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enero 31, 2017
HABÍA hecho frío toda la tarde. Al anochecer, cuando fueron a recoger a Hassmann en la verja, el tiempo, más que frío, era ya gélido.
El centinela de la verja permitió que Hassmann esperara en su garita, a pesar de que, en teoría, aquello iba contra las normas y de haber aparecido el oficial de día se lo habría puesto difícil. Pero fuera hacía un frío que se cagaba la perra, según palabras del centinela; éste conocía un poco a Hassmann, le caía bien aunque él perteneciera al ejército regular y Hassmann a la guardia nacional y considerara que la mayoría de estos eran unos inútiles. Sin embargo, Hassmann le caía bien. Hassmann era un buen chaval.
Se agazaparon en el interior de la garita, compartieron un cigarrillo y empezaron a hablar sin demasiado entusiasmo de béisbol, de mujeres, de un consejo de guerra en el batallón al que pertenecía el centinela, de las próximas pruebas de grado y especialidad, de la falta de puestos de promoción para cabos. Con gran cautela obviaron el incidente del fin de semana anterior en el campus de Morgantown, por más que todos los periódicos y la televisión habían hablado de él y había sido tema de conversación en toda la guarnición. Tampoco salió a relucir adónde iba aquella noche Hassmann —que disponía de permiso para salir de la base cuando habían retirado el pase a prácticamente todos los demás , si bien radio macuto había difundido ciertos rumores a una velocidad telegráfica a partir de la entrevista que Hassmann había mantenido con el capitán Simes a primera hora de la tarde. Hablaron de forma más específica y manifiesta de lo que todos sabían aunque dudaban en admitir incluso entre susurros: que dentro de un mes probablemente estarían en guerra.
El centinela le contaba una anécdota larga e incoherente sobre el inicio de una pelea abajo, detrás del comedor de los tanquistas, cuando centró la vista más allá del hombro de Hassmann, se calló en el acto y cambió de expresión.
—Diría que vienen a recogerte, Jackson —dijo en voz baja tras una pausa.
Hassmann vio que aparecía un coche impresionante en la carretera y cómo aparcaba ante la verja; era un gran Cadillac negro; los reflectores del puesto de vigilancia centelleaban en la capa de hielo que recubría el acero y el cromo bruñidos.
—Sí—dijo Hassmann.
De pronto se le había resecado la boca y la lengua parecía adquirir un enorme volumen dentro de ella. Lanzó la colilla contra el muro. El centinela abrió la puerta de la garita para dejarle salir. El frío se apoderó de él al dar el primer paso en el exterior; se adueñó de su cuerpo y le sacudió de la misma forma en que un perro zarandea una rata.
— ¡Cúbrete la retaguardia, tío! —gritó el centinela desde la garita—. No lo olvides, a cubrir la retaguardia, ¿vale?
Hassmann asintió con la cabeza sin mirarle, poco convencido. El centinela refunfuñó y cerró la puerta de la garita.
Hassmann estaba solo.
Echó a correr hacia el coche; resbaló en un pedazo de hielo y recuperó el equilibrio con facilidad. La escarcha brillaba en todas partes, sobre todas las cosas; las estrellas habían aparecido en escalofriantes legiones, como el millón de ojos gélidos de Dios. El aire frío llegaba a sus pulmones como hielo, de su aliento fluían unos jirones gaseosos y blancos que se esparcían a su alrededor. El conductor del coche había dejado la puerta de la derecha entreabierta, esperándole, pero Hassmann, al ver que una mujer le acompañaba, experimentó un arrebato de repugnancia ante la idea de tenerse que sentar delante junto a aquella pareja, por lo que abrió la puerta de atrás y se instaló en el asiento trasero. Al cabo de un momento el que conducía hizo un gesto de indiferencia y cerró la puerta de delante. Hassmann también cerró la de atrás con un gesto mecánico, empujó hacia abajo el pequeño dispositivo de seguridad y se sintió enseguida incómodo por haberlo hecho. Tras el doble plaf de las puertas que se cerraron y el vivo clic del seguro no quedó más que un silencio asfixiante.
El conductor se giró y apoyó el brazo en la parte superior del asiento para mirar a Hassmann. En la oscuridad resultaba difícil captar sus rasgos, pero se trataba de un hombre corpulento, musculoso, y a través de las oscuras y gruesas gafas con montura de concha, Hassmann observó un vil destello de luz. La mujer no dejó de mirar hacia delante; en algún momento le dirigió una mirada rápida y furtiva para volver enseguida la cabeza hacia delante. Incluso en la semipenumbra, Hassmann observó la rigidez de los hombros de aquella mujer, la tensión qué mantenía en el cuello. Cuando el silencio se convirtió en algo más que incómodo, Hassmann balbuceó: —Soy... soy el soldado primero Hassmann, señor...
El conductor se movió en su asiento. El cuero crujió y chirrió.
—Encantado de conocerte, muchacho—le dijo—. Sí, es un placer, un gran placer.
Se notaba una jovialidad forzada en su voz, un punto de cordialidad crispada y peligrosa, de manera que Hassmann decidió que sería mejor no intentar discutirle nada.
—Yo también me alegro de conocerle—medio gruñó Hassmann.
—Gracias, muchacho—respondió el hombre. El cuero chirrió de nuevo cuando alargó la mano hacia el asiento de atrás; Hassmann se la estrechó rápidamente y la soltó enseguida; aquel hombre tenía una mano húmeda y fofa, como un guante de goma lleno de harina de avena—. Soy el doctor Wilkins—dijo el hombre—, y ésta es mi esposa, Fran. —Su mujer no hizo caso de la presentación y siguió con la mirada impasible y fija hacia delante—. Estos modales...—dijo el doctor Wilkins con voz suave, aterciopelada, prácticamente un susurro—. ¡Estos modales!
La señora Wilkins se movió como empujada por un resorte, como si le hubieran dado una bofetada, y luego murmuró en tono apagado: —Encantada.
Ni siquiera en aquel momento volvió la cabeza para mirar a Hassmann. El doctor Wilkins miró a su esposa un segundo y luego se giró otra vez hacia Hassmann; sus gafas reflejaban un leve destello que formaba unos círculos vacíos, opacos como portillones.
— ¿Cuál es tu nombre de pila, muchacho?
Hassmann cambió de posición, incómodo, en el asiento. Tras un momento de vacilación—como si el hecho de revelar su nombre confiriera al otro algún poder sobre él—, contestó: —James, señor. James Hassmann.
—Entonces te llamaré Jim—dijo el doctor Wilkins.
Se trataba de una precisión, no le pedía permiso para ello, ni ponía tampoco en cuestión que Hassmann siguiera llamándole «doctor Wilkins», por más libertad que se tomara aquella persona mayor con el «nombre de pila» de Hassmann. O bien «señor», pensó Hassmann al notar una rápida ráfaga de indignación; si le llamaba «señor» difícilmente se equivocaría. Hassmann había estado suficiente tiempo en el ejército como para constatar que resulta imposible decir «señor» demasiadas veces cuando se habla con un hombre como aquél; con cien veces que se pronunciara por frase, les parecería perfecto.
El doctor Wilkins le miraba meditabundo, parecía esperar algún tipo de respuesta, una expresión de gratitud por el gran talante democrático que mostraba, tal vez... Pero Hassmann no dijo nada. Wilkins refunfuñó: —Pues bien, Jim, ¿te gusta la cocina europea?
—No... no lo sé—dijo Hassmann. Notaba que el rostro se le encendía de tan incómodo como se sentía en la casi oscuridad del vehículo—. No sé si la he probado nunca.
El doctor Wilkins emitió un sonido que no era exactamente un resuello: la larga, lenta y resignada exhalación del aire a través de la nariz.
— ¿Qué tipo de comida te gusta tomar en casa?
—Pues, supongo que lo típico. Nada especial.
— ¿Qué es lo típico?—dijo el doctor Wilkins con laboriosa y profunda paciencia.
—Pues... Espaguetis, redondo de ternera. A veces, pollo frito o fiambres. Casi siempre cenamos mientras miramos la tele. —El doctor Wilkins le contemplaba; resultaba muy difícil en la oscuridad precisar con alguna certeza la expresión de Hassmann, aunque el rostro de aquél se mantenía inexpresivo, incrédulo, parecía no creer lo que oía—. A veces mi madre hacía, usted ya me entiende, un asado en domingo o algo así, pero la verdad es que no le gustaba mucho preparar cosas tan selectas.
En esta ocasión el doctor Wilkins soltó un bufido, una explosión tajante, impaciente.
—Adeo in teneris consuescere multum est—dijo en un tono fuerte y pomposo mientras movía la cabeza. Hassmann notó que su rostro ardía de nuevo; no tenía ni idea de lo que había dicho el doctor Wilkins, pero detrás de aquellas palabras sin duda se escondía el desdén—. Es de Virgilio—precisó despectivamente Wilkins, en tanto observaba con aire trascendental a Hassmann—. ¿Conoces a Virgilio?
—Disculpe, señor...
—No importa—dijo Wilkins en voz baja. Tras un denso silencio añadió—: El restaurante al que te llevaremos esta noche tiene tres estrellas en la guía Michelin. Uno de los pocos, al este del río Misisipí, que las ha conseguido, aparte de la ciudad de Nueva York. Me imagino que esto tampoco te dice nada...
—No, señor—respondió Hassmann con frialdad—. Desgraciadamente no, señor.
El doctor Wilkins emitió un nuevo bufido. Hassmann vio que la señora Wilkins le observaba a través del retrovisor, pero en cuanto sus miradas se cruzaron ella volvió el rostro.
—Pues bien, muchacho—decía Wilkins—, te contaré qué significan las tres estrellas Michelin: que en toda tu puñetera vida no has probado algo tan suculento como lo que comerás esta noche. —Resopló con aire burlón—. Quizá no volverás a probarlo en tu puñetera vida. ¿Lo entiendes... Jim?
—Sí, señor—dijo Hassmann. Por el rabillo del ojo vio que la señora Wilkins le observaba de nuevo. Cada vez que creía que la atención de Hassmann estaba fija en otra parte fijaba en él una mirada intensa, que apartaba cuando constataba en el retrovisor que se cruzaba con la suya, aunque al cabo de poco, en cuanto Hassmann la apartaba, volvía a mirarle fijamente, como si fuera incapaz de quitar los ojos de él, como si aquel muchacho fuera algo repugnante y al mismo tiempo tan fascinante que hipnotizaba, una serpiente o un insecto venenoso.
—No espero que seas capaz de apreciar los detalles más sutiles—dijo el doctor Wilkins, es algo que debemos agradecer a la educación que reciben hoy en día nuestros jóvenes, pero como mínimo me gustaría que te dieras cuenta de que hoy probarás una comida excelente, una de las mejores que se pueden permitir los mejores bolsillos, no cualquier porquería de un McDonald.
—Sí, señor, ya lo entiendo—dijo Hassmann. El doctor Wilkins emitió una especie de mugido escéptico que daba a entender su falta de convencimiento, por eso Hassmann añadió—: Me parece estupendo, señor. La verdad es que estoy deseoso de probarlo. Se lo agradezco mucho, señor. —Mantenía el rostro sin expresión, el equilibrio en la voz, pero le dolía la mandíbula a causa de la tensión. No soportaba que le regañaran de aquella forma, no podía soportarlo. Sus dedos tenían un tono blanquecino en los extremos que se agarraban al borde del asiento. El doctor Wilkins le miró durante un rato, suspiró y volvió la cabeza hacia el volante; se deslizaron hacia la oscuridad con una suave presión del acelerador. Descendieron silenciosa y fantasmagóricamente la colina; giraron a la derecha. La carretera se extendía en paralelo a la inmensa valla que rodeaba la base; tras la trama metálica, tras los esqueletos de los árboles despellejados por el invierno, Hassmann distinguía los altos tejados con cemento de ceniza de los barracones de infantería, una gigantesca torre de agua—en cuyos lados habían pintado la consigna «Apúntate de nuevo al ejército», que de día se vería en unos cuantos kilómetros a la redonda—, así como la desolada silueta de una torre de explotación de petróleo que destacaba por encima de la valla, desde la maquinaria de extracción de ingenieros, como el cuello de una fantástica jirafa metálica.
La base menguó detrás de ellos, se convirtió en una miniatura, una panorámica del tamaño de un paisaje en el interior de una minúscula bola de nieve cristalina; al cabo de poco desapareció y no quedó más que el asfixiante interior del coche, el pálido reflejo de los instrumentos del salpicadero, las oscuras masas de árboles que pasaban a gran velocidad a uno y otro lado. Hassmann sudaba considerablemente a pesar del frío, y la tapicería se le pegaba a las manos. Se notaba un persistente aroma de pachulí en el coche —en contraste con el olor a nuevo de la tapicería, al de tabaco y de cuero inglés del doctor Wilkins—, sin duda el perfume de la señora Wilkins; era intenso, exageradamente dulzón, y a Hassmann le recordaba la habitación del hospital oncológico en el que había muerto su tía. Tenía ganas de bajar el cristal de la ventanilla para que el fresco aire nocturno penetrara en aquella atmósfera enrarecida, pero no acababa de atreverse a hacerlo sin pedir permiso al doctor Wilkins y eso no le apetecía nada. Empezaba a tener dolor de cabeza, una luminosa punzada de dolor que hacía mella a lo ancho del globo ocular como si se tratara de un rígido alambre; tenía el estómago revuelto y agarrotado por la tensión. De pronto, la situación le venció y descubrió que parpadeaba para reprimir unas súbitas lágrimas de frustración y rabia, el rencor y la desazón ascendían por su garganta como la bilis. ¿Por qué tenía que hacer aquello? ¿Por qué la tomaban con él? ¿No podían dejarle tranquilo? Es lo que había dicho aquella tarde en el despacho del capitán Simes cuando había soltado sin darse cuenta: « ¡No quiero hacerlo! ¿Realmente tengo que ir, mi capitán?». El capitán Simes le había dirigido una mirada hostil para responder al cabo de un momento: «En teoría, no. Según el reglamento, no podemos obligarle a ello. En la práctica, sin embargo, debo decirle que el doctor Wilkins es un hombre muy influyente en este estado y, tal como está la situación política, ya puede imaginarse que saldrá chamuscado de ésta si no hace todo lo posible para contentarle, excepto, claro está, bajarse los pantalones y que ahí se las den todas». Luego, Simes le había dirigido una mirada maliciosa con aquel rostro consumido, prematuramente envejecido, y le dijo: «Y, demonios, soldado, al fin y al cabo, en un momento dado quizá no sea tan mala idea...».
Pasaron por delante de una cochera de madera en cuyas paredes se podían leer las palabras medio borradas de «Jesucristo es tu salvación», por delante de una casa de campo casi en ruinas donde se veía la luz de una bombilla en una ventana. En el patio delantero cubierto de nieve había un automóvil encima de unos soportes de madera, el motor colgaba de una cuerda atada a la rama de un árbol. Las esparcidas piezas del coche formaban montículos en la nieve, parecía como si ésta hubiera enterrado una serie de cadáveres de pequeños animales. Giraron después de un indicador acribillado por las balas y se metieron en una vieja carretera estatal que serpenteaba en la ladera de la colina. El coche empezó a coger velocidad y se balanceó suavemente sobre su suspensión.
— ¿Eres de por aquí, Jim?—preguntó el doctor Wilkins.
—No, señor—respondió Hassmann. « ¡Y me alegro de ello!», añadió para sí mismo. Era evidente que su voz había traducido sus sentimientos, porque el doctor Wilkins le dirigió una mirada irónica a través del retrovisor. Se apresuró a añadir—: Nací en Massachusetts, señor. En una pequeña ciudad cercana a Springfield.
— ¿De veras?—dijo el doctor Wilkins sin interés—. Allí arriba los inviernos son muy fríos, ¿no? Como mínimo, estarás acostumbrado a este clima, ¿verdad?
—Pues sí, señor—respondió Hassmann, aburrido—. Allí también hace bastante frío.
El doctor Wilkins emitió un gruñido. Pareció darse cuenta de que aquel intento de hablar de banalidades había resultado fatal, pues se sumió en el silencio. Apretó con más fuerza el acelerador y el oscuro paisaje invernal se nubló fuera de las ventanillas. Ahora que habían dejado de hablar, no se oía más sonido que el chirriar de los neumáticos sobre el pavimento o el redoble del traqueteo en contacto con la gravilla.
Hassmann restregó las manos sudorosas contra la tapicería. Intuía que la señora Wilkins le observaba de nuevo, aunque estaba demasiado oscuro para ver sus ojos en el espejo. De vez en cuando, las luces de un coche que se aproximaba convertían el parabrisas en una superficie reflectante y tenía ocasión de verla perfectamente durante un segundo: una mujer de rostro delgado con los labios totalmente fruncidos, las manos completamente juntas y apoyadas en el regazo, que miraba imperturbable hacia adelante. Después, cuando la luz se desvanecía y desaparecía su imagen, sólo después, en la oscuridad, empezaba de nuevo a notar que sus ojos estaban fijos en él, como si aquella mujer sólo pudiera verle a oscuras...
Ahora iban cada vez más de prisa, dando tumbos, mientras descendían por la vieja carretera estatal, como si fueran destiladores ilegales de licor a la entrega de un pedido con los agentes de hacienda al acecho, y Hassmann empezaba a sentir miedo, aunque hacía todos los esfuerzos posibles para mantenerse quieto y aparentar un aire imperturbable. Apenas se cuidaba el mantenimiento del viejo firme de la carretera y cada bache hacía traquetear los dientes, pese a la sólida suspensión del Cadillac; en un momento determinado, Hassmann pegó tal salto que dio con la cabeza contra el techo y el coche empezó a balancearse de un modo inquietante de un lado a otro.
Afortunadamente, cuando toparon con el témpano de hielo, se encontraban en una recta y no había circulación en sentido contrario. Durante un instante el Cadillac salió de la carretera y derrapó con salvajes coletazos; los frenos chirriaron y de los neumáticos salieron nubes de humo ennegrecido, hasta que, lenta y laboriosamente, el doctor Wilkins consiguió dominar de nuevo el gran coche. En ningún momento se habían detenido, pero el cuentakilómetros marcaba diez kilómetros por hora cuando el doctor Wilkins recuperó otra vez el rumbo, e incluso en el interior del coche cerrado se notaba el olor a goma quemada.
Nadie dijo nada; la señora Wilkins ni siquiera se había movido, exceptuando el gesto de agarrarse con una mano al salpicadero en un ademán de lo más refinado. Con lentitud, casi de forma involuntaria, el doctor Wilkins levantó la cabeza para mirar a Hassmann por el retrovisor. «Por poco lo pierdes, ¿verdad, viejo?», pensó Hassmann mientras aguantaba impasible su mirada y al cabo de un momento el doctor Wilkins, tembloroso, apartó la vista. Poco a poco recuperaron la velocidad con ligeros tambaleos, aunque el doctor Wilkins tuvo la precaución de no rebasar los cuarenta a partir de aquel momento. Aquel tipo de aceleración compulsiva, que le llevaba irremediablemente al borde de su capacidad de control del coche, constituía la primera auténtica señal de nerviosismo o tensión que él mismo permitía que saliera a flote tras aquella fachada suave y profundamente lacada; Hassmann la acogía con interés y hasta cierto punto con algo de rencor.
Unos minutos más y dejaron las colinas. Disminuyeron la velocidad para cruzar con un gran traqueteo un pequeño puente suspendido sobre un río helado. A un lado de la carretera, cerca de la entrada del puente, había un tanque aparcado, con las escotillas abiertas para su ventilación; el tubo de escape resollaba con un humo grisáceo que se elevaba directamente hacia la fría atmósfera. Un soldado con casco de acero asomaba la cabeza por una escotilla del lado del conductor y los miró al pasar. A pesar de la reciente ola de terrorismo, todavía no habían puesto controles en las carreteras ni regulado el tráfico civil, pensaba Hassmann, aunque naturalmente no tardarían mucho en hacerlo. Al otro lado del puente había una pequeña población, media docena de edificios apiñados alrededor de un cruce. En algunos de aquellos edificios se veían pintadas de contenido político, en concreto en el muro blanco que rodeaba una estación de servicio: «Fuera yanquis... Federales, fuera de West Virginia, ya... Secesión sí, recesión no... Que se joda la Unión...». Había habido un chapucero y poco entusiasta intento de borrar aquellas pintadas, por lo que quedaban sólo algunas letras de cada una de las consignas, pero Hassmann las había visto tantas veces que le costó poco reconstruirlas. El restaurante quedaba a kilómetro y medio de la población; era un gran edificio de piedra y madera que en otra época había sido un molino, unos ocultos reflectores extendían una luz de color pastel por sus muros cubiertos de hiedra, y la gran rueda hidráulica de madera estaba recubierta de hielo brillante.
Frente al restaurante había aparcada una furgoneta de una cadena de televisión, y el doctor Wilkins, que había consultado con preocupación el reloj desde que habían dejado la población, soltó un gruñido de satisfacción al verla. Cuando pararon el coche, un equipo de periodistas provisto de una minicámara saltó de la furgoneta y se situó frente a la escalera del restaurante. Otros periodistas salieron también de una serie de coches aparcados por allí, apagaron con los dedos los cigarrillos a medio fumar, los apartaron cuidadosamente y se distribuyeron lentamente por la entrada; algunos de ellos se restregaban los brazos y hacían broma sobre el frío en voz baja y atropellada. Hassmann oyó la carcajada de uno de los periodistas, un sonido que transportó con toda claridad el frío aire del invierno.
El doctor Wilkins giró la llave de contacto; todos permanecieron sentados, inmóviles y silenciosos durante un momento, escuchando los sonidos metálicos que emitía el motor mientras se enfriaba; luego, con un entusiasmo forzado, el doctor Wilkins dijo: — ¡Bueno, ya hemos llegado! ¡Todo el mundo abajo!
La señora Wilkins no le hizo caso. Miraba fijamente al corrillo de periodistas que se habían concentrado allí, por primera vez se la veía conmocionada, perdida la fría compostura.
—Frank—dijo con una voz temblorosa—, yo... Frank, la verdad es que no puedo, soy incapaz de enfrentarme a ellos, no puedo hacerlo.
Temblaba. El doctor Wilkins le dio unos golpecitos en la mano con un gesto casi mecánico. Notó que Hassmann les miraba y volvió la vista hacia él con un rencor homicida; la expresión cautelosa había desaparecido por un momento. Hassmann aguantó la mirada impasible.
—Todo irá bien, Fran—dijo el doctor Wilkins mientras repetía los toquecitos en su mano—. Total, será hasta que hayamos entrado. Julian me ha prometido que no permitirá que ninguno de ellos entre en el restaurante. —La señora Wilkins movía la cabeza a ciegas—. Será sólo un minuto. Deja para mí las declaraciones. Todo irá bien, ya lo verás. —Miró con actitud indiferente a Hassmann—. Vamos—le dijo bruscamente, y salió. Dio rápidamente la vuelta al coche hasta la puerta del acompañante, la abrió y dijo—: Vamos —otra vez, en esta ocasión a su esposa, con aquel tono suave y persuasivo que utilizaría un adulto para dirigirse a un crío asustado. A pesar de todo, tuvo que inclinarse hacia el asiento y casi arrastrarla afuera para lograr que saliera. Inclinó un poco la cabeza para mirar otra vez a Hassmann—. Tú también exclamó con voz áspera y amenazadora—. Vamos. ¡No me vas a crear problemas ahora tú, mequetrefe! Vamos, fuera.
Hassmann descendió del coche. Hacía más frío que nunca y sintió que el sudor pegajoso se secaba en su cuerpo con tanta rapidez que le produjo un escalofrío. El doctor Wilkins se colocó entre él y la señora Wilkins, cogió a cada uno de ellos por el brazo y empezaron a andar hacia el restaurante. Ahora los periodistas miraban hacia ellos, las luces de la cámara de la furgoneta se encendieron y casi quedaron cegados por el resplandor. El pequeño corro se dispersó y volvió a agruparse a su alrededor casi tragándoselos; a Hassmann le pareció que todo sucedía al tiempo, era demasiado rápido para seguirlo. Las caras se agrupaban a su alrededor, forcejeaban hacia él, las bocas se abrían y se cerraban. Las voces hablaban atropelladamente. Un periodista decía: —...con el voto de ratificación de la ley de Secesión que se presentará en el Parlamento del Estado el próximo miércoles, así como las votaciones similares a final de semana en Michigan, Ohio y Colorado...
El doctor Wilkins agitaba la mano frívolamente y decía:
—...un apoyo más que suficiente en el hemiciclo.
Otro periodista se dirigía a la señora Wilkins y ella murmuraba con aire apagado: — No lo sé... no lo sé...
En aquel momento los flashes les apuntaban directamente; estaban a mitad de la escalera del restaurante. Alguien empujaba un micrófono en la cara de Hassmann y lanzaba a modo de rugido: — ¿...se siente?
Hassmann encogía los hombros y agitaba la cabeza. Otro recitaba:
—...el último sondeo Gallup demuestra que dos terceras partes de la población de West Virginia apoyan la secesión.
El doctor Wilkins decía:
— ¿...todo lo que oyes, amor mío?
Los periodistas rieron.
Hassmann ya no oía nada. Desde el último fin de semana había circulado como un sonámbulo y en aquel momento la sensación se había intensificado; se notaba desasosegado, como fuera del mundo, tenía la impresión de que todo sucedía tras una fina pared de cristal aislante, o que aquello le pasaba a alguien a quien él observaba. Apenas se dio cuenta de que el doctor Wilkins se había detenido y miraba fijamente el asqueroso ojo de la minicámara, ni siquiera percibió que los periodistas guardaban un curioso silencio. El doctor Wilkins había conseguido poner una expresión seria y sombría, y cuando tomó la palabra ya no lo hizo con aquel tono despreocupado que había utilizado un momento antes, sino más bien con una voz pausada, sincera y grave. Parecía que aquella voz seguía, seguía y seguía, mientras Hassmann temblaba en el frío viento; luego la corpulenta mano del doctor Wilkins agarró el hombro de Hassmann y los flashes se apagaron en sus caras cual relámpago de verano.
Después Julian les introdujo en el restaurante —mientras adulaba sin ningún tipo de pudor al doctor Wilkins y le prometía, «que se encargaría personalmente de ellos»— y cerró la puerta a los periodistas. Les acompañó a través del laberíntico interior del viejo molino hasta una mesa situada en un rincón, en cuyas paredes colgaban utensilios de cocina de bronce y viejas herramientas de labores del campo. Revoloteó con nerviosos zumbidos alrededor del doctor Wilkins como una grasienta y untuosa abeja mientras consultaban la carta, en la que no constaban los precios y que, por lo que a Hassmann se refería, lo mismo podría haber estado escrita en árabe. La señora Wilkins se negó a pedir nada, incluso a hablar, y su rígido silencio violentó finalmente hasta a Julian. El doctor Wilkins, impaciente, pidió para los tres —se marcó el detalle de preguntar a Hassmann, con un sarcasmo apenas solapado, si le parecía bien el coulibiac de salmón y el ossobuco—, tras lo cual Julian se retiró con aire agradecido.
El silencio se cernió sobre la mesa. El doctor Wilkins dirigió una mirada inexpresiva a Hassmann, que le respondió con otra mirada inexpresiva. Parecía que la señora Wilkins hubiera sufrido un trauma: había bajado la mirada hacia la mesa, mantenía el cuerpo erguido y rígido, las manos juntas en el regazo; era difícil precisar si realmente respiraba. El doctor Wilkins miró a su esposa, luego hacia otra parte. Todavía no había abierto la boca nadie.
—Bien, Jim—empezó el doctor Wilkins con una jovialidad forzada—, creo que te gustará...
Enseguida captó el desprecio en la mirada que le dirigía Hassmann y dejó la frase en aquel punto. Hassmann había comprendido perfectamente que el doctor Wilkins le odiaba tanto o más que su esposa, si bien, y a pesar de que le había utilizado tanto como le pensaba utilizar en adelante, era demasiado político para detener sus movimientos en el juego. El doctor Wilkins quedó con los ojos fijos en la mirada de Hassmann durante un instante, abrió la boca para decir algo más y volvió a cerrarla. De pronto pareció cansado.
Un camarero afablemente silencioso colocó los aperitivos frente a ellos y desapareció de nuevo. Poco a poco, la señora Wilkins alzó la vista. Tenía uno de aquellos suaves rostros de Barbie que proporcionan a algunas mujeres el aspecto de treinta años cuando en realidad tienen cincuenta, aunque en aquel momento había unas líneas duras marcadas en él, como si alguien lo hubiera perforado con una aguja impregnada de ácido. Con el suave movimiento grácil de alguien que se halla en el fondo del mar vestido con escafandra, alargó la mano para tocar el mantel de lino que cubría la mesa. Sonrió tiernamente y lo acarició con las puntas de los dedos. Ahora miraba directamente al otro lado de la mesa, a Hassmann, pero no le veía; en algún punto del recorrido de la mirada a través de la mesa su visión había trazado una especie de ángulo recto que le permitía mirar directamente hacia el pasado.
—Frank—dijo en un tono suave, divertido y evocador, que no tenía nada que ver con los que Hassmann le había oído utilizar—, ¿recuerdas el día que vinieron los Grainger a cenar, cuando todavía estabas en el Ayuntamiento, que poco antes de que llegaran me di cuenta de que no nos quedaba ningún mantel limpio?
—Fran...—dijo el doctor Wilkins en señal de aviso, pero ella no le hizo caso; en aquel momento estaba hablando con Hassmann, a pesar de que él estaba seguro de que la mujer seguía sin verle como Hassmann, de que él no hacía más que jugar el papel de oyente, uno de los muchísimos personajes a quienes había contado esta anécdota, pues quedaba claro que la había contado muchas veces.
—Y entonces di dinero a Peter y le mandé a la tienda para que me comprara rápidamente unos cuantos paños de mesa, aunque fueran de papel siempre sería mejor que nada.
—Ahora sonreía al hablar—. Y resulta que al cabo de poco vuelve, los Grainger ya habían llegado, se presenta con aire solemne directamente a la sala de estar, donde tomábamos el aperitivo, y dice, por aquel entonces debía tener unos siete años: «¡He buscado en todo el almacén, mamá, y he comprado los mejores que he encontrado! ¡Creo que tienen que ser estupendos! porque pone paños higiénicos muy absorbentes, ¿ves? Lo pone en la caja». Y me enseña una gran caja de Kotex. —Se echó a reír—. ¡Con aquel aire tan resuelto y serio! La mar de orgulloso de ser lo suficiente mayor como para hacer un encargo y ves que intenta cumplirlo lo mejor posible para complacemos... La verdad es que no tuve valor para regañarle, a pesar de que el pobre señor Grainger puso una cara que parecía que se acabara de tragar los dientes postizos, y Frank se atragantó esparciendo la bebida por toda la sala. —Sin dejar la sonrisa, otra vez con aquellos movimientos tan lánguidos, cogió el tenedor y lo hundió en una de las croquetas de ternera y gambas que tenía delante; luego se detuvo, su mirada se hizo más transparente y Hassmann notó de que de pronto le volvía a ver. La vida chocó de nuevo con fuerza en su rostro con una brusquedad espectacular, igual que una ola en la tormenta choca contra el rompeolas, y lo enrojeció hasta tomar el color de sangre. De forma abrupta, convulsa, cruel, lanzó el tenedor contra Hassmann. Rebotó contra su pecho y cayó golpeteando el suelo del restaurante. Con la misma rapidez con que había enrojecido, su cara se había puesto blanca en el momento de exclamar—: No voy a comer con el hombre que asesinó a mi hijo.
Hassmann se levantó. Oyó su propia voz que decía: «Dispense». Era un tono educado y formal; al cabo de un momento les daba ya la espalda y avanzaba a ciegas por el restaurante, arreglándoselas como podía para no chocar con las otras mesas. Siguió adelante hasta que una puerta cortada ásperamente se cruzó en su camino y la empujó para encontrarse en el interior de los lavabos.
Hacía frío, había penumbra y silencio allí; olía a piedra fría, a polvo y antiséptico y, ligeramente, a orines de días. Como único sonido, el regüeldo y el gluglú de las cisternas. Por un resquicio en la moldura de la ventana entraba un chorro de aire helado, que penetró en la piel de Hassmann como si fuera una aguja.
Se situó frente al lavabo de porcelana y se roció la cara con agua fría, tal como lo hacen en las películas, pero eso le hizo sentir peor en vez de mejor. Notó un escalofrío. De forma mecánica humedeció un pañuelo de papel y empezó a limpiar la mancha de comida que el tenedor de la señora Wilkins había dejado en su barato traje de rayas. No paraba de echar rápidas ojeadas a su reflejo en el espejo deslucido y viejo que había sobre el lavabo; se miraba con timidez, fascinado, sin enfrentarse en ningún momento a una contemplación directa. Le habían filmado cuando mataba al muchacho de los Wilkins: había un trozo específico de la película que habían exhibido en televisión repetidas veces desde el fin de semana anterior. Mientras los manifestantes se precipitaban a la carrera en las escaleras del edificio de la administración del campus, habían rodado una secuencia clarísima en la que se le veía levantar el rifle y abatir a Peter Wilkins. Otros soldados habían disparado, otros manifestantes habían caído —cuatro muertos y tres heridos graves, en concreto—, pero no había ninguna duda de que era él quien había matado a Peter Wilkins. Aquél era completamente suyo, por supuesto.
Se apoyó contra la pared, la frente presionada en la fría piedra, y sintió que ésta absorbía el calor de su cara. Sin saber muy bien por qué, empezó a pensar en el pato que había criado uno de los veranos en que todavía iba al pueblo, aquel pato al que habían llamado irónicamente Cena. Había engordado a aquel estúpido pato durante todo el verano y cuando llegó el momento de matarlo realmente fue incapaz de hacerlo. Hizo una gran chapuza al intentar cortarle el cuello, vaciló en el primer corte y tuvo que acuchillarle un par de veces más para rematar la faena. Luego el pato había echado a correr sin cabeza por el corral, chorreando sangre, y él había tenido que perseguirlo. Lo entregó a su padre para que lo limpiara y se fue a vomitar detrás del establo. El resto de la familia había comentado que el pato era delicioso pero él tuvo que levantarse varias veces durante la comida para vomitar de nuevo. ¡Cómo se había reído de él su padre!
Temblaba otra vez, le daba la sensación de que no podía parar. Con la misma claridad que si estuviera en realidad en el despacho con él, oyó la voz del capitán Simes que decía: « ¡Él mismo ha caído en la ratonera! Su hijo era uno de los cabecillas en la planificación de la manifestación del campus, y los medios de comunicación le prestaban una gran atención por el simple hecho de que era el hijo de Wilkins. Por eso, justo antes de la manifestación del fin de semana, Wilkins publicó una carta en los principales periódicos...». La voz del doctor Wilkins sonora e imponente mientras miraba fijamente las luces de la cámara: «En aquella carta informé a mi hijo de que si moría mientras tomaba parte en una revuelta que él mismo había contribuido a organizar... bien, le dije que lloraría toda mi vida su muerte, aunque, lejos de condenar al hombre que lo asesinara, buscaría a ese hombre, estrecharía su mano y le invitaría a cenar para agradecer su fidelidad a la defensa de la Constitución de Estados Unidos ante una sedición armada...». «¡De modo que ahora debe mantenerse en sus trece si no quiere perder el poco prestigio que le queda!», de nuevo la voz de Simes. La risita ahogada de Simes.
Habló con Simes durante casi veinte minutos, antes de comprender que el gran vaso de «té helado» que tenía el capitán en la mano era whisky de 100 grados, sus ojos se volvían cada vez más vidriosos, se tambaleaba y farfullaba: « ¡Una guerra civil! Y tampoco se trata de ninguna de estas chorradas de intercambios nucleares. Van a luchar casa por casa en cada pueblo y aldea de América. Una bella y larga guerra...».
Hassmann se miró en el espejo. Tenía el rostro endurecido, contraído, las mejillas hundidas. Los ojos reflejaban crueldad y frialdad. No se reconocía a sí mismo. El extraño del espejo le controlaba sin parpadear; su cara era como la piedra, ese tipo de piedra antigua que absorbe el calor de todo lo que entra en contacto con ella.
Una bella y larga guerra...
Volvió al restaurante. Algunos rostros se volvieron para mirarle furtivamente al pasar; veía que otros de los que comían allí se acercaban mutuamente para murmurar y echarle una mirada. El doctor Wilkins estaba sentado solo en la mesa, rodeado de platos intactos, algunos de ellos todavía ligeramente humeantes. Cuando apareció Hassmann, levantó la cabeza e intercambiaron unas miradas sombrías. Se había quitado las gafas, sin ellas su rostro parecía informe, desnudo, menos confiado, menos autoritario. Tenía los ojos empañados, cansados.
—Julian ha dejado que la señora Wilkins descanse allí dentro un rato dijo el señor Wilkins. Hasta que se sienta un poco mejor. —Hassmann no respondió ni tampoco se dispuso a sentarse. El doctor Wilkins cogió las gafas, se las puso, y luego miró otra vez fijamente a Hassmann, como si quisiera cerciorarse de que hablaba con la persona adecuada. Se incorporó ligeramente en la silla, y miró de soslayo a la mesa que tenía más cerca, con un ademán de los ojos tan rápido y prácticamente imperceptible que recordó el movimiento de la lengua de un lagarto. ¿Acaso le preocupaba que, a pesar de las promesas de Julian, alguno de los clientes pudiera ser periodista y llevar micrófonos direccionales escondidos? La verdad es que algunos podían serlo—. Supongo que le debo una disculpa—dijo el doctor Wilkins lentamente tras un momento de silencio. Hizo una mueca como si paladeara algo de sabor desagradable y luego siguió con una voz severa y poco entusiasta—: Últimamente mi esposa ha sufrido mucha tensión emocional. Está aturdida. Tendrá que ser comprensivo con ella. No se da cuenta de lo difícil que ha tenido que ser también para usted, de lo desagradable que tuvo que resultarle verse obligado a quitar la vida a un ser humano...
—No, señor—le interrumpió Hassmann con un tono claro, nítido, aunque sin saber qué palabras iba a utilizar hasta que éstas salieron de sus labios... notaba la aislante densidad del cristal que se hace añicos al pronunciarlas; toda la descarnada conciencia emocional que durante una semana había intentado rechazar se disparó en su interior... sabía incluso que una vez pronunciadas aquellas palabras él mismo cambiaría irremisiblemente y para siempre... cambiaría el doctor Wilkins... todo cambiaría... contemplaba el rostro del doctor Wilkins. Se estremecía ya ante el golpe que presentía se acercaba... veía el pato sin cabeza que corría, aleteaba y levantaba polvo en el corral... su padre que reía... la señora Wilkins que le observaba por el retrovisor, en la oscuridad... el soldado que asomaba la cabeza por la escotilla del tanque al verles pasar... Que se joda la Unión... Una bella y larga guerra... los ojos impenetrables, despiadados, del extraño en el espejo, el extraño que ahora era él... Recordaba el saludable, estimulante arrebato de júbilo, el implacable vuelco que le dio el corazón al vaciar el cargador de su rifle semiautomático en la silueta que sobresalía, el goce que le proporcionó la llama azulada, el humo, el ruido, te he dado, «hijo de puta, te he dado», destrozando al otro y lanzándolo a un lado en un embrollo de articulaciones rotas, en un divino instante, con un pequeño movimiento del dedo...
—No, señor—dijo con una sombría sonrisa a aquel hombre mayor cansado, articuló cada una de las palabras con una precisión terrible, ni siquiera con la intención de herir al otro, sólo con la intención de que lo comprendiera—. Disfruté con ello—afirmó.
Fin