LA RESURRECCIÓN DE BEATRIZ TOLEDO (Manuel Yáñez Solana)
Publicado en
enero 05, 2017
Juan Bautista Romeu había amado el desorden, pero a sus treinta y cuatro años se encontraba siendo víctima del método, la limpieza y los regímenes alimenticios. Algo que se podía considerar apropiado para un ingeniero electrónico especializado en informática de inteligencia «3A», cuyas normas de trabajo eran tan meticulosas, tan precisas, que no permitían errores superiores a una millonésima de milímetro. Los sofisticados ordenadores de la generación hiperinteligente, ésos que jamás se averiaban, imponían la perfección a todos los técnicos que los manejaban. Quizá Juan Bautista fuera el más cualificado de todos ellos, de ahí que percibiera una de las remuneraciones más elevadas de las abonadas por «Proyectos Infinitos, S. A.»; sin embargo, había comenzado a fallar, a cometer equivocaciones que fue capaz, de corregir antes de que lo advirtiesen los demás.
La corrección de las equivocaciones supuso tener que alargar los procesos laborales, algo que terminó por llamar la atención de Salvador Miranda, el director ejecutivo. Como éste lo consideró anormal, organizó una entrevista privada con el mejor de sus colaboradores. El lugar elegido fue la sauna de su casa en Tres Cantos.
—¿Qué te sucede últimamente, Juan? —preguntó, mientras comenzaba a sudar acomodado en el banco de madera, casi desnudo y aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.
—No sé a qué te refieres, Salvador —contestó el ingeniero electrónico, dejando que el pequeño robot le secase los brazos y las piernas, a la vez que él tenía un pie apoyado en el poyete de la ducha hidrónica.
—Me refiero a la ampliación de los tiempos de trabajo. Lo que antes realizabas en dos horas, actualmente presenta un sobreexceso de veinte minutos. ¿Puedo conocer la causa?
—Mi departamento continúa siendo el más rápido y más productivo de la empresa. Digamos que la ventaja que veníamos consiguiendo, nos ha permitido conceder algún tiempo extra a una doble verificación de los resultados finales.
—Nunca creí que me considerases un estúpido, Juan. He comprobado personalmente, sin pasar ningún informe al Consejo de Dirección al respecto, todas las fases de producción. Ha sido un trabajo meticuloso el mío, que me ha permitido averiguar que el incremento de tiempo se produce en el momento que tú intervienes solo.
—Recuerda que yo dirijo todo el proceso de fabricación.
—En efecto; pero tus ayudantes cubren sus fases en el tiempo de siempre, mientras que al llegar el producto a tus manos...
—Soy un ser humano, ¿te enteras, jefe? —estalló Juan Bautista, a la vez que golpeaba violentamente una toalla contra los baldosines rosados de la pared—. Cometo errores, como éste de no saber controlar mis nervios, que luego debo corregir. ¡Así se pierde ese tiempo que a ti te preocupa!
—Eres el mejor, amigo mío. Ocho años en nuestra empresa sin cometer ni un solo fallo. Por eso te llamamos en Dirección el «Ordenador n.º 1». No me gustaría que malograses tu futuro, cuando se pensaba en ti como el nuevo jefe de medios... ¿Quieres un mes de vacaciones, Juan?
El ingeniero electrónico dejó que el pequeño robot recogiera la toalla, la depositase en un recipiente de lavado rápido y, luego, le secase la espalda con unos chorros de aire tibio. Sonreía amigablemente cuando se volvió para decir:
—Unas vacaciones con percepción de mi sueldo completo y sin que conste en mi expediente que he reconocido unos fallos, Salvador. Me debéis más de cien días, porque he ido a trabajar muchos fines de semana y en otras fechas que me correspondía librar.
—De acuerdo. ¡Pero vuelve a «Proyectos Infinitos» siendo el de siempre! ¿Me lo prometes, Juan?
—Te lo prometo, jefe. ¡Y gracias por comportarte conmigo como si fueras mi hermano mayor!
—Respecto a tus vacaciones, alegaré en Dirección que tú mismo las has solicitado como compensación por el tiempo extra que nos has venido dedicando sin cobrar. Tengo la seguridad de que se creerá que vas a presentar algún proyecto que, a la larga, a todos nos beneficiará, amigo mío.
«¡Es cierto que tengo un proyecto, chico listo; pero jamás te lo contaré!», pensó Juan Bautista, al mismo tiempo que se sentaba en el banco de madera para comenzar a sudar rodeado de vapor.
Para él la situación se había resuelto de la forma más favorable; sin embargo, la causa de sus errores no quedaría eliminada con un descanso más o menos prolongado. Como era un hombre acostumbrado a la deducción «lógica» e «ilógica», había comprendido que el mal provenía de ese orden metódico, agobiante, que se le imponía dentro de su casa. Cuando contrajeron matrimonio, Adela Cicuéndez era más tolerante con el desorden, hasta que, en una labor concienzuda de catorce meses, había terminado por convertir la casa en una institución cuartelaria o en un hospital, donde los pacientes debían acatar las normas más estrictas. Al verse tan absorbido por su trabajo, Juan Bautista lo fue consintiendo como la mejor manera de no perder demasiado tiempo. Y hasta toleró que sus relaciones sexuales siguieran un ritual preestablecido, en el que antes del placer se debía tener la seguridad de que la ropa se hallaba correctamente colocada, los dos habían pasado por el cuarto de baño para asearse concienzudamente, y cada acción en el lecho debía producir la menor cantidad de suciedad y un escaso desorden.
Un dominio tan tiránico al que él ni siquiera reprochó los primeros fallos laborales, aunque sí comenzó a intuirlos ante la reiteración de estos últimos. La entrevista con Salvador Miranda consiguió que la realidad de su mal se le hiciera tan cierta, que pensó en una terapia. Por eso dio comienzo a su plan no colocando su ropa en los armarios, dejando la bañera sucia sin accionar el mando de autolimpieza y despreocupándose de si el pequeño robot doméstico se cuidaba de cerrar los recipientes de gel, las colonias y los distintos productos de aseo. Durante la comida, echaba una aceitosa ensalada sobre el filete de ternera, cubría las patatas fritas con una exagerada cantidad de tomate o partía el pan con un cuchillo manchado de mantequilla, siempre olvidándose de recurrir al robot-mayordomo. En unas acciones permanentes que dejaban migas y manchas sobre los manteles, al mismo tiempo que organizaban un caos sobre una mesa que antes siempre había mostrado la pulcritud y el orden de un altar.
—¿Pretendes que me enfade, «cariño»? —preguntó Adela, a los pocos días, conteniendo «educadamente» un arrebato de cólera.
—No, querida. Nada más que estoy haciendo lo que me da la gana.
—Pero si tú nunca te has portado así. ¿A qué obedece este cambio tan desagradable?
—Deseo que mi casa sea un lugar en el que me guste vivir. Yo necesito el desorden y no respetar reglas. Te lo resumiré con una frase definitiva: «¡hacer lo que me dé la real gana!».
—No lo toleraría, me volvería loca —dijo ella, pálida y al borde del desmayo—. Eso para mí sería excesivo... No podríamos vivir juntos... Creo que acabaría pidiéndote el divorcio... ¡Sí, sí, me divorciaría de ti antes de tener que soportar el desorden!
—Pues ya sabes lo que hay en juego, «querida».
Sin embargo, esta primera victoria no impidió que Juan Bautista Romeu comprendiese que el divorcio iba a suponer una alteración completa de la rutina familiar. Algo que inevitablemente afectaría a su trabajo. Todo esto lo sopesó mientras conducía por la superautopista Madrid-Burgos, en cuyo recorrido el ordenador de su automóvil hizo sonar dos veces la alarma porque no llevaban la velocidad adecuada. Finalmente, decidió que transigiría, hasta que pudiera encontrar la sustituía perfecta de su mujer. Porque acababa de recordar una confidencia, de esas que preceden a un juramento de no «contársela a nadie», que le hiciera uno de sus mejores amigos...
* * *
El edificio había sido construido con hormigón, acero y cristal, como tantos otros. Su forma se asemejaba a un dado gigantesco, cuyas seis caras reflejaban las luces y las sombras del día, sin permitir que se pudiera saber lo que ocurría en su interior. Sobre la fachada y en unos rectángulos de cobre, los cuales giraban sobre un jardín y un pequeño lago, se podía leer «Servicios Completos, S. L.». Juan Bautista dejó su coche en la entrada del garaje, donde un sistema de luces infrarrojas combinado con unas cintas transportadoras se encargarían de llevarlo a su plaza de aparcamiento. Recogió la diminuta tarjeta y se dirigió hasta la puerta principal. La recepcionista le dedicó una sonrisa de bienvenida que tenía muy poco de impersonal, lo mismo que su voz se hizo invitadora al preguntarle el motivo de la visita.
Con la impresión de «me encuentro en el hogar que tanto desearía conseguir», el ingeniero electrónico se dejó llevar al despacho del entrevistador XH-13F. Y ante éste volvió a notar que se hallaba ante un amigo, al que se le podían hacer las confidencias más íntimas.
—Señor Romeu, viene usted recomendado por don Esteban Narváez —dijo el entrevistador, una vez realizadas las presentaciones—. Esto presupone que se halla dispuesto a respetar el secreto más absoluto sobre el Servicio que vamos a prestarle. Ahora sería tan amable de indicarme lo que realmente desea de nosotros.
—Quiero que me proporcionen una réplica exacta de Beatriz Toledo, una antigua amiga que falleció hace tres años. ¡La echo tanto en falta!
—Usted debería saber, señor Romeu, que nosotros nada más que servimos «sujetos» idénticos a los clientes que nos los solicitan, en este caso sería un «sujeto» igual a usted.
—En circunstancias muy especiales han hecho excepciones, como al «resucitar» a la hija de Esteban Narváez.
El entrevistador se quedó callado, como si hubiera sido sorprendido por un planteamiento que no estaba en su programa. Dejó el asiento tras su amplia mesa-escritorio, abrió una agenda-ordenador, pulsó unas teclas y, luego de examinar los datos que le ofrecía una minúscula pantalla, dijo algo extrañado:
—Tiene usted razón, señor Romeu. Pero debe ser un caso muy excepcional, porque yo desconocía que prestásemos estos servicios. Tengo idea de que algunas de las otras compañías, que se dedican a realizar trabajos similares al nuestro, suelen prestarse a esas «resurrecciones». Claro que, en este caso, le tendría que pasar con la entrevistadora HZ-20B. Ella se cuida de una tarea tan específica.
Para Juan Bautista esto sólo representó tener que visitar otro despacho, situado en los sótanos del gran edificio. Y de nuevo notó la misma sensación de amistad al verse ante la entrevistadora, que era muy atractiva, representaba unos treinta años, vestía con discreción y sabía sonreír en los momentos oportunos. Podía decirse que para el ingeniero electrónico fue como esa vecina o compañera de aula a la que podía confiar sus mayores secretos, sin que en ningún momento pasara por su cabeza llevársela a la cama.
—Lo que nos pide, señor Romeu, va a suponer un gran esfuerzo para usted, que acaso le resulte imposible de completar. Tenga presente que necesitamos las proporciones exactas del cuerpo de su amiga, el color de su piel, de sus ojos, de su cabello... El tono de su voz, su memoria, su forma de andar y todo aquello que le confería su individualidad, porque quienes vayan a tratarla, excepto usted, deben creer que es un auténtico ser humano.
—Un amigo mío le hizo una estatua, dispongo de cientos de vídeos de ella, donde se la oye hablar, reír y contar sus recuerdos. También se la ve «haciendo el amor» conmigo o bañándose desnuda en la playa. Creo que me sería posible obtener las cintas que le grabó su psiquiatra...
—Si usted nos proporciona todo ese material, puedo asegurarle que el «sujeto» que le ofreceremos resultará una réplica exacta. Claro que si desea una «resurrección», tendrá que conseguir los documentos oficiales de su amiga, que nosotros utilizaremos para conferir al «sujeto» una personalidad jurídica y social.
—Dentro de una semana me tendrá aquí con todo lo que necesitamos, señorita...
—Sólo soy la entrevistadora HZ-20B, señor Romeu. Para «Servicios Completos, S. L.» sólo importan sus clientes.
«Y el dinero que se nos pueda sacar», se quedó Juan Bautista con las ganas de replicar.
Una muestra de ironía que procuró ocultar, sobre todo al ir visitando a las personas que debían ayudarle en la «resurrección» de Beatriz. Toledo. Precisamente ésta fue su primer y único amor. Lo de Adela significó nada más que atracción carnal, una fascinación que terminó por consumirse una vez pasada la luna de miel. Pero de lo que él no se dio cuenta, lo mismo que había dejado de advertir que estaba siendo esclavizado en su hogar por el orden y el método, debido a que su trabajo en «Proyectos Infinitos» le resultaba demasiado absorbente.
A medida que iba obteniendo la estatua, que supo guardar en un lugar desconocido para su esposa, los vídeos y las casetes del psiquiatra, así como los documentos oficiales, Beatriz volvió a él con toda la fuerza de los mejores tiempos. Cuando eran adolescentes en todo, aprendiendo en el cuerpo del otro los misterios del placer compartido, hasta poder adivinar sus pasiones y sus deseos antes de que los convirtiesen en palabras.
Sorprendentemente, no le hizo perder ni un ápice de entusiasmo el orden y el método que imperaba en su casa. Porque suponía una tregua, un suplicio que soportaba convencido de que muy pronto se libraría del mismo. Dentro de su sometimiento, llegó hasta a buscar las relaciones sexuales con su esposa, gracias a la euforia que le provocaban las etapas que iba a ir cubriendo dentro de su plan de «sustitución». Había vuelto a recuperar la seguridad, lo que le permitió realizar algunos proyectos laborales empleando el ordenador que estaba conectado con el central de su empresa. Esto le sirvió también como justificación ante Adela, porque no era la primera vez que desde su casa realizaba trabajos «secretos» que no debían conocer sus colaboradores antes de haber recibido el visto bueno del Consejo de Dirección.
Una semana después, Juan Bautista Romeu pudo entregar a la entrevistadora HZ-20B todo lo que ésta le había pedido. Sonreía abiertamente, y no dejó de hacerlo cuando ella le dijo:
—Tendrá que efectuar un primer abono de tres millones, señor Romeu.
—Ahora mismo le extiendo el cheque. ¿A cuánto se eleva la cantidad total?
—Doce millones, pero garantizamos que el «sujeto» no necesita revisión hasta pasados unos cuatro años. Por lo general acostumbran a durar más tiempo; pero, como algunos de ustedes, quieren «envejecerlo», «adelgazarlo» o «engordarlo» de acuerdo a sus propios criterios, hemos considerado que este período es el más adecuado.
—¿Acaso ese «sujeto», como usted le llama, no come, ni bebe, por eso no engorda ni adelgaza, y tampoco envejece?
—Por favor, señor Romeu, si sufriera esas imperfecciones que usted destaca en su pregunta, yo nunca le habría hablado de perfección. El «sujeto» se comporta de la misma forma que el ser humano al que va a dar una réplica exacta, lo que sucede es que posee su propia autorregulación, que le impide enfermar. Por ejemplo, claro que puede excederse con la comida y con la bebida; y hasta, en el caso de encontrarse en una fiesta o ante un grupo de amigos de usted, representar una borrachera o un malestar de estómago. Sin embargo, en realidad estaría actuando «teatralmente», por definirlo de una manera que se entienda mejor, ya que al quedarse a solas con usted se autocuraría.
—Vamos a suponer que Beatriz y yo sufrimos, ojalá que nunca pueda suceder, un accidente de coche. Nos socorre la policía de tráfico. ¿Qué pasaría con Beatriz?
—Lo mismo que a cualquier ser humano: presentaría los traumatismos lógicos, con rotura de huesos, desangramiento, etc. Sólo podría saberse que es un robot si se examinará su cerebro o su corazón, ya que estos, a pesar de que en su exterior son idénticos a los de usted o al mío mismo, se hallan compuestos de unos chips. Y puestos a resaltar los inconvenientes, pues nuestra tecnología todavía no es capaz de copiar por completo el cuerpo humano, le diré que si el «sujeto» es pasado por un escáner, como el que hay en los grandes hospitales y en otros lugares, se podría comprobar su condición de robot.
—Yo me cuidaré de que nada de esto pueda presentarse... ¿Cuándo podré disponer de Beatriz?
—Dentro de quince días. Pero debo hacerle una advertencia: la mayoría de los clientes necesitan varias horas antes de acostumbrarse al «sujeto», sobre todo en el caso de los «resucitados».
—No lo entiendo. ¿Acaso no se parecen al original?
—Me refiero a que el parecido es tan exacto, de una realidad tal, que a los clientes les resulta increíble que tengan delante el robot más perfecto. Lo que no sucede cuando se proporciona una «réplica» del cliente, porque éste la ve como si se estuviera mirando en un espejo. ¿Me comprende, señor Romeu?
—Creo que sí.
Juan Bautista se despidió de la entrevistadora teniendo la idea de que ya disponía de la solución para todos sus problemas. Curiosamente, se volvió más suspicaz, al darse cuenta de que se había rendido ante la amenaza de su esposa de pedirle el divorcio sin presentar ningún tipo de batalla.
«¿Mi sometimiento no le habrá llevado a imaginar que preparo un contraataque definitivo?», se dijo mientras entraba en Madrid por la M-70.
En esta ocasión había dejado el control del automóvil a su ordenador que, como el piloto automático de los aviones, corregía cualquier alteración del rumbo por sus propios medios. Nada más entrar en la zona residencial donde vivía, a las afueras del moderno Getafe, se hizo cargo de la dirección con una risita en los labios.
A partir de ese momento dio comienzo a unos pequeños desórdenes, que desencadenaron los lógicos enfados de Adela, sin que se produjera la bronca definitiva. Un juego que mantuvo activo al ingeniero electrónico, al que sólo iban a quedarle cuatro días de vacaciones en el momento que recogiese a la «resucitada» Beatriz Toledo.
La noche anterior al gran descubrimiento, Juan Bautista no pudo dormir. Cansado de dar vueltas en la cama, tuvo que decir a su esposa que iba al despacho para concluir el trabajo ante el ordenador. Encendió este aparato, se tomó una taza de cacao e intentó utilizar el ratón, una vez entró en el programa; sin embargo, las manos le temblaban.
Un estado anímico que le acompañó hasta el sótano del edificio de «Servicios Completos, S. L.», donde la entrevistadora HZ-20B le llevó ante una puerta cerrada, en la que destacaba un rótulo: «Sala de Recepciones».
—Ya puede entrar. El «sujeto» le está aguardando —dijo ella de una manera algo impersonal.
—¿El «sujeto»?
—Hemos venido llamándole así en nuestras conversaciones anteriores, señor Romeu. Nada ha cambiado desde entonces.
—¡Pero si es Beatriz Toledo!
—Quizá para usted lo sea dentro de un rato. Por favor, no se muestre demasiado impulsivo. Tenga presente que el «sujeto» ha sido creado para servirle; no obstante, su memoria no está completa, ya que usted deberá encargarse de esta tarea proporcionando la información que el «sujeto» le vaya pidiendo. Recuerde que dispone de Unas dos horas para su primera toma de contacto. En el caso de que pretendiera interrumpirla, sólo debería indicarlo para que pudiese salir. También hay unos monitores sensorizados por si usted acusara una emoción muy fuerte...
—Le ruego que no siga, señorita. Lo único que deseo es encontrarme ante Beatriz. ¿Pido demasiado?
—No, claro que no. ¡Mucha suerte, señor Romeu!
La puerta se abrió lentamente, sin que ninguno de los dos la hubiese accionado. El ingeniero electrónico miró hacia el techo, como si necesitara darse ánimos; luego, obedeciendo más a la ansiedad que a la prudencia, entró en la salita y...
¡Se encontró en el vestíbulo de aquel pequeño hotel de montaña del Pirineo andorrano, detrás de cuyo mostrador de recepción le esperaba Beatriz Toledo!
—Hola, amor —musitó, extasiado, caminando como si flotara.
—Hola, Juan Bautista. Te aguardaba con impaciencia —dijo ella con la misma voz, pero sin atreverse a correr a abrazarle, igual que en el vídeo.
—Déjame que te vea de cuerpo entero... —Se le quedó el nombre de «Beatriz» en los labios, como si todavía no quisiera aceptar que se hallaba ante un «milagro»—. Es como si nada hubiera pasado...
—Te ruego que no recuerdes cosas negativas, Juan Bautista. ¿Te gusto? —preguntó ella, dando un giro como las modelos que exhiben un costoso vestido.
—Siempre me gustas, Bea... Beatriz. Dame la mano.
Lo pidió cuando ya había extendido la suya. El contacto de los dedos le devolvió una emoción jamás olvidada. Se estremeció y quiso buscar el beso; pero ella le detuvo con delicadeza.
—Es muy pronto, Juan Bautista. Sé que el hecho de juntar nuestros labios representa una muestra de amor; sin embargo, nunca he besado, ni me han besado. ¿Me enseñarás a besar como a ti te gusta, Juan Bautista?
—Te enseñaré, Beatriz —dijo él, de la misma forma que si estuviera delante de una «virgen».
—¿Te quedarás conmigo, Juan Bautista? —preguntó ella algo ruborizada.
—Te perdí una vez por un maldito accidente de coche —tuvo que callarse al ver la expresión de contrariedad que Beatriz componía; luego, forzando una sonrisa porque seguía creyendo que estaba soñando, rectificó—: ¡Ya nunca te separarás de mí!
Sin dejar de sujetarle la mano, hizo que se sentara en un sillón de mimbre, sobre un cojín relleno de plumas. Allí donde un centro de flores formaba un bello marco para aquel rostro bellísimo, de ojos verdes, labios muy sensuales porque el inferior era ligeramente más grueso que el superior, con ser los dos bastante carnosos. Y Beatriz los mantenía entreabiertos, igual que si jadeara levemente, para que se viera el esmalte de sus dientes regulares. Su busto se agitaba bajo un jersey de montaña y toda su humanidad irradiaba voluptuosidad.
—Si continúas mirándome con tanto descaro, terminarás por asustarme, Juan Bautista. Soy una chica pueblerina.
Eran las mismas palabras del vídeo; no obstante, a él le sonaron a nuevas. ¿Necesitaba más pruebas para convencerse de que la «resurrección» de Beatriz Toledo había sido un éxito?
Hizo un gesto de llamada ante una de las lentes situadas sobre el cartel de propaganda, que cubría una de las paredes del vestíbulo, y al momento se abrió la puerta.
—Hasta pronto, Juan Bautista —se despidió ella.
—No tardaré en volver a tu lado, Beatriz. Sólo son unos cortos trámites. ¡Adiós!
Cuando el ingeniero electrónico salió del «vestíbulo del pequeño hotel de montaña del Pirineo andorrano» se encontró con la entrevistadora HZ-20B. Los dos se sonrieron; después, ella le entregó un sobre abultado.
—Aquí tiene la documentación de Beatriz, señor Romeu...
—¿Cómo? ¿Es que ha dejado de ser un «sujeto» para usted?
—Claro que sí. Como ya es «su Beatriz», señor Romeu, también lo es para nosotros. ¿Cuándo se la piensa llevar?
—Ahora mismo.
—Quizá sea un poco precipitado; pero es suya... —La entrevistadora carraspeó algo nerviosa; luego, recurrió a esta explicación—: Perdone mis palabras, que acaso le suenen bastante comerciales: «la ha pagado usted, pues nuestro departamento de cobros ha comprobado la validez de su cheque, luego ha adquirido todo el derecho a disponer de Beatriz». Sin embargo...
—¿Qué nueva pega me va a exponer usted, señorita?
—Le suplico que no sea tan agresivo, señor Romeu. Comprendo su impaciencia, pues desea gozar de la compañía de su amiga recuperada. Él caso es que no puede llevársela como si fuera una simple pasajera de su coche. Nosotros la dormiremos, será depositada en una caja especial, y usted se encargará de despertarla cuando considere que la situación es la ideal. Lo aconsejable sería que se alojasen en una casa en el campo o a un hotelito donde a usted nadie le conozca. ¿Me comprende?
—Sí, he de ser discreto. Ya medio he pergeñado una historia, para que mis familiares y amigos, lo mismo que los de Beatriz, crean que ella no iba en aquel coche, en el que sufrió el mortal accidente, pues se hallaba sumida en un estado de amnesia...
—Esa cuestión queda en sus manos, señor Romeu. Dentro del sobre hemos incluido un pulverizador. Una simple aplicación sobre las fosas nasales de Beatriz hará que despierte.
—¿Cuánto tiempo puede permanecer dormida?
—Sólo diez horas. No lo olvide, señor Romeu.
—No lo olvidaré.
—Su coche dispone de un espacioso portaequipajes, así que daré las órdenes para que se inicie todo el proceso de traslado de Beatriz. ¡Qué sea usted muy feliz con ella, señor Romeu! Una última advertencia...
—¿Es que no vamos a terminar nunca, señorita?
—Nada más pretendo decirle que Beatriz es muy receptiva en lo que se refiere a los bruscos cambios de temperamento que usted pueda acusar. Trátela con normalidad, sin grandes arrebatos violentos...
—Basta de tonterías, señorita. Yo amo a Beatriz, ¡y jamás la sometería a ninguna situación como la que usted acaba de resaltar!
—Entonces discúlpeme, señor Romeu.
* * *
La idea de matar a Adela había sido una carcoma que devoraba el cerebro de Juan Bautista, exactamente desde el instante que se dio cuenta de que se hallaba atrapado por el orden, la limpieza y los regímenes alimenticios. Sin embargo, al poder disponer de una sustituía como Beatriz Toledo, el asesinato se convirtió en una necesidad perentoria. Un paso que debía dar aquella misma tarde.
Sin embargo, él no era un homicida, por eso se notaba excitado. Le sudaban las palmas de las manos mientras conducía el coche por la zona residencial de nuevo Getafe. Tuvo que humedecer con la lengua sus labios resecos a la vez que aparcaba en el garaje. Abrió el portaequipajes para comprobar que allí estaba la caja en la que Beatriz Toledo dormía desde hacia dos horas exactas.
—Dentro de seis horas te despertaré, mi amor —musitó a pesar de saber que ella no podía oírle.
Pronto se encontró en el interior de la casa. Comprobó la hora en su reloj de pulsera; y la sonrisa que formaron sus labios no pasó de ser una mueca de crueldad. En aquel momento su meticulosa esposa se estaría bañando en el cuarto de aseo de la planta alta. Por eso buscó la maquinilla eléctrica, precisamente esa que disponía de un largo cable y de un enchufe.
—¿Estás ahí... dentro, querida...?—preguntó, sin poder disimular su excitación, a la vez que abría la puerta.
—Sí... ¿Cómo entras aquí, Juan, cuando acostumbras a usar el lavabo de tu despacho?
—Deseo estar contigo..., porque tengo algo que contarte... Oye, ¿cómo te encuentras fuera de la bañera...?
—Ya me he aseado. También yo en ocasiones rompo mis normas. ¿Algo marcha mal para que me mires con esos ojos tan asombrados?
Juan Bautista se sintió como un crío sorprendido al intentar realizar la peor de sus travesuras. Había querido electrocutar a su esposa, con el simple hecho de arrojar la maquinilla eléctrica enchufada dentro del agua de la bañera. Por eso dio un manotazo en el aire para aparentar torpeza; luego, conectó la afeitadora al tocador.
—Nunca te afeitas por las tardes, Juan.
—Ya ves..., ahora quiero sentirme más limpio... Te daré la noticia mientras dejo mi rostro impecable; después, me ducharé porque nos vamos a ir a la cama... ¿No te apetece una fogosa sesión de amor, querida...?
—Tú estás muy nervioso, Juan... Haces cosas que nunca te he visto... ¿Qué pretendes realmente de mí... cuando eres incapaz de ocultar la violencia que te ha traído hasta aquí...?
—Nada. ¿Es que vas a tener miedo de tu marido cuando sabes que él, que soy yo, sería incapaz de matar a una mosca, Adela?
—¡Matar...! —exclamó ella, retrocediendo aterrorizada—. ¡¡Tú te has propuesto matarme!!
—¿Qué estás diciendo, tonta? —preguntó el ingeniero electrónico, cuando ya estaba doblando el tenso cable de la máquina de afeitar, que acababa de desenchufar, como si quisiera formar un dogal—. Ves muchas películas de violencia, querida.
Entonces Adela saltó hacia delante, empujó la puerta del cuarto de aseo y corrió hasta la escalera. Iba medio desnuda, con el pelo sin peinar y con una sola babucha en sus pies. Juan Bautista la siguió. Era el más rápido. Sus ojos se habían llenado de frialdad, no se notaba nervioso y sólo perseguía un objetivo: ¡acabar con la vida de Adela!
Pero debió correr tras de ella por toda la casa, rompiendo puertas, retirando muebles y golpeando a los distintos robots domésticos que ella le colocaba como obstáculos. Por último, la consiguió acorralar en un rincón del garaje, muy cerca del automóvil.
—Yo no puedo soportar el desorden, Juan, es superior a mí... —susurró la mujer, rendida—. Ya veo que he fracasado contigo... Pero nunca creí que me fueras a matar... por un motivo como ese...
Tuvo que callarse, porque el cable ya le estaba rodeando el cuello, apretando. De repente, la mansedumbre propia del agotamiento físico pareció dar paso a un deseo imperioso de vivir. Luchó desesperadamente por su existencia. Pataleó, intentó golpear con sus rodillas, con los brazos, entregada a un empeño que le hizo caer sobre el mueble metálico de las herramientas; y así su cabeza se quebró antes de que le estallaran los pulmones...
Juan Bautista continuó apretando el cable durante muchos minutos, aunque ya no fuese necesario, más loco que nunca... ¡Porque estaba viendo el cerebro abierto de su «esposa», en cuyo interior un conjunto de chips ya habían dejado de funcionar!
Fin