Publicado en
enero 05, 2017
El avión más elegante del mundo no pasa de ser una parodia de ese milagro de la aerodinámica que llamamos ave.
Por Guy Murchie.
¿Podríamos imaginarnos un ejemplo más perfecto de triunfo de la creación divina que el ave, consumada máquina voladora?
El esqueleto, muy flexible y fuerte, es también en gran parte neumático, esto es, de estructura esponjosa llena de aire, sobre todo en las aves de mayor tamaño. Por ejemplo, se ha encontrado que, en un pelícano de siete kilos, el pico, el cráneo, las patas y el resto de los huesos sólo pesan 650 gramos. Además, en todo el cuerpo hay sacos aéreos que se llenan o vacían porque están conectados con los pulmones. Y esta circulación del aire dentro del ave sirve de sistema de enfriamiento: disipa el exceso de calor y de humedad a la vez que realiza, a una velocidad increíble, el cambio del anhídrido carbónico por oxígeno.
Este sistema no es un simple lujo, sino algo absolutamente necesario para la acelerada vitalidad del ave. El vuelo exige un esfuerzo más intenso que cualquier otra forma de locomoción animal, y por eso el corazón de los volátiles late muchas veces por segundo, asistido por un ritmo respiratorio en correspondencia con su rapidez. Y como cabría esperar de cualquier motor muy revolucionado, las aves funcionan a alta temperatura: la garza a 41° C.; el pato a 43; el vencejo a 44.
Como es tan grande su consumo de combustible, muchas aves tienen buche, es decir, una bolsa formada por el ensanchamiento del esófago en la cual depositan la comida que después van a "inyectar" en el estómago y los intestinos. Los movimientos peristálticos que empujan la masa del alimento son rapidísimos. Se sabe de un polluelo de petirrojo que devoró más de cuatro metros de lombrices el día de su primer vuelo, y de cuervos jóvenes que comen diariamente más de lo que pesan ellos mismos.
Los principales motores de vuelo alimentados por este combustible son los músculos pectorales, el mayor de los cuales (a cada lado) empuja el ala hacia abajo, contra la resistencia del aire, para impulsar al ave hacia arriba y hacerla avanzar, mientras los menores levantan otra vez el ala tirando desde abajo por un tendón que obra como una polea ingeniosamente construida. La extraordinaria driza permite a los músculos más pesados ir en la parte inferior del ave, lo que le da mayor estabilidad por no ir cargada sobre el plano de sustentación. (Así como el motor puede constituir la mitad del peso de una avioneta, los músculos pectorales de la paloma pueden pesar la mitad del total.)
Si queremos entender lo que es una flexibilidad casi perfecta entre los vertebrados, fijémonos en el pescuezo de un ave: se dobla de tal modo que alcanza fácilmente con el pico cualquier parte del cuerpo y sirve para equilibrar al animal durante el vuelo. Hasta el rechoncho y pequeño gorrión tiene doble número de vértebras cervicales (14) que la jirafa más alta (7).
Pero lo que más distingue al ave son las plumas, que unen a su gran ligereza la mayor resistencia. Están constituidas por un cañón del que salen barbas a ambos lados para formar la conocida textura o vexilo de las plumas exteriores. Cada una de esas barbas se ramifica, a su vez, en otras más pequeñas llamadas bárbulas o barbillas, que producen unos ganchos microscópicos (los radiolos). Todas estas proyecciones se cruzan en múltiples sentidos y forman una complicada trama.
Cuando trata uno de separar las barbas de una pluma, se encuentra con la obstinada resistencia que oponen los diminutos ganchos. Y aun después de separadas, la pluma demuestra una pasmosa capacidad de recuperación: basta juntar las barbas de nuevo y pasar la mano algunas veces a lo largo de ella para que se enganchen suficientes radiolos y la pluma vuelva a cumplir sus funciones, como un cierre natural de cremallera. Aunque parezca raro, cuando la pluma ha crecido del todo, se obtura el hueco de la base del cañón, deja de recibir sangre y la pluma queda sellada de por vida. Sin embargo, el organismo del ave no se desentiende de lo que pase después con ella, pues tan pronto como se afloje y desprenda, saldrá en su lugar otra nueva.
Durante el vuelo, las alas del ave no solamente suben y bajan, ni empujan al cuerpo hacia delante como los remos a una lancha. Su verdadero movimiento, según se ha visto en cinematografía ultrarrápida, es más bien en figura de ocho perpendicular a la dirección del vuelo, algo así como un remo o propulsor de popa que empuje al bote moviéndose en ángulo recto con la dirección que sigue este.
El poderoso batido del ala hacia abajo es también un batir hacia adelante, hasta el punto de que muchas veces se tocan las dos alas frente a la pechuga del ave. El entrelazamiento del plumaje es tan ajustado que escapan pocas moléculas de aire por entre las barbillas cuando baja el ala. En cambio, cuando sube, se abren las plumas como las tiras de una persiana para que escape aire: pocas válvulas habrá en la naturaleza tan elegantes y complejas, con sus varios movimientos imbricados y combinados, las "muñecas" a medio subir cuando la punta del ala aún no ha terminado de bajar; los "antebrazos" presionando hacía abajo mientras las puntas siguen subiendo.
Sin duda ninguna, las aves son muy superiores al avión en el gobierno de los alerones que inclinan el vuelo hacia una u otra ala. Algunas, como el cuervo y ciertas palomas, cierran las alas y hacen, por pura diversión, el barreno horizontal. Y corno flaps para volar a menor velocidad antes de aterrizar, las aves extienden en abanico su cola además de las alas. Las palmípedas, como el ganso, timonean y frenan también con las patas, e inflexionan el largo cuello para ayudarse en la dirección y el equilibrio. La cola actúa fundamentalmente como timón, tanto de dirección (a izquierda o derecha) como de profundidad (ascenso o descenso). Algunas tienen una cola tan eficiente que pueden "rizar el rizo", esto es, trazar un círculo vertical completo, volar con el cuerpo invertido o dar saltos mortales hacia atrás. Plegada como una sencilla vara o desplegada a 180 grados y sesgada a cualquier ángulo, la cola sirve para todo: desde aleta estabilizadora hasta paracaídas, desde bandera hasta muleta.
Esto no quiere decir que las aves vuelen infaliblemente, pues el hecho es que cometen muchos errores. No pocas se estrellan y se matan. En las películas proyectadas en cámara lenta, vemos aves que, al llegar a posarse en tierra, corrigen en el último momento sus errores con un rápido movimiento de la cola o arrastrando un pie como un chiquillo en un trineo.
Es mucha la energía que requiere un ave grande para despegar. Algunas, como el cisne, necesitan una pista por donde correr, batiendo furiosamente las alas, para alcanzar la velocidad de despegue. A otras más ligeras, como la gallareta, les falta potencia y despegan como aquellos aviones de reconocimiento de la Primera Guerra Mundial cuando les fallaban tres pistones. Todas las aves grandes tienden por naturaleza a levantar el vuelo contra el viento, por la misma razón que lo hacen los aviones: para ganar velocidad respecto al aire.
Me contaron de un somorgujo que cometió el error de posarse en una charca rodeada de pinos muy altos. Cuando quiso despegar, no logró remontar el vuelo en inclinación bastante empinada para salvar los árboles ni girar en ángulo suficientemente cerrado para ascender en espiral. Corría por la superficie del agua azotándola con la punta de las alas e incluso pedaleando desesperadamente con las palmas de las patas antes de irse al aire. Estuvo a punto de lograrlo en dos ocasiones, pero por poco se mata al estrellarse contra los grandes pinos. Por fin, después de cuatro días de frustración, el somorgujo aprovechó un viento fuerte y, levantándose de cara a él consiguió pasar sobre las copas de los árboles.
La forma de las alas, claro está, es un factor fundamental para el vuelo. Entre las aves hay mucha variedad en este aspecto, como también entre las alas diseñadas por los ingenieros aeronáuticos. Unas son estrechas y terminadas en punta: las de los voladores rápidos y fuertes, como los halcones, golondrinas, vencejos y colibríes. Otras se doblan por el carpo, y caracterizan a las aves que planean velozmente, como los chotacabras. Las hay anchas, con las plumas rémiges que se abren como dedos y permiten un planeo lento: por ejemplo, las de los busardos, auras y zopilotes. Otras más son cortas y redondeadas, como en las voladoras de velocísimo arranque de malezas y bosques: bonasas, colines o codornices, gorrioncillos, pinzones.
Las gaviotas y los albatros tienen también alas estrechas y puntiagudas, especiales para planear en grandes trayectos y cernerse sobre el océano. Los segundos están adaptados al aire tan perfectamente que no pueden plegar toda el ala al costado para descansar en tierra o en el mar.
En sus migraciones, las aves vuelan a veces en formación de V. Se ha insinuado que lo hacen así por las mismas razones que los pilotos militares: es la mejor manera de seguir al que dirige la formación sin perder mucha visibilidad y sin quedar en la estela de aire turbulento que va dejando el avión de delante. Sin embargo, la maniobra de una gran bandada de miles de aves pequeñas requiere una capacidad de muy otra índole. A veces todo el bando se mueve como una gran rueda: los pájaros, uno por uno, descienden y ascienden progresivamente formando parte del ritmo del vasto aro. En ocasiones la bandada rueda como un vehículo por la carretera; en otras se va plegando sobre sí misma con grácil irregularidad, como un girón de niebla marina: entonces las aves pierden su individualidad para integrarse en la masa que fluye.
Nadie ha llegado a entender esta asombrosa unidad de acción. Quizá dependa de algo mucho más complejo que el contacto visual. Tal vez es parte de uno de los filones de la vida donde se brinda al individuo un anticipo de la absorción en un orden más vasto de la conciencia, mucho más alto y trascendente que su propio ser.
Hay algo cierto, sin embargo: de todas las máquinas voladoras, las aves son las que más se acercan a la perfección.
CONDENSADO DE "SONG OF THE SKY". © 1954 POR GUY MURCHIE, PUBLICADO POR HOUGHTON MIFFLIN. BOSTON (MASSACHUSETTS) 02107.