lo sé... mejor lo miras tú.
Ella no había podido mirar a su propio cuerpo dentro del compartimiento, y no podía mirarlo a Paul: fue él quien dominó toda su vida de adulta, primero por presencia y luego por ausencia. Él había dominado la proyección, él la había destruido.
Ahora, en ella campeaba un terror prístino: que nunca pudiera emanciparse de él.
—Cierra el compartimiento, David.
—No hasta que me digas qué es lo que le está ocurriendo.
—¿Se le mueven los ojos? ¿Oscilan... bajo los párpados?
—Un poco, sí.
—Entonces, está proyectando.
David siguió contemplando el cuerpo inconsciente del hombre y parecía estar inseguro respecto al curso a tomar. Julia esperaba en el túnel, pero David mantenía abierta la gaveta.
—Ciérrala, David. Por favor.
—Pero, si tú dices que no regresó al... al pasado, ¿adónde está proyectando?
—¡Por el amor de Dios! —Se separó de la pared del túnel y corrió hacia la habitación. Empujó a David a un costado y apoyó las manos en el frente del compartimiento.
Entonces, vio la cara de Paul.
Se detuvo, dándose cuenta de que realmente estaba proyectando. Ella había sido impelida por el miedo: la idea de que pudiese yacer allí fingiendo, esperando para tomar una nueva forma de represalia contra ella. Pero su paranoia carecía de fundamento: Paul estaba tan sumido en la proyección como todos los demás. No podía escapar. No había modo de regresar.
Lo contempló persistentemente, ganando energías. Sabía que nunca lo volvería a ver, nunca jamás. Mientras lo miraba así, directa y resueltamente, se apoyó contra el cajón y lo cerró.
David observaba la cara de ella, comenzando, quizás, a darse cuenta de la magnitud del miedo que le tuvo a Paul. Julia, a su vez, lo miró y forzó una sonrisa.
—Lo siento, David... Tenía que hacerlo. Pensé que podría volver a incorporarse y comenzar a amenazarnos, como hizo antes.
David le tomó la mano:
—Ni siquiera me interesa saber qué te hizo Mason.
—Ya no importa —dijo ella, y sabía que esta vez podía decirlo a sabiendas de que era la verdad.
—Salgamos —dijo David-—. Ya he tenido suficiente en este sitio.
Salieron de la sala de proyección, dejando las luces encendidas.
A mitad de camino por el túnel principal, Julia dijo:
—No regresó al presente. Realmente, no.
—¿Entonces, dónde está?
—¿En el futuro? ¿Completamente solo?
Paul solo creía en una segunda proyección; Paul solo no llegó a darse cuenta, en un plano inconsciente, de que el futuro que estaba planeando era, en realidad, el pasado; Paul solo creyó en el futuro como si fuera una realidad.
Cuando llegaron al fondo del pozo del ascensor y comenzaron a subir la escalera, Julia se preguntó cómo sería cualquier mundo que hiciese Paul, que él solo imaginase, y en el que él solo ejerciera su voluntad inconsciente. ¿Se llevaría consigo una imagen de ella, un ego auxiliar propio? ¿O crearía al mundo como un auxiliar de su propio yo? ¿Existiría alguien en ese mundo que se le resistiese, que no se subordinara a sus deseos, que no fuese el extremo de su malicia y crítica destructiva?
Julia sentía que alguna vez vivió en esa clase de mundo antes, y lo conocía bien. Pero eso estaba en el pasado.
28
La lluvia se había detenido, pero el viento era gélido. Cuando llegaron a la parte superior del terraplén, Julia y David se detuvieron para observar Dorchester al otro lado de la bahía. Era una noche pesada y cubierta por nubes, la mayor parte del pueblo en sí estaba sumida en la oscuridad. Sólo estaba iluminado brillantemente el puerto: lámparas de arco voltaico blancas lo llenaban de brillo, porque nunca se detenía. Las perforaciones petroleras se realizaban durante toda la noche, desplazándose buques de aprovisionamiento y barcazas de un lado a otro de la bahía.
Por detrás del pueblo, esparciéndose sin pulcritud a través de los brezales, estaba activa la, refinería, arrojando un baño de humo que refulgía en color anaranjado por las lámparas del sistema de alumbrado que tenía debajo. Las tuberías corrían en líneas paralelas, conectando la refinería al mar, su trayectoria estaba dotada de iluminación para seguridad, hacia afuera de la bahía podían verse las docenas de torres de perforación, erectas de frente en el mar, llegando hasta el horizonte; las luces emitían un brillo blanco y al azar sobre la superestructura de las plataformas, luces para trabajar, luces para la navegación. Vistos desde el Castillo, los pozos parecían una armada estacionaria, anclada frente a la costa, aguardando la marea antes de zarpar para iniciar la invasión.
Más allá de todo esto, más allá de la bahía y del pueblo, las colinas de Wessex se erguían negras contra el horizonte nocturno.
Esperemos —dijo David, sentándose en la hierba húmeda. Julia lo hizo a su lado, sin prestar atención al frío y a lo mojado. Se acurrucó bajo el brazo de él, tomando el calor de su cuerpo.
Transcurrió el tiempo y no se movieron. Al cabo de un rato, el suelo parecía menos frío, como si fuesen ellos los que le conferían calor. Al extender la mano, Julia descubrió que la hierba se había secado.
—Ya no tengo frío —dijo.
—Ni yo. Creo que cejó el viento.
Se había reducido a una brisa suave que apenas los tocaba, que era cálida por el día.
—¿Dónde vamos a vivir, Julia?
—Supongo que tendrá que ser en Dorchester —dijo ella—. Es el único lugar que conozco.
—¿Estamos completamente solos ahora?
—Sí. Creo que sí.
Un rato más tarde, David indicó que la llama anaranjada por sobre la refinería, la antorcha que quemaba el desecho, estaba apagándose. Pronto lo estuvo del todo, y en torno a ella ocurrió lo mismo con un grupo de reflectores. Durante largo rato pareció no haber reacción en la refinería y prosiguió la actividad normal.
—¡Mira la tubería, David!
Los reflectores que estaban sobre las cuatro grandes tuberías se fueron apagando, uno después del otro, haciéndolo primero los que estaban más próximos a la refinería. A David y Julia les daba la impresión de que las tuberías se estaban retirando lentamente de la refinería, retrotrayéndose al mar de donde habían salido. Cuando se extinguió la última lámpara del sistema de iluminación de las tuberías, vieron que en la bahía, los pozos estaban apagando sus luces, sin prisa y sistemáticamente. Pronto fue visible solamente uno: la plataforma de suministros grande que estaba en el centro de la bahía.
Parte por parte, la refinería se estaba desvaneciendo en lo oscuro de la noche; luces y llamaradas se apagaron, y con ellas desaparecieron tanques, tuberías y grúas de puente.
En el pueblo, rápidamente se volvieron mortecinas las lámparas de arco del puerto: pronto, la única que aparecía fue la de la plataforma de suministros. También desapareció en su debido momento.
En lo alto, comenzó a aclarar y aparecieron las estrellas.
Dorchester, oscura y silenciosa, permanecía en su colina. Sus calles y edificios estaban a oscuras, el puerto estaba inanimado.
Durante largo rato nada más ocurrió; Julia, todavía en los brazos de David, comenzó a dormitar. Estaba cálido y confortable en el terraplén del Castillo, como si desde el interior se irradiase su vida resplandeciente. En el aire había aroma de flores, un aroma veraniego y fuerte que anticipaba el día.
Súbitamente hubo una fuerte explosión en lontananza, y el eco de su sonido corrió de un punto a otro por la bahía, desde la Isla Purbeck hasta las colinas de Wessex, pareciendo describir una trayectoria en zig-zag a través de la bahía con forma de embudo.
Julia, agitada por el ruido, dijo:
—¿Qué fue eso?
—El cañón de Blandford. Viene la ola de marea.
Estaba demasiado lejos y la noche era demasiado oscura como para que pudieran ver la ola, pero ambos sintieron lo mismo: que la marea que llegaba estaba refrescando y removiendo las aguas de la bahía, inundando desde el Norte con el peso del océano que tenía detrás, frío, limpio y vivo.
En Dorchester parpadearon luces de colores, las que estaban colgadas en el mar, que estaba calmo y quieto, todavía sin perturbar por la marea inundante.
En Dorchester se encendieron faroles; ventanas y entradas se convirtieron en cuadrados de luz dorada. El puerto se movió de nuevo, los yates y cruceros moviéndose de arriba hacia abajo en sus norays. A través del silencio de la bahía, Julia y David oyeron música y voces. Un grupo de personas se estaba riendo, y cuando se encendieron las luces sobre el Bar Sekker's, pudieron ver, justamente, que se habían quitado las mesas del patio y que había una gran multitud bailando y empujándose en el cálido aire nocturno.
Después de esto, ambos se durmieron, seguros en el terraplén del Castillo, abrazándose.
Se despertaron alrededor de una hora antes del alba, cuando el sol todavía se encontraba bajo en las colinas inglesas: un fulgor de amarillo en un cielo celeste y claro.
Julia y David bajaron tomados de la mano hacia Dorchester y al caminar por la Playa Victoria, donde nuevamente aparecía la arena blanca cuando retrocedía la marca nueva, oyeron al muecín llamando desde la mezquita.
Más tarde, mientras caminaban por el Marine Boulevard mirando los cafés y puestos con la cortina baja durante la noche, vieron entrar por la bahía vacía, en dirección al puerto, a las lanchas pesqueras que venían pesadas con su carga.
29
Había un viento cortante desde el sureste, y las aguas del Pasaje Blandford presentaban una profunda mar de leva, con espuma blanca que volvía en ondas desde la boca austral del canal. Protegido de los elementos con su traje de buceador abierto, David Harkman no pudo sentir el viento, si bien, cuando dejó el puerto en Child Okeford y dirigió su deslizador hacia el centro del Pasaje, casi se cae varias veces de su tabla por el oleaje.
Las condiciones para cabalgar la ola eran perfectas. Ahora la estación estaba demasiado avanzada para los que no eran cabalgadores veteranos, aunque el reciente retorno de buen tiempo otoñal había traído de vuelta a los turistas a Dorchester, y en cantidad suficiente como para persuadir a cafés y bares para que volvieran a abrir.
Durante los tres días pasados, Harkman había tenido que compartir la ola con no más de otros doce surcadores. La ausencia consiguiente de puestos para ocupar en la cresta de la ola, justamente con el viento del Sureste y las mareas de primavera, significaron que había tenido cuatro deslizamientos excelentes sólo en la semana pasada.
Todavía buscaba la ola perfecta... la que le pusiese el sello a la temporada. Ahora que podía hendir la ola con más frecuencia, se había hecho conocer por muchos de los que venían regularmente a Child Okeford, y oído mucho de su erudición. Siempre estaba a la búsqueda de la perfección: una combinación de altura, velocidad, temeridad, sincronización.
Para David Harkman, sería suficiente ejecutar una pasada a todo lo largo del Pasaje y no ser agarrado por la ola que se rizaba al romper en la bahía. Todavía tenía que lograrlo: o bien caía hacia atrás en el último instante, o quedaba atrapado por la tronante tubería cuando se abarquillaba sobre él. El hecho de que estuviese hendiendo regularmente olas de una velocidad y altura que amilanaría a otro menos experimentado, no le significaba mucho; aunque la ola tuviese treinta metros de altura, como había ocurrido con la de la semana pasada, que era casi el doble. Para su propia satisfacción precisaba una ola a la que pudiera recorrer completamente.
De todas maneras, la altura de la ola constituía una consideración principal. Los administradores habían estado hablando recientemente de prohibir ulteriores deslizamientos hasta que las olas se hiciesen más débiles: en los últimos días había habido varios cabalgadores lesionados. En el local del club de Child Okeford, los veteranos decían que las únicas olas más altas que éstas, eran las tormentosas de invierno, y no se había sabido de nadie que cabalgase en una y sobreviviera.
Con la práctica regular, naturalmente había aumentado la pericia de Harkman, pero mientras aguardaba el disparo del cañón, se desplazaba de un lado a otro del Pasaje, tratando de medir la fuerza de la mar tendida, acostumbrándose a la presión del viento, que era un enemigo mientras trepaba a la ola; y un aliado una vez alcanzada la cresta.
Por fin se disparó el cañón, Harkman y los demás cabalgadores miraron hacia el Norte, hacia el Mar de Somerset, estimando la distancia de la ola. Había estado a la vista durante algunos minutos; las mareas vivas ganaron cuerpo más afuera en el Mar, y cuando Harkman miró, vio la turgencia que avanzaba como un gran tambor cilíndrico, rodando hacia él semisumergida.
Se bajó la luneta y activó el paso de oxigeno.
Había tiempo para una carrera recta más contra la mar de leva y para una inversión de marcha desde la cresta de una ola hasta otra... y entonces experimentó el empuje ascendente de la ola de marea. Como siempre, Harkman se colocó en el lado del Pasaje que daba a Wessex, y más hacia la desembocadura que la mayoría de los otros cabalgadores y, para cuando estaba acelerando delante de la ola, la mayor parte de los demás estaba a medio camino hacia arriba.
En una ola tan grande como ésta, el motor tenía que estar a toda su potencia durante toda la cabalgata. Harkman guió hacia abajo y al costado, dio marcha atrás, y volvió a acelerar, virando y torciendo para alejarse de la cresta... pero cada vez que volvía, cada vez que buscaba la cresta, estaba más cerca. La ola acumulaba altura sobre volumen, y la velocidad inmensa con la que aumentaba de tamaño hacia la brecha, quería decir que cada vuelta de su deslizador lo llevaba a diez o veinte metros más alto sobre la ola, altura que tenía que volverse a perder si no quería alcanzar la cresta demasiado pronto.
Ya habían caído varios cabalgadores, lanzados de sus deslizadores por la leva escabrosa. Una vez caído, casi no tenía oportunidad de volver a ganar la ola pues, incluso si podía volver a montar de nuevo su deslizador suficientemente rápido, su motor carecería por cierto de energía para llevarlo hasta el lado opuesto de la cresta.
Ahora estaban a menos de cien metros del Norte del Pasaje y Harkman estaba en el agua más quebrantada por el viento. Cada ola, cada línea de espuma, era un obstáculo que había que superar. Cada vez que propulsaba el deslizador y saltaba sobre el seno de una ola a la otra, podía sentir el viento por debajo de la tabla, alzándolo y empujándolo.
Estaba juzgando con exactitud: con menos de cincuenta metros para ir hasta la desembocadura del Pasaje, estaba casi en la cresta de la ola, redujo la velocidad del motor, dejando que la ola lo levantara hacia su pico cada vez más agudo.
Cuando alcanzó la cresta, la ola estaba empezando a barquillarse, y aceleró de nuevo, manteniéndose al través de ella. Estaba dirigiéndose directamente hacia el viento, sintiendo que la nariz del deslizador se levantaba, mientras la ola en si se abstenía de romper.
Pasaron la desembocadura del Pasaje: la ola, abarquillándose y haciendo espuma, continuaba ascendiendo.
Harkman se adelantó hasta el borde mismo.
Lanzó su peso hacia adelante, deslizando la tabla hacia abajo y de costado, guiándola a través de la espuma que se adelgazaba: un momento de confusión gris-verde, la succión del agua alrededor de su cabeza... entonces se encontró cayendo por el aire.
Por debajo de él, la pared interna ascendente de la ola era casi vertical, y Harkman desplazó su peso, llevando la nariz de la navecilla hacia abajo y contra el viento, tratando de equipararse con la inclinación. Por encima, la ola por fin rompía: lentamente, parecía, con grande y terrible majestad.
Desde el costado llegó una curiosa ráfaga de viento que elevó la nariz del deslizador, haciéndolo perder el equilibrio. Dentro del tubo de ola, Harkman agitó los brazos como aspas, sintió que perdía pie sobre la tabla...
...Pero cayó en silencio.
Los aullantes vértices de viento, el gemido persistente del motor, el rugido tronante de la ola... todo cesó.
Harkman, que estaba cayéndose de la tabla, estaba en el aire.
Estaba congelado en vuelo, desnudo y solo en el cielo; brazos y piernas estaban libres, podía girar la cabeza.
Lentamente, lentamente, se fue dando vuelta, retorciendo su abdomen, tratando de ponerse boca abajo.
Por debajo de él, había desaparecido la ola, los acantilados y el mar.
Estaba flotando por encima de la campiña: un paisaje suave, verde y ondulante, con praderas, cabañas y setos vivos. Allí abajo había una carretera, por sobre la que podía ver desplazándose una línea de tráfico, reverberando la luz del sol en las carrocerías metálicas. Detrás de él, donde había estado el Pasaje Blandford, había un pueblito en el valle comprendido entre dos colinas, amarillo en la neblina otoñal: podía oler el humo a madera quemada, los vahos de nafta, y de la hierba cortada.
Sintió que estaba por caer, sacudió los brazos y las piernas como si eso lo fuese a salvar... pero sólo lo hizo girar lateralmente, hasta que estuvo mirando hacia el sur.
Suspendido en este aire extraño, miró al otro lado del Valle Frome, hacia las Colinas Purbeck, y más allá de éstas hacia el refulgente mar, plata y oro del sol.
Cerró los ojos, forzando la visión fuera de él... pero, cuando los abrió de nuevo nada había cambiado.
Al mirar hacia el suelo, por vez primera Harkman sintió el vertiginoso efecto de su altura y como si esto hubiese soltado algo que hasta ahora lo mantenía suspenso, comenzó a caer. El aire rugía en sus oídos, y sintió la presión del viento en sus brazos, piernas y estómago. El suelo parecía ascender para chocar con el; presa de verdadero terror, engarfió sus manos en el aire, como si agarrase una cuerda.
De inmediato, su movimiento cesó y nuevamente estuvo suspendido en el aire, aunque perceptiblemente más bajo que antes. Ahora podía escuchar el tránsito en la carretera; una motocicleta estaba sobrepasando un camión acoplado, y lo martilleó el sonido de su escape.
Harkman deseó estar más alto... sintió al punto la presión del viento sobre su espalda, y se remontó hacia las alturas. Cuando hubo alcanzado su altura primitiva, se obligó a girar de nuevo... y contempló la tranquila campiña, con sus colinas boscosas y sus verdes campos y dehesas.
Lo que vio carecía de significado para él: era producto de algún deseo inconsciente que no podía controlar.
Era algo que lo había excluido, algo que él, a su vez, había rechazado.
Debido a que provenía del pasado inconsciente que no se recordaba, al mismo tiempo era totalmente íntimo y voluntariamente renunciado. Era la campiña de sus sueños, un mundo que no era real, que nunca llegaría a ser real.
Tal como ocurriera antes, cuando había rechazado inconscientemente a este fantasma de su vida, Harkman ejerció una opción consciente y expulsó el sueño.
Miró su cuerpo: apareció el traje de buceo brillante, lo tenía adherido, centelleando en la luz del sol las gotas de rocío salado. Había una tensión a través de su pecho y un peso en su espalda. Algo negro, suave y acolchado se envolvió alrededor de su cabeza y su visión disminuyó cuando cayó frente a sus ojos la luneta del casco.
Comenzó a pasar sibilante el oxígeno del tubo que tenía a la espalda, respiró profundamente.
Se dio vuelta en el aire hasta que estuvo erecto, y palpó encontrando la superficie superior áspera del deslizador de olas. El control de aceleración se le envolvió en torno al pie derecho.
Efectuó unas pocas correcciones de postura: inclinándose hacia adelante y dirigiendo la nariz de la navecilla hacia abajo.
El viento empezó a soplar y la forma hidrodinámica del deslizador respondió, planeando en las corrientes. Harkman mantuvo el control, desplazando su peso y equilibrio de modo de mantener la tabla a carena nivelada.
Una oscuridad como de penumbra cayó cuando la ola Blandford se abarquilló de nuevo sobre su cabeza; abajo, la pared ascendente casi vertical de la ola, era un espejo congelado multifacetado de luz solar.
La ola comenzó a moverse por encima de él, arrancando y deteniéndose, como los cuadros de una película que se hacen avanzar de a poco en un proyector.
Verdaderamente asustado por la violencia elemental de la ola, Harkman detuvo el movimiento, buscando aún el equilibrio del deslizador en la corriente cruzada de viento.
Empezó a caer, perdió control de la ola. El viento empujaba hacia arriba la nariz del deslizador; con un desequilibrio desesperado de los brazos, se las arregló para volver a hacerlo descender. El deslizador dio de plano contra el agua pesadamente y al instante, disparó el motor, vacilando en busca de equilibrio. Echó un vistazo hacia arriba, vio el negro tubo cerrándose sobre él... y presa del terror por la ola aceleró el deslizador hacia abajo de la pendiente, más abajo, cada vez más abajo.
Segundos más tarde, la ola se destrozó detrás de él; lo cubrieron espuma y rocío, estirándose para apresarlo. Todavía estaba en pie, todavía estaba corriendo la ola, todavía había puesto distancia por unos pocos metros cruciales que lo salvaron de ser sumergido por la espuma remolineante y demoledora. Ahora estaba en aguas abiertas de la Bahía de Dorchester, el deslizador saltando en el rocío desde la cresta de una ola hasta la de la otra... pero todavía la gran ola se desplomaba y destrozaba y anegaba por detrás de él, empequeñeciéndolo hasta en su derrumbamiento.
Cuando la ola se esparció y aplastó, su velocidad de avance se perdió, y pronto Harkman la dejó atrás. Enfiló el deslizador hacia el oeste, dirigiéndose a Dorchester.
Sucesivamente fue pasando frente a las playas, donde todavía estaban tendidos bajo las sombrillas multicolor unos pocos turistas; Harkman saludó con la mano a la gente, vacuamente, tratando de transmitir la excitación de que era presa.
Corrió todo el tiempo con la marea y cuando se deslizó suavemente en las aguas calmas del puerto, todavía estaban varados en el lodo los yates de los visitantes.
Cuando llegó el atardecer, él y Julia fueron al Bar Sekker's para cenar alguna comida local a base de pescado; y, en el camino, se detuvieron para observar los objetos en venta en el puesto del Castillo de la Doncella. Como siempre, detrás del mostrador estaban Mark y Hannah, pero hoy había una nueva chica atendiendo con ellos. Miró a David y Julia con curiosidad, pero no logró interesarlos para que compraran algo.
Cuando dejaron el puesto, de entre la multitud salió un joven buhonero vestido con ropa del Castillo de la Doncella, se le acercó:
—¿Miraría usted un espejo, señor? —dijo, levantando un pequeño espejo circular delante de la cara de Harkman.
—No, gracias —dijo David Harkman y Julia, que lo llevaba del brazo, rió y se apretó contra él. Mientras ascendían los escalones hasta el patio del Bar Sekker's, oyeron la voz de una muchacha que gritaba coléricamente; pocos instantes más tarde, se oyó el tintineo de vidrio roto contra los adoquines.
FIN
Titulo Original: A Dream Of Wessex
Traducción: daniel Yagolkowski
© 1977 by Christopher Priest
© 1978 EMECE Distribuidora S.A.I.C.F.y M.
Alsina 2061 - Buenos Aires