DOÑA JIMENA (Ramón López Soler)
Publicado en
enero 13, 2017
Entregada Blanca a sus ideas se fue alejando de aquel robusto edificio hasta llegar a la puerta del parque; entró por ella, y después de divagar sin objeto determinado cerca de una hora, se vio en medio de los enmarañados bosques que poblaban su vasto recinto. Había casi desaparecido el crepúsculo de la tarde; y la noche, que venía a toda prisa, se anunciaba con oscuridad espantosa. Veíase una luz amarillenta asomando de tiempo en tiempo su melancólica faz a través de grupos de amontonadas nubes, y empezaba a soplar con bastante violencia el arremolinado viento del septentrión. Echó de ver la pobre Blanca cuan indiscreta había andado en alejarse del castillo, y llamando a Beatriz, única doncella que la acompañaba, se apoyó en su brazo a fin de volver a Castromerín antes que del todo cerrase la noche.
–Yo no sé –le dijo Beatriz– por qué nos hemos separado tanto del alcázar: ignoráis, sin duda, las apariciones que hay frecuentemente por estos bosques.
–¿A qué viene eso? –preguntó Blanca, en tono de reprensión–: deja tales cuentos y no te detengas.
–¡Cuentos, señora! –exclamó, sorprendida, la crédula muchacha–. Si oyerais hablar de ello a Lorenzo, el antiguo mayordomo del castillo..., temblábamos las rodillas y se nos erizaban los cabellos, sobre todo cuando escuchábamos de sus labios la singular historia ocurrida últimamente en estos sitios.
–¿De qué historia me hablas? –interrumpió la señora, ocultando la curiosidad bajo cierto aire de indiferencia.
–Todo lo sé –replicó Beatriz, mirando en torno como azorada–. Digo que Lorenzo nos lo refería cuando veníamos, bien que bajo palabra de que a nadie lo habíamos de revelar.
–Pues entonces haces mal en comunicarme ese secreto.
Beatriz guardó un momento silencio, y después dijo:
–¡Oh! Lo que es a vos, ya sé que puedo revelarlo todo.
–De esa manera –añadió Blanca sonriéndose– prometo callarlo con la misma escrupulosidad.
–Preciso es que sea así –repuso la doncella. Y tomando cierto aire grave, dio principio a su discurso–: Ya sabéis que el castillo que habitamos es muy antiguo y fortificado, que ha sostenido diversos sitios, según cuentan; y no siempre perteneció a la familia de vuestro padre. Sólo había en eso que debía heredarlo Leopoldo, cuarto duque de Castromerín, si la dama moría sin casarse.
–¿Qué dama? –preguntó Blanca con viveza.
–¡Oh!, despacio, que aún no hemos llegado a ella –replicó Beatriz–. De la dama es precisamente de quien pretendo hablar. Habitaba este castillo del que era absoluta dueña, y ya podéis suponer que tenía muchos criados que la sirvieran; el duque Leopoldo se enamoró de ella y trató de casarse, aunque fueran algo parientes; pero había de malo en el provecto que la dama estaba enamorada de otro, y despreció sus ofertas; lo cual dicen que le irritó sobremanera y es harto pública la fama de colérico y arrebatado que tenía el duque Leopoldo. Acaso le vio la señora alguna vez montado en ira, y por eso no le pareció bien para marido. En fin, como iba diciendo, ella estaba muy triste y parecía ser sumamente desagraciada...; pero, ¡Virgen santa! ¿Qué ruido es éste? ¿No oís detrás de aquel paredón arruinado a una persona que suspira?
–Es el viento que silba con más fuerza entre los árboles; prosigue tu historia, y por Dios no nos paremos un instante.
–Como iba diciendo, era muy desgraciada; paseábase la pobre por los salones y las galerías, llorando siempre de manera que enternecía a cuantos la miraban.
–Pero, muchacha, dime en sustancia lo que ocurrió, sin más rodeos ni descripciones.
–¡Por Dios! Todo quiere su tiempo. La dama se llamaba Jimena; y aunque ya no estuviese en la primera edad, era muy hermosa, de donde hay quien asegura que tenía algunos asomos de altivez y arrogancia. Sea como fuera, viendo el duque que no hacía caso de sus instancias y suspiros, dejó repentinamente de visitarla, y no volvió a presentarse en el alcázar. Todo esto era muy indiferente a la señora, porque no lo podía sufrir como ya he dicho.
–¡Beatriz! –interrumpió Blanca–. Descansemos un momento, pues el paso que llevamos, y la tempestad que ya nos alcanza, me quitan del todo las fuerzas.
–¿Y qué hemos de hacer solas en este bosque, expuestas a la lluvia, en medio de una noche tan tormentosa y oscura? –exclamó la doncella.
–Es probable que salgan del castillo en nuestra busca –respondió Blanca–. Entretanto, guarezcámonos en la capilla de los cazadores de las gruesas gotas que ya empiezan a caer, anunciando la tempestad.
Encamináronse a una capilla medio arruinada que se elevaba a mano izquierda, en la que oían misa los antiguos duques de Castromerín, antes de dirigirse a la caza, en tiempo que habitaban de asiento en aquel castillo. Entrábase a ella por una puerta, sobre cuyo arco de arquitectura gótica había una estatua de piedra, único y sencillo adorno de la fachada. Aplicó Blanca la trémula mano a un cerrojo lleno de orín y aún no había acabado de correrlo cuando una ráfaga de viento empujó la puerta con tal ímpetu, que abrió de repente entrambas hojas, sacudiéndolas contra las desmoronadas paredes del reducido santuario. Salieron al estruendoso golpe feas aves nocturnas, dando espantosos aullidos; y tembló por un momento la ruinosa techumbre.
–¡Por Dios, no entremos! –exclamó Beatriz–. Vale más cien veces arrostrar los furores de la tormenta.
–¿Qué es lo que temes? –dijo la pálida señora, disimulando la turbación–. Entra conmigo y aguardaremos en este asilo a las gentes que sin duda ya vienen por nosotras.
Brilla en esto ante sus ojos la llama del primer rayo y estalla sobre su misma cabeza un horroroso trueno; inmóviles y despavoridas, ya no tienen más recurso que entrar en la fúnebre capilla, y sentarse sobre un montón de escombros, arrinconado en uno de sus ángulos. De cuando en cuando penetraba el lívido resplandor de los relámpagos por una especie de ventanas puntiagudas practicadas en lo alto de las paredes, cuyos vidrios pintados de diversos colores, rotos o mal unidos, formaban numerosas hendiduras. También el viento se introducía por ellas silbando a través de los arcos de la bóveda, y agitando las plantas silvestres que colgaban de los muros por la parte de afuera.
–En nombre de la Virgen, no te asustes, Beatriz, y cree que no tardará en disiparse la tempestad. Luego volveremos tranquilamente a nuestro alcázar; pero ¡Dios mío! ¿Qué es lo que tienes? –prosiguió Blanca, observando que temblaba la doncella–: ya sabes que nada debemos temer; el parque está cerrado con una robusta reja de hierro.
–¡Ah! señora; ningún miedo tengo a moros ni a bandidos; pero si supierais toda aquella historia que empezaba a contaros, no extrañaríais por cierto mis temores.
–Prosíguela, pues, amiga mía; entretanto, repito, se apaciguará el temporal, y el descanso nos restituirá las fuerzas. Paréceme que la suspendiste cuando el duque, mi bisabuelo, dejó de visitar a la dama del castillo.
–Precisamente –continuó Beatriz en voz baja y arrimándose mucho a su señora–. Como iba diciendo, a doña Jimena no se le dio un ardite de la indiferencia del duque; mas no por eso dejaba de llorar y lamentarse, y andar sola por los campos a la última hora del día. En una de las breves tardes del mes de noviembre salió a su paseo ordinario y se metió por lo más revuelto de los bosques, pensativa y melancólica. El viento era muy frío y la noche empezaba a manifestarse húmeda y oscura; una de sus doncellas que la vio a tal hora por estos sitios, expuesta a todas las inclemencias de tan sañuda estación, quiso persuadirla de que se volviera; pero ella gustaba de recorrer la selva en el silencio de la noche, y hallaba extraordinario placer en contemplar a la luz de la luna cuán caían las hojas amarillentas de los árboles. Verdad es que entonces estaba el cielo encapotado de nubes; pero doña Jimena se deleitaba también en oír el sordo rumor del huracán, y en ver la pálida brillantez de los relámpagos. Entretanto, la campana del castillo había ya dado el toque de ánimas, y la dama no aparecía. Pensaron los criados que la hubiese acometido algún accidente y salieron en tropel con el ansia de hallarla; buscáronla hasta romper la aurora..., pero ¡ah!, ni rastro encontraron de su cuerpo. Desde aquel terrible día no se ha oído hablar más de la pobre señora.
–¿Y es eso verdad, Beatriz? –preguntó Blanca llena de asombro.
–¡Oh!, no lo dudéis –respondió la atemorizada doncella.
–¿Y no se hicieron vivas diligencias, para averiguar el paradero de aquella desgraciada?
–Infinitas; hasta que, viendo que todo era inútil, el duque Leopoldo tomó posesión del castillo.
–¿Y fue en este mismo bosque? –repuso Blanca, dando un suspiro.
–En este bosque –respondió Beatriz–, y he aquí lo que me causa más horror. ¿No oís el viento –prosiguió con voz aún más apagada–, cuál nos da la idea de un prolongado y tristísimo gemido? Pues acaso sea la misma doña Jimena, porque habéis de saber que aparece a menudo por estos contornos, vestida de blanco y despidiendo lúgubres ayes. ¡Virgen María!, ¡qué trueno tan horrendo...! Allí, junto al altar, está la losa de una antigua sepultura, bajo la cual suenan todavía los sollozos de la misteriosa dama. ¿Habéis oído algo...?
–Paréceme que no –respondió Blanca con voz balbuciente.
–Habrá como cerca de veinte años –prosiguió Beatriz– que vuestro padre había recogido en este mismo castillo a una señora joven, último vástago de la familia de doña Jimena. Llamábase doña Inés, y si hemos de juzgar por los retratos colgados en la galería azul, era muy semejante a la prodigiosa dama de quien descendía. Pasiones turbulentas, humor hipocondríaco y solitario formaban el carácter de esta joven. A veces, efectivamente, parecía dominada por una inclinación frenética hacia la soledad, a veces por raptos de una fantasía tétrica y delirante. Amábala en extremo la duquesa vuestra madre, y hacía lo posible para distraerla, para inspirarla más sosiego y dulzura. Pero por mucho que se lo repetía y siempre con el mayor cariño, la doncella no dejaba de dar pábulo a su tristeza. De noche venía a pasearse por estos bosques, o encerrada en su aposento cantaba desde la ventana algunas canciones provenzales con tal expresión de dolor, que arrancaba lágrimas. La duquesa, en tanto, iba perdiendo la salud de manera que alarmó a los habitantes del castillo. A medida que se debilitaban sus fuerzas notábase en ella cierta melancolía lúgubre, que nada podía suavizar. Cual si en fuerza de esta disposición de su ánimo se sintiese más dispuesta a sufrir el carácter áspero y salvaje de doña Inés, gustaba de pasear sola con ella y sentarse en los sitios más retirados de este parque; a menudo pasaban en él horas enteras y volvían como enajenadas al castillo, con los ojos hundidos y el semblante pálido y cadavérico. De aquí cundió la voz de que a ambas se les aparecía doña Jimena, y las aterraba con espantosas visiones. ¡Ay!, cuantos la conocían lamentaban la suerte de la duquesa de Castromerín; la expresión más natural de su rostro dicen que era la de una angélica dulzura, mezclada con ciertos rasgos de abatimiento y resignación. Su sonrisa parecía bondadosa y melancólica; y cuando levantaba al cielo los lánguidos ojos azules, expresaban todas sus facciones la más inocente ternura. En fin, a pesar de ser tan amable, hermosa y tierna, de no padecer ningún mal, de verse querida de su esposo, respetada de sus vasallos, admirada de los más ilustres caballeros, consumíase visiblemente en la flor de su edad, igual que si una fuerza sobrehumana la arrastrase hacia el sepulcro.
–¡Oh!, sí –interrumpió Blanca, enternecida–: todos repiten que era un ángel, pero nadie me ha podido contar la naturaleza de su postrera dolencia.
Beatriz continuó:
–Un día amaneció en que ya no pudo salir del lecho, y previno a su esposo de que iba a morir. Lorenzo se acuerda bien de los clamores que lanzaba vuestro padre, y de las pruebas que diera del más profundo pesar. Ya moribunda admiróse mucho la doliente de que no acudiese a asistirla doña Inés, y pidió por ella. Buscáronla los criados por todo el castillo, subieron a lo más alto de los torreones donde pasaba largos ratos aquella extravagante joven; anduvieron por los jardines, llamáronla en alta voz por estos alrededores; pero todo en vano. Lorenzo la vio venir sola hacia este bosque, y en él había desaparecido la ilustre huérfana. ¡Ah! ¡Tampoco se ha vuelto a saber cosa alguna de la desgraciada Inés!
–¡También Inés! –interrumpió Blanca, estremeciéndose–. Siempre me han dicho que falleció de pesar por la muerte de su bienhechora.
–Muy al contrario –prosiguió la doncella–. Así que dijeron a la duquesa que por más que hacían no encontraban a su amiga, dio un grito de dolor y levantando los ojos al cielo rogó a los circunstantes que la dejasen morir. Pidió al duque que la abrazase, vertió un diluvio de lágrimas sobre vos que aún estabais en la infancia, recompensó a los criados, señaló limosnas a los pobres; y exhaló el último suspiro en medio del llanto universal y de las bendiciones de todos sus vasallos.
–¡Madre mía! –exclamó Blanca, echándose en los brazos de Beatriz–. ¡Por qué no me ha concedido el cielo suavizar con mi cariño tus últimos momentos!
–En cuanto la campana del castillo –continuó la muchacha– anunció el fallecimiento de la duquesa, vinieron en tropel todos los mendigos de las cercanías, que vivían a expensas de su liberalidad, para tener el consuelo de llorar sobre su cadáver. Sin embargo, ninguno de ellos pudo ver el cuerpo de vuestra madre: el duque lo había hecho encerrar en un magnífico ataúd que colocaron en medio del oratorio del castillo entre amarillas antorchas, y velado por los monjes del cercano monasterio de San Mauri. Corría un vago rumor entre aquella muchedumbre de vasallos acerca de la misteriosa dolencia que acometiera a la infeliz duquesa, de la súbita desaparición de doña Inés, y de los prodigios que se habían observado en estos bosques. Y no sólo el bajo pueblo se ocupó de tales habladurías, sino que también cundieron entre gentes de más cuantía. De esta manera la historia de doña Jimena, la singular muerte de vuestra madre y las extravagancias de doña Inés, eran el tema favorito de los hidalgos y ricos hombres que asistieron a las suntuosas honras de la señora. A pesar de que todo esto se decía con aire de desconfianza y de misterio, el duque llegó a traslucir algo de lo que pasaba, y justamente enojado de que el nombre de su esposa anduviese en boca de las gentes, prohibió severamente que se hablase más de tales ocurrencias. Nadie cazó desde entonces en este parque, y llamando vuestro padre a una señora de su confianza para que atendiese el cuidado de educaros con esmero, sin duda, de olvidar entre sus grandezas aquellos desgraciados sucesos. De cuando en cuando venía a este castillo para abrazaros y ser testigo de vuestros adelantos, hasta que ya más crecida comenzó a presentaros en los torneos y otras diversiones públicas. Ved aquí la razón por la que no había llegado a vuestros oídos la singular historia que acabo de relatar, y vez aquí también por qué me estremezco en estas horrorosas soledades.
Atónita Blanca y despavorida por lo que acababa de referir su doncella, escuchaba en silencio el rumor de la tormenta, y pedía secretamente al cielo que le permitiese abandonar sin tardanza aquellos sitios. Tal era, no obstante, la violencia del temporal, que a veces creían ambas que iba a desplomarse la polvorosa capilla donde estaban guarecidas, quedando sepultadas para siempre entre sus ruinas. El resplandor de los relámpagos seguía iluminando de tiempo en tiempo aquel tenebroso recinto, y entonces los objetos que descubrían en él acrecentaban su palidez y sus terrores. Pendían de la bóveda banderas medio destrozadas; adornaban las paredes cornetas y carcajes, confundidos con cabezas de lobos, jabalíes y otras feroces alimañas, ofrendas sin duda de intrépidos cazadores; y veíanse mover dos estatuas de tosca piedra, puestas de rodillas sobre una urna sepulcral metida en un nicho, abierto a pico en el muro.
–¡Señora! –exclamó Beatriz–. Se me erizan los cabellos al oír cómo tiembla la losa de aquella sepultura.
–¡Silencio! –interrumpió Blanca–. ¿No has visto al rápido vislumbre del rayo una especie de sombra que se deslizaba por debajo del arco de aquella capilla?
–¡Una sombra...! Huyamos, por Dios, o desapareceremos como la malograda Inés.
–¿Y dónde huir, en medio de esa embravecida borrasca? Sálvate, querida Beatriz, si tienes aliento para hacerlo, y ven después a este mismo lugar a verter lágrimas sobre el cadáver de tu señora.
–¡Oh!, no; no creáis que en tan terrible noche os abandone –respondió Beatriz–. Pongámonos de rodillas y roguemos al cielo que nos libre de la muerte.
–¡De la muerte! –exclamó una voz desconocida.
Las dos jóvenes se vuelven temblando al oír ese anuncio, y al reflejo pasajero de un relámpago, ven una figura pálida y descarnada, al parecer vestida de negro con tocas blancas en la cabeza, que las mira atentamente, puesta de pie en uno de los ángulos de la lóbrega capilla.
Bajo unos efectos de sometimiento doblan ambas las trémulas rodillas; la lengua entorpecida se les pega al paladar; y sin poder proferir una sola palabra, tienden los brazos hacia el terrible fantasma y caen sin sentido sobre las húmedas piedras de aquel templo.
Fin
Ramón López Soler nació en Barcelona en 1806. Se dedicó al periodismo. Publicó su primera novela dentro del estilo del Romanticismo. Uno de sus mayores éxitos lo obtuvo con Los bandos de Castilla o El Caballero del Cisne, editada en 1830. Este argumento se localiza en el reinado de Juan II, y pesa sobre el mismo la gran influencia de Walter Scott, cuya literatura causaba estragos en medio mundo, debido a la gran cantidad, de autores que intentaron imitarla sin demasiado éxito, aunque éste no fuera el caso de López Soler. Algunos historiadores han querido ver en Los bandos de Castilla el comienzo de la novela histórica española.
Por cierto a esta obra pertenece el relato que ofrecemos a continuación, ya que corresponde al capítulo IV. Sin embargo, como se apreciará es un tema completo de por sí. Ramón López Soler falleció en Madrid en 1836.