A LA CAZA DE UN LEÓN ASESINO
Publicado en
enero 16, 2017
Derribado, sin rifle, que salió despedido por un zarpazo de la fiera, el cazador se dispuso con todos los músculos en tensión a recibir la puñalada de sus colmillos.
Por Peter Hathaway Capstick.
LA MEDIA luna comenzaba a alzarse sobre el horizonte negro cuando el león llegó a los linderos de la aldea africana, que dormía. Olfateaba ya el olor humano mezclado con el del humo que despedían las lumbres mortecinas. Perfectamente pegado al suelo, levantando sólo las paletillas, se deslizó entre dos chozas para quedarse inmóvil como una piedra de color leonado al descubrir tres formas que se apiñaban junto al costado de una de las viviendas. Al cabo de unos momentos, siguió reptando con gran sigilo entre las sombras.
Pasó al lado de los dos primeros hombres que dormían, oliéndoles cuidadosamente la cabeza. Al llegar al tercero, se detuvo. Abrió las fauces. Los colmillos, largos y blancos, se hundieron en las sienes del infeliz rompiendo el hueso y desgarrando el cerebro como clavos metidos de un martillazo. El cuerpo se sacudió una sola vez y quedó inerte. Entonces el león lo arrastró suavemente, alejándolo de los otros dos hombres dormidos, y acto seguido agarró con las quijadas el cadáver por el hombro y lo arrastró hacia la espesura.
No costó ningún trabajo al gran felino llevar su caza por espacio de unos cinco kilómetros a lo más cerrado de la selva. Allí se puso a devorarla hasta que se le llenaron la cara y el pecho de sangre. Y cuando el alba aclaró el cielo, quedaban pocos restos del cadáver. Después, sediento tras el banquete con su novena víctima, el devorador de hombres de Chabunkua salió de su madriguera y se dirigió sin hacer ruido a beber en un arroyo cercano.
LA TEMPORADA de caza había terminado y me preparaba a salir de vacaciones cuando el comisionado de distrito de la provincia Oriental de Zambia me llamó por la radio.
"Siento echarle a perder sus vacaciones", me dijo, "pero ese maldito león de Chabunkua devoró anoche a otro senga. El consejo de la tribu exige que hagamos algo. ¿No podría usted ir allá y dedicar, digamos, un día a cazarlo?"
Ya sabía a que, por regla general, no basta un día para matar un león aficionado a la carne humana. A mí me había tocado ya cazar en dos ocasiones felinos devoradores de hombres y las dos veces estuve a punto de engrosar la estadística de víctimas. Sin embargo, no se debe desoír la petición de un comisionado de distrito, sobre todo si es uno cazador profesional y quiere conservar su licencia. Por tanto, una hora después íbamos Silent (mi porteador) y yo en el Land Rover entre una nube de polvo de camino a la aldea de Kampisi, de la tribu senga.
Nos recibió el jefe de la aldea, quien me mostró la manta con sangre seca donde la víctima había estado durmiendo. Silent estudió las huellas del león merodeador y localizó el sitio donde se había apostado para vigilar la aldea, el camino por el cual se acercó a los hombres que dormían y el lugar donde había comenzado a arrastrar el cuerpo. Cargué mi rifle de dos cañones con dos grandes cartuchos de calibre .470, de bala expansiva, y junto con Silent, quien portaba su larga lanza, eché por el rastro, que ya no estaba fresco.
Entrada la tarde encontramos el lugar donde el león se había dispuesto a comer. También una hiena había estado allí, así que lo más que pudimos recoger fue un trozo de maxilar, con marcas de los dientes del león, y esquirlas de otros huesos no identificables. Silent envolvió los lastimosos restos en fibra de corteza de árbol y emprendimos el regreso. Faltaba sólo una hora para que cayera la noche y ningún hombre, aunque esté armado hasta los dientes, puede competir con un león en la oscuridad.
No pensaba que el devorador de hombres atacara nuevamente esa noche, pues se había alimentado bien. Sin embargo, dormiría yo tras una barrera de espinas, con el rifle "exprés" junto a mi pierna. No soy un tipo melindroso, pero cuando se acaban de poner los restos de un hombre dentro de una lata de café para sepultarlos, da en que pensar. Además, los devoradores de hombres tienen la extraña costumbre de aparecer donde menos se les espera.
Ignoro qué me despertó; probablemente un ruido, o el sexto sentido que se desarrolla en la maleza de África. Me quedé escuchando durante largos minutos, pero decidí que debían de ser mis nervios. Luego, unos gritos espantosos desgarraron el silencio de la noche. Tomé el rifle y la linterna eléctrica, hice a un lado la barrera de espinas y corrí descalzo hacia el lugar de donde provenían los gritos. Recorrí la aldea hasta llegar a una choza en que estaba un hombre que balbucía, con los ojos dilatados de terror.
El hombre se había despertado cuando su esposa se levantó por razones fisiológicas. Le dijo que no abandonara la choza, pero ella insistió en hacerlo, y tan pronto como salió a la oscuridad, el león la atrapó por una pierna. Pude ver, por las marcas de las uñas en la tierra, que había habido lucha y que el gran felino se la había llevado arrastrando.
Faltaban dos horas para que amaneciera. Quizá pudiéramos rastrear al león mientras devoraba a su víctima o interceptarlo cuando fuera a beber agua antes de retirarse a descansar durante las cálidas horas del día.
A las 5:30 Silent y yo iniciamos la búsqueda mientras la falsa alborada empezaba a convertir los árboles en deformes monstruos. Durante unos cuantos kilómetros, el rastro nos llevó por una zona de rala vegetación, luego entramos en la densa espesura ribereña del río Munyamadzi, de poca profundidad. Las verdes y cerosas combretáceas eran del tamaño de una casa. Todo en esa enmarañada maleza favorecía al león.
Silent iba delante de mí, agazapado, con la mirada fija en el rastro y la lanza frente a su cuerpo. Es común entre el cazador y su porteador que uno siga el rastro mientras el otro vigila la posibilidad de una emboscada. Había quitado el seguro de mi rifle y, para apuntar rápidamente en la profunda sombra, había levantado el punto de mira de noche, grande y blanco, de colmillo de jabalí. Nos desplazamos lentamente por la espesura, tratando de captar el crujido de un hueso o el grave gruñir del león mientras comía. El suelo húmedo y blando amortiguaba nuestros pasos furtivos, pero no el violento latir de mi corazón.
Repasé mentalmente las cargas de leones que había enfrentado con anterioridad: el rugido paralizante, la rápida sacudida de la cola y la carrera increíblemente veloz, al ras del suelo. Se sabe de algunos leones que, al atacar, cubrieron una distancia de 100 metros en poco más de tres segundos. Si nuestró enemigo se nos echara encima aquí, lo haría desde una posición tan próxima, que, si acaso, habría tiempo para un solo disparo.
Delante de mí, Silent se puso rígido como una estatua de ébano. Se mantuvo agazapado, con la cabeza levantada para ver algo que se encontraba a la izquierda. Luego, centímetro por centímetro, retrocedió hacia mí. A señas me indicó que una mano humana yacía a un lado del sendero y que alcanzaba a oler al león. La suave brisa me trajo el mismo inconfundible olor que deja un gato doméstico en un día húmedo.
Avancé con los músculos tensos y el arma a la altura de la cadera. En ese momento oí un ruido un poco más allá del codo izquierdo. En un movimiento reflejo me volví... y los cañones del rifle chocaron con el león, que ya se enontraba en el aire.
Su cabeza —una corona de dientes— había pasado ya la boca de los cañones, demasiado cerca para hacer fuego. Aquel cuerpo de 200 kilos parecía estar suspendido en el aire; cayó sobre mí, y de alguna forma se disparó el cañón derecho. El proyectil dio abajo de las costillas y penetró los intestinos.
Me encontraba rodando en el polvo mientras el rifle se alejaba de mí dando vueltas. Tensé los músculos ante la inminente clavada de los largos colmillos. En eso, un grito me sacó de mi aturdimiento: era Silent, que trataba de quitarme el león de encima. El felino, parado sobre mí, parecía estar confundido, y entonces se dirigió a atacar a Silent, quien corrió hacia adelante blandiendo la lanza.
Tras un salto, la fiera tiró de un zarpazo la lanza y derribó a Silent, dejándolo inmóvil con el peso de su cuerpo, de músculos de acero. Sacudí la cabeza, me levanté rápidamente y comencé a arrancar ramas como loco en busca del rifle. Algo resplandecía en la oscura tierra: la lanza de Silent, rota por la mitad. La tomé.
Sosteniendo la lanza con ambas manos, con la cuchilla a poca altura, la introduje con toda mi fuerza en el pescuezo del león, y sentí cómo cortaba el filo carne y cartílagos. Oí y sentí el metal topar con hueso. El felino rugió y soltó a Silent, mientras yo sacaba la lanza para introducirla nuevamente. La segunda vez, la cuchilla cercenó la medula espinal; el animal se desplomó y, salvo ligeros movimientos musculares a lo largo de los costados, no volvió a moverse. El devorador de hombres de Chabunkua estaba muerto.
Me arranqué el cinturón y lo apliqué como torniquete al destrozado brazo de Silent. Exceptuando el brazo y algunos arañazos en el pecho, no parecía tener más lesiones. Tomé un frasquito de sulfatiazol de mi bolsillo e hice penetrar un poco del medicamento en sus heridas. Después ofrecí al valiente cazador un trago de agua, lo cargué sobre mis hombros y me dirigí a la aldea.
Las lesiones de Silent no desanimaron la celebración de los sengas, y un grupo de ellos fue al lugar de los hechos para inspeccionar al león y retirar el cuerpo a medio devorar de su última víctima. Mientras tanto, llevé a Silent en el Land Rover a una pequeña clínica a 120 kilómetros de distancia, donde un médico lo curó.
Esa noche, de regreso en mi propio campamento, me di un largo baño. Mi costado empezaba a adquirir un bonito tono amoratado en el sitio donde el león me había golpeado. Hasta entonces no comprendí lo cerca que había estado de convertirme en la decimoprimera víctima del devorador de hombres de Chabunkua. Pero aprendí una lección: la próxima vez que un comisionado de distrito me pida un favor, mi radio va a tener graves problemas de funcionamiento.
CONDENSADO DE "DEAD IN THE LONG GRASS". © 1977 POR PETER HATHAWAY CAPSTICK.