NACIDO POR LA MAÑANA (Gardner Dozois)
Publicado en
enero 19, 2017
ALGO había golpeado con fuerza la vieja casa en algún momento durante la guerra y la había aplastado casi por completo. Parecía como si un puño gigantesco hubiera destrozado la parte frontal y ésta hubiera cedido: madera astillada y reducida a pulpa, vigas que sobresalían formando extravagantes ángulos, como dedos mutilados; el primer piso hundido sobre los restos de la planta baja. Los escombros de una chimenea lo cubrían todo con una capa de argamasa roja. A la derecha, un profundo agujero cortaba transversalmente las ruinas y dejaba a la vista todos los estratos de piedra y argamasa mezcladas y la madera chamuscada: todo el material se retorcía sobre sí mismo como los bordes de una herida gangrenada. La hierba se encaramaba desde la parte baja de la colina cerca de la carretera e invadía la casa, envolvía las ruinas con flores silvestres y parras, suavizaba los ángulos de destrucción con verdor.
Williams llevaba a John allí casi cada día. En otro tiempo, hacía muchos años, habían vivido en aquella casa y pese a que los recuerdos de John sobre aquella época eran confusos, el lugar, independientemente de su estado ruinoso, le recordaba unas vivencias placenteras. John era de lo más feliz en aquel lugar: jugaba satisfecho con palos y piedras en los peldaños de piedra destrozados, se divertía bulliciosamente por entre la maraña de hierba que había convertido el césped en una selva, o jugaba al escondite a la vez que describía inquietantes círculos alrededor de Williams mientras éste se dedicaba a llenar las bolsas de arándanos, llantén, chufas, dientes de león y otras plantas y raíces comestibles.
Incluso Williams experimentaba un placer agridulce al visitar aquellas ruinas, aunque al ir allí removiera unos recuerdos que más bien prefería dejar reposar. Aquel lugar tenía un punto de plácida melancolía, la combinación de piedra vieja cubierta de musgo con el verde tierno y joven transmitía una extraña sensación sedante, un recordatorio de la certeza irremediable de los ciclos: vida en la muerte, muerte en la vida.
John surgió de pronto entre las altas hierbas y lleno de regocijo echó una carrera hasta el lugar en que se hallaba Williams con sus bolsas de provisiones.
—Estaba luchando con los dinosaurios—dijo John—. ¡Con unos muy grandes, impresionantes!
Williams esbozó una sonrisa algo torcida y dijo:
— ¡Así me gusta!
Se inclinó hacia abajo y revolvió un poco el pelo de John. Permanecieron en aquella posición durante un momento: John jadeaba como un perro después de haber corrido tanto, los ojos brillantes; Williams alargaba la caricia en aquella cabecita de pelo enmarañado. A aquellas horas de la mañana parecía que John estaba en continuo movimiento, un movimiento tan constante que casi daba la falsa impresión de descanso, como una corriente de agua de apariencia densa hasta que algo por un momento la hace murmurar y detenerse.
Tan temprano por la mañana, rara era la vez en que John permanecía un momento quieto. Y cuando lo hacía, como en aquel momento, daba la sensación de que quedaba petrificado, con una expresión de sobresalto, abstraído como si estuviera oyendo unas voces que nadie más pudiera oír. En ocasiones como aquélla, Williams le observaba con gran vehemencia, trataba de verse a sí mismo en el otro, algunas veces lo conseguía y otras no, y se preguntaba al mismo tiempo qué era lo que más le dolía y por qué.
Con un suspiro, Williams apartó la mano. El sol estaba cada vez más alto y había que pensar en el regreso al campamento si querían llegar a tiempo para realizar las tareas más duras. Williams se inclinó lentamente y recogió las bolsas de provisiones, no sin refunfuñar un poco al colocar el peso sobre el hombro; aquella mañana se lo habían montado muy bien.
—Vamos, John—dijo Williams—, ya es hora de marcharnos.
Y emprendió el camino cojeando algo más de lo acostumbrado a causa del peso añadido. John, que correteaba a su lado, moviendo con energía aquellas cortas piernas, pareció darse cuenta de ello.
— ¿Te ayudo a llevar las bolsas?—gritó con entusiasmo—. ¿Puedo...? ¡Ya soy mayor!
Williams sonrió negando con la cabeza.
—De momento, no, John, gracias—contestó—. Tal vez dentro de un rato.
Dejaron atrás las frías sombras de la casa en ruinas y emprendieron la marcha de vuelta al campamento por la carretera desierta.
El sol apretaba fuerte en aquel cielo despejado y los insectos empezaban a zumbar en algún punto con una áspera y metálica estridencia que curiosamente recordaba una sierra circular. Aparte del murmullo del viento entre las altas hierbas y el trigo silvestre, el bamboleo y el susurro de los árboles y la voz aguda y silbante de John, no se oía otro sonido. Las hierbas habían crecido entre el pavimento: unos minúsculos y verdes dedos que habían reventado y resquebrajado la superficie de la carretera, troceada en bloques desiguales. Unos años más y allí ya no quedaría carretera, sólo un rastro impreciso bajo la maleza y, más tarde, ni siquiera eso. El tiempo había de borrarlo todo, enterrarlo con nuevos árboles, poco a poco se levantarían nuevas colinas, se crearía un nuevo paisaje que cubriría el antiguo. Ya la hierba y la arveja se habían comido los extremos de las curvas más pronunciadas y el viento había transportado la capa superficial de tierra a la carretera. Ahora, en determinados puntos, se veían pimpollos en medio de la carretera, que hacían invisibles los descoloridos indicadores de distancias y ciudades.
John corría delante; encontró una piedra para lanzar, retrocedió, dio una vuelta en torno a Williams como si estuviera atado a un invisible ronzal. Avanzaban por el centro de la carretera; John simulaba que la desdibujada línea blanca era una cuerda floja y agitaba los brazos en busca de equilibrio, a la vez que se alertaba a sí mismo sobre los seres del abismo que le engullirían si daba un paso en falso y caía.
Williams mantenía un ritmo uniforme, sin apresurarse: era el modelo de anciano tieso como un palo, el pelo blanco como la nieve resplandeciente bajo el sol, machete al cinto, y un viejo Winchester 30-30 colgado a la espalda, a pesar de que no pensaba que fueran a necesitarlo. Tenía claro que no eran las únicas personas que quedaban en el mundo — aunque en muchas ocasiones creyera lo contrario—, pero hacía años que habían evacuado a la población de la zona y desde que él y John habían vuelto allí en su largo viaje desde el sur no habían visto ni un alma. Nadie les encontraría allí.
En aquel momento pasaban por delante de unos restos de edificios a lo largo de la carretera, todo lo que había quedado de una pequeña ciudad: la ennegrecida línea ondulada de tejados enredada con hierbas; cimientos de piedra a la vista cual almenas para gnomos; un deteriorado grifo para agua obstruido por las telarañas; un surtidor de gasolina ocupado por pájaros y roedores. Se desviaron hacia una carretera secundaria de grava, pasaron por delante de la quemada estructura de otra estación de servicio y los escombros de una caseta cubierta de trastos zarandeados por el viento. En lo alto, un semáforo oxidado se balanceaba pendiente de un cable combado. Alguien había atado un letrero de color naranja y blanco con un conjuro en un lado de la señal de tráfico y en el otro, en la parte opuesta a la ciudad, que daba hacia el mundo hostil, se veía el ojo del mal, pintado en un rojo-fuerte y chillón sobre un fondo blanco. Durante los últimos días todo se había enrarecido mucho.
A Williams le costaba seguir los pasos cada vez más largos de John y pensó que ya iba siendo hora de dejar que llevara las bolsas. John las levantó con facilidad, mostró a Williams los sólidos y blancos dientes en una abierta sonrisa y emprendió la marcha por la última larga cuesta, que había de llevarles al campamento situado en la colina, con aquellas largas piernas que le permitían avanzar a un ritmo al que Williams no podía enfrentarse. Éste soltaba palabrotas sin mala intención y John, al tiempo que reía, se detuvo a esperarle en lo alto del cerro.
Habían montado el campamento lejos de la carretera, en la cima de un risco, justo por encima de un riachuelo. En otra época hubo allí un restaurante, del que quedaban aún en pie un rincón, dos muros y una parte del tejado, que con tan sólo una lona extendida podía convertirse en un cobijo nada despreciable. Sin duda tendrían que encontrar algo mejor para el invierno, pero para el mes de julio reunía suficientes condiciones, estaba bastante escondido y cerca del agua.
A su alrededor, en dirección norte y este, se extendían unas sinuosas lomas cubiertas de árboles. Hacia el sur, al otro lado del río, las lomas se hacían cada vez menos pronunciadas y desembocaban en una llanura y el mundo se abría en una panorámica que abarcaba hasta el horizonte.
Comieron a toda prisa y se pusieron manos a la obra, a cortar leña, a retirar las redes que Williams había colocado en el río para atrapar peces, a transportar agua para cocinar, subiendo la pronunciada cuesta que llevaba al campamento. Williams dejó que John se responsabilizara del trabajo más pesado. John cantaba y silbaba feliz mientras realizaba las tareas y en una ocasión, en el camino de vuelta después de depositar leña en el cobijo, soltó una carcajada, cogió a Williams en brazos, lo levantó hacia arriba y le hizo bailar describiendo un pequeño círculo antes de dejarlo otra vez en el suelo.
—Estás en forma, ¿verdad?—dijo Williams en un tono serio y burlón, mientras contemplaba el rostro sudoroso que le sonreía.
—Alguien tiene que hacer el trabajo aquí—respondió John, animado, y ambos se echaron a reír—. Estoy impaciente por volver al campamento—dijo con entusiasmo—. Ahora me siento muchísimo mejor. Estoy estupendamente. ¿Vamos a quedarnos mucho rato más aquí fuera?—Imploraba a Williams con la mirada—. ¿Verdad que volveremos pronto?
—Sí —le mintió Williams—, volveremos muy pronto.
Pero John empezaba a cansarse. Al anochecer sus pasos ya no eran tan ligeros y la respiración se hacía cada vez más pesada y laboriosa. Hizo una pausa a mitad de la tarea que se traía entre manos, dejó el hacha con la que cortaba los troncos y se quedó un momento en silencio sin contemplar nada en concreto, con un aire inexpresivo.
De pronto quedó absorto, callado, con los ojos apagados. Se tambaleó y se pasó la palma de la mano por la frente. Williams le ayudó a sentarse en un tocón cercano al improvisado hogar. Permaneció en silencio, contemplando abstraído el suelo, mientras Williams se apresuraba a encender el fuego, limpiaba y troceaba el pescado, cortaba las raíces de diente de león, las hojas de achicoria y ponía agua a hervir. El sol ya había descendido, las luciérnagas flotaban por encima del río, centelleantes como linternas mágicas en la oscuridad aterciopelada.
Williams hizo cuanto pudo para conseguir que John cenara, con la esperanza de que pudiera comer algo mientras quedara algún diente, pero a John no le apetecía. Al cabo de poco, dejó el plato de hojalata y sin abrir la boca dirigió la mirada hacia el sur, más allá de las oscuras tierras que se extendían allende el río, apenas perceptibles en la tenue luz de una luna en cuarto creciente. Su rostro mostraba preocupación y melancolía, en él comenzaba a dibujarse la papada. La línea del nacimiento del pelo retrocedía en un amplio arco a partir de la frente y dibujaba unas considerables entradas. Movió los labios con gran indecisión unas cuantas veces y por fin dijo: — ¿He estado... enfermo?
—Sí, John—respondió Williams cariñosamente—. Has estado enfermo.
—No logro... no logro recordarlo—se quejó John. Su voz era entrecortada, ronca, quejosa—. Todo es tan desconcertante. No consigo aclararme...
En alguna parte del invisible horizonte, tal vez a unos ciento cincuenta kilómetros de allí, se levantó súbitamente una columna de fuego procedente de los confines del mundo.
Mientras contemplaban aquello, sobresaltados, ascendió más y más, recorrió kilómetros en el aire, hasta que se convirtió en una delgada y brillante columna de llamas que dividió en dos el apagado cielo oscuro desde el suelo hasta la estratosfera. La columna de fuego ardió uniformemente en el horizonte durante un par de minutos y posteriormente empezó a centellear con destellos verdes, azules, plateados y naranjas, colores que se avivaban y titilaban de forma intermitente al fundirse unos con otros. Lentamente, con una especie de simetría terrible e impresionante, la columna se ensanchó para convertirse en una aplanada figura de diamante de fuego azul blanquecino. Aquel diamante inició un lento movimiento rotatorio sobre su eje y, al girar, se hizo tan brillante que quemaba la vista. Alrededor del deslumbrador diamante flotaban unas misteriosas formas gigantescas, como mariposas nocturnas revoloteando en torno a la luz de una vela que proyectara unas enormes sombras confusas por todo el mundo.
Se oyó un alarido producido por una voz potente y melancólica, se repitió: un sonido desesperado y terrible cuya resonancia azotó las colinas; el estruendo se alejó por fin lentamente y volvió el silencio.
El diamante deslumbrador dejó de centellear. En su lugar danzaban las cálidas y blancas estrellas. Éstas se desvanecieron poco a poco y se convirtieron en unos puntos de tonalidades anaranjadas que resplandecían con una luz lúgubre, disminuían la intensidad del parpadeo y desaparecían.
De nuevo se oscureció el cielo.
La noche se había conmocionado y reinaba el silencio. Durante un rato la quietud fue completa, después, lentamente, como en un tanteo, de uno en uno, los grillos y las ranas de zarzal reanudaron su serenata nocturna.
—La guerra... —susurró John. En aquel momento la voz aflautada, débil, cansada, traducía su malestar—. ¿Sigue todavía?
—La guerra se ha convertido en algo... raro—respondió Williams en voz baja—. Cuanto más dura, más extraña se hace. Nuevos aliados, nuevas armas...—Contempló el punto de la oscuridad donde había visto danzar el fuego: en el aire nocturno, en el horizonte, todavía se veía una tenue e inquietante luz trémula, que no acababa de ser un resplandor—. Supongo que a ti te hirió un arma de este tipo. Quizás algo parecido a esto. —Señaló con la cabeza el horizonte y su expresión se endureció—. No lo sé. Ni siquiera sé qué fue esto. No entiendo ya casi nada de lo que sucede en el mundo... Puede que no fuera ni un arma lo que te hirió. Quizás hicieron contigo experimentos biológicos antes de que te marcharas. ¿Quién sabe por qué? También podrían haberlo hecho deliberadamente... como castigo. O como premio. ¿Quién sabe lo que piensan? Podría ser un efecto secundario de algún dispositivo pensado para hacer algo completamente distinto. O bien un accidente; tal vez te acercaste demasiado a algo parecido a esto cuando hacía lo que se supone que debe hacer. —Williams permaneció un momento en silencio y luego suspiró—. Sucediera lo que sucediese, de una forma u otra, después me tuviste a mí y yo me hice cargo de ti. Desde entonces nos hemos escondido, errantes de un lugar a otro.
Los dos habían quedado prácticamente cegados mientras sus ojos se adaptaban de nuevo a la oscuridad, pero ahora, forzando la vista en el trémulo resplandor del fuego que habían avivado, Williams vio otra vez a John. Estaba completamente calvo, las mejillas chupadas, y los ojos apagados y amarillentos profundamente hundidos en aquel rostro destrozado. Hizo esfuerzos para ponerse de pie y luego se desplomó otra vez sobre el tocón.
—No puedo...—murmuró. Unas débiles lágrimas recorrieron sus mejillas. Empezó a temblar.
Con un suspiro, Williams se levantó y echó un par de puñados de hojas en el agua que hervía para hacer té de hojas de pino blanco. Ayudó a John a trasladarse medio cojeando hasta el camastro, aguantaba prácticamente todo su peso, casi lo llevaba a cuestas; no le costó mucho; había empequeñecido, estaba débil, era curioso lo poco que pesaba, parecía hecho de tela, algodón y astillas, en vez de carne y hueso. Le ayudó a tumbarse, le arropó con una manta a pesar del calor de la noche y se concentró en la tarea de hacerle tomar un poco de té.
Bebió dos tazas llenas hasta el borde antes de que sus dedos se debilitaran tanto como para no poder sostener el recipiente, y también antes de que el mantener la cabeza erguida resultara para él un esfuerzo demasiado grande. Los ojos de John habían perdido la expresión, brillaban y no veían nada; su rostro no era más que un cráneo, terroso y lleno de manchas, con la piel completamente pegada a los huesos.
Tiraba atropelladamente de la manta con las manos; ahora éstas tenían un aspecto momificado, su piel era traslúcida como el pergamino y las azules venas se transparentaban.
A medida que avanzaba la noche, John se inquietaba y gemía de forma incoherente, volvía la cabeza de aquí para allá sin ver nada, mascullaba al azar fragmentos de palabras y frases, levantaba en algún momento la voz con un sofocado grito gutural que no traducía palabra alguna, antes bien desconcierto, indignación y dolor. Williams, sereno, permanecía sentado a su lado y acariciaba aquellas arrugadas manos, secaba el sudor de su frente.
—Ahora a dormir...—le decía con dulzura. John lloriqueaba, emitía gemidos procedentes del fondo de la garganta—. Duérmete. Mañana volveremos a la casa. ¿Verdad que tendrás ganas de ir? Pero ahora tienes que dormir, dormir...
John se tranquilizó por fin, cerró lentamente los ojos y su respiración se hizo cada vez más profunda y uniforme.
Williams se quedó sentado pacientemente a su lado, sin apartar la mano apaciguadora del hombro de John. El pelo de éste empezaba a despuntar de nuevo, la piel arrugada del rostro se alisaba a medida que se fundía en la niñez.
Cuando Williams estuvo seguro de que John se había dormido, le arropó bien con la manta y le dijo: —Que duermas bien, papá.
Luego, lentamente, con gran vehemencia, en silencio, se echó a llorar.
Fin