Publicado en
enero 05, 2017
Muchos hallarán absurdo el libro que me dispongo a escribir —si es que me atreviera a pensar que serán «muchos» quienes lo lean—, puesto que abordo el trabajo por iniciativa propia, sin obedecer órdenes de nadie, y, aun así, no tengo del todo claro cuál es la intención. Quiero y debo, eso es todo. Con frecuencia cada vez más inexorable preguntan por las intenciones y el método de lo que se hace y se dice, de modo que no quede ni una sola palabra al azar, pero el autor de este libro se ha visto forzado a tomar el camino contrario, hacia lo sin sentido. Pues, aunque los años que llevo aquí como prisionero y como químico —serán más de veinte, calculo— han sido años de sobra llenos de trabajo y de premuras, existe algo que, sin duda, opina que no es suficiente, algo que me ha ido guiando y que me ha descubierto otro trabajo, uno que yo no tenía la menor posibilidad de descubrir, a pesar de tener en ello un interés profundo y doloroso. Ese trabajo estará cumplido cuando haya terminado el libro. Ni que decir tiene, soy consciente de lo ofensivos que mis polémicos escritos deben de resultarle al pensamiento racional y pragmático y, aun así, escribo.
Puede que antes no me hubiese atrevido. Puede que haya sido la cautividad, precisamente, lo que ha hecho de mí un ser frívolo. La diferencia entre mis condiciones de vida actuales y las que disfrutaba como hombre libre es insignificante. La comida resultó ser apenas algo peor. A eso se acostumbra uno. El catre resultó ser solo un poco más duro que la cama que tenía en casa, en el Distrito de la Química, número cuatro. A eso se acostumbra uno. Salía algo menos al aire libre. A eso también se acostumbra uno. Lo peor fue la separación de mi esposa y de mis hijos, sobre todo porque nada sabía ni sé de su destino. Ese hecho llenó de angustia y de desasosiego mis primeros años en cautividad. Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo, empecé a sentirme más tranquilo que antes e incluso a encontrarme cada vez más cómodo con mi existencia. Aquí no tenía nada por lo que angustiarme. No tenía ni subordinados ni jefes, a excepción de los vigilantes de la prisión, que rara vez entorpecían mi trabajo y que solo se preocupaban de que observara las normas destinadas a mantener el orden. No tenía ni protectores ni competidores. Los científicos con los que a veces me reunían para que pudiera seguir los avances en el campo de la química me trataban con distante cortesía no exenta de algo similar al desprecio, a causa de mi nacionalidad extranjera. Sabía que nadie se creía con motivos para envidiarme. Sucintamente: en cierto modo, podía sentirme en cautividad más libre que en libertad. Pero al mismo tiempo que mi serenidad, crecía también en mi interior esa extraña reelaboración del pasado, y no conoceré el sosiego hasta haber plasmado por escrito los recuerdos de una época de mi vida relativamente sustancial. La posibilidad de escribir me viene dada en razón de mi labor científica y, hasta que no entregue el trabajo concluido, no ejercerán ningún control. Es decir, puedo permitirme este único placer, aunque resultara ser el último posible.
En la época en que empieza mi relato, yo rondaba los cuarenta. Y si es preciso que me presente, quizá pueda explicar qué imagen tenía yo de la vida. Poco hay que diga más de una persona que la imagen que tiene de la vida: si la ve como un camino, como un campo de batalla, como un árbol en crecimiento o como un mar rumoroso. Yo, por ejemplo, la veía con los ojos de un dócil escolar, como una escalera por la que uno se apresuraba cuanto podía entre rellano y rellano, jadeando y con el contrincante en los talones. En rigor, yo no tenía muchos contrincantes. La mayoría de mis colegas del laboratorio habían cifrado sus ansias de gloria en lo militar y consideraban el trabajo diario como una interrupción tediosa aunque necesaria de los servicios militares vespertinos. En mi caso, no se me habría ocurrido confesarle a ninguno de ellos cuánto más me interesaban mis experimentos químicos que el servicio militar, aunque no pudiera decirse que fuera mal conmílite. Como quiera que sea, yo me desvivía por subir mi escalera a toda velocidad. Cuántos peldaños debía dejar atrás era algo en lo que jamás había reparado, como tampoco qué maravillas pudiera haber en el desván. Quizá, de forma un tanto nebulosa, me imaginaba la casa de la vida como una de nuestras casas urbanas normales y corrientes, donde uno iba ascendiendo desde las entrañas de la tierra hasta que llegaba por fin a la azotea, al aire libre, a la brisa y a la luz del día. Tampoco tenía claro a qué corresponderían la brisa y la luz del día en mi peregrinaje por la vida. Lo único cierto era que cada nuevo rellano venía caracterizado por breves mensajes oficiales de una esfera superior: de un examen aprobado, una prueba superada, el traslado a un campo de actividad más significativo.
De hecho, yo tenía a mis espaldas toda una serie de esa clase de puntos iniciales y finales, aunque no tantos como para que uno más perdiese importancia. De ahí que volviera con un amago de fiebre en la sangre tras la breve llamada telefónica por la que me comunicaron que al día siguiente recibiría la visita de mi jefe de control y que, por tanto, podría empezar a experimentar con material humano. Luego al día siguiente tendría lugar la prueba de fuego del mayor de mis inventos.
Estaba tan exaltado que me fue imposible comenzar ninguna tarea nueva en los diez minutos que quedaban de jornada laboral. De modo que hice un poco de trampa —creo que por primera vez en mi vida— y empecé a guardar el instrumental antes de tiempo, muy despacio y con suma cautela, mientras miraba de reojo hacia las paredes de cristal que se alzaban a ambos lados para ver si alguien se fijaba en mí. Tan pronto como la señal del reloj anunció que había terminado la jornada, me apresuré a recorrer los largos pasillos de los laboratorios, a la cabeza de la corriente. Me duché rápidamente, cambié la ropa de trabajo por el uniforme de paseo, entré a la carrera en el paternóster y, al cabo de unos instantes, estaba en la calle. Puesto que nos habían asignado la vivienda en mi distrito laboral, disponíamos allí de licencia de superficie terrestre, y yo siempre disfrutaba estirando las piernas al aire libre.
Cuando pasé por la estación de metro, se me ocurrió que bien podría esperar a Linda. Como yo había salido tan pronto, no habría tenido tiempo de llegar a casa desde la fábrica de productos alimenticios donde trabajaba, situada a más de veinte minutos en metro. Acababa de llegar un tren y un río de gente que surgía de la tierra se iba estrechando al pasar por los controles, donde comprobaban las licencias de superficie terrestre y, finalmente, iba filtrándose gota a gota hacia las calles aledañas. Por encima de las azoteas, ahora desiertas, y de las lonas enrolladas de color gris monte y verde prado que, en el transcurso de diez minutos, hacían invisible la ciudad desde el aire, contemplaba yo aquella masa hormigueante de compañeros de milicia que volvían a sus hogares con el uniforme de paseo, y pensé de pronto que quizá todos albergasen el mismo sueño que yo: el sueño del camino ascendente.
Aquella idea arraigó en mí. Sabía que antiguamente, en la época civilística, era preciso incitar a la gente a trabajar y a esforzarse con la esperanza de acceder a viviendas más amplias, comida más exquisita y ropa más elegante. En la actualidad, nada de eso era necesario. La vivienda estándar —una habitación para los solteros, dos para una familia— bastaba más que bien para todos, desde el más insignificante hasta el más meritorio. La comida estatal saciaba tanto al general como al soldado raso. El uniforme común —uno para el trabajo, otro para el tiempo libre y otro para los servicios militares y policiales— era el mismo para todo el mundo, hombres y mujeres, superiores y subordinados, con la única diferencia de la placa de la graduación. Y ni siquiera esta era más vistosa en un caso que en otro. Lo deseable de una graduación más alta radicaba exclusivamente en lo que simbolizaba. Tanta es, me dije feliz, la espiritualidad de todos y cada uno de los compañeros de milicia del Estado del Mundo, que aquello que más valoran en la vida apenas tiene una forma más concreta que tres filetes negros, garantía de la autoestima y la estima ajena. De los goces materiales es posible acabar harto y más que harto —precisamente por eso sospecho que las viviendas de doce habitaciones de los antiguos capitalistas civilísticos tampoco eran mucho más que un símbolo—, pero ese objetivo, sutil donde los haya, que se persigue bajo la forma de las graduaciones, no puede saciar a nadie. Nadie puede gozar de tanta estima y autoestima que no quepa desear más. Así, en lo más espiritual, en lo más vaporoso e inalcanzable de cuanto existe, descansa firme, seguro y sempiterno el orden de nuestra sociedad.
En aquellas reflexiones andaba yo junto a la salida del metro, viendo como en sueños al vigilante que iba y venía a lo largo del muro coronado de alambre de espino que delimitaba el distrito. Cuatro trenes habían llegado, cuatro veces había emergido a la luz del día la muchedumbre, cuando por fin vi a Linda pasar el control. Me acerqué presuroso y continuamos caminando juntos.
Hablar no podíamos, naturalmente, a causa de las prácticas de la flota aérea, que, día y noche, impedían que se mantuviese cualquier conversación fuera de casa. Como quiera que sea, Linda advirtió mi expresión de contento y asintió alentadora, aunque seria, como siempre. Hasta que no llegamos al bloque de viviendas y bajamos en el ascensor a nuestro apartamento, no nos envolvió un silencio relativo —el zumbido de los motores, que hacía temblar las paredes, no era tanto como para impedirnos hablar sin problemas—. Sin embargo, postergamos cautelosos toda conversación hasta haber entrado en casa. Si nos hubiesen descubierto hablando en el ascensor, ninguna sospecha habría sido más lógica que la de pensar que estábamos ventilando asuntos que deseáramos mantener ocultos a los niños o a la asistenta. Se habían dado casos así, en que los enemigos del Estado y otros delincuentes habían querido usar el ascensor como local de conspiración; y era lógico, puesto que, por razones técnicas, no era posible instalar en el ascensor ni el ojo ni el oído policial, además de que el vigilante portero solía tener otras obligaciones que la de andar escuchando en los rellanos de las escaleras descendentes. De modo que guardamos un silencio previsor hasta que entramos en la sala familiar, donde la asistenta de la semana ya había puesto la mesa con la cena y aguardaba junto con los niños, a los que había subido a recoger en el pabellón infantil del edificio. Daba la impresión de ser una muchacha amable y de orden, y la cordialidad de nuestro saludo no se debió solo a que, como todas las asistentas, estuviese obligada a entregar un informe sobre la familia al final de la semana, una reforma que, se pensaba, había mejorado el tono en muchos hogares. Reinaba en torno a la mesa una atmósfera de alegría y bienestar, causada en gran medida por el hecho de que Ossu, nuestro hijo mayor, estaba también con nosotros. Había venido del campamento infantil, puesto que era tarde de visita domiciliaria.
—Tengo una buena noticia —le dije a Linda mientras degustábamos la sopa de patata—. He avanzado tanto con el experimento, que podré empezar a trabajar con material humano mañana mismo, bajo la inspección de un jefe de control.
—¿Quién crees que será? —preguntó Linda.
No se me notó, seguro, pero por dentro me sobresalté al oír esas palabras. Cabía la posibilidad de que fueran inocentes. ¿Qué podría ser más natural que el que una esposa quisiera saber quién sería el jefe de control de su marido? De lo quisquilloso o lo transigente que fuera, dependería la duración del periodo de prueba. Incluso se habían dado casos de jefes de control ambiciosos que habían hecho suya la invención del controlando, y contra eso, poca posibilidad había de defenderse. Con lo que nada tenía de extraño que la persona más cercana se interesara por quién iba a ser ese jefe.
Pero yo quise oír un eco concreto en su tono de voz. Mi superior inmediato y, por tanto, mi futuro jefe de control, era Edo Rissen. Y Edo Rissen había estado contratado con anterioridad en la misma fábrica de productos alimenticios en la que trabajaba Linda. Yo sabía que habían tenido algún contacto y, por una serie de sutiles indicios, inferí que Edo Rissen había causado cierta impresión en mi esposa.
Al preguntar ella, se me activaron los celos y empecé a ventear como un animal. ¿Qué grado de intimidad había alcanzado la relación entre Linda y Rissen? En una gran fábrica podía suceder a menudo que dos personas se hallasen fuera de la vista de los demás, en los almacenes, por ejemplo, donde las cajas y los contenedores entorpecían la visión a través de las paredes de cristal, y donde, para colmo, tal vez no hubiese nadie más trabajando en ese momento... Linda también había tenido turnos de vigilancia nocturna en la fábrica. Y el turno de Rissen bien podría haber coincidido con el suyo. Todo era posible, incluso lo peor: que aún lo quisiera a él y no a mí.
Por aquella época yo no reflexionaba mucho acerca de mí mismo, de lo que pensaba y sentía o de lo que pensaban y sentían los demás, en la medida en que no tenía la menor relevancia pragmática para mí. Solo más adelante, durante mis años de solitaria prisión, volvieron aquellos instantes como incógnitas, obligándome a cuestionarme, a interpretar y reinterpretar. Ahora que ha pasado mucho tiempo sé que cuando tanto ansiaba «el conocimiento» sobre la relación entre Linda y Rissen, no quería, en realidad, saber que no existía ningún vínculo entre ellos. Ansiaba un conocimiento que pusiera fin a mi matrimonio.
Aunque en aquel entonces habría yo rechazado y despreciado tal idea. Linda desempeñaba un papel demasiado importante en mi vida, habría argumentado yo. Y era verdad; ninguna preocupación, ninguna indirecta ha podido después cambiar eso. Por lo que significaba para mí, Linda bien habría podido competir con mi carrera. Ella me tenía sujeto en contra de mi voluntad de un modo totalmente contrario a la razón.
Se habla del «amor» como de un concepto romántico anticuado, pero me temo que existe a pesar de todo y que, desde el principio, contiene un elemento indescriptiblemente doloroso. Un hombre se siente atraído por una mujer, una mujer, por un hombre, y a cada paso que los acerca, pierden algo de sí mismos: una serie de derrotas donde uno esperaba victorias. Mi primer matrimonio —sin hijos y, por esa razón, nada que prolongar— supuso una degustación de esto que digo. Linda la elevó a la pesadilla. Los primeros años de nuestro matrimonio, yo tenía una pesadilla propiamente dicha, aunque entonces no la relacioné con ella: me hallaba en medio de una gran oscuridad, mientras que a mí me iluminaban fuertes focos. Notaba los Ojos mirándome desde la oscuridad y me retorcía como un gusano para liberarme, al tiempo que no podía evitar sentir más vergüenza que un perro por ir vestido de harapos indecentes. Solo más tarde comprendí que era una buena metáfora de mi relación con Linda, en la que yo me veía terriblemente transparente, aunque hacía lo imposible por salir a rastras y protegerme, en tanto que ella parecía seguir siendo la misma incógnita, maravillosa, fuerte, casi sobrehumana, pero eternamente inquietante, porque su condición misteriosa le otorgaba una ventaja detestable. Cuando se le tensaban los labios dibujando una delgada línea roja —ah, no, no era una sonrisa, ni burla ni alegría, más bien tensión, como cuando se tensa un arco; y entre tanto tenía los ojos fijos y de par en par—, en esos momentos, un escalofrío de angustia me atravesaba siempre, y ella siempre me ataba y me arrastraba con la misma crueldad, aunque yo intuía que nunca se mostraría abierta conmigo. Presumo que cabe utilizar la palabra «amor» cuando, en medio de la desesperanza, nos mantenemos unidos, como si, pese a todo, pudiese producirse un milagro; cuando el dolor mismo ha adquirido valor propio y se ha convertido en el testimonio de que al menos tienes algo en común con el otro: la espera de algo que no existe.
A nuestro alrededor veíamos padres que se separaban en cuanto su camada de hijos estaba lista para el campamento infantil; se separaban y volvían a casarse para criar nuevas camadas. Ossu, nuestro hijo mayor, tenía ya ocho años, y llevaba por tanto todo un año en el campamento. Laila, la pequeña, tenía cuatro años y aún le quedaban tres de estar en casa. ¿Y después? ¿íbamos a separarnos nosotros también para volver a casarnos, con la idea pueril de que esa misma espera resultaría menos desesperanzada con otra persona? Todo mi sentido común me decía que aquello era una vana ilusión. Una única esperanza insignificante e irracional susurraba: «¡No, no, el que hayas fracasado con Linda se debe a que ella quiere irse con Rissen! ¡Pertenece a Rissen, no a ti! ¡Haz por enterarte de que ella piensa en Rissen, y tendrás la explicación a todo, y aún te quedará la esperanza de un nuevo amor lleno de sentido!».
Tan extrañamente intrincado era aquello que había desencadenado la pregunta de Linda.
—Rissen, probablemente —respondí, y atendí ansioso al silencio que siguió.
—¿Es una indiscreción preguntar de qué experimento se trata? —intervino la asistenta.
Tenía derecho indiscutible a preguntar; no en vano se encontraba allí para estar al corriente de lo que sucedía en la familia. Por otro lado, no se me alcanzaba qué podría tergiversarse y utilizarse en mi contra, ni cómo perjudicaría al Estado el que se difundiese de antemano el rumor de mi invento.
—Se trata de algo que, espero, le resulte útil al Estado —expliqué—. Una sustancia que inducirá a cualquier persona a desvelar sus secretos, todo aquello que se haya esforzado en ocultar, ya sea por vergüenza, ya sea por miedo. ¿Es usted de aquí, conmílite asistenta?
Y es que ocurría de vez en cuando que uno se encontraba con gente reclutada en otros lugares en épocas de escasez de población, y que, salvo de aquello de lo que lograba enterarse en la edad adulta, carecía de la cultura general de la Ciudad de la Química.
—No —dijo sonrojándose—. Soy de fuera.
Estaba terminantemente prohibido ofrecer detalles sobre la procedencia, puesto que podían ponerse al servicio del espionaje. Y por esa razón, naturalmente, se sonrojó la asistenta.
—En ese caso, no entraré en detalles sobre la composición química ni sobre la fabricación —dije—. Algo que, por lo demás, quizá deba evitarse en cualquier caso, ya que el compuesto bajo ninguna circunstancia debe ir a parar a manos particulares. Pero quizá haya oído hablar de cómo se usaba antes el alcohol como sustancia embriagadora y de las consecuencias que tenía, ¿no?
—Sí —admitió la mujer—. Y sé que llevaba la desgracia a los hogares, destrozaba la salud y, en el peor de los casos, desembocaba en temblores por todo el cuerpo y alucinaciones en las que se veían ratones blancos, gallinas y cosas similares.
Reconocí enseguida las palabras tan elementales de los libros de texto y sonreí para mis adentros. Era obvio que la asistenta no se había impregnado aún de la cultura general de la Ciudad de la Química.
—Exacto —respondí—. Así era en el peor de los casos. Pero antes de llegar a ese extremo ocurría con frecuencia que los ebrios se iban de la lengua, traicionaban secretos y cometían actos imprudentes, pues veían perturbada su capacidad de sentir vergüenza y miedo. Esos son los efectos que surte mi compuesto, preveo, porque aún no lo he podido probar del todo. Aunque con la diferencia de que no hay que tragarlo, sino que se inyecta directamente en la sangre y, por supuesto, tiene una composición completamente distinta. Los efectos adversos que usted acaba de mencionar tampoco se presentan y, desde luego, no hay que administrar dosis tan elevadas. Un ligero dolor de cabeza es cuanto notará la persona utilizada en las pruebas y, al contrario de lo que sí ocurría a los embriagados con alcohol, nunca sucede en este caso que se olvide lo dicho. Comprenderá, pues, que se trata de un invento importante. Ningún criminal podrá en lo sucesivo negar la verdad. Ni siquiera nuestros pensamientos más íntimos seguirán siendo solo nuestros en adelante, tal y como hemos venido creyendo equivocadamente.
—¿Equivocadamente?
—Desde luego, equivocadamente. De los pensamientos y los sentimientos nacen las palabras y las acciones. ¿Y cómo iban a ser entonces los pensamientos y los sentimientos asunto de cada cual? ¿No es el conmílite propiedad absoluta del Estado? ¿A quién habrían de pertenecer, pues, pensamientos y sentimientos, si no al Estado también? Hasta ahora no había sido posible controlarlos, eso es todo. Sin embargo, ya se ha descubierto el medio.
La asistenta me dedicó una mirada fugaz, pero bajó enseguida la vista. Ni un milímetro se le alteró el semblante, aunque tuve la impresión de que había perdido algo de color.
—No creo que usted tenga nada que temer, conmílite —le dije alentador—. No se trata de desvelar las pequeñas filias y fobias de todos los particulares. Si mi descubrimiento cayese en manos particulares..., sí, en ese caso, ¡es fácil figurarse el caos a que daría lugar! Pero, naturalmente, eso no puede ocurrir. Esa sustancia debe estar al servicio de nuestra seguridad, de la seguridad de todos, de la seguridad del Estado.
—Yo no temo nada, no tengo nada que temer —respondió la asistenta con marcada frialdad, pese a que yo solo pretendía ser amable.
Pasamos entonces a otros temas de conversación. Los niños contaron lo sucedido aquel día en el pabellón infantil. Habían estado jugando en la caja de juegos, una base esmaltada de gran tamaño, de unos cuatro metros cuadrados de superficie y un metro de profundidad, donde no solo podían lanzar bombas pequeñas de juguete e incendiar bosques y los pináculos de casas construidas con material combustible, sino también reñir auténticas batallas navales en miniatura, cuando llenaban la caja de agua y cargaban los cañones de los buques diminutos con el mismo explosivo ligero que se utilizaba para las bombas de juguete. Hasta torpederos había. De este modo se les inculcaba a los niños mediante el juego la perspectiva estratégica, que se convertía en su segunda naturaleza, casi un instinto, al mismo tiempo que constituía un placer de primer orden. A veces envidiaba yo a mis hijos por poder disfrutar de un juguete de tal perfección —cuando yo era niño, aún no habían inventado ese explosivo ligero— y no acababa de comprender que, a pesar de todo, desearan fervientemente cumplir siete años para pasar al campamento infantil, donde las prácticas se asemejaban mucho más a la auténtica instrucción militar, y donde vivían día y noche.
A menudo me parecía como si la nueva generación tuviese una actitud más realista que nosotros cuando éramos niños. Justo el día al que me refiero me proporcionó una nueva prueba de ello. Puesto que era día de velada familiar, en que ni Linda ni yo teníamos servicio militar ni policial y Ossu, el mayor de mis hijos, había venido a casa de visita —de este modo quedaba satisfecha la vida íntima de la familia—, había ingeniado yo un modo de divertir a los niños. En efecto, había comprado en el laboratorio una pequeñísima porción de sodio que pensaba hacer flotar en el agua con su llama de color violeta pálido. Dispusimos una fuente llena de agua, apagamos la luz y nos sentamos alrededor de mi modesto espectáculo químico. A mí me entusiasmó el fenómeno cuando mi padre me lo mostró de niño, pero en el caso de mis hijos resultó sobre todo un fiasco. El que Ossu, que ya prendía fuegos por sí mismo, disparaba con pistola para niños y lanzaba petardos —que hacían las veces de granadas de mano— no apreciase la pálida llama del experimento era, quizá, algo natural; pero que Laila, de cuatro años, tampoco mostrase interés por una explosión a menos que esta les costase la vida a varios enemigos era algo que me dejaba perplejo. La única que parecía cautivada era Maryl, la mediana. Con expresión soñadora, como de costumbre, observaba sin moverse y con los ojos de par en par, igual que su madre, al hombrecillo ardiente. Y aunque su interés me proporcionó cierto consuelo, también me llenó de preocupación. Yo comprendía claramente que Ossu y Laila eran hijos de los nuevos tiempos. Su actitud era objetiva, la correcta, en tanto que la mía respondía a una rémora de añejo romanticismo. Y pese al desagravio que me reportaba la actitud de Maryl, deseé que fuese más parecida a los otros dos. No presagiaba nada bueno que la niña se sustrajera al desarrollo saludable de las generaciones.
Pasó la tarde y llegó la hora de que Ossu regresara al campamento infantil. Si tenía ganas de quedarse o si lo asustaba el largo trayecto en metro, no lo dejó traslucir. A sus ocho años ya era un conmílite disciplinado. Yo, en cambio, sentí una cálida oleada de añoranza de aquel tiempo en que los tres se acurrucaban cada noche en sus camitas. Un hijo es un hijo, después de todo, me decía, y está más próximo al padre que las hijas. Con todo, no osaba pensar siquiera en el día en que Maryl y luego Laila se marcharan y solo vinieran de visita dos tardes por semana. En cualquier caso, me cuidé mucho de desvelar aquella debilidad mía. Los niños no podrían quejarse ni una sola vez de haber recibido un mal ejemplo, la asistenta no podría dar parte de haber observado una actitud laxa en el padre de familia, y Linda... ¡Linda menos que nadie! No es que me atrajese la idea de que nadie me despreciara, pero mucho menos Linda, que nunca era débil.
Después de abrir y hacer las camas de las niñas en la sala familiar, Linda las arropó. La asistenta acababa de colocar los restos de comida y la vajilla en el montaplatos y se disponía a marcharse, cuando cayó en la cuenta de un olvido.
—Por cierto —dijo—, ha llegado una carta para usted, señor jefe. La he dejado en la sala parental.
Un tanto sorprendidos examinamos Linda y yo la misiva, una carta del trabajo. Si yo hubiera sido el jefe policial de la asistenta, aquello le habría valido seguramente una advertencia. Ya lo hubiese olvidado de verdad, ya lo hubiese omitido a propósito, era una negligencia imperdonable no averiguar el contenido de una carta de semejante procedencia: tenía pleno derecho a hacerlo. Pero al mismo tiempo me asaltó la intuición de que el contenido bien podía ser de tal naturaleza que quizá debiese estarle agradecido por su descuido.
Era una carta del séptimo negociado del ministerio de Propaganda. Y, para explicar sus términos, he de retroceder un poco en el tiempo.
Sucedió en una fiesta, dos meses atrás. Habían decorado uno de los locales de reuniones del campamento juvenil con los colores del Estado, representaban escenas, pronunciaban discursos, marchaban por la sala al son del redoble de los tambores, comían. Y todo porque una tropa de muchachas del campamento juvenil había recibido orden de traslado, no se sabía adonde exactamente; circulaban rumores de algún otro distrito químico, de uno de los del calzado; en cualquier caso, a algún lugar donde se habían desequilibrado tanto la mano de obra como el porcentaje de distribución por sexos. Así que desde nuestra ciudad, y probablemente también desde otras ciudades, reclutaban a mujeres jóvenes para enviarlas allí, a fin de que se mantuvieran las cifras establecidas en su día. Y lo que ahora se celebraba era la fiesta de despedida de las requeridas.
Tales ceremonias guardaban siempre cierta similitud con la fiesta de la partida de los conmílites. La diferencia era enorme: en estos festejos, todos, tanto las que partían como los que se quedaban, sabían que a las jóvenes que abandonaban su ciudad natal nadie les tocaría un pelo; que, antes al contrario, todos harían cuanto pudieran por que se adaptaran rápidamente y sin fricciones a su nuevo entorno; y que no tardarían en hallarse como pez en el agua. La similitud consistía exclusivamente en que, en uno y otro caso, ambas partes tenían la certeza casi absoluta de que jamás volverían a verse. No se permitía entre las ciudades otro transporte que el oficial, dirigido por funcionarios juramentados y sometidos a un control estricto con objeto de evitar el espionaje. Y aunque a alguno de los jóvenes requeridos lo destinasen al servicio de tráfico —una posibilidad casi inexistente, puesto que los funcionarios de tráfico se formaban prácticamente siempre en esa vocación desde la más tierna infancia y en ciudades escuela específicas para aprender a conducir—, se requería además que concurriese la extraña casualidad de que lo destinasen en concreto a una de las vías que conducían a su ciudad natal y que sus descansos laborales coincidieran con las ocasiones en que se encontrasen en ella: esto afecta solo a los empleados de tráfico terrestre, ya que los de tráfico aéreo viven siempre apartados por completo de sus familias y bajo un control permanente. Resumiendo, era preciso poco menos que un cúmulo milagroso de sucesos concurrentes para que los padres pudiesen ver de nuevo a sus hijos, una vez que los trasladaban a otro lugar. Omitiendo este detalle —omitiéndolo, desde luego, pues nadie tenía derecho a regodearse en tan sombrías consideraciones un día como aquel—, la celebración era una animada fiesta de regocijo, tal y como procedía en toda ocasión que propiciara la utilidad y el bien último del Estado.
De haberme encontrado yo entre los gozosos celebrantes, los hechos no se habrían desarrollado como lo hicieron. La esperanza de disfrutar de la buena mesa —en tales ocasiones se sirve siempre comida rica y abundante, y los celebrantes suelen abalanzarse sobre ella como cánidos voraces—, los redobles, los discursos, la festiva aglomeración, los vítores unísonos, todo contribuía a elevar la sala a un rotundo éxtasis común, según era habitual y deseable. Yo, en cambio, no me contaba ni entre los padres, ni entre los hermanos ni entre los líderes de las jóvenes. Era una de las cuatro tardes semanales en que prestaba servicio militar y policial y me encontraba allí ni más ni menos que en calidad de secretario policial. Esto implicaba no solo que mi sitio estuviese en una de las cuatro tarimas de las esquinas para levantar acta del festejo junto con los otros tres secretarios policiales que ocupaban las demás, sino también que era deber mío conservar la cabeza fría, para estar en condiciones de hacer todo tipo de observaciones acerca de cuanto sucediera en la sala. De producirse alguna escaramuza, de fraguarse alguna componenda secreta, por ejemplo, si alguno de los participantes intentaba alejarse una vez se había pasado lista, resultaba de gran utilidad para presidentes vigilantes, que solían estar ocupados con detalles de tipo práctico, el hecho de que cuatro secretarios policiales tuviesen la sala controlada desde un lugar discretamente apartado. De modo que allí me encontraba en mi aislamiento, paseando la mirada por el gentío; y, si por un lado me habría gustado participar y compartir el general regocijo comunitario, creo que mi sacrificio quedaba más que compensado por la certeza de lo prominente y digno de mi función. Por lo demás, entrada la tarde, vienen otros conmílites a sustituir a los secretarios policiales, así que entonces puede uno disfrutar de la comida y dar de lado toda preocupación.
Las jóvenes cuya despedida se celebraba no eran más de cincuenta y se las distinguía bien entre la muchedumbre por ir tocadas con las festivas coronas doradas que la ciudad prestaba precisamente para tales ocasiones. Una de ellas despertó mi atención, hasta entonces aparente, quizá porque era de una belleza insólita, quizá porque su mirada y sus movimientos expresaban una viva inquietud, como un fuego secreto. En varias ocasiones la sorprendí lanzando miradas expectantes hacia el lugar donde estaban los muchachos —eso fue al principio de la fiesta, mientras representaban la función y los muchachos del campamento de los jóvenes y las muchachas del campamento de las jóvenes aún estaban sentados en grupos separados—, hasta que por fin pareció hallar lo que buscaba y el fuego de sus gestos quedó en suspenso, como si floreciese con una única llama clara y apacible. Además, creí reconocer el rostro que ella había estado buscando y que había encontrado: tan desgarradoramente serio entre tanta faz jovial y expectante que casi movía a compasión. Tan pronto hubo terminado la representación y los jóvenes se mezclaron, los vi abrirse paso entre la muchedumbre como quien hiende el agua y, con seguridad casi ciega, encontrarse en el centro de la sala, silentemente a solas en medio del griterío y los cánticos de la gente. Se hallaban entre el fragor del alboroto como sobre un islote callado, sin saber en qué espacio ni en qué tiempo se encontraban.
Salí del ensimismamiento y resoplé censurando mi comportamiento. Aquellos jóvenes habían logrado arrastrarme a su mundo asocial, exento del único gran sacramento existente para todos: la comunidad. Debía de estar agotado, porque sentí como si estuviera descansando allí sentado mientras los contemplaba. Compasión era lo último que merecían aquellos dos, me dije. ¿Qué hay, en rigor, más saludable para la forja del carácter de todo conmílite que la temprana costumbre de hacer grandes sacrificios por un fin no inferior? ¿Cuántos no pasan la vida entera añorando un sacrificio de tamaña envergadura? Envidia era lo único que podía sentir por ellos, y envidia había, seguramente, en la insatisfacción que creí percibir entre los compañeros de ambos jóvenes; envidia y también un ápice de desprecio por tanto tiempo y energías malgastados en una sola persona. Yo, por mi parte, no podía despreciarlos. Estaban representando una obra de teatro eterna, hermosa en su inexorabilidad.
Fuere como fuere, estaba cansado, sin duda, ya que mi interés giraba continuamente en torno a las escasas pinceladas de seriedad que ofrecía lo festivo de la celebración. Tan solo unos minutos después de que apartase la mirada de los dos jóvenes, a quienes, por cierto, separó un grupo numeroso de compañeros, se me quedó prendida la atención en una mujer delgada de mediana edad, probablemente madre de alguna de las muchachas requeridas. También ella parecía como quien dice desconectada del bullicio colectivo. No sé exactamente cómo lo detecté y jamás habría podido demostrarlo, puesto que la mujer no dejaba de participar, se movía al ritmo de los que marchaban, asentía a los que hablaban, vitoreaba con los vítores. Aun así, creí notar que lo hacía maquinalmente, que no la exaltaba la oleada liberadora de la colectividad, sino que, hasta cierto punto, se hallaba fuera de ella y fuera también de su propia voz y de sus propios movimientos, separada del mismo modo que los dos jóvenes. La gente que la rodeaba debía de experimentar idéntica sensación e intentaba acercársele desde distintos flancos. En varias ocasiones vi desde mi tarima que había alguien que la cogía del brazo y la llevaba consigo o que asentía y hablaba con ella, pero no tardaba en retirarse decepcionado, pese a que las respuestas y las sonrisas de la mujer funcionaban de forma impecable. Se trataba simplemente de un hombrecillo feo y vivaracho, que no se dejaba amedrentar con facilidad. En cuanto ella le soltó esa sonrisa suya tan cansina y volvió a la seriedad anterior, más cansina si cabe, el hombrecillo se quedó allí plantado sin que nadie lo viese, a cierta distancia de donde ella se encontraba, observándola claramente intrigado.
Sin saber por qué, me sentí muy unido a aquella mujer cansada y reservada. Sensatamente, comprendía que, si ya los dos jóvenes eran dignos de envidia, la mujer la merecía aún en mayor grado: lo heroico de su abnegación superaba a los jóvenes y, por ende, también la fuerza y la gloria de estos. El sentimiento de la joven pareja no tardaría, pese a todo, en palidecer y verse sustituido por una nueva llama, y si intentaban retener el recuerdo, dejaría de dolerles en breve y se convertiría en algo bello y luminoso, en un recurso contra la monotonía cotidiana. El sacrificio de la madre, en cambio, podría ser de tal naturaleza que se renovase a diario. Yo también conocía ese sentimiento de añoranza tan duro de sobrellevar, aunque seguro que lograría vencerlo un día —me refiero a la añoranza de Ossu, el mayor de mis hijos, que, después de todo, venía a casa dos veces por semana, y, desde luego, yo tenía la esperanza de que pudiera quedarse en la Ciudad de la Química número 4 cuando fuese adulto—. Cierto es que intuía que aquella era una postura demasiado personal con respecto a los conmílites niños que uno entregaba al Estado, y que jamás habría querido expresarla abiertamente, pero aquella intuición vertía en secreto sobre mi vida cierto resplandor, quizá precisamente por ser tan secreta y tan contenida. Tortura y recurso idénticos reconocía yo en aquella mujer, e idéntica contención reticente. No podía por menos de ponerme en su lugar: jamás volvería a ver a su hija, ni siquiera tendría noticias de ella de vez en cuando, ya que el servicio de correos seleccionaba con mano cada vez más férrea la correspondencia privada, de modo que ahora solo permitían que llegasen a sus destinatarios las misivas verdaderamente importantes, formuladas brevemente y con objetividad y acompañadas de los justificantes oportunos. Y una idea un tanto arrogante y de romántico individualismo me asaltó la mente, la idea de una suerte de «compensación» que deberían recibir todos los conmílites por sacrificar en aras del Estado su vida sentimental; y debería consistir dicha compensación en lo más alto y lo más preciado que se podía desear: el honor. Si el honor era consuelo suficiente y más que suficiente para los mutilados de guerra, ¿por qué no habría de serlo también para todos los conmílites que se sentían mutilados por dentro? Era una idea confusa y romántica y, más adelante, aquella misma tarde, había de traer consigo una acción precipitada.
Llegó, pues, la hora del relevo, dejé mi puesto a un nuevo secretario policial y bajé de la tarima a la zona donde se concentraba la muchedumbre, dispuesto a fundirme en el entusiasmo general. Tal vez estuviese demasiado cansado y hambriento para conseguirlo. Por suerte, justo en ese momento, aparecieron desde las cocinas, rodando sobre raíles bien lubricados, las mesas con la cena, y todos colocaron las sillas de campaña en torno a aquellas exquisiteces. Ignoro si fue puro azar o si buscó a propósito mi compañía, pero, curiosamente, la mujer en la que me había estado fijando vino a sentarse justo enfrente de mí. No es imposible que me hubiese visto y que hubiese detectado cierta simpatía en la expresión de mi cara. Lo que, desde luego, no fue fruto del azar fue el hecho de que el hombrecillo feo y vivaracho que antes se había interesado por ella se acercase también y se acomodase a su lado.
A juzgar por su comportamiento, se había propuesto sacar a la luz precisamente lo que ella quería esconder. Verdad es que cuanto decía el hombrecillo era bastante inocente, pero todo enconaba sin cesar la herida que intuía en su vecina de mesa. Así, hablaba en tono lastimero de la soledad que aguardaba a las jóvenes. En efecto, para evitar la nefanda formación de camarillas, mantenían a las muchachas separadas después del traslado. A ello se sumaban las dificultades de adaptación a un clima y unas costumbres desconocidos. En lo que se refería a las Ciudades del Calzado, adonde se sospechaba que las enviarían —¿y cómo se filtraba, por cierto, semejante rumor? El destino del viaje era y debía ser secreto, y las suposiciones podían ser tan ciertas como falsas—, en lo que a las Ciudades del Calzado se refería, pues, había algunas situadas tan al sur como la Ciudad de la Química número 4, pero la mayoría se hallaba en el extremo septentrional y tenía, por tanto, un clima totalmente nórdico de largos inviernos crudos y oscuros que incitaban a cualquier forastero a la melancolía. Por lo demás, lo peor era el asunto del idioma. Por desgracia, la lengua común oficial dentro del extenso Estado del Mundo aún no se había terminado de imponer como lengua de comunicación en todos los rincones. En muchos lugares se hablaban aún las lenguas vernáculas, que diferían infinitamente entre sí. De hecho, él había estado escuchando a escondidas y se había enterado de que precisamente en una de las Ciudades del Calzado se hablaba una lengua dificilísima, con raíces y conjugaciones totalmente distintas de las habituales para ellos. Claro que no hay que dar crédito a quienes propagan infundios, ¡cuando seguro que ni siquiera han salido de la Ciudad de la Química número 4!
Por un instante me cruzó por las mientes la vaga idea de que la conducta del hombrecillo se debía seguramente a algún tipo de deseo de venganza, pero pronto me vi forzado a abandonarla. Por las respuestas corteses y frívolas que se daban comprendí que acababan de conocerse, quizá aquella misma tarde. Y poco a poco fui entreviendo la situación: el hombre no tenía ninguna razón personal para hacer lo que hacía; el más genuino desvelo por el bien supremo del Estado le dictaba tanta crueldad. No tenía en mente ningún otro propósito que el de dejar al descubierto los sentimientos privados y asocíales de la mujer, de colocarla en la picota de un ataque de llanto o de una respuesta airada, para luego poder señalarla y decir: «¡Ved lo que aún sufrimos y debemos soportar entre nosotros!». Desde este punto de vista, la ambición del hombrecillo resultaba no solo comprensible, sino directamente digna de respeto, y el duelo entre él y la mujer a quien atacaba adquiría una dimensión nueva, era cuestión de principios. Yo la iba observando con atención y cuando, finalmente y pese a todo, mis simpatías se inclinaron por la mujer, no fue por debilidad y compasión, sino por algo de lo que no tenía motivos para avergonzarme ante quien fuere: por admiración de la superioridad casi masculina que demostraba a la hora de repeler las arremetidas del hombrecillo. Ni un estremecimiento le alteró la sonrisa solemne, ni un temblor en la voz que se abriese paso por la frialdad del tono ligero de su voz cada vez que afrontaba los habilidosos embates que el hombrecillo emprendía con argumentos de consuelo a cuál más superficial. La juventud aprende fácilmente, el clima norteño es, en términos generales, más saludable que el sureño, en el Estado del Mundo ningún conmílite tiene por qué sentirse solo, y ¿por qué lamenta usted que olvide a los suyos? Nada es más deseable cuando se produce un traslado.
Me sentí hondamente decepcionado al ver que un hombre pelirrojo y burdo por demás interrumpía tan elegante torneo: —Pero ¿qué palabrería sentimental es esa? Oiga usted, conmílite, como quiera que se llame, ¡mira que ponerse a afear las medidas del Estado en un día como hoy! Y, para colmo, ¡ante una de las madres! ¡Alegría es lo que hoy corresponde, no cuitas y suspiros!
En ese momento iban a reanudarse los discursos y en mi cerebro vio la luz la desafortunada decisión de asestarle una puñalada al hombrecillo. Y es que mis obligaciones de aquella tarde no habían concluido: yo era uno de los conferenciantes oficiales. Resultó que mi discurso, preparado con tanto primor en lo referido incluso a gestos y esas cosas, acabó con un final funesto e improvisado: —Y sepan, conmílites, que no resulta menor su hazaña porque a veces tenga el dolor como consecuencia. Dolor causan al guerrero las heridas, dolor siente bajo el velo la viuda del soldado caído, por más que el gozo de servir al Estado compense mil veces ese dolor. Y dolor deben poder sentir aquellos a quienes la vida laboral distancia para siempre en la mayoría de los casos. Y si merece nuestra alabanza que las madres se separen de las hijas y los camaradas se alejen de los camaradas con la felicidad en la mirada y con vítores en los labios, no es menos digno de admiración si, tras la alegría y los vítores late la pena, una pena contenida, negada; quizá incluso merezca más admiración aún, porque es un sacrificio mayor en aras del Estado.
Exaltada y predispuesta como estaba, la muchedumbre estalló, desatada, en una tormenta de aplausos y ovaciones. Sin embargo, advertí que aquí y allá, entre quienes aplaudían, había también quienes dejaban las manos quietas. Mil aplauden, quizá, y dos se abstienen; y, curiosamente, esos dos son más importantes que los otros mil. Es obvio, puesto que esos dos pueden ser dos delatores, mientras que ninguno de los mil movería un dedo para defender al ovacionado, una vez delatado este. Y, por lo demás, ¿cómo iban a defenderlo? Resulta, pues, fácil comprender que no era una situación agradable la de encontrarse allí patéticamente emocionado y sentir en todo momento las miradas del hombrecillo feo como una serie continuada de flechazos. Eché un rápido vistazo como de pasada hacia donde se encontraba. Por supuesto que no aplaudía.
Y lo que yo tenía ahora en la mano era la secuela de aquella tarde. No tuvieron a bien decirme quién me había denunciado; no tuvo por qué ser precisamente el enano, pero alguien había presentado la denuncia. Y así rezaba la carta: «Conmílite Leo Kall1, Ciudad de la Química número 4: Sometido a examen el discurso por usted pronunciado el 19 de abril del año en curso con motivo de la fiesta de despedida celebrada en el Campamento Juvenil en honor de las trabajadoras requeridas para traslado, el ministerio de Propaganda ha resuelto comunicarle lo siguiente: »Así como el combatiente entregado resulta siempre más eficaz que el que vacila, también a un conmílite alegre, que ni para sí ni para los demás admita estar haciendo sacrificio alguno, debe reconocérsele más valor que a un conmílite víctima del desaliento, abatido por su presunto sacrificio, por más que esconda dicho abatimiento. No tenemos, por ende, ningún motivo para sublimar a aquellos conmílites que se esfuercen por ocultar su vacilación, su desánimo y su sentimentalismo personal bajo el autocontrol de una máscara de felicidad, sino solo a quienes, traspasados de alegría, no tienen nada que ocultar, de donde la denuncia de los primeros constituye un acto encomiable en aras del bien supremo del Estado.
1 Homónimo del sustantivo kall, (llamada, misión, vocación), y del adjetivo kall, (frío).
»Esperamos que, a la mayor brevedad posible, presente una disculpa ante la misma congregación que escuchó sus palabras, en la medida en que esto sea factible. De lo contrario, en la radio local.
»Séptimo Negociado del Ministerio de Propaganda».
Reaccioné de forma tan compulsiva que más tarde me sentí avergonzado ante Linda. Pero que aquello llegase precisamente hoy, ¡en el entusiasmo de la victoria! ¡Que me asestaran semejante golpe cuando más esperanzado me sentía! Fuera de mí como estaba, hice más de una afirmación irreflexiva que aún hoy, a pesar de mi buena memoria, se me hace difícil recordar: que era un hombre desahuciado; que mi carrera estaba arruinada; mi futuro, carente de gloria; mi gran invento, fútil en comparación con aquello, que ahora figuraría en mi tarjeta secreta en todas las secciones de policía del Estado del Mundo... y otras cosas por el estilo. Y cuando Linda intentó consolarme, creí en un primer momento que era pura falsedad por su parte y que solo pensaba en cuál sería la mejor manera de abandonar el barco mientras se hundía, a pesar de que los niños aún tenían edad de seguir viviendo en casa.
—Pronto lo sabrán todos, sabrán lo peligrosos que son para el Estado los discursos que pronuncio —me lamenté con amargura—. Solicita el divorcio, hazlo, no te importe que los niños sean pequeños. De todos modos, para ellos es mejor quedar huérfanos de padre que vivir con un individuo peligroso para el Estado, como yo...
—Cómo exageras —dijo Linda con calma. (Aún recuerdo incluso el verbo. No fueron la tranquilidad ni el tono maternal lo que me convenció de su sinceridad, sino el cansancio, tan denso e indiferente)—. Cómo exageras. ¡Con la de soldados insignes que han recibido amonestaciones alguna vez, aunque luego hayan presentado sus disculpas y hayan quedado limpios! ¿No recuerdas a tantos como hemos oído excusarse en la radio los viernes de ocho a nueve? Debes comprender que no es la infalibilidad lo que define al buen conmílite, y menos aún la infalibilidad en cuestiones donde la ética estatal aún está por definirse. Sino ante todo la capacidad de abandonar el propio punto de vista para abrazar el punto de vista correcto.
Por fin logré tranquilizarme y empecé a comprender que Linda tenía razón. Alterado como estaba, le prometí a ella y a mí mismo que recurriría al espacio radiofónico para disculpas en cuanto me fuese posible. Y comencé acto seguido a redactar un borrador de mi discurso.
—Vuelves a exagerar —dijo Linda, que, por encima de mi hombro, leía lo que iba escribiendo—. Tampoco tienes que humillarte hasta esos extremos ni que comportarte como una goma que se deja estirar de cualquier manera: pueden sospechar que volverás al punto inicial restallando al primer descuido. Créeme, Leo, esas cosas hay que escribirlas cuando no se está tan alterado como tú lo estás ahora.
Linda tenía razón y me di cuenta de la suerte que tenía de que estuviera conmigo. Era sensata. Sensata y fuerte. Pero ¿por qué se la oía tan cansada?
—No estarás enferma, ¿verdad, Linda? —pregunté angustiado.
—¿Y por qué iba a estarlo? Tuvimos reconocimiento médico la semana pasada. Me prescribieron radiaciones de aire libre; por lo demás, me dijeron que estaba impecable.
Me levanté y la abracé.
—No puedes morirte y dejarme solo. Te necesito. Debes quedarte a mi lado.
Pero, parejo a la angustia de quedarme solo, discurría un pequeño reguero de esperanza: sí, por qué no, ¿por qué no podía morirse?, tal vez esa fuese la solución perfecta al problema. Pero yo no quería ni pensarlo. Así que la abracé fuertemente con una suerte de rabia impotente.
Nos fuimos a la cama y apagamos la luz. Ya hacía tiempo que se me había terminado la ración mensual de somníferos.
Aunque la suave calidez de Linda y su aroma, que recordaba a hojas de té, no me hubiesen llegado en oleadas bajo la manta común, la habría deseado aquella noche, habría deseado una intimidad mayor que la que procuran simples roces. El paso de los años me había cambiado. De joven, mis sentidos eran algo así como un apéndice, un secuaz exigente al que había de satisfacer para que me dejara en paz y libre de dedicarme a otros menesteres; también una herramienta orgullosa para el placer, pero no exactamente una parte de lo que yo llamaba de verdad mi propio ser. Ya no era así. Aroma y suavidad y placer ya no eran lo único que deseaba. El objetivo de mis sentidos enardecidos era algo mucho más inasequible, era la Linda que, durante breves espacios de tiempo, se atisbaba tras los ojos inmóviles y abiertos, tras el tenso arco sonrosado de su boca, la Linda que había entrevisto aquella tarde en el cansancio de la voz, en el sosiego y la sensatez de sus consejos. Y con la pulsión del deseo abriéndose paso esforzadamente por las venas, me di la vuelta en la cama y ahogué un suspiro. Me dije que lo que yo buscaba en la convivencia de hombre y mujer era superstición y nada más, tanto como la práctica salvaje de los antepasados de la prehistoria que devoraban el corazón valiente de sus enemigos para ungirse con su valor. No existía ningún acto de magia capaz de facilitarme la llave y el derecho de propiedad del jardín de las delicias que Linda me negaba. Y, así las cosas, todo resultaba inútil.
En la pared estaban el ojo y el oído policial, tan activos a la luz como en la oscuridad. Nadie podía considerarlos sino justificados: ¡menudos campos de cultivo del espionaje y las conspiraciones serían si no las salas parentales! Sobre todo cuando también se utilizaban como salas de visita. Más adelante, cuando llegué a tener un conocimiento profundo de la vida familiar de tantos conmílites, me vi forzado a relacionar estrechamente el ojo y el oído policiales con la insatisfactoria curva de natalidad del Estado del Mundo. Pero en modo alguno creo que fuesen la causa de que ahora mi sangre se apaciguase con tanta facilidad. Al menos, antes nunca me había afectado. Nuestro Estado del Mundo no tenía ni de lejos una visión ascética del sexo, antes al contrario, era necesario y honorable engendrar nuevos conmílites y se hacía cuanto era preciso para que, desde que alcanzaban la edad adulta, hombres y mujeres tuviesen oportunidad de cumplir con su deber en ese aspecto. En un primer momento no tuve nada en contra de que en las altas esferas supiesen de vez en cuando que yo era un hombre. Al contrario, el ojo y el oído policiales actuaban más bien como acicate. Nuestras noches de antaño estaban envueltas en un halo de festiva representación en la que no éramos sino dos ejecutores de un ritual que presenciaba exclusivamente el Estado, traspasados de solemnidad y de sentido de la responsabilidad. Sin embargo, con el paso de los años, se había producido un desajuste. Mientras que antes, incluso en las actividades más íntimas, me preguntaba principalmente cómo me valoraba el Poder, que también recurría al ojo de la pared, dicho poder se había ido tornando con el tiempo en un lastre fastidioso justo en los momentos en que yo deseaba desesperadamente tanto a Linda como el milagro jamás alcanzado y jamás alcanzable que me convirtiera en señor de sus más íntimos secretos. El ojo, que yo reclamaba, seguía allí, pero era la propia Linda. Empecé a intuir que mi amor había experimentado un giro ilícito hacia lo privado que incomodaba a mi conciencia. El objetivo del matrimonio eran los hijos; ¿y qué tenía eso que ver con sueños supersticiosos de llaves y señoríos? Tal vez ese peligroso giro en mi matrimonio fuese una razón más para separarnos. Y me preguntaba si los divorcios que ocurrían en nuestro entorno no tendrían la misma causa...
De modo que decidí dormirme, pero no podía. Antes bien, el comunicado del Séptimo Negociado del ministerio de Propaganda empezó a retumbarme en la cabeza y ya no sabía de qué lado quería dormir.
Un combatiente entregado resulta siempre más eficaz que el que vacila, eso es cierto, naturalmente, es lógico. ¿Y qué hacer, pues, con los que vacilan? ¿Cómo obligarlos a esa entrega?
Un descubrimiento espeluznante: allí estaba yo, angustiado por los que vacilaban, como si fuera uno de ellos. Como conmílite, mi entrega era total, sin una gota de perfidia ni traición. Fuera los inútiles, y ella también, la madre flaca y contenida de la fiesta. ¡Disparad contra los que vacilan!, sería mi lema a partir de ahora. ¿Y tu matrimonio?, me preguntaba una vocecilla malévola. Pero yo le respondía debidamente: «Si no mejora, me divorcio. Desde luego que me divorcio. Pero no antes de que los niños hayan alcanzado la edad para marcharse de casa». Y de pronto se hizo la luz en mi mente y comprendí con alivio: mi descubrimiento iba exactamente en la línea del comunicado del Séptimo Negociado. ¿No había hablado yo hoy mismo con la asistenta justo con ese espíritu? Me creerían y me perdonarían gracias a mi descubrimiento; había demostrado mi fiabilidad con mis acciones, lo cual debía de pesar más en la balanza que unas palabras irreflexivas pronunciadas en una fiesta de nada. Yo era, pese a todo, un buen conmílite y tal vez pudiera convertirme en un conmílite mejor aún.
Antes de que me venciera el sueño, no tuve otro remedio que reírme para mis adentros ante una ocurrencia de lo más satisfactoria, una de esas imágenes caprichosas que suelen aparecer en la conciencia inmediatamente antes de dormirnos: vi que también el hombrecillo feo y vivaracho de la fiesta tenía en la mano una amonestación, y también a él lo recorría un sudor frío; el pelirrojo robusto lo había denunciado por sus intentos de estorbar el júbilo general y de censurar las medidas del Estado. Y eso era peor, vaya si lo era...
No es que yo tuviese por costumbre perder el tiempo, ni después de la gimnasia matutina ni en general, pero creo que aquella mañana me di más prisa de lo que solía en la ducha y me puse el uniforme de trabajo para estar listo y en posición de firmes en el momento en que la puerta del laboratorio se abriese dando paso al jefe de control.
Cuando llegó por fin... era Rissen, naturalmente. Tal y como yo sospechaba.
Si bien estaba decepcionado, esperaba que al menos no se me notase. Había existido una posibilidad ínfima de que fuese otro, pero no: era Rissen. Y una vez que lo tuve allí, con aquel aspecto suyo insignificante y un punto inseguro, comprendí claramente que no lo odiaba porque quizá existiese algo que descubrir entre él y Linda, sino que, al contrario, me disgustaba de forma tan particular la idea de una relación entre él y Linda precisamente porque se trataba de Rissen. Cualquiera menos él. Rissen no sembraría muchos escollos en mi labor científica; era demasiado indulgente para ello. Pero yo habría preferido a un jefe de control menos indulgente y más taimado, alguien con quien medir mi propia fuerza, siempre y cuando pudiera sentir por él más respeto. Por Rissen no podía uno sentir respeto; era demasiado distinto de los demás, demasiado ridículo. No resultaba nada fácil decir qué era lo que le faltaba a aquel tipo, pero la expresión ritmo de marcha daba cierta idea del asunto. El porte decidido, la forma de hablar clara y contenida, la única natural en un conmílite adulto... Rissen no era de esos. De buenas a primeras se volvía ansioso, hablaba atropelladamente e incluso cometía la torpeza de hacer con la mano movimientos instintivos y cómicos, cuando no hacía largas pausas inmotivadas, se enfrascaba en alguna idea, dejaba escapar algunas frases imprudentes que solo los iniciados comprendían... Se le demudaba la cara con espasmos animales e incontrolados en mi presencia, la de un subordinado, cuando oía hablar de algo que despertaba en él un interés especial. Por un lado, yo sabía que, como científico, Rissen presentaba ventajas indiscutibles; por otro, y pese a que se trataba de mi jefe, no podía ignorar que existía cierta desproporción entre su valía como científico y su valía como conmílite.
—Ajá —comenzó parsimonioso, como si el horario laboral fuese propiedad suya—. Ajá. He recibido un informe detallado de todo este asunto. Y creo que tengo una idea clara al respecto.
Y comenzó a repetir los puntos más importantes de mi informe.
—Señor —lo interrumpí impaciente—, me he permitido pedir cinco personas del Servicio de Víctimas Voluntarias. Están esperando en la galería.
Me miró disgustado con sus ojos profundos. Tenía la impresión de que apenas me veía. Era un hombre de lo más extraño.
—Bien, pues llame a una de ellas —dijo. Sonó como si pensara en voz alta, no como una orden.
Hice sonar el timbre de la sala de espera. Inmediatamente después entró un hombre con un brazo vendado, se detuvo en el umbral, saludó y se anunció como el número 135 del Servicio de Víctimas Voluntarias.
Un tanto irritado, pregunté si en verdad les había sido imposible enviar a un humano cobaya totalmente sano. Durante mi trabajo como ayudante en uno de los laboratorios de medicina, sucedió en una ocasión que al que entonces era mi jefe le tocó en suerte una mujer con la actividad glandular destrozada por una prueba anterior, y recordaba perfectamente que estuvo a punto de malograr los resultados de las investigaciones. Yo no quería arriesgarme a nada semejante. Por lo demás, sabía por la normativa de orden social que era deber de todos exigir el derecho a que enviasen humanos cobaya sanos: la costumbre de enviar al mismo humano una y otra vez solía alentar cierto favoritismo, de modo que durante largos periodos, privaban a víctimas voluntarias de habilidades y entrega impecables de la ocasión de demostrar su valor y de obtener algún beneficio adicional. Cierto que la vocación requerida para el Servicio de Víctimas Voluntarias era más honorable que la mayoría y debería considerarse, en rigor, como una recompensa en sí, pero, teniendo en cuenta las numerosas gratificaciones por lesiones que llevaba aparejadas la profesión, los honorarios estaban calculados al mínimo.
El hombre se irguió y se disculpó en nombre de su sección. Realmente, no tenían a nadie más a quien enviar. En aquellos momentos estaban desplegando una actividad febril en el laboratorio bélico, y hasta el último hombre del Servicio de Víctimas Voluntarias se desvivía allí a diario. Él, por su parte, el número 135, se hallaba en perfecto estado, de no ser por la herida por gas bélico sufrida en la mano izquierda, que se había complicado, y quería decir en su descargo que, puesto que la herida debería haber sanado tiempo ha —ni siquiera el químico que la causó se lo explicaba—, se consideraba sano y esperaba que la pequeña lesión provocada por el gas no entorpeciese la prueba.
En realidad, aquella lesión no entorpecería nada en absoluto, de modo que me tranquilicé.
—No son las manos lo que necesitamos, sino su sistema nervioso —le dije—. Y puedo adelantarle que el experimento no será doloroso ni dejará secuelas de ninguna índole, ni siquiera transitorias.
El número 135 se irguió más aún si cabe. Su voz sonó a fanfarria cuando dijo: —Lamento que el Estado no me exija aún un sacrificio mayor. Estoy dispuesto a todo.
—Naturalmente, no lo dudo —respondí solemne.
Estaba convencido de que lo decía de verdad. Mi única objeción era que puso demasiado énfasis en subrayar su valentía. También un científico puede ser valiente en su laboratorio, aunque aún no lo haya podido demostrar, me dije. Por lo demás, todavía no era tarde: lo que aquel hombre había mencionado sobre la actividad febril del laboratorio bélico era un indicio más de que soplaban aires de guerra. Otra circunstancia que yo ya había observado, pero que no había querido discutir para que no me considerasen pesimista y pendenciero, era que la comida había empeorado radicalmente en el transcurso de los últimos meses.
Senté, pues, al hombre en una silla muy cómoda que habían traído expresamente para mis experimentos, le subí la manga, lavé el pliegue del codo y saqué la jeringuilla, llena de un líquido de color verde pálido. En el mismo instante en que el número 135 sintió el pinchazo de la aguja se le tensó la cara de tal modo que casi se volvió hermosa. He de admitir que pensé que estaba contemplando a un héroe allí sentado en la silla. Al mismo tiempo palideció ligeramente, lo cual no podía deberse al líquido verdoso, que aún no habría surtido efecto.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté alentador mientras el contenido de la jeringuilla iba desapareciendo. También por la normativa sabía que era conveniente hacerles a los humanos cobaya tantas preguntas como fuera posible: eso les infundía una sensación de igualdad y, en cierto modo, los elevaba por encima del dolor.
—Gracias, ¡como de costumbre! —respondió el número 135, aunque hablaba con notable lentitud, como para disimular que le temblaban los labios.
Mientras seguía sentado esperando el efecto, examinamos su ficha, que había dejado encima de la mesa. Fecha de nacimiento, sexo, raza, tipo de constitución física, tipo de temperamento, grupo sanguíneo, etcétera, peculiaridades observadas en la familia, enfermedades sufridas (una larga lista, prácticamente todas contraídas en los experimentos). Anoté lo necesario en mi nuevo sistema de fichas, cuidadosamente organizado. Lo único que me desconcertó un poco fue la fecha de nacimiento, aunque seguramente era lógico, pues ya sabía yo desde mis años de ayudante, por haberlo oído y constatado entonces, que los humanos cobaya activos en el Servicio de Víctimas Voluntarias aparentaban por lo general diez años más de los que en realidad tenían.
—Pues está listo —dije dirigiéndome de nuevo al número 135, que ya empezaba a retorcerse en la silla.
—¿Qué tal?
El hombre se echó a reír, entre asombrado y pueril.
—Me encuentro estupendamente. Nunca me he encontrado mejor. Pero qué miedo tenía...
Había llegado el momento. El jefe de control y yo escuchábamos atentos. El corazón me martilleaba en el pecho. ¿Y si el hombre no decía nada en absoluto? ¿Si no se guardaba ni ocultaba secreto alguno? ¿Si lo que estaba a punto de decir nada tenía de extraordinario? ¿Cómo convencería a mi jefe de control? ¿Y cómo iba a estar seguro yo mismo? Una teoría, por fundamentada que esté, es y será siempre una teoría mientras no se la ponga a prueba. Y yo bien podría haberme equivocado.
Entonces ocurrió algo para lo que no estaba preparado. Aquel hombre robusto y corpulento empezó a sollozar sin poder contenerse. Se escurrió en la silla y se quedó agarrado medio colgando del reposabrazos como un trapo, balanceándose despacio y rítmicamente adelante y atrás, profiriendo largos gemidos. Me resulta imposible expresar lo vergonzoso que se me antojaba aquello, e ignoraba qué postura o qué gesto adoptar. La contención de Rissen no dejaba nada que desear, he de admitir. Si se sentía tan molesto y tan afectado como yo, lo ocultaba tanto mejor.
Aquello se prolongó varios minutos. Sentí pudor ante mi jefe, como si fueran a responsabilizarme a mí de que tuviese que presenciar tales escenas. A pesar de que era imposible que yo supiera de antemano lo que desvelarían los humanos cobaya. Y ni yo ni el laboratorio entero teníamos categoría de jefes suyos. Los enviaban de una central situada en el núcleo del barrio de los laboratorios, de modo que todas las instituciones aledañas los tuviesen a mano.
El hombre se calmó por fin. Los sollozos fueron remitiendo, se irguió en la silla hasta adoptar una postura algo más digna. Ansioso de poner punto final a tan bochornosa actuación, le dirigí la primera pregunta que se me ocurrió.
—¿Cómo se encuentra?
Dirigió la mirada hacia nosotros. Se veía a la perfección que era consciente de nuestra presencia y nuestras preguntas, aunque quizá no tuviese claro del todo quiénes éramos. Al responder, nos respondía a nosotros, sin duda, pero no como es habitual dirigirse a un superior, sino como a un oyente soñado y sin nombre.
—Soy tan desgraciado... —dijo lánguidamente—. No sé qué voy a hacer. No sé cómo voy a resistir.
—¿A resistir qué? —pregunté.
—Esto, todo. Tengo tanto miedo... Tengo tanto miedo siempre... No ahora mismo, sino en general, casi siempre.
—¿Por los experimentos?
—Pues claro, por los experimentos. En estos momentos no sé de qué tengo miedo. O te duele o no te duele tanto; o te quedas tullido o te recuperas; o te mueres o sigues viviendo: ¿qué habría de temer? Pero siempre he tenido mucho miedo. Ridículo. ¿A qué tener tanto miedo?
La languidez inicial había cedido dando paso a una imprudencia manifiesta propia de un estado de embriaguez.
—Y luego —dijo echando hacia atrás la cabeza como si estuviera borracho—, luego resulta que uno tiene más miedo por el qué dirán. Eres cobarde, eso dirían, y eso es peor que todo lo demás. Eres cobarde. No soy cobarde. No quiero ser cobarde. Y, además, ¿qué pasaría si en verdad lo fuera? Pero... si pierdo el puesto... Pues ya encontraré otro. Siempre se les ocurre dónde utilizarlo a uno. No pienso permitir que me echen. Puedo irme por mi propio pie y voluntariamente del Servicio de Víctimas Voluntarias. Voluntariamente, tal y como me adherí a él.
Volvió a ensombrecerse, pero no por tristeza, sino por una amargura sorda.
—Los odio —continuó con resolución inesperada—. Odio a todos esos seres que se pasean por los laboratorios sin dolencias, sin lisiaduras, sin necesidad de temer heridas y padecimientos y secuelas previstas e imprevistas. Después se marchan a casa con sus mujeres e hijos. ¿Creen que alguien como yo puede tener una familia? Intenté casarme en una ocasión, pero no funcionó, como comprenderán, no funcionó. Uno anda siempre demasiado ocupado consigo mismo cuando se vive así. Y eso no hay mujer que lo aguante. Yo odio a las mujeres. Te seducen, ¿verdad?, pero luego no te aguantan. Son falsas. Las odio a todas, salvo a mis compañeras del Servicio de Víctimas, por supuesto. Las mujeres del Servicio de Víctimas han dejado de ser mujeres, no vale la pena odiarlas. Los que estamos allí no somos como los demás. También a nosotros nos llaman conmílites, pero ¿cómo vivimos? Tenemos que vivir en El Hogar, somos como los restos de un naufragio...
Se le amortiguó la voz hasta que se convirtió en un murmullo turbio mientras repetía: «Odio...».
—Señor —le dije a mi jefe—, ¿quiere que le ponga otra inyección?
Confiaba en que dijera que no, pues aquel hombre me resultaba de lo más desagradable, pero Rissen asintió, y no tuve más opción que obedecer. Mientras inoculaba en la sangre del número 135 otra dosis de líquido verdoso, le dije en tono cortante: —Usted mismo ha señalado que se llama Servicio de Víctimas Voluntarias. ¿De qué se queja entonces? Resulta repugnante oír a un adulto quejarse de sus propios actos. Usted se alistó sin duda en su día sin la menor coacción, exactamente igual que los demás.
Me temo que, en realidad, no dirigí aquellas palabras al sujeto aturdido que, precisamente por encontrarse medio anestesiado, debía de ser inaccesible a cualquier reprimenda, sino más bien a Rissen, para que supiera a qué atenerse conmigo.
—Por supuesto que me alisté por voluntad propia —confirmó el número 135 quedamente, adormilado y desconcertado—. Claro que me alisté por voluntad propia; pero es que yo no sabía cómo iba a ser. Claro que suponía que implicaría sufrir, pero de otro modo, de un modo más honorable. Y morir, pero de una vez y lleno de emoción. No día y noche, palmo a palmo. Creo que morir sería agradable. Entonces se nos permite manotear y respirar fatigosamente entre estertores. En una ocasión vi morir a alguien en El Hogar, y lo vi bracear y respirar anhelante. Fue horrible. Pero no fue solo horrible. No se puede imitar sin más. Y, desde entonces, siempre he pensado que debe de ser muy agradable poder comportarse así, una sola vez. Hay que actuar así, no se puede evitar. Si se hiciera voluntariamente, no sería de recibo. Pero no es voluntario. Nadie está autorizado a impedir esa agitación ni esos suspiros. Ocurren, sencillamente. Cuando uno se está muriendo, puede comportarse como sea, sin que nadie pueda impedírselo.
Yo estaba dándole vueltas a una varilla de vidrio.
—Este hombre debe de sufrir algún tipo de perversión —le dije en voz baja a Rissen—. Así no reacciona un conmílite sano.
Rissen no respondió.
—¿En verdad es usted tan desconsiderado como para endosarles a otros la responsabilidad... —comencé a soltarle un acerado discurso al humano cobaya. Noté que Rissen me miraba largamente, entre frío y jocoso, y sentí que me ruborizaba ante la idea de que seguramente pensaba que me estaba haciendo el importante en su presencia (una idea de lo más injusta, me dije). En cualquier caso, debía concluir la frase, de modo que continué en un tono de voz sensiblemente más dócil:— ...de haber elegido una profesión que ahora no le parece adecuada para usted?
El número 135 no reaccionó lo más mínimo ni a la intención ni al tono de voz, solo a la pregunta en sí.
—¿A otros? —preguntó—. ¿Yo? Pero si yo no quiero. Aunque es verdad que era lo que quería. De mi sección nos presentamos diez, más que de ninguna otra en todo el campamento juvenil. En más de una ocasión me he preguntado el porqué. Todo desembocaba sin más en el Servicio de Víctimas Voluntarias. Y los primeros años aún pensaba: «Valía la pena todo esto». Fuimos y nos presentamos, ¿saben? Y cuando mirabas al vecino, ya no te parecía estar viendo a un ser humano. Esos rostros, ¿saben? Como fuego. No como de carne y hueso. Santos, divinos. Los primeros años pensaba: «Hemos tenido la oportunidad de vivir algo distinto y algo más de lo que experimentan los simples mortales; ahora pagamos a posteriori y, después de lo que hemos visto, podemos entender lo que es...». Pero no podemos. Yo no puedo. Ya no puedo retener ese recuerdo, se me escapa, más y más lejos. Antes lanzaba a veces un destello cuando yo no lo buscaba en absoluto, pero cuando lo busco —y buscar es lo que debo hacer para hallarle de nuevo sentido a mi vida— tomo conciencia de que ya no se deja, de que ha huido demasiado lejos. Creo que lo he agotado con tanto buscarlo. A veces me quedo tumbado cavilando sobre cómo habría sido todo si hubiese llevado una vida normal —si, en tal caso, me habría sido posible vivir un instante tan grandioso una vez más, quizá, o quizá no, hasta ahora— o si toda esa grandeza habría repercutido sobre la existencia entera, de tal forma que esta hubiese tenido sentido de todos modos, si no fuera porque ya había pasado irremediablemente. Es preciso contar con un presente, ¿comprenden?, no solo con un instante perdido del que alimentarse el resto de la vida. No es fácil aguantar esto, por más que una vez hayamos estado ahí... Pero uno se avergüenza. Uno se avergüenza de traicionar el único instante en la vida que valió la pena. Traicionar. ¿Por qué traiciona uno? Yo solo quiero llevar una vida normal para recuperar el sentido. Asumí una tarea demasiado grande. No puedo con ella. Mañana mismo iré a avisar de que lo dejo.
Se produjo cierta distensión. Una vez más, tomó la palabra.
—¿Creen que uno se encuentra por segunda vez con un momento así, ¿el de la muerte? He reflexionado mucho sobre ello. A mí me encantaría morir. Cuando ya no queda nada más que sacar de la vida, al menos eso sí queda. Cuando uno dice: «no tengo fuerzas para vivir», no quiere decir: «no tengo fuerzas para morir», porque para eso sí quedan fuerzas, para morir siempre tenemos fuerzas, porque entonces puedes ser como quieres ser...
Guardó silencio y se quedó quieto, apoyado en el respaldo de la silla. Una palidez verdosa empezaba a cubrirle la cara. El cuerpo se le estremecía de forma casi imperceptible, como en hipidos leves. Las manos tanteaban los brazos de la silla y se diría que todo él despertó de pronto al desasosiego y a las náuseas. No era de extrañar, por cierto, puesto que le había duplicado la dosis. Le ofrecí un vaso de agua con unas gotas de tranquilizante.
—Se repondrá enseguida —dije—. El malestar solo dura un momento, únicamente cuando la sustancia empieza a surtir efecto. Luego desaparece. En cierto modo, quizá aún tenga por delante la más desagradable de las tareas: volver de nuevo encogido al corazón del miedo y el sentimiento de vergüenza. ¡Mire, señor jefe! Creo que puede valer la pena observarlo.
En realidad, Rissen ya tenía los ojos puestos en el número 135 como si quien sintiera vergüenza fuese él y no el humano cobaya. El hombre que teníamos delante ofrecía un espectáculo nada alentador. Se le hinchaban las venas palpitantes de las sienes y los músculos que rodeaban la comisura de los labios le temblaban al ritmo de un terror atenuado y de una naturaleza mucho peor que la que venía ocultando cuando entró en la sala. Seguía cerrando los ojos convulsamente, como si esperase hasta el último aliento que, así, su recuerdo cristalino se transformase en un mal sueño.
—¿Recuerda todo lo sucedido? —preguntó Rissen quedamente.
—Todo, me temo. En realidad, no sé si tal circunstancia ha de considerarse una ventaja o un inconveniente.
Muy en contra de su voluntad, el humano cobaya decidió por fin abrir los ojos lo justo para poder avanzar con paso inseguro. Encorvado e inestable, se apartó unos pasos de la silla, sin atreverse a mirarnos a la cara a ninguno de los dos.
—Bien, pues muchas gracias por el servicio prestado —dije sentándome a la mesa. (Exigía la costumbre que el interpelado respondiera entonces: «Solo cumplía con mi deber», pero ni siquiera el formalista recalcitrante que era yo entonces habría tenido valor de atenerse estrictamente a las convenciones tratándose de humanos cobaya después de un experimento)—. Expediré el certificado de inmediato —le dije—, así podrá pasar por caja y cobrar la indemnización cuando quiera. Le extenderé uno de clase ocho: malestar moderado sin secuelas. El dolor y el mareo no han sido dignos de mención, así que, en realidad, tendría que haber sido de clase tres. Pero he creído comprender que... ummmm... ¿cómo diría?, que está usted un tanto avergonzado.
Cogió el documento con gesto ausente y encaminó sus pasos hacia la puerta. Una vez allí, se detuvo indeciso unos segundos, se volvió repentinamente y balbució: —Si me permiten, solo querría decir que no comprendo lo que me ha pasado. Estaba como ido y decía cosas que no pienso en absoluto. Nadie ama su trabajo más que yo y no se me pasaría por la cabeza dejarlo, por supuesto. Espero de todo corazón poder demostrar mi buena voluntad sufriendo los más duros experimentos por el Estado.
—Al menos, tendrá que quedarse hasta que se le haya curado la mano —dije un tanto a la ligera—. De lo contrario, no debería serle fácil encontrar un puesto en ningún otro trabajo. Además, ¿qué ha aprendido usted? Por lo que yo sé, no suelen malgastar formación innecesaria con ningún conmílite, y no creo que nadie quiera instruir en un campo nuevo a un hombre de sus años, ante todo teniendo en cuenta que no se puede ni pensar en ningún tipo de «invalidez» por la profesión que ha elegido...
Aún hoy soy consciente de que hablaba con soberbia y con superioridad. Y ello se debía a que, de forma por completo inopinada, había sentido una firme aversión por mi primer humano cobaya. Y me sobraban, a mi entender, razones para ello: la cobardía y el egoísmo de su falta de responsabilidad, que ocultaba tras una máscara de valor y voluntad de sacrificio, consciente como era de que eso deseaban sus jefes. ¡Sin duda! Yo llevaba en la sangre las directrices del Séptimo Negociado. Cuando se trataba de cobardía enmascarada, no me costaba ver lo repugnante que era, aunque, cuando me hallaba ante un dolor enmascarado, no me percatase de ello. Lo que, por el contrario, no veía entonces con claridad era otra de las razones de mi animadversión, una razón que descubrí y comprendí mucho después: una vez más, envidia. Aquel hombre, aun siendo inferior en muchos sentidos, se había referido a un instante de dicha extrema, un momento pretérito, ciertamente, y casi olvidado, pero un momento al fin... Su breve peregrinar extático hasta la sede de propaganda del campamento juvenil el día en que se presentó como candidato al Servicio de Víctimas Voluntarias: eso era lo que le envidiaba. ¿No habría apagado uno solo de esos instantes aquella sed mía insaciable que yo pretendía calmar con Linda? Pese a que no agoté las posibilidades del razonamiento, me quedé con la sensación de que aquel hombre era un elegido, por más que un elegido ingrato, por eso era tan duro con él.
En cambio Rissen se comportó de un modo que me llenó de asombro. Se acercó al número 135, le puso la mano en el hombro y le dijo en un tono de una calidez inusitada entre adultos, mucho menos entre hombres, sino a lo sumo en madres particularmente sensibles cuando se dirigían a niños pequeños: —No tenga miedo. Como comprenderá, ninguna información personal saldrá de aquí. Es como si jamás lo hubiese dicho.
El hombre lo miró temeroso, se dio media vuelta y cruzó el umbral. Yo creí comprender su turbación. De haber tenido un ápice de orgullo, me dije, le habría escupido a un jefe que trataba a un subordinado con tanta familiaridad. Y me dije más: ¿cómo es posible obedecer y venerar a un jefe así? Aquel a quien nadie ve la necesidad de temer no es capaz de inspirar ninguna consideración, como es natural, ya que el respeto implica el reconocimiento de la fuerza, la superioridad, el poder; y la fuerza, la superioridad y el poder son siempre peligrosos para el entorno.
Así pues, Rissen y yo nos quedamos solos, y una prolongada calma se cernió sobre la sala. A mí no me gustaban las pausas de Rissen. No suponían ni reposo ni trabajo, sino algo intermedio.
—Intuyo lo que está pensando, señor jefe —dije al cabo para animar la cosa—. Está pensando que esto no demuestra nada. Que puedo haber instruido al sujeto de antemano. Claro, porque lo que ha dicho es personal y comprometido, pero no punible. ¿No es eso lo que está pensando?
—No —respondió Rissen como si acabara de despertarse—. No, no era eso. Ha quedado más que patente que el sujeto ha revelado cosas que pensaba, pero que no habría querido desvelar por nada del mundo. No cabe pensar que lo que hemos presenciado no ha sido auténtico, tanto lo que ha confesado como la vergüenza que ha experimentado después.
Yo debería haberme alegrado de que fuese tan confiado, por lo que me iba en ello, pero lo cierto es que me irritó, porque se me antojó demasiado irreflexivo. Bien es cierto que en nuestro Estado del Mundo, donde desde la más tierna infancia se educa a cada uno de los habitantes conmílites en el más estricto autocontrol, no habría sido imposible que el número 135 hubiese ejecutado una magnífica representación teatral, aunque, casualmente, no lo pareciese. Pero me guardé la crítica para mí y respondí: —¿Cometería una falta de disciplina sugiriendo que continuemos?
Aquel hombre tan raro no pareció oír lo que le decía.
—Un descubrimiento muy peculiar —dijo meditabundo—. ¿Cómo lo consiguió?
—Me apoyé en estudios anteriores —respondí—. Ya hará unos cinco años que existe un fármaco de propiedades similares, pero con efectos secundarios tan tóxicos que los humanos cobaya acababan en el manicomio casi sin excepción, aunque solo se los hubiera usado una vez. El inventor de la sustancia destruyó con ella a un montón de gente, lo que le valió tal amonestación que abandonó el proyecto. Yo he logrado neutralizar los efectos tóxicos. Admito que sentía una gran curiosidad por comprobar cómo funcionaría en la práctica...
Y enseguida, como de pasada, añadí:
—Espero que mi descubrimiento se llame kallocaína, por mi apellido.
—Claro, claro —aseguró Rissen con indiferencia—. ¿Acaso se imagina usted las consecuencias que acarreará?
—Me las figuro, sí. Viene como anillo al dedo, como suele decirse. Sabrá que los tribunales están atestados de declaraciones falsas. Apenas se celebra ya un juicio donde las versiones de los testigos no estén en completo desacuerdo; y de un modo que en ningún caso podría deberse a un error o a un descuido. A decir verdad, nadie es capaz de dar con la explicación de a qué se debe, pero así es.
—¿Tan difícil resulta? —preguntó Rissen tamborileando con los dedos en el borde de la mesa de un modo muy irritante—. ¿De verdad resulta tan difícil dar con esa explicación? Permítame una pregunta. En fin, no tiene que contestarla si no le apetece, pero ¿considera usted pernicioso el perjurio, en cualesquiera circunstancias?
—Por supuesto que no —respondí con cierto enojo—. No si el Estado lo exige. Pero eso no es aplicable a todo juicio de poca monta que se celebre.
—Ya, pero reflexione —insistió Rissen con picardía y ladeando la cabeza—. ¿No es lo mejor para el Estado que se condene a un delincuente, aun no siendo culpable de aquello de que se lo acusa en ese momento? ¿No es lo mejor para el Estado que condenen a ese tipo que es mi enemigo, tan inútil, tan nocivo y tan antipático, aunque no haya cometido ningún acto punible según la ley? Él exige que se le tenga consideración, pero ¿qué derecho a consideración tiene un individuo...?
Ignoraba adonde quería ir a parar, y pasaba el tiempo. Rápidamente, llamé yo mismo al siguiente humano cobaya y, mientras le ponía la inyección, contesté: —En cualquier caso, según se ha visto, es un engorro en modo alguno beneficioso para el Estado, antes al contrario. Pero mi descubrimiento resolverá ese problema como si de un juego se tratara. No solo podrá controlarse a los testigos, ni siquiera serán necesarios, puesto que el criminal confesará por sí mismo, alegremente y sin reservas, tras una simple inyección. Los inconvenientes del tercer grado ya los conocemos. Entiéndame bien, no es que critique que se haya utilizado mientras no existía otro medio al que recurrir: no es lícito sentirse solidario con los delincuentes cuando uno sabe que no tiene nada sobre su conciencia...
—Pues usted parece tener una conciencia de una solidez inusitada —dijo Rissen secamente—. ¿O simplemente finge tenerla? La experiencia me dice que ningún conmílite mayor de cuarenta años tiene la conciencia tranquila de verdad. Mientras se es joven, algunos..., pero luego... Aunque usted quizá no haya cumplido los cuarenta, ¿no?
—No —respondí tan calmado como pude y suerte que, justo en ese momento, estaba contemplando al humano cobaya, así que me ahorré tener que mirar a Rissen a la cara. Me sentía indignado, pero no principalmente por su descaro para conmigo. Lo que me irritaba en grado superlativo era su generalización, las circunstancias tan insoportables que pintaba al decir que todos los conmílites que habían alcanzado la edad madura sufrían remordimiento crónico. Aunque no lo dijo a las claras, lo interpreté vagamente como un ataque a los valores que yo consideraba más sagrados.
Rissen debió de notar la frialdad de mi tono y comprendió que se había excedido. Continuamos trabajando sin más conversación que la estrictamente necesaria y objetiva.
Cuando trato de recrear en mi memoria los tests sucesivos, resulta que ni de lejos los recuerdo con un perfil tan definido, ni con el mismo color ni con la misma viveza que el primero. Como es natural, el primero había sido el más emocionante, pero aún no me sentía totalmente seguro de que mi sustancia funcionaría siempre, aunque hubiese ido bien la primera vez. Sospecho que lo que me perturbaba era la indignación contra Rissen. Por más meticuloso que fuese en el trabajo, solo participaba con la mitad de mi capacidad de atención; quizá sea esa la razón por la que el trabajo posterior no echó en mi memoria raíces tan profundas como el primer experimento. De ahí que tampoco tenga intención de molestarme en dar cuenta de todos los pormenores. Bastante haré ofreciendo una impresión general.
Una vez que aplicamos la sustancia a los cinco humanos cobaya que nos enviaron, y a otros dos más, a cuál más impedido y maltrecho, me sentí totalmente exhausto y embargado de un desprecio creciente, mezclado con verdadero horror. ¿Será que al Servicio de Víctimas Voluntarias solo se presenta gentuza?, me preguntaba. Aunque ya sabía yo que no era el caso. Sabía que se precisaban valiosas cualidades para pensar en presentarse a ese servicio, que se exigía valor, voluntad de sacrificio, un espíritu desprendido y resolución para entregarse a semejante oficio. Tampoco podía ni quería pensar que la profesión corrompiese a quienes la elegían. Pero lo que vislumbré de los aspectos privados de los humanos cobaya fue desolador.
El número 135 era cobarde y ocultaba su cobardía. Al menos tenía una faceta hermosa, pues había conservado como sagrado el gran instante de su vida. Los otros eran tan cobardes como él; algunos, incluso bastante más. Había quienes no hacían sino quejarse, no solo de su misión, de las heridas, de las enfermedades y el miedo que constituían la esencia de la suerte por ellos elegida, sino también de una serie de cosas insustanciales: de las camas de El Hogar; de las comidas, que habían ido a peor (¡también ellos lo habían notado!); de la negligencia creciente en la atención sanitaria. Cabía pensar que también en sus vidas había existido un gran momento, pero, de ser así, se había ido hundiendo en lo más profundo hasta quedar fuera de su alcance. Tal vez ellos no supieron concitar tanta fuerza de voluntad para conservarlo como el número 135. A decir verdad, por poco heroico que pareciese el número 135 mientras se hallaba bajo el efecto embriagador de la kallocaína, cuando me puse a compararlo con los demás, empezó a antojárseme al menos relativamente heroico. Pero, además, hallé en los otros humanos cobaya que utilizamos al principio una serie de características que me repugnaban y me atemorizaban: rarezas más o menos desarrolladas, fantasías espeluznantes, lujuria calladamente desatada. Luego había algunos que no recurrían al uso de El Hogar, sino que estaban casados y disfrutaban de vivienda propia. Y estos exponían sus dificultades matrimoniales de un modo tan miserable como ridículo. En suma, ya fuese por el Servicio de Víctimas Voluntarias, por todos los conmílites del Estado del Mundo o por el género humano en su totalidad, uno no podía sino sentir desesperación.
Y a todos y cada uno de los humanos cobaya les prometía Rissen con la misma solemnidad que tan valiosos secretos se hallaban a buen recaudo. A mí eso me costaba digerirlo.
Después de un caso particularmente sobrecogedor —y encima el primer día, el último que llevamos a cabo antes del almuerzo—, un vejete que soñaba con cometer asesinatos sexuales, aunque parecía obvio que no había cometido ninguno y que tampoco tendría ocasión de hacerlo, no pude por menos de proclamar la vergüenza que sentía y le presenté a Rissen una disculpa bastante inmotivada por el comportamiento de mis humanos cobaya.
—¿Cree usted de verdad que todos son casos excepcionales de manzanas podridas? —preguntó Rissen en voz baja.
—Bueno, es cierto que no todos son asesinos sexuales in spe —respondí—, pero todos parecen más abyectos de lo lícito.
Yo esperaba su aquiescencia. Me habría aliviado y, en cierto modo, me habría permitido sentirme más alejado del sentimiento de vergüenza. Cuando comprobé que Rissen no compartía mi intenso desprecio, todo me resultó el doble de vergonzoso. Aun así, continuamos la conversación mientras encaminábamos nuestros pasos al comedor.
—Lícito... sí, lícito —dijo Rissen. Cambió luego de tono y de razonamiento, y prosiguió—. Alégrese de que no hayamos dado con santos y héroes de los que sí son lícitos: sospecho que en ese caso me habría convencido menos. Por cierto, todavía no nos hemos tropezado con ningún delincuente de verdad.
—Ya, pero este último... ¡El último! Admito que no había hecho nada malo y tampoco creo que llegue a cometer ninguna de las fechorías con las que deliraba, puesto que es viejo y que se encargan de él en El Hogar, donde estoy convencido de que no hay fallos de vigilancia. ¡Pero imagínese que hubiese sido joven y hubiese tenido la posibilidad de hacer realidad sus deseos! En esos casos, no estará nada mal disponer de la kallocaína. Con ella se podrán prever y prevenir muchas atrocidades que ahora pueden sobrevenirnos en un periquete, sin que las hayamos visto aproximarse...
—Siempre y cuando demos con las personas adecuadas. Eso tampoco resulta tan fácil. Porque no me dirá que se sometería a investigación a todo el mundo, ¿verdad?
—¿Por qué no? ¿Por qué no a todos? Ya sé que ahora es un sueño utópico, pero ¡¿y qué?! Preveo que llegará un tiempo en que toda adjudicación de puestos de trabajo irá precedida del test de la kallocaína, con la misma naturalidad con que ahora se recurre a pruebas psicotécnicas. De ese modo, no solo se conocerá públicamente la capacidad profesional del hombre o de la mujer en cuestión, sino también su valor como conmílite. Incluso puedo imaginar que se imponga una revisión anual con kallocaína, obligatoria para todos los conmílites...
—Vaya, pues sí que son modestos sus planes de futuro —observó Rissen—. Pero eso requeriría una infraestructura demasiado aparatosa.
—Tiene usted toda la razón, señor jefe, exigiría un dispositivo demasiado amplio y complejo. Sería necesario crear un nuevo organismo con montones de empleados, todos los cuales se reclutarían de la plataforma de producción y de la organización militar ya existentes. Antes de que se instaure dicho orden nuevo, yo diría que tendríamos que haber experimentado el incremento de población que tantos años llevamos promoviendo, aunque todavía no hayamos visto ni rastro de él. Quizá haya que confiar en una nueva reconquista que nos haga más ricos y productivos.
Pero Rissen meneó la cabeza.
—¡Oh, no, por supuesto que no! —exclamó—. Si comprenden que su plan es la más urgente de todas las necesidades, lo único necesario, lo único capaz de calmar nuestro inmenso temor —o, digamos más bien, nuestros inmensos temores—, tenga por seguro que se habilitará ese organismo. Se habilitará: habremos de reducir nuestro nivel de vida, habremos de incrementar el ritmo de trabajo, y la sensación incomparable de seguridad y garantía total vendrá a sustituir lo que perdamos.
No estaba seguro de si estaba siendo sincero o irónico. Por un lado, estuve a punto de exhalar un suspiro ante la idea de ver aún más deteriorado nuestro nivel de vida. (Somos unos ingratos, me dije, somos seres ávidos de placeres, y egoístas, cuando, en realidad, lo único importante es lo que se halla por encima de los placeres del individuo). Por otro, me sentía halagado al pensar que la kallocaína llegara un día a desempeñar un papel semejante. Pero antes de que hubiese podido responder nada, Rissen añadió en otro tono de voz: —Una cosa es segura: que aquí muere el último vestigio de nuestra vida privada.
—Bueno, bueno, ¡eso importa menos! —dije yo alegremente—. La colectividad está decidida a conquistar el último reducto donde podían encontrar refugio las tendencias asocíales. A mi juicio, eso significa que estamos a punto de alcanzar la perfección de la gran colectividad.
—La colectividad —repitió despacio, como si dudara de ella.
No tuve ocasión de replicar. Habíamos llegado a la puerta del comedor y teníamos que separarnos para ir a nuestros puestos en mesas distintas. No podíamos quedarnos allí y concluir nuestra conversación, en parte porque habría despertado sospechas, y en parte porque, de habernos detenido, habríamos entorpecido el torrente de personas que acudían hambrientas en busca de su alimento. Pero mientras me dirigía a mi mesa y me acomodaba, estuve pensando en su tono de incredulidad y me fui enojando.
Rissen tenía que saber a qué me refería, lo de la comunidad no era invención mía. Todos y cada uno de los conmílites aprendían desde niños a distinguir entre la vida ínfima y la sublime: la ínfima, elemental e indiferenciada, por ejemplo, la de los animales unicelulares y la de las plantas; la sublime, compleja y polifacéticamente diferenciada, por ejemplo, el cuerpo humano, con el refinamiento y la eficacia de su composición. Todos y cada uno de los conmílites tenían que aprender, además, que con las formas sociales ocurría exactamente lo mismo: el cuerpo que era la sociedad había evolucionado desde la horda desorganizada hasta convertirse en la forma más altamente estructurada y diferenciada de todas, nuestro actual Estado del Mundo. Del individualismo al colectivismo, de la soledad a la comunidad: ese había sido el camino del gigantesco organismo sagrado en el que el individuo no era más que una célula carente de otro significado que el de servir a la totalidad del sistema. Era algo que sabían perfectamente todos los jóvenes que hubiesen dejado atrás el campamento infantil, y algo que también Rissen debía saber. Por si fuera poco, tenía que haber comprendido algo que no era tan arduo de comprender: que la kallocaína constituía un eslabón necesario en todo ese desarrollo, puesto que ampliaba la gran colectividad también a la dimensión interior, que cada uno se había reservado hasta ahora para sí mismo. ¿Cómo podía Rissen no entender algo tan lógico? ¿O es que no quería entenderlo?
Eché una ojeada a su mesa. Allí estaba, con esa postura suya descuidada, removiendo la sopa con expresión distraída. Todo en aquel hombre me producía una turbia inquietud. No era solo raro, distinto de los demás por lo ridículo que resultaba, sino que, además, era raro en un sentido en el que yo intuía difusamente cierto peligro. Aún ignoraba en qué podría consistir tal peligro, pero lo cierto era que atraía mi nada entusiasta atención por cuanto Rissen decía y hacía.
Nuestros experimentos continuarían después del almuerzo con uno de mayor complejidad. Lo había planificado pensando en un jefe de control más proclive a la duda que Rissen, pero la meticulosidad era, en cualquier caso, una virtud. Mis experimentos no iban a quedarse en el jefe de control: si él los aprobaba, se someterían a debate en muchas instancias de los distritos químicos, quizá incluso entre los juristas de la capital. Los humanos cobaya que ahora solicitábamos no tenían que gozar de una salud impecable, eso lo dijimos expresamente; bastaba con que estuvieran en plena posesión de sus facultades mentales. En cambio, sí debían cumplir otro requisito, uno que rara vez se exigía a los humanos cobaya: tenían que estar casados.
Por vía telefónica, nos pusimos en contacto con el jefe de policía con la idea de obtener permiso para este nuevo experimento. Aunque disponíamos en cuerpo y alma de los empleados del Servicio de Víctimas Voluntarias, sin más consideración que el bien supremo del Estado, no podía decirse lo mismo de sus esposas y maridos, como tampoco disponíamos de otros conmílites. Para utilizarlos a ellos necesitábamos la aprobación especial del jefe de policía. Al principio se mostró un tanto reacio; en su opinión, resultaba innecesario mientras hubiese víctimas profesionales y en realidad no entendió nunca del todo lo que perseguíamos, pero después de trabajárnoslo un buen rato y de impacientarlo cuando, además, tenía prisa, y una vez que lo hubimos convencido de que nada les ocurriría a los afectados, salvo el miedo que pasarían y la sensación de un ligero mareo, dio por fin su consentimiento. No obstante, también nos dio órdenes de volver allí al final de la tarde para rendirle cuentas de los detalles con calma.
Hicimos entrar al mismo tiempo a las diez víctimas profesionales casadas. Tenía que anotar en mi sistema de fichas no solo su número, sino también su nombre y dirección, que no figuraban en la tarjeta personal, lo cual suscitó cierto asombro y cierta angustia. Tuve que serenarlos y explicarles detenidamente lo que íbamos a hacer.
La idea era que fuesen a casa, con su marido o con su mujer, y diesen muestras de desasosiego y de angustia, o de optimismo ante el futuro, si les resultaba más fácil verlo todo color de rosa. Ante las preguntas del cónyuge, confesarían finalmente en la intimidad que se habían comprometido a una misión de espionaje. Tal vez algún vecino les había susurrado al oído durante un viaje en metro que podrían ganar mucho dinero si se prestaban a dibujar un plano de los laboratorios situados en las inmediaciones de la central del Servicio de Víctimas Voluntarias, de los laboratorios y las vías del metro, más o menos como ellos se imaginaban que eran. Luego no tenían más que esperar sin desvelar ni con el menor gesto que se trataba de un experimento.
Aquella misma noche nos dirigimos a la comisaría de policía, convenientemente provistos de un documento que certificaba que acudíamos allí por encargo del jefe superior de nuestro distrito de laboratorios, así como con un permiso de visita de la comisaría, que nos habían hecho llegar por mensajero urgente. Tras muchísimos dimes y diretes, logré cambiar mi tarde de servicio militar y policial por un servicio doble para otro día. Como quiera que fuese, estábamos contentos de poder entrar en contacto con el jefe de policía: necesitábamos su ayuda en lo que pretendíamos. Así y todo, resultó tarea bastante ardua convencerlo, no porque, en general, tuviese dificultad para comprender las cosas, sino porque estaba de mal humor y, al parecer, era hombre que desconfiaba de cualquiera. He de admitir que su desconfianza causó en mí mejor impresión que la confianza de Rissen. Si bien podía afectarme negativamente, era correcta, y cuando por fin lo tuvimos de nuestro lado yo, por lo menos, tuve la sensación de que había conseguido abrirme una puerta muy segura con una llave adecuada y lícita, y no con una ganzúa o de una patada. Y es que teníamos que poder encargarnos de los cónyuges de los humanos cobaya, una vez que estos les hubiesen confesado sus secretos. Bien podían ser denunciados según la ley, como cómplices de conspiración, y ser encarcelados según todas las normas vigentes, con tal de que luego nos los pasasen a nosotros por algún medio. Si el jefe de policía deseaba hacer partícipes del asunto a sus agentes o si prefería ser el único en estar al corriente, eso era decisión suya. Lo único importante era que nosotros pudiéramos someter a las parejas detenidas a la prueba de la kallocaína. Si así lo deseaba, podía controlar personalmente que los detenidos no sufriesen con nosotros ningún daño y que, por tanto, no se destruyese innecesariamente ningún material humano. Y tanto daba si quería ejercer ese control en persona o enviar a algún representante: nosotros nos sentiríamos halagados de todos modos. Yo creo, por cierto, que fueron esas palabras, «en persona», las que lo predispusieron más positivamente. A pesar de su malhumor, sentía curiosidad por el funcionamiento de mi hallazgo. Cuando por fin nos entregó la confirmación escrita de la promesa que nos hiciera por teléfono, con su firma, «Vay Karrek», con letra alargada, picuda y firme, lo preparamos para la eventualidad de que alguno de los cónyuges ignorantes del experimento pudiese tomar partido y entregar al fingido criminal. Puesto que se trataba de un juego, no debería desembocar en detención alguna —en este punto le entregamos la lista con los nombres de los humanos cobaya—; en cambio, le agradeceríamos, como ya le dijimos, que detuvieran a los cónyuges tan pronto como fuese posible, al día siguiente por la mañana.
Cansados pero contentos con el desenlace del viaje, nos marchamos de la comisaría.
Cuando llegué a casa y entré en la sala parental —Linda ya se había ido a dormir—, tenía un mensaje esperándome en la mesilla de noche. Sobre el servicio militar y policial: pasaba de cuatro a cinco tardes por semana. Hasta nueva orden, las autoridades se sentían obligadas a reducir las veladas familiares a una, de las dos que había, mientras que la velada de celebraciones y conferencias se mantenía inalterada. (Esta era necesaria también no solo para el entretenimiento y la educación de los conmílites, sino para la pervivencia del Estado. ¿Dónde y cuándo iban si no a conocerse y a enamorarse los conmílites que ya habían abandonado el campamento juvenil? También Linda y yo teníamos que agradecerles nuestro matrimonio a esas veladas).
—Es un mensaje totalmente acorde con los indicios que vengo observando —dije, viendo que en la mesa había un mensaje similar dirigido a Linda.
En las veladas familiares solían surgir todo tipo de asuntos, ya lo sabía yo por experiencia. Si venían mal dadas, podían pasar largos periodos sin una sola tarde para mí. Puesto que aún no era demasiado tarde y no estaba tan cansado como solía después de una noche de servicio, decidí hacer lo que, de todos modos, no iba a tener más remedio que hacer, así que me senté y redacté la disculpa que solicitaría que me permitieran transmitir por la radio.
«Yo, Leo Kall, empleado de la sección experimental del principal laboratorio de la Ciudad de la Química número 4 para la investigación de tóxicos orgánicos y sustancias anestésicas, tengo una disculpa que presentar.
»En la fiesta celebrada el 19 de abril del año en curso en el campamento juvenil para despedir a unas trabajadoras requeridas, cometí un grave desacierto. Movido por una falsa compasión, la que producen las lamentaciones de un individuo, y por un falso heroísmo, el que se complace en demorarse en lo trágico y lo sombrío, en lugar de en la luz y la alegría de la vida, pronuncié el discurso que sigue». (Inserté aquí mi alocución, que debía leer con un tono levemente irónico). «El Séptimo Negociado del Ministerio de Propaganda ha emitido el siguiente dictamen sobre dicho discurso: “Así como el combatiente entregado...”, etc.». (El dictamen debería repetirse, además, ya que era lo más importante para los oyentes, por constituir un precedente y una advertencia para quienes tomaban la senda de aquel tipo de pensamientos y sentimientos). «De modo que me excuso aquí por mi lamentable error, comprendo bien el descontento del Séptimo Negociado del ministerio de Propaganda y me declaro sinceramente dispuesto a, en lo sucesivo, actuar de conformidad con los convincentes resultados de su investigación al respecto».
La mañana siguiente le pedí a Linda que le diera una lectura rápida, y se mostró satisfecha. No era exagerado en modo alguno, nadie podía interpretar en él ironías solapadas, al tiempo que tampoco cabía atribuirle ningún tipo de falso orgullo ridículo. De modo que no había más que pasarlo a limpio, enviarlo y, después, ponerme a la cola hasta que me llegara el turno en el espacio radiofónico de las disculpas públicas.
El experimento tomó enseguida un giro bastante amenazador. Aquella mañana llamamos a la comisaría para indagar si se habían producido novedades a primerísima hora, y aun así llamábamos tarde, al parecer. En nada menos que nueve de los diez casos, los cónyuges habían denunciado a sus respectivas parejas. No era fácil decir si el décimo también estaba en camino. En todos los casos se había expedido la orden de arresto, de modo que esperábamos que nos enviasen al laboratorio a los detenidos en un plazo de dos o tres horas.
No era una perspectiva muy halagüeña que digamos. He de admitir que me sorprendió ligeramente comprobar lo leales y prestos que se mostraron todos esos cónyuges casi sin excepción, motivo indiscutible de alegría, naturalmente, si no hubiese afectado al experimento. Lo único cierto era que había que intentarlo de nuevo. Debíamos presentar al menos unos cuantos casos seguros antes de que el Estado pudiera utilizar el descubrimiento.
De modo que solicitamos un nuevo grupo de diez humanos cobaya casados, a los que repetí el pequeño discurso del día anterior. Todo se desarrolló exactamente igual, con la sola diferencia de que estos se encontraban en peores condiciones: alguno acudió incluso trastabillando con las muletas, y otro, con la cabeza vendada. Pudiera ser porque, en general, son pocos los humanos cobaya casados, y precisamente para aquel experimento, las muletas significaban tanto como nada, pero ¡aun así! Últimamente, la escasez de humanos cobaya había venido acentuándose de forma notoria. Como es lógico, los íbamos consumiendo en el transcurso de los años y algo había que hacer para que el trabajo continuase como siempre. En cuanto se marcharon de la sala, estallé: —¡Es un escándalo! ¡Dentro de nada, simplemente faltará personal! Tendremos que hacer nuestros experimentos con moribundos y perturbados mentales. ¿No sería oportuno que las autoridades pusieran en marcha una nueva campaña como aquella de la que hablaba el primer ejemplar, para ir completando las filas mermadas?
—Nada le impide presentar una queja —dijo Rissen encogiéndose de hombros.
Entonces tuve una idea. Naturalmente, y con razón, las autoridades no podían conceder ninguna importancia a la queja presentada por un único conmílite. En cambio, sí que se podía poner en marcha una recogida de firmas de todos los laboratorios del Estado en los que usaban humanos cobaya y en los que, por tanto, debían haber notado las carencias. Resolví emplear la primera tarde que no llegase muy cansado —o en el peor de los casos, una tarde libre— para formular el escrito que luego podría multicopiarse y enviarse a las distintas instituciones. Una iniciativa de tal naturaleza no podía ser sino meritoria, me dije.
Las horas previas a la llegada del detenido pasaron en algo parecido a un interrogatorio sobre la kallocaína y sus parientes más próximos entre los compuestos existentes, desde un punto de vista químico y médico. Era bueno en su campo, no podía negarlo. Creo que salí bastante airoso y me sorprendió que Rissen me considerase digno de semejante encuesta. ¿Acaso tenía intención de declararme competente para un puesto superior? Objetivamente hablando, lo era, sin duda, y aun así... A mí me parecía que él debería haber notado mi desconfianza como un hormiguillo en la piel, y que debería haber pagado con la misma moneda. Yo acogía su amabilidad con reserva visible. Era imposible adivinar lo que esperaba o exigía de mí para el futuro. En cualquier caso, no pensaba dejarme engañar alimentando falsas esperanzas.
Cuando se acercaba la hora acordada, un policía de uniforme entró en la sala y anunció la llegada del jefe de policía Karrek en persona. ¡Tanto era su interés! Ni que decir tiene que era un honor para la institución en general y para mí en particular que una persona tan poderosa acudiese a presenciar mi experimento. Con expresión un tanto irónica —probablemente pensaba que estaba dejando ver su curiosidad sin demasiado reparo— se acomodó en la silla que le ofrecíamos. Un instante después trajeron a la detenida, una mujer bastante joven, de aspecto endeble y un tanto demacrada. O bien era increíblemente pálida por naturaleza, o quizá la blancura de su cara se debiese a la tensión.
—¿Ha presentado usted una delación a la Policía? —pregunté por si acaso.
—No —respondió perpleja la mujer, que se volvió un poco más transparente. (Más pálida era imposible).
—¿Y tampoco tiene nada que confesar? —quiso saber Rissen.
—¡No! exclamó la mujer, ahora nuevamente con la voz firme, sin el timbre de la sorpresa.
—Está usted acusada de complicidad en un delito de alta traición. Piénselo bien: ¿ninguna persona de su entorno ha mencionado ningún tipo de conspiración contra el Estado?
—¡No! —respondió con total firmeza.
Exhalé un suspiro de alivio. Si fue por criminalidad o por pura parsimonia, la cuestión era que se había abstenido de denunciar a tiempo a su esposo, y ahora no estaba dispuesta a confesar. Estaría asustada, probablemente. En condiciones normales, la rigidez de su postura y el gesto de determinación habrían inducido a pensar que se trataba de una conmílite valiente y enérgica. Ahora, en cambio, le otorgaban un aspecto rebelde y subversivo. Estuve a punto de dejar escapar una sonrisita al pensar en la historia inventada que ella se empeñaba en ocultar como un preciado secreto, y en cómo íbamos a obligarla a desvelarlo nosotros, que sabíamos lo que dicho secreto valía... Y con más razón aún teniendo en cuenta cuánto trajín había padecido ya por nada: a velocidad extrarrápida, la habían conducido en un vagón precintado por la vía del metro que discurría a mayor profundidad, la de la Policía y los militares, amordazada y esposada y, además, flanqueada por dos policías, tal y como solían hacer en los traslados de traidores. Pero esa sonrisita jamás vio la luz. Aunque la historia en sí fuese falsa y la investigación una comedia, la participación de la mujer sí era auténtica e igual de delictiva, ya fuese fruto de la premeditación o de la negligencia.
Cuando la sentamos en la silla, estuvo a punto de desmayarse. Probablemente, tomó mi inocente laboratorio por una sala de tortura donde trataríamos de sacarle aquello que no quería decir. Mientras Rissen impedía que se desmayara, le puse la inyección y, en el más absoluto silencio, quedamos a la espera los tres: el jefe de policía, Rissen y yo.
De aquel humano cobaya enclenque y timorato, que ni siquiera era profesional, sino amateur (si es lícito usar una expresión tan cargada de entrega), más de uno habría podido esperarse una reacción plañidera como la del número 135, mi primera víctima.
Sin embargo, resultó más bien lo contrario. Aquella tensión y rigidez de rasgos se disolvió despacio, infinitamente despacio, en una claridad introvertida y pueril. Se alisaron los pliegues de la frente sombría. Sobre las mejillas escuálidas, sobre los pómulos salientes, se deslizó sorprendentemente una sonrisa casi feliz. La mujer se irguió en la silla de un respingo, abrió los ojos de par en par y respiró hondo. Y así se quedó sentada un buen rato, en silencio, hasta que empecé a temer que la kallocaína resultase, después de todo, poco fiable.
—No, si no hay nada que temer —dijo la mujer al fin en un tono inquisitivo y de alivio al mismo tiempo—. Él también tiene que saberlo. Ni el dolor, ni la muerte. Nada de nada. Él lo sabe. ¿Por qué no iba yo a decirlo entonces? ¿Por qué no quería hablar de esto también? Por supuesto que sí, me lo contó. Me habló de ello ayer noche; y ahora comprendo que ya sabía él entonces lo que yo no he sabido hasta ahora: que no hay nada que temer. Pero él lo sabía cuando me lo estuvo contando. Jamás lo olvidaré. Mira que atreverse. Yo jamás me habría atrevido. Pero es el mayor orgullo de mi vida que se atreviera, y estaré agradecida toda la vida, viviré de esa gratitud y, en compensación, haré lo mismo.
—¿Qué fue lo que se atrevió a hacer? —intervine, ansioso de llegar al asunto.
—Hablar conmigo. De algo que yo no habría osado...
—¿Y de qué habló?
—Da lo mismo. No significa nada. Una bobada. Alguien que quería que él le proporcionara información, bocetos de planos, y quería pagarle por ello. Aún no lo ha hecho. Me dijo que pensaba hacerlo, pero no lo entiendo. Yo jamás lo haría. Pero el hecho de que quisiera contármelo... quiero seguir hablando con él. O bien me comprende él a mí, o bien lo comprendo yo a él. Nos comprenderemos y actuaremos conjuntamente cuando actuemos. Estoy con él. En su compañía no tengo nada que temer. Y él no tiene miedo de mí.
—¿Bocetos de planos? Pero ¿no sabe usted que todo intento de dibujar planos de cualquier clase está terminantemente prohibido y se considera alta traición?
—Sí, sí, claro que lo sé; ya digo que no lo comprendo —respondió impaciente—. Pero llegaremos a comprendernos. Yo a él o él a mí. Luego actuaremos conjuntamente. ¿No lo entienden? Yo tenía miedo de él. Y él no tenía miedo de mí. Puesto que me lo contó. Y tampoco tenía motivos. Jamás le daré motivos. Jamás. Comprendí que eso era lo que yo había...
—Es decir... —la interrumpí con una brusquedad en el fondo injustificada—. Es decir: él había acordado con alguien que le vendería unos planos, pero ¿planos de qué?
—Planos de los laboratorios —respondió la mujer con indiferencia—. Pero comprendí que eso era lo que yo había...
—¿Y usted sabía que eso era alta traición? ¿Y que, si no lo denunciaba, sería usted cómplice de alta traición?
—Sí, sí, pero lo otro era más importante...
—¿Sabe usted algo del hombre que quería los planos?
—Le pregunté, pero él tampoco sabía mucho. Iba sentado a su lado en el metro y le dijo que ya aparecería de nuevo, pero no quiso decirle ni dónde ni cuándo, solo que entonces le pagaría, en cuanto tuviese los planos. Antes teníamos que haber alcanzado el consenso...
—Es suficiente con esto —dije mirando a medias a Rissen y al jefe de policía—. Hemos conseguido sacarle todos los datos que tenía que contarle el marido. El resto son naderías.
—Interesante de veras —dijo el jefe de policía—. Extremadamente interesante. ¿De verdad que sería posible hacer que la gente se sincere con un medio tan sencillo? En fin, le ruego que me perdone, soy de natural escéptico. Desde luego que confío por completo en su honradez y su meticulosidad, desde luego, por completo. Y aun así, me gustaría estar presente un par de veces más. No me malinterpreten, conmílites. Es lógico que la Policía se interese por su descubrimiento.
Con la mayor de las satisfacciones, le dijimos que podía volver cuando quisiera y, al mismo tiempo, aprovechamos para entregarle la lista de los nuevos humanos cobaya. ¡Ojalá que este grupo no sufra tantas bajas como el anterior!, me dije. No acababa el pensamiento de presentarse a mi conciencia cuando la traspasó un rayo de terror: allí estaba yo, deseando que cierto número de personas se convirtiese en conmílites dispuestos a la traición... Me resonaron en la cabeza las palabras de Rissen el día anterior: «ningún conmílite mayor de cuarenta años tiene la conciencia tranquila de verdad». Inmediatamente monté en cólera desatada contra Rissen, como si él me hubiese obligado a abrigar un deseo subversivo. En cierto sentido, quizá tuviese yo razón; no porque Rissen fuese artífice del deseo en sí, sino en la medida en que, sin sus palabras, jamás se me habría ocurrido pensar en aquella contradicción.
La mujer se revolvía gimoteando en la silla y Rissen le ofreció el vaso de esencia de alcanfor.
De repente lanzó un grito y se levantó de un salto. Se retorcía presa del pánico, se llevó las manos a la boca y empezó a lamentarse a voz en cuello. Había llegado al punto en que empezaba a recobrar el pleno uso de sus facultades y a tomar conciencia de lo que había hecho.
Era un espectáculo horrendo y desolador, pero a mí me llenó de cierta satisfacción. Hacía un instante, mientras la veía allí sentada en actitud de pueril desenfado, respiré hondo y más tranquilo de lo habitual, a mi pesar. Irradiaba la mujer una suerte de reposo que me recordó al sueño; por lo demás, no sé si yo suelo reposar así cuando duermo, y cuánto menos en estado de vigilia. O sea, que la pobre mujer se había creído a salvo con otro, con su marido —cuando él ya la había traicionado, la había traicionado desde el principio—, y ahora ella también lo había traicionado a él, aunque sin querer. Irreal había sido el delito de él, igual de irreal fue la tranquilidad que ella había sentido hacía un instante, e igual de irreal era el miedo que sentía ahora. Di en pensar en la Fata Morgana que el caminante del desierto ve por encima de las capas de sal: palmeras, oasis, manantiales... Y, en el peor de los casos, se agacha a beber de los charcos salados y perece. Eso hizo la mujer, me decía yo, y así es siempre el brebaje que bebemos de fuentes asocíales, fuentes del sentimentalismo individual. Un espejismo, un espejismo fatal.
Se me ocurrió de pronto que la mujer debía conocer toda la verdad. No para ahorrarle el salvaje remordimiento que sentía, sino para que tomara conciencia de la futilidad de la breve seguridad en la que había creído hallarse.
—Tranquilícese —le sugerí—. No tiene motivos para quejarse. Al menos, no por su marido. Présteme atención: su marido jamás ha visto a ese tipo. Es totalmente inocente. Le contó esa historia a instancias nuestras. Era un experimento: ¡experimentamos con usted!
La mujer se me quedó mirando como si no entendiera nada.
—Toda esa historia del espía es mentira —repetí sin poder evitar una leve sonrisa, aunque, en realidad, no me parecía que aquello fuese para sonreír—. La confidencia que ayer le hizo su marido no fue tal confidencia. Estaba obedeciendo órdenes.
Por un instante pareció que la mujer iba a desmayarse otra vez, pero en cambio se puso rígida y se irguió más aún. Allí estaba, escuálida y petrificada en medio de la sala, sin dar un paso ni adelante ni atrás. Yo no tenía nada más que decirle, pero no podía apartar la vista de su persona. Verla así, hermética y rígida como un objeto muerto, sin una gota ya de la feliz seguridad de hacía un momento, despertó en mí un intenso sentimiento de compasión. Era una debilidad vergonzosa, pero me superaba. Olvidé al jefe de policía, olvidé a Rissen y me invadió el deseo impreciso de explicarle que yo tenía aquello que ella... Pero de aquel doloroso instante de aturdimiento me arrancó el jefe de policía cuando dijo: —Yo considero que esta mujer debe seguir arrestada. Cierto que la traición era fingida, pero la complicidad ha sido tan real como pueda imaginarse. Por otro lado, no es posible dictar sentencia así, sin más preámbulo, sino que habrá que organizarlo de un modo algo más legal.
—¡Imposible! —exclamó Rissen desesperado—. Piense que es un experimento, que se trata de nuestros empleados. O, más bien, de sus cónyuges...
—¿Y cómo iba yo a tomar eso en consideración? —preguntó Karrek riéndose.
Por una vez en la vida estaba totalmente de parte de Rissen.
—Un arresto de ese tipo saldrá a la luz ineluctablemente —dije—, incluso aunque despidamos a su marido y lo coloquemos en otro lugar lo que resultará bien difícil tratándose de víctimas profesionales, con una salud tan mermada como la que tienen, incluso así, la historia saldrá a la luz, y el reclutamiento, que ya deja tanto que desear, se reducirá terriblemente. ¡Se lo ruego por el bien de todo el proyecto, olvide el arresto!
—Están ustedes exagerando —respondió Karrek—. La historia no tiene por qué ver la luz pública. ¿Por qué iban a emplear a su marido en otro lugar? Bien puede sufrir un accidente de camino a casa sin el menor problema.
—No puede usted estar pensando en arrebatarnos a uno de los humanos cobaya, tan escasos y tan preciados como nos son —le respondí quejoso—. En lo que a la mujer se refiere, ya no es peligrosa: la próxima vez se cuidará de prestarse a oír confidencias tan a la ligera. Por cierto —añadí en un arrebato de inspiración—, si detiene a nuestro humano cobaya, estará usted aceptando la kallocaína como medio de investigación legal, y, según ha dicho antes, señor jefe de policía, le parecía aún demasiado pronto...
El jefe de policía entornó los ojos hasta reducirlos a brevísimas ranuras, sonrió mordaz y, aun así, amable, y explicó igual que cuando se le habla a un niño: —Vaya, vaya, tiene usted el don de la palabra, y el de la lógica también. Sacrificaré mi arresto por el bien del laboratorio, no persigo ninguna satisfacción personal. Y ahora debo irme (miró el reloj), pero volveré a presenciar nuevos experimentos.
Se marchó, y la mujer quedó libre de las esposas. Y yo dejé escapar un suspiro de alivio, tanto por el laboratorio como por ella. Cuando la acompañaron a la salida iba rígida como una sonámbula y, por segunda vez ese día, un pensamiento aterrador me cruzó la mente: ¿y si había calculado mal? ¿Y si mi kallocaína resultaba tener los mismos efectos adversos que sus predecesores, aunque quizá no siempre, sino solo en el caso de sistemas nerviosos particularmente sensibles? Pero me tranquilicé, y ninguno de mis malos presentimientos se cumplió. A través de su esposo supe después que parecía absolutamente normal, si bien algo más taciturna que antes. Aunque siempre lo fue, añadió.
Una vez que nos quedamos solos de nuevo, Rissen me dijo:
—Ahí tiene usted la semilla de un nuevo tipo de comunidad.
—¿De comunidad? —pregunté extrañado—. ¿Cómo?
—Sí, con ella, con esa mujer.
—Ajá —respondí, cada vez más asombrado—. Esa clase de comunidad. Bueno, sí, tiene usted razón, señor jefe, quizá pueda llamarse así, la semilla de una nueva comunidad, ¡pero no más que eso! ¡Ese tipo de comunidad existía ya en la Edad de Piedra! En nuestros días es un rudimento, y un rudimento pernicioso. ¿No lo cree así?
—Ummm —dijo por toda respuesta.
—Pero precisamente este caso es paradigmático de las consecuencias de que los individuos tengan vínculos personales demasiado estrechos —prorrumpí suplicante—. Cuando eso sucede se rompe el vínculo más importante de todos, ¡el que nos une al Estado!
—Ummm —repitió Rissen. Y, un instante después: —Quizá la vida en la Edad de Piedra no fuese tan mala cosa.
—Es una cuestión de gustos, claro está. Si uno prefiere la guerra de todos contra todos al Estado perfectamente organizado, basado en la ayuda mutua, quizá le resulte muy atractiva la vida en la Edad de Piedra. En realidad, es extraño pensar que aún existan entre nosotros hombres de Neandertal...
Me refería a él, claro, pero una vez dicho, me puse nervioso y añadí: —Me refiero a la mujer, por supuesto.
Diría que volvió la espalda para que no lo viera sonreír. Un fastidio, lo que uno puede dejar traslucir sin kallocaína siquiera, pensé.
Cuando llegué a casa después de la jornada laboral, el vigilante de la entrada me dijo que a alguien del distrito le habían concedido licencia de superficie terrestre para poder verme personalmente. Me quedé mirando el nombre, Kadidja Kappori. Desconocido. Al menos no recordaba haberlo oído. El vigilante de la entrada no había entendido bien cuál era el motivo, pero creía que algo tenía que ver con un divorcio. ¡Extremadamente misterioso! Al cabo de un rato era tal mi curiosidad que obvié toda precaución y firmé el documento en que declaraba que estaba dispuesto a recibirla y cuándo podía recibirla. Me aseguré de que también el vigilante portero estampase allí su rúbrica, que constase que tenía noticia de la invitación y que controlaría la hora de la visita. Hecho esto, no había más que entregárselo al controlador del distrito para que expidiera el permiso de visita y se lo remitiese al interesado.
Luego, Linda y yo engullimos la cena y nos marchamos al servicio militar cada uno por su lado. Resultó que lo habían incrementado no solo desde un punto de vista cuantitativo, sino también cualitativamente. Los próximos días debería considerar el horario laboral como la parte del día menos pesada, en tanto que la misión más exigente pasaría a ser el servicio vespertino, noche incluida, que también solía transcurrir entre armas. Me sentía satisfecho de que mi descubrimiento estuviese listo. Si hubiera sido tan solo un poco más lento, no habría llegado nunca a su fin; por lo menos, no si mis tardes, a partir de ahora, se presentaban como la de hoy. Con tantas horas de tan arduo trabajo a mis espaldas, habría intentado en vano ordenar mis pensamientos con claridad. Ahora, por suerte, solo quedaba la última fase de la aplicación práctica, que iba sobre ruedas, en particular teniendo en cuenta que la presencia de Rissen me mantenía despierto. Además, se notaba que él también estaba muy cansado, pero, puesto que era bastantes años mayor que yo, no lo hacían ejercitarse al cien por cien y, en cualquier caso, nunca lo sorprendí en un error.
De todas formas, los experimentos parecían estar en punto muerto, exclusivamente a causa del elevado número de delaciones. Tuvimos que repetirlos con una hornada de víctimas tras otra y, entre tanto, continuar con las mismas pruebas que el primer día.
Cuando los repetimos por tercera vez sin que ni un solo cónyuge, ni marido ni mujer, se hubiese retrasado lo suficiente en la delación como para arrestarlo —y mira que era trabajoso reunir a humanos cobaya casados, no hay palabras para describirlo; la última vez tuvimos que esperar tres días para conseguir una cantidad suficiente—, coincidió con mi tarde libre semanal, y nada me tentaba tanto como la idea de irme a la cama un par de horas antes de lo que solemos llamar la hora de acostarse. Los niños ya se habían dormido, la asistenta se había marchado, yo había puesto el despertador y estaba estirándome una última vez antes de empezar a desvestirme cuando llamaron a la puerta.
¡Kadidja Kappori!, pensé en el acto, maldiciendo mi obsequiosidad al firmar aquella solicitud de visita innecesaria. Y lo peor de todo era que, para colmo de males, estaba solo: Linda había tenido que invertir su tarde libre en una reunión del comité encargado de preparar una fiesta en honor de la jefa de todas las fábricas de productos alimenticios de la ciudad, que ya se jubilaba, y de la nueva, que ocuparía su puesto.
Abrí la puerta y vi a una mujer mayor, grande y robusta y con una cara nada inteligente.
—¿Conmílite Leo Kall? —preguntó—. Soy Kadidja Kappori, y usted ha tenido la bondad de concederme una entrevista.
—Lo siento muchísimo, pero da la casualidad de que estoy solo en casa —expliqué—, de modo que ahora mismo no puedo atenderla. Lo lamento no sabe cuánto si ha recorrido un largo trayecto precisamente esta noche, pero como sabrá, se han producido incontables provocaciones en las que al acusado le ha costado lo indecible demostrar su inocencia solo porque no había testigos y la policía, casualmente, no estuvo atenta justo a esa habitación...
—No, no se trata de nada de eso —dijo la mujer en tono suplicante—. Le aseguro que vengo con la mejor y más clara de las intenciones.
—Comprenderá que no desconfío de usted personalmente —respondí—, pero admita que cualquiera podría decir lo mismo. Para mí, lo más seguro es de todos modos no dejarla entrar. No la conozco y nadie sabe lo que podría ocurrírsele decir de mí.
Yo hablaba en todo momento en voz más alta de lo normal, para subrayar mi inocencia ante los vecinos. Y, seguramente, eso fue lo que le dio la idea.
—¿Y no sería posible pedirle a alguno de los vecinos que hiciese de testigo? —preguntó—. Aunque admito que habría preferido hablar con usted a solas.
Sin duda, era una solución. Llamé a la puerta más próxima. Vivía allí un médico de personal de los comedores del Laboratorio de Experimentos. No conocía de él más que su aspecto, y que él y su mujer reñían a veces con demasiado alboroto para las delgadas paredes medianeras del edificio. Cuando llamé, el hombre vino a abrir la puerta con el entrecejo fruncido, y yo le expuse el asunto. Se le fueron alisando las arrugas de la frente y empezó a mostrarse interesado, hasta que al final aceptó. Él también estaba solo en casa. Por un instante, me arrepentí y me pregunté si lo había meditado bien, pero no existía razón alguna para pensar que el vecino se hubiese confabulado en complot con Kadidja Kappori.
De modo que entraron ambos en la sala parental, donde me apresuré a plegar la cama, que ya tenía preparada, a fin de disponer de más espacio y de que pareciera más una salita.
—Naturalmente, usted no sabe quién soy —comenzó la mujer—. Resulta que estoy casada con Togo Bahara, del Servicio de Víctimas Voluntarias.
Se me encogió el corazón, aunque intenté contener mi animosidad. Aquella mujer era, en efecto, uno de los leales conmílites que me arruinaban el experimento. Y seguramente se había presentado allí para denunciar a su marido. Claro que yo no me explicaba por qué no se había dirigido a la Policía en primera instancia. ¿Tal vez impulsada por el mal presagio de un ave agorera? O quizá porque le pareció que sería menos despiadado denunciarlo ante su jefe. Como quiera que fuese, ya que estaban allí los dos, ella y el médico, en calidad de testigo, me era imposible detenerla.
—En casa ha ocurrido algo horrible y lamentable —continuó con el desaliento en los ojos—. Hace unos días, mi marido llegó y me contó algo terrible, lo más terrible que pueda imaginarse, alta traición. Yo no daba crédito a lo que oía. Llevamos juntos veinte años, hemos traído al mundo varios hijos, así que yo creía que lo conocía bien, por supuesto. Claro que ha tenido épocas de nerviosismo y susceptibilidad, y de abatimiento, pero eso lo da la profesión, claro. Yo soy lavandera en la Lavandería Central del distrito, y allí nos asignaron la vivienda. Bueno, en rigor, todo esto no tiene nada que ver con el asunto. El caso, y usted me comprende, ¿verdad?, es que yo creía que lo conocía. No porque hayamos hablado mucho el uno con el otro: después de unos años de casados, ya sabe uno más o menos lo que tiene que decir, así que tanto da si no se dice nada. Pero, cuando se pasan las horas así, en dos habitaciones, durante veinte años, es como si uno supiera de antemano lo que el otro quiere y tiene en mente. En realidad, uno no piensa en el otro más que como en la propia mano; pero sería terriblemente extraño que, de buenas a primeras, la mano se convirtiera en un pie o cobrara independencia como un ser aparte... ¡Y eso fue lo que pasó! Al principio pensé: ¡tonterías! Es imposible que Togo haya hecho algo así. Pero luego me dije: nadie puede estar seguro, y ¿no hemos oído desde siempre, tanto por radio como en conferencias, y leído en los carteles del metro y de las calles: «¡NADIE PUEDE ESTAR SEGURO! ¡LA PERSONA QUE TENGAS MÁS CERCA PUEDE SER UN TRAIDOR!»? Antes no le había prestado mucha atención, no creía que me afectase. Pero lo que yo he pasado durante una sola noche, es que no puedo explicarlo. Si no hubiera tenido el pelo cano antes, se me habría cubierto de canas esa noche. Resultaba tan inconcebible que Togo, mi Togo, fuese un traidor. Pero ¿qué aspecto tienen los traidores? ¿Acaso no es el mismo que el de la gente corriente? Solo por dentro son diferentes. De lo contrario, no tendría ningún misterio, claro. Y es obvio que fingen ser como los demás, eso demuestra lo taimados que son. En fin, que allí me veía, acostada en la cama, redefiniendo a Togo. Y cuando me levanté por la mañana, fíjese, había perdido a mis ojos su condición de ser humano, «¡NADIE PUEDE ESTAR SEGURO! ¡LA PERSONA QUE TENGAS MÁS CERCA PUEDE SER UN TRAIDOR!». Ya no era un ser humano, era peor que una bestia salvaje. Por un momento llegué a pensar que se trataba de un sueño horrendo —allí estaba, en efecto, afeitándose como de costumbre—, y pensé también que, si pudiera convencerlo de que abandonase esas ideas, todo volvería a ser como antes. Claro que entonces me dije que así no se funciona con los traidores, porque no cambian a mejor, y solo el hecho de oír lo que dice uno de ellos puede entrañar un gran peligro. Puesto que está echado a perder por dentro. Así que llamé a la policía en cuanto llegué al trabajo, era lo único podía hacer con un hombre así. Naturalmente, creí que iban a detenerlo enseguida y, por la tarde, cuando llegó a casa como de costumbre, pensé que la policía vendría en cualquier momento. Él se dio cuenta y me dijo: «Me has denunciado a la Policía. No tendrías que haberlo hecho. Era un experimento y lo has estropeado todo». Pero dígame, ¿cómo iba yo a creerlo así, sin más? ¿Cómo iba a creer que volvía a hallarme ante un ser humano? Cuando por fin comprendí que me había dicho la verdad pues... bueno, quise arrojarme en sus brazos llena de entusiasmo, pero figúrese que entonces se enojó. Y entonces quería separarse.
—Qué cosa más extraña —fue cuanto atiné a responder.
La mujer tragaba saliva continuamente para no ponerse en evidencia echándose a llorar.
—Pero es que yo quiero seguir con él —continuó la mujer—. Y a mí me parece injusto que quiera separarse, cuando yo no he hecho nada malo.
Eso era verdad, la mujer tenía razón. No debería recibir ningún castigo por haber actuado como un buen conmílite, como un conmílite fiable; debería recibir un premio. Debería poder conservar a su querido Togo.
—Decía que ya no podía confiar en mí —prosiguió la mujer tragando saliva sin parar—. Pues claro que puede confiar en mí, siempre y cuando sea un ser humano. Tan claro como que un traidor no puede confiar en mí, Kadidja Kappori.
A mi mente acudió con melancólica desesperanza la imagen del rostro inspirado de aquella mujer demacrada. ¡Qué exigencia más inmadura y absurda no era la de tener para sí a una persona en la que confiar, para confiar en ella de un modo puramente personal, con independencia de lo que se le ocurra hacer! No pude por menos de admitir que tal exigencia ejercía cierta atracción anestesiante. El niño de pecho y el salvaje de la Edad de Piedra quizá pervivan no solo en algunos de nosotros, me dije, sino en todos nosotros, aunque en distinto grado, y eso constituye una diferencia esencial. Y al igual que sentí que era mi deber destrozar el sueño de la mujer pálida de hacía unos días, consideré también que era necesario destruir la misma ilusión en el marido de Kadidja Kappori, aunque ello implicase el sacrificio de otra de mis tardes libres.
—Vengan a verme los dos a alguna de estas horas —dije mientras le anotaba en un papel cuándo tenía libre—. Si no cambia de idea, ya se lo haré entender yo.
La mujer se despidió deshaciéndose en palabras de agradecimiento y yo los acompañé a la puerta a los dos, a ella y al médico. Este parecía haberse tomado el asunto como un entretenimiento popular, no había parado de soltar risitas en toda la reunión, lo cual, la verdad, resultó bastante molesto, y aún reía mientras salía por la puerta en dirección a su casa. Pero ahora no podía yo dedicarme a aquello. Veía que se trataba de una cuestión de principios con demasiada claridad como para interesarme de veras por aquellas ridiculas personas.
No me resistí a contarle la historia a Rissen mientras estábamos en el laboratorio. En realidad, nada tenía que ver con el trabajo, pero sí era pertinente en un sentido general. Asimismo, tengo mis sospechas de que me movía cierto deseo de mostrarme como un ser interesante e independiente, un hombre al que la gente buscaba cuando se hallaba en dificultades, capaz de prestarle la ayuda adecuada como si nada. La cuestión era esta: la dureza con que yo criticaba a Rissen y la honda desconfianza que me inspiraba no eran menores que la importancia que le daba a su juicio. Cada vez que me sorprendía tratando de impresionarlo me avergonzaba ante mí mismo e intentaba no pensar en mi debilidad. Pero un cuarto de hora más tarde aparecía de nuevo y hacía cuanto estaba en mi mano por conseguir a la fuerza algo parecido al respeto de aquel hombre tan raro al que nadie podía respetar. Cuando intuía que estaba fracasando, trataba de irritarlo y me complacía figurándome que mis pullas respondían a un plan premeditado: si lograba que se enojara a conciencia, sabría al menos qué podía esperar de él, me decía.
Entre otros temas, salieron a relucir las palabras de Kadidja Kappori: «Ya no era un ser humano».
—¡Un ser humano! —dije—. ¡Qué misterio no ha alimentado la gente en torno a esa expresión! Como si la condición de ser humano fuese en sí algo digno de respeto. ¡Un ser humano! Eso es un concepto biológico. Cuando tiene otras implicaciones, más valdría eliminarlas lo antes posible.
Rissen me miraba con expresión insondable.
—Por ejemplo ahora, esta Kadidja Kappori —continué—. Para actuar correctamente, primero debió deshacerse de las inhibiciones que se traslucían en la supersticiosa suposición de que su marido era «un ser humano entre comillas», porque desde un punto de vista netamente biológico, no podrá nunca ser otra cosa. Ella superó esa crisis en una sola noche, pero ¿cuánta gente lo consigue? De haber sido más lenta su reacción, se habría encontrado entre los traidores sin saber cómo, y todo por culpa de esa superstición... Creo que es necesario empezar desde el principio y enseñarle a la gente a que deje de ver a un «ser humano entre comillas» en cada conmílite.
—No creo yo que sean tantas las víctimas de esa clase de misterio —dijo Rissen despacio, mirando atentamente una probeta graduada que acababa de llenar.
No había nada extraordinario en cómo lo dijo y tampoco era digno de comentario alguno. Pero Rissen tenía un modo de ir administrando sus palabras gota a gota en los oídos de la gente que inducía a pensar que estaban cargadas de contenido. Lo cual a su vez hacía que uno siempre se preguntase qué había dicho Rissen en realidad, y sus palabras, junto con el timbre y el tono de voz, resonaban llenándote de desasosiego.
En cualquier caso, precisamente aquella semana estuvo tan cargada de sucesos emocionantes que resultó fácil olvidar todo lo demás. Fueron unos acontecimientos tan trascendentes que hasta se convirtieron en el inicio del ascenso triunfal de la kallocaína en el Estado del Mundo. Pero los postergaré hasta haber concluido la historia de la pareja Bahara-Kappori.
Ambos acudieron a verme justo una semana después de la primera visita de Kadidja Kappori. Una vez más, Linda estaba ocupada con el comité de festejos pero, puesto que a aquellas alturas yo ya conocía bien las intenciones de la pareja y sabía que a él podía mantenerlo a raya, por lo menos, no me molesté en citar a ningún testigo. Se los veía malhumorados y abatidos, de donde se infería que aún no había tenido lugar la reconciliación.
—Ajá —dije para alentarlos (más valía tomárselo con buen humor)—. Ajá, da la impresión de que la prima extraordinaria ha sido demasiado baja en esta ocasión, conmílite Bahara. Una separación casi podría calificarse de secuela permanente. Por cierto, esa muleta, ¿se la ha agenciado en el trabajo o... ummm... o es expresión de la situación matrimonial?
El hombre no respondió, seguía de mal humor. Su esposa le dio un codazo.
—Al menos deberías responder a la pregunta de tu jefe, Togo querido. ¡Figúrate, veinte años de casados y, al final, separar nuestras vidas y divorciarnos por esto! ¡Vaya si es injusto! Primero la engaña a una con un experimento y luego se enfada porque he actuado en consecuencia.
—Si podías mandarme a la cárcel, también puedes vivir sin mí aunque quede libre —respondió el hombre con acritud.
—¡Pero no es lo mismo! —objetó la mujer—. Si hubieras sido el que intentabas hacerme creer que eras... ¡antes muerta que tenerte en casa! Pero puesto que no lo eres, puesto que eres el hombre al que conozco desde hace veinte años, es normal que quiera que te quedes conmigo. Y yo no he hecho nada malo por lo que merezca que me dejes.
—Tenga a bien responder a una pregunta, conmílite Bahara —dije en un tono menos jocoso en esta ocasión—. ¿De verdad considera que su mujer hizo algo malo al denunciarlo?
—Malo no sé si fue exactamente...
—¿Qué haría usted si alguien fuese a contarle que era un espía...? No tendrá usted que pensárselo mucho para contestar, espero. ¿Quiere que le diga lo que haría usted? Iría directamente al buzón más cercano o llamaría desde el teléfono que tuviese más a mano, y denunciaría a esa persona lo antes posible. ¿No es así? ¿No sería eso lo que haría?
—Pues sí, sí, naturalmente, pero no es exactamente lo mismo.
—Me alegro de que diga que usted haría como ella, porque lo contrario sería delito. Y eso es justo lo que ha hecho su esposa. ¿Qué quiere decir con que no es exactamente lo mismo?
Era algo que le costaba aclarar. Aunque acometió algún que otro intento: —Que pueda creer cualquier cosa de mí... ¡Después de veinte años! ¡Y de un día para otro! Y, además: imagínese que yo llegase un día contándole que de verdad había cometido alguna tontería y no supiera cómo salir del atolladero...
—Pues sería demasiado tarde para arrepentirse. Y, en lo que se refiere a creerse cualquier cosa, ¿no sabe que es nuestra obligación ser desconfiados? El bien supremo del Estado lo exige. Veinte años es mucho tiempo, es cierto, pero es posible pasarse veinte años equivocado. No, no tiene nada de qué lamentarse.
—No, pero si hubiese sido ella... yo no habría...
—Contenga la lengua, querido conmílite, podría destruir fácilmente el buen concepto que tengo de su honor. Su esposa delató a un espía. ¿Hizo bien o hizo mal?
—Sí... bueno... claro que hizo bien.
—Es decir: hizo bien. Delató a un espía, pero dicho espía no era usted. Y ahora resulta que quiere usted separarse porque ella hizo lo correcto con respecto a alguien que no era usted. ¿Tiene eso pies ni cabeza?
—Pero es que... me siento tan inseguro... cuando la miro y comprendo que no sé qué opinión tiene de mí.
—Si yo estuviese en su lugar, me cuidaría mucho de separarme de mi mujer si hubiese actuado como debía. Con total independencia de que su profesión no atrae precisamente a las mujeres —y, por cierto, tampoco su estado físico—, ninguna mujer honrada pensará siquiera en usted cuando conozca esta historia —de cuya propagación me atrevo a responsabilizarme—, y entonces vivirá usted arrastrando una deshonra que andará en boca de todos.
—Pero es que no estoy a gusto así —murmuró el hombre, con desconcierto creciente—. No quiero estar así.
—De verdad que me sorprende —dije en un tono cada vez más frío—. ¿No me veré obligado a creer que es usted un tipo asocial? ¿Sabe qué le digo?: lo tendremos en cuenta en el laboratorio. Quizá no resulte muy fácil sobrellevar esa tacha.
Aquello hizo mella. Su desconcierto adquirió un tono de temor. Con expresión desvalida, nos miraba alternativamente a mí y a su mujer. Tras una breve pausa, retomé la argumentación: —Sin embargo, estoy convencido de que no era esa su intención. Lo que usted quería era tener la certeza de que su mujer había renunciado en serio a sus sospechas. Y así es, como habrá comprobado. De modo que no existe ya motivo alguno para la separación, ¿verdad? ¿Tengo razón?
—Pues... sí —admitió el hombre, aliviado ante mi amabilidad y pese a haber sido incapaz de seguir mi razonamiento—. Naturalmente. No existe motivo alguno... para la separación.
A la esposa, que, por el contrario, comprendió enseguida que ya había pasado el peligro y que todo volvía a ser como antes, se le iluminó la cara, que irradiaba un alivio inmenso. Su gratitud tendría que ser mi única recompensa por el sacrificio de aquellas dos tardes libres. Cierto que me molestaba la frialdad acre de Togo Bahara, pero ya iría paliándose paulatinamente. A fin de animarlo un poco más, les grité cuando se marchaban: —Venga más adelante a informarme de si su marido ha hablado con sinceridad o si, después de todo, no es más que un tipo asocial.
Bahara sabía que yo era su jefe. El matrimonio de Kadidja Kappori estaba a salvo.
Justo aquella semana, el experimento arrojó unos resultados insólitamente favorables. Nada menos que tres de las diez personas no figuraban entre los delatados y, por suerte, la Policía puso en marcha las detenciones con toda diligencia. Con lo cual teníamos a nuestra disposición a tres personas ajenas al Servicio de Víctimas Voluntarias que, además, nada sospechaban. El jefe de policía Karrek se personó a la hora de la investigación. Alto y delgado como era, se sentó en la silla, estiró las piernas larguiruchas, cruzó las manos sobre el tronco estrecho y aguardó con un misterioso fuego en las ranuras en que se le habían convertido los ojos entrecerrados. El jefe de policía era una persona notoria, de esas que parecen haber nacido para llegar lejos. Su actitud podía ser tan laxa e incluso más laxa que la de Rissen y, aun así, jamás resultaba poco marcial. Mientras que Rissen se activaba con sus propios impulsos y más parecía empujar que dirigir, el reposo desmadejado de Karrek no era sino el impulso previo a la carrera, y en la dura expresión hermética de su rostro, en el destello que lanzaba desde los párpados medio entornados, se leía que sería la carrera de un animal salvaje que no erraría el objetivo. Yo no solo sentía respeto por su fuerza, sino que tenía depositada mi esperanza en su poder. Y pronto se me confirmaría que no andaba equivocado.
Hicieron pasar a los tres detenidos uno a uno para examinarlos. Dos de ellos eran de una clase con la que, hasta el momento, no habíamos trabajado, delincuentes comunes que, sencillamente, se sintieron tentados sin remedio por las sumas que se suponía que había prometido el espía. Uno de ellos, una mujer, nos animó la sesión, por cierto, tanto a nosotros como al jefe de policía, con sus confidencias íntimas sobre la naturaleza y los hábitos del hombre. Una mujer inteligente e ingeniosa, aunque no deseable como conmílite dada la condición compacta de su egoísmo individual.
El tercero, en cambio, nos dio en qué pensar.
La razón por la que no había denunciado a su esposa se hallaba envuelta en la penumbra, al parecer, incluso para él mismo. Por un lado, no mostraba la misma gratitud extática que la mujer pálida y menuda que había pasado antes por el laboratorio; por el otro, tampoco abrigaba el menor interés por las sumas de dinero prometidas. Si bien no negaba de plano la posibilidad de que su mujer fuese espía, se sentía manifiestamente reacio a aceptar que las cosas fueran como ella se las había expuesto. En resumidas cuentas, podría decirse que le había impedido delatarla una suerte de indolencia, una indolencia que tal vez habría logrado vencer un par de días más tarde; imposible saberlo. Si Karrek no hubiese decidido anteponer la gracia a la justicia, esa indolencia habría estigmatizado al hombre como enemigo del Estado. Mientras que un ser así de abúlico hacía acopio de la energía necesaria para actuar, daba tiempo de ejecutar la traición y de hacer el daño, pero no solo eso, sino que su vacilación en términos generales probaba también la escasa devoción que le inspiraba el Estado. No causó, pues, sorpresa alguna que, entre otras lindezas, se dejase caer con que: —De todos modos, eso es mucho menos importante que nuestra causa.
Me puse en alerta máxima y vi que el jefe de policía hacía lo propio.
—¿Su causa? —pregunté—. ¿Y quiénes son ustedes?
El hombre meneó la cabeza con una sonrisa un tanto ridicula.
—No pregunte —respondió—. No tenemos nombre, no constituimos ninguna organización. Sencillamente, existimos.
—¿Cómo existen? ¿Cómo pueden llamarse nosotros si no tienen ni nombre ni organización? ¿Qué clase de gente son ustedes?
—Somos muchos, muchos. Aunque yo conozco solo a unos pocos. He visto a muchos, pero de la mayoría ignoro hasta el nombre. ¿De qué iba a servirnos? Sabemos que somos nosotros.
Puesto que ya mostraba indicios de ir a despabilarse, miré con expresión interrogante primero a Rissen, luego al jefe de policía.
—Por lo que más quiera, continúe —masculló Karrek entre dientes. Rissen también hizo un gesto afirmativo. De modo que le puse al hombre otra inyección.
—Bien, continúe: los nombres de las personas a las que conoce.
Con sincera alegría e inocencia absoluta, sin la menor vacilación, mencionó a cinco hombres. Eso era todo, aseguró. No conocía a más. Karrek le hizo a Rissen una seña para que tomase nota; este obedeció.
—¿Y qué clase de revolución pretenden llevar a cabo?
A pesar de la inyección, el hombre no respondió. Se retorcía pensando en la pregunta y era evidente que intentaba esforzarse, pero no logró decir una sola palabra. Por un instante pensé que pudiera ser que la kallocaína no surtiese efecto alguno en determinadas circunstancias, y enseguida empecé a notar un sudor frío. Sin embargo, también podía ocurrir que no le hubiese formulado bien la pregunta, que fuese demasiado compleja —aunque debo decir que a mí me parecía de lo más sencilla—, de tal modo que el humano cobaya no hubiera podido contestarla ni en estado de vigilia.
—Ustedes quieren algo, ¿no es cierto? —pregunté cauteloso.
—Pues claro, claro que queremos algo...
—¿Y qué es?
Una vez más, silencio. Luego, con tanta indecisión como esfuerzo: —Queremos ser... Queremos convertirnos en... otra cosa...
—¿Ajá? ¿Y qué quieren ser?
Silencio. Un hondo suspiro.
—¿Algunos puestos concretos que aspiren a ocupar?
—No, no. No es eso.
—¿Quieren ser otra cosa que conmílites del Estado del Mundo?
—Ummm... No... Bueno, es decir... no, no es eso...
Me sentía desconcertado. El jefe de policía Karrek flexionó las piernas silenciosamente, se inclinó con los brazos cruzados, entornó los ojos y dijo en voz baja y penetrante: —¿Dónde ha conocido a los demás?
—En casa de uno de los que no conozco.
—¿Dónde? ¿Y cuándo?
—Distrito RQ... El miércoles, hace dos semanas...
—¿Eran muchos?
—Quince o veinte.
—En ese caso, no será tan difícil controlar dónde fue —dijo Karrek dirigiéndose a Rissen y a mí—. El vigilante portero debería saberlo.
Y prosiguió con el interrogatorio.
—Tenían ustedes licencia, naturalmente. ¿Con nombre falso?
—No, con nombre falso no. La mía, al menos, era auténtica.
—En ese caso, mucho más fácil. Bien, siga. ¿Qué tema trataron en la reunión?
Pero llegados a ese punto, ni siquiera Karrek se salió con la suya. La respuesta del humano cobaya fue confusa e imprecisa.
Tuvimos que dejar en paz a tan atolondrado humano cobaya, tanto más cuanto que el efecto de la segunda inyección empezaba a desaparecer. El hombre espabiló víctima de un intenso mareo. En el plano psíquico no parecía muy atormentado, estaba nervioso, pero no desesperado, más perplejo que avergonzado.
Una vez se hubo marchado, el jefe de policía se levantó con un salto de toda su elástica estatura, respiró hondo, como olisqueando el aire, y dijo: —Aquí hay trabajo. El hombre no sabía nada, de eso podemos estar seguros. Los compinches sabrán más. Podemos ir comprobando un nombre tras otro hasta llegar a los círculos más íntimos. Tal vez se trate de una gran conspiración en toda regla, ¿quién sabe?
Cerró los ojos y una pátina de satisfacción se le extendió por la cara alisando la tensión de los rasgos. Me permití adivinar lo que estaba pensando: «Esto hará trascender mi fama a todo el Estado del Mundo». Quizá erré en mi suposición. El jefe de policía y yo éramos de naturaleza bien distinta.
—Por cierto... —continuó el jefe de policía despacio, escudriñando con la mirada ya al uno, ya al otro— ...estaré de viaje un tiempo. Cabe la posibilidad de que también a ustedes los reclamen en otro lugar. En cualquier caso, prepárense para el viaje. La convocatoria puede llegarles a casa o al trabajo. Por si acaso, procuren traer al laboratorio una maleta lista, así no tendrán que demorarse en ir a buscarla; una maleta pequeña con lo imprescindible para ausentarse un par de días. Y tengan los aparatos a punto para llevar y así poder demostrar cómo funciona la kallocaína.
—¿Y el servicio militar? —preguntó Rissen.
—Llegado el caso, ya me ocuparía yo de arreglarlo todo, naturalmente. Si no me es posible, no tendrán que viajar. No prometo nada. ¿Qué tienen ustedes pensado hacer los próximos días?
—Continuar con los experimentos.
—¿Hay entonces algún inconveniente en que sigan este hilo? Me refiero al que nos ha proporcionado el último humano cobaya. En lugar de recurrir al Servicio de Víctimas Voluntarias, dedíquense a devanar palmo a palmo esa maraña de nombres, uno de cuyos cabos nos ha facilitado, anoten meticulosamente cuanto averigüen y luego esperen. ¿Qué me dicen?
Rissen se lo estaba pensando.
—En el reglamento del laboratorio no consta ninguna normativa para casos como este.
El jefe de policía estalló en una risotada indescriptiblemente desdeñosa y aguda.
—No seamos burocráticos —dijo—. Si reciben una orden del primer jefe de laboratorio —es Muili, ¿verdad?—, no creo que deban atenerse al rigor del reglamento. Hablaré con Muili personalmente. Luego no habrá más que presentar la lista con los nombres en la comisaría de Policía. Puede que estén en juego la suerte y la ruina del Estado, ¡y ustedes preguntando por el reglamento!
Karrek se marchó y nosotros nos quedamos mirándonos. Sospecho que, en mi caso, con una expresión tan triunfal como llena de admiración. En las manos de un hombre como Karrek podía uno encomendar su destino tranquilamente. Era voluntad pura, para él no existían las dificultades.
Pero Rissen enarcó las cejas resignado.
—Nos convertiremos en una subsección de la Policía —auguró—. Adiós, investigación científica.
Algo se me quebró por dentro. Yo adoraba mi labor científica y la añoraría muchísimo si me privaran de ella. Pero Rissen era pesimista por naturaleza, me dije. Yo, en cambio, solo veía ante mí La Escalera y la primera y única pregunta interesante era si llevaba hacia arriba. De lo demás, el tiempo diría.
Una hora más tarde llegó, en efecto, una orden del primer jefe de laboratorio según la cual debíamos reorganizar nuestro trabajo conforme a la línea indicada por el jefe de policía. En la comisaría ya estaban avisados, no teníamos más que dar por teléfono los nombres de aquellos a quienes queríamos que detuvieran y los tendríamos a nuestra disposición en un plazo de veinticuatro horas.
El primero al que tratamos fue un joven salido no hacía mucho del campamento juvenil con una curiosa mezcla de inseguridad y belicosidad soberbia ante la vida en sociedad, a la que aún no se sentía del todo adaptado. Bajo la influencia de la kallocaína, su amor propio halló la oportunidad de extenderse de un modo que a nosotros, hombres adultos, nos resultó cómico, y empezó a entretenernos con una serie de planes de futuro tan etéreos como indefinidos. Al mismo tiempo, admitió que solía sentirse profundamente molesto con las personas de su entorno. Querían hacerle daño, aseguraba. Cierto es que yo había propuesto que dejáramos que nuestros humanos cobaya hablaran de lo que quisieran tanto como fuera posible, puesto que el ejemplar anterior había sido tan duro de interrogar, pero en este caso, el resultado contenía demasiada psicología juvenil como para que pudiese serle de utilidad a Karrek, de modo que al final volví a los interrogatorios y le pregunté si conocía a nuestro anterior detenido.
—Sí. Somos compañeros de trabajo.
—¿Se han visto ustedes fuera del trabajo en alguna ocasión?
—Sí. Me invitó a un acto...
—¿En el distrito RQ? ¿El miércoles de hace dos semanas?
El joven empezó a reírse con una risita discreta al tiempo que daba muestras de un vivo interés.
—Sí. Un acto tan extraño... Pero me gustó esa gente. En cierto sentido... me gustó...
—¿Podría contarnos lo que recuerde?
—Por supuesto. Era todo tan raro... Llegué y solo había gente a la que yo no conocía. Bueno, eso no tenía nada de extraño. Cuando se sacrifica una tarde libre en beneficio de la vida social, suele ser para discutir algo, bien relacionado con el trabajo, bien con cualquier otro asunto, una fiesta planificada o un escrito a las autoridades o cosas así, y en esos casos es normal que uno no conozca a todos los invitados. ¡Pero no era una cita de esas! No se debatió ningún tema. Sencillamente, o bien hablaban de todo lo habido y por haber, o bien guardaban silencio. El hecho de que estuvieran callados tanto tiempo me llenaba de angustia. Y, además, ¡había que ver cómo se saludaban! Se estrechaban las manos. ¡Una locura! Que, por si fuera poco, debe de ser antihigiénica. Y tan íntima que se avergüenza uno, además. Tocarse así, intencionadamente. Según decían, era un saludo antiguo que habían recuperado, pero no era obligatorio si no querías; no te obligaban a nada. Aunque al principio me daban miedo. No hay nada tan desagradable como estar callado. Tiene uno la sensación de que la gente sabe perfectamente lo que está pensando. Como si estuvieras desnudo o peor, anímicamente desnudo. Sobre todo cuando también hay gente mayor, que puede haber aprendido a ver a través de uno. Aunque, cuando hablan, también saben hablar superficialmente, con la fachada, y estar en guardia bajo la fachada. A mí ya me ha pasado alguna vez que he podido hablar con la fachada y estar alerta bajo la fachada: después se siente uno contento, como si hubiese evitado un peligro. Pero allí me fue imposible. Ninguno de los presentes habría picado. Cuando hablaban lo hacían en voz baja, y entre tanto no parecían estar pensando en otra cosa. Yo, normalmente, pienso que es mejor hablar alto, para captar la atención de los demás, hablas alto y tienes la mente en otros asuntos. Pero es que eran tan raros... Al final empezó a parecerme agradable y ya me iban gustando aquellas personas. Era una cosa relajada, en cierto modo.
Aquello no proporcionaba mucha información. Obviamente, el joven era novato en el movimiento y aún no estaba iniciado en todos sus secretos. A pesar de lo cual le pregunté, por si acaso: —¿Advirtió si el grupo tenía algún jefe? ¿Algún tipo de graduación entre ellos?
—No. Al menos yo no lo vi. Y tampoco nadie se dirigió a ningún jefe.
—Bueno, ¿y qué hacían? ¿Hablaban de algo que habían hecho o que pensaban hacer?
—No que yo sepa. Claro que yo tuve que irme antes, yo y otro par de personas que tampoco habían participado con anterioridad, creo. A partir de ahí, no sé a qué se dedicaron. Sin embargo, cuando nos íbamos alguien dijo: «Cuando nos veamos ahí fuera, en el mundo, nos reconoceremos mutuamente».
»No puedo explicarlo, pero lo cierto es que resultó bastante solemne y yo me fui creyendo de verdad que los reconocería; no exactamente a los que había conocido allí, sino a cualquiera que perteneciese a ellos. Tenían algo especial, no sé describirlo. Ahora, al entrar en la sala, he notado perfectamente que usted no es como ellos (dijo esto señalándome a mí). Usted, en cambio... (aquí le dirigió a Rissen una mirada turbia). De usted no estoy tan seguro. Puede que tenga que ver con ellos, puede que no. Solo sé que me sentía más tranquilo en compañía de aquellas personas que con otras. No tenía nada claro que quisieran hacerme daño.
Dirigí a Rissen una mirada penetrante. Tan desconcertado estaba que di por hecho que era inocente, si ser inocente significa no haber participado nunca en aquel tipo de reuniones secretas que acababa de describir el joven. Aun así... algo había en la insinuación... También Rissen adolecía de una vena asocial, de cierto parentesco con los topos ciegos.
El joven despertó presa de terribles remordimientos que no guardaban proporción lógica con el contenido prácticamente inofensivo de su confesión. Por lo que pude inferir, no se debía el arrepentimiento tanto al relato de la reunión como a las confesiones de índole más personal que nosotros le habíamos interrumpido entre bostezos de aburrimiento.
—Creo que debería retirar parte de lo dicho —balbució tambaleándose—. Eso de que me sentía inseguro ante los demás, que en el fondo no es verdad. Es solo que me pregunto qué piensan de mí. Que no digo que quieran hacerme daño, no. Y todo eso que dije que quería ser y hacer, eso no eran más que fantasías, ni un gramo de verdad. Además, era una exageración decir que me sentía más a gusto entre aquellas personas raras que entre la gente normal. Por supuesto, en el fondo me encuentro mejor rodeado de gente normal, ahora que lo pienso...
—Y nosotros estamos convencidos de ello —dijo Rissen en tono amable—. En el futuro debe usted limitarse a los otros, a los normales. Abrigamos la firme sospecha de que esa agrupación en la que ha participado usted tiene un temperamento subversivo. Según parece, aún no se ha contagiado del todo, pero ¡tenga cuidado! Antes de que quiera darse cuenta, lo habrán atrapado en sus redes.
Cuando el joven cruzó la puerta al salir, parecía aterrado.
No sé qué planes horrendos esperábamos descubrir en realidad durante la asamblea que tuvo lugar una vez que el joven y otros como él hubieron abandonado la reunión. En cualquier caso, alguno de los detenidos debería haber estado presente cuando se pergeñaron. Metódicamente y a conciencia, interrogamos a los cuatro que aún quedaban, anotando con rigor sus versiones de los hechos, pero tardamos bastante en hacernos una idea más o menos clara de la naturaleza de aquella liga secreta. En más de una ocasión tuvimos que mirarnos meneando la cabeza con preocupación. ¿Acaso nos las veíamos con un grupo de desquiciados? Aquello era lo más fantástico que había oído en mi vida.
Ante todo, íbamos tras la pista de la organización en sí, los nombres de los jefes, las ramificaciones. Pero una y otra vez nos decían que no había jefes, que no existía tal organización. Claro que así suele suceder en las conspiraciones secretas, que los miembros de las bajas esferas no están al corriente de los secretos del núcleo: el nombre de dos o tres miembros más, tan insignificantes como ellos mismos, es cuanto conocen. Concluimos que a esa clase pertenecían los miembros que nosotros habíamos localizado. Dábamos por descontado que los ya detenidos nos procurarían el acceso a otras capas de la organización donde supieran más. No teníamos más que seguir adelante.
¿Qué sucedió, pues, desde que los novatos abandonaron la casa?, nos preguntamos a continuación. Una mujer nos facilitó una descripción asombrosa.
—Sacan un cuchillo —dijo—. Uno de nosotros se lo entrega a algún otro, se tumba en una cama y finge dormir.
—Ajá. ¿Y luego?
—Luego, nada más. Si alguien más quiere participar y si hay sitio, también puede sumarse y fingir que duerme. Puedes sentarte y apoyar la cabeza en el borde de la cama. O en la mesa o donde sea.
Me temo que se me escapó una risa ahogada. La escena recreada era impagable. Alguien se sienta muy serio, con un gran cuchillo de mesa en la mano (naturalmente, solo puede ser un cuchillo de mesa, lo más fácil de conseguir, no hay más que olvidar ponerlo en el montaplatos con la vajilla para lavar después de la cena), en medio de un grupo de gente igualmente seria. Uno se tumba en la cama, con las manos en el abdomen, cierra los ojos convulsamente, quizá incluso intenta roncar. Uno tras otro, todos van cogiendo un almohadón y lo colocan cerca, apoyan la cabeza en una postura más o menos incómoda y, con cada leve ronquido, aporta cada uno su granito de arena. Alguien se escurre y se queda sentado apoyado en la cama, estira las piernas, descansa la nuca en el larguero, suelta un bostezo... Por lo demás, silencio mortal.
Ni siquiera Rissen pudo reprimir una risita.
—¿Y qué sentido tiene todo eso? —preguntó.
—Un sentido simbólico. Al dejar el cuchillo, uno queda a merced de la violencia del otro y, aun así, no le sucede nada.
(¡Aun así no le sucede nada! Cuando hay gente por todas partes, gente que ronca totalmente despierta y puede mirar maliciosamente con el ojo izquierdo en cualquier momento. No le sucede nada, cuando uno de sus huéspedes —registrado ante el vigilante portero de un modo totalmente legal— cierra la mano en torno a un cuchillo de mesa, el mismo con el que se ha esforzado por cortar la carne en salsa de rábano picante durante la cena, y oye la forma tan natural que tiene de roncar...) —¿Y para qué, todo eso?
—Queremos invocar un nuevo espíritu —respondió la mujer totalmente en serio.
Rissen se llevó la mano a la barbilla, pensativo. Yo, y seguramente también Rissen, había oído en alguna conferencia sobre historia del Estado que los salvajes de la prehistoria solían salmodiar ciertos sortilegios y ejecutar lo que llamaban actos de magia para invocar a seres ficticios a los que denominaban espíritus. Pero ¿aún ocurría aquello en nuestros días?
A la misma mujer logramos sonsacarle algunas insinuaciones sobre un completo perturbado que parecía desempeñar el papel de héroe en su círculo. En verdad que algunos no necesitan mucho para ver a un héroe en cualquier sitio.
—¿No conocen a Reor? —preguntó la mujer—. No, está muerto, vivió hace unos cincuenta años, en alguna de las ciudades molineras, a decir de algunos; otros, en cambio, lo sitúan en alguna de las ciudades textiles. Mira que no haber oído hablar de Reor... A mí me gustaría hablar sobre él algún día. Aunque, claro, solo los iniciados pueden entenderlo. Y si uno quiere hablar de Reor, debe dirigirse a los iniciados. Reor iba de un sitio a otro, porque en aquel entonces lo de las licencias era distinto, y había quienes lo recibían con temor, porque creían que era de la Policía, y quienes lo expulsaban de sus ciudades, porque pensaban que era un criminal. Pero aquel que lo acogía... Bueno, no todos se percataban de qué clase de persona era, naturalmente, algunos opinaban que era un hombre raro, pero otros sentían que podían estar tranquilos y seguros en su compañía, igual que un niño pequeño con su madre. Algunos lo echaron en el olvido, pero otros no lo olvidaron jamás, e iban hablando de él en la medida de sus posibilidades. Pero eso solo lo entienden los iniciados. Nunca cerraba su puerta. Nunca se preocupó de tener testigos ni pruebas de lo que decía o hacía. No se protegía de los ladrones, ni siquiera de los atracadores a mano armada, y precisamente, al final, murió a manos de uno de ellos, uno que creía que Reor tenía una hogaza en el morral. Eran tiempos de hambruna. Pero Reor no tenía pan, ya se lo había comido junto con otras personas a las que había conocido por el camino... Sin embargo el atracador creía que había escondido el pan. Así que lo mató.
—¿Y aun así cree usted que fue un gran hombre? —pregunté.
—Era un gran hombre. Reor era un gran hombre. Era uno de nosotros. Aún hoy hay gente que lo vio.
Rissen me dirigió una mirada elocuente y meneó la cabeza.
—Es la lógica más extraordinaria que he oído en mi vida —dije—. ¡Seamos como él, ya que lo mató un atracador! No entiendo nada.
—Habla usted de iniciación —le dijo Rissen a la mujer sin prestarme atención—. ¿Cómo se convierte uno en iniciado?
—No lo sé. Simplemente, sucede. De buenas a primeras, es uno un iniciado. Los demás lo notan; los demás iniciados.
—En ese caso, cualquiera puede presentarse diciendo que es un iniciado, ¿verdad? Debe de haber alguna acción, alguna ceremonia... algún secreto que conocer, ¿no?
—No, nada de eso. Como digo, es algo que se nota. Ya sabe, o te conviertes o no te conviertes en iniciado. Algunos no llegan a serlo nunca.
—¿Y en qué se nota?
—Pues... se nota en todo... Eso del cuchillo y el sueño, y entonces uno lo ve como algo sagrado y claro... y mucho más...
Seguíamos sin entender nada.
Imposible decir si la mujer estaba loca en solitario y por su cuenta o si todos los demás compartían esa locura. Como quiera que fuese, estaba claro que los ritos mágicos con el cuchillo y el sueño fingido habían tenido lugar, tal y como nos confirmaron los otros; en cambio, seguía siendo un misterio si dichos ritos se celebraban siempre o si había sido algo ocasional. Tampoco hallamos en todos indicios del mito de Reor, aunque sí en algunos. ¿Qué era, pues, lo que tenían en común los integrantes de aquel círculo, salvo que se comportaban todos de forma harto extraña?
Otro, también una mujer, nos facilitó un par de nombres, por lo que nos pareció oportuno presionarla con particular encono en lo referente a la organización. Su respuesta fue tan desconcertante como la de los demás.
—¿Organización? —preguntó la mujer—. No pretendemos formar ninguna organización. No es necesario organizar aquello que es orgánico. Ustedes construyen desde fuera, nosotros nos construimos desde dentro. Ustedes construyen con piedras que son ustedes mismos y se vienen abajo por fuera y por dentro. Nosotros nos construimos por dentro como árboles, y entre nosotros crecen puentes que no son de materia muerta ni de imperativos muertos. Parten vivos hacia fuera desde nuestro interior. En el caso de ustedes, se deslizan muertos hacia dentro.
A mí todo aquello me parecía un absurdo juego de palabras y, aun así, me impresionó. Tal vez fuese la mera intensidad de la voz profunda de la mujer lo que me hizo temblar. No era impensable que me recordase a la de Linda, que también tiene un timbre profundo e intenso, sobre todo a veces, cuando no parece tan cansada; y que ese parecido me abocase a imaginar cómo me habría sentido si, en lugar de aquella mujer desconocida, hubiese sido Linda la que me hubiese desvelado lo más hondo de su ser con esa voz implorante y penetrante. En cualquier caso, oculté aquel recuerdo en la memoria durante mucho tiempo, incluso repetía para mis adentros cada una de las palabras, que yo creía porque sonaban hermosas pese a ser absurdas. Más adelante, mucho después, llegaría a entrever que tenían sentido. Como quiera que sea, calaron en mí ya entonces, hasta el punto de que me hice una idea preliminar de a qué se referían cuando decían «nosotros», que se reconocían mutuamente y que podrían tener un círculo de iniciados sin organización alguna, sin señas de identidad externas y, al parecer, sin teorías ni doctrinas.
Cuando la dejamos ir, le dije a Rissen:
—Se me ha ocurrido una idea. Tal vez hayamos entendido mal lo de «un espíritu». También puede aludir a una forma interior, a una actitud ante la vida. ¿O cree que se trata de una interpretación demasiado sutil para ese atajo de locos?
Me miró y me asusté. Le vi en la cara que me entendía a la perfección, pero le vi algo más. Comprendí que también él se había sentido afectado por la naturaleza cálida e intensa de la mujer. Comprendí que él era todavía más receptivo que yo. Y comprendí que su sola mirada, su solo silencio, me arrastraban en una dirección hacia la que mi amor por el cumplimiento del deber y mi sentido del honor me prohibían dirigirme. Rissen estaba, por así decirlo, atrapado en la red de aquellos locos; y yo mismo había sentido por un instante una atracción maravillosa e insuperable.
¿No había dicho el primer joven de hoy que Rissen bien podría pertenecer a ellos, a los locos, a la secta secreta? ¿No había tenido yo siempre la sensación de que entrañaba una amenaza, un peligro? A partir de aquel momento supe que, en el fondo, éramos enemigos.
Solo nos quedaba uno de los detenidos, un hombre mayor de aspecto inteligente que me infundió temor en el acto —imposible saber si no tendría la misma fuerza sugestiva que la mujer de hacía unos minutos—, y me esperaba grandes cosas de él. Él mejor que nadie tenía que saber algo de los círculos más secretos y, con un poco de suerte, hallaríamos gracias a él pruebas lo bastante irrefutables como para condenar y liquidar aquella secta de locos, para alivio y salvación mía y de muchos otros. Sin embargo, una vez que el hombre entró en la sala y no bien se hubo acomodado en la silla, sonó el teléfono local y tanto a Rissen como a mí nos requirieron ante la presencia de Muili, el primer jefe de laboratorio.
El despacho de Muili no se encontraba en nuestro edificio de laboratorios, pero no era necesario subir a la superficie terrestre para acceder a él: a través de un pasillo que se hallaba tres plantas más abajo se llegaba directamente al edificio de las oficinas de los laboratorios y, tras mostrar la tarjeta de identidad y después de que una secretaria se hubiese cerciorado por teléfono de que lo esperaban a uno, ya se podía continuar. Veinticinco minutos más tarde nos hallábamos en presencia de Muili, un hombre escuálido de color gris férreo y aspecto enfermizo. Apenas nos miró. Le sonaba la voz apagada, como si no tuviese fuerzas para hablar, y aun así no había uno solo de sus tonos que no fuese una orden total y completa. Aquel hombre no estaba acostumbrado a escuchar a ningún otro, salvo que se tratase de las respuestas a sus preguntas.
—Conmílites Edo Rissen y Leo Kall —comenzó—. Se los requiere para su traslado a otro lugar. Deben abandonar el trabajo que están realizando en estos momentos. Dentro de una hora los recogerá un vigilante policial que los conducirá al punto desde el que deben partir. El permiso provisional para ausentarse del servicio militar y policial ya está arreglado. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondimos al unísono Rissen y yo.
Regresamos en silencio al laboratorio para dejarlo todo ordenado, ducharnos y ponernos el uniforme de paseo. Cada uno tenía preparado su maletín para el viaje y, además, una caja con el instrumental de la kallocaína, tal y como Karrek había ordenado. Dos policías taciturnos nos recogieron a la hora prevista y nos llevaron en metro hasta el lugar acordado.
Mi admiración por Karrek creció aún más. Verdaderamente, ¡qué actuación tan expeditiva! Apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde que se marchó, y ya había puesto en práctica lo que pretendía. Ese hombre tenía poder, y no solo en la Ciudad de la Química número 4, a lo que parecía.
Cuando salimos del metro resultó que nuestro destino era un hangar. Un estremecimiento de jubiloso deseo de aventura me recorrió todos los miembros del cuerpo. ¿En verdad íbamos a viajar tan lejos? ¿Quizá hasta la capital? Yo, que jamás había salido de la Ciudad de la Química número 4, me vi presa de una tensión incontrolable.
Junto con un grupo de pasajeros, subimos al avión bien iluminado, el policía cerró y selló la puerta y, por el zumbido del motor, comprendimos que nos estábamos elevando sobre la tierra. Cogí del maletín el último número de la revista Kemisk Tidskrift. Rissen hizo otro tanto, pero noté que, como también yo tenía por costumbre, se retrepaba y dejaba volar el pensamiento por derroteros ajenos a los artículos y mensajes que contenía la publicación. Yo, por mi parte, intentaba sofocar mi curiosidad en cuanto esta asomaba la cabeza. Naturalmente, yo había visto películas de campos amarillos, verdes prados, bosques, ovejas y vacas paciendo, incluso fotos a vista de pájaro, de modo que, en rigor, no tenía por qué sentir curiosidad y aun así tuve que combatir el deseo ridículo y pueril de que el avión hubiese tenido un orificio por el que mirar, siquiera uno diminuto por el que poder mirar a escondidas; no porque yo quisiera espiar, sino por pura curiosidad infantil. Pero al mismo tiempo yo sabía al menos que se trataba de una tendencia peligrosa. Claro que jamás habría llegado tan lejos en la investigación científica si cierto grado de curiosidad no me hubiese impulsado a adentrarme en los misterios de la materia. Por otro lado, dicho impulso era una fuerza motriz para bien y para mal, que podía abocarlo a uno al peligro y al crimen. Me preguntaba si no albergaría Rissen las mismas inclinaciones y deseos de oponer resistencia (¡si es que él se oponía alguna vez!). No era él, seguramente, de los que se oponen, con esa falta de disciplina que lo caracteriza. Tenía la impresión de que estaba allí sin esfuerzo y sin rebozo alguno, abrigando el deseo de que el avión fuese de vidrio todo entero... Una suposición muy acertada, me dije; así, exactamente, era ese hombre. Si pudiera utilizar la kallocaína para mi satisfacción personal...
Estaba dormitando cuando noté un empujoncito en el codo. Era el revisor, que venía a servirme la cena: hasta de eso se habían preocupado. Miré el reloj: llevábamos volando cinco horas y, según parecía, aún estábamos a un buen trecho de nuestro destino, puesto que no esperaron a servirnos la cena una vez allí. Calculé bien, nos quedaban tres horas. Si no se supiese solo el tiempo, sino también la velocidad del avión, se habría podido calcular fácilmente la distancia entre la Ciudad de la Química número 4 y el lugar al que nos llevaban, fuera el que fuese. Por suerte, la velocidad del avión también se mantenía en total secreto, con la idea de que los espías no pudieran sacar conclusiones sobre las relaciones geográficas. Solo se podía intuir que la velocidad era muy alta y, por tanto, la distancia también era muy grande. Como es natural, tampoco podíamos saber la dirección: el hecho de que hiciera fresco, incluso frío, para los parámetros de la Ciudad de la Química significaba únicamente que volábamos muy alto.
Cuando por fin descendimos a tierra y se detuvieron los motores, abrió las puertas un grupo de policías que luego se dividió para encargarse de los pasajeros. (Probablemente, todos estaban allí por asuntos importantes, los esperaban, los habían requerido, los habían convocado igual que a nosotros). A Rissen y a mí nos llevaron al metro militar y policial, donde, a una velocidad increíble, un vagón nos catapultó a una estación llamada Palacio Policial. Teníamos la sospecha de que nos hallábamos en la capital. Por una puerta subterránea nos condujeron a una antesala, donde nos cachearon y revisaron nuestro equipaje, y desde donde nos hicieron subir a una especie de camarotes muy pequeños y sencillos, pero perfectamente útiles, que serían nuestros dormitorios.
La mañana siguiente, a la hora del desayuno, nos condujeron a uno de los comedores. Obviamente, no éramos los únicos huéspedes que habían dormido en el Palacio Policial: en aquella gran sala se habían congregado ya en torno a las mesas otros setenta conmílites de ambos sexos, todos adultos de distintas edades. Alguien nos saludó con la mano desde su puesto. Era el mismísimo Karrek, que se había sentado con sus gachas de maíz entre todos aquellos desconocidos. Por muy superior que fuese su rango, nos alegró de verdad ver una cara familiar, y él tampoco parecía tener nada que objetar a nuestra compañía.
—He solicitado audiencia para los tres ante el presidente de la Policía —anunció—. Y tengo razones para creer que irá rápido. Deberían recoger el equipo cuanto antes.
Como es natural, me apresuré a ingerir el desayuno y eché a correr en busca del instrumental de la kallocaína. Luego resultó que había exagerado un poco con tanta prisa. Una vez que hubimos bajado los tres a la sala de espera del presidente de la Policía, tuvimos que aguardar más de una hora a que se abriera la puerta de la sala interior. Por si fuera poco, había tres personas esperando delante de nosotros, así que supuse que se retrasaría bastante.
Sin embargo, nos dieron preferencia. Un hombrecillo ágil y diligente abrió la puerta, se acercó a Karrek y le susurró algo. Karrek nos señaló y nos condujeron a los tres a una nueva sala de espera, donde volvieron a cachearnos. En general se cuidaba aquí la seguridad muchísimo más que en nuestra Ciudad de la Química, naturalmente, porque las vidas que aquí se protegían eran mucho más excepcionales y preciadas que ninguna otra en todo el Estado del Mundo. Ya en la sala de espera, y tanto más en la antesala y en el propio despacho del presidente policial había policías con las armas en ristre. Así que por fin nos hallábamos ante el poderoso.
Una figura recia se giró en la silla y, a modo de saludo, enarcó las cejas pobladas. Era evidente que lo satisfizo bastante ver a Karrek. Yo reconocí perfectamente a Tuareg, el presidente de la Policía, de haberlo visto en el Álbum de Retratos del Conmílite: los negros ojillos de oso, la barbilla potente, la boca carnosa...
Y aun así, me causó una impresión mucho mayor de lo que jamás pensé. Quizá también fuese la sensación de hallarme ante la máxima concentración del Poder lo que me hacía temblar. Tuareg era el cerebro que dirigía los millones de ojos y oídos que, día y noche, veían y oían las acciones y las conversaciones más íntimas de los conmílites, él era la voluntad que movía los millones de brazos que, a todas horas o solo a algunas horas del día, protegían la seguridad interna del Estado; también mis brazos, en la medida en que yo dedicaba las tardes al servicio policial. Y aun así me estremecí, como si aquella voluntad con la que me veía cara a cara no hubiese sido también la mía en grado sumo: como si yo fuera uno de los criminales a los que él perseguía. ¡Y ello pese a que no había hecho nada malo! ¿De dónde procedía, pues, tan aciaga dispersión en mi ser? Tenía a mano la respuesta: se debía en su totalidad a una falsa idea inducida que podía expresarse con las siguientes palabras: «Ningún conmílite mayor de cuarenta años puede tener la conciencia tranquila». Y quien había pronunciado aquellas palabras era Rissen.
—Ya veo, de modo que aquí tenemos a nuestros nuevos aliados —le dijo a Karrek el presidente de la Policía—. ¿Estarían ustedes dispuestos a hacer un par de experimentos dentro de dos horas? En la tercera planta hay una sala acondicionada como laboratorio. Algo primitivo, quizá, pero supongo que contiene lo que necesitan. De faltar algo, no tienen más que decírselo al personal. Y los humanos cobaya están a su disposición.
Nos declaramos dispuestos y felices. La audiencia había terminado y nos hicieron salir por otro camino hacia el laboratorio provisional del que hablaba Tuareg. El equipamiento era más que suficiente, mientras no se tratara de producir grandes cantidades de kallocaína.
Karrek nos había acompañado arriba. Se sentó en una esquina de la mesa en una postura tan desenfadada que, en cualquier otra persona, habría parecido relajada y repugnante.
—Bien, conmílites —dijo una vez hubimos examinado las posibilidades de trabajo del lugar—, ¿qué han averiguado acerca de la confabulación secreta descubierta en la Ciudad de la Química número 4?
Rissen era mi jefe y tenía derecho a responder primero y obligación de hacerlo. Y eso hizo, aunque después de un largo silencio.
—Por mi parte —comenzó—, no diría que hayamos descubierto nada que pueda llamarse claramente delictivo. Un tanto perturbados sí parecen todos, pero criminales, no.
»Al menos hasta el momento —prosiguió tras una nueva pausa—, no hemos detectado a ninguno que tenga a sus espaldas una acción criminal o, por lo menos, ninguna que haya ocupado sus pensamientos lo suficiente como para desvelarla bajo el efecto de la kallocaína. Eso sin contar al hombre que no denunció a su mujer por alta traición porque, como ya sabe, señor, acordamos que seríamos clementes, puesto que se lo había reclutado del Servicio de Víctimas Voluntarias. En lo que a esas personas se refiere, yo diría que son una secta de desquiciados, pero no una agrupación política. Quizá ni siquiera pueda considerárselos una secta. No cuentan con ninguna organización, ningún jefe, por lo que hemos podido saber, ninguna nómina de miembros, ni siquiera un nombre, por lo que a duras penas les afecta la ley contra las asociaciones que quedan fuera del control del Estado.
—Es usted un gran formalista, conmílite Rissen —dijo Karrek mirándolo maliciosa e irónicamente—. Habla de reglamentos y leyes como si la letra impresa fuese un obstáculo insalvable. No será eso lo que quiere decir, ¿verdad?
—Las leyes y los reglamentos son nuestra protección... —objetó Rissen con hosquedad.
—¿La protección de quién, según usted? —arremetió Karrek—. No la del Estado, desde luego. El Estado saca más provecho de las mentes despejadas que, de ser necesario, son capaces de escupir sobre la letra impresa...
Rissen guardó silencio a disgusto, pero volvió a tomar la palabra: —Como quiera que sea, parecen inofensivos para el Estado. Podemos soltar tranquilamente a los detenidos y luego abandonar al grupo entero a su suerte. De todos modos, la policía tendrá muchísimo que hacer con los asesinos, los ladrones, los perjuros...
Había llegado mi oportunidad, lo presentía. Debía acometer mi primer ataque serio contra Rissen.
—Jefe Karrek —dije despacio y con énfasis—, permítame unas objeciones, pese a que soy un subordinado. A mí esa agrupación misteriosa me parece cualquier cosa menos inocente.
—También me interesa su opinión —dijo Karrek—. Es decir, usted la considera una agrupación normal.
—Dejaré de momento las cláusulas legales —dije—. Lo que quiero decir es que todas esas personas, tomadas de una en una y tomadas en grupo, constituyen un peligro para el Estado. En primer lugar, quisiera preguntar: ¿consideran ustedes que nuestro Estado del Mundo necesitaría una visión totalmente nueva, una actitud completamente distinta ante la vida? A ver, no me malinterpreten, soy consciente de que habría que incitar a la gente a tener mayor conciencia de su responsabilidad y a esforzarse más; pero ¿una nueva actitud ante la vida, distinta de la que conocemos hasta ahora? ¿No es eso, en rigor, un insulto hacia el Estado del Mundo y los conmílites del Estado del Mundo? Y aun así, eso era precisamente lo que expresaba uno de los detenidos: «Queremos invocar un nuevo espíritu». En un primer momento, tomamos sus palabras como una expresión supersticiosa de carácter más concreto, y eso ya habría sido bastante, pero es peor aún.
—Yo creo que se lo toma demasiado a pecho —dijo Karrek—. La experiencia me dice que cuanto más abstracto es algo, menos peligrosos son sus efectos. Los dichos comunes pueden utilizarse para todo, según se los oriente, en una ocasión para lo uno, al minuto siguiente para todo lo contrario.
—Pero una actitud ante la vida no es algo abstracto —dije enérgicamente—. Antes al contrario, yo diría que es lo único que no es abstracto con seguridad. Y la actitud ante la vida que pregonan esos chiflados es odiosa para el Estado. Eso se ve a la perfección y con toda claridad en sus mitos acerca de un tal Reor, que parece haber aventajado a los demás en debilidad de carácter, razón por la cual se ha convertido en su héroe principal. Condescendencia para con los traidores, negligencia con la propia seguridad (cada uno de nosotros es, ¡no hay que olvidarlo!, una herramienta tan valiosa como costosa), vinculaciones personales más fuertes que la vinculación al Estado: ¡a eso pretenden abocarnos! A primera vista, sus ritos parecen lisa y llanamente payasadas. Tras sopesarlo mejor, resultan de un mal gusto increíble. Representan una confianza exagerada entre los seres humanos o, en cualquier caso, entre algunos seres humanos. Solo eso ya me parece subversivo. Aquel que es demasiado confiado acaba tarde o temprano como su héroe Reor: tarde o temprano muere a manos de un atracador. ¿Y no es esa la base sobre la que ha crecido y se sustenta el Estado? Si hubiera razón y fundamento para que las personas se tuvieran confianza, jamás habría surgido el Estado. La raíz sagrada y necesaria de la existencia del Estado es nuestra bien fundamentada desconfianza mutua. Aquel que pone en tela de juicio este principio básico pone en tela de juicio la existencia del Estado.
—Bah —interrumpió Rissen con cierta vehemencia—. Olvida usted que el Estado debía surgir de todos modos, como centro económico y cultural...
—No, no lo he olvidado —respondí—. Y no caiga en la tentación de pensar que parto de algún tipo de superstición civilística, que creo que el Estado debiera existir para nosotros, en lugar de nosotros para el Estado, tal y como sucede en realidad. Lo que quiero decir es que la base de la relación de las células individuales con el organismo estatal se halla en el hambre de seguridad. Si un día notásemos —no digo que lo hayamos hecho, pero si lo hiciéramos— que la sopa de guisantes está aguada, que el jabón es apenas eficaz y las viviendas, ruinosas, sin que nadie se preocupase de ello, ¿se nos ocurriría refunfuñar? No. Sabemos que la buena vida no es un valor en sí, que nuestros sacrificios están al servicio de un objetivo superior. Y si descubrimos nuestras carreteras atravesadas por alambre de espino, ¿no aceptamos todas las restricciones a la libertad de movimientos sin una queja? Pues sí. Sabemos que es en aras del bien supremo del Estado, para disuadir a quienes buscan su ruina. Y si todas las actividades de ocio debieran verse un día postergadas en pro del incremento del necesario ejercicio militar, si la infinidad de lujosos conocimientos y habilidades superfluas que antaño se incluían en nuestra formación debieran dejarse a un lado en beneficio de la orientación ineluctable de la formación específica de todos y cada uno de nosotros como trabajadores al servicio de la industria, que es absolutamente imprescindible, ¿tendríamos derecho a quejarnos entonces? No, no y no. Somos conscientes de que el Estado lo es todo, el individuo, nada, y nos agrada que así sea. Somos conscientes de que la mayor parte de la llamada «cultura» —exceptúo aquí los conocimientos técnicos— es y será un lujo reservado a un tiempo en el que no nos amenace ningún peligro (un tiempo que quizá no vuelva jamás), y así lo aceptamos. Lo que queda es el sustento y la estructura militar y policial, cada vez mejor desarrollada. Ese es el núcleo de la vida del Estado. Lo demás es ornamento.
Rissen callaba, sombrío y meditabundo. Seguramente le costaba objetar nada a mi nada original cantinela, pero estaba seguro —y me satisfacía la idea— de que ese espíritu suyo tan civilístico se le erizaba de enojo.
Karrek se había levantado de un salto y ahora caminaba de un lado a otro de la sala. Yo tenía la impresión de que no prestaba demasiada atención a mis argumentos, y me dolió. Una vez hube concluido, dijo con cierta impaciencia: —Sí, sí, eso está muy bien. El hecho es, sin embargo, que aquí nunca hemos iniciado ninguna campaña contra ningún «espíritu», que yo sepa. Hemos dejado que vaguen por las esferas irreales a las que pertenecen. El que la gente se vaya de la lengua durante la cena o que se libre de asistir a una fiesta oficial es al menos algo tangible, pero los «espíritus»... No, gracias...
—Antes no disponíamos de ningún método para ello —objeté—. La kallocaína nos ofrece la posibilidad de controlar lo que se mueve en las mentes.
Tampoco ahora pareció oír mi argumento más que a medias.
—A cualquiera podrían condenarlo por algo así —replicó dejando traslucir cierta ira en el tono.
De repente se quedó inmóvil, admirado, al parecer, de la trascendencia de sus propias palabras.
—A cualquiera pueden condenarlo por eso —repitió, aunque en esta ocasión infinitamente lento, silencioso, blando—. Después de todo, quizá no esté usted tan equivocado, si tenemos en cuenta todo; si tenemos en cuenta «todo».
—Pero, ¡señor jefe! —gritó Rissen horripilado—, si usted mismo dice que cualquiera...
Tampoco a él le prestó Karrek atención. Había reanudado sus idas y venidas con paso largo y con la extraña cabeza mongoloide de ojos apretados ligeramente adelantada.
Yo quería de veras hacer algo útil, de modo que le conté, no sin cierto rubor, la amonestación que me había enviado el Séptimo Negociado del ministerio de Propaganda. Y eso captó por fin su atención.
—¿El Séptimo Negociado del ministerio de Propaganda, dice? —preguntó pensativo—. Eso es interesante. Muy interesante.
Pasó un buen rato durante el cual solo se oyó el rechinar de las suelas de Karrek, además del rumor cambiante y lejano del metro y el murmullo de voces y otros ruidos de las habitaciones contiguas. Finalmente, apoyó la mano en la pared, cerró los ojos y dijo despacio, como si sopesara cada palabra: —Permítanme que sea totalmente sincero. En nuestras manos está imponer una ley sobre la criminalidad del carácter, siempre y cuando contemos con los contactos necesarios en el Séptimo Negociado.
No creo que en aquellos momentos cupiese en mí otro deseo que la voluntad de servicio, pero es posible que yo también me contagiase del soplo de los sueños de grandeza de Karrek, de planes y visiones que yo desconocía. En cualquier caso, contuve la respiración cuando lo oí decir: —Enviaré a uno de ustedes al Séptimo Negociado, preferiblemente a uno que se exprese bien y de modo convincente. Yo mismo no puedo ir, por una serie de razones... ¿Qué me dice? ¿Es usted capaz de explicarse bien? Aunque mejor le pregunto a su jefe. ¿Es capaz?
Rissen vaciló un instante, al cabo del cual respondió, casi a su pesar: —Es capaz, muy capaz.
Era la primera vez que notaba un indicio de aversión por parte de Rissen.
—En ese caso, hablemos a solas, conmílite Kall.
Nos retiramos a mi cubículo. Sin el menor arrobo, Karrek tapó el oído policial con un almohadón y, al ver mi asombro, me dijo riendo: —Después de todo, soy jefe de policía y si, contra todo pronóstico, el asunto llegara a descubrirse, sé qué puedo esperar de Tuareg...
No podía por menos de sentir admiración por la desfachatez de aquel hombre, pero me inquietaba un poco que trepase y actuase según directrices personales en lugar de guiarse por principios.
—Bueno, en fin —dijo al cabo—. Ya se le ocurrirá algo de lo que hablar con Lavris en el Séptimo Negociado. Le sugeriría que traiga a colación la amonestación y que luego, de alguna manera, termine relacionándola con su invento. Después, de pasada —fíjese bien, de pasada, puesto que la legislación no tiene en realidad nada que ver con los cometidos del Séptimo Negociado—, mencione la trascendencia que cobraría nuestra nueva ley, esta suya y mía... Le explico: Lavris tiene influencia sobre Tatjo, el ministro de Legislación...
—Pero ¿no sería más práctico hablar directamente con el ministro de Legislación Tatjo?
—Al contrario, mucho menos práctico. Aun cuando tuviera usted un asunto concreto e importante aparte de esta propuesta de ley, pasarían semanas antes de que lo recibiera, y no podemos retenerlo tanto tiempo lejos de la Ciudad de la Química número 4. Es decir, si solo tiene la propuesta de ley, es altamente improbable que lo reciba. «¿Quién es usted», le preguntarían, «para proponer una ley? El individuo obedece las leyes, no las crea». En cambio, si Lavris puede meter mano en el asunto... Claro que se trata de hacer que ella se interese. ¿Usted cree que lo conseguirá?
—Lo peor que puede ocurrir es que fracase —respondí—. No me expongo a ningún peligro.
En el fondo, yo estaba convencido de que lo conseguiría: aquella era una de esas misiones en las que tenía la oportunidad de utilizar mi mejor talento. Karrek debió de notarlo, pues me lanzó aquella mirada suya con los ojos entornados.
—Bien, váyase —dijo—. Mañana mismo tendrá aquí la licencia, y también le buscaré recomendaciones. Tiene permiso para volver al trabajo.
Tuvimos que esperar a Tuareg. Para quien está acostumbrado a que cada minuto, día y noche, se halle inamoviblemente planificado, un espacio de tiempo muerto resulta un martirio, pero todo, incluso lo peor, acaba tocando a su fin, de modo que el presidente de la Policía terminó por presentarse y tuvimos ocasión de demostrarle lo bien que funcionaba la kallocaína. No creía yo que fuese a necesitar serenarme para que no me temblase la mano cuando le subí la manga al criminal sin afeitar que ocupaba la silla, pero los afilados ojillos de oso de Tuareg te taladraban la nuca de tal manera que casi me sentí como si fuera yo el que estuviera bajo la aguja. En cualquier caso, todo salió como se esperaba. En medio de una serie de indecencias superlativas que hicieron que el presidente de la Policía pusiera a sonreír sus labios carnosos, aligerando así un poco la tensión del ambiente, el interfecto proporcionó una confesión completa no solo de los delitos de los que estaba acusado, aunque hasta la fecha no hubiese pruebas concluyentes, sino también de una serie de otros crímenes que había llevado a cabo solo o junto con algún cómplice. Nos facilitó todos los nombres y circunstancias sin pestañear. Los orificios de la nariz de Tuareg se hincharon de placer.
Continuamos con otros. Rissen y yo nos turnábamos con la inyección, el secretario personal del presidente de la Policía iba levantando acta y, para someternos a una prueba aún mayor, fueron intercalando a algún que otro conmílite inocente entre los demás; quiérese decir, inocente de transgredir la ley; en otro sentido, el adjetivo resultó adecuado con menor frecuencia, para regocijo visible del presidente de la Policía. Cuando, en un plazo extraordinariamente breve, llevábamos ya examinadas a seis personas, Tuareg se levantó y declaró que estaba perfectamente convencido. La kallocaína debía sustituir a la mayor brevedad a los demás métodos de investigación utilizados en todo el Estado del Mundo, explicó. A nosotros pensaba retenernos un par de días más, a fin de que instruyéramos a algunos expertos para la capital; además, quería adelantarnos que nuestra misión una vez en casa sería instruir a aplicadores de kallocaína de todos los rincones del estado y, además, a fabricantes del preparado de las ciudades de la química, pero a gran escala. Allí nos dejó y se marchó de buen humor, a todas luces, y poco después recibimos a una veintena de personas a las que se suponía que debíamos instruir. Los humanos cobaya aguardaban formando una larga cola al otro lado de la puerta, todos ellos eran delincuentes directamente conducidos allí desde las celdas de interrogatorio.
Ya al día siguiente me comunicaron que Karrek quería verme y recibí órdenes de dejar todo el trabajo en manos de Rissen. El jefe de policía me entregó en mano un buen fajo de documentos, entre los que había licencias, recomendaciones e identificaciones de diversa índole.
Por cierto, he olvidado contar que la petición de nueva propaganda para el Servicio de Víctimas Voluntarias, que yo había redactado y entregado en las diversas instituciones de la Ciudad de la Química para la recogida de firmas, se había completado en tan solo un par de días, y que con todas esas firmas, me dirigí al ministerio de Propaganda para entregarla personalmente. Por si acaso, le había pedido consejo sobre adonde dirigirme a Karrek, que me orientó bastante bien. Las excelentes recomendaciones que llevaba también bastarían, sin duda, para el Tercer Negociado, al que correspondía aquel tipo de propaganda. De modo que no tardé en verme en el metro y bajarme luego delante de la imponente puerta subterránea del ministerio de Propaganda.
Ya aquella mañana había empezado a sentir un mareo creciente y el médico de personal del ministerio de Policía me había atiborrado con diversos medicamentos, de modo que me encontraba en un estado algo fuera de lo normal. Probablemente, esa era la razón por la que estaba tan inexplicablemente irritado cuando solicité una entrevista con Lavris, la jefa del Séptimo Negociado. En rigor, era mucho más un recado de Karrek que mío, puesto que parecía tan interesado en que se promulgase la nueva ley, por razones que no se me alcanzaban. Pero en medio de la exaltación que me embargaba tuve la intuición de que no estaba actuando en interés de Karrek, ni siquiera en interés propio, sino que mi actuación era un eslabón en la inmensa totalidad del desarrollo del Estado, quizá uno de los últimos eslabones previos a la perfección. Yo, una célula insignificante en el gran organismo del Estado, bastante intoxicado, para colmo, por más que solo fuese una intoxicación momentánea de múltiples y variados polvos y gotas, estaba a punto de poner en marcha un trabajo de depuración que liberaría el cuerpo del Estado de todo el veneno infecto que inoculaban aquellos que delinquían con el pensamiento. Cuando por fin —tras innúmeras formalidades, cacheos, esperas— me levanté para entrar en el despacho de Lavris, fue como si me dirigiese a mi propia purificación y fuese a volver completamente sereno y libre de todo poso asocial del que nada quería saber ni conocer, y que, aun siéndome ajeno, acechaba taimado en mis más sombríos recovecos y que yo podía sintetizar bajo un solo nombre: Rissen.
Nada de lo que había en el despacho de Lavris distinguía la sala de otras mil oficinas, de no ser por los vigilantes con las pistolas en alto, apostados allí igual que en el despacho del presidente de la Policía, en señal de que quien allí trabajaba formaba parte de las herramientas más excepcionales del Estado. Aun así, respiré hondo, con la sangre bombeándome en las sienes. La mujer de elevada estatura y cuello fino que había tras la mesa, con la piel de la boca y de las mejillas tensa en una eterna sonrisa irónica, era Kalipso Lavris.
Aunque no hubiese sido de edad indefinible y no hubiese tenido el aspecto rígido de una divinidad antigua, yo, en mi estado febril, la habría visto igualmente humana solo a medias. Ni siquiera la enorme espinilla que le había brotado en el lado izquierdo de la nariz y que, al parecer, estaba a punto de alcanzar la madurez, habría podido hacerla terrenal a mis ojos. Pues, ¿no representaba ella la instancia ética más alta del Estado del Mundo, o, al menos, la fuerza ejecutora de la más alta instancia ética del Estado del Mundo, el Séptimo Negociado del ministerio de Propaganda? Imposible leer en su rostro ninguna emoción personal, como en Tuareg; su inmovilidad no contenía ningún altibajo oculto, como en Karrek; se me antojaba hallarme ante la personificación de la lógica más cristalina, limpia de todo lo fortuito de la individualidad. Era una fantasía fruto de la fiebre pero, pese a lo hiperbólico, sospecho que captaba la imagen de Lavris con bastante acierto.
Yo sabía de antemano que no convenía aludir a las claras a un cambio en la legislación, puesto que, oficialmente, el Séptimo Negociado no tenía nada que ver en eso. Los guardias, con las armas en ristre, me lo recordaban con más claridad aún, aunque no me molestaba lo más mínimo. Mi misión era necesaria para que ni el Estado ni yo pereciésemos.
Apenas tengo conciencia de cómo entré a contar lo de la vieja amonestación. Mientras localizaban mi tarjeta policial secreta, tuve que sentarme a esperar en una salita, donde creo que estuve alrededor de dos horas. Es algo que hay que aprender, pensé, hay que aprender a esperar. Y funcionó. A pesar de todo, debo decir que lo ventilaron con rapidez, si se piensa qué espacios inmensos debe de ocupar semejante sistema de tarjetas de todos los conmílites del Estado del Mundo. Yo no lo había visto jamás, pero podía imaginar perfectamente que se tardaba por lo menos una hora tan solo en cruzar las salas gigantescas que conducían al lugar donde se custodiaban las tarjetas, aunque, claro, todo debe de estar tan meticulosamente organizado que no haga falta buscar mucho, una vez en el sitio; y luego, el mismo camino de vuelta. Si además se consideraba que el sistema de tarjetas no se encontraba en el ministerio de Propaganda, sino en las dependencias de la Policía, podía uno sentirse satisfecho con las dos horas de espera.
Cuando me hicieron pasar al despacho de nuevo, vi a Lavris examinando mi tarjeta —por cierto que la de «tarjeta» es una denominación inexacta, pues más bien parecía un libro—, y a su lado tenía un fajo delgado de documentos que, seguramente, contendría el preámbulo y las consideraciones sobre mi amonestación. Era más que comprensible que Lavris se hubiese olvidado del caso, tan ocupado como debía de estar el Séptimo Negociado con delaciones y cuestiones de todos los rincones del Estado del Mundo.
—Bien —dijo Lavris con esa voz suya, átona a la par que estridente—. Aquí tenemos su caso. Según consta en su tarjeta policial, ya ha solicitado poder disculparse públicamente en la radio, aunque aún no ha tenido ocasión de hacerlo. ¿Qué es lo que quiere en realidad?
—Me he centrado en las palabras «la denuncia de los primeros», o sea, los dispersos, «constituye un acto encomiable en aras del bien supremo del Estado» —expliqué—. Hasta he ingeniado un invento que hará posible desenmascararlos mucho más a fondo y de forma más sistemática que antes.
Y empecé a hablarle de la kallocaína de forma tan cautivadora como me fue posible.
—Ahora —dije para concluir— solo cabe esperar una legislación que vaya más allá de lo que se haya conocido nunca en la historia mundial: una legislación contra los pensamientos y los sentimientos subversivos. Puede que se haga esperar, pero llegará, no hay duda.
Lavris no pareció reaccionar ante mi tentativa. Resolví probar con las mismas palabras que hicieron que Karrek se rindiera.
—Cualquiera podrá ser juzgado y condenado por esa ley —abundé insistente para, tras una larga pausa, añadir:— Naturalmente, hablo de cualquiera que no sea leal hasta la médula.
Lavris guardaba silencio y reflexionaba. Con la piel de los pómulos quizá algo más tensa que al principio. De repente, extendió una mano larga y bien formada y, muy despacio, agarró un lápiz entre el índice y el pulgar y lo apretó hasta que los nudillos se volvieron blancos de la tensión. Sin soltarlo, levantó la vista de nuevo y preguntó: —¿Y ese era todo el motivo de su visita, conmílite?
—Ese era —respondí—. Es decir, solo pretendía atraer la atención del Séptimo Negociado sobre un invento gracias al cual podrá demostrarse el desapego condenable, aunque tal desapego aún no se haya materializado en un delito ante la ley. Si he malgastado en vano el tiempo del Negociado, estoy dispuesto a pedir perdón.
—El Séptimo Negociado le agradece sus buenas intenciones —respondió con frialdad impenetrable.
Yo me despedí y me alejé, hecho un mar de dudas y aún ardiendo de fiebre.
Cuando entré tambaleándome en el Tercer Negociado, provisto de las listas de firmas, el reloj anunciaba con un zumbido el fin de la jornada laboral y a punto estuve de que me arrollaran los que se abalanzaban en tromba hacia la salida. Un hombre de talante arisco y de cierta edad se había quedado rematando unos cálculos y no vi otra opción que dirigirme a él. El tipo arrugó la nariz, mantuvo a raya su malhumor al ver las recomendaciones, examinó las listas y dijo: —¿Mil doscientos nombres, dice usted? ¿Todos de científicos meritorios? Lástima que llegue tan tarde. Da la casualidad de que su solicitud se ha visto atendida antes de que usted la haya presentado. Nada más y nada menos que otras siete ciudades de la química han cursado la misma petición a nuestras oficinas, alguna de ellas hace ya ocho meses. El tipo de propaganda que usted reclama está ya en marcha.
—Pues nada me alegra más —aseguré un tanto decepcionado por no haber podido participar en una actuación tan loable.
—O sea, que no tiene usted nada que hacer aquí —dijo el hombre mientras volvía a concentrarse en las columnas de números que tenía delante.
—Pero ¿no podría yo contribuir también? —pregunté en voz alta, presa de una soberbia provocada seguramente por la fiebre—. Puesto que es obvio que estoy muy interesado en ello, ¿por qué no habría de participar en los preparativos? Cuento con un montón de recomendaciones. Mire esta... y esta... y esta otra...
El hombre miraba de soslayo ya los documentos impresionantes que le presentaba, ya las columnas aún por cumplimentar. Finalmente dejó escapar un suspiro al ver salir por la puerta al último de sus compañeros de oficina. No se atrevió a despacharme sin más y, por último, optó por la solución que, según le pareció, le haría perder menos tiempo.
—Le expediré un certificado —dijo el hombre mientras tecleaba algo a máquina. Luego echó mano rápidamente de un timbre enorme, el sello del Tercer Negociado. Lo estampó al pie del escrito y me lo entregó.
—Palacio del Estudio de Cine a las veinte horas de hoy —declaró—. No tengo ni idea de qué harán, pero algo será, como siempre. Y funcionará. Nadie sabe quién soy yo, pero reconocerán el sello. Así que, ¿satisfecho? Solo espero no haber cometido ninguna insensatez...
Estoy casi convencido de que el hombre había cometido una insensatez. Tan solo un par de días más tarde comprendí a la perfección que, en propiedad, yo no debería haber tenido acceso al Palacio del Estudio de Cine. Era obvio que me habría hecho falta otra preparación, quizá una formación completamente distinta, para poder evitar la conmoción que sufrí y, por consiguiente, supe enseguida que la instancia correspondiente me habría negado en redondo el acceso a aquel lugar. Claro que mis impresiones estarían seguramente desvirtuadas por la fiebre, pero tal tergiversación suele desaparecer bastante rápido, y el temblor que yo experimenté aquella noche en el Palacio del Estudio de Cine me dejó huella durante semanas.
Mi resolución de llevar una existencia excelsa en el mundo de los principios tuvo una duración breve. La gelidez impenetrable de Lavris había perturbado mi confianza, quizá, ante todo, la fe en mí mismo. ¿Quién era yo para presentarme con un plan de salvación del Estado? Un hombre enfermo y cansado, demasiado enfermo y cansado como para tener la fuerza necesaria para, en voz alta y sorda, buscar alivio en principios éticos de funcionamiento impecable. Lavris debería haber tenido una voz maternal, como la mujer de la secta de los chiflados; debería haberme consolado, como Linda; debería haber sido una mujer totalmente normal y totalmente amable... Llegado a ese punto, me vi arrancado de mi cansino salmodiar y me precipité fuera del metro en la estación correcta. El certificado del funcionario rezagado en su puesto con el sello del Tercer Negociado hizo las veces de licencia y, sin saber muy bien cómo, de repente me hallé al otro lado de la puerta subterránea que conducía al Palacio del Estudio de Cine. En la capital todos los edificios de renombre poseían una puerta subterránea, y así sucedió que, durante mi visita a la ciudad, en ningún momento tuve ocasión de salir al aire libre.
Cuando me dejé llevar por el arrebato de pedir que me permitieran participar, fue pensando que vería una grabación fílmica. Habría sido muy interesante y, teniendo en cuenta mi estado, no habría requerido demasiado esfuerzo quedarme sentado en un lugar más o menos cómodo para asistir al espectáculo de cómo se creaba una escena de una película. Pero calculé mal. La estancia a la que accedí era una sala de conferencias normal y corriente, sin focos ni decorados, sin vestuario a la vista: un centenar de personas ataviadas con el uniforme de paseo ocupaba los bancos, y eso era todo. Me interrogaron meticulosamente sobre quién era yo, examinaron todos los documentos que llevaba y finalmente me colocaron en uno de los bancos de la última fila.
Hubo discursos de bienvenida. Pude concluir que de lo que se trataba era de examinar a grandes rasgos un conjunto de guiones que habían recibido, de establecer las directrices más importantes para un trabajo deseable y llevar a cabo una primera criba. Se mencionó el nombre de una serie de instituciones que se hallaban allí representadas; entre otras, varios negociados del ministerio de Propaganda, el Comité Orientativo de los Artistas y el ministerio de Sanidad. En cambio, el Servicio de Víctimas Voluntarias no estaba representado, cosa que nadie podía comprender mejor que yo. Ante todo, dieron la bienvenida al conferenciante, un psicólogo experto en la materia, al parecer. Yo fui devorándolo con la mirada mientras subía a la tribuna. En la Ciudad de la Química apenas conocíamos psicólogos, si se exceptuaba a unos cuantos consejeros de los campamentos infantil y juvenil y a los psicólogos técnicos, que realizaban las pruebas necesarias cuando se clasificaba a los jóvenes para las distintas profesiones. Djin Kakumita era pequeño y enjuto, tenía el pelo negro y brillante y movía profusamente las manos con gestos vivaces y bien estudiados. Sé muy bien que me sería imposible reproducir su debate palabra por palabra y que muchos y muy extensos pasajes se me han borrado de la memoria. Aun así, quiero pensar que la imagen es aún lo bastante clara como para poder dar una idea de lo esencial del contenido.
—Conmílites —comenzó Kakumita—, tengo delante de mí un grueso volumen fruto de nada menos que trescientos setenta y dos guionistas. Es impensable iniciar un debate acerca de cada uno de ellos, de modo que los autores que pudieran hallarse entre el público tendrán que disculparme. (Risas en el auditorio: lógicamente, ningún lacayo como los guionistas, que, por así decirlo, solo dejaban el material en bruto, se hallaba entre los invitados a participar en el trabajo especializado). De modo que tendré que exponer una crítica general que, al mismo tiempo, proporcionará las directrices del trabajo.
—En primer lugar, me he permitido clasificar las historias en dos grandes grupos: las que tienen un final «feliz» y las que tienen un final «desgraciado». Puesto que la intención es atraer e incitar, podría pensarse que las que tienen final feliz serían las más adecuadas. Sin embargo, nada más lejos, como paso a demostrar. ¿Para quiénes supone un buen señuelo el final feliz? Para los que reaccionan con dejadez, para aquellos que, en el fondo, a la hora de la verdad, temen, a pesar de todo, los padecimientos y la muerte; y no es a esos a quienes nos dirigimos. Investigaciones psicológicas recientes han puesto de manifiesto que el Servicio de Víctimas Voluntarias se nutre de ese grupo sólo en escasísima medida. Cuando esas personas llegan al feliz desenlace, suelen olvidar alegremente el mensaje esencial de la película. Se marchan a casa y duermen a pierna suelta como de costumbre, con la certeza de que tanto el héroe como la heroína están encantados. No se dirigen a la oficina de Propaganda para presentarse como voluntarios. Las películas sobre el Servicio de Víctimas que presentan un final feliz son útiles para los periodos entre campañas, no para la campaña en sí. Su finalidad es tranquilizar a los familiares y a los demás conmílites, por si alguna vez se les ocurre dedicar un pensamiento a hijos, hermanos, compañeros desaparecidos en el Servicio de Víctimas Voluntarias. Ese tipo de películas solo deben aparecer de forma eventual y, para que su efecto sea beneficioso de verdad, no deben tener un final feliz, sino estar cargadas de humor blanco, ofrecer episodios hilarantes y preferiblemente también alguna que otra escena conmovedora, pero nada de heroicidad. En este sentido, hay una serie de originales que se hallan a medio camino: presentan una mezcla malograda de la sentimentalidad deseable de los periodos intermedios y aquella a la que debe recurrirse en periodos de campaña.
—Las películas que, a la luz de los hechos, han resultado más incitadoras han sido aquellas que supuestamente tenían un final desgraciado. Y digo «supuestamente», puesto que lo que cada uno considere la máxima felicidad para el individuo siempre es arbitrario; es arbitrario y también indiferente, ya que, en rigor, nada debe considerarse desde el punto de vista del individuo. En cualquier caso, me refiero a aquellas películas en las que el héroe perece. En general, podemos contar con cierto porcentaje de conmílites que ven en ello la máxima felicidad, y muy en particular si el héroe perece por el Estado. De ese porcentaje se recluta a la mayoría de los miembros del Servicio de Víctimas Voluntarias, y tengo motivos para creer —motivos sobre los que volveré más adelante— que dicho porcentaje es, en nuestros días, especialmente elevado. Así pues, se trata tan solo de despertar y estimular unas tendencias que ya existen, y de orientarlas en la dirección correcta.
—Sin embargo, los héroes in spe son por lo general bastante quisquillosos a la hora de elegir la manera de perecer. Se trata de ofrecerles una que tenga encanto. Primero y principal, conviene poner cuidado en evitar enfermedades y formas de morir que comporten cierto halo ridículo. Los estados en los que el humano cobaya se convierte en un despojo, impedido para mantener la dignidad, impedido para hacerse cargo de las necesidades biológicas más sencillas, son condenables en esta clase de películas. Para las películas de los periodos fuera de campaña, ¡por supuesto! Y, en esos casos, mejor que tengan final feliz y que hagan hincapié en los aspectos cómicos. Pero los sufrimientos susceptibles de atraer a los héroes deben ser: a) de aspecto digno; y b) adecuados para su fin.
»El deseo de sentirse exclusivamente como instrumento de un objetivo superior es un acicate que debe tenerse en cuenta mucho más allá de los límites del tipo heroico en el que me he detenido hasta el momento. Nadie puede creer de verdad que su vida como tal tiene valor en sí misma. Para poder hablar del valor de una vida, dicho valor debe hallarse en algo que esté más allá de la esfera del individuo. ¿Qué día, qué instante de nuestra existencia osaríamos calificar como dotado de valor en sí mismo? Ninguno. Y quisiera afirmar que la conciencia de la futilidad de la vida individual en sí misma tiene su correlato en una conciencia cada vez mayor de las exigencias cada vez más amplias de ese Fin Superior; en otras palabras, en los albores del nacimiento de la conciencia de Estado en el cerebro de los conmílites. El sufrimiento representado en la película debe dar el fruto de un beneficio obviamente supraindividual; —no puede ser que mediante la destrucción del héroe se salve a una persona porque, en ese caso, ¡igual podría haberse salvado a sí mismo!—, ni siquiera a un grupo de escaso número, sino a miles, a millones, preferiblemente a todos los conmílites del Estado del Mundo.
»Una subsección de esta persecución del fin es el apartado c) lo glorioso de la destrucción representada. No quiero decir con ello que el héroe deba cosechar una gloria positiva: esto reduciría el nivel de la película y surtiría un efecto más débil sobre una naturaleza de heroicidad auténtica. Sin embargo, sí hay que rescatarlo de la honda deshonra íntima. Para ello comparamos al héroe con el canalla, el hombre asocial movido por intereses personales, el que cae en la tentación y se escabulle del dolor y la muerte. Grotescamente feo o de una belleza untuosa y antipática, indolente e indisciplinado, cobarde y disoluto, ese tipo debe aparecer, como una advertencia, paralelo al héroe en el desarrollo de la acción, aunque sin exageraciones, lo justo como para que asome de vez en cuando cual aguijón de las conciencias sensibles: «¿tú no serás uno de esos, verdad?». Y es que el temor de ser un cobarde, un sujeto sin honor, feo por dentro, suele ser una fuerza poderosa de motivación para el tipo heroico que acabo de describir y al que debemos dirigirnos principalmente en nuestra campaña de propaganda.
»Muy pocos de los manuscritos que aquí tengo cumplen tantos y tan estrictos requisitos. De ahora en adelante, nuestro trabajo será instructivo de sobra: se repartirá el material entre una serie de secciones de estudio y se clasificará según las directrices que he expuesto; y lo que sea útil se moldeará, se mejorará, se pulirá hasta que quede un número relativamente reducido de propuestas que, a cambio, resulten enteramente satisfactorias. Este trabajo debe estar listo dentro de catorce días; entonces nos reuniremos de nuevo y comenzaremos a examinar juntos el resultado. Gracias por escucharme. Confío en que todo esto suscite un intenso debate.
Dicho esto, bajó de la tribuna. A mí me invadió el desánimo, aunque no habría sabido decir por qué. Estaba convencido de que a todo el que estaba a mi alrededor le inspiraba confianza el hecho de que aquel hombre hablase de los conmílites como un técnico experto habla de un ingenioso mecanismo. Estaba convencido de que se dejaban llevar por su superioridad y de que se veían a sí mismos en su lugar, sobre la máquina, manejando las palancas. Pero, ya fuese por la fiebre o por otra razón, yo tenía un vivo recuerdo de mi primer humano cobaya, el número 135, y de aquel gran momento suyo que yo le había envidiado. Ya podía despreciar cuanto quisiera al número 135, podía tratarlo tan mal como se me antojase en mi mente o en la realidad, pero mientras lo envidiase no podría considerarlo jamás como el ingeniero a su máquina.
Se abrió el debate. Alguien señaló la importancia de que los héroes de la mayoría de las películas fuesen jóvenes, a fin de atraer a la juventud. No porque fuese mucho más deseable contar con víctimas voluntarias jóvenes, en lugar de mayores. La estadística demostraba que las víctimas voluntarias duraban un promedio de equis años, con independencia de la edad a la que hubieran comenzado a utilizarse, y, en realidad, bien podría decirse que era una ventaja clara que el Estado aprovechase una serie de años de trabajo primero en otro puesto y luego ese promedio estadístico en el Servicio de Víctimas Voluntarias, en lugar de únicamente esos últimos años. Sin embargo, existía otra razón de más peso: resultaba mucho más fácil convencer a los jóvenes. El matrimonio y la plena vida laboral influían por lo general negativamente en el número de solicitudes. Cierto que en todos los grupos y edades había siempre gente solitaria que andaba hambrienta de no sabía qué y, una vez decepcionada por lo que se había dado en llamar felicidad, por lo que se había dado en llamar vida, estaba dispuesta a cambiar y a perseguir lo contrario, por si allí hubiera mejor suerte; y no había que olvidar a esa gente. Pero la juventud —y, muy en particular, una juventud bien aprovechada— era la edad de la soledad y la decepción por excelencia —¿o tal vez solo la edad de la soledad y la decepción más osadas?— y, en consecuencia, también la edad a la que había que dirigirse en primera instancia.
Algún otro subrayó lo dicho por el anterior y añadió que la juventud presentaba otra ventaja con respecto a la edad adulta: puesto que tras cada campaña de propaganda bien organizada les llovían las solicitudes de los campamentos juveniles, podían permitirse escoger. Y es que resultaba absurdo aceptar sin ton ni son a los solicitantes. Muchos eran talentos de tal categoría que más servían al Estado con el cerebro que con sus tejidos y demás componentes. Sin embargo, de ahí se seguía también que no se debiese bajar demasiado el límite de edad. Antes de los quince o dieciséis años era aventurado evaluar la utilidad general y específica de los candidatos.
Un participante fue más allá y presentó objeciones contra este último argumento declarando que ya a los ocho años de edad era posible distinguir si se trataba o no de un intelecto superdotado que había que aprovechar y que, por lo tanto, bien se podía reducir hasta los ocho años la edad mínima de los solicitantes y, por qué no, incluso filmar un par de películas específicamente ideadas para esa edad. A este se opusieron a su vez otros aduciendo, por un lado, que existían numerosos ejemplos de talentos de gran utilidad que no se habían manifestado como tales hasta mucho más tarde; y por otro, que la repercusión de una campaña de reclutamiento entre los niños no sería lo bastante significativa como para justificar los gastos derivados de esos rodajes extraordinarios. Claro que algo se ahorraría, dado que los niños que se presentaran no tendrían que recibir formación alguna pero, por otro lado, las inclinaciones heroicas de esa naturaleza no empezaban a despuntar en serio hasta la pubertad.
Intervino entonces otro hablando de lo importante que era no estrenar las películas con demasiado margen entre una y otra. De hecho, no se consideraba adecuado ejercer ningún tipo de presión para incitar a presentar las solicitudes y, desde luego, tampoco era necesario. Cierto efecto sorpresa bastaba para conseguir un resultado casi tan espectacular como el de la violencia y, a la larga, mucho menos peligroso. O, por qué no, obligar a una decisión rápida: ahora o nunca; si no se hace entre tal y tal fecha, ¡será demasiado tarde! La angustia que provocan determinados episodios críticos de la vida se agudiza ante la expectativa de tan precipitada elección y encauza a los candidatos en la dirección correcta, siempre y cuando la propaganda esté bien orientada.
Alguien agradeció el último punto de vista y señaló que la angustia que de vez en cuando se apoderaba de todos los conmílites podía convertirse en un recurso impagable para el Estado, si se dejaba en manos de psicólogos expertos. Si se utilizaba para impulsar una decisión, ningún daño se hacía si la decisión luego resultaba un tanto fatal. Una vez tomada, aumentaba la sensación de alivio y el gozo rayano en el éxtasis que expresaban los primeros candidatos se contagiaba a otros que también se presentaban en mucho mayor número que si se hubiese tratado el asunto como carente de importancia. Asimismo, al orador le parecía que el que la inscripción fuese irrevocable era pasarse de la raya, e incluso los diez años ahora obligatorios le parecían demasiados. Exactamente el mismo efecto, aunque con menos reservas, se alcanzaría si la inscripción fuese válida por un periodo de cinco años. Después de ese plazo, las víctimas voluntarias rara vez conservaban la juventud, las fuerzas y la capacidad necesarias para iniciar un nuevo sendero. Es decir, con una propaganda bien orientada podría evitarse toda violencia y, en consecuencia, toda oposición.
Recuerden que yo estaba enfermo. De otro modo no se explica que me levantase y pidiese la palabra. Por curioso que pueda parecer, el espectro del número 135 no había dejado de vagarme por la mente. Cuando lo tuve en mis manos, hice lo posible por humillarlo; ahora, en cambio, se me antojaba que debía hablar en su nombre.
—No puedo por menos de hacer una observación al modo en que trata a sus conmílites: como si fuesen mecanismos —dije despacio y vacilante—. Se me antoja una expresión de falta de consideración... de respeto...
Me falló la voz y noté que estaba demasiado mareado como para poder ordenar las palabras de forma adecuada.
—¡De ninguna manera! —gritó uno de los que habían intervenido antes, tajante y lleno de impaciencia—. ¡Qué insinuaciones son esas! Nadie valora más que yo al tipo heroico. ¿Acaso no sé yo lo necesario que es para el Estado? Yo, precisamente, que tantos años he dedicado a estudiar a ese tipo y sus circunstancias. ¿Cree que lo hice porque lo consideraba carente de valor? ¡Mira que venir a hablarme a mí de falta de respeto!
—Bueno, bueno —respondí aturdido—, respeto por el resultado, pero... pero...
—Pero ¿qué? —preguntó mi contrario al ver que yo guardaba silencio—. ¿Qué es lo que no respeto, según usted?
—Nada —respondí extenuado al tiempo que volvía a sentarme—. Tiene razón. Me he equivocado y me disculpo por ello.
Me había detenido en el momento justo, constaté con la frente empapada de sudor. ¿Qué tenía intención de decir, «No tiene usted respeto por el número 135 en sí»? Bonito punto de vista. Corrientes individualistas secretas bajo la superficie. Me asusté de mí mismo.
¡No, de mí mismo no! Aquello que yo odiaba y contra lo que me debatía no era yo. Era Rissen.
Estuve un buen rato sin oír lo que se decía o acontecía a mi alrededor, hasta ese punto me había conmocionado la conciencia del peligro que acababa de evitar. Cuando por fin logré concentrarme, vi a Djin Kakumita en la tribuna. Llevaba ya un buen rato, según pude deducir.
—Este tipo heroico pasivo, por así decirlo —continuó Kakumita— está cada vez más solicitado en el seno de la vida estatal. No solo se hace necesario en el Servicio de Víctimas Voluntarias, sino también como soldado raso parte del engranaje, como funcionario de rango inferior, como productora y proveedora de hijos para el Estado y en otros mil puestos. Particularmente acuciante se torna la necesidad en tiempos de guerra, cuando todos y cada uno de los conmílites debería pertenecer a este tipo. En cambio, cualquiera puede comprender que no es deseable en puestos directivos, donde se exigen vocación y objetividad, rapidez y capacidad de iniciativa y una fortaleza brutal. Llegados a este punto, el problema puede plantearse así: ¿cómo vamos a incrementar según necesidad la aparición de este, el más noble de todos los tipos, de ese espíritu heroico desesperado y solitario, decepcionado de la vida y entregado al sufrimiento y a la muerte? Pues sí...
Verdaderamente, me encontraba fatal y decidí abandonar la sala. Puesto que era una persona ajena y, por tanto, no podría formar parte de ninguno de los grupos de trabajo, no importaba lo más mínimo que me fuera. Con paso lento y silencioso, para molestar lo menos posible, me encaminé a la puerta, donde mostré los documentos al vigilante y me puse a explicarle mi conducta entre susurros. Cuando más entusiasmado estaba, vino a interrumpirme un hombre alto de piel oscura que vestía el uniforme policial y militar, con una graduación bastante alta, por cierto. Curiosamente, el hombre venía de fuera y quería entrar en la sala a pesar de lo tarde que era. Exhibió un documento ante el vigilante, que no solo lo dejó entrar enseguida, sino que además lo acompañó hasta el interior, de modo que pude salir al pasillo sin problemas. Dentro oí una voz contenida y firme, aunque no fui capaz de entender lo que decía, y, cuando terminó, un rumor que crecía elevándose desde el auditorio.
En ese momento volvió a su puesto el vigilante, y yo no pude por menos de preguntarle qué estaba ocurriendo.
—Chist —bisbiseó mirando a su alrededor—. Bueno, puesto que usted estaba ahí dentro, conmílite, le diré lo que está ocurriendo. La grabación de películas de propaganda para el Servicio de Víctimas Voluntarias se ha suspendido. Necesitan todas las fuerzas en otra parte. Usted comprende sin duda lo que eso significa... yo también lo comprendo, pero ni usted ni yo tenemos derecho a comprenderlo en voz alta...
El simple hecho de expresarse en aquellos términos ya era comprender en voz alta, pero no me molesté en discutir, sino que, agotado, me apresuré en dirección al ascensor. Pero el vigilante tenía razón: comprendía perfectamente lo que quería decir aquella interrupción. Sobre el Estado del Mundo se cernía la sombra de una nueva guerra.
Había satisfecho mi deseo de aventura. Lo que había experimentado en la capital era lo bastante novedoso y educativo como para no olvidarlo jamás: la prueba de fuego de la kallocaína ante Tuareg, mi visita al Séptimo Negociado y, por último, aunque no menos importante, la discusión psicológica sobre cine, para la que no estaba maduro. No, desde luego que no estaba maduro para aquel debate. Aún latía en mi interior royéndome como un dolor secreto. En cualquier caso, no tenía nada que objetar a ninguna de las afirmaciones: la investigación de los presupuestos puramente psicológicos debía recaer en los expertos; y me avergonzaba muchísimo cada vez que recordaba mi intervención infundada y necia. Una vez que había adoptado sin reservas un punto de vista, ¿por qué seguía torturándome aquello? Jamás había oído establecer de forma tan contundente, tan objetiva, cómo considerar el valor real de la aportación de cada conmílite; aun así, tenía la sensación de que el esfuerzo de existir era gigantesco y de que el sentido de todas las cosas era irremediablemente nimio. Sabía que se trataba de una visión falsa y malsana de las cosas, e intenté convencerme recurriendo a todo tipo de argumentos. Pero para el vacío desolador que ganaba terreno dentro de mí no había otro nombre que el de sinsentido.
Habría estado bien, me dije con horror, que algún policía bromista o quizá el propio Rissen me hubiese arrebatado la jeringa de la mano y me la hubiese inyectado a mí. Resulta fácil imaginar lo que habría dicho el Séptimo Negociado de mi estado mental. De haber tenido tal derecho, Rissen se habría comprometido encantado a descubrirme, pensé, y a encontrar la confirmación de aquel aserto suyo: «ningún conmílite mayor de cuarenta años tiene la conciencia tranquila». ¿No era eso lo que había perseguido desde el principio? ¿No era él quien, en realidad, me había abocado a aquella situación con sus pérfidas insinuaciones? Aquel hombre era un peligro para mí y para todos. Lo más terrible de todo era pensar lo lejos que habría arrastrado consigo a Linda en la perdición y si los dos estaban aliados contra mí, juntos.
Todo aquello bullía y germinaba en mi interior. Aparentemente, yo tenía demasiado que hacer para malgastar el tiempo en cavilaciones. Tuareg ya había dado órdenes de sustituir el procedimiento judicial habitual por el interrogatorio con kallocaína, y, venidos de todos los rincones del Estado del Mundo, formaban cola los participantes de los nuevos cursos que nos habían encomendado impartir. Nos trasladaron —hasta nueva orden, dijeron—, nos pusieron al servicio de la Policía y nos cedieron unos locales en la comisaría. Karrek iba enviando a todos los detenidos directamente a nuestras aulas, para que los examinaran y sirvieran de material de prácticas; de ahí que siempre hubiese algún militar o algún policía de alto rango allí presente en calidad de juez, y que levantasen acta tanto el secretario policial como los secretarios designados para el curso.
Pronto comprobamos que nos salía el trabajo por las orejas. Tuvimos que admitir a más gente de la recomendable en los cursos y, aun así, seguían siendo muchos los que esperaban. Tampoco nos daba tiempo de examinar a todos los detenidos que nos enviaban y nos vimos obligados a pasar a toda prisa de un caso a otro, e incluso a reducir en media hora la pausa del almuerzo.
El trabajo de los juzgados había sido secreto desde tiempo inmemorial, de modo que no tenía nada con qué comparar. Pero me sorprendió que hubiese tantas delaciones falsas o, cuando menos, innecesarias. Prácticamente todos los examinados salían de allí dando tumbos, destrozados y rotos —sin razón, podría uno pensar, después de quedar molido por los varios cientos de explicaciones e implicaciones de una serie de conmílites más o menos raros—, pero sus confesiones eran a menudo tan ridiculamente insignificantes desde el punto de vista del tribunal que empezábamos a preguntarnos si valía la pena tanto aparato. Por otro lado, también surgieron problemas con la kallocaína, que aún se fabricaba en pequeñas cantidades en los laboratorios.
En una ocasión abordamos el tema durante la comida. (O sea, lo abordamos Rissen, yo y todos los participantes del curso, pues nos habían asignado unas mesas en el comedor grande, donde también comía el personal de servicio de la comisaría). Como de costumbre, nos habíamos pasado la mañana a la carrera, el aire era más húmedo y caluroso de lo habitual y, para colmo de males, se habían estropeado unos ventiladores de nuestra planta. Alguien refunfuñó en voz alta, protestando por las numerosas denuncias de insignificancias, de nada, sencillamente.
—Las delaciones han aumentado sin cesar en los últimos veinte años —dijo Rissen—. Me lo dijo el mismísimo jefe de policía.
—Pero eso no tiene por qué significar que haya crecido la criminalidad —observé—. También puede haber aumentado la lealtad, la sensibilidad para detectar la corrupción...
—Significa que ha aumentado el temor —afirmó Rissen con energía inesperada.
—¿El temor?
—Sí, el temor. Hemos ido aplicando una vigilancia cada vez más estricta, pero eso no nos ha garantizado mayor seguridad, tal y como esperábamos, sino una angustia mayor. Con el temor crece también el impulso de repartir puñetazos a nuestro alrededor. ¿No es eso lo que ocurre? Cuando un animal salvaje se siente amenazado y no ve salida por donde huir, ataca. Cuando el temor se apodera silenciosamente de nosotros, lo único que podemos hacer es atacar primero. Es difícil, puesto que ignoramos adonde dirigir el golpe... Pero quien pega primero, pega dos veces, dice un viejo refrán, ¿verdad? Si pegas lo bastante seguido y con habilidad suficiente, puede que te salves. Hay un chiste antiguo sobre un espadachín tan diestro que lograba mantenerse seco bajo la lluvia blandiendo la espada contra las gotas, de modo que ninguna lo tocaba. Así, más o menos, tenemos que luchar los que caemos en ese gran temor.
—Habla usted como si todo el mundo tuviera algo que ocultar —intervine, aunque yo mismo noté lo vago que sonaba, la escasa convicción. Quería creerlo pero, muy a mi pesar, me vino a la mente una visión que me infundió terror. En el caso de que tuviera razón, después de todo, y si mi visita a Lavris daba su fruto, si no solo se examinaban y juzgaban actos y palabras, sino también ideas y sentimientos... entonces, entonces... Como hormigas arrastrándose por el hormiguero se pondrían en movimiento los conmílites, pero no para trabajar juntos, como las hormigas, sino cada uno para pegar primero. Los veía bullir acelerados: hombres que delataban a sus compañeros de trabajo, hombres que delataban a sus mujeres y mujeres que delataban a sus maridos, subordinados que delataban a sus jefes y jefes que delataban a sus subordinados... Rissen no podía tener razón. Lo odiaba por ese poder que tenía de obligarme a pensar como él. Pero me tranquilicé al caer en la cuenta de quién sería el primer acusado si la nueva ley entraba en vigor.
Un par de días después, Karrek nos ordenó que dividiéramos el curso. Rissen se encargaría de continuar con las investigaciones judiciales y la docencia correspondiente, con la asistencia de los discípulos más aventajados. Yo, en cambio, debía dirigir un curso específico de química con el fin de comenzar cuanto antes con la fabricación de la kallocaína a mayor escala.
Lo imponía la necesidad, eso bien lo comprendía yo. Además, debería haberme satisfecho la idea de volver a trabajar con la química. Aun así, aquella orden me irritó, y me sentí decepcionado.
Pero, con todo, la cosa aconteció como sigue.
Entre nuestros humanos cobaya teníamos a aquel hombre de edad perteneciente a la secta de los chiflados del que ya he hablado con anterioridad y que se presentó antes de nuestro viaje a la capital. Su caso se postergó por una casualidad —había enfermado y no se había recuperado hasta ahora— y figuraba en el orden del día justo para la mañana siguiente, es decir, precisamente cuando yo debía empezar el nuevo curso de química. Me sorprendió y casi me asustó la decepción que sentí al comprender que no podría presenciar su interrogatorio. Me vi obligado a preguntarme si esperaba algo parecido a lo de la mujer que tan gran impresión me había causado: si lo que me atraía era verme de nuevo expuesto a tan peligrosas influencias. Aunque en realidad no tenía por qué recurrir a móviles tan despreciables. Lo que despertaba mi interés era seguramente, en primer lugar, todo el embrollo que Karrek nos había ordenado aclarar: quería saber cuál era el misterio que se escondía detrás de tanto despropósito. El aspecto inteligente del hombre sugería que quizá estuviese más enterado que los demás de los secretos más íntimos de la junta. Yo habría querido presenciar su confesión, sobre todo porque sospechaba que Rissen sentía por ellos una turbia simpatía. Desde luego que existe también un interés negativo, me dije, que no tiene que ver ni un ápice con el positivo. Así es mi interés por la secta de chiflados, exactamente igual que mi interés por Rissen.
Aunque tenía que obedecer las órdenes, me prometí que no perdería de vista el caso totalmente.
—¿Es lícito preguntar si el hombre que se puso enfermo se ha sometido hoy a examen? —pregunté cuando estábamos a la mesa al día siguiente.
—Sí, lo hemos examinado hoy —respondió Rissen parcamente.
—¿Y se ha sacado algo en limpio? ¿Algún delito?
—Lo han condenado a trabajos forzados.
—¿Por qué?
—Se lo ha considerado un elemento subversivo.
Era imposible sacarle a mi jefe de control algo concreto y tangible. No vi otra salida que pedirle permiso para consultar el acta.
—Ahí no tengo yo competencia ni para permitir ni para prohibir —declaró Rissen—. Eso es cosa del jefe de policía.
Karrek no me puso obstáculos cuando hablé con él por teléfono. La primera tarde libre, pues, me dirigí a la comisaría de Policía, donde Rissen me aguardaba para abrir el archivo y darme el documento. Era el acta del curso (el acta policial se hallaba en algún otro lugar, ignoro cuál) y era verdaderamente exhaustiva. Debía leerla in situ, y en un principio me incomodó que Rissen tuviese trabajo que hacer allí precisamente aquella tarde. Comprendí que quería ampliar la información y hacerme aclaraciones, que a mí no me interesaban.
Pero una vez que comencé la lectura, cambié de parecer. Ya que lo tenía a mano, bien podía preguntarle.
—Aquí hay algo sobre lo que me gustaría que me diese más detalles —dije—. «El examinado empezó a articular cánticos extraños». ¿Qué quiere decir eso? ¿En qué sentido eran extraños?
Rissen se encogió de hombros.
—Lo eran, simplemente —respondió—. No se parecían a nada que yo hubiese oído antes. Palabras abstrusas, solo símiles y metáforas, creo; por no hablar de las melodías: no me imagino a ningún soldado marchando a ese ritmo... Pero me causaron una impresión tan honda, nada me había conmovido así hasta ahora.
Le tembló la voz de forma tan evidente que el aleteo estuvo a punto de conmoverme a mí también. No debería haber ido allí. Debería haberme alertado la voz cálida de la mujer que hablaba de lo orgánico y que, desde aquel día, se me aparecía como un espejismo, como el reposo más profundo. Aquel recuerdo se avivó de pronto y se me presentó como algo casi injusto, taimado y demoniaco el que una infección interna pudiera propagarse no solo en primera sino también en segunda instancia: desde el hombre extraño al que yo no había oído cantar, hasta mí, como un eco en la voz de Rissen.
—¿No puede darme una idea de los cánticos? —le pregunté inseguro—. ¿No podría reproducirlos?
Pero él negó con la cabeza.
—Eran demasiado extraños. Me anestesiaban.
Seguí leyendo, haciendo un esfuerzo por sustraerme a aquella influencia que tanto detestaba.
—Convendrá conmigo en que se trata de una acción criminal —observé—. Por lo que sé, toda información o comentario geográfico es punible. Y esto: ¡una ciudad de ruinas desierta en un lugar inaccesible! ¡Una Ciudad del Desierto, desconocida! Tal y como lo veo yo, el hombre no pudo indicar la localización exacta, pero ¡el simple hecho de difundir estas insinuaciones!
—Quién sabe si esa Ciudad del Desierto existe —respondió Rissen indeciso—. Según el humano cobaya, solo la conocían unos cuantos elegidos, y algunos de ellos vivían entre las ruinas. No puede sino tratarse de una leyenda, ¿no?
—Pues una leyenda delictiva, en tal caso, ya que, pese a todo, incluye alusiones geográficas. En el supuesto de que existiera tal ciudad, y en el supuesto de que, como él dice, tuviese su origen en una época anterior a las grandes guerras y anterior al Estado del Mundo, y en el supuesto de que de verdad la hubiesen destruido con bombas, gases y bacterias... ¿cómo iba a atreverse nadie, por loco que estuviera, a refugiarse allí? De ser mínimamente habitable, ya se habría apoderado de ella el Estado.
—Si mira usted el acta un poco más abajo —indicó Rissen—, verá que, por lo que dicen, está plagada de amenazas: aquí y allá leemos que las piedras y la arena misma están impregnadas de vapores tóxicos, que colonias enteras de bacterias se han mantenido vivas en resquicios y grietas, que cada paso entraña un peligro. Sin embargo, como también puede ver, dice que hay en la tierra veneros, mantillo sano en el que sembrar plantas comestibles, que los escasos habitantes conocen los caminos peligrosos y también los escondites, y que viven en fraternal armonía y ayudándose mutuamente.
—Ya veo, ya veo. Una vida miserable e insegura, llena de angustia. Aunque se trata de una leyenda muy instructiva. Así debe ser la vida, una angustia y un peligro constantes, cuando uno se aparta del gran contexto: el Estado.
Rissen guardó silencio. Yo continué la lectura meneando la cabeza y suspirando.
—¡Una leyenda! —exclamé—. Un cuento sobre algo que no existe. Los vestigios de una cultura extinguida. ¿Y en ese agujero desierto destruido por el gas conservan los restos de una cultura anterior a las grandes guerras? ¡No existía tal cultura!
Rissen se volvió ansioso hacia mí.
—¿Y cómo podemos estar seguros de eso? —preguntó.
Yo me quedé mirándolo, atónito.
—Pues es algo que aprendimos de niños —le respondí—. No cabe suponer la existencia de ningún fenómeno digno de llamarse «cultura» durante la época civilística-individualista. Individuos contra individuos, clases sociales contra clases sociales. Fuerzas valiosas, brazos fuertes, cerebros excelentes quedaban relegados de forma arbitraria, apartados por un contrincante, excluidos de los centros de trabajo, consumidos sin ser usados, sin sentido... Eso para mí es una jungla, no una cultura.
—Ya, para mí también —convino Rissen muy serio—. Y aun así, aun así... ¿no habrá existido un manantial, una fuente subterránea inadvertida que hubiese salido a la luz incluso en esa jungla?
—La cultura es la vida estatal —repuse brevemente. Pero sus palabras me activaron la imaginación. Y allí estaba, inclinado sobre el acta, como si yo fuese una especie de controlador, de crítico y juez. Cuando, en el fondo, mi imaginación codiciosa rebuscaba en lo más remoto, en lo más desconocido, algo que me liberase del presente, o que me diese una llave con la que abrir la cerradura. Claro que yo entonces no lo sabía.
Un pasaje del acta me hizo estremecer de veras. El hombre había mencionado una tradición según la cual hubo un tiempo en que algunas tribus del otro lado de la frontera tuvieron contacto y relación con algunos pueblos fronterizos del Estado del Mundo. La zona quedó dividida durante las grandes guerras, al igual que sus habitantes.
Levanté la vista.
—Esto de los pueblos fronterizos... esto es demasiado grave —dije con la voz temblando de indignación justificada—. Es tan inmoral como acientífico.
—¿Acientífico? —repitió Rissen casi ausente.
—¡Sí, acientífico! ¿No sabe, señor jefe, que nuestros biólogos consideran totalmente probado que nosotros, los habitantes del Estado del Mundo, y los del otro lado de la frontera procedemos de especies de monos totalmente distintas? Distintas como el día y la noche, tan distintas que cabe preguntarse si a las «gentes» del estado vecino corresponde la denominación de hombres.
—Bueno, yo no soy biólogo —respondió Rissen evasivo—. No he oído nada de eso.
—Ah, pues me alegro de haber tenido la oportunidad de contárselo. Así son las cosas, en efecto. Y no creo que deba abundar en la explicación de por qué se trata de una tradición inmoral. Usted mismo puede imaginarse las consecuencias de una guerra fronteriza. La cuestión es si toda esta secta de chiflados con sus doctrinas, sus costumbres y su actitud ante la vida no será un elemento más de los intentos del estado vecino por minar nuestra seguridad, un detalle entre tantos como conforman el ingente aparato de espionaje del que ese estado parece disponer.
Rissen calló un buen rato, hasta que dijo:
—Lo condenaron más bien por esa tradición.
—Ya, lo que me sorprende es que no lo hayan condenado a muerte.
—Era un buen profesional de su oficio, un ramo de la fabricación de pintura, donde parece que falta personal.
No respondí. Me percaté de que Rissen estaba del lado del delincuente. Y no pude evitar soltarle una pulla.
—En fin, señor jefe, ¿no se alegra de que por fin hayamos llegado al fondo del asunto y sepamos dónde clasificar exactamente a tan amorosa secta de chiflados?
—Supongo que es deber de todo conmílite leal alegrarse —respondió con un eco de ironía que quizá no tuviese intención de dejar traslucir—. Pero permítame que yo también le pregunte, conmílite Kall: dígame, ¿está completamente seguro de que no les envidia usted en el fondo esa ciudad desierta y arrasada por el gas?
—¡Seguro! Una ciudad que no existe —respondí riendo. ¿Estaría Rissen en sus cabales? Si se trataba de una broma, era pésima y sin gracia.
Aun así, aquella pregunta estuvo atormentándome mucho tiempo, exactamente igual que me atormentaban tantas palabras suyas, igual que me atormentaba el temblor conmovido de su voz, igual que me atormentaba Rissen entero, aquel hombre ridículo, taimado y civilístico.
Yo rechazaba la idea de la Ciudad del Desierto con todas mis fuerzas, quizá no tanto porque fuese imposible como porque se me antojaba repulsiva. Repulsiva y tentadora al mismo tiempo. Me repugnaba creer en una ciudad, aunque se hallase en ruinas, aunque amenazase con peligros de gases y bacterias, aunque los sujetos asocíales que allí habían encontrado refugio anduviesen por entre las piedras presa de la angustia y del horror y, de vez en cuando, cayesen víctimas de la muerte acechante, pero, pese a todo, una ciudad hasta donde no alcanzaba el poder del Estado, una zona fuera de la comunidad. Lo tentador de la idea... ¿quién podía señalar dónde radicaba? La superstición suele ser tentadora, pensé con sarcasmo. Es un cofre donde uno guarda como alhajas las tentaciones que acechan: la voz profunda de una mujer, un temblor en la voz de un hombre, un instante de entrega absoluta jamás vivido, un sueño condenable de confianza personal sin límites, una esperanza de sed apagada y verdadero reposo.
Como quiera que fuese, me encontraba indefenso ante mi curiosidad. A Rissen no me atrevía a preguntarle por el destino de la secta de chiflados, de cuyo seguimiento me habían apartado, pues temía que interpretase en mis preguntas un interés distinto y más positivo del que en realidad abrigaba. Lo único a lo que me atreví fue a alguna que otra observación breve e irónica cuando nos sentábamos a almorzar. Observaciones a las que él respondía a su vez hosca y parcamente. Le dije, por ejemplo: —La más que dudosa Ciudad del Desierto..., sigue estando en la luna, ¿no? No creo que haya existido en este mundo, ¿verdad?
Y él respondió:
—Al menos hasta la fecha, nadie ha podido localizarla.
Levanté rápidamente la vista y nuestras miradas se cruzaron un segundo. Rissen bajó los ojos enseguida, pero tuve tiempo de leer en ellos una pregunta que me atravesaba con insistencia: «¿Está completamente seguro de que no les envidia usted en el fondo esa ciudad desierta y arrasada por el gas?». No le habría gustado poco sorprenderme en una envidia por el estilo. Aunque me obligó a la iniciativa, fue él quien atacó e intentó incitarme a la sumisión. Maldije mi curiosidad patológica.
Conseguí enterarme de otro dato, no por Rissen, esta vez, sino por una participante del curso, incluso sin que yo hubiese preguntado nada. La mujer contó algo acerca de una serie de colecciones de obras escritas a las que había aludido uno de los detenidos: gruesos volúmenes con signos que, se suponía, representaban tonos, pero que en nada se asemejaban a nuestros signos musicales. Por lo que decían, debían de parecer aves prisioneras detrás de rejas horizontales. Nadie era capaz de descifrarlas, ni siquiera los habitantes que vagaban errabundos por la Ciudad del Desierto, pese a que debían de poseer colecciones ingentes conservadas desde tiempos remotos. Yo tenía la certeza casi absoluta de que, si aquellos signos encerraban alguna música —todo aquello bien podría ser un fraude—, debía tratarse sin duda de una música bárbara y primitiva. A pesar de todo, sentía un deseo casi incontrolable de oírla una sola vez: un sueño absurdo, que no podría cumplirse ni para mí ni para ningún otro. Y, aunque se hubiese cumplido —una colección de marchas no puede contener ninguna explicación—, ¿cómo iba a encontrar en ellas ayuda o solución a ningún problema?
Entre tanto, mi vida en el hogar era apagada y vacía. Linda y yo nos habíamos alejado tanto el uno del otro que ya no merecía la pena gritar. Afortunadamente, los dos estábamos tan ocupados que ya apenas nos veíamos.
Algún tiempo después, Karrek requirió mi presencia en mi tarde libre.
Respiré aliviado cuando me vi en el metro con el permiso de visita en el bolsillo. Karrek fue y siguió siendo uno de los puntos de apoyo de mi existencia. Nada había en él de lo contagiosamente morboso que me atraía y me asustaba de Rissen.
Karrek me recibió en la sala parental, mientras su mujer leía sentada junto a una lamparita de noche en la sala familiar. (No tenían hijos). También en nuestra casa era penumbrosa la iluminación —una costumbre cada vez más observada en general, por la necesidad de ahorrar—, así que no pude examinar bien los rasgos del jefe de policía, pero noté en sus movimientos algo raro que me llenó de desasosiego, sin que lograse señalar de qué se trataba. Apenas se quedaba quieto un minuto: ya se sentaba, ya se ponía de pie e iba midiendo el suelo con sus pasos, demasiado largos para tan exigua habitación. Cuando lo detenía la pared, le daba a veces con los nudillos, como si quisiera apartar el obstáculo.
Empezó a hablar y le noté la misma vivacidad insólita en la voz: sonaba exaltada, casi animada; y no se molestó en ocultar su estado de ánimo.
—Bueno, ¿qué me dice ahora? —comenzó—. Lo hemos conseguido, usted y yo. Lavris ha debido de convencer a Tatjo para que promulgue una ley contra el temperamento subversivo. Entrará en vigor mañana. Después..., bueno, después empieza todo.
Por un instante me sentí paralizado ante la idea de que hubiese ocurrido de verdad, y ante el carácter inminente de tan fatídico día. Al parecer, a él sólo lo ponía de buen humor. A mí, en cambio, me temblaban los labios, de modo que me costó un esfuerzo terrible controlarme cuando respondí: —Ojalá que haya sido una buena idea, señor jefe. A veces desearía poder deshacer lo hecho. No me malinterprete, es por razones puramente prácticas. A mí, al menos, me da la sensación de que ya había bastantes impurezas en las que hurgar, más de las que el Estado puede permitirse, incluso. Ya teníamos que hacer horas extraordinarias. Claro que eso puede remediarse, en cuanto hayamos formado a los ayudantes, pero ¿qué ocurrirá con la avalancha de nuevas delaciones? ¡No podemos condenar a trabajos forzados a dos tercios de la población!
—¿Por qué no? —dijo alegremente, apretando los nudillos contra la pared—. Apenas habrá diferencia, y el presupuesto salarial será más reducido. Pero, en serio, nos han llegado las quejas del jefe de finanzas de la ciudad, y parece que la situación es similar en todas partes. Lo que significa que por razones de financiación se nos permitirá hacer limpieza entre las delaciones. No volveremos a detener a nadie hasta que el delator haya entregado un informe escrito pormenorizado de las razones de sus sospechas. Eso ya supone una criba. Luego, solo nos dedicaremos a los conmílites más destacados. Como comprenderá, centraremos toda nuestra atención en la seguridad del Estado. Algún día revisaremos con lupa los puestos inferiores, y los robos, hurtos y simples asesinatos privados quedarán para el final. Tendremos que cribar, cribar, cribar, pero no importa: habrá trabajo de sobra.
Karrek retomó su ir y venir y rompió a reír aquel relincho breve y chillón que lo caracterizaba.
—Nadie se librará fácilmente —añadió.
Justo en ese momento se hallaba situado de modo que el resplandor que surgía de la lámpara le chispeaba en los ojos. Iluminada desde abajo, la cara suele adquirir un aspecto aterrador, y yo vivía a la sazón un periodo de gran agitación y nerviosismo. El hecho es que me quedé frío al ver el destello en aquellos ojos de jaguar, estaban tan pavorosamente cerca y, al mismo tiempo, tan pavorosamente lejos, asentados en su propia frialdad. Más que nada para tranquilizarme, objeté con calma: —¿No será usted también de los que piensan que todo el mundo anda por la vida con remordimientos?
—¿Remordimientos? —repitió soltando otro relincho—. ¿Y qué más da si tienen o no cargo de conciencia? Ya pueden mostrarse tan serenos y coherentes como un cuenco de leche cuajada: nadie se librará fácilmente.
—¿Quiere decir que nadie se librará de la delación?
—Quiero decir de la delación y la condena. Ya sabe... pero siéntese, por favor, siéntese, conmílite; usted ya sabe —en este punto se acercó de nuevo y se inclinó sobre mí, así que me alegré infinito de poder desplomarme en una silla, con lo que me temblaban las piernas—, si se tienen los consejeros adecuados y el juez adecuado. Tenemos asesores de distintos ámbitos, especialistas en temas diversos, no podemos imponer castigos absurdos, como usted comprenderá: no tiene sentido enviar a reeducación a un tipo incorregible, y no debemos robarle al Estado la mano de obra de un necio de mentalidad anticuada, precisamente ahora que tanto ha bajado la natalidad. Pero, ya digo, ahí hay vía libre para el que sabe lo que quiere. Todo se arregla al final, siempre y cuando cuente uno con el juez adecuado.
Debo admitir que no entendía muy bien lo que quería decir Karrek; aunque tampoco me apetecía lo más mínimo confesárselo. De modo que asentí muy serio mientras, con el temor en la mirada, seguía su ir y venir.
El silencio que se hizo acto seguido me resultaba molesto. Tenía la sensación de que el jefe de policía esperaba que yo dijese algo. Y lo que había dicho acerca de las distintas penas reavivó el recuerdo de algo que sí tenía pensado decirle.
—Señor jefe —dije—. Hay algo que me ha sorprendido un poco. El otro día le administraron la inyección a un hombre, un conjurado que pertenece a una secta de chiflados. No solo se dedicaba a difundir rumores de datos geográficos de naturaleza altamente nociva, sino también una leyenda terrible de que los seres del otro lado de la frontera tenían supuestamente el mismo origen que algunos de nuestros pueblos vecinos. Además, entonaba cánticos asocíales. Lo condenaron a trabajos forzados. Y me pregunto: digamos que fue correcto en un caso tan particular como el suyo —ya se ha ejecutado la sentencia y, desde luego, no la critico—, pero ¿es eso sensato desde el punto de vista teórico? Es de suponer que los prisioneros condenados a trabajos forzados entran en contacto con un montón de gente, tanto vigilantes como otros prisioneros. De estos, algunos solo pasan en prisión un breve periodo; otros, en cambio, permanecen más tiempo en cautividad; y, en cualquier caso, son muchos los que al final quedan en libertad. ¿No habría que tener en cuenta la toxicidad a la que se ven expuestos al tener contacto con un sujeto de tales características? Claro que no tendrá ocasión de hablar mucho, pero resulta que he descubierto algo curioso. Le ruego, señor jefe, que no se ría de mí, pero he comprobado que hay personas que irradian de forma inequívoca su particular visión de la vida, y que son peligrosas incluso cuando callan. Una mirada, un mero movimiento de uno de esos individuos es un veneno y una plaga. Así que me pregunto: ¿es sensato que a un individuo así se le permita vivir? Aunque pueda emplearse para un trabajo útil, y aunque nuestra población vaya en descenso, ¿no es verosímil que tan solo con su aliento perjudique al Estado más de lo que lo sirve con su trabajo?
Karrek no se rió. Me escuchó atentamente y no desveló el menor asombro. Cuando hube terminado, le afloró a la cara un resplandor de sagacidad burlona, detuvo su deambular y se sentó en la silla que había enfrente de la mía. Y allí se quedó sentado, con el amago de un brinco agazapado en la tensión y la inmovilidad de aquella postura.
—No tiene que dar tantos rodeos, mi buen conmílite —dijo despacio y quedamente—. Nadie lamenta más que yo la triste realidad a la que alude: que se le ha atribuido un valor indebido a una cantidad demasiado sustancial de conmílites solo porque la curva de la natalidad no asciende lo suficiente. Toda la propaganda que ponemos en circulación a diario no basta para aumentar satisfactoriamente nuestras prestaciones en el lecho matrimonial. Pero ¿qué podemos hacer usted o yo al respecto? Deje a un lado los principios generales y teóricos. Tras lo genérico y lo teórico se encuentra siempre, después de todo, el caso particular. De modo que, ¿a quién quisiera ver condenado a muerte?
Habría querido desaparecer a través del suelo. El cinismo de aquel hombre me aterrorizó. Yo no hablaba sólo de Rissen, naturalmente, sino que me había referido al caso general. ¿Qué opinión tenía Karrek de mí, en el fondo?
—Me hizo usted un gran favor convenciendo a Lavris —prosiguió—. Un favor por otro, así sabe uno a quién puede contar entre sus amigos. Usted parece poseer cierto tipo de inteligencia, aunque una inteligencia totalmente distinta de la mía (al decir esto dejó escapar otro relincho). Por eso podemos ser útiles el uno para el otro. Responda tranquilamente: ¿a quién quisiera ver condenado a muerte?
Pero yo no podía contestar. Hasta aquel momento, mis deseos habían sido solo eso, deseos, irreales y absolutamente etéreos. Sentí que debía revisarlos de nuevo a una luz más templada antes de actuar.
—No, no —respondí al fin—. Mis reparos son, se lo aseguro, de carácter puramente teórico y general. Tengo experiencia en ese tipo de transmisores de la peste.
Me contuve de pronto. ¿Habría dicho ya más de la cuenta? Karrek se quedó callado unos segundos mientras yo me retorcía bajo el foco de sus ojos verdes. Luego se levantó y volvió a golpear la pared con los nudillos.
—No quiere. Tiene usted miedo de mí. Y no tengo nada en contra. Pero haré lo que pueda por usted. Cuando presente su delación (o sus delaciones, qué sé yo) bien fundamentada, recuérdelo, bien fundamentada, que esa será la primera condición en lo sucesivo y no soy yo el responsable de la primera criba, ponga una marca en una esquina, esta marca —dibujó un signo en un papel y me lo entregó—, que ya haré yo lo que pueda. Como le decía, no será tan difícil, si cuentas con el juez adecuado, y de eso ya nos encargaremos. El juez adecuado y los consejeros adecuados. Yo no pienso dejarlo ir, y de mí puede usted sacar bastante provecho, aunque esté asustado.
No es que yo durmiese bien en términos generales, pero últimamente dormía fatal. Siempre se me terminaba la ración mensual de somníferos mucho antes de mediados de mes y, de la ración de Linda, consumía todo lo que ella no necesitaba. No quería dirigirme a ningún médico. Sospechaba que, de hacerlo, estamparían en mi tarjeta secreta el sello de «constitución nerviosa», lo cual no tenía ninguna gracia, sobre todo teniendo en cuenta que tal descripción no se adaptaba a mi persona de ninguna de las maneras. Nadie había más normal que yo, mi insomnio era absolutamente natural y explicable y, en fin, incluso me habría parecido antinatural y patológico dormir bien en aquellas circunstancias...
Como quiera que fuese, mis terribles pesadillas revelaban sin asomo de duda que no me interesaba que me examinaran con mi propia kallocaína. Ocurría que me despertaba cubierto de un sudor frío fruto de horrendas fantasías en las que me veía como uno de los delatados, aguardando mi dosis y la espantosa vergüenza subsiguiente. Rissen, Karrek, incluso algún que otro alumno se me aparecían en sueños como figuras terroríficas, pero sobre todo Linda. Siempre estaba allí como delatora, como juez, como la que se inclinaba sobre mí con la inyección de kallocaína en la mano. En un principio me sentía aliviado cuando me despertaba y veía a la verdadera Linda de carne y hueso a mi lado, en la cama, pero se diría que las visiones de la noche empezaron enseguida a usurpar la realidad de la vigilia, de modo que el alivio era cada vez menor y la Linda tangible y despierta absorbía cada vez más maldad de aquel ser terrorífico. En una ocasión estuve a punto de contarle todo lo referido a mi tormento nocturno, pero me contuve en el último minuto, al recordar la frialdad de su mirada en el sueño. Después me alegré de no haber dicho nada. La sospecha de que, aunque en secreto, Linda estaba del lado de Rissen no me dejaba ya sosiego alguno. Si Linda se enteraba de lo que yo pensaba de él, se convertiría al punto en mi enemigo, un enemigo implacable, tan fuerte como era. Tal vez ya fuese mi enemigo y estuviese simplemente aguardando el instante idóneo para asestarme el golpe. No, decirle a Linda una sola palabra acerca de todo aquello habría sido mi perdición.
Mucho menos habría querido referirle otro sueño de los que no creo que puedan contarse entre las pesadillas habituales. Un sueño sobre la Ciudad del Desierto.
Me hallaba al principio de una calle y sabía que debía recorrerla, aunque ignoraba por qué, pero estaba angustiosamente seguro de que mi salud y mi bienestar dependían de que llegase a mi destino. Las casas que flanqueaban la calle eran ruinas dispersas, algunas en montones altos como colinas, otras hundidas en la tierra y medio cubiertas de arena y de escombros. En algún que otro rincón habían echado raíces plantas trepadoras que se abrían paso ascendiendo por los restos de los muros, pero entre ellas había largos tramos desnudos y sin vida expuestos a un sol ardiente de mediodía. Y creí advertir que aquí y allá, en los tramos yermos, las piedras exhalaban un leve humo amarillento. En otros lugares la luz se derramaba sobre la arena con un temblor azul brumoso que me asustaba igualmente. Di un paso para caminar a tientas por entre los vapores tóxicos, pero en ese mismo momento se produjo una ráfaga que arrancó una nubecilla del humo amarillo y la arrastró por delante de mí: se extendía en forma de delgados torbellinos y tuve que retroceder para que no me alcanzase. Algo más allá, en la misma calle, vi también que el temblor azul brumoso empezaba a ascender como una llama de luz mortecina y cerraba la calle prácticamente por completo. Miré a mi alrededor, angustiado ante la posibilidad de que una explosión similar estallase a mi espalda y me impidiese el regreso, de modo que no pudiese ni continuar adelante ni retroceder, pero no se veían signos de que fuese a ocurrir nada por el estilo, al menos por el momento. Una vez más, di un paso hacia delante. Nada sucedió. Un paso más. Y entonces oí un estruendo claro y discreto a mis espaldas y, cuando volví la cabeza, vi que la piedra que acababa de pisar se hallaba en proceso de transformación. Iba mulléndose desde el interior, se volvía chillona y se desmoronaba, convertida en polvo en un instante, mientras yo creía percibir un tufo desagradable. No me sentía dispuesto ni a seguir adelante, ni a quedarme allí parado ni a volver atrás.
Entonces, de repente, oí el extraño sonido de voces que resonaban a un trecho de donde me encontraba. Se veía allí la puerta semiderruida de un sótano como una boca entreabierta, con plantas trepadoras encaramadas a ambos lados. No había reparado en ella con anterioridad y, a pesar de la angustia, respiré aliviado al ver que el verdor de aquellas plantas vivía su vida tan cerca de mí. Alguien apareció en la luz subiendo la escalinata de piedra hundida y resquebrajada, haciéndome señas para que subiera yo también. Ya no recuerdo cómo llegué a la puerta del sótano, tal vez crucé a la carrera saltando por encima de aquellas rocas peligrosas. Como quiera que sea, accedí a una cámara de piedra ruinosa y sin techo donde entraba el sol y había flores y hierba meciéndose al viento por encima de mi cabeza. Jamás una habitación con techo y paredes me pareció un refugio tan seguro. Desde los matojos de hierba se propagaba un aroma a sol y a tierra y a cálido desenfado, y las voces seguían cantando, aunque ahora se oían a lo lejos. Allí estaba la mujer que me había hecho señas y nos abrazamos. Estaba salvado y habría querido dormir, tales eran mi cansancio y el alivio que sentía. De repente era innecesario que recorriese toda la calle. La mujer dijo: «¿Te quedas conmigo?». «¡Sí, deja que me quede contigo!», respondí sintiéndome como un niño libre de toda preocupación. Cuando miré al suelo para ver de dónde procedía la humedad que notaba en el pie, me di cuenta de que un venero de agua clara discurría cruzando todo el suelo de tierra y un sentimiento de gratitud inefable me invadió al punto. «¿No sabías que de aquí mana el nacimiento de la vida?», dijo la mujer. En ese mismo momento supe que aquello era un sueño del que acabaría despertando y busqué mentalmente algún medio de retenerlo con tantas ansias que el corazón empezó a aporrearme el pecho y me despertó.
Ese sueño, tan hermoso como fue, podría quizá calificarse como más inquietante que las pesadillas, de modo que no quería contárselo a nadie, ni a Linda ni a ningún otro. No porque Linda fuese a sentir celos de la mujer de mi sueño —que guardaba cierto parecido con la arrestada de voz profunda a la que ya me he referido en varias ocasiones, pero que tenía los ojos de Linda—, sino porque el sueño constituía una respuesta tan clara a la pregunta de Rissen: «¿está completamente seguro de que no les envidia usted en el fondo esa ciudad desierta y arrasada por el gas?». Tan hondo había arraigado la capacidad de sugestión de Rissen que incluso en mis sueños se manifestaba su influencia. ¿Y de qué servía que yo me empeñase en defenderme diciendo que no era yo mismo, sino Rissen? Ningún juez en todo el mundo le habría hecho el menor caso a semejante defensa.
Aquello sucedió antes de que Karrek reclamara mi presencia, es decir, antes de que se hubiese promulgado la nueva ley y antes de que yo tuviese otros medios con los que defenderme que la esperanza imprecisa de vengarme algún día, en el futuro.
Después de haber hablado con Karrek y sabiendo ya que al día siguiente podría convertir en acciones mis ideas de venganza, caí en un estado de atroz exasperación. El objetivo, que tan lejano había estado, se hallaba de pronto a mi alcance, pero los detalles de cómo conseguirlo se me antojaban insalvables. Si Linda amaba a Rissen de verdad, ¿no llegaría a averiguar de un modo u otro que había sido yo quien lo había delatado? Ignoraba cómo iba a conseguirlo, pero estaba convencido de que lo lograría. Lo lograría y se vengaría. La sola idea de su venganza me hacía temblar. Pasara lo que pasara, no quería verme sometido a mi kallocaína.
Aquella noche apenas dormí.
La mañana siguiente, el periódico llevaba un artículo titulado «LOS PENSAMIENTOS PUEDEN CONDENARSE».
Era un análisis de la nueva ley con referencias a la kallocaína, la sustancia que la había hecho posible. Por lo demás, nada podía considerarse más sensato que las nuevas disposiciones punitivas: en lo sucesivo, nadie podría guiarse por cláusulas establecidas y acartonadas que le imponían la misma pena al reincidente que al que se descarriaba una vez, si los descubrían cometiendo el mismo delito. El conmílite, y no el delito en sí, sería a partir de ahora el protagonista del procedimiento legal. Se investigaría y documentaría la naturaleza de su carácter, pero no por la antigua cuestión absurda de si era «responsable o no de sus actos», sino para distinguir el material útil del inútil. El castigo no consistiría ya en la aplicación mecánica de unos años de trabajos forzados, sino que se establecería cuidadosamente conforme a las teorías de los más destacados psicólogos y los cálculos de los mejores economistas sobre lo que era rentable y lo que no. Un despojo físico y mental, que jamás sería de verdadera utilidad al Estado, no debería confiar en poder vivir solo porque no hubiese logrado causar ningún daño. Por otro lado, había que tener en cuenta la escasez de población y, en el peor de los casos, no había que desaprovechar tampoco el material menos deseable si, después de todo, podía emplearse como mano de obra. La nueva ley contra el temperamento subversivo entraba en vigor ese mismo día pero, simultáneamente, advertían de que todas las delaciones debían ir acompañadas de una motivación sólida y pormenorizada y, además, firmadas con un nombre susceptible de comprobación, es decir, no anónimas, como antes, para evitar una inundación de delaciones menores y no tan necesarias, y, con ello, que el gasto estatal en kallocaína y en personal judicial resultase excesivo. En cualquier caso, la policía se reservaba el derecho a tener o no en cuenta las delaciones según le pareciese oportuno.
Lo de que había que firmar la delación no me lo había dicho Karrek. Eso le facilitaría aún más las cosas a Linda, si quisiera dar con la pista del delator de Rissen.
El día transcurrió en el trabajo sin acontecimientos dignos de mención, aunque no puedo decir que en paz y tranquilidad. No intercambié una sola palabra con Rissen durante el almuerzo. Apenas me atrevía a mirarlo. Tenía el horrible presentimiento de que conocía mis pensamientos e intenciones, y de que podía demostrarlo en cualquier momento adelantándose a mí. Al mismo tiempo, sabía que no me atrevería a hacer nada, puesto que no estaba seguro de Linda. Cualquier retraso, cada hora, era un peligro, pero tenía que postergarlo.
Luego, ya en casa, delante de la cena, fue como repetir aquel almuerzo horrible. La misma dificultad para enfrentarme a la mirada de Linda como a la de Rissen, la misma sensación de que, seguramente, ella lo sabía todo, la misma hostilidad en el aire que mediaba entre nosotros. Los segundos se arrastraban y creí que la asistenta no se marcharía nunca, que los niños no se dormirían nunca. Por fin me quedé solo con Linda y, para evitar oyentes, puse la radio a todo volumen y le indiqué a Linda que se sentara, igual que yo, de modo que el altavoz quedase entre nosotros y el oído policial.
Ya no recuerdo con qué discurso nos bombardeaban, estaba demasiado ocupado con mi desasosiego como para prestar atención. Linda no desveló con una mueca siquiera lo que pensaba ni del discurso ni de mi interés por colocarla justo en aquella silla; seguramente se había dado cuenta de lo que pasaba y prestaba la misma atención que yo. Pero cuando corrí la silla hasta dejarla al lado de la suya, me miró inquisitiva.
—¡Linda! —exclamé—. Hay algo que quiero preguntarte.
—Sí —respondió ella sin el menor asombro. Siempre supe que se controlaba hasta la perfección. Y siempre supe que si un día nos veíamos abocados a lo más duro y extremo, a una lucha a vida o muerte, Linda sería el más terrible de los adversarios. ¿Acaso sería esa ni más ni menos la razón por la que no podía dejarla ir? ¿Tenía miedo de lo que ocurriera después? En mi amor vivía también aquel gran temor, yo lo sabía y llevaba mucho tiempo sabiéndolo. Sin embargo, vivía en él igualmente el sueño de sentirse seguro sin límite, el sueño de que precisamente ese amor mío tan inquebrantable la obligase a convertirse un día en mi aliada. No tenía idea de cómo sucedería ni de cómo sabría yo que había sucedido: se trataba de un sueño tan impreciso y tan opuesto a la realidad como el sueño de una vida venidera. Pero lo único seguro era que un minuto después yo bien podría haber malogrado aquella seguridad soñada. De aliados poco seguros podríamos habernos convertido un instante más tarde en enemigos acérrimos incluso sin que yo hubiese tenido oportunidad de enterarme, sin el menor atisbo de una mueca en su cara, sin que la traicionase un leve temblor de la voz. Aun así, debía seguir adelante.
—Como es lógico, pregunto por cuestiones de tipo puramente formal —proseguí tratando de sonreír—. En realidad, estoy seguro de cuál será la respuesta; jamás, ni por un instante, he pensado otra cosa y, si a pesar de todo, fuese verdad, comprenderás que no me importaría ni pizca. Confío en que me conozcas lo suficiente, tal y como te conozco yo.
Me sequé la frente con el pañuelo.
—¿Y bien? —preguntó Linda escrutándome con la mirada. Los ojos grandes como focos: así me sentía yo, como interrogado, cuando me los clavaba.
—Bien, no es nada más que esto —dije, ahora sí, riendo con verdadero regocijo—: ¿has mantenido una relación amorosa con Rissen?
—No.
—Pero lo quieres, ¿verdad?
—No, Leo, no lo quiero.
Hasta ahí y poco más podíamos llegar. Si hubiera dicho que sí, la habría creído sin problemas, supongo. Pero puesto que había dicho que no, no me atreví ni por un segundo a confiar en ella. ¿De qué habría servido si no preguntar? Linda se había dado cuenta de mi mentira, sabía que me importaba mucho su respuesta. Al día siguiente, o al otro, comprendería por qué le había formulado aquella pregunta; por lo demás, cabía la posibilidad de que ya lo supiera, quizá Rissen le hubiese dado alguna indicación del peligro que lo amenazaba. Me quedé observando admirado su cara, como de costumbre, hasta el punto de que se me olvidó respirar y, de repente, tuve que exhalar un suspiro. Casi se me paró el corazón en el momento en que creí distinguir un movimiento, débil, apenas perceptible, una suerte de desasosiego en la piel misma, pero un signo al cabo. Y creí más en ese signo que en todas sus palabras.
—¿No me crees? —preguntó muy seria.
—Por supuesto que te creo —respondí en tono exagerado. ¡Ojalá también ella me creyese a mí ahora! Si pudiese imbuirla del sentimiento de seguridad, lo malo no pasaría a ser peor, al menos. Pero yo intuía que ella no se dejaría engañar.
Y ya no pudimos continuar. Aquella conversación me había costado tal esfuerzo de voluntad que me sentía exhausto; y aun así, nada estaba ganado. Jamás había sentido aquella grieta como una boca abierta tan clara y tan insuperable. Mi autocontrol no bastaba para llenar el resto de la velada con bromas y conversación cotidiana, y eso que se trataba solo de una hora, puesto que los dos teníamos servicio nocturno. Linda también guardó silencio y se alzó entre nosotros una inquietud muda que le sorbía a uno el tuétano.
Finalmente, esa hora terminó por pasar también.
Aquella noche, ya tarde, regresamos los dos a casa muy cansados. Linda se durmió. Yo oía su respiración pausada, pero estaba despierto. De vez en cuando caía en un duermevela, pero siempre volvía a despertarme, sobresaltado por la conciencia clara del peligro. Claro que podían ser imaginaciones mías, la habitación estaba en calma y Linda dormía tan profundamente como antes. Pero yo me sentía próximo a la desesperación. ¿De verdad que nadie había reparado hasta el momento en la temeridad que es dormir codo con codo con otro, dos personas solas a lo largo de toda la noche entera, sin más testigos que el ojo policial y el oído policial de la pared? Y ni siquiera ellos suponían protección alguna: en primer lugar, no siempre estaban activos, seguramente, y en segundo lugar, sí que eran susceptibles de controlar e inhibir, pero no de impedir lo que sucediera. Dos personas solas, noche tras noche, año tras año, y quizá se odien, y si la mujer se despierta, ¿qué no podrá entonces hacerle al marido...? Si Linda hubiese tenido ahora acceso a la kallocaína...
La idea me vapuleó como una ola vuelca una nave. No tenía ya opción, debía actuar como lo hice, por pura defensa propia, para salvar la vida. Como fuera, aquello tenía que funcionar. Ya se me ocurriría algún pretexto para sacar clandestinamente la poca kallocaína que necesitaba. Linda se vería obligada a pagar desvelando sus secretos.
Entonces la tendría en mi poder como yo nunca había estado en el suyo. Entonces no se atrevería a hacerme daño. Entonces también podría seguir adelante y delatar a Rissen.
Entonces sería libre.
No puede decirse que durmiera mucho aquella noche, pero cuando me presenté en mi puesto de trabajo, me había deshecho de la angustia y la indecisión que me habían amargado los días anteriores. Estaba poniendo los medios para actuar, y eso solo ya constituía una liberación.
Nada era tan sencillo como apartar disimuladamente la cantidad suficiente de kallocaína para una inyección. En el transcurso de los experimentos siempre se desperdiciaban pequeñas cantidades y los controles de pesado se producían con no demasiada frecuencia, en particular ahora que las prisas habían alterado el buen orden. Y, ante todo, el que pesaba era Rissen. A menos que tuviese la desgraciada ocurrencia de abalanzarse sobre mí hoy o mañana dispuesto a llevar a cabo uno de esos controles, no tendría ya oportunidad de realizar ninguno. El que era su cómplice y su testigo no pensaría seguramente en ese detalle en medio del caos general. A partir del día siguiente, yo estaría a salvo. Tenía que confiar en mi buena suerte y en las prisas de Rissen.
De modo que aquella noche llegué a casa con una inyección en el bolsillo y un frasco lleno de un líquido verdoso inofensivo. Y la liberación de haber dado el primer paso de la acción me infundió fuerzas hasta el punto de que incluso logré hablar y bromear con la asistenta y los niños durante la cena. A Linda la saludé con un simple gesto, pero sin arredrarme ante sus ojos. Eran focos, pero no tan penetrantes como lo que yo llevaba escondido en el bolsillo.
Era noche de servicio y nos acostamos tarde.
Pasé un buen rato tumbado aguardando a que se durmiera. Cuando por fin tuve la certeza, me levanté con sumo cuidado a la luz de la lamparita de noche y cubrí el ojo policial. En el oído policial colgué sin más un cojín, con el mismo desparpajo que le vi a Karrek en su día. Naturalmente, aquello estaba prohibido, pero me hallaba al límite de la desesperación y, pasara lo que pasara, no pensaba permitir que la policía se enterase de mis actividades.
A aquella luz turbia, Linda estaba tan hermosa como no recordaba haberla visto nunca. Con el brazo dorado y desnudo, se había tapado hasta la barbilla, como si intentara protegerse del frío, a pesar del calor que hacía en la habitación. Tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, de modo que su perfil irregular se recortaba claramente contra las sombras del almohadón. La piel le brillaba como un liso terciopelo vivo en contraste con las cejas y las pestañas negras. El arco rojo y tenso se había relajado en el sueño formando una boca infantil suave y cansada. Jamás me pareció tan joven estando despierta, ni siquiera cuando nos conocimos, ni tan conmovedora. Yo, que solía asustarme por lo fuerte que era, me conmoví casi hasta la compasión ante la pueril indefensión de su debilidad. A la Linda que ahora yacía ante mí me habría gustado acercarme de otro modo, cariñoso y con mimo, como si fuera nuestro primer encuentro. Pero sabía que, si la despertaba, se le tensaría el arco rojo de los labios y sus ojos se transformarían de nuevo en focos poderosos. Se incorporaría muy erguida y despierta en la cama y, con el ceño fruncido, descubriría el paño y el cojín en la pared. Y si quisiera acercarme, si me aproximase cariñoso para disimular mi desconfianza... ¿de qué serviría? La ilusión de un instante de unidad, una embriaguez que habría pasado al día siguiente; y ni siquiera llegaría a saber qué pensaba con respecto a Rissen.
Empecé por anudarle un pañuelo a la boca para que no pudiese gritar durante el forcejeo. Ni que decir tiene que se despertó e intentó liberarse, pero, aparte de que yo era mucho más fuerte que ella, tenía alguna que otra ventaja de mi parte. No me costó demasiado mantenerla quieta mientras la ataba de pies y manos para impedir que se escabullese. Yo necesitaba libres las dos manos, claro.
Se estremeció cuando le clavé la inyección, pero luego dejó de moverse. Seguramente, comprendió que era vano cualquier intento de resistirse.
Calculé que el líquido empezaría a surtir efecto al cabo de ocho minutos. Una vez transcurridos, le quité la mordaza. Por la expresión de la cara supe que la inyección había funcionado. Linda recuperó casi la misma cara de niña que le observé mientras dormía.
—Sé lo que estás haciendo —dijo pensativa, e incluso le vibraba en la voz un tono de la misma puerilidad que en la cara—. Quieres saber algo. ¿Qué es lo que quieres saber? Hay demasiadas cosas que deberías saber. Tengo demasiado que decir. No sé por dónde empezar. Yo misma quiero hablar, ¿por qué habías de obligarme? Claro que quizá de lo contario no habría tenido la oportunidad. Así ha sido todos estos años. Hay algo que quiero decir o hacer, y no sé qué es. Tal vez un cúmulo de pequeñas cosas, amabilidad y bienestar y voluptuosidad; y, al ser imposibles, era imposible también lo trascendente y lo importante. Solo sé una cosa, eso sí lo sé: que querría matarte. ¿Y qué más da que se descubra, si es así de todos modos? Es mejor que lo que hay. Te odio porque no puedes librarme de esto; te habría matado, si no hubiera tenido miedo. Ahora sí me atrevo. Solo que no lo haré mientras pueda hablar contigo. Nunca he podido hablar contigo. Tú tienes miedo y yo tengo miedo y todos tienen miedo. Sola, completamente sola, y, pese a todo, no con una soledad agradable como cuando se es joven. Es terrible. No he podido hablar contigo de los niños ni del dolor que he sufrido con la ausencia de Ossu, ni del miedo al día en que Maryl se marche, y Laila. Creía que me despreciarías. Ahora puedes despreciarme, ya no me importa. A menudo pienso que me gustaría volver a ser una muchacha joven con un amor desgraciado, no feliz. ¿Sabes que es envidiable ser una joven con un amor desgraciado? Aunque en ese momento no lo entiendas. Cuando eres una muchacha joven, crees que hay algo más, una libertad que vendrá con el amor, una suerte de refugio que existirá en la persona a la que uno quiere, algo parecido al calor y algo parecido al reposo: algo que no existe. Un amor desgraciado. Andas deliciosamente desesperada porque «precisamente yo no conseguí la felicidad suprema precisamente contigo»; y crees que los demás sí la han alcanzado, que existe esa felicidad, que se puede conseguir. Y tú debes comprender que cuando hay tanta alegría en el mundo y cuando toda sed es sed de algo, hasta ser desgraciado tiene remedio. No estar desesperado, sino felizmente enamorado, tiende a deslizarse en el vacío. No hay objetivo, únicamente existe soledad; y por qué había de existir otra cosa, por qué habría de existir algo de sentido para nosotros, los individuos. Te he querido demasiado, Leo, pero resultó que tú tampoco existías. De verdad que creo que podría matarte ahora mismo.
—¿Y Rissen? —pregunté con voz ronca, temeroso de que los preciados minutos transcurriesen y se malgastasen antes de que yo hubiese averiguado lo que quería—. ¿Qué piensas de Rissen?
—¿De Rissen? —repitió Linda en tono inquisitivo—. Pues... Rissen... Rissen tenía algo diferente. ¿El qué? No era distante, como todos los demás. No asustaba a nadie y él mismo tampoco tenía miedo.
—¿Lo querías? ¿Lo quieres aún?
—¿A Rissen? ¿Que si yo quería a Rissen? No, no, qué va. ¡Si yo hubiera sido capaz! Sencillamente, era distinto de los demás. Cercano. Tranquilo. Seguro. Distinto de ti y distinto de mí. Si uno de nosotros hubiese sido como él, o los dos, Leo, los dos... Pero habrías sido tú. Por eso quiero matarte, solo para verme libre, porque no habrá nunca nadie más que tú, y tampoco tú estarás.
Empezó a ponerse nerviosa y a fruncir el ceño. Solo me había atrevido a coger kallocaína para una inyección, lo contrario habría sido demasiado peligroso. Y ahora no sabía qué más preguntarle.
—¿Cómo es posible? —musitó angustiada—. ¿Cómo es posible que se ponga uno a buscar aquello que no existe? Cómo es posible estar mortalmente enfermo cuando se está totalmente sano, cuando todo está como tiene que...
Se le apagó la voz hasta convertirse en un murmullo y por el color verdoso de las mejillas deduje que estaba despertándose. Le sujeté la cabeza y le acerqué el vaso a los labios. Aún seguía amarrada, ni siquiera se había dado cuenta bajo el efecto anestésico. La desaté, aunque me pregunté con cierta angustia qué haría cuando se viese libre. Con una mezcla de ansiedad y triunfo, yo había deseado todo el tiempo que llegase el instante en que Linda cayese presa del arrepentimiento y la vergüenza por su sinceridad involuntaria. Me di cuenta de que me temblaba la mano y no podía sostenerle quieta la cabeza, así que la dejé de nuevo sobre el almohadón y me quedé mirándole fija y angustiosamente los rasgos distendidos de la cara.
Sin embargo, la reacción que yo me esperaba no parecía ir a producirse. Cuando Linda abrió los ojos, vi que los tenía muy pensativos, aunque tan parsimoniosos y abiertos como de costumbre; y su mirada se cruzó con la mía sin rehuirla. La boca me asustaba. El arco rojo se negaba a tensarse como solía, seguía en reposo, relajado, de modo que la cara conservaba la expresión infantil del sueño y la embriaguez. Yo ignoraba que existiese una solemnidad aterradora en semejante falta de autocontrol. Se movieron los labios levemente, como si Linda estuviese repitiendo para sí sus palabras. Yo no tenía nada que decirle, me quedé sentado sin más, observando su cara.
Al final se durmió, pero yo me quedé velando por ella. Linda dormía, y yo me desnudé en silencio e intenté dormir también, pero no podía. Una vergüenza sorda y angustiosa me inundaba. Podría haberse pensado que no era ella, sino yo el examinado y el descubierto, así me sentía. En todo momento tuve conciencia de que, dijera lo que dijera, después de aquello Linda siempre estaría a mi merced de un modo distinto. Cuando despertase, habría revelado secretos que no debían revelarse y que yo podría amenazar con difundir si ella daba un solo paso hostil contra mí. Quizá ya lo hubiese dado, no lo sabía. Su amenaza de matarme... había oído a menudo otras similares en mi trabajo y sabía que rara vez se hacían realidad, pero quizá esa amenaza fuese peligrosa para ella, por qué no. Cabía la posibilidad de que la tuviese en mis manos, cabía la posibilidad de que todo hubiese ocurrido según lo previsto.
Salvo por este particular: yo no sería incapaz de utilizar ninguna ventaja. Todo cuanto Linda había dicho fue dicho desde mí mismo. Estaba enfermo, destrozado hasta la raíz, porque ella se había puesto ante mí como un espejo. Nunca presentí que tras los labios crispados, tras el silencio y aquellos ojos que horadaban, Linda estuviese hecha de la misma madera que yo. Cómo iba yo a amenazarla, cómo iba a obligarla, siendo como era.
Tras un breve descanso, me desperté varias horas antes de tiempo. Linda dormía. Las experiencias de la noche se me presentaron con total claridad en el instante mismo en que me desperté, pero además detecté, corroyéndome, la angustia de algo por hacer. Enseguida caí en la cuenta de qué era: Rissen. Hoy.
Sentí deseos de posponerlo todo nuevamente, pero no hallé razón para tanta indolencia. ¿Acaso ese problema no era el mismo hoy que ayer? Rissen era el mismo. No se trataba, nunca se había tratado de que él fuese quizá un rival del que yo sintiera que debía deshacerme. Mi odio tenía un origen mucho más profundo. Solo que hoy se me antojaba mucho menos apremiante, a saber por qué. Pero si no lo hacía ya, me despreciaría a mí mismo. Justo aquella mañana me había encontrado por pura casualidad con tiempo libre de sobra para formular mi delación antes de que se despertara Linda, y los sucesos de aquella noche habían acarreado una consecuencia positiva: ya sabía que Linda no tenía nada que ver con Rissen, sino conmigo.
Al resplandor endeble de la lamparita escribí, pues, un borrador de la delación. La motivación minuciosa fue cosa fácil, la había maquinado mentalmente tantas veces... Todo lo que le había dicho a Karrek en términos generales lo repetí de forma elocuente y convincente. Aún tenía tiempo de sobra y, sentado en la cama, pasé a limpio el documento apoyado en la revista Kemisk Tidskrift y con el esmero que merecía la estilográfica. Concluí, resuelto, estampando al pie mi nombre y mi dirección, como debía ser, y escribí en un sobre la dirección de la Policía. Invertí luego tres cuartos de hora en releer lo escrito y en cavilar sobre mi renovada desgana y mis dudas. Hasta que no sonó el despertador del vecino, advirtiéndome de que pronto se acabaría la tregua, no plasmé el signo secreto de Karrek en una esquina, tal y como había hecho tantas veces con la imaginación; metí el documento en el sobre y luego el sobre en la revista.
Linda se despertó cuando finalmente sonó también nuestro despertador. Nos miramos como si la noche hubiese sido un sueño. Antes de que todo sucediera en la realidad, yo había recreado mentalmente otra mañana muy distinta en la que me alzaba como juez victorioso, determinándole las condiciones del vencedor a una Linda descubierta y deshecha que tenía que rendirse sin condiciones. Pero no resultó así.
Sencillamente, nos levantamos, nos vestimos, desayunamos en silencio, subimos juntos en el ascensor y nos despedimos delante del metro. Cuando me volví para comprobar si se había marchado, me di cuenta de que también ella se volvía... y asentía. Me sobresalté. ¿Estaría pensando en infundirme tranquilidad para vengarse luego? Pero, por alguna razón más allá de toda sensatez, no lo creí posible. Cuando, inmediatamente después, desapareció en la boca del metro, me di media vuelta y eché la carta en el buzón.
Curioso lo del signo aquel en la esquina del documento. Conocía a Karrek lo bastante bien como para saber que aquello erradicaría a Rissen de la faz de la tierra. En medio de la calle, entre la muchedumbre de conmílites que se apresuraban a acudir a la gimnasia matutina y a su trabajo, me quedé inmóvil un segundo, conmocionado por una terrorífica conciencia de poder. Podía repetir mi maniobra en cualquier momento. Mientras no entorpeciese los intereses del propio Karrek, este me ofrecería hasta una docena de vidas a cambio del favor que yo le había hecho. Eso era poder.
Ya he hablado con anterioridad de la escalera con la que yo me representaba la imagen de la vida. Una imagen bastante inofensiva, aunque ridicula; la imagen del peregrinar de un escolar obediente de un curso a otro, del ascenso de un funcionario cumplidor en la escala. Con una sensación de repugnancia, pensé que ahora me encontraba en el último rellano. No porque me faltara imaginación para pensar en grados de poder superiores al de gozar del favor del jefe de policía de la Ciudad de la Química número 4. Tenía bastante imaginación, disponía del material necesario para alimentarla, si quería fantasear con alturas más elevadas y panoramas más amplios: la carrera militar, los ministerios de la capital: Tuareg, Lavris. Pero aquella pequeña porción de poder que tenía ante mí en aquellos momentos me bastaba como símbolo de todo ello. Y eso me repugnaba.
Claro que era correcto, claro que era deseable erradicar a una alimaña tan nociva como Rissen. No era ese el motivo. Era solo que me debatía en un mar de dudas sobre si semejante método de exterminio conduciría a algún sitio. Un par de días atrás me había parecido muy sencillo: matando a Rissen se lo hacía desaparecer, a él y al Rissen que yo llevaba dentro, puesto que era el otro, el vivo, quien lo había implantado allí. Matando a Rissen, uno volvía a ser un conmílite auténtico, una célula sana y feliz del organismo del Estado. Desde hacía unos días, sin embargo, había ocurrido algo que me infundía inseguridad: lo sucedido durante la noche; mi fracaso con Linda.
Que se trataba de un fracaso era algo que no podía ocultarme a mí mismo. Bien era verdad que me había enterado de lo que quería: que Linda no sería obstáculo en mi decisión acerca de Rissen. Bien era verdad que yo no sentía, en el fondo, ningún miedo a su posible venganza, dado que, a fin de cuentas, ella resultó estar tan ligada a mí como yo a ella. Bien era verdad que ahora la tenía a mi merced, que estaba al corriente de secretos que ella no quería ver aireados. Bien era verdad todo eso. Así que no era un fracaso, si tenía en cuenta el absurdo objetivo concreto que me había propuesto. Y aun así se trataba de un fracaso radical, atroz, en un sentido distinto y de más calado.
Las palabras de Linda sobre lo envidiable del amor desgraciado sonaron románticas como las de una jovencita, y sin embargo encerraban cierta dosis de verdad, que yo bien podía aplicar a mi relación con ella. Un amor desgraciado había sido mi matrimonio, en cierto modo; correspondido, ciertamente, pero desgraciado al fin y al cabo. En un rostro grave, en la tensión del arco de unos labios rojos, en un par de ojos serios y abiertos de par en par había soñado yo un mundo misterioso que apagaría mi sed, aliviaría mi inquietud, me proporcionaría la seguridad definitiva por siempre jamás, si averiguaba el medio de alcanzar su centro. Y ahora... ahora había logrado penetrar tan adentro como era posible recurriendo a la violencia, la había obligado a darme lo que ella no quería dar y aun así, mi sed seguía intacta, mi inquietud y mi inseguridad eran mayores que nunca. Si existía algún equivalente de mi mundo soñado, estaba claro que era inaccesible a todos mis esfuerzos. Y, al igual que Linda, me sentía proclive a desear el regreso a aquella ilusión envidiable en la que yo aún confiaba en poder conquistar el paraíso que se extendía extramuros.
La relación que eso pudiera guardar con mi repulsión por el poder era algo que me costaba explicar, aunque sospechaba que existía un contexto para ello. Sospechaba que incluso matar a Rissen sería como dar puñetazos al aire. Tal y como había conseguido mi propósito con respecto a Linda, tal y como había averiguado lo que quería fracasando pese a todo tan estrepitosamente que, sin exagerar, bien podía hablar de desesperación, también podría lograr lo que me había propuesto con respecto a Rissen —una condena, una ejecución— y seguir sin avanzar un palmo siquiera hacia lo que en el fondo perseguía. Por primera vez en mi vida, intuí lo que era el poder, lo sentí en la mano como un arma; y me desesperé.
Un rumor recorría las dependencias de la comisaría. Nadie sabía nada, nadie había afirmado nada rotundamente, pero todos lo habían oído como un murmullo a medias, en cuanto se cruzaban en escaleras y galerías sin testigos a la vista: «El mismísimo ministro de la Policía, Tuareg... ¿Lo habéis oído? Detenido... es solo un rumor... acusado de temperamento subversivo... chist...».
Yo no tenía nada que ver con ese rumor, así que me abalancé sobre el trabajo.
Sentado a la mesa, a la hora del almuerzo, no evité la mirada de Rissen. Y si me había descubierto, ya era tarde para que esquivara el golpe. Por lo demás, tenía la extraña sensación de que Rissen no era verdaderamente real. Lo que se distinguía sentado a la mesa sonándose con el pañuelo de forma ostensible y ruidosa era una suerte de espejismo, la imagen reflejada en un espejo, relativamente inofensiva, de un principio maligno que yo quería despertar a la vida. Había dado el golpe y, un segundo después, ese golpe iría a estamparse contra la imagen del espejo. Con todo, yo intentaba convencerme de que eran exactamente lo mismo.
De camino a casa, y solo entonces, empezó a difuminarse la experiencia soporífera de la ensoñación. Me pesaban los pies ante la sola idea de tener que ver a Linda de nuevo. Me esperaba hoy una tarde libre y muy pronto estaríamos solos, solos los dos, cara a cara. No sabía cómo iba a soportarlo.
Y así llegó el momento. Debía de estar esperándolo. Hoy fue ella la que preparó las sillas y puso la radio; pero ninguno de los dos escuchaba el programa, ahora como entonces.
Guardamos silencio un buen rato. Yo la miraba furtivamente: se diría que, tras la cara impasible, su mente trabajaba sin cesar. Pero callaba. ¿Y si, después de todo, me había equivocado, si mis sospechas de aquella mañana eran ciertas?
—¿Me has delatado? —pregunté con la voz empañada.
Linda meneó la cabeza.
—Pero ¿piensas hacerlo?
—No, Leo, no, no.
Luego calló de nuevo, y no quedaba ya ninguna pregunta que yo pudiese hacerle. No sabía cómo iba a resistir. Al final cerré los ojos y me retrepé en la silla, sometido a algo ignoto pero inevitable. Acudió a mi memoria el recuerdo de un joven al que habíamos puesto la inyección, el primero que habló de las reuniones secretas de la secta de los chiflados. Aquel muchacho dijo algo sobre lo terrible que era callar, sobre la indefensión y el desamparo del que calla, y en este momento lo comprendí a la perfección.
—Quiero hablar contigo —dijo Linda por fin, aunque con dificultad—. Largo y tendido. Debes escucharme. ¿Quieres?
—Sí —respondí—. Linda, te he hecho daño.
Sonrió una sonrisa débil y temblorosa.
—Me has abierto por la fuerza, como se abre una lata de conservas —declaró—. Pero no es suficiente. Después comprendí que, o bien tengo que morir de vergüenza, o bien continuar voluntariamente. ¿Puedo continuar? ¿Quieres un poco más de mí, Leo?
No pude responder y soy incapaz de explicar lo que ocurrió en mi interior a partir de ese momento, puesto que ni la más mínima parte de mí prestó atención. Tengo la firme impresión de que, después de todo, no había escuchado a nadie en toda mi vida. Lo que yo llamaba antes escuchar era esencialmente distinto de esto. Entonces los oídos prestaban servicio por su lado, los pensamientos por el suyo, la memoria lo registraba todo de forma ejemplar, mientras que yo centraba mi interés en otra cosa, no sé en qué. Ahora no atendía a nada más que a lo que ella me contaba, me perdía en su relato, era ella.
—Tú ya sabes algo de mí, Leo. Sabes que he soñado con matarte. Esta noche, desaparecidos ya el temor y la vergüenza, creí que sería capaz, pero ahora sé que no. Soñar sueños desesperados, eso es lo único que puedo hacer. Aunque no creo que sea el miedo al castigo lo que me lo impide. Pero eso quizá pueda explicártelo luego. Ahora quiero hablar contigo de otra cosa. Quiero hablar de los niños y de lo que... y de lo que he descubierto sobre ellos. Es largo. Jamás me atreví a decirte nada al respecto. Empezaré por el principio, por Ossu.
»¿Recuerdas cuando estaba de Ossu? ¿Recuerdas que siempre tuvimos clarísimo que tenía que ser un chico? No sé si te dejaste llevar por mis deseos y mi imaginación, pero decías que tú también creías que sería niño. ¿Sabes? Creo que si hubiera sido niña, lo habría sentido como un insulto terrible; si hubiera sido niña, lo habría interpretado como una injusticia para conmigo, contra mí, una conmílite tan leal que habría muerto gustosa si se hubiera inventado un medio de hacer que las mujeres fueran superfluas. Claro, porque yo veía a las mujeres como un mal necesario; necesario por el momento. Y sí, yo sabía que oficialmente se nos consideraba iguales o casi iguales que los hombres, pero solo en segunda instancia, solo porque podíamos dar a luz más hombres, y más mujeres, claro, que llegado el momento darían a luz más hombres. Y, por mucho que me hiriese la vanidad (a todos nos gusta tener algo de valía, por poca que sea... bueno, no, eso no es verdad, a todos nos gusta tener mucha valía), por mucho que me hiriese, estaba dispuesta a admitir que yo no valía tanto. Las mujeres no son tan estupendas como los hombres, me decía, no poseen la misma fuerza física, no son capaces de levantar tanto peso, no aguantan igual cuando diluvian bombas, ni los nervios les resisten igual en el combate; son, en general, peores guerreros, peores conmílites que los hombres. No son más que un medio para producir guerreros. El hecho de que se las considere igual que a los hombres desde un punto de vista oficial es pura cortesía, todos saben que es pura cortesía, para que se muestren satisfechas y solícitas. Puede que llegue un día, me decía yo, en que quede claro que las mujeres somos superfluas, el día en que sea posible conservar los óvulos y arrojar el resto a las cloacas. Entonces podrán llenar el Estado de hombres y no será preciso correr con los gastos de alimentación y formación de las muchachas. Cierto es que a veces puede producir una sensación de extraño vacío saber que uno no es más que un almacén, necesario hasta nueva orden, pero demasiado costoso. Bien, pues ya que he sido tan sincera como para confesar todo esto, ¿no habría supuesto una decepción demasiado grande si la primera vez que di a luz hubiese parido algo que también fuese un almacén? Pero no fue así, Ossu era, por fortuna, un hombre en ciernes, y mi persona casi había cobrado algo de sentido. Así de leal era yo por aquel entonces, Leo.
»Y, en fin, luego lo vi crecer, comenzó a caminar y, entre tanto, estaba de Maryl. Desde que dejé de amamantar a Ossu, solo lo veía por la mañana y por la tarde, antes de irme al trabajo por la mañana y cuando llegaba a casa por la tarde, pero era tan extraño... Yo sabía y tenía el convencimiento de que era del Estado, de que en el pabellón infantil se pasaba los días enteros formándose para convertirse en conmílite y de que esa formación proseguiría en el campamento infantil y luego en el campamento juvenil. Aparte de la dotación cromosómica, cuya importancia yo conocía (y, en nuestro caso, totalmente acertada, siempre y cuando pudiera controlarse), y que, por lo demás, tampoco es propiedad «nuestra», puesto que la hemos heredado de otros conmílites que nos precedieron; aparte de todo eso, yo sabía perfectamente que su esencia futura dependía de los jefes del pabellón infantil, del campamento infantil y del campamento juvenil, del ejemplo que ellos le dieran y de las reglas que le impusieran para su educación. Pero no podía por menos de advertir una serie de rasgos sin importancia que yo reconocía como tuyos y míos. Advertí su modo de arrugar la nariz y pensé: «¡Qué curioso, igual que yo cuando era pequeña!». Y lo vi como un modo de renacer en mi hijo. Me llenaba de orgullo: ¡casi podría crecer en él hasta convertirme en hombre! Y me fijaba en su risa, que tanto se parece a la tuya. De ese modo, era como asistir a tu infancia. Y su manera de girar la cabeza, ya sabes, y algo en la forma de los ojos... No era nada raro en absoluto, pero me infundía una sensación de propiedad privada totalmente delictiva. «Se nota que es nuestro», pensaba, «hijo», añadía llena de remordimientos, porque sabía que no se trataba de un sentimiento leal. No lo era, no, pero allí estaba. Lo peor era que crecía más y más fuerte, y fortísimo ya cuando pensaba en el pequeño hijo por nacer que llevaba dentro. Recordarás que el parto de Maryl fue largo y complicado, ¿verdad? Seguro que son supersticiones, pero ya entonces me empeciné (y no he podido deshacerme de esa idea) en que se debió a lo dura que me resultaba la idea de dejarla ir después. Cuando nació Ossu, yo aún era una madre completamente entregada al espíritu del Estado, una madre que solo paría para el Estado. Cuando nació Maryl, era una hembra egoísta y avariciosa, una que paría para sí misma y creía tener derecho sobre aquello que había parido. La conciencia me decía que no tenía razón, que no se podían pensar tales pensamientos, pero no había culpa ni vergüenza capaz de ahuyentar la avidez que había despertado en mí. Si algún deseo de poder hay en mí (ya sabes que no es grande, Leo, admítelo, pero lo hay), salió a relucir después de nacer Maryl. Los ratos que Ossu estaba en casa, yo decidía sobre él, mandaba sobre él tanto como podía, solo para poder sentir que aún era mío. Y Ossu me obedecía (porque si algo se aprende en el pabellón infantil, es a obedecer órdenes), y yo sabía que al menos a eso tenía derecho por el momento, que me avenía así a la voluntad del Estado y a la formación de los conmílites. Pero no eran más que pretextos. Mi comportamiento con Ossu no era ni mucho menos en beneficio del Estado en realidad. Era un intento de exprimir todo el derecho de propiedad que pudiera exprimirse mientras aún lo tenía en casa.
»Cuando nació Maryl, yo misma me sorprendí de la tranquilidad con que me tomé el que fuese niña; quizá no solo tranquilidad, por cierto: incluso estaba satisfecha. Ella no pertenecía en primera instancia al Estado tanto como un niño, era más mía, era más yo, puesto que era niña.
»¿Cómo describir lo que tuve que pasar después? Maryl es una niña singular, ya lo sabes. No era ni tú ni yo. Puede que en su persona se haya perpetuado algo de los abuelos paternos o maternos, pero yo no lo sabía, pertenecían a un pasado demasiado lejano. Era Maryl, ni más ni menos. Suena tan sencillo, pero era tan extraño... Ya de muy niña debía de ver las cosas a su modo, incluso antes de que empezara a hablar. Y después, bueno, ya sabes. Tú sabes que es un caso aparte.
»Me noté menos posesiva. Maryl no era mía. Podía pasarme horas oyéndola canturrear o leer o no sé cómo llamarlo: historias de ensueños fantásticos que jamás le enseñaron en el pabellón infantil. ¿De dónde las sacaba? Los relatos fantasiosos no se transmiten con la herencia genética para aparecer en generaciones posteriores. Ella tenía su propia melodía, que no era nuestra ni adquirida en el pabellón infantil. ¿Entiendes que la idea me aturdía y me aterraba al mismo tiempo? Era Maryl. No era igual que nadie. No era una porción de barro amorfa que tú o yo o el Estado pudiéramos moldear conforme a cualquier patrón. No era ni propiedad ni creación mías. Estaba fascinada con mi propia hija de un modo nuevo, temeroso, desconocido. Cuando la tenía cerca, me quedaba inmóvil, alerta. Caí en la cuenta de que también Ossu era un caso aparte, aunque había crecido lo bastante como para saber que debía ocultarlo. Me arrepentí de haber sido tan avariciosamente exigente con él y lo dejé en paz por fin. Fue una época llena de interrogantes, de emoción, de vida.
—Entonces descubrí que había otro hijo en camino. Nada más natural, desde luego, pero yo me sentí abrumada. No es acertado decir que sentí miedo, no temía lo que pudiese ocurrirme a mí, ni el parto ni nada por el estilo. Estaba aterrorizada porque pensaba que, por primera vez, apreciaba lo inconcebible. Era mi tercer hijo y, aun así, pensé que no había tenido conciencia de qué entrañaba ser madre hasta entonces. Ya no se me ocurría pensar que era una máquina de producción demasiado costosa. Ni tampoco una propietaria avarienta. ¿Qué era, pues? No lo sé. Alguien que no controlaba lo que sucedía, aunque casi me sintiera arrebatada por el éxtasis de saber que debía suceder a través de mí. En mi seno se engendraba para la vida un ser que ya tenía un carácter, que ya tenía una naturaleza propia; y yo no podía cambiarlo... Era una rama en flor y, aunque no sabía nada de su raíz ni de su tronco, sentía cómo la savia surgía de simas ignotas...
»Todo esto debía decirte, Leo, aunque no sé si me comprendes. Quiero decir: no sé si comprendes que hay algo debajo y detrás de nosotros. Que hay creación en nosotros. Soy consciente de que no es legítimo hablar así, pues solo el Estado es nuestro dueño, pero te lo digo a ti. De lo contrario, nada tiene sentido.
Calló y siguió callada, y yo sentía que quería gritar. Ahí está todo cuanto he combatido, pensé como en sueños. Todo cuanto he combatido, cuanto he temido y cuanto he añorado.
Linda no sabía nada de los chiflados ni de su Ciudad del Desierto y, aun así, debía sucumbir a la ley con la misma inexorabilidad que ellos, pues soñaba con un orden que no era el del Estado. Además, lo haría yo personalmente. ¿No sentía ya este otro orden, anárquico e inevitable, entre Linda y yo?
Temblaba de pies a cabeza. Quería decir: «¡Sí, sí!». Habría sido un alivio como cuando un hombre exhausto puede dormir por fin. Me habían arrancado de un contexto que me asfixiaba y me habían salvado arrojándome en otro, obvio, sencillo, que me sostenía sin atarme.
Mis labios luchaban contra palabras que no existían, que no podían pronunciarse. Quería irme, quería actuar, quería romperlo todo y hacerlo todo nuevo. No había ya ningún mundo para mí, ningún lugar en el que vivir. Nada más que ese contexto seguro entre Linda y yo.
Me acerqué a ella, caí de rodillas en el suelo y apoyé la cabeza en su regazo.
Ignoro si alguien ha hecho algo parecido con anterioridad o si alguien lo hará otra vez. Nunca he oído hablar de ello. Solo sé que tuve que hacerlo, y que eso contenía todo lo que ansiaba decir y no podía.
Ella debió de comprenderlo. Me puso la mano en la cabeza. Y así nos quedamos mucho, mucho tiempo.
Muy tarde aquella noche me levanté de un salto y dije:
—Tengo que salvar a Rissen. He delatado a Rissen.
Linda no hizo preguntas. Subí corriendo hasta el puesto del vigilante, lo desperté y le pedí que me permitiera usar el teléfono del edificio. Le dije que quería llamar al jefe de policía y no puso ninguna pega.
Era imposible hablar con Karrek, había dado órdenes estrictas de que nadie lo molestase por la noche. Tras mucho jaleo y no menos idas y venidas, se puso por fin al teléfono un vigilante con sentido común que me tranquilizó explicándome que, de todos modos, no podían tramitar ningún caso por la noche; que si quería ver al jefe de policía una hora antes del comienzo de la jornada laboral, al día siguiente muy temprano, él lo pondría al corriente y yo podría acudir a esa hora y preguntar si podía recibirme.
Volví con Linda.
Ella seguía sin preguntar nada. No sé si porque lo había entendido todo o porque esperaba que fuese yo quien hablara. Pero yo no podía hablar, aún no. Mi lengua siempre fue una herramienta ágil y fiable, pero ahora se negaba a seguir sirviéndome. Exactamente igual que acababa de escuchar por primera vez en mi vida, sabía que si quería hablar, a partir de ahora tendría que hacerlo de un modo totalmente nuevo para el que aún no estaba maduro. Las capas de mí mismo que ahora tomarían la palabra no habían formulado ninguna con anterioridad. Y tampoco era preciso aún. Había dicho lo que tenía que decir —y Linda me había entendido— cuando apoyé la cabeza en sus rodillas.
Volvíamos a estar en silencio, pero era un silencio de otra naturaleza, distinto del que me torturaba antes. Se trataba ni más ni menos de que ahora esperábamos armados de paciencia, y ya habíamos pasado lo peor.
Por la noche, y puesto que ninguno de los dos podía conciliar el sueño, Linda dijo: —¿Tú crees que habrá más gente que haya pasado por lo mismo? Quizá entre los humanos cobaya que has examinado. Tengo que encontrarlos.
Pensé en la pequeña mujer transparente a la que saqué de aquella falsa confianza suya con la fruición del envidioso. ¿A qué amarga incredulidad no la habría abocado a partir de entonces? Pensé en la secta de los chiflados, que fingían dormir entre hombres armados. A aquellas alturas ya estarían todos en la cárcel.
Y luego, dijo:
—¿Tú crees que habrá más gente que haya pasado por lo mismo... otras personas? ¿Que hayan empezado a comprender qué significa parir? ¿Otras madres? ¿O padres? ¿O amantes? ¿Que no hayan osado decir lo que han visto, pero que osarán cuando otro se atreva? Tengo que encontrarlos.
Pensé en la mujer de voz profunda que habló de lo orgánico y lo organizado. Si se había librado de la cárcel, ignoraba dónde se hallaba ahora.
Y luego, desde muy lejos, como desde un mar de sueño:
—Tal vez pueda crecer un mundo nuevo de las que son madres (ya sean hombres o mujeres, y hayan tenido hijos o no). Pero ¿dónde están?
Entonces di un salto en la cama, y estaba totalmente despierto y despejado y pensé en Rissen, que siempre supo lo que había en mí y que lo había buscado a tientas hasta que yo lo entregué a la muerte. Proferí un lamento y me apreté convulsamente contra Linda.
Una hora antes del inicio de la jornada me presenté en la comisaría. Karrek estaba disponible.
Comprendí que se trataba de un verdadero favor de amigo el que se hubiera levantado tan temprano a recibirme, para colmo, sin saber qué quería. Seguramente se esperaba algo completamente distinto de lo que en realidad me llevaba allí, quizá la denuncia de alguna liga tremenda de espías o algo por el estilo.
—Yo... puse aquella señal en... —comencé balbuciendo.
—No sé nada de ninguna señal —dijo suave y fríamente—. ¿A qué se refiere, conmílite Kall?
Naturalmente, Karrek daba por hecho que tenía testigos. También en las comisarías hay cableado en las paredes, oídos y ojos que tener en cuenta, y seguro que hay circunstancias en las que el mismísimo jefe de policía debe poner buen cuidado. Pensé en el rumor que sobre Tuareg se susurraba por los pasillos.
—Me he equivocado —dije (¡como si ahora sirviese de algo!)—. Quiero decir... quiero decir que envié una delación. Y solo pretendía solicitar... que me la devuelvan.
Con una expresión de lo más obsequiosa, Karrek hizo una llamada y pidió que le trajesen un fajo de documentos entre los que rebuscó hasta encontrar mi escrito. Hizo que fuese larga la espera, hasta que levantó la vista con un destello en los ojos.
—Imposible —declaró—. Aunque el delatado no estuviese ya detenido (que lo está), es obvio que la policía no podría dejar de tomar en consideración una acusación tan bien fundamentada. Por tanto, solicitud desestimada.
Me quedé mirándolo fijamente a la cara, que se mostraba inexpresiva e inmóvil, aunque tensa. O bien lo tenían vigilado y, en ese caso, no se atrevía a dejar traslucir ningún tipo de complacencia ante mi ruego, sobre todo después de tan insensato preámbulo. O también... era posible que yo hubiese caído ya en desgracia. ¿De qué le servía a Karrek un lacayo que vacilaba?
Como quiera que fuese, era imposible hablar ahora a las claras con el jefe de policía.
—En tal caso —dije—, solo me queda pedir que... que... al menos no lo condenen a muerte.
—Esa decisión no figura entre mis competencias —dijo Karrek fríamente—. La sentencia depende sola y exclusivamente del juez. Por lo demás, puedo informarlo de que el caso ya tiene juez asignado, pero no me considero con derecho a revelarle su nombre, puesto que sería una acción claramente criminal intentar influir previamente en un juez.
Sentí que me flaqueaban las piernas y tuve que agarrarme a la mesa para no caerme. Karrek no lo notó o fingió no notarlo. En mi desesperación, pensé: «Si lo tienen vigilado y no se atreve a mostrar la vieja amistad, quizá me ayude después en secreto de todos modos. Todo esto es puro teatro. Antes siempre he podido confiar en él».
Me erguí, le vi a Karrek una sonrisita malvada y lo oí decir, con cortesía dulce como la miel: —Quizá le interese saber que será usted quien inocule la kallocaína en el caso de Edo Rissen. Usted es el que más a mano lo tiene, puesto que el inyector habitual se encuentra ahora justamente bajo los efectos de la sustancia. Se habría podido designar a cualquiera de los participantes del curso, pero se ha considerado oportuno hacerle a usted ese honor.
Más tarde me asaltó la sospecha de que aquello no era verdad, de que a Karrek le entraron de repente ganas de obligarme a participar, bien para devolverme, por tan drásticos medios, al orden y a la actitud resuelta, bien sencillamente para torturarme.
En cualquier caso, sucedió como él dijo. Tras la pausa de la comida me citaron para la investigación judicial del caso Edo Rissen, y mis alumnos tuvieron que entretenerse como pudieron. Tenía a mis espaldas una mañana tan caótica que estuve a punto de parar en varias ocasiones, so pretexto de estar enfermo. El hecho de que, pese a todo, lograra mantenerme en pie se debía a que no tenía más remedio, a que yo quería estar presente en el examen y el juicio de Rissen, no tanto para influir en el curso de los acontecimientos —no creía que fuese posible en modo alguno—, como para, una vez más, ver y oír al hombre que tanto temor me había inspirado y al que tan profundamente creía haber odiado.
En la sala de interrogatorios había ya un nutrido grupo de personas. Divisé al alto cargo militar que ejercía de juez y a los dos secretarios que miraban fijamente los cuadernos en blanco. Al lado del juez había dos sujetos con el uniforme militar y policial —probablemente consejeros especialistas en distintos campos, psicólogos, expertos en ética estatal, economistas y otros— y, en un semicírculo ascendente delante de todos ellos, los participantes del curso, los propios participantes del curso de Rissen, con el uniforme de trabajo. En un primer momento vi aquellas caras como brumosas manchas de color carne en el amasijo de uniformes. Y se me ocurrió observar cómo reaccionaban. Me esforcé y me fijé en un par de caras, una tras otra, pero parecían máscaras. Dejé de mirarlas y se deshicieron en bruma, como antes. En ese preciso momento se abrió la puerta y Rissen entró con las manos esposadas.
Miró a su alrededor en la sala sin detener la vista en nadie en particular, tampoco en mí. ¿Y por qué había de detenerse en mí? Era imposible que supiera ni que fui yo quien lo delató ni que devoraba todos sus movimientos y gestos con avidez desesperada. Un atisbo de esperanza me atravesó de parte a parte: ¿podría ser que no fuese solo yo, que hubiese alguien más allí sentado con la misma avidez desesperada tras la máscara? ¿Podría ser que fueran muchos?
Cuando se acomodó en la silla, de un modo indecente y civilístico, como era su costumbre —a veces podía uno tener la impresión de que desaparecía pese a la firmeza de su corporeidad, quizá porque no importunaba a nadie más que lo hacían los objetos y los árboles y los animales—, cerró los ojos y sonrió levemente. Era una sonrisa indefensa y algo cansina, que no llevaba recado para nadie —como si fuese consciente en todo momento de su soledad absoluta y se resignase a ella, incluso buscase en ella el sosiego, al igual que me imagino que alguien que vaya caminando somnoliento por el polo buscará la paz en el frío, aun a sabiendas de que terminará durmiéndolo para siempre—. Y mientras la kallocaína surtía efecto, aquella sonrisa indefensa se extendió como una paz sobre su rostro surcado de arrugas. Aunque hubiese tardado horas en hablar, no habría sido posible apartar la mirada de él. ¿En qué habría estado yo pensando antes, para no ver la extraordinaria dignidad que emanaba de aquel hombre de comportamiento civilístico y desenfadado al que yo siempre encontré ridículo? Una dignidad completamente distinta de la rigidez de la dignidad militar, precisamente porque consistía en una total indiferencia por la impresión que causaba. Cuando abrió los ojos y empezó a hablar, dio la sensación de que bien podría haber estado así, retrepado en cualquier silla, mirando la luz blanca del techo y hablando sin una gota de kallocaína en el cuerpo, hablando en los mismos términos que ahora, porque el miedo y el pudor que nos inhibían a todos habían sucumbido en él, devorados por la soledad y la desesperanza. Yo mismo podría haberme acercado para pedirle que hablara, y lo habría hecho voluntariamente, como Linda, así, como un regalo. Habría dicho todo aquello que yo quería saber sobre los locos y su tradición secreta, sobre la Ciudad del Desierto y sobre sí mismo, cómo se vio forzado a lanzarse a lo desconocido a su manera, igual que Linda a la suya; todo, si yo, presa del miedo más atroz, no me hubiera dedicado a jugar a que éramos enemigos en cuanto noté que una parte de mí respondía a su tono con el mismo timbre y que ya nunca se dejaría silenciar otra vez. Habría hablado entonces más de lo que ahora lo haríamos hablar, y quizá sobre temas más importantes, y me habría despertado la conciencia a realidades que existían en mí y que yo no podría ya descubrir nunca. No es que sintiera por él una compasión inmensa ahora que iban a juzgarlo y a ejecutarlo, sino que estaba enloquecido de amargura por haberme mutilado a mí mismo al denunciarlo. Y lo escuché con la misma avidez devoradora con que había escuchado a Linda, aunque con mayor angustia.
Me habría gustado saber algo sobre su persona, pero Rissen no hablaba de nada personal. Las cuestiones de carácter general lo colmaban al máximo.
—Eso es —decía—. Eso es. Aquí estoy, pues. Como no podía ser de otro modo. Una cuestión de tiempo. Para decir la verdad. ¿Son ustedes capaces de oír la verdad? No todo el mundo es lo bastante verdadero para oír la verdad, eso es lo triste. La verdad puede ser un puente entre un hombre y otro, siempre y cuando sea voluntaria, claro, siempre y cuando se conceda como un regalo y como un regalo se reciba. ¿No es extraño que todo, incluso la verdad, pierda su valor en cuanto deja de ser un regalo? No, claro, ustedes no han reparado en eso, porque entonces tomarían conciencia de que se han quedado sin recursos, de que están despojados hasta el esqueleto mismo, y ¿quién es capaz de soportar verse así? ¿Quién está dispuesto a ver su miseria, mientras no se vea forzado a ello? Forzado no por las personas. Forzado por el vacío y el frío, el frío extremadamente severo que nos amenaza a todos. Colectividad, dicen ustedes. ¿Colectividad? ¿íntimamente unidos? Pero cada uno lo grita desde su lado de un abismo. ¿No existía un solo punto, uno solo, un solo punto en el largo desarrollo de las generaciones, en el que hubiera podido elegirse otro camino? ¿Era preciso que el camino pasara por el abismo? ¿Ni un solo punto en el que se hubiese podido evitar que el carro de combate del Poder avanzase rodando hacia el vacío? ¿Hay algún camino hacia una vida nueva que pase por la muerte? ¿Existe un lugar sagrado donde cambie de rumbo el destino?
»Llevo años cavilando sobre dónde puede hallarse ese lugar. Si estaremos allí cuando hayamos engullido al estado vecino o cuando el estado vecino nos haya engullido a nosotros. ¿Crecerán entonces caminos entre los hombres con la misma facilidad con que crecen vías entre ciudades y distritos? Pues ojalá venga pronto. Ojalá venga, ojalá venga con todos sus horrores. ¿O es que eso tampoco es de gran ayuda? ¿Habrá crecido antes el carro de combate hasta hacerse tan fuerte que ya no pueda transformarse de dios en herramienta? ¿Podría acaso un dios, aun siendo el más muerto de todos los dioses, abandonar el poder voluntariamente? Yo quería creer que había un fondo de verdor en el ser humano, un mar de fronda intacta que fundía todos los restos muertos en un recipiente gigantesco, sanando y curando por toda la eternidad... Pero no lo he visto. Lo que sé es que de padres enfermos y de maestros enfermos crecen niños más enfermos aún, hasta que lo patológico se convierte en norma y lo sano en una imagen aterradora. De gente sola nace gente aún más sola, de los asustados, niños más asustados aún... ¿Dónde se habrá escondido el último resto de salud, para poder crecer y abrirse camino por encima del carro de combate...? Los infelices a quienes llamamos locos jugaban con sus símbolos. Ya era algo, ellos sabían al menos que existía algo que añoraban. Mientras supieran lo que hacían, algo quedaba aún. ¡Pero eso no conduce a nada! ¿Adonde puede conducir nada? Aunque me colocara junto a una estación de metro cuando las masas se abalanzan en hora punta, o en una gran fiesta, delante del micrófono, no penetraría mi grito más que hasta unos cuantos tímpanos de los miles de millones del Estado del Mundo, y desde esos tímpanos rebotaría volviendo a su origen como un sonido vacío. Soy una pieza del engranaje. Soy un ser al que han arrebatado la vida... Y, aun así, en estos momentos sé que eso no es verdad. Es la kallocaína, naturalmente, que me anima a abrigar una esperanza insensata: todo se vuelve fácil y claro y apacible. Pero estoy vivo, a pesar de todo lo que me han arrebatado; y en estos momentos sé que lo que yo soy va a alguna parte. He visto las fuerzas de la muerte extenderse por el mundo en círculos cada vez más amplios, pero ¿no deben tener también sus círculos las fuerzas de la vida, por más que yo no los haya podido distinguir...? Sí, sí, ya sé que es el efecto de la kallocaína, pero ¿no podría ser verdad de todos modos?
De camino a la sala de estudio, la mente me hervía en un torbellino de imágenes fantasiosas: por alguna misteriosa razón, todos los espectadores desviaban al mismo tiempo la atención, y yo tenía oportunidad de susurrarle a Rissen al oído... Ya entonces supe que se trataba de una ensoñación que no podría hacerse realidad y, en efecto, comprobé al llegar que ni uno solo de los espectadores, y mucho menos todos a la vez, habían apartado la atención de Rissen. Pero, curiosamente, aunque se me hubiese presentado la ocasión, no habría tenido nada que preguntar. ¿Qué me importaba a mí ya la Ciudad del Desierto? ¿Qué me importaban las tradiciones de los locos? Ninguna Ciudad del Desierto era tan inaccesible ni tan segura como aquella hacia la que me encaminaba. Y no se encontraba a millas de distancia en una dirección desconocida, sino cerca, cerca. Linda seguiría allí. Al menos ella seguiría allí.
Rissen exhaló un suspiro y cerró los ojos, pero volvió a abrirlos: —¡Lo presienten! —susurró exaltado, y se le volvió la sonrisa más luminosa y menos indefensa. Tienen miedo, oponen resistencia: o sea, lo presienten. Lo presiente mi mujer, cuando no quiere oírme sino que me manda guardar silencio. Lo presienten los participantes del curso cuando adoptan la expresión más soberbia de que son capaces y se ríen a mi costa. Puede haber sido alguno de ellos el que me haya delatado, mi mujer o alguno de los participantes del curso. Quienquiera que lo haya hecho, lo ha presentido. Cuando hablo, se oyen a sí mismos. Cuando me muevo se asustan con mi mera existencia, pero es de sí mismos de quienes tienen miedo. ¡Oh, si ese fondo de verdor, si lo incorruptible se dignara existir...! Y ahora creo que existe. Será la kallocaína, pero de todos modos me alegro... de... creerlo...
—Señor jefe —le dije al juez intentando en vano hablar con voz firme—. ¿Puedo ponerle otra inyección? Se le está pasando el efecto.
Pero el juez meneó la cabeza.
—Es suficiente —sentenció—. El caso ya está bastante claro. ¿O no? ¿Qué dicen mis consejeros? ¿No están ustedes de acuerdo conmigo en este caso?
Los consejeros asintieron murmurando y se retiraron para deliberar con el juez. Justo cuando abrían la puerta de la sala contigua, sucedió un hecho inesperado. Un joven del curso de Rissen se levantó de un salto del lugar que ocupaba en el semicírculo, bajó corriendo hasta el podio en el que yo estaba aliviando el malestar del examinado que ya despertaba y, con incontrolada vehemencia, les indicó a los que salían que se detuvieran.
—¡Yo soy el causante de todo esto! —gritaba desesperado—. ¡Yo delaté a mi jefe Edo Rissen por su temperamento subversivo! Esta mañana, camino del trabajo, eché la delación en el buzón. Cuando llegué ya lo habían detenido. Pero todos los presentes que lo han oído... todos los presentes que lo han oído... deben saber...
Yo había bajado del podio, me acerqué al joven y le puse la mano en la boca.
—Cálmese —le susurré—. No gana nada con esto, se sentirá desgraciado y no salvará a nadie. Más gente lo ha delatado.
En voz alta, dije:
—De ninguna manera se permitirán escenas extemporáneas de personas desequilibradas mientras se esté desarrollando el examen. Usted, el conmílite del primer banco, ¿puede traer un vaso lleno de agua? Hay que comprender y perdonar que un joven leal se sienta confuso al verse obligado a delatar a su jefe. Pero cálmese, cálmese, no tiene usted que tomárselo así. No tiene usted que defenderse públicamente. Está más que justificado de todos modos.
Turbado como estaba, el joven bebió agua y se me quedó mirando. Al ver que hacía amago de ir a hablar de nuevo, volví a callarlo enérgicamente y le prometí que hablaría con él después del examen. El muchacho se sentó en el primer banco y cerró los ojos.
Me apresuré a subir de nuevo al podio, donde Rissen ya se había despabilado por completo. No se movía y miraba fijamente al vacío, aún sonriendo para sus adentros en su soledad, solo que ahora la sonrisa era amarga. De repente se levantó tambaleándose de la silla y dio unos pasos hacia el centro de la sala. Ni pude ni quise detenerlo.
—Ustedes, que me han oído... —comenzó con una voz penetrante que se colaba por todos los rincones, aunque no hablaba en voz alta, antes bien, en voz baja y oscura. El timbre y la intensidad de esa voz baja y oscura me resonarán en la cabeza hasta que el día en que me muera. Dos policías que, algo apartados, habían estado alerta todo el tiempo, se precipitaron hacia él y lo amordazaron antes de conducirlo de nuevo a la silla. En la sala reinaba un silencio de muerte cuando el juez, seguido de los consejeros, entró por fin con paso acompasado y altivo y ocuparon sus puestos para pronunciar la sentencia. Toda la sala se puso en pie. También a Rissen lo levantaron los dos policías en posición de firmes.
—Un portador de gérmenes puede ser desinfectado —dijo el juez en solemne tono de mando—. Pero un individuo que, con su actitud, con su aliento mismo, difunde la insatisfacción con todas nuestras instituciones, la desconfianza en el futuro, el derrotismo en cuanto a los intentos del estado vecino por invadir nuestras regiones... en un individuo así no cabe la desinfección. Es nocivo para el Estado dondequiera que se encuentre y sea cual sea el trabajo que desempeñe, y no puede neutralizarse más que con la muerte. Esta es la sentencia que pronuncio, de acuerdo, si no con los más, sí al menos con los mejores de los consejos que he recibido de los expertos designados. Edo Rissen ha sido condenado a muerte.
Un silencio solemne acogió la sentencia proclamada. El joven, mi compañero de delación, se quedó de piedra en su sitio, blanco como el papel. A Rissen lo sacaron de la sala aún con la mordaza. Cuando se cerró la puerta, me di cuenta de que me encontraba muy cerca de él. Sin ser consciente de ello, había ido siguiéndolo paso a paso hasta donde había podido.
Miré luego a mi alrededor, pero el joven había desaparecido. Puesto que era uno de los participantes del curso, no debería resultar difícil dar con él. Yo había estado atormentándome una y otra vez con varias cuestiones de intendencia cotidiana: quién se encargará ahora del curso de Rissen, seguramente alguno de los discípulos más aventajados, quién se encargará de mi curso, si yo tengo que sustituir a Rissen, bueno, hay tanta gente a la que recurrir, aunque en realidad no podemos prescindir de ninguno, este curso acabará pronto, así que podrá iniciarse otro... Era el soniquete de una noria que molía inane. Yo, por mi parte, me encontraba en un lugar donde reinaban la calma y la oscuridad.
Cuando volví a mi aula y me vi ante un semicírculo de oyentes de un parecido desconcertante con el semicírculo del que acababa de retirarme, salvo por la presencia del juez y los consejeros, no tuve más remedio que excusarme diciendo que estaba mareado y marcharme a casa. No era capaz de seguir representando la comedia.
Entré en la sala parental, cerré la puerta, saqué la cama y me desplomé encima en una suerte de semivigilia. La lamparita estaba encendida, zumbaba el ventilador. Fuera se oían los pasos y el trajinar de la asistenta. Oí que cerraba la puerta antes de ir a buscar a los niños. Luego, la voz de Maryl y de Laila, el alboroto y los intentos de la asistenta por aplacarlo. Oí el rechinar del montaplatos y el traqueteo al ponerlos en la mesa. Pero no oí la voz de Linda, el único sonido que esperaba.
Vinieron a sobresaltarme unos toquecitos en la puerta entreabierta, y la asistenta preguntó, asomando por la rendija: —¿Desea comer, señor jefe?
Me alisé el pelo y salí. Pero Linda no estaba. Había pasado ya la hora habitual de la cena. En vano rebusqué en la memoria algo que tuviese que hacer aquella tarde —en cualquier caso, solía venir a comer a casa antes—, pero ante la asistenta, y por Linda, no valía mostrar el menor asomo de duda.
—Ay, sí, claro... —dije vacilante—, creo recordar que me avisó de que no vendría... Qué despiste el mío, he olvidado por completo el porqué.
Las niñas tuvieron que irse a la cama y yo seguía esperando. La asistenta se marchó, pero Linda seguía sin regresar. Presa de la preocupación, subí a llamar a la Central de Accidentes, sin importarme lo que pensara el vigilante portero. Naturalmente, a lo largo del día habían tenido lugar una serie de accidentes en la Ciudad de la Química número 4, un par de accidentes de tráfico en líneas para mí desconocidas y numerosos sistemas de ventilación estropeados que resultaron en dos fallecimientos, además de un par de casos inciertos, pero todo ello en distritos distintos de aquel en el que trabajaba Linda.
Lo peor era que no podía seguir esperando. Aquella noche se celebraba en mi regimiento una fiesta a la que me era imposible faltar sin una razón de fuerza mayor. Con el trabajo no habría podido cumplir como era debido, pero dejar que los discursos y las conferencias y los redobles de tambor me entrasen por un oído y me saliesen por el otro sí que lo aguantaría. Si supiera dónde estaba Linda.
Había mencionado algo de buscar a esa gente. Quería encontrar a otros que hubiesen llegado a sentir aquella intimidad obvia. Pero ¿acaso sabía dónde se hallaban? ¿Por dónde habría comenzado su búsqueda?
Llegado el momento, salí para la fiesta: de un modo puramente mecánico, sin que se me hubiera pasado por las mientes que, en realidad, podría no haber asistido.
A Linda no volvería a verla jamás.
Era mi intención prestar atención a la conferencia, pero me costaba. Una y otra vez tomaba impulso interiormente para concentrarme, y una y otra vez lograba cazar al vuelo algunas frases. Recuerdo, eso sí, que abordaba el tema del desarrollo de la vida estatal desde la dispersión más primitiva, donde cada uno de los individuos era un centro único, vivía en inseguridad constante —inseguridad frente a las fuerzas de la naturaleza e inseguridad frente a otros centros únicos igual de solitarios—, hasta el Estado acabado, que constituía el único objeto y la única razón de ser del individuo y proporcionaba una seguridad sin tacha ni menoscabo. Ese era el hilo principal, pero no podría dar más detalles ni aunque me fuese la vida en ello. No acababa de conseguir centrar la atención de nuevo, cuando los pensamientos sobre Linda y Rissen y el nuevo mundo que existía y se empeñaba en surgir me hacían olvidar cuanto me rodeaba. Cuando salía de mis cavilaciones, me era imposible quedarme tranquilo. No solo interiormente, sino que incluso los músculos y los tendones gritaban clamando por ponerse en marcha. Si no podía empezar a moverme en breve, explotaría en cualquier momento bajo el efecto de mis propias fuerzas: esa sensación tenía.
Finalmente, me dirigí a la salida en medio de la conferencia. El secretario policial de la tarima más próxima frunció displicente el entrecejo y el vigilante portero me dio el alto con una mirada inquisitiva. Le dije mi nombre y le mostré la licencia de superficie terrestre como documento de identidad.
—Perdón, conmílite, pero es que me encuentro fatal —le dije—. Tengo la impresión de que me sentiré mejor si salgo al aire libre unos minutos. Estoy enfermo, llevo guardando cama todo el día e incluso he tenido que faltar al trabajo...
Anotó mi nombre y la hora a la que salía y me dejó pasar.
Cogí el ascensor para subir. Repetí la solicitud ante el vigilante del portal, que anotó mis datos, como el otro, y me dejó pasar también.
Salí a la azotea.
Al principio no caí en la cuenta de qué era lo que me parecía tan distinto. Algo totalmente extraño me salió al paso en la azotea desierta. Me sentí aterrado sin saber por qué. Tras unos segundos, comprendí lo que me asustaba. La alarma de los aviones que solía inundar el aire día y noche había enmudecido. Reinaba el silencio.
En los edificios de viviendas, muy abajo, en las plantas de trabajo, había percibido un silencio relativo en que las paredes y las capas terrestres amortiguaban el rumor de la red de metro y el ruido del aire, y donde los ventiladores giraban con un zumbido débil y soporífero: un embotamiento de todos los sonidos, siempre un alivio y un descanso, como cuando uno nota que el sueño lo encierra en su concha y se queda solo, pequeño y encogido. El silencio de la azotea no se parecía a este silencio relativo. Era ilimitado.
En las marchas nocturnas y camino a casa de vuelta de fiestas y conferencias había visto brillar las estrellas infinidad de veces entre las siluetas móviles de los aviones; bueno, ¿y qué? De todos modos, no brillaban con intensidad suficiente como para que la linterna protegida con una pantalla fuera superflua. Había oído en alguna ocasión que existían soles muy lejos, pero no recuerdo que ese dato me causara una impresión digna de tal nombre. En ese silencio ilimitado vi de pronto, presa del vértigo que causaba el inmenso vacío existente entre las estrellas, que los espacios se extendían de una infinidad a otra. Aquella Nada absoluta me dejó sin aliento.
Entonces oí algo cuyo efecto seguramente había notado y visto ya antes, pero que nunca había oído con anterioridad: el viento. Una leve brisa nocturna que se abría paso por entre los muros y agitaba suavemente las adelfas de la azotea.
Y aunque quizá solo inundase con su delicado murmullo unos cuantos distritos, ni con toda la fuerza de mi voluntad pude evitar una sensación que se me impuso: que era el aliento del espacio nocturno en toda su inmensidad, que crecía de la oscuridad ligero y natural como los suspiros de un niño al dormirse. La noche respiraba, la noche vivía y, hasta donde yo podía ver en aquel infinito, las estrellas latían como corazones y llenaban el vacío de oleadas de vida palpitante.
Cuando recobré la conciencia de mí mismo, estaba sentado en el muro que rodea la azotea, tiritando no de frío, puesto que hacía una noche cálida, casi calurosa, sino por una emoción tan intensa. Seguía soplando el viento, aunque más débil, y yo sabía que no surgía de la oscuridad del espacio, sino de las capas de aire próximas a la tierra. Seguían titilando las estrellas, con la misma claridad, y recordé que su pulso de luz era una ilusión óptica. Pero eso no significaba nada. Lo que estaba viendo y oyendo podían ser alucinaciones: solo que habían prestado su forma a otro universo, a un universo desde dentro, en el que yo estaba acostumbrado a encontrarme con una cáscara reseca y arrugada que llamaba mi yo. Creí que había rozado aquella profundidad viviente que Rissen pedía a gritos y que Linda había visto y conocido. «¿No sabías que de aquí mana el nacimiento de la vida?», había preguntado la mujer de mi sueño. Yo la creí y tenía la certeza de que podía suceder cualquier cosa.
No quería bajar a la fiesta ni volver a la conferencia. Ya me era indiferente que notaran mi ausencia. Todo ese pulular frenético que en aquellos momentos se desplegaba en miles de salas de fiestas y conferencias en la Ciudad de la Química número 4, bajo la tierra, se me antojaba remoto e irreal. Yo no tenía nada que ver con eso. Estaba participando en la creación de un mundo nuevo.
Quería irme a casa, con Linda. ¿Y si no había vuelto aún, si no la encontraba? Y así quería continuar, ir en busca del joven que también había delatado a Rissen, en busca de la mujer de Rissen... Ignoraba dónde vivía el joven, pero tenía la dirección del apartamento de Rissen, vivía en el distrito de los laboratorios, donde yo tenía licencia y podía entrar y salir como quisiera. Dijo: «Mi mujer sospecha... mi mujer puede haberme delatado». Si ella opuso la misma resistencia que yo, es que también había estado a punto de comprender. En primer lugar, a casa; luego, a verla a ella. Ya no quedaba en mí el menor rastro de duda. Estaba participando en la creación de un mundo nuevo.
No se veía a nadie. Tan inadvertido como me fue posible, me deslicé al otro lado del muro que separaba la azotea de la calle. Mis pasos resonaban de un modo extraño en aquel silencio, pero no se me ocurrió pensar que llamaría la atención, y tampoco había nadie que pudiera detenerme. No volaban los aviones ensombreciendo el cielo y la luz de las estrellas me bastaba para ir buscando, así que no me molesté en encender la linterna. Aunque caminaba completamente solo allá arriba en la superficie, allí abajo, bajo las estrellas, experimenté la rara sensación de no estar solo. Igual que yo iba buscando a unos desconocidos para hallar el contexto profundo y viviente del mundo, quizá Linda también iba camino de alguna parte, aunque yo no supiera en busca de quién. ¿Y no era posible que en aquel preciso momento alguna otra persona en cualquiera de las mil ciudades del Estado del Mundo estuviese en camino, como nosotros, o quizá ya hubiese llegado? ¿No era posible que millones de personas estuviesen en camino, abiertamente o a escondidas, voluntaria o involuntariamente? En el vasto Estado del Mundo y, ¿por qué no?, también en el estado vecino. Tan solo unos días atrás, una idea así me habría hecho encogerme de pavor, pero ¿cómo detenerse en la frontera de un estado, aun de un estado inmenso, cuando uno ha sentido que es el corazón del universo lo que le activa el pulso?
Oía en la distancia los pasos del vigilante del distrito a ritmo de marcha acompasada, haciendo una pequeña pausa y arrastrando un poco el pie cada vez que se giraba del todo. Era curioso oír aquellos sonidos al aire libre. ¿Qué estaría pensando el vigilante en la soledad de la noche callada? Más aún, ¿qué pensaba yo? Hasta ese momento no había caído en preguntarme de dónde procedía todo aquel silencio.
Pero solo un instante. No podía resolver el misterio, y me era indiferente. Lo único importante era el asunto que iba a resolver.
En ese momento empezó a oírse un zumbido lejano que creció hasta convertirse en el bramido de un motor. Habían vuelto las máquinas voladoras. Imposible decir si el ruido me parecía tan estruendoso por el silencio anterior o si de verdad antes nunca había sido igual de ensordecedor. En cualquier caso, era tan atronador que tuve que apoyarme en el muro hasta que se me habituaron los tímpanos.
De repente, el aire se volvió oscuro, denso y oscuro, pero algo hormigueaba en aquella oscuridad de un modo que no me resultaba familiar. Muy cerca de mí noté más que vi unos cuerpos sólidos ocupando el aire que me rodeaba. Saqué la linterna y la enfoqué delante de mí. El haz de luz fue a dar en una figura humana que se hallaba a medio metro de distancia. ¡Tropas paracaidistas! Inmediatamente después, me daban en la cara diez linternas más potentes que la mía y noté que unas manos fuertes me agarraban los brazos.
Dado que no podía sino suponer que era la flota aérea que hacía prácticas nocturnas, grité tanto como pude para ahogar el ruido de la alarma: —¡Estoy enfermo, me dirijo a la estación de metro! ¡Soltadme, conmílites!
Ya sea porque no me oyeron, ya porque tuviesen otras órdenes... el caso es que no me soltaron. Después de cachearme y de quitarme el arma —llevaba el uniforme policial y militar, preceptivo para acudir a la fiesta—, me esposaron y me subieron a una especie de triciclo estrecho que unos tipos habían montado en un abrir y cerrar de ojos con unas piezas pequeñas y ligeras y que parecía pensado expresamente para el transporte de prisioneros. O sea, me atornillaron al asiento trasero, en una postura no especialmente incómoda, pero sin posibilidad de moverme, mientras que uno de los soldados se colocaba de un salto en el asiento delantero y ponía el vehículo en marcha.
Supuse que, involuntariamente, había caído prisionero en las prácticas de la flota aérea y comprendí que solo me quedaba resignarme al retraso. De algún modo lograría tarde o temprano llegar adonde quería.
Por dondequiera que fuéramos el faro de nuestro vehículo iba lanzando un resplandor fugaz sobre una breve porción de carretera. Un cuarto de hora antes, no se veía ni se oía a nadie. Ahora, en cambio, las calles, las plazas, las azoteas aparecían cuajadas de personas, cada cual ocupada en alguna tarea concreta. No pude por menos de sentir admiración por lo bien organizadas que estaban aquellas prácticas nocturnas de proporciones gigantescas. Y cuanto más nos alejábamos, tanto más avanzado se veía el trabajo. Vi cómo levantaban alambradas que remataban con alambre de espino (¿de verdad les daría tiempo de retirarlas para por la mañana temprano, cuando la gente necesitara pasar para acudir al trabajo?), vi cómo extendían mangueras larguísimas, cómo trasladaban diversos tipos de contenedores en distintas direcciones, cómo controlaban los vigilantes todas las estaciones de metro y todos los edificios de viviendas. De vez en cuando veía algún triciclo igual que el nuestro con un prisionero en la parte trasera, igual que yo, y me preguntaba adonde pensaban llevarnos.
Al parecer, los triciclos se amontonaban como en manadas en la plaza, delante de una tienda de campaña que habían montado en una azotea. A los prisioneros allí trasladados —una veintena cuando llegué yo— les retiraban los grilletes de los pies, pero no los de las manos, antes de hacerlos entrar en la tienda. Acababa de cruzar la puerta cuando me choqué con otro prisionero que oponía resistencia protestando sin cesar por que él, un vigilante de distrito, tuviese que someterse a una maniobra de pruebas como aquella. ¿Quién se encargaría entre tanto de sus atribuciones? ¿Cómo iba a justificar su ausencia mañana ante el jefe? El zumbido de los motores sonaba mucho más débil en cuanto se pasaba al otro lado de la pared de la tienda —provista de un fuerte dispositivo de insonorización—, de modo que allí dentro sí podía oírse a la perfección lo que decía el vigilante, y pensé que los soldados que había a su lado deberían haberse dignado responder al menos. Hasta que, de pronto, oí a otros dos soldados que intercambiaban unas palabras en una lengua totalmente extraña de la que no entendí una sola palabra. No éramos víctimas de unas prácticas nocturnas, no. Éramos prisioneros del enemigo.
Aún hoy sigo sin saber cómo pudo suceder. Cabe imaginar que el enemigo había ido cubriendo uno a uno los puestos de la flota aérea con espías hasta que, finalmente, tuvo bajo su mando todos y cada uno de los aviones. Quizá también cabría pensar en un reguero de rebeliones y traiciones, por alguna razón que desconozco. Existen muchas posibilidades, todas igual de fantasiosas, y lo único que sé con certeza es que no se produjo ningún combate aéreo, y que tampoco vi ningún enfrentamiento en tierra. Debe de haber sido un ataque sorpresa muy bien ejecutado.
Los prisioneros guardaban cola en una sección exterior de la tienda de campaña, desde donde los iban metiendo en unas cabinas que había en el interior. Allí los esperaba un militar de alto rango, rodeado de varios intérpretes y secretarios. En mi lengua, con un marcado acento extranjero, me preguntó nombre, profesión y grado en la vida militar y en la profesional. Alguno de los que allí había se inclinó y pronunció unas palabras en voz tan baja que no lo entendí, pero me llevé un sobresalto al verle la cara. ¿No era uno de mis discípulos? No estaba del todo seguro. El jefe me miró con interés.
—Ajá, de modo que es usted inventor químico, ¿no? ¿Y parece que ha hecho un gran descubrimiento? ¿Quiere comprar su vida con él? ¿Nos entregará su invento?
Mucho tiempo después reflexionaría sobre por qué respondí que sí. Por miedo no fue. Me había pasado casi toda la vida asustado, y había sido un cobarde —¿qué contiene este libro, si no el relato de mi cobardía?—, pero precisamente en aquel momento no sentía ningún temor. Lo único que tenía cabida en mí era la decepción inconmensurable ante la idea de no llegar nunca hasta aquellos que aguardaban. Tampoco se me había pasado por la cabeza pensar que mi vida fuese nada por lo que apostar en circunstancias como aquellas. En ambos casos, el camino hacia los otros se vería interrumpido. Más tarde, cuando me enteré de que no fue mi invento lo que me salvó, de que podría conservar la vida de todos modos, de que un número nutrido de prisioneros era una ganancia nada desdeñable para el estado vecino, dado que también allí la natalidad iba a la zaga de las bajas en las grandes guerras, no experimenté el menor arrepentimiento ni cambió en lo más mínimo mi postura. Les entregué mi invento sencillamente porque quería que perviviera. Si la Ciudad de la Química número 4 quedaba en ruinas, si todo el Estado del Mundo se transformaba en un desierto de piedra y cenizas, era mi deseo poder pensar al menos que, en otros países y entre otros pueblos, otra Linda hablaría como la primera, voluntariamente, cuando alguien hubiese querido obligarla, y otro grupo de delatores aterrados escucharían a otro Rissen. Naturalmente, aquello era superstición, puesto que nada puede repetirse, pero no podía hacer otra cosa. Era mi única posibilidad, una posibilidad ínfima de continuar, a pesar de todo, allí donde me habían interrumpido.
Que, más tarde, me trasladaron a una ciudad extranjera, a un laboratorio carcelario para que trabajase bajo vigilancia es algo que ya he contado.
También he contado que los primeros años de prisión transcurrieron marcados por la angustia y las preocupaciones. Jamás logré averiguar ningún dato objetivo sobre el destino de la Ciudad de la Química, pero con el tiempo llegué a la conclusión de cuál fue el plan que siguió el enemigo. Seguramente, inundarían las calles de gas para impedir el suministro de aire a las partes subterráneas de la ciudad, hasta que los habitantes, desesperados, tuviesen que subir a escondidas por las escasas salidas que hubieran dejado libres, de uno en uno o en pequeños grupos, y luego entregarse como prisioneros a las patrullas de vigilantes enemigos. Ignoraba cuánto durarían las bombonas de oxígeno que se guardaban en las entrañas de la ciudad o si la población era tan valiente como para preferir la muerte a entregarse, o al contrario. También era probable que hubiese fracasado el asedio, que hubiese llegado la ayuda de otras regiones del Estado del Mundo. Como ya he dicho, nunca lo averigüé. Pero, como quiera que fuese, existía una posibilidad de que Linda siguiese viva. Quizá también Rissen, si no llegaron a ejecutarlo antes. Debo admitir que es una fantasía inverosímil y, si preguntase a mi razón, me vería forzado a pasarme el resto de la vida en la desesperación. Puesto que no pienso hacerlo, quizá deba concluir que el instinto de supervivencia me obliga a buscar consuelo en una ilusión. Antes de que lo condenaran, Rissen dijo: «Sé que lo que yo soy irá a parar a algún sitio». No estoy seguro de lo que quería decir, pero cuando me siento en el catre y cierro los ojos, aún me sucede a veces que consigo ver brillar las estrellas y oír el silbido del viento como aquella noche, y no puedo, no puedo borrar de la mente esa ilusión: que aún, pese a todo, estoy participando en la creación de un mundo nuevo.
EPÍLOGO DEL CENSOR
A la luz del contenido en muchos sentidos inmoral del escrito precedente, la Comisión de Censura ha decidido incluirlo entre los manuscritos declarados peligrosos en el Archivo Secreto del Estado Universal. El que no se haya destruido por completo se debe solo al hecho de que investigadores más fiables deberían poder utilizar precisamente ese contenido inmoral como material docente para definir la mentalidad de los seres que habitan el país que se extiende al lado del nuestro. El prisionero autor del escrito, que sigue trabajando en el laboratorio de química y bajo vigilancia —ahora bajo un control más estricto de para qué utiliza el lápiz y el papel del Estado— debería constituir, por su deslealtad alimentada en secreto, por su cobardía y por su superstición, un buen ejemplo de la degeneración que caracteriza al país vecino inferior, que solo puede explicarse como una intoxicación interna incurable, aún no investigada y hereditaria, de la que nuestra nación se ha visto libre, por fortuna, y si resulta que es contagiosa incluso mediando la frontera, se descubriría ineluctablemente gracias a la sustancia que el prisionero arriba mencionado contribuyó a crear. Exhorto, pues, a quienes administren el préstamo de este manuscrito a que observen la máxima cautela, y a quienes lo lean, a la crítica más minuciosa, así como a fortalecer la confianza en una existencia mucho mejor y más feliz en el seno del Estado Universal.
HUNG PAIPHO
CENSOR
LA DROGA DE KARIN BOYE
Pero qué rayos es Kallocaína, dirán ustedes al tomar este ejemplar entre sus manos. ¿Una droga? ¿Un medicamento? ¿Un experimento científico futurista? ¿O nazi? ¿O aquello que el Gran Hermano nos inyectaba para hacernos sumisos? ¿O, quizá, el sueño imposible de un científico sueco loco?
No se preocupen, la respuesta a todas estas preguntas vendrá a continuación, sólo tienen que posar la mirada en la íntima confesión de la voz de un hombre, el narrador, que a su vez esconde la voz de una mujer, la autora, Karin Boye, —poeta, narradora, editora, suicida, ¿lesbiana?, moderna, punkfemme atrevida y hermosa— desconocida hasta hoy en nuestro país, concediéndonos ahora su entrada triunfal y prometedora en el panorama literario que nos incumbe: Ni que decir tiene, dice, soy consciente de lo ofensivos que mis polémicos escritos deben de resultar al pensamiento racional y pragmático y aun así, escribo. ¿Pero habla él o habla Karin? ¿Es el autor o es el narrador el que presume de polémicos pensamientos? ¿Qué tiene que ver esto con la Kallocaína? ¿Qué es, de una vez por todas, lo que esconde el título de esta magnífica novela que aquí se nos presenta?
Habla el narrador: Se trata de algo que, espero, resulte útil al Estado explique. Una sustancia que inducirá a cualquier persona a desvelar sus secretos, todo aquello que se haya esforzado en ocultarla sea por vergüenza, ya sea por miedo. Y es que nuestro protagonista es un científico encargado de realizar este experimento. Primero lo probará con los voluntarios: aquellos que ceden su cuerpo al temido gobierno. Después lo hará con casos reales. Y después el mundo se tornará totalitario. Oscuro. Triste. O mucho más de lo que ya era. El horror de la ciencia, también. Una máquina lista para matar.
Esta novela la han comparado con George Orwell. Con Ray Bradbury. Y aquí observo también el parecido con la contemporánea Juli Zeh o incluso con la estética de la película Blade Runner (podrían imaginar las notas de su banda sonora estridente como fondo de cualquiera de los experimentos con la nueva “droga”, o su conocido Lovetheme en cualquiera de sus íntimas confesiones amorosas, porque Kallocaína también tiene algo de novela amorosa: una historia sobre los matrimonios fracasados, la desconfianza en la monogamia, el pavor hacia la palabra “familia”, tan recurrente e importante en regímenes de derechas, conservadores o totalitarios como el que se describe en la novela).
En este sentido los autores de 1984, Fahrenheit 451, El método y Kallocaína nos desvelan su profundo miedo al futuro, a las políticas del futuro, a los gobiernos del futuro y a las medicinas, experimentos y dominación del futuro. Curiosamente la novela de Boye fue la primera de todas las mencionadas en ser escrita y por ello desde aquí habría de ser proclamada como clásico de nuestra literatura más reciente. No nos queda otra que reclamar a Karin Boye como una de las autoras a recuperar, traducir y considerar. Alguien tan importante e influyente en la Suecia de principio de siglo XX y alguien capaz de idear una “droga” como la Kallocaína merece toda nuestra atención.
Y les diré por qué pienso que Kallocaína es una “droga” y no una “medicina”. Creo que tanto el narrador de esta historia como la propia Karin Boye tuvieron que tomar una altísima dosis de este producto-droga para poder llevar a cabo la escritura de esta novela. Su prosa es, lo dije anteriormente, tan íntima como poética, sincera, confesional y descriptiva que aunque cuente procesos desagradables del devenir del ser humano, su descripción y atención a las palabras hacen de este un relato tranquilo y bellísimo que encuentra su lugar entre el informe clínico y el poema enorme...
Pero qué rayos es Kallocaína, seguirán preguntándose. ¿Un censurable delirio poco digno de este, nuestro Estado Universal? Qué va. Yo se la recomiendo. Que sí. Que la he probado: Kallocaína: una cápsula de ficción que estallará en sus neuronas.
Kallocaína: directamente importada por Gallo Nero, nuestro camello de confianza.
Kallocaína: la droga de la extraña Karin Boye... ya declarada poeta, narradora, suicida, punkfemme... decía, para mí La Nueva Musa.
LUNA MIGUEL
MADRID, DICIEMBRE, 2011
Título original: Kallokain
Karin Boye, 1940
Traducción: Carmen Montes Cano
Editorial: Gallo Nero
ISBN: 978-84-938568-8-5