LA CAJA DE LAS ORQUÍDEAS (Herbert W. Franke)
Publicado en
enero 09, 2017
Primera tentativa
1
Siempre se producen unos segundos de emoción tras el despertar de la conciencia en un planeta desconocido. La escena comienza a estructurarse como en un cuadro, una tras otra van emergiendo las distintas partes de la nada, uno tras otro se organizan los sucesivos detalles —a veces en suaves oleadas, a veces de forma brusca y sincopada—. Y sobre todo ello planea la cosquilleante expectativa de algo inimaginable: tal vez dotado de una fuerza sobrehumana, tal vez mortalmente cruel.
Lo primero que Al percibió fue el olor a tomillo. Estaba tendido en un prado de perfume vegetal, envuelto en un tenue murmullo y un conjunto de informes sombras. Lentamente fue adquiriendo noción de su propio peso; advirtió que algo le levantaba y lo transportaba, para dejarlo deslizarse luego otra vez hacia el suelo. Leves rumores crepitantes comenzaron a diferenciarse del murmullo general. Las sombras adquirieron una tonalidad rojo-anaranjada. Como arrastrados por el viento, se despejaron los últimos velos. Se iniciaba el despertar de los deseos y los interrogantes.
Al se incorporó. Constató satisfecho, aunque no sin un cierto dejo de decepción, que se sentía en su elemento. No hacía un calor ardiente, no había descargas eléctricas, y tampoco se veía husmear a ningún saurio por el lugar. No se divisaba ningún posible peligro. Sintió relajarse su tensión y miró atentamente a su alrededor.
Estaba sentado junto a la barraca sobre un colchón de goma espuma. A través de la puerta de la sala de máquinas le llegó el rumor de un traqueteo. Un cochecito robot rodó sobre la superficie aplanada, con un soplete de soldador entre las tenazas. La sombra de la antena del relevador caía sobre él como una red, trepaba formando curiosos dibujos sobre el mecanismo automático y volvía a bajar por el otro lado.
Al sufría aún una cierta inercia. Cada vez que intentaba incorporarse sentía un leve dolor muscular y una sorda presión le atenazaba el cerebro. Pero con cada nueva inspiración notaba crecer su capacidad de movimiento, su sensación de libertad, sus ansias de acción. Se levantó, flexionó las rodillas e irguió el cuerpo. Se abotonó el cuello de la camisa amarilla de explorador e inhaló profundamente el aire. «Un buen lugar —pensó—. Don ha sabido escoger bien.»
La barraca se alzaba unos cien metros por encima del nivel del valle. Los autómatas habían levantado un poste emisor contiguo a ella. Y unos cincuenta metros más allá, a la misma altitud, se erigía el hangar para el helicóptero. Lo primero que llamaba la atención era el cráter formado al extraer las materias primas. Se abría en el suelo como una herida no cicatrizada, con los rebordes hinchados y teñidos de rojo por el proceso de descomposición de las capas más superficiales, y el interior de un color negro grisáceo. Detrás de la barraca se alzaba la montaña, y a sus pies se extendía un paisaje con millares de colinas planas y de pequeños mares. Sobre el conjunto se cernía el resplandor rojo-anaranjado de un Sol desconocido.
La puerta deslizante de la sala de estar de la barraca se abrió para dejar salir un vehículo con el cuerpo de Katia en el asiento trasero. El coche-robot tomó a la muchacha mediante varias docenas de sensibles tenazas y la depositó en el colchón sobre el que poco antes se había despertado Al. También Katia estaba a punto de recobrar el conocimiento. Sus miembros se estremecían en repetidos y suaves estertores.
—¿Dónde está Don? —preguntó Al.
El coche-robot se detuvo.
—Todavía duerme —anunció su altavoz.
—Continúa tu trabajo —le ordenó Al, y le despidió con la mano.
Conque Don aún dormía. Y Katia se estaba despertando. La comisión de genética había admitido la solicitud de Don y Katia para formar pareja, y algún día tendrían un hijo. Ello había creado unos lazos entre los dos. Don había introducido a Katia en el círculo de sus amigos. La chica era una buena compañera y participaba con entusiasmo en todos los juegos. Sólo una cosa molestaba a Al en todo ese asunto: Don trataba a la muchacha como si en cierto modo le perteneciera, y parecía creerse con derecho a darle instrucciones. Con leve malicia, intentó imaginar la reacción de Don cuando advirtiera que había sido el último en despertarse. —¡Hola, Don!
La voz sonó tan queda, que Al casi no la oyó. —¡Kat! —gritó—. ¡Soy yo! ¡Al!
Se examinó rápidamente para asegurarse de que llevaba la chaqueta color caqui bien puesta y se alisó los cabellos trigueños.
Katia estaba tendida sobre el colchón e intentaba sentarse. Al se arrodilló a su lado, deslizó una mano bajo su espalda y la aupó. Ella le miró con los párpados entrecerrados. —Esta luz es horrible —susurró. —¿Cómo estás? —le preguntó Al. —Lo he resistido. Creo... que estoy muy bien. —Ya te acostumbrarás a la luz —explicó Al—. No tardarás en olvidar que es anaranjada. La verás blanca. Y todo adquirirá su tonalidad normal. Entonces el lugar no te parecerá demasiado distinto de la Tierra.
—Pero el cielo —dijo Katia—. El cielo... —También el cielo se verá azul... Espera y verás. Es un proceso automático. Algo así como un desplazamiento del punto cero de una escala.
«Es curioso —pensó Al—, a mí no me ha molestado en absoluto la tonalidad gris sucio del cielo. Seguramente las mujeres deben de tener una sensibilidad distinta.»
Observó a Katia. El viento le alborotaba los rubios cabellos. La joven estaba aún un poco pálida y su palidez subrayaba los pómulos ligeramente salientes que le daban un aire exótico. Los ojos azul oscuro estaban semiocultos bajo los párpados. Katia llevaba pantalones vaqueros rojos y una chaqueta de cuero negra encima de un jersey también negro. Se estaba recuperando rápidamente. Sus movimientos no tardaron en adquirir mayor coordinación y se le fue aclarando la mirada.
—Es estupendo, Al —exclamó—. ¡Me alegra tanto haber podido venir! Es la primera vez. No te enfades si no hago muy bien las cosas. —Sonrió tímidamente y a Al le resultó aún más simpática que antes—. Pero, ¿qué le pasa a Don?
Hizo un nuevo ademán de levantarse, pero Al la retuvo.
—¡Descansa un poquito más! —le rogó—. Yo iré a ver qué pasa.
Se dirigió a la barraca y cruzó la puerta. El lugar le pareció lóbrego por contraste con la luminosidad del exterior.
Buscó el interruptor a tientas y bajó la palanca. La luz se encendió con un blanco azulado deslumbrador. «Es un lugar increíblemente primitivo», se dijo Al, y esa impresión se acentuó después de mirar otra vez a su alrededor. Todo estaba subordinado a la necesidad de economizar espacio. Una ventana se abría sobre el valle, a su derecha; bajo la ventana había una mesa con tres taburetes. La puerta de la sala de máquinas se abría en la pared de enfrente, y el resto de la superficie estaba dividido en anaqueles con las principales herramientas. Todo lo que no se encontrara ya hecho debía ser fabricado por los propios autómatas. Adosadas a la pared de la izquierda había tres literas, una sobre otra. Don estaba acostado en la del medio. La pesada mole de su cuerpo se había hundido profundamente en el colchón de aire. La manta cubría la figura del hombre dormido hasta la altura de la boca. De las burdas facciones de Don asomaba sólo una parte con la nariz, pues un corto flequillo negro castaño le ocultaba la frente. Ya empezaba a respirar.
Al abrió la puerta de la sala de máquinas y llamó a uno de los autómatas.
—¿Cuándo estará listo Don?
—Dentro de cuatro minutos.
Fue una respuesta exacta, sin titubeos.
—Pues sácalo fuera.
El autómata obedeció. Al le abrió la puerta y salió tras él.
—En seguida estará —le dijo a Kat.
La chica ya se había recuperado entretanto. Katia le hizo muchas preguntas, mientras los dos montaban guardia junto al colchón, donde Don iba ganando acceso a la conciencia. En ese momento todo tenía su interés para ella. Las novedades que les aguardaban eran aún algo lejano e inaccesible; Katia se encontraba en una isla de origen humano y de estampa humana, pero a su alrededor acechaba lo desconocido, el misterio. Tal como le había anticipado Al, se había desvanecido la tonalidad gris del cielo y éste ahora brillaba con un azul intenso, pero ese azul le resultaba extraño a Katia y otro tanto le ocurría con el verde de las plantas y el marrón de la pared de roca que se alzaba a sus espaldas. Aunque sus ojos ya no lo notaran, ese cielo era distinto, y las plantas eran distintas, y tampoco las rocas eran como las de la Tierra. Katia podía palparlo. ¿Y los animales? Oteó a su alrededor, pero no divisó ningún animal. «Mañana —pensó—. ¡Mañana!» Una suave y tibia brisa procedente de la planicie soplaba sobre la ladera, cargada de oleadas de perfume de tomillo. Olía a tomillo, aunque probablemente debía de ser algo muy distinto; el olor se convirtió de pronto en un aliento de lo desconocido.
—¡Eh! —gritó Don, pero su voz aún sonaba débilmente. Con un gran esfuerzo logró incorporarse sobre los codos—. ¿Ya estáis recuperados? A mí todo me da vueltas todavía. Qué vergüenza. ¿Qué tal el panorama?
—Bonito —dijo Katia—. ¿Cómo te encuentras?
—Ya estoy mejor. No tiene ninguna importancia. ¿Habéis visto alguna señal de los otros?
Katia le acarició la frente.
—Ni rastro, Don. No te has perdido nada. En realidad, sólo llevamos un par de minutos despiertos.
—Estupendo. —Don soltó un gemido y se dejó caer otra vez sobre el colchón. Cruzó las manos bajo la nuca y cerró los ojos—. ¿Podéis decirme qué aspecto tiene esto?
—Bastante inofensivo —respondió Al—. Colinas verdes, montañas, lagos. El aire es respirable, la temperatura agradable. Nada de particular. ¡Espero que no resulte demasiado aburrido!
—Es muy poco probable —comentó Don, con los ojos cerrados—. Ya se cuidarán los otros de que eso no ocurra. ¡Además, también tenemos la vieja ciudad!
—¿Dónde está, ahora que lo dices? —quiso saber Katia.
Don se incorporó. Llevaba unos pantalones de pana que le llegaban hasta los tobillos y una ajustada chaqueta de terciopelo con botones dorados. Ya parecía mucho más repuesto.
—Hoy comprobaremos las existencias. Y mañana nos pondremos en camino.
Escudriñó la zona de colinas que se abría a sus pies y luego siguió inspeccionando más allá, hasta el horizonte. Estaba anocheciendo. El Sol colgaba como un disco rojo entre la bruma. Y mientras el astro se iba hundiendo lentamente, más y más, a lo lejos comenzó a reverberar una línea. Rojas chispas se encendían en lontananza para desaparecer luego otra vez.
Don levantó la mano y apuntó hacia abajo:
—Allí está la ciudad.
2
Al día siguiente por la mañana ya habían superado toda la lasitud. Salieron corriendo de la barraca y vieron nacer el nuevo día. Nuevamente les envolvió el embriagador perfume de tomillo. Dirigieron la mirada a lo lejos, más allá de la zona de colinas, y fueron presa de la fuerte atracción surgida de los amplios espacios inexplorados.
—¿A qué esperáis todavía? —exclamó Don—. Venid, vamos a despegar. ¡No tenemos tiempo que perder!
—¿Visitaremos directamente la ciudad? —preguntó Kat.
—Desde luego, eso sería lo más bonito —dijo Al—, pero es más aconsejable atenernos a las viejas y ya probadas normas. Primero debemos hacer algunos análisis. La composición del aire. Las sustancias químicas del suelo. El espectro de las ondas electromagnéticas. La zoología y la botánica...
—Pero, ¿para qué? El aire es respirable; no necesito análisis químicos para saberlo. No se ve el menor rastro de animales. ¿Tienes acaso intención de coger flores?
—No seas pesado, Al —suplicó Kat—. Ya tendrás tiempo de ocuparte de las plantas. Ven con nosotros... a la ciudad.
—¡Ya conoces la situación, Al! —gritó Don—. ¡Tenemos que llegar antes que los otros! ¡Tenemos que ser los primeros!
Se dirigieron al helicóptero y montaron en el aparato. Don se instaló en el asiento del piloto y puso en marcha el motor. Katia y Al se acomodaron detrás. El zumbido de las hélices se convirtió en un ruido ensordecedor y el aparato despegó del suelo. Se elevaron a una altura de quinientos metros.
La cabina transparente ofrecía una amplia panorámica en todas direcciones. El paisaje que se extendía a sus pies parecía de juguete y su belleza recordaba las imágenes de los libros de cuentos. Hubiera podido ser un parque natural de Finlandia, excepto por las sombras de las gigantescas montañas que se alzaban a su alrededor. Desde su privilegiada atalaya podían identificar perfectamente los picos y crestas en la oscura línea quebrada que surcaba el soleado valle.
—¿Cómo se presenta la situación? ¿Encontraremos algo por aquí? —quiso saber Kat.
—Eso —comentó Al—, hasta el momento no nos has aclarado gran cosa. ¡Déjate ya de misterios!
Don orientó la proa del helicóptero hacia su objetivo, rumbo a la ciudad. Apretó el acelerador a fondo y las colinas comenzaron a correr bajo sus pies.
—Atención ahora —dijo Don—. Jack y yo... descubrimos juntos el planeta. Los dos juntos. Nuestra intención era inspeccionar la zona de las nubes de Magallanes con el espejo de rayos sincrónicos. No sé cómo sucedió, es posible que Jack calculara mal la distancia, pero el caso es que nos encontramos mirando al fondo de un hueco, y cuando ya nos disponíamos a dar media vuelta descubrimos un pequeño Sol aislado. A su lado gravitaba un planeta gigante parecido a Neptuno, en vista de lo cual decidimos aproximarnos más al sistema. Y... ¡esto es lo que encontramos!
Don señaló las cadenas de colinas que se iban deslizando unas junto a otras bajo sus pies, como cintas transportadoras.
—¿La otra vez también descubristeis en seguida la ciudad? —preguntó Kat.
—Hay varias. No fue difícil localizarlas. El planeta está cubierto en un noventa por ciento de montañas. El restante diez por ciento de zonas verdes destaca claramente entre el gris y el pardo. Todas las ciudades están en la zona baja, en las regiones onduladas de los valles. Pero esa de ahí —señaló hacia delante con la barbilla— es la más grande.
Una colina se alzaba ahora sobre el horizonte justo delante de sus ojos. Era una colina bastante distinta de las demás: se recortaba contra el azul del cielo con un reborde escalonado, surcado de muescas y salientes en forma de torres. Las siluetas de las otras montañas y cumbres tenían, en cambio, un suave trazado ondulado y liso.
—¿Y no podría quedar aún algún ser vivo dotado de inteligencia? —preguntó Katia.
—Pamplinas —respondió Don—. El período de la evolución orgánica es tan reducido en relación con el tiempo de desarrollo de un planeta que las posibilidades son prácticamente nulas. Nadie ha encontrado seres inteligentes hasta el momento. Aunque abundan rastros. La ciudad está deshabitada con toda seguridad. Parte de los edificios están en ruinas.
Al había levantado los prismáticos enfocándolos sobre la colina cubierta de construcciones. Tuvo que darle la razón a Don. Tan importante y fantástico como resultaba visto desde lejos, aquello que el día anterior les había parecido una recreación de la ciudad dorada bajo la caricia de la luz del Sol encendido, evocando recuerdos de viejas sagas y sueños, resultaba ser sólo un conjunto de edificios desiertos, varias veces destruido.
Kat se volvió otra vez hacia Don:
—Pero, ¿qué ocurre con las criaturas inteligentes una vez alcanzada la fase superior de evolución?
—Se aniquilan entre sí —explicó Don—. En ello nuestra cultura se diferencia de todas las demás. De hecho, algo así comenzó a ocurrir también entre nosotros, con las guerras bacteriológica y atómica; pero logramos frenarlas a tiempo.
Ahora ya se divisaban algunas construcciones a simple vista: torres sobre las que se dibujaban los cuadrados de las aberturas de las ventanas; puentes tendidos sobre los abismos de las calles; armazones de construcciones y mástiles. Buena parte de ello, sin embargo, estaba derrumbado, retorcido, en descomposición...
Al bajó los prismáticos.
—¿Por qué no has vuelto en compañía de Jack?
Don rió.
—¿Crees que me interesan los trastos viejos? ¿Estudiar el grado de desarrollo tecnológico? ¿Los problemas de la arqueología espacial? Todo eso son bobadas. Yo busco nuevas experiencias, ¿comprendes? Quiero una aventura divertida y arriesgada; y lo mismo desea Jack.
—Y por eso...
—Por eso cada uno de nosotros ha organizado su propia expedición. Has acertado. Quien descubra primero cómo eran esos seres, habrá ganado. Cada grupo investigará por su cuenta, sin interferirse en el trabajo del otro. Pero conozco a Jack... Si teme que le arranquemos el triunfo de las manos, hará todo lo posible por impedirlo. Conque debemos proceder con cautela. Concentrad vuestras fuerzas... ¡La tarea que nos espera no será fácil!
La superficie a sus pies seguía siendo sólo una alfombra de azules y verdes. Las formas lobuladas de los lagos salpicaban los prados como hojas caídas. Entre ellos se alzaban macizos aislados de roca. Sólo unos cuantos matorrales dispersos jalonaban el conjunto.
—¿Qué son esos puntitos? —exclamó Katia—. ¡Al, dame los prismáticos!
Al se los alcanzó y fijó la atención, concentrada hasta ese momento en la contemplación de la ciudad, hacia la franja de terreno que se extendía a sus pies. Prados recién crecidos recubrían la superficie ondulada. El verde no era absolutamente uniforme. Al observó que algunas partes parecían tener un color más pálido, y que su distribución parecía seguir una pauta más o menos uniforme; en general, esas zonas formaban unas líneas rectas más claras, aunque a veces también se torcían o se bifurcaban. Recordó uno de los recursos empleados por los astrónomos, consistente en observar la estructura de las sombras que se proyectan sobre la superficie del terreno para identificar así las transformaciones introducidas artificialmente en el relieve natural. Pero el sol ya estaba demasiado alto y no pudo detectar nada claramente significativo.
Los puntos que habían llamado la atención de Katia formaban una salpicadura de manchitas de color, algunas de un negro intenso, otras recubiertas de verde.
—Son agujeros en el suelo —exclamó la muchacha.
Al volvió a coger los prismáticos y comprobó que Katia estaba en lo cierto.
—Parecen huellas de proyectiles, como cráteres de granadas. ¿Creéis que podrían ser reminiscencias de una guerra?
—Es probable —dijo Don—. De alguna forma tienen que haberse matado unos a otros.
Al hizo un gesto negativo con la cabeza. No le gustaban las suposiciones y hubiera preferido examinar esos problemas en profundidad. Pero procuró apartar ese pensamiento de su mente. «A fin de cuentas tampoco hemos venido para eso», se dijo.
Volaban directamente por encima de la ciudad. Las líneas de un verde más claro fueron incrementándose hasta formar una trama reticulada. Ello ratificó a Al en su idea de que debían de ser caminos y carreteras. «Pero, ¿cómo se explica que estén cubiertos de vegetación —se preguntó Al— y que en cambio los cráteres de granadas estén aún pelados?»
A sus oídos llegó una maldición procedente del asiento del piloto. Kat y Al miraron a Don interrogadoramente.
—¡Algo falla en la dirección! —refunfuñó Don—. El aparato no cesa de torcer el rumbo.
—¡Justo ahora que estábamos llegando a la ciudad!
Katia miró perpendicularmente hacia abajo a través del suelo transparente de la cabina: a sus pies se alzaban las primeras construcciones, blancos puntos regularmente distribuidos sobre las verdes superficies.
Al no apartaba los ojos de Don. Era algo realmente extraño. El aparato se desviaba una y otra vez hacia un costado, como un coche sobre una carretera con un fuerte peralte. Cuando Don intentaba torcer demasiado violentamente el rumbo, el helicóptero se ladeaba en dirección contraria.
—No es un problema de la dirección —declaró Al.
Don resopló furioso.
—¿Qué demonios es, entonces?
—Prueba a volar un poco en posición tangencial, describiendo un círculo en torno a la ciudad... Ahora no hay ningún problema... ¿Te das cuenta?
—¡Es verdad, tienes razón!
Katia observaba sus tentativas sin comprender nada.
—¿Qué ha pasado?
—Algo nos obliga a desviarnos de la ciudad —dijo Al—. ¡Conecta el piloto automático, Don!
Don apretó un botón que llevaba una lucecita roja; la luz cambió a verde. Luego hizo girar ligeramente el indicador de dirección. Todos contuvieron el aliento... El rumbo se mantuvo estable.
—Ahora funciona —dijo Don.
—No, tampoco funciona —replicó Al.
Don miró inquieto a su compañero.
—¡Mira allí abajo! —le sugirió Al.
—Bueno, ¿y qué?
—No nos movemos.
—¡Maldita sea! ¡Es verdad!
Desde arriba no se notaba a primera vista, pero después de mirar durante un rato resultaba evidente que no había variado la posición del aparato. El paisaje permanecía inmóvil; estaban suspendidos sobre él, como paralizados en el mismo lugar.
Don apretó el acelerador.
—¿Crees que podría ser una corriente en sentido contrario?
El aparato consiguió avanzar un poco.
Don hizo zumbar el motor, la hélice rugía y el helicóptero logró moverse otro par de metros. Luego se detuvo durante unos segundos y, de pronto, comenzó a vibrar violentamente como un taladro de madera cuando de súbito topa con un trozo de metal.
El fuerte balanceo estuvo a punto de hacerles perder el equilibrio a los tres.
Don aligeró la presión sobre el acelerador, se interrumpió el vaivén y el aparato retrocedió algunas docenas de metros alejándose del centro de la ciudad, con la popa por delante.
Don empezó a despotricar furioso. Desconectó el botón del piloto automático... y el helicóptero dio de inmediato un giro de ciento ochenta grados. Al y Kat quedaron aplastados contra la pared lateral, Don tuvo que agarrarse a la palanca de mandos. Dio gas y se alejó un poco del lugar; luego describió un círculo y volvió a lanzarse a toda marcha sobre la ciudad.
—¡No, alto! —gritó Al, pero el aparato ya se encabritaba...
Resbaló lateralmente; entró en barrena. Don volvió a apretar el acelerador y describió un semicírculo.
—¡Pasaré, aunque todo salte en pedazos!
La fuerza centrífuga les dio otra fuerte sacudida.
—¡Por favor, no hagas eso, Don! —gritó Katia.
Don no la escuchaba y el aparato se detuvo nuevamente como frenado por un almohadón de plumas. La estructura metálica chirrió de un modo inquietante, luego empezaron a elevarse como cogidos por un torbellino... y por fin el helicóptero dejó de deslizarse hacia el costado. Don recuperó el control de la máquina.
Kat había apoyado la cabeza en el hombro de Al y sus párpados se abrían y cerraban sin cesar. Don puso rumbo al campamento sin decir palabra.
3
No llevaban ni veinticuatro horas allí y ya habían tenido que soportar el primer descalabro. Don se había tendido malhumorado sobre su litera y Katia permanecía sentada a su lado con expresión de fastidio.
Al transportó el maletín de análisis hasta el fondo del valle y lo dejó en el suelo al comienzo de la planicie. Comenzó a realizar los análisis físicos y químicos de rutina, recogiendo diversas muestras del suelo y de las rocas, para luego dedicar su atención a las plantas. Seleccionó muestras de flores, hierbas y musgos, y separó las especies que más parecían diferenciarse de las de la Tierra para su preparación. Pero obtuvo unos resultados verdaderamente insignificantes.
Don y Kat se le reunieron al cabo de un rato. Don aún estaba de mal humor. Deambulaba alicaído de un lado a otro, arrancando una que otra flor para luego deshojarla.
—¡Al! —exclamó al cabo de un rato.
Al estaba inclinado sobre un microscopio y emitió un murmullo ininteligible como única respuesta.
—¿Has encontrado algo?
—Nada de particular hasta el momento.
—¿Sabes qué se me acaba de ocurrir?
Al estaba golpeando un trozo de roca con un martillo de geólogo e iba recogiendo las esquirlas.
—¿Qué se te ha ocurrido, Don?
—Este lugar parece estar demasiado muerto. No hay pájaros, ni cuadrúpedos, ni hormigas, ni moscas. Ni siquiera una pulga. ¿Has visto algún animal?
—Mira por el microscopio. ¿Qué me dices de esto?
Don pegó el ojo al ocular.
—¿Qué es eso?
—Una gota de agua. He disuelto un poco de tierra en el agua. Ahí tienes una gota de la solución.
—¿Y qué tiene de particular? No veo nada.
—Precisamente. —Al retiró el portaobjetos de las grapas que lo sujetaban—. Nada, ni tan sólo microorganismos. Sin embargo, también aquí debe de haberse producido una evolución desde los niveles de vida inferiores hasta los más elevados, incluido el nivel superior. ¿De dónde han salido si no los constructores de la ciudad?
Don no supo qué responderle.
—Quiero que veas otra cosa. Tal vez ello te haga cambiar de opinión en cuanto a la inutilidad de los análisis de rutina. ¿Conoces esta fórmula?
Le mostró un papelito.
—El resultado de una reacción química. ¿Sabes tú lo que es?
Mientras Don seguía meneando la cabeza, Al continuó diciendo:
—No existe un nombre para designarlo, pero es sumamente potente. Presta atención: voy a realizar un pequeño experimento para ti.
Introdujo un portaobjetos de polipéptidos en la cámara de vacío del microscopio, conectó la ampliación ionóptica y le hizo un gesto a Don para que se acercara a examinar la imagen.
—Rectángulos alargados. ¿Qué es eso?
—Son bacterias procedentes de nuestro material experimental.
Al introdujo una varilla de vidrio en una probeta y extrajo una gota de líquido cristalino. Retiró el portaobjetos, esparció la gota sobre su superficie y volvió a colocarlo bajo los rayos del microscopio. Echó un vistazo por el ocular para asegurarse de que había ocurrido lo que esperaba. Luego le indicó a Don que se acercara.
—¿Qué ves?
—Los rectángulos se están deshilachando. ¡Habla de una vez, Al! ¿Qué significa esto?
Al se agachó y arrancó un par de hojas de hierba del prado donde se encontraban.
—Según la fórmula, es una especie de antibiótico. Su acción es extraordinariamente rápida y potente.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Está por todas partes. Forma una pequeña capa sobre las plantas y encima de las rocas. Está disuelto en el agua y flota en el aire en forma de polvillo.
Don se encogió de hombros sin saber qué decir.
—Bueno, pero, ¿cómo te explicas...?
—No puedo explicar absolutamente nada. Me limito a constatar. Y todavía queda otra sorpresa. —Señaló unas esquirlas que había desprendido de la roca más grande con el martillo—. He cogido una muestra de allí —dijo Al, y señaló una empinada pared de piedra entre las montañas—. Ya la he estudiado con todo cuidado, pero para asegurarme voy a hacer ahora un análisis espectral completo.
Don y Katia seguían atentamente sus rápidos y precisos movimientos. Cogió una lámina de platino —muy parecida a una lima para las uñas— y rascó con ella un poco de polvo del fragmento de muestra. Depositó parte de ese polvo en la estructura de cristal de un rotor de rayos X e introdujo la lámina en un espectógrafo; luego esperaron el resultado: Don con nervios e impaciencia, Katia con ignorante admiración, Al con fingida calina. Pronto oyeron chirriar las ruedecillas de la cinta transportadora y dos serpentinas de papel de diez centímetros de largo asomaron la cabeza al exterior. Al alargó la mano y luego sonrió.
—No nos dejes aquí plantados como unos imbéciles —le espetó Don—. ¿Qué has averiguado?
Al seguía sonriendo.
—Plástico. Las rocas son de plástico.
Los tres enmudecieron por un instante. Luego Al volvió a tomar la palabra:
—De nada nos servirá esconder la cabeza en la arena. Ahora sí que hemos topado con un verdadero misterio. Un terreno estéril y rocas artificiales... Imposible formarse un cuadro razonable con estos elementos. Pero, ¿sabéis qué es lo más grave? Lo más preocupante es lo que nos ha ocurrido al sobrevolar la ciudad. Aunque ni siquiera ello constituye un verdadero motivo de inquietud. ¡Desde luego no deberías haberte lanzado contra esa fuerza contraria como un salvaje!
—¡Vamos, Al, déjalo ya! —le rogó Katia, y Don le lanzó una mirada llena de ira.
—¿Por qué no iba a hablar de ello? —Incluso el sereno Al revelaba ahora un cierto disgusto—. La tarea que nos hemos propuesto está empezando a resultar bastante menos sencilla de lo que imaginábamos. Si no queremos renunciar a nuestros propósitos, tendremos que empezar por dejar de actuar como crios. ¿O preferís abandonar?
Katia miró a Don y éste pronunció un no categórico.
—Yo tampoco, como es lógico —dijo Kat.
—Estupendo. Entonces lo mejor será establecer un plan un poco sistemático. Hemos constatado unos cuantos hechos que aún no sabemos explicar. En el futuro procuraremos no desperdiciar ninguna oportunidad de obtener mayor información. ¡Estoy seguro de que todo debe tener una explicación lógica!
Don se había sentado sobre la hierba y jugueteaba con un par de briznas.
—¿No puede ser perjudicial para nosotros ese antibiótico? —preguntó con desconfianza al ver que el polvillo se había quedado adherido a los dedos.
—Tranquilízate —dijo Al—. No puede hacerte nada, ya lo sabes.
Don acarició el cuello de Kat con una hierba y se rió al verla retroceder.
—Tienes razón, Al —dijo, recuperando su buen humor—. Tienes razón. ¿Qué sugieres que hagamos ahora?
—Lo mejor será completar los análisis. Mientras tanto podemos ir pensando en la manera de llegar hasta la ciudad.
—¿Quieres decir que quizá se pueda superar esa barrera?
—¿Qué fue lo que nos cerró el paso, en realidad? —preguntó Al—. ¿Una corriente? ¿Un fuerte viento? ¿O una fuerza?
—Sí, tuvo que ser algo por el estilo. En cualquier caso, no era una cosa sólida. ¿Tal vez un objeto blando invisible?
—No creo en los objetos invisibles. En este caso me inclinaría más bien por una fuerza... Una especie de antigravitación. Pero eso no es lo más importante. Para nosotros lo más esencial es saber para qué sirve esa barrera.
—Bueno, una cosa sí está clara... La ciudad está cerrada. Nadie puede entrar en ella. Tal vez el dispositivo sea un resto de tiempos pasados.
—Es posible. Pero, ¿has considerado alguna otra posibilidad? No me parece probable, pero, ¿no podría ser que Jack...?
—¿Jack? Humm... Sería muy propio de él. Pero, ¿cómo podría haberlo logrado?
De pronto ocurrió algo extraño, al principio imperceptible... Un agudo y musical tintineo estremeció el aire. Una bola al rojo blanco cayó del firmamento, como un rayo, luego se oyó un siseo cada vez más intenso que terminó con un golpe seco. Todo volvió a quedar como antes, excepto una cosa: sobre la ladera del montículo contiguo —una colina vulgar y corriente— se abría ahora otro negro cráter.
Los tres seres humanos habían palidecido, podían oír los latidos de sus corazones. Se quedaron allí paralizados como si alguien los tuviera atrapados, y tardaron un rato en recuperarse. Por fin un grito de Al rompió el silencio:
—¡Ya lo tengo!
—¿Qué tienes? —preguntó Don, con voz ronca.
—¡Mañana entraremos en la ciudad!
—¿Sí? ¿Y cómo piensas lograrlo?
—Lo que acabamos de ver era un meteorito. Las hendeduras que hemos visto son cráteres de meteoritos. ¿Has visto alguno en las proximidades de la ciudad?
—No recuerdo.
—Yo sí, y no había ninguno. Ahora ya sé lo que significa ese campo de fuerzas repelentes: es una pantalla protectora contra los meteoritos, que a todas luces abundan mucho por aquí.
—Parece razonable. Pero, ¿qué relación tiene eso con nuestra visita a la ciudad?
—¡Pero si está clarísimo! —dijo Al—. La ciudad sólo tiene que estar protegida por arriba. Estoy seguro de que debe de haber un margen sin obstáculos debajo de la pantalla. Antes había caminos que salían de la ciudad. ¡Si volamos a ras de suelo, conseguiremos entrar!
Don le dio una palmada en el hombro.
—¡Cielos, eso significa que ese simpático campo de fuerzas no está dirigido contra nosotros! ¡Nada se interpone ya en nuestro camino!
Al asintió con expresión esperanzada.
—Eso parece —dijo secamente.
4
Al día siguiente volvieron a salir con el helicóptero. Don se aproximó a la ciudad volando a ras de suelo y aterrizó en cuanto notó la primera señal de resistencia.
—Tenías razón —le dijo Don a Al—, a partir de aquí no hay ningún cráter. ¡Ojalá también resulte correcta tu impresión de que lograremos entrar sin problemas si nos movemos a nivel del suelo!
Bajaron del aparato y comenzaron a avanzar lentamente en dirección a la ciudad. Caminaban con paso inseguro, las manos involuntariamente extendidas hacia delante, como si fueran ciegos. En algún lugar sobre sus cabezas, y tal vez también frente a ellos, se cernía algo invisible pero potente, el primer obstáculo en su camino rumbo a lo desconocido, la primera señal de una fuerza ignorada, el testimonio de una gran superioridad técnica. Flotaba ahí arriba, en el aire, fuera del alcance de los sentidos, y sin embargo real, capaz de sabe Dios qué transformaciones y reacciones. Hasta ese momento no habían encontrado nada dispuesto contra ellos —la caída de meteoritos era un fenómeno natural conocido y no demasiado raro—, pero ahora, conscientes de la proximidad de su objetivo, por primera vez comenzaron a comprender con toda claridad que se encontraban en el ámbito de un mundo impenetrable, en los dominios de un espíritu ya apagado pero aún presente en sus obras. En esos momentos estaban haciendo algo distinto y más osado de lo que jamás habían intentado en su vida, y en cierto sentido todo ello les estaba causando un impacto que nunca hubieran podido imaginar de antemano.
Pequeños y vacilantes, sin ayuda de la técnica, librados a sus propias fuerzas, avanzaban sobre un terreno cubierto de hierba que no pertenecía a ningún territorio humano. El helicóptero había quedado abandonado a sus espaldas y ya se habían alejado de él mucho más de lo que imaginaban. ¡Al tenía razón! La barrera no llegaba hasta allí abajo. Cada metro que avanzaban les hacía ganar seguridad y aumentaba su confianza, hasta que por fin dejaron de palpar el aire con las manos. Los tres se miraron... y en sus bocas se dibujó una expresión de orgullo y de vergüenza a la vez.
Desde allí abajo, el paisaje resultaba muy distinto de cuando lo contemplaban a vista de pájaro. Había desaparecido buena parte de la similitud con las ciudades de la Tierra, y sólo la poco sistemática distribución de los edificios recordaba una ciudad jardín.
Pronto se detuvieron frente a las primeras construcciones; desde allí se gozaba de una buena perspectiva para examinar su forma y modo de distribución. Una inmensa mayoría de los edificios tenían fachadas lisas y redondeadas, recubiertas de un material reflectante e iridiscente, que apuntaban en sentido radial desde el centro de la ciudad. La fachada era la parte más alta de los edificios; éstos perdían altura en la parte posterior, donde también eran más estrechos. Los extremos que señalaban hacia el centro de la ciudad eran aguzados, y sobre esas puntas se erigían unos arcos de medio punto, hechos de metal reluciente, con la abertura cerrada por una red.
—Una arquitectura austera —dijo Don—. Ni una sola ventana. Parecen bunkers. ¿Tú qué opinas?
—Tal vez sean almacenes. No es fácil decirlo —comentó Al.
Katia lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—Tienen estilo —dijo—. Como los garajes modernos.
—Todo está muy bien conservado —dijo Al—. La periferia parece ser la parte más nueva de la ciudad. Lo que se divisa más adentro ya no se ve tan nuevo.
Avanzaron entre dos edificios alargados. La hierba estaba tan crecida como en medio de los campos, y sólo junto a las casas se extendía una estrecha franja libre de vegetación. Katia se desvió un par de pasos del centro del camino para situarse en una de esas franjas.
—Las calles no están en muy buen estado —comentó.
—Lo mismo estaba pensando —declaró Don—. Es probable que esta gente ni siquiera conociera las calles y los caminos. No sé cómo...
Calló repentinamente al oír un rumor siseante seguido de un grito de Kat. Dio media vuelta y vio a Al que corría un par de pasos y luego se detenía con brusquedad. Kat había desaparecido.
—¿Dónde está Kat? —exclamó.
Al abrió la boca sin poder decir palabra, sólo supo señalar la pared desnuda del edificio. Don se abalanzó sobre él y le dio un brusco golpe en las caderas.
—¿Qué ha ocurrido, Al? ¡Habla de una vez!
—Hace un instante todavía estaba aquí y de pronto ha lanzado un grito. He visto cerrarse una negra abertura. Eso es todo.
—¿Dónde estaba la abertura?
Los dos se acercaron al edificio y exploraron la pared. Al aún recordaba aproximadamente dónde había visto abrirse el agujero, palpó la pared, pero no encontró nada de particular.
Entonces volvió a oír el mismo silbido de antes, esta vez muy próximo, algo se abrió frente a él y Al se deslizó hacia el interior del edificio. Todos sus esfuerzos por sujetar el borde del muro resultaron en vano. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero algo le empujó suavemente y le obligó a sentarse... Vio brillar una cálida luz amarilla, y empezó a ascender por una superficie inclinada describiendo suaves espirales, siempre precedido por el reflejo amarillo. Ante sus ojos iban apareciendo distintas imágenes como en un caleidoscopio, manchas de colores, cactus, teclados, hilos de plástico... Luego el ascensor se detuvo... Ante sus ojos se extendía la vasta llanura con las colinas, los lagos y las formaciones rocosas, detrás se alzaba el muro pardo-negruzco de las montañas y más allá se divisaba aún una reluciente corona de picos helados, glaciares y ventisqueros. Kat estaba sentada a su lado. Había hundido el rostro entre las manos.
Al perdió de vista el espléndido panorama, sólo tenía ojos para Kat. Hubiera querido levantarse, pero algo le retenía, suave y sin embargo irresistiblemente. Se inclinó tanto como pudo en dirección a Kat, puso las manos sobre las suyas y comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras al oído. Advirtió que ella dejaba de temblar y se inclinaba hacia él.
De pronto resonó la voz de Don:
—¡Esto ya empieza a pasar de raya, Al! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué ocurrencias son éstas, Kat? No olvidéis que tenemos un trato... ¡Si no yo me largo!
—No te lo tomes así, Don. Kat estaba muy asustada. —No es ninguna excusa. Ella sabe perfectamente lo que estamos haciendo. ¡No necesita tus consuelos!
—Desde luego, Don. Pero no ha sido con mala intención.
Al se había recostado otra vez. Los tres estaban sentados uno al lado del otro sobre plumosos asientos de bordes redondeados y miraban a lo lejos con ojos iluminados. Frente a ellos, casi al alcance de la mano, se extendía el paraíso de colinas y lagos, la majestuosidad de las montañas. Las formas aparecían en una perspectiva increíble, como si aparentemente nada las separara de los observadores. El Sol arrancaba relucientes destellos a las crestas, toda la tierra resplandecía bañada en una armonía de luz y color. El arco azul del cielo parecía casi real al tacto y... sobre ese cielo se distinguían las estrellas. Pero el espectáculo que se les ofrecía no era sólo visual: la hierba murmuraba quedamente al arrullo del viento, un agradable calor les acariciaba los miembros, y un tenue olor a tomillo llenó el espacio con un soplo embrujador de inmensidad, intemporalidad y libertad...
Los tres humanos miraban fijamente, incapaces de ver, oír ni sentir nada. Estaban separados de todo ello por mucho más que una extraña pared de cristal, por más que numerosos millones de años luz, por más que varios milenios de progreso.
Al fue el primero en recobrar el dominio. Recuperó el equilibrio, pero sin alcanzar la serenidad de aquellos que con toda probabilidad debían de haberse sentado allí alguna vez, muchísimo tiempo atrás, en una época inconcebiblemente remota. Miró a su alrededor y declaró:
—Son las tierras que se extienden al pie de las montañas. La pared iridiscente es una ventana.
—Es más que una ventana —dijo Katia—. No sólo se contempla el paisaje... También se oye y se huele.
Don intentó incorporarse, pero sus esfuerzos resultaron tan inútiles como las anteriores tentativas de Al.
—No es una ventana, sino más bien la pantalla de un cine, un lienzo con imágenes. ¡Preferiría que me dijerais cómo podemos salir de aquí!
Mientras intentaba levantarse había extendido una mano hacia un lado, y un tablero de mandos brotó del suelo a su lado. Don apretó el botón... Katia dio un chillido... Los respaldos de los artefactos que les servían de asiento se inclinaron lentamente hacia atrás, arrastrando sus torsos y sus cabezas hacia la nueva posición. Los tres permanecieron allí tendidos de cara al techo, incapaces de incorporarse. Don volvió a tocar los mandos, y húmedas gotas de tibia niebla les rociaron el rostro y las manos con un agradable cosquilleo; un intenso olor más estimulante sofocó el perfume de tomillo. Don probó otro botón, y se apagó la luz...
—Basta —gritó Al, pero ya era demasiado tarde... Sintió el contacto de algo muelle, pero potente, que se aferró a sus músculos, amasándolos, golpeándolos y frotándolos, algo comenzó a describir un movimiento circular sobre su frente con una presión apenas soportable... Imposible moverse... Intentó zafarse a manotazos y puntapiés, pero las manos invisibles se negaban a soltarle, le apretaban, se movían ágiles sobre su cuerpo, le masajeaban...
Al fin desapareció el fantasma. Se hizo una tenue claridad violácea... Al se sentía cansado, increíblemente cansado. Se abandonó a la fatiga y a las masas que se mecían bajo su cuerpo...
—¡Al!
Otra vez:
—¡Al!
Con gran esfuerzo consiguió deshacerse de unos sueños indescriptibles.
—¡Despierta, hombre! ¡Tenemos que salir de aquí!
Al volvió la cabeza: Don estaba tendido a su lado. La giró hacia el otro lado: allí estaba Kat.
—Sí, claro, tenemos que salir.
«Es una lástima —pensó—, hubiera preferido no moverme de aquí. No hacer nada, no anhelar nada... Soñar...»
—Tenemos que salir de aquí.
«Tal vez no nos suelten nunca. ¿Para qué salir si cada cual es prisionero de sí mismo? Pero tenemos una misión que cumplir. ..»
—Don, tiene que haber algún botón que permita salir. Pero, por favor, no conectes otro de esos masajes.
Seguramente también debía de haber botones para recibir alimentos, escuchar música y hablar a distancia.
—¿No ves ningún botón aislado en el extremo inferior del panel?
Lo más agradable era sin duda el profundo sueño lleno de indeterminadas fantasías, un sueño que no disipaba el cansancio. Al, con los ojos aún entrecerrados, observó que Don alargaba otra vez la mano hacia el tablero de mandos...
Nuevamente la luz amarilla corría delante suyo... Al fue deslizándose poco a poco hacia abajo... Un rectángulo de luz se abrió frente a él, y la fría luminosidad cegó sus ojos...
Al se encontró nuevamente de pie frente al edificio. Katia se apoyaba contra la pared junto a él. Oyó un zumbido a sus espaldas... Don también salió del edificio y se les acercó tambaleante.
5
Las casas seguían incubándose bajo el calor del sol, blancas figuras en forma de gota sobre el verde prado, las hierbas se mecían al viento, algunos pétalos se desprendían de los macizos de flores y caían revoloteando, ligeros como plumas. Más arriba se extendía la profundidad azul del cielo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Al.
—¡Y ahora qué, y ahora qué! —le remedó Don—. Seguiremos adelante. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Y adonde nos dirigiremos?
—Hacia el centro, como es lógico. ¡No hemos venido aquí a divertirnos!
—Hemos entrado en el edificio cuando menos lo esperábamos —le replicó Al sin inmutarse—, y hemos vuelto a salir sin saber tampoco cómo. Supongo que los habitantes de esta ciudad debían venir a pasar el rato en estos edificios, se acomodaban en la gran sala, detrás de la pared frontal que desde fuera parece opaca, se sentaban en las tumbonas, dormían, comían, bebían y se hacían dar masajes; mientras tanto contemplaban las imágenes de la pantalla luminosa. Seguramente el panorama de las colinas era su espectáculo preferido, pero es probable que de vez en cuando también quisieran ver algo distinto. Supongo que también debe de haber algún mando para proyectar películas u obras de teatro. En el teatro y en el cine aparecen hombres, o lo que fueran esos seres. Deberíamos estudiar detenidamente ese aparato. Tal vez no nos falte mucho para lograr el objetivo de nuestra misión.
Don había echado a andar en dirección al centro. Miró a Al por encima del hombro y le gritó:
—¿Quieres que te rocíen otra vez? ¿Te gustaría que te dieran otro masaje? ¿Quieres echarte a dormir de nuevo? —Arrancó un puñado de flores de la rama de un pequeño matorral y lo arrojó con furia—. ¿Quieres que Jack se nos adelante?
Katia se había detenido indecisa y miraba a Al sin saber qué hacer. Él le devolvió la mirada.
—Vamos —le dijo resignado.
Comenzaron a avanzar entre los edificios, procurando mantenerse prudentemente en el centro del pasaje. Todas las construcciones tenían la misma forma de gota tumbada con la punta hacia atrás, todas estaban hechas del mismo material blanco o marfileño. Frente a ellos seguían alzándose las fachadas con su brillo de madreperla, en las que se reflejaban unos soles borrosos. Sólo de tarde en tarde se alzaba entre ellas algún edificio gris de forma cúbica. Al hubiera deseado poder examinarlos más detenidamente.
De pronto Al advirtió que Katia comenzaba a cansarse, y le rogó a Don que les permitiera detenerse un momento.
—Por mí haz lo que quieras —gruñó Don, a quien en realidad tampoco le molestaba la idea de descansar un poco.
Al había divisado cerca de allí un curioso edificio gris cuya forma difería de las demás; se aproximó con cuidado. No pudo distinguir ninguna puerta, pero ahora ya sabía que ello no era necesariamente una señal de que no las hubiera. Empezó a dar lentamente la vuelta alrededor del edificio. No quedó demasiado sorprendido cuando a su lado se abrió de pronto una escotilla y una fuerza lo agarró, lo empujó sobre un asiento y se lo llevó de allí.
Nuevamente avanzó acompañado de la luz amarilla, pero esta vez el recorrido duró sólo un par de metros. Al entró directamente en un cuartito, que parecía una versión en miniatura de la sala anterior. Se detuvo frente a una pantalla circular de la altura de un hombre; la superficie se iluminó acto seguido y sobre ella apareció una imagen: los familiares edificios blancos de esa parte de la ciudad. Al comprendió al instante que la imagen era una reproducción del panorama que se divisaba desde esa construcción cuadrada. Miró a su alrededor y descubrió lo que buscaba: un tablero con un par de palancas y botones. Tras un instante de vacilación, apretó el botón del extremo superior izquierdo. Una sacudida apenas perceptible, y la imagen que tenía ante los ojos comenzó a moverse. Las sensaciones que le transmitía su sentido del equilibrio y las imágenes que veía se fundieron en una impresión general razonable: se movía. No sabía cómo ni en qué dirección, pero se movía. Las figuras de Don y Katia aparecieron brevemente ante sus ojos, vio crecer los rostros atemorizados, oyó sus gritos; luego ambos agacharon la cabeza, Al se deslizó sobre sus figuras y siguió avanzando entre los edificios. Con muchísimo cuidado, intentó accionar los botones y palancas e ir tomando nota de los efectos suscitados por cada uno. Así descubrió la manera de ampliar y reducir las proporciones de la imagen, de acelerar y aminorar la marcha, o —lo que era más probable— el vuelo, y por fin también aprendió a detener el aparato. En el extremo inferior había un botón aislado que servía para hacer salir a los pasajeros de la manera consabida. Al observó el vehículo desde fuera: era un cilindro gris, redondeado por el extremo y sin ningún saliente.
Miró a su alrededor con la intención de orientarse, pero no halló ningún punto de referencia. Se acercó a la puerta, se dejó conducir otra vez hasta el sillón de mando y volvió a examinar el tablero. Junto a los botones y las palancas descubrió un dibujo, recubierto de un reticulado circular. Tres puntos aparecían especialmente señalados sobre el mismo. Dos de ellos, uno azul y el otro verde, parecían fijos sobre el dibujo. El tercero era una plaquita roja que podía desplazarse sobre las líneas.
Al tuvo una intuición. Puso otra vez en marcha su aparato y comprobó que no andaba errado: el punto azul comenzó a moverse. Deslizó la plaquita roja por encima de la mancha azul hasta situarla sobre la señal verde. Aguardó con atención. Ya creía haberse equivocado, cuando el aparato dobló una esquina y el puntito azul reprodujo la misma maniobra sobre el plano, pues de eso se trataba: un plano de la ciudad con una red de recorridos superpuesta. Al desconocía aún la posible relación entre el vehículo y los recorridos marcados, pero en cualquier caso estaba condicionado a ellos. Y puesto que ahora había colocado la plaquita roja —que a todas luces servía para fijar el punto de destino— sobre el lugar de partida, hacia allí se dirigió otra vez el vehículo. Una juguetona alegría invadió a Al a medida que iba comprobando cómo aumentaba poco a poco su dominio sobre el organismo técnico, con qué soltura obedecía éste al menor gesto de su mano. Aceleró más y más la marcha, frenando de vez en cuando sin sacudidas ni patinazos; el aparato doblaba elegantemente las esquinas, contorneaba los bloques de edificios y recorría a toda velocidad las rectas más largas.
No habían transcurrido ni diez minutos desde que dejara a sus compañeros de viaje cuando volvió a vislumbrar sus figuras. Al se detuvo frente a ellos y apretó el botón de salida. El asiento se movió bajo su cuerpo y de inmediato se encontró al lado de la puerta, como transportado en la cresta de una ola.
—¡Entrad! —les llamó—. Ya no tendremos que andar.
—Vaya susto nos has dado, cuando te has lanzado sobre nosotros y luego has desaparecido. ¿Dónde has estado?
Al tenía el rostro radiante.
—¡Sólo quería hacer un pequeño recorrido de prueba! —exclamó—. Ya podéis subir. ¡La cosa no puede ser más sencilla!
Don fue el primero en cruzar la puerta y desapareció en el interior. Katia le siguió a continuación y detrás de ellos entró Al. Explicó el funcionamiento de los mandos a Don y éste puso en marcha el vehículo... rumbo al centro de la ciudad.
6
Don también aprendió a manejar la dirección sin dificultad.
—Me alegro de que no os haya ocurrido nada... —dijo Al— cuando he pasado por encima de vuestras cabezas. ¿Qué aspecto tiene desde fuera el aparato cuando está en movimiento?
Don tenía concentrada toda la atención en el rumbo a seguir, a pesar de que el aparato conservaba automáticamente la dirección. Cuando por fin le respondió, lo hizo con la mirada fija en la pantalla.
—No se desplaza sobre el suelo. Vuela; mejor dicho, planea aproximadamente a tres metros de altura. Como un dirigible, aunque muchísimo más veloz. No me preguntes cómo lo hace.
—Es estupendo que hayas descubierto este vehículo, Al —comentó Kat.
Estaba sentada frente a él y detrás de Don. No paraba de volverse a derecha e izquierda, tanto como se lo permitía su asiento, empeñada en no perderse ninguna de las cosas dignas de atención que iba descubriendo a cada momento.
—Caminar es aburrido, ¡pero esto tiene su gracia!
—Pienso que debe de haber una guía enterrada bajo el suelo; tal vez el aparato esté conectado a ella por un sistema de radar.
Y es posible que ésta le suministre también la energía necesaria. Sea lo que sea, es imposible desviarse de la ruta prefijada.
Su comentario incitó a Don a probar otra vez todas las palancas y botones, pero por fin tuvo que reconocer que el dictamen de Al estaba justificado. Tras acelerar, frenar y volver a acelerar varias veces, Don renunció por fin a sus tentativas.
—Bueno, tendremos que dejar que el aparato siga su camino. De todas maneras, ya no falta mucho. . Ésa parece ser la parada final.
—La verdad es que esta forma de transporte sin caminos resulta ideal —comentó Al—. Nuestro proceso de desarrollo se orientó en otro sentido. Toda la Tierra está cubierta de calles y carreteras. Con frecuencia he lamentado este hecho, que nos ha dejado sin ni siquiera un pequeño trozo de terreno virgen.
Su comentario no obtuvo respuesta.
El vehículo se detuvo unos cuantos centenares de metros más adelante y los pasajeros pusieron en marcha el dispositivo que les transportaría al exterior.
—¡Qué lástima! —exclamó Kat—. ¿Tendremos que continuar a pie?
—Puedes quedarte aquí si lo prefieres —le respondió Don, mirando a su alrededor para orientarse y decidir qué camino deberían seguir a partir de allí. La realidad resultaba monótona e insulsa en comparación con la espaciosidad y luminosos colores de la imagen de la pantalla. Y el hecho de que se encontraran a todas luces en el límite del extrarradio moderno contribuía a reforzar esa impresión.
—Ahora comprendo por qué la red de guías subterráneas sólo describe un círculo y se detiene aquí.
Don trazó el círculo en el aire.
—A partir de aquí entraremos en zonas más antiguas de la ciudad; el dirigible aún no debía de haberse descubierto cuando fueron construidas.
Al asintió con la cabeza.
—La ciudad parece haber crecido radialmente hacia el exterior. Lo más probable es que fueran construyendo un anillo tras otro.
—Pero, ¿por qué no habrán modernizado las zonas interiores?
—¿Para qué? —preguntó Kat—. Construyeron sus modernas viviendas mirando hacia el exterior. Luego, les era indiferente el panorama que pudiera existir en el centro.
—Podría ser —opinó Al—. Seguro que ya habían superado mucho antes la fase de superpoblación.
—¿Por qué seguimos avanzando hacia el interior de la ciudad? —quiso saber Katia—. De lo que estáis diciendo se desprende que en los últimos tiempos no vivía nadie en el centro. ¿Para qué ir allí entonces?
Don se balanceó indeciso sobre uno y otro pie. El centro de la ciudad ejercía una poderosa atracción sobre su instinto aventurero, pero, por otra parte, también le interesaba mucho ser el primero en alcanzar la meta propuesta; por conseguirlo hubiera estado dispuesto a aceptar muchas cosas, incluso hubiera accedido a realizar una investigación minuciosa. Pero ello hubiera significado darle finalmente la razón a Al, quien ya antes se había manifestado partidario de explorar detenidamente los edificios, y ésa no era una decisión fácil para Don.
—No hemos encontrado rastro de los habitantes en las casas —dijo sin demasiada convicción.
—¿Hasta dónde habrán llegado? —preguntó Kat; por su expresión se notaba que el problema la desbordaba—. En todo caso, tu teoría no ha resultado correcta.
—¿Qué teoría? —preguntó Don, algo molesto.
—Pues la teoría de que los habitantes se habían destruido entre sí. ¡Las viviendas de la última generación están intactas!
—¿Y qué hay con eso? ¡No olvides que existen medios como el gas tóxico o las bacterias!
—¡Entonces deberíamos haber encontrado algún rastro de ellos!
—¿Tal vez se refugiaron en los sótanos?
—Es posible. No nos hemos detenido a comprobarlo —dijo Al, interviniendo por primera vez en la conversación.
Don lanzó un bufido de irritación.
—No hemos tenido ocasión de hacerlo. ¿O acaso has logrado moverte de tu asiento?
—¿De verdad creéis que encontraremos a los habitantes de este planeta momificados en los sótanos? —Katia se debatía entre el horror y la curiosidad.
—Yo creo que el problema es de un orden muy distinto —dijo Al—. ¡Deberíamos examinarlo con mayor detención!
—¿Intentas colarnos otra vez tus teorías? —preguntó Don, procurando adoptar un tono de burlona superioridad, pero en el fondo sabía que tal actitud era sólo un recurso para ocultar un anterior fallo suyo.
—El problema es el siguiente —siguió diciendo Al sin parar mientes en la ironía de Don—: ¿Qué dirección sigue la evolución de los seres inteligentes una vez superada la fase de la auto aniquilación? En el fondo, ni siquiera tú crees que sólo nosotros lo hayamos conseguido, Don.
—¿Y qué dirección quieres que siga? —Don hizo la pregunta con aire de superioridad. Luego siguió declamando con voz gangosa—: Y sí no han muerto, señal de que aún viven.
—¿Consideras que una raza que ha alcanzado un determinado grado de perfección tecnológica ya no tiene nada que temer?
—¿No podrían haberse extinguido de forma natural?
Cada vez resultaba más evidente la reticencia de Don a entrar en esa discusión. Al estaba decidido a no ceder.
—Quieres decir, tal vez, que una vez llegados al punto en que ya no les amenaza ningún peligro, en que son capaces de satisfacer todos sus deseos, en que se han acabado los problemas para ellos... que entonces ya no tiene sentido seguir viviendo. Que se limitan a esperar la muerte. ¿No te parece una explicación excesivamente simplista?
—Deja mis opiniones en paz —le espetó Don, ahora molesto de verdad—. Propongo que intentemos subir a lo alto de esa torre. —Señaló un bloque elevado recubierto de una cúpula del mismo material iridiscente que ya habían observado en las fachadas de los edificios de las afueras; la construcción se elevaba un buen trecho por encima de los demás edificios—. Desde allí podremos lograr una buena perspectiva sobre la mayor parte de la ciudad. Tal vez descubramos alguna nueva pista, y luego... —no intentó ocultar cuánto le costaba hacer esa concesión—, luego, si queréis, podemos explorar una de las casas.
—Buena idea —dijo Al, y guiñó un ojo a Kat, convencido de que también ella debía encontrar graciosa la irritabilidad de Don. Pero la chica le miró extrañada y echó a andar calladamente en pos de Don.
A partir de ese punto se acababa la zona del orden y la limpieza. Las casas se amontonaban a su derecha y a su izquierda y el espacio que quedaba entre unas y otras ahora sí que realmente merecía el calificativo de calle. Los edificios estaban construidos con materiales de distintos colores, y probablemente también de distinta clase. Los había grandes y pequeños, y cada Uno parecía tener un diseño propio, dictado seguramente por el capricho de cada arquitecto. Las construcciones no estaban intactas como las anteriores. El color de los paredes aparecía descascarado, los huecos y los rincones estaban llenos de mohosos productos de descomposición, jirones de un material transparente colgaban de unas aberturas alargadas que seguramente debían ser ventanas.
También se veían destrozos que no parecían causados por los efectos del tiempo, sino por influencias exteriores: grietas en los muros, techos hundidos, ruinas ennegrecidas. En algunos puntos se observaban asimismo algunas señales de trabajos de restauración: varias grietas aparecían tapadas con una masa similar al mortero; tejados de emergencia cubrían algunas ruinas.
Y entonces toparon con un cráter de granada.
A su alrededor ya no crecían plantas, ni hierba, ni matorrales, el sendero estaba lleno de cascotes y todo aparecía cubierto de una capa de polvo que se levantaba con el aire. El camino se interrumpía bruscamente y el suelo se hundía sin solución de continuidad; el punto más profundo visible estaba a unos cinco metros de la superficie. La depresión estaba cubierta de polvo amarillo, y las paredes de la fosa también estaban llenas de polvo. Don se arrodilló al borde del cráter, se inclinó y pasó el pañuelo por una pequeña zona para limpiar el ligero material amarillo. Debajo apareció un conglomerado de trozos de escoria rojos, pardos y negros.
—¡El cráter de un meteorito! —exclamó Kat—. ¡Y yo que había creído que la ciudad estaba protegida contra los meteoritos!
—Ahora sí —explicó Al—, pero antes no lo estaba.
—Humm —gruñó Don y sacudió su pañuelo—. Lo más probable es que no inventaran el paraguas protector hasta después de iniciada la construcción del cinturón exterior.
Al estuvo de acuerdo.
—Seguramente sólo entonces comenzaron a adquirir el dominio de la materia que caracterizó su último período. No entiendo mucho de tecnología, pero creo que aquí hay ciertas cosas que ignoramos por completo. Por ejemplo, el paraguas protector. O el mecanismo que nos ha hecho penetrar a través de las puertas y luego nos ha permitido salir otra vez al exterior.
Katia miraba inquieta hacia el cielo. No se veía ni rastro de paraguas protector y no costaba mucho empezar a dudar de la existencia de lo que no se veía. Don seguía cavilando.
—¿No podría ser consecuencia de un bombardeo por parte de un grupo político enemigo? ¿Tal vez el mecanismo protector no es automático y continúa en funcionamiento porque nadie lo ha desconectado?
Al movió negativamente la cabeza.
—No lo creo. Un grupo tan poderoso debía contar sin duda con medios más eficaces. No poseería sólo semejantes proyectiles, relativamente inofensivos.
—Entonces, en marcha —ordenó Don—. ¡Esa atalaya debe de estar por aquí!
Imposible avistarla en medio del desorden de las casas. Para orientarse aproximadamente tuvieron que ir buscando lugares desde los que pudieran descubrir de vez en cuando la silueta del alto edificio por encima de las lisas superficies de los tejados.
Doblaron aún un par de esquinas y por fin se encontraron ante la torre. También ésta mostraba rastros de decadencia, pero la estructura todavía parecía manifestarse bastante estable. A diferencia de lo que ocurría en las viviendas más modernas, las aberturas de las puertas estaban a la vista.
—Ten cuidado —le aconsejó Kat a Don, que ya estaba cruzando el umbral—. Si el mecanismo de transporte tiene algún desperfecto puedes quedar atrapado o morir aplastado.
Don descartó la advertencia con un gesto despreocupado.
—¡No te preocupes, criatura!
Realmente no parecía ocurrir nada especial. Don penetró en la habitación oscura y buscó a tientas el interruptor, sin resultado. Poco a poco fue habituándose a las desfavorables condiciones de luz y comenzó a distinguir los contornos de los objetos. Una rampa inclinada subía a su izquierda, y un aparato en forma de caja colgaba de unas guías verticales a su derecha. Don supuso que debía de ser un ascensor y se dirigió hacia un tablero de plástico provisto de botones que estaba empotrado a la altura de la cadera, a la derecha del aparato.
Katia y Al le habían seguido al interior de la habitación. Esperaron un momento para dar tiempo a sus ojos a adaptarse a la luz natural que entraba por las ventanas. De pronto contuvieron el aliento; la caja del ascensor había comenzado a elevarse en medio de una nube de polvo.
Oyeron toser a Don y vieron subir la sombra del ascensor entre la polvareda.
—Baja de ahí —le gritó Al—, ¿pretendes acaso que subamos andando?
Un nuevo chirrido sonó en lo alto, a su alrededor cayeron algunos cascajos... Un fragor apagado, el ruido de algo al romperse, un crujido, un cuerpo oscuro se desplomó frente a ellos, el suelo se estremeció y las barras verticales temblaron y rechinaron como si estuvieran a punto de quebrarse.
Al se limpió el polvo de los ojos e intentó distinguir entre la bruma; deseaba asegurarse de que los demás también habían salido ilesos.
—Saltaba a la vista que podía ocurrir algo así —se lamentó. Don emergió a su lado entre el polvo—. ¿No te has muerto?
—Me he aplastado la mano —logró mascullar Don entre dientes—. ¡Cómo he podido ser tan imbécil!
Al respiró hondo.
—Eso me pregunto yo.
—Claro, tú siempre lo sabes todo —siseó Don, y escupió algunos granitos de arena.
—¡Me irrita que seas tan corto de entendederas! —explotó Al—. ¡Si no estás dispuesto a tomarte esto en serio, búscate a otro para que ocupe mi lugar!
Oyeron gimotear a Kat en un rincón.
—Kat —llamó Don—. ¿Dónde estás?
También Al olvidó momentáneamente la discusión.
—¿Te has hecho daño?
—Sí —susurró Kat.
Los dos hombres transportaron a la muchacha al exterior y la tendieron en el suelo.
—¿Qué te ha pasado, Kat? —le preguntó Al.
Katia seguía llorando en silencio.
Don la obligó a mover los brazos y las piernas, le alzó la cabeza e intentó ponerla boca abajo, pero entonces Katia se levantó de un salto.
—Me estás ensuciando —le gritó furiosa—. ¡Suéltame!
—Chicos, chicos —sermoneó Al—. ¡Debería alegraros que no haya pasado nada! ¡Basta ya de peleas!
Don reaccionó ofendido.
—Yo pienso subir andando. ¡Vosotros haced lo que os plazca!
Dio media vuelta en dirección a la puerta y cruzó el umbral. Al se quedó mirando a Katia dubitativo; la chica estaba algo maltrecha, pero se la veía reconfortantemente indemne, conque Al decidió seguir a Don a toda prisa. Kat entró tras él, gimoteando todavía un poco al andar.
La torre tenía por lo menos treinta pisos de altura. Por fin llegaron a lo alto, jadeantes tras el inusitado esfuerzo. Don no parecía haberse equivocado demasiado con sus suposiciones. Una cúpula cubría la habitación, fabricada con el mismo material cuyas maravillosas propiedades ya conocían, reluciente e irregularmente reflectante, cubierta de reflejos de todos los colores desde fuera; transparente, desde dentro, con la característica de que acentuaba de un modo increíble los contornos y relieves de la imagen. Posiblemente antes no le habían prestado atención, o tal vez el fenómeno resultaba particularmente intenso desde esa perspectiva, lo cierto era que las estrellas colgaban alrededor de la habitación, repartidas en una serie de cascadas diferenciadas.
Estaban de pie sobre una plataforma elevada, con la frente sudorosa, las ropas llenas de polvo y el miedo que habían pasado todavía inscrito en sus rostros, pero por primera vez en el viaje se encontraban bajo el embrujo de un fenómeno prodigioso, jamás experimentado por hombre alguno, a cuyo impacto no podía escapar ni el más curtido de los tres.
Pasado un rato, Don se acercó a una cajita montada sobre un pedestal, en el centro exacto de la habitación.
—Pruébalo tú —dijo a Al.
Al hizo girar cautelosamente una de las ruedecillas y en el acto pudieron comprobar cuál era su efecto. Se modificó el ángulo de la imagen que se proyectaba sobre la cúpula, un giro de un par de segundos en la ruedecita les hizo desplazarse varios millones de años luz a través del espacio. Parecía como si estuvieran en medio de las estrellas. Las luces inmóviles formaban nebulosas de colores suspendidas en el vacío, se agrupaban en espirales, formando superficies planas, esferas; los cometas avanzaban veloces entre ellas, se veían rodar las nubes de gases. Ante sus ojos brillaban desconocidos grupos de estrellas, constelaciones jamás observadas, pero sin embargo se trataba del mismo universo que se divisaba desde la Tierra, las mismas estrellas, las mismas nubes de materia apagada o incandescente, y en algún lugar, en algún escondido rincón que ahora no tenían tiempo de buscar, pero que sin duda estaba al alcance de aquel fantástico ojo artificial, debía de encontrarse también el Sol, su familia de planetas, el mundo glacial de Neptuno, Saturno con su anillo, el desierto rocoso de Marte, el caldero brumoso de Venus, la esfera incandescente de Mercurio, y entre ellos rotaba también la Tierra, su patria, la morada del hombre, el lugar donde iba evolucionando su cultura: allí vivían y pensaban, soñaban y morían los seres de su especie. Ninguno de los tres se hubiera creído todavía capaz de maravillarse de tal manera, y en aquellos pocos segundos cada cual experimentó algo inexpresable, una sensación que reducía al absurdo la escala de valores de lo que habían anhelado, buscado y alcanzado hasta el momento, para adecuarla a nuevos significados insospechados.
Al hizo girar otra vez la ruedecilla hasta la posición anterior y volvió a rodearles el panorama del planeta, el montículo central con unas construcciones que formaban una especie de fortaleza, los distintos círculos concéntricos correspondientes a las diversas fases de desarrollo de la ciudad, la hoya sembrada de colinas y lagos y las cadenas de montañas que la cerraban en todas direcciones.
Al tocó otra palanca, y entonces el paisaje pareció caer y empezó a precipitarse sobre ellos a una velocidad vertiginosa. En el borde inferior de la cúpula, orientada un poco hacia fuera y hacia arriba, fue surgiendo paulatinamente una sección muy ampliada del panorama; casas, torres y puentes emergían como piezas de un luminoso decorado para disolverse luego en una nada puntiforme en el límite del campo de ampliación, precipitándose en la insignificancia, la bruma, la inexistencia, mientras nuevas construcciones iban asomando como bien dibujados bastidores.
—¡Alto! —bramó Don.
Su grito le sustrajo bruscamente al embrujo del momento y otro tanto les ocurrió a los demás; los tres volvieron a experimentar la realidad, después de haberse limitado a contemplarla, volvieron a oír" después de haber escuchado tan sólo, y volvieron a pensar, en tanto que antes sólo sentían. Y lo que percibieron fue un movimiento inesperado y fuera de lugar en esa ciudad, pero en cambio típicamente humano: el subir y bajar del cuerpo al andar, la flexión de las rodillas, la manera de adelantar los pies, los gestos de las manos... A sus espaldas se iban levantando pequeñas nubes de polvo amarillo como bolas de algodón. Podían distinguir claramente todos los detalles.
—¡Jak! —Don soltó un nuevo gruñido—. El que va delante es Jak, Rene le sigue un poco desplazado hacia un costado ¡Y ahí vienen también Tonio y Heiko! ¿Dónde están? ¿Podrías orientarte?
Al redujo la imagen y pudieron hacerse una idea aproximada de la distancia que les separaba del segundo grupo y la dirección por la que éstos avanzaban rumbo al centro. Luego el grupo desapareció detrás de un edificio bajo y alargado.
—¿Has visto, Al? —exclamó Don—. Ellos tampoco se han entretenido en la zona exterior. Jak tiene buen olfato. Se dirigen el centro. ¿Les falta mucho para llegar? ¿Un kilómetro? ¿Dos kilómetros? Pero ¿qué esperas, Al? Rápido, Katia, date prisa... ¡Van a llegar antes que nosotros!
Al fijó un punto en la pantalla, luego reguló lentamente el grado de ampliación, y por fin logró captar lo que le había llamado la atención.
—Pero, ¿qué haces, Al? ¡Vámonos ya!
Don retrocedió para arrancar a su amigo de allí.
—Un momento —exclamó éste—. ¡Mira aquí!
Los tres observaron el nuevo punto que Al acababa de ampliar, una panorámica de la parte más moderna y más alejada del centro de la ciudad. En medio de un grupo de los ya conocidos edificios en forma de gota, rodeado de agradables superficies verdes, se divisaba una mancha que formaba un curioso contraste con el resto del panorama: dos casas retorcidas y caídas, y junto a ellas un cilindro transportador completamente destrozado El centro de la catástrofe parecía ser una hendedura plana, sobre la que ya había vuelto a crecer hacía tiempo la hierba.
—¿Qué te sucede ahora? ¡Es el cráter de un meteorito, como cualquier otro! —dijo Don.
—En esa zona no hay cráteres de meteoritos. —Al cerró los ojos en un esfuerzo de concentración—. Es algo mucho más simple: un accidente, una explosión. —Volvió a guardar un par de segundos de silencio, luego declaró—: Conque, después de todo, el círculo exterior no representa la última fase de la historia de la ciudad. Tenías razón, Don. Debemos dirigirnos hacia el centro.
7
Reanudaron la marcha rumbo al centro de la ciudad, pero no llegaron muy lejos. Las casas estaban cada vez más apretadas, los pasajes que quedaban libres entre unas y otras formaban complicados vericuetos. Por fin los amigos no pudieron seguir avanzando en la dirección prevista y se vieron obligados a dar rodeos que les conducían cada vez a nuevas plazas y esquinas, sin aproximarles realmente a su verdadero objetivo.
—¿Cuánto rato pensáis continuar? —preguntó Katia con voz cansada—. Ya empieza a oscurecer.
—¿Pretendes que nos volvamos ahora? —Don parecía decepcionado—. ¡Justo ahora, cuando ya estamos tan cerca de nuestra meta! ¡No sé cómo se me ha ocurrido traerme a alguien como tú!
—Sólo era una pregunta —se excusó Kat—. No tienes por qué ponerte así. Sólo pretendía advertirte. ¡Ni siquiera tenéis lámparas!
—Hará una noche clara y estrellada —declaró Don, rechazando cualquier posible inconveniente con un movimiento del brazo—. Preferiría que me dijeras cómo podemos continuar. Vaya porquería. ¡Dime cómo continuaremos a partir de aquí!
—Tengo la impresión de que debe de haber una calle más ancha un poco hacia la derecha —dijo Al—. Sería lo más indicado para llegar al centro.
—¿Qué dices? ¡Para eso tendríamos que retroceder un trecho! ¡No podemos perder el tiempo!
Sólo después de haber vagabundeado en círculos durante algún tiempo más, se avino Don a aceptar la sugerencia de Al. Avanzaron aproximadamente un cuarto de hora a través de estrechas callejuelas, sobre terreno desigual y polvoriento, entre muros agrietados y ventanas sin cristales, luego llegaron a una casa alta y estrecha adosada a una gigantesca muralla. El muro estaba hecho de piedras burdamente talladas, unidas con argamasa, sin ningún revestimiento. Lo remataba un reborde dentado que parecía tocar el cielo. Su camino seguía bordeado de casas por la derecha, pero a partir de allí lindaba con la muralla por la izquierda.
—Una muralla fortificada —dijo Katia.
—Por fin hemos llegado a la Edad Media —comentó Al.
Don seguía molesto.
—¡Tiene que haber alguna forma de atravesarla!
—Podríamos buscar una escalera —sugirió Katia.
—Este tipo de murallas suelen tener puertas —observó Al—. Los habitantes sin duda debían entrar y salir por algún sitio.
Katia se dio una palmada en la frente.
—¡A lo mejor sabían volar!
—Es muy poco probable —dijo Al—. ¡Recuerda las naves flotantes! ¿Para qué las hubieran querido? Y el resto de las instalaciones también contradice esa sugerencia.
La calle se empinaba un poco cerca de la muralla, y ésta empezaba a parecer menos infranqueable, ya que su borde superior era perfectamente horizontal.
—¿Qué aspecto debían tener los habitantes de esta ciudad? —preguntó Kat.
—No creo que fuesen muy distintos a nosotros —respondió Al.
—¿Cómo lo sabes? ¿No existen las mismas posibilidades de que fuesen como ranas, hormigas o pingüinos gigantescos?
Al rió divertido.
—El diseño de las instalaciones permite llegar a una serie de conclusiones. Hasta el momento no hemos visto gran cosa, pero incluso lo poco que hemos podido observar resulta ya muy revelador. Ten en cuenta que la forma de los asientos se adaptaba bien a nuestro cuerpo, que los tableros de mandos estaban diseñados claramente para ser accionados por manos, que las superficies de proyección ofrecían imágenes impecables para nuestra visión. El tamaño de las ventanas y de las puertas es muy parecido al de las que tenemos en la Tierra. Cierto que aquí no hay escaleras, pero podemos subir sin dificultad por las rampas inclinadas, a pesar de no estar acostumbrados a ello.
—Es increíble cuántas cosas puedes ver en esos minúsculos detalles —dijo Kat, admirativamente.
Don no tomó parte en esa conversación. No apartaba los ojos de la muralla, como si quisiera atravesarla con la mirada.
—Pero a todo ello debes añadir aún otro detalle —siguió diciendo Al—. Este planeta coincide casi en un ciento por ciento con nuestra Tierra. La gravitación es igual, la duración del día y de la noche coinciden con las nuestras, el clima es sano y primaveral, como el que puedes encontrar en los parques terapéuticos de Etiopía o del Nepal. Y podría seguir citándote innumerables detalles. Estas similitudes se concretan en una gran probabilidad de que este mundo haya engendrado unos seres iguales a nosotros, al menos en líneas generales.
—¿Quieres decir que también aquí ..? —preguntó Kat.
Don la interrumpió bruscamente.
—¡Basta de cháchara! Quiero echar un vistazo al otro lado de la muralla. ¡Echadme una mano!
Junto a la muralla de piedra se alzaba un montículo de escombros, que parecían un buen terreno para la vegetación, pues estaba cubierto de matorrales, entre los cuales brotaban algunas enredaderas que trepaban pegadas a las piedras hasta el extremo superior de la muralla.
Don subió al montón de escombros, dio una sacudida a las plantas trepadoras e inició la escalada. La planta debía de tener ya bastantes años, pues el tronco era del grosor de un brazo y algunas partes estaban secas, pero otras parecían aún llenas de vida y formaban, sobre todo, un conjunto de soportes ideales para trepar por ellos.
Una vez arriba, Don lanzó un grito de decepción.
—¡Subid! —les gritó—. No os servirá de nada, ¡pero el espectáculo vale la pena!
Al hizo pasar delante a Katia y trepó en último lugar. Pronto estuvieron los tres de pie sobre la ancha cornisa y pudieron contemplar el interior de la ciudad. Era la misma panorámica que ya habían visto antes —el día anterior desde su helicóptero—, pero ahora parecía mucho más próxima. Frente a sus ojos se alzaba la gigantesca construcción que recordaba una fortaleza con los anchos tejados planos de un color marrón oxidado o de un violeta intenso, las torres puntiagudas con los dibujos listados que formaban las troneras, las húmedas paredes cubiertas de una pátina plateada, los patios empedrados con cantos rodados. Una ruina con una torre desplomada y una pared que pendía de ella como un ala, varias veces perforada, coronaban el conjunto.
Ante ese espectáculo desaparecía la impresión de un mundo de juguete y una sensación de romántica grandeza ocupaba su lugar.
Tras la muralla se abría un profundo foso, y en su interior se veía parpadear el espejo verde-gris del agua. Por el otro lado también lo flanqueaba una muralla, más baja que la primera, pero lo suficientemente elevada para impedir que un nadador pudiera izarse por encima de ella.
—Seguimos sin adelantar nada —dijo Don—. A lo mejor podríamos continuar un rato por aquí arriba.
Echaron a andar por lo alto de la muralla, doblaron dos ligeros recodos y se encontraron frente a una plataforma. Estaba rodeada de un antepecho y una escalera la comunicaba con la calle.
—Habría sido más sencillo subir por aquí —masculló Al.
Don saltó por encima de la barandilla de piedra y los otros dos imitaron su ejemplo.
Parecían encontrarse sobre una plataforma de observación, pues desde ella se gozaba de una perspectiva particularmente buena sobre el conjunto. Escucharon silbar el viento, y el aire se llenó de rumores indefinidos, zumbidos, ecos y gemidos. Les pareció oír martillazos y rechinar de metales, un retumbar apenas perceptible de voces apagadas, ráfagas de imprecaciones y griterío arrastrados por la brisa.
De pronto, Don tuvo que contener un grito. Alargó los brazos y encontró los hombros de Al y Katia. Sus dedos se hundieron dolorosamente en la carne...
A sus pies comenzó a desarrollarse una escena de pesadilla: dos hileras de figuras cubiertas con una envoltura negra salieron por una puerta circular y se apostaron a la derecha y a la izquierda de un patio cubierto de densas sombras, con las caras encapuchadas mirando hacia el centro. Todas llevaban antorchas encendidas que iluminaban fantasmagóricamente la escena. Un curioso jinete cruzó entonces la puerta: llevaba el cuerpo cubierto con una armadura gris, y un yelmo del mismo color le tapaba la cabeza; el animal que montaba les hizo pensar en una gran comadreja gris. Por el otro lado se acercó un segundo jinete, que parecía ser el contrincante del anterior, todo de blanco. Los dos llevaban unos adminículos que semejaban látigos, aunque bastante más gruesos. Detuvieron un instante sus monturas y levantaron las armas en señal de saludo. Luego se abalanzaron uno sobre otro blandiendo los látigos. Cada vez que uno tocaba al otro se desprendían chispas de su armadura, y el breve chasquido tardaba unos segundos en llegar hasta los espectadores encaramados en la muralla.
—Látigos eléctricos —susurró Don.
Observaron los acontecimientos con suma atención. Las posiciones variaban con la rapidez de una centella, las monturas se movían serpenteantes, los látigos surcaban el aire, y se oían chasquear los golpes. Ambos combatientes se tambalearon varias veces en sus sillas. Los dos mostraban señales de fatiga, pero seguían lanzando sus animales a la batalla, volvían a intercambiarse latigazos; las chispas brillaban como estrellas fugaces en la creciente oscuridad. Luego acabó el duelo. El caballero gris quedó tendido en el suelo. El blanco levantó el látigo en señal de saludo y salió cabalgando por la misma puerta. Las columnas de encapuchados salieron tras él, con un paso lento y pesado. Las antorchas llamearon por última vez. Luego todo volvió a quedar sumido en la penumbra. Había concluido el aquelarre.
Los tres amigos se miraron, Don con aire triunfante, Katia llena de inquietud, Al sumido en tensas cavilaciones.
—¡Están ahí abajo! —dijo Don—. Todavía viven. Juegan a caballeros. ¡Han retornado al primitivismo! ¡No tendremos problemas con ellos! ¡Si pudiéramos haber llegado hasta allí abajo! ¿Qué te pasa ahora, Al?
Al había arrancado una piedra suelta de la muralla. Tomó impulso y la arrojó con todas sus fuerzas contra la superficie del agua. Observó atentamente su caída. Luego apartó la vista decepcionado.
—¡Qué lástima! ¡Está demasiado oscuro!
—¿Has descubierto algo nuevo, Al? —le preguntó Kat.
—Sí —respondió él—, pero no puedo demostrarlo. Al menos no de momento. ¡Vámonos, debemos seguir adelante!
Desde el lugar donde se encontraban se distinguía claramente que a partir de allí la muralla se elevaba formando escalones de algunos metros de altura, imposibles de superar. Pero un poco más a la derecha, al otro lado de un nuevo recodo, divisaron algo que les hizo latir el corazón con fuerza; un puente cruzaba el foso formando un ancho arco. Bajaron la escalera a toda prisa.
8
Todavía no se había puesto el Sol, sus reflejos recubrieron las partes más elevadas de las fachadas orientadas hacia el oeste con una capa de terciopelo rojo dorado. Debajo se extendieron las sombras azul noche como un oscuro líquido inmóvil. Ese líquido parecía llenar las calles, adhiriéndose a las paredes, hasta que acabó por cubrir toda la ciudad bajo una capa de penumbra. Y encima colgaba el cielo cual dosel en llamas. El azul se fundió con el violeta, y por el oeste comenzó a alzarse una corona de haces de rayos anaranjados bordeados de amarillo. En ciertos puntos lucían ya algunas estrellas.
Don echó a correr movido por una idea fija, y sus acompañantes le siguieron a trompicones. Volvieron a encontrar casas adosadas a la muralla, desde cuyos tejados planos hubieran podido mirar al otro lado, pero ya no era necesario. Tenían un nuevo objetivo intermedio al alcance de la mano: cruzar el puente y penetrar en el centro de la ciudad.
Pronto perdieron de vista la muralla, pero continuaron avanzando siempre hacia la izquierda, de manera que no pudiera pasárseles por alto el acceso al puente.
Escasos minutos después se encontraron atravesando un estrecho pasaje —tan estrecho que se vieron obligados a avanzar en fila india— y luego desembocaron en una gran plaza. El espacio se extendía ante sus ojos como un lago en calma, con su empedrado irregular; las capas de piedras resultaban curiosamente transparentes y reforzaban la impresión de que iban a perder pie, pero era sólo un efecto del reflejo lechoso de las estrellas, apresado entre la capa de polvo que recubría las piedras. En medio del óvalo, como una isla, se alzaba un pedestal con un círculo de columnas cubiertas por un tejado. —Un pozo —aventuró Kat. —O un cadalso —sugirió Al.
La plaza se estrechaba hacia la izquierda, y en ese punto se abría la negra ojiva de una puerta. No cabía la menor duda: el puente debía de estar allí detrás.
Los tres se habían detenido un momento y ahora volvieron a ponerse en marcha presurosos. Algo amenazador flotaba en el ambiente; involuntariamente comenzaron a avanzar pegados a las casas.
—¡Chissst! —siseó Don, y escuchó atentamente un instante—. ¿No habéis oído nada?
Katia se disponía a contestarle, pero en ese momento lo oyeron los tres: el tenue rumor de algo que retrocedía arrastrando los pies... Luego otra vez el silencio.
—Parecía venir de allí delante —dijo Al, y describió vagamente un cuarto de círculo con el brazo.
—Ha sonado muy lejos de aquí —dijo Don, y siguió avanzando con cautela; una suave advertencia de Al le hizo detenerse otra vez.
—¡Alguien ha pasado por aquí!
Al señaló una raya que surcaba el polvo en línea oblicua hasta la puerta. Don se agachó ante la huella e intentó descubrir algún detalle.
Katia, que había retrocedido un par de pasos, se apoyó en un saliente de la muralla, inmersa en sus pensamientos.
—Los jinetes... —balbuceó—. ¡Los jinetes con sus horribles látigos!
—¿Qué podrían hacernos? —la tranquilizó Al—. No debes tener miedo. No tienes más que pensar...
Don se incorporó en ese momento.
—Algo mucho peor —dijo pausadamente y con voz llena de rencor—. Jak y su grupo. —Y volviéndose a Al añadió—: ¡Observa esa huella!
Al examinó el lugar y encontró marcas de suelas de goma que confirmaban la impresión de Don.
—¡Han estado aquí antes que nosotros! —susurró Don—. ¡Se nos han adelantado!
Al se le acercó. Su amigo casi le inspiraba lástima en ese momento.
—No te desanimes tan pronto. De acuerdo, han estado aquí antes que nosotros, pero con eso no han cumplido su misión. ¡Todo está todavía por resolver!
—¿De verdad lo crees así? ¿No lo estarás diciendo para que me tranquilice? —Parecía como si Don intentara darse nuevos ánimos—. ¿Crees que aún tendremos problemas una vez hayamos logrado penetrar en el centro?
—Lo más probable es que entonces empiecen los verdaderos problemas —dijo Al.
Eso no era en absoluto un hecho positivo para él, pero Don así lo interpretó.
—¡En marcha, no pueden estar muy lejos!
Katia, a quien Jak, Rene, Tonio y Heiko le inspiraban muchísimo menos miedo que los misteriosos habitantes de la ciudad, volvió a respirar tranquila y se unió a sus compañeros, que ahora seguían la huella. Sin embargo, continuó manteniéndose un poco rezagada, como medida de prudencia.
Pronto cruzaron la puerta. Era exactamente igual a como uno se imagina la puerta de una ciudad medieval. Junto al gran paso para carros, bestias de carga y jinetes montados, en la vieja muralla se abría otro más pequeño destinado a las personas, separado del primero por gruesas pilastras. Las huellas seguían en línea recta por el centro.
Después de cruzar la puerta llegaron a un pequeño espacio abierto, con dos hileras de bancos de piedra, separado del agua por una barandilla sobre la cual se alzaban varias figuras que parecían mirarles desde lo alto.
Don se acercó a una de ellas.
—Sólo son encapuchados —dijo, y regresó junto a Al y Katia.
—¡Cuidado! ¡No destruyas las huellas! —le advirtió Al.
—¿Para qué te interesan esas huellas? —preguntó Don, con el tono de suficiencia que le era habitual—. Se dirigen hacia el puente. ¡Lo sé sin necesidad de comprobarlo!
Al no se dejaba disuadir tan fácilmente cuando ya había tomado una decisión. Siguió examinando las huellas de pasos sin inmutarse, lo cual sólo consiguió acentuar la impaciencia de Don. La luz era mejor allí que entre las casas, y ello facilitaba su tarea.
—Tú siempre crees saber más que los demás —dijo Al, con el rostro vuelto hacia el suelo y dudando de que Don ni tan sólo le escuchara—, pero no lo sabes todo. Aquí hay una maraña de huellas que se separan en todas direcciones. ¿Cómo interpretas esto?
Don ya estaba sobre el puente.
—Deben de haberse detenido aquí... Igual que nosotros.
—Pero nosotros tenemos un motivo para hacerlo —siguió diciendo Al— y ellos no, o al menos el suyo es muy distinto del nuestro. Sería interesante poder averiguar qué han hecho aquí.
—Interesante —masculló Don—. ¡Interesante!
Katia se había acercado a la barandilla de piedra por su parte oeste, apenas visible como un contorno de sombras, y se había quedado de pie bajo una figura de piedra; tenía la impresión de que la estatua podía bajar en cualquier momento de su pedestal y ejecutar cualquier acto terrible, en funciones de juez, de verdugo o de torturador. Apartó enérgicamente la mirada de la muda figura y la fijó en los últimos resplandores del Sol que ya se había hundido bajo el horizonte, aunque sus rayos seguían brillando tras las siluetas de las casas. Nada obstaculizaba la mirada en esa dirección; el canal corría directamente hacia el oeste y sobre sus aguas se reproducía la imagen de la ciudad como un parpadeante y apagado mundo gemelo: los contrafuertes de las murallas que la flanqueaban, convergentes en la distancia, las negras siluetas escalonadas de las casas que se alzaban a derecha e izquierda, el amarillo anaranjado del cielo con sus rebordes rojo sangre y marrón sucio.
Katia se sintió de pronto extrañamente sola, desamparada y en peligro. Miró a sus compañeros, que gesticulaban y se arrastraban por el suelo, pero no comprendió lo que se proponían hacer. Contempló el puente que se perdía en la noche sobre la superficie del agua, observó los techos salientes escalonados en forma de terrazas que cubrían los contrafuertes, con una protuberancia más alta que se alzaba como una torre justo encima de la puerta, los centenares de aberturas negras de las ventanas, los curiosos artefactos montados sobre los techos planos, tal vez antiguas y temibles armas que sólo esperaban el momento de volver a propagar la muerte y la destrucción. Sentía que miles de ojos la espiaban desde las esquinas, y en todas las ventanas veía retorcerse rostros en mudas sonrisas y blandir puños amenazadores.
«¿Para qué has venido realmente hasta aquí? —preguntaba una voz interior—. ¿Qué buscas en esta ciudad?»
También Don estaba hecho un amasijo de confusos sentimientos, esperanzas, temores, preocupaciones, impaciencia, orgullo, voluntarismo, razón. Tenía la impresión de que la pedantería de su compañero le detenía, le ataba, le traicionaba cuando estaba ya a punto de alcanzar su meta. Se hubiera marchado gustoso solo, para adentrarse sin compañía en la plenitud de la experiencia y el triunfo, en la adormecedora aventura, en la poderosa muerte...
Al también se hacía sus reflexiones, al igual que Don y Katia. Su fantasía trabajaba como la de un jugador de ajedrez que pretende adivinar las intenciones del contrario por la posición de las figuras enemigas. Examinó docenas de combinaciones de los pasos que podían haber dado allí sus contrincantes, de sus movimientos e intenciones, pero ninguna de sus conjeturas parecía tener sentido.
—La huella que conduce al puente va en doble dirección —dijo meneando la cabeza—. Han vuelto atrás.
Todavía se le escapaban las consecuencias de ese dato, pero intuía su significado. De pronto se oyó gritar a Katia:
—¡Dejad de discutir ya, y vámonos de una vez! ¿Por qué nos detenemos aquí? —Su voz sonaba aguda y tensa al echar a correr en dirección al puente—. ¡Acabemos ya de una vez!
Don echó a correr tras ella en el acto y Al olvidó sus preocupaciones para seguirles a grandes saltos.
Sólo se distinguía la sombra veloz y cada vez más lejana de Katia. La oscuridad difuminaba los detalles, y por ello Al no comprendió de inmediato los inesperados sucesos que siguieron. Un crujido delante de él y un ruido atronador a sus espaldas finalmente le obligaron a aceptar como real lo que acababa de vislumbrar a la luz relampagueante de un fogonazo: un oscuro agujero de bordes irregulares se abría en medio del puente, directamente en el camino de la carrera de Katia... Vio saltar un remolino de piedras, luego el cuerpo doblado de la muchacha se deslizó por el agujero, arrastrado por el impulso de la carrera, y desapareció. Todavía resonaron otros tres truenos, pero sólo otro proyectil rozó el puente, estremeciéndolo y balanceándolo, hasta casi hacer volar por los aires a Al. En esa ocasión logró identificar la procedencia de los disparos: venían de las almenas de la torre que tenían a sus espaldas. Recuperó el equilibrio con dificultad... y echó a correr, lejos del alcance de la mortífera granizada.
Don se había quedado como paralizado sobre el puente, sólo a siete metros del lugar del impacto y Al lo arrastró consigo cuando pasó por su lado. Sólo permanecía en pie una estrecha franja del puente y aun ésta estaba llena de cascajos; lo notaron mientras atravesaban el lugar con el mayor cuidado posible, pero también tan rápidamente como lo permitían las circunstancias.
Al se detuvo e intentó descubrir algo allá abajo, en el agua.
—Kat —dijo jadeante—, tenemos que...
Don le obligó a seguir adelante sin miramientos. Su respiración también sonaba entrecortada.
—¡Déjala! ¡Le está bien empleado!
Siguieron corriendo con el cuerpo agachado, apretándose contra la barandilla para estar protegidos al menos por un flanco, pues todavía no habían logrado escapar del campo de tiro. Algo zumbó junto a sus oídos, pasó rozando la cabeza de Al y fue a rebotar contra Don. Un objeto alargado cayó con un ruido seco sobre el suelo de piedra: una flecha. Sobre ellos volvió a caer una lluvia de disparos, y entonces se oyó resonar una horrible risa, en medio de la noche.
Don se detuvo con un sobresalto. Conocía esa voz.
—Jak —murmuró.
—¿Quién podría ser, si no? —preguntó Al.
—Al, ¿te das cuenta? —La entonación de voz de Don recorrió toda una escala de emociones—. ¡Son Jak y sus hombres! —dijo en tono casi jubiloso—. Al, amigo, ¿comprendes lo que eso significa? ¡Jak está detrás nuestro! ¡Somos los primeros! ¡Llegaremos al centro antes que él! ¡Ganaremos!
9
Habían recorrido exactamente dieciocho metros sobre el puente, y para recorrerlos habían tardado cien segundos. Esos dieciocho metros parecían haberles aproximado más a su meta que el largo camino recorrido desde la ladera de la montaña, sobre las colinas y a través de la ciudad hasta la puerta de la muralla. Y ese breve intervalo de cien segundos encerraba más experiencias que todas las vividas en los dos días que llevaban en el planeta. El péndulo de su estado de ánimo había oscilado por tres veces sin ayuda hasta los puntos extremos: primero tras un esperanzador espoloneo, cuando ya parecían haber perdido de vista su objetivo, luego tras aquel susto que les había hecho abandonar toda esperanza, y ahora con la despreocupada seguridad del triunfo.
Continuaron su apresurada carrera, y una nueva lluvia de flechas cayó sobre sus cuerpos, tan inútil como la primera; nuevamente resonó la risa amenazadora de Jak, pero sólo la escucharon a medias, pues ante sus ojos se alzaba un negro bloque desprovisto de estrellas en medio del cielo nocturno igualmente negro y sembrado de puntos de luz: el centro de la ciudad, un castillo con innumerables edificios adyacentes, una fortaleza refinadamente protegida por el agua y las piedras, y sin embargo allí, a su alcance. No se veía brillar ni una luz en su interior, no se oía resonar ningún murmullo, no soplaba la más leve brisa... Los edificios yacían tras su círculo de agua cual gigantescas fieras dormidas.
Echaron a correr, y todo ocurrió en un espacio de tiempo mucho más breve del que se necesita para describirlo. Al alcanzó justo a retener a Don por el hombro. También él tuvo que echarse atrás con todas sus fuerzas, pues de pronto se acababa el puente. Colgaba suspendido en el aire, como si lo hubieran cercenado con un monstruoso cuchillo, netamente separado de la otra parte ahora esfumada, arrasado sin tener en cuenta los principios de la estabilidad mecánica o el equilibrio estático.
Los dos hombres no podían dar crédito a sus ojos. Tal vez fuera un efecto de las sombras, tal vez fueran víctimas de su propia excitación; palparon delante suyo con las manos... Siguieron el borde aguzado, el liso reborde, la superficie cortada perpendicularmente .. Alargaron las manos hacia delante, pero ante ellos sólo se extendía el vacío, y en algún lugar a sus espaldas, muy lejos de ellos, mucho más lejos de lo que habían imaginado, se alzaba algo macizo y pesado, con los contornos vacilantes bajo el resplandor de las estrellas; un brillo mortecino rozó fugazmente el metal. Se dejaron caer de bruces y comenzaron a avanzar a gatas.. , pero se encontraron mirando al fondo de un abismo.
Su mirada pareció tardar varios segundos en tocar fondo: divisaron una imprecisa ondulación, un vago fluir, un remolino y una fuerza que lo arrastraba todo.
—Todo ha terminado —murmuró Don—. Hemos caído en la trampa.
—Ahora sabemos por qué volvieron atrás —dijo Al.
—¡Nos han engañado, esos canallas!
—Me gustaría saber cómo se entra en esta condenada ciudad... "
Don resopló entre dientes.
—Ahora ya tanto me da. Me es absolutamente indiferente. Hemos perdido la partida. Jak puede hacer lo que le venga en gana con nosotros. Creo que lo mejor será abandonar.
Comenzaron a retroceder lentamente por el puente, cruzaron a tientas el estrecho paso en ruinas que había dejado el primer cañonazo y tropezaron con los cascotes que había levantado el segundo tiro, un disparo a ras de suelo que había arrancado un trozo de barandilla. Don formó un megáfono con las manos y gritó:
—Jak, has ganado. ¡Abandonamos! —Y luego otra vez—: Jak, ¿me oyes? ¡Abandonamos!
Entonces resonó la voz de Jak:
—¡Hola, Don! ¡Me alegra que hayas recapacitado! ¡Acércate, con cuidado!
Fueron aproximándose lentamente a la puerta. De pronto llameó un nuevo fogonazo y algo cayó a su lado; luego otra vez. Se oyeron crujidos y rumor de cuerpos al rodar. Al notó un golpe en la mano y se palpó el brazo derecho con la mano izquierda... Se sobresaltó: tenía un ancho corte en la mano.
Don había sufrido una herida de mayor gravedad, un cascajo le había golpeado en el pecho y otro en la cadera. —¡Jak, cochino! —aullaba—. ¡Maldito cerdo!
Sin dejar de bramar de rabia y de dolor, atravesó corriendo el espacio abierto frente al puente... Torció a la izquierda, donde había visto iluminarse una ventana, echó a correr contra los disparos. Dio un salto, estiró los brazos, y sus manos se agarraron al antepecho de la ventana... Don se izó trabajosamente, permaneció un instante con el rostro fijo en la abertura, y entonces algo relampagueó ante sus ojos... Su cuerpo resbaló hacia abajo, rodó sobre la pared inclinada, fue a estrellarse contra el suelo. Al, por su parte, había logrado atravesar corriendo la granizada de disparos, pero había corrido con dirección a la puerta y también había conseguido llegar a su meta. Allí estaría a salvo de los ataques. El corazón comenzó a latirle con furia, sintió que le inundaba una absurda alegría; esa lucha sin sentido le había producido una atávica satisfacción. Al se quedó tendido contra la pared del paso de la muralla y consideró si sería prudente arriesgarse a salir al espacio descubierto.
Oyó que algo se arrastraba detrás de uno de los pilares... Al tuvo un sobresalto. Un susurro, más bien un soplido:
—Al, ¿eres tú?
Al saltó en un abrir y cerrar de ojos, bordeó la pilastra, y consiguió agarrar una sombra con la mano izquierda aún sana. Levantó el pie para golpear el cuerpo del contrario...
—¡Alto, Al! ¡Detente!
Temía que fuera una trampa, pero aun así vaciló todavía un instante.
—Soy yo: Rene... ¡Escúchame, Al! ¡Quiero ayudarte!
Al le agarró por el cuello y apenas le dejó el espacio suficiente para respirar.
—Lo justo es lo justo... Jak se está pasando. He decidido abandonar su grupo. Estoy dispuesto a ayudarte.
—¿Cómo te propones ayudarme? —preguntó Al.
—Hay una puertecita lateral. Ven, te la enseñaré.
Todavía temeroso de un engaño, Al se deslizó en pos del otro. Descendieron por una rampa muy inclinada, atravesaron un sótano inundado de vagos reflejos procedentes del exterior, y finalmente volvieron a subir por otra rampa. Entonces Rene se detuvo y apartó una puerta corredera; la puerta se movió quejumbrosa sobre las ruedecillas.
—¡Silencio! —murmuró Al.
Aguzaron el oído. Todo parecía en calma... Se deslizaron a través de la estrecha abertura y miraron a su alrededor: estaban en la gran plaza, frente a la puerta... Levantaron la vista hacia las almenas donde se encontraban los cañones... Todo parecía tranquilo... Echaron a correr al abrigo de la muralla... Recorrieron un par de metros... Se detuvieron otra vez... Escudriñaron a su alrededor. ..
Algo relampagueó en lo alto, junto a la torre, por encima de la cornisa. Un objeto luminoso y esférico pasó zumbando directamente ante sus ojos y cayó rompiéndose en mil pedazos. No tuvieron tiempo de pensar nada más: habían quedado deshechos en un sinfín de jirones informes.
Segunda tentativa
1
—Volvemos a estar en el lugar de antes —dijo Don.
—Todo continúa igual —observó Katia.
—¿Esperabas que hubiera cambiado algo? —preguntó Al.
Habían salido del campamento por la mañana y era alrededor de mediodía cuando llegaron junto a la muralla. Rene les acompañaba. Se detuvieron otra vez en el punto de donde partía la escalera que llevaba a la plataforma de observación.
—¿Crees que por aquí lo conseguiremos? —preguntó Rene.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro —fue la respuesta de Al—. No creo que exista ningún obstáculo.
Katia se quedó perpleja.
—¡Acuérdate del puente!
—He estado reflexionando mucho al respecto —dijo Al—. El puente se acaba, es cierto. Pero la razón estriba en que no hay nada de interés al final de un puente antiguo como ése.
—No te entiendo —masculló Don.
—Podemos hacer un experimento —sugirió Al—. ¡Venid conmigo!
Comenzó a subir las escaleras con un bulto que se había traído del campamento bajo el brazo. Se detuvo a esperar a sus compañeros antes del último peldaño y aprovechó para examinar el antepecho de piedra. Por fin hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.
Señaló un punto a su derecha, con un diminuto botón gris reluciente allí incrustado. Al siguió buscando a su izquierda y descubrió otro botón igual situado a la misma altura!
—¡Ahora, atención! —rogó a sus compañeros.
Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. La luz era algo distinta a la del otro día al atardecer: los rayos del Sol caían casi perpendiculares sobre el suelo. Una luz cegadora iluminaba los tejados, pero las profundidades de los patios y pasajes resultaban aún más oscuras por contraste. La ligera inclinación de los rayos solares era suficiente para que la luz quedara atrapada en las partes superiores, en los aleros salientes, en las cornisas colgantes, en los bordes dentados de las almenas, en los miradores y balconcillos suspendidos como nidos de pájaros, en todos los añadidos y ornamentos que recubrían cualquier lugar disponible sin que pareciera existir un motivo lógico para ello. Todos esos adornos rompían la nítida línea de los contornos y quitaban majestuosidad a la imponente imagen del bloque de edificaciones.
El patio donde se había desarrollado el extraño duelo se abría a sus pies como un negro abismo. Al igual que la vez anterior, todos fueron presa de una extraña sensación. El aire se llenó de rumores indefinidos, zumbidos, ecos y gemidos, y les pareció oír martillazos y rechinar de metales, un retumbar apenas perceptible de voces apagadas, ráfagas de imprecaciones y griterío arrastrados por la brisa...
Y entonces volvieron a aparecer las negras sombras, con sus r antorchas, que ahora relucían como cansadas estrellas fugaces, y a continuación entraron los dos caballeros...
Todo se desarrolló como la primera vez que lo había contemplado, el duelo a latigazos, el triunfo del jinete blanco, su mudo saludo, la salida de los encapuchados...
Después, todo volvió a quedar solitario y en silencio, como antes. No se divisaba ni un ser vivo, no corría ni un soplo de aire...
Rene, que contemplaba el fenómeno por primera vez, tardó un rato en reponerse de su sorpresa.
—No lo entiendo —murmuró Katia.
—¡Igual que la otra vez! ¡No ha variado ni un solo gesto! —exclamó Don—. ¿Es una comedia, Al?
—Algo por el estilo —dijo Al—. Una especie de película. La ilusión total lograda con medios técnicos. El público sube al estrado, una célula de selenio lo registra —señaló los dos botones de la barandilla— y transmite la información; entonces comienza la comedia.
—¿Cómo lo has descubierto? —quiso saber Don.
—Gracias a un viejo recuerdo. Una vez vi algo parecido en un antiguo programa de televisión. Unas figuras móviles acopladas a un reloj. Cuando tocaban las doce, las figuras se movían sobre un raíl y representaban una breve danza, con curiosos gestos inanimados de marioneta. Luego volvían a desaparecer.
«Naturalmente, la ilusión es aquí mucho más perfecta. Sin embargo, el hecho de que todo comenzara justo en el momento en que pisamos la plataforma... Entonces recordé la danza de esas figuras, y encontré la respuesta.
—¿Y por qué no nos dijiste nada? —preguntó Don con desconfianza.
—No hubiera podido demostrarlo.
Miraron otra vez hacia la hondonada, hacia el lugar donde se alzaba la colina con la ruina.
—¿Qué hay de real en todo esto? —preguntó Rene.
—Nada —respondió Al—. Yo creo que nada es real.
Sus compañeros le miraron incrédulos. Al se metió la mano en el bolsillo y sacó un par de piedrecitas:
—¡Fijaos bien!
Lanzó una piedra tomando mucho impulso. El proyectil describió una perfecta trayectoria parabólica, y desapareció bajo la superficie del agua. A Rene le pareció que algo fallaba, pero no hubiera sabido decir qué. La piedra surcó el aire y desapareció. Ahí faltaba algo. ¡Claro! No habían oído ningún chapoteo, no se había levantado ni una gota de agua, no la había rodeado ninguna onda concéntrica.
—Ahí no hay agua —dijo Rene—. El agua forma parte de la comedia.
—Y las casas, y las calles, y las colinas... —dijo Al.
—Un decorado —dijo Rene.
Don se hizo un hueco entre Al y Katia. Tenía una mirada de animal acosado.
—Pero, ¿qué hay detrás?
—Eso ya no lo sé —respondió Al.
Abrió el maletín de plástico que había traído consigo y sacó una escalera enrollada en un apretado ovillo. Los travesaños eran de acero ligero y las cuerdas de alambre de duraluminio. Luego extrajo también un trocito de cuerda, con un par de anillas en los extremos. Le dio tres vueltas en torno al borde superior de la barandilla, formado por una especie de viga horizontal, y aseguró las anillas a unos ganchos que remataban la escalera. Cuando hubo fijado así un extremo allá arriba, dejó caer el otro. La escalera se fue desenrollando al caer y se hundió en el agua sin topar con la menor resistencia. Se balanceó todavía un par de veces y luego quedó suspendida allí, quieta.
—Yo bajaré primero —dijo Don, y se volvió a mirar a los demás con expresión interrogante.
En vista de que nadie se oponía, trepó por encima de la barandilla y comenzó a bajar. Fue descendiendo travesaño a travesaño, tocó la superficie del agua, pero su figura no se reflejó en su espejo, se hundió bajo la superficie, pero no tuvo ninguna sensación de humedad. El agua le cubrió la cabeza, pero seguía respirando sin dificultad. Quiso gritar, pero entonces miró a su alrededor y se quedó sin palabras...
Sus dos compañeros bajaron tras él, primero Al y luego Rene. Katia tuvo una sensación de indescriptible soledad. Se disponía a saltar también la barandilla, pero en el último momento se quedó como clavada. Hizo un esfuerzo, pero no logró decidirse. Tenía la mirada fija en el castillo, pero no observaba las murallas y los torreones, veía a través de ellos. Con todos sus sentidos, se esforzó por penetrar el velo, por deslizar la mirada detrás del telón, pero sólo consiguió evocar imágenes de terror surgidas de su fantasía, de cuya inverosimilitud era perfectamente consciente, y que a pesar de todo la atemorizaban.
Entonces oyó una voz que gritaba unas palabras allí abajo. No logró comprenderlas muy bien: su nombre y alguna frase tranquilizadora. En el acto recuperó la capacidad de obrar. Fue bajando por los travesaños y vivió la experiencia que habían tenido los demás pocos minutos antes. Estaba suspendida en el agua o, mejor dicho, en lo que desde fuera parecía agua, hundió los ojos bajo la superficie... y entonces algo relució y se difuminó, algo dio un vuelco, un objeto vacilante se concretó...
Ya no se veía ni rastro del agua. Katia se encontró de pie junto a los demás, sobre una superficie mate de metal, directamente adosada a la muralla... Donde antes había palpitado un fragmento de la Edad Media, se alzaban ahora ingrávidos edificios con techos de vidrio, sustentados por finísimas columnas, se extendían paredes de hilos trenzados, serpenteaban tuberías que parecían fundidas en largos tramos paralelos, se levantaban altas antenas y espejos parabólicos montados sobre armazones de varillas, y aparecían distintos objetos de metal y de productos sintéticos y de vidrio, sin nombre conocido.
Ése era el verdadero centro de la ciudad. Un misterioso cuerpo de reluciente maquinaria.
2
Al tenía la espalda apoyada contra la pared, como si quisiera conservar el mayor tiempo posible ese último vínculo con el mundo normal. Don intentaba encontrar algo familiar, o al menos algo explicable, en los objetos que tenía ante sus ojos; algo que le ayudara a recuperar la serenidad. Katia buscó un lugar donde sentarse, pero en vano: los constructores de ese descampado no habían tenido en cuenta las necesidades humanas. Rene escarbó el suelo con el pie, luego se agachó y golpeó la compacta masa gris con los nudillos, se levantó otra vez y esperó paciente.
—El panorama ha cambiado bastante —comentó Don—. No queda ni rastro de la antigua ciudad, o de su reflejo.
Se quedó mirando la escalera, su único vínculo con el exterior. Colgaba lisa y tirante junto a la pared, ninguna deformación, ninguna refracción denotaba que atravesaba una zona ópticamente activada por algún procedimiento inexplicable.
—No me gusta este lugar —rezongó Kat—. Es tan... —Buscó una expresión adecuada, pero no la encontró.
—Incómodo —dijo Al en tono de broma.
Katia hizo un esfuerzo de concentración.
—Distinto —dijo—. Extraño.
—Tenemos que seguir adelante —les apremió Don.
—¿Hacia dónde quieres ir? —preguntó Rene.
—Escuchadme primero un momento. —La voz de Al sonó más fuerte y decidida que de costumbre—. Hemos decidido hacer una segunda tentativa. Estupendo... Hemos llegado al punto donde tuvimos que interrumpir nuestra exploración hace tres días. Pero ello no nos autoriza a suponer que podremos continuar tan alegremente como antes. Que bastará con lanzarnos a toda carrera hacia nuestra meta como si estuviéramos en un parque natural protegido y que lo que deseamos encontrar aparecerá automáticamente en nuestro camino. Esta aventura puede resultar peligrosa, ¡debemos tenerlo muy en cuenta! Aquí hay...
—¿Luego crees que todavía viven? —le interrumpió Katia, y empezó a retroceder discretamente hacia la escalera.
—Creo que han recorrido su camino hasta el final. Pero lo inquietante es que no sabemos cómo se desarrollaron una vez superada la etapa del dolce far niente en sus casitas con jardín. Al fin y al cabo, tampoco sabemos qué curso seguirá en adelante nuestra propia evolución. Por tanto, aquí encontraremos cosas jamás vistas hasta el momento, máquinas cuyo funcionamiento no podemos prever...
—¿Cómo quieres que funcione una máquina? —preguntó Don—. Se aprieta un botón... y la máquina hace aquello para lo cual ha sido programada.
—La cosa puede resultar más compleja en algunos casos —opinó Rene—. A veces no es preciso apretar nada... La máquina hace automáticamente lo que debe hacer.
—Lo que le indica su programa —le corrigió Al—. Pero, ¿qué ocurre si ella misma establece el programa?
La pregunta quedó en el aire. Katia se sentía incapaz de imaginar lo que podría ocurrir entonces, y tampoco le interesaba. Comenzó a preguntarse si no estaría mucho mejor en casa. Recordó las películas de aventuras, que nunca resultaban tan pesadas como esa excursión, en las que nunca se hablaba tanto, donde los héroes libraban batallas en sus naves individuales y luego ella se dejaba caer en los brazos del vencedor, donde podía bailar con los héroes de la época clásica, con Fred Astaire y Frank Sinatra, donde podía ser Cleopatra y mandar, condenar y seducir, con Julio César y Augusto postrados a sus pies. Recordó las cajas de juego operadas a distancia, incorporadas a todas las mesas, las bolas que rodaban, saltaban y se balanceaban, el campanilleo cada vez que daban en el blanco y el seco chasquido con que estallaban en los puntos negativos. Recordó las danzas de formas y de colores, la agradable sensación que tenía al flotar en las salas de plástico, las mezclas que podían obtenerse con el órgano de olores y de sabores... y curiosamente todo ello no logró seducirla. «En el fondo es bastante aburrido —se dijo—Aquí al menos hay la posibilidad de que pase algo.» Se reclinó amodorrada y cerró los ojos.
—¿Qué ocurre si la máquina establece el programa?
Don tenía imaginación. En su fuero íntimo comenzó a ver aparecer máquinas que iban brotando y multiplicándose por todos lados, las tuberías se distendían, las columnas se doblaban, las paredes se arqueaban, un enloquecido caos de varillas, ruedas, soportes en T, émbolos, tubos, cadenas de bolas, de alambres, transistores, termoelementos, magnetos, cristales de rubidio, relevos, potenciómetros, recipientes de cristal, fibras de poliéster, lana de vidrio, caucho, escoria y gelatina, comenzó a cobrar vida. Grúas metálicas exploraban el lugar como los tentáculos de unas plantas degeneradas, un conmutador dotado de voluntad propia electrocutaba a sus víctimas cual refinado instrumento de tortura, una pálida masa apelmazada se desperezaba como un pólipo y extendía veloces tentáculos adherentes. Robots enloquecidos se abalanzaban sobre hombres indefensos, pegados a sus sillas. Ejércitos enteros arrasaban los edificios aplanados de los pacíficos poblados en una inmensa oleada de odio y destrucción...
Estas imágenes le provocaron una excitación misteriosa, le inspiraron náuseas y temor, pero también sensibilizaron su instinto de defensa, su capacidad de rebelión, de venganza...
La fantasía desapareció. Ante los ojos de Don se extendía otra vez la limpia superficie de una técnica desconocida impregnada de un orden incomprensible, pero imposible de negar. Don frunció los labios con desdén y se volvió hacia sus compañeros.
—¿Qué ocurre si la máquina misma establece el programa?
Rene tenía una relación muy especial con las máquinas. Las comprendía, como otros captan una composición musical; sabía mucho de ellas, del ensamblaje de los engranajes, de la conjunción de los conmutadores, de las fuerzas ocultas en la materia, el aire y el vacío, y donde no llegaba su comprensión comenzaba la convicción de que los miles de impulsos y movimientos, de efectos y contraefectos, de giros, corrientes, vibraciones, de acciones y resultados, tenían todos un sentido. La máquina que se fija su propio programa representaba para él el ideal de funcionalidad, el símbolo de la perfección, la supresión de la arbitrariedad, el arte por el arte elevado a su máxima, insuperable expresión. ¿Tal vez esos objetos que tenía ante sus ojos...? No estaba de acuerdo con Al. Podían ser producto de una inteligencia extraordinaria, pero desde luego no eran máquinas que hubieran aparecido allí por sí solas. Claro que no funcionaban. No detectó ningún movimiento en ellas, y tampoco percibió ese extraño fluido que se desprende de las conducciones cargadas de electricidad, de la pulsación de los electrones, de la vibración de los campos magnéticos...
Su reflexión desembocó en un desengaño.
—Tus conjeturas me deprimen —dijo Don—. ¿Qué te propones en realidad? ¿Crees que alguien puede atacarnos aquí abajo?
Al se disponía a responder. Miró a Don, a Katia, a Rene; ninguno había comprendido lo que quería decir. Optó por callarse.
—Pues eso es lo que nos interesa saber —dijo Don—. ¡Debemos pensar con realismo! No podemos permitirnos el lujo de perder nuevamente el tiempo. Seguro que Jak ya ha estado aquí. Nos lleva tres días de ventaja. Tendremos suerte si no ha llegado ya a la meta. Jak representa el mayor peligro para nosotros. Vamos, Al, habla de una vez. ¿Qué significa todo este juego de magia?
—En mi opinión, la ciudad antigua constituye un espectáculo, junto con las figuras y sus evoluciones. Seguramente debe de haber otras plataformas de observación en distintos puntos de la muralla, desde las cuales se presencian escenas parecidas. En realidad, el centro de la ciudad está ocupado por las máquinas que efectúan todo eso, pero estas máquinas tienen también otras tareas muy distintas: se encargan de producir la energía que necesitan los habitantes de la ciudad, para alimentarse, para estar cómodos y para divertirse, y poca cosa más, tal como siguen haciendo en nuestro planeta.
—Repito mi pregunta —dijo Don, impaciente—. ¿Qué peligro pueden representar para nosotros estas máquinas?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —le replicó Al, un poco molesto—. Ya te he dicho cuanto sé. Ahora saca tus propias conclusiones...
Rene avanzó un paso.
—¿Qué clase de peligro puede haber? Estas instalaciones han sido construidas pensando en seres inteligentes... Cuanto más perfectas sean, más se adecuarán a sus deseos.
—No es ésa la impresión que yo tengo —dijo Kat, incorporándose—. Ni siquiera hay bancos en este lugar. Si tuvieras razón, como mínimo debería aparecer un taxi a recogernos. Todo este parloteo me está poniendo los nervios de punta.
Katia se alejó un par de metros de la muralla, salió del círculo horizontal sobre el que habían aterrizado y comenzó a adentrarse por un ancho pasaje, flanqueado de construcciones reticuladas.
Cruzó un cierto límite...
—¡Oh, mirad! —exclamó Rene.
Una forma gris inclinada se deslizó sobre Kat: la cara frontal surcada por múltiples grietas se detuvo a escasa distancia de la muchacha. Luego el fantasma dio media vuelta y le dio la espalda. Entonces los bordes se separaron y pudieron ver el interior: una depresión recubierta por un tejado transparente que recordaba el interior de una barca, flanqueado de bancos bien acolchados. Una plancha salió proyectada y se desdobló hasta cubrir el espacio entre la entrada y el suelo de la calle.
—Estupendo. ¡Justo lo que deseaba! —exclamó Kat, y entró de un salto—. ¡Venid!
—¡Un momento, tened cuidado! —gritó Al.
Pero Don se rió y también entró en el artefacto. Tras constatar que Rene les seguía sin vacilar, Al acabó por decidirse a montar también en la barca. Don se había dirigido a la parte delantera, desde donde se podía contemplar la trayectoria del vehículo a través del cristal de la cara frontal.
—¿Dónde está el timón? —preguntó.
No había timón. No había absolutamente nada que se asemejara ni remotamente a un volante.
—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntó Don.
La rampa se deslizó hacia dentro y se cerró la puerta corredera. El vehículo se puso en movimiento.
—¡Alto! —gritó Don—. ¿Hacia dónde se dirige?
Buscó un freno, pero sin resultado. Buscó la manija de alguna puerta, un pomo, una cerradura. Sólo encontró la lisa pared, la tapicería de los bancos y la superficie de cristal.
—Me parece que hemos quedado atrapados —dijo Al.
3
Al otro lado del techo de cristal acusadamente abovedado iban deslizándose los objetos que ya habían divisado desde lejos, sin lograr captar su sentido.
Don se dirigió furioso hacia la puerta, pero sólo consiguió lastimarse los pies.
—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntó Rene—. Tiene que haber alguna forma de salir.
Al se había sumido en la contemplación de Katia, que se balanceaba complacida sobre los mullidos asientos. Sintió encenderse en él una cierta envidia: la envidia del pesimista ante la bienaventurada inconsciencia.
—¿Que cómo saldremos de aquí? —repitió—. Muy fácil. Basta con decir o pensar la fórmula adecuada.
Don se volvió a mirarle sorprendido:
—¡Pero eso es justo lo que ignoramos!
—Exactamente —dijo Al.
Rene se dirigió a la proa y ordenó en voz alta:
—¡Paren! ¡Alto! ¡Stop! —Y al cabo de un rato, tras comprobar que no se modificaba la velocidad de su crucero, añadió como excusándose—: Hubiera podido resultar...
—¿Y ahora qué? —inquirió Don.
—Esperemos —sugirió Al.
Una retícula de metal pasó deslizándose junto a ellos. Blancos filamentos entretejidos dibujaban ornamentos sobre marcos negros. Se distinguía el frío brillo del cristal bajo los rayos del Sol, y reflejos luminosos circundaban las manchas de las sombras sobre el suelo gris. La barca dobló una esquina y de pronto todo dio un vuelco como en un teatro giratorio. Luego el vehículo empezó a frenar, se detuvo y comenzó a desplazarse hacia la derecha en ángulo recto con respecto a la dirección de la marcha, hasta quedar tocando la pared de un gran edificio cúbico.
Se abrió la puerta y en la pared apareció otra abertura con la misma luz.
—¡Fin de trayecto! —exclamó Rene.
Katia seguía sentada sin moverse, como paralizada.
—No tan rápido —gritó Don—. ¿Quién ha dicho que quiero bajar?
Rene se levantó del banco sin inmutarse y cruzó el espacio abierto. Se oyó un chasquido... Una pálida franja horizontal se abrió de arriba abajo, y Rene desapareció tragado por la oscuridad.
—Bueno —dijo Don, y siguió su ejemplo.
Reapareció la franja y se volvió a oír el chasquido.
Al echó un vistazo a la habitación contigua, pobremente iluminada por un resplandor de indeterminada procedencia.
—¡Rene! ¡Don! —Escuchó atentamente, pero no recibió respuesta. Volvió a gritar—: ¡Don! ¿Estás ahí?
No se oyó nada.
Al sentir el tierno roce de unos dedos sobre su cuello, se volvió: estaba frente a Katia. Sus ojos tenían una mirada inusitadamente sombría, y se agarró a él con más fuerza. Sus manos se aferraron a los hombros de Al, arrastrándole lejos del acceso a lo desconocido. Se apretó contra él, buscando protección, decidida a ahogar la impresión de misterio con otra sensación inmediata, poseída de un deseo de contacto humano, de embotamiento y de olvido aunque sólo fuera por unos segundos. Se apretó contra él, cerró los ojos, le besó y se dejó besar, ya no veía ni oía, no esperaba y no temía nada, porque no quería ver ni oír, ni esperar ni temer. Se abandonó esperanzada a todas las sensaciones agradables, adormecedoras y al mismo tiempo excitantes, en un esfuerzo por escapar a la realidad, a las oscilaciones, electrones, átomos, metales y productos sintéticos, a las conexiones, imágenes e intenciones, para hundirse en un torbellino de vertiginosas sensaciones... Y lo consiguió con toda la plenitud que había anhelado. Sin embargo, un pequeño resto de realidad se mantenía vivo en su conciencia, y en algún oscuro rincón de sus sentidos saboreó hasta la última gota precisamente lo que de excepcional, absurdo y contradictorio tenía la situación.
Cuando por fin logró sustraerse un poco a la confusión de la sorpresa y pudo abrir los ojos a los imperativos del momento presente, Al advirtió, casi con sorpresa, que nada había cambiado. Nadie parecía querer obligarles a cruzar aquella puerta, nadie parecía oponerse a que se entretuvieran tanto como quisieran. En cualquier caso, la puerta seguía abierta, tan invitadora como antes. La barca no se había movido de sitio y, en sentido estricto, ello también constituía una especie de coacción, incluso más ineludible que cualquier medida de fuerza.
—No nos quedará más remedio que entrar —dijo Al en voz queda.
Había rodeado los hombros de Katia con un brazo, y juntos pisaron el umbral y atravesaron la puerta...
La franja de luz se interpuso entre ellos como un rayo acariciante en el preciso instante en que cruzaban el umbral. Entre ellos pareció caer un muro... y se encontraron separados.
Al estaba de pie en una cabina gris. Se encendió una luz cegadora, y la penumbra cayó sobre él como un paño negro durante un breve momento, luego el suelo comenzó a moverse y avanzó hacia la pared desnuda, con Al encima. La pared se abrió cuando su cuerpo ya casi la rozaba y volvió a juntarse en el acto. Al se encontró metido en otra cabina, cuyo lado derecho estaba recubierto con una retícula tras la cual se oía un tenue rumor. Un débil chasquido y el rumor cesó por completo. El suelo se puso en movimiento... La pared se abrió para dejarle paso, volvió a cerrarse... Algo se elevó en espiral desde el suelo y pasó por encima de su cuerpo... El aire quedó impregnado de un ligero olor a productos químicos... El suelo se puso de nuevo en movimiento... La pared se abrió...
Transcurridos los primeros vertiginosos segundos, durante los cuales fue incapaz de pensar razonablemente, tan apesadumbrado estaba, experimentó un súbito cambio en su situación. Lo que le estaba pasando dejó de ser algo inmaterial y fue haciéndosele cada vez más patente una razonable certeza: «Te están cortando en pedazos, te están descomponiendo, te están desmontando por algún sistema no mecánico»... Y aquella fría seguridad resultaba más desesperante que la lucha contra algo indefinido. Sintió que se le erizaba el vello sobre la piel de las manos, la lengua parecía una bola de goma en la cavidad de la boca... De pronto se acordó de Katia y olvidó todo lo que ocurría a su alrededor para concentrarse en un grito:
—Katia, ¿me oyes?
—Sí, Al, te oigo.
—No debes asustarte.
—Claro que no, Al.
—Ahora sólo importa una cosa, ¡Tú, Katia!
—¡Y tú, Al!
El suelo se deslizó bajo sus pies, se abrió una pared, y apareció una cabina vacía... La pared derecha estaba cubierta de círculos distribuidos en forma de nido de abeja, cada círculo era una abertura, y de uno de ellos, situado en el centro del campo, salió una flecha de punta roma apuntada directamente contra él. Se aplastó contra la pared anterior... La flecha le pasó rozando por detrás y se quedó clavada en posición horizontal en la pared izquierda de la cabina... ¡Había logrado escapar! Todavía no: en la pared apareció una segunda flecha, a la altura de la rodilla, horizontal como la primera... Al se hizo a un lado, la flecha pasó de largo. De inmediato la siguió una tercera, a la altura del pecho... Al se agachó... Dos salientes reducían ya el limitado espacio de la habitación, y a "ellos se vino a sumar un tercero... Una cuarta flecha se introdujo en la cabina, ni veloz, ni lentamente, con una regularidad de autómata. Se quedó clavada en el estrecho espacio, también a la altura del pecho, justo por encima del cuerpo doblado de Al, que ya tenía dificultades para agacharse a causa de las varas. Otra flecha pasó rozándole la cabeza seguida inmediatamente de otra más. Al cayó al suelo, atrapado en una red tridimensional... Intentó escapar, tiró de las varas y las sacudió, pero todo fue inútil, ya no tenía escapatoria. Rodó por el suelo, se volvió de espaldas al dardo cada vez más próximo... Aguardó... Una presión sorda bajo el omóplato... Un desmembramiento... Una espina que se hundía en la piel... Un agudo dolor...
Todas las flechas volvieron a su lugar de origen como si obedecieran a una señal, el lugar quedó vacío en un par de segundos... Sólo quedaron los círculos que horadaban el lado derecho, en recuerdo de la tortura.
El suelo se puso en movimiento... La pared se separó y se cerró... una tobera se proyectaba por la derecha en el interior del cuarto... Empezó a sisear...
—¡Katia, contéstame!
—Ya te contesto, Al.
—¡No me hagas esperar!
—No, no, Al.
—¿Eres feliz?
—¡Sí, mucho! Me basta pensar en ti.
Se movía arrastrado por una cinta transportadora. En cada etapa le ocurría algo distinto: cosas extrañas, terroríficas, no tanto por el dolor que causaban como por la incertidumbre en cuanto a su posible finalidad.
Parada...
Se encendió una luz, primero pálida, luego cada vez más intensa, hasta bañarlo todo con un insoportable y penetrante resplandor. Al se apretó los puños contra los ojos y siguió rodeado por aquella llameante marea...
Parada...
Lentamente fue aumentando la temperatura, luego el calor se intensificó con rapidez, el aire bullía, le ardía la piel, le palpitaba el corazón, sus pulmones se sofocaban... Al se revolvió jadeante, empezó a dar puñetazos contra las paredes.
Parada...
Primero se oyó un suave zumbido apenas audible, luego fue tomando cuerpo, llenó todo el cuarto, intenso, poderoso; resonaba amenazador, bramaba, rugía... Al levantó los hombros y se dejó caer de rodillas, apretándose las manos contra el cráneo dolorido...
—Katia. No podría soportarlo si tú no...
—Tranquilízate, Al. ¡Por favor! Hazlo por mí.
—Estoy tranquilo, Kat. ¿Dónde estás ahora?
—He dejado de pensar en ello. ¿Para qué?
Realmente, ¿para qué?
En lo alto de la cabina parpadeó un objetivo, el ojo de la máquina. Se desplomó la pared de la derecha, se abrió un foso...
Un reptil de ocho patas se arrastraba por el suelo... Se le acercó zumbando un avión... Mostró los dientes... Sacó las garras...
¿Para qué pensar en ello? ¿Para qué?
Al alargó la mano para tocar un rostro, y su mano atravesó el rostro...
La pared anterior volvió a deslizarse... Se detuvo... Otra cabina... Vacía, a excepción de un botón rojo.
Al sintió un cosquilleo en la piel, cada vez más intenso. Luego se debilitó gradualmente para volver a adquirir intensidad, mucha más que antes... Miró desconcertado a su alrededor. ¿Una posibilidad de escapar? ¿Una brizna de paja salvadora? Al buscó el botón rojo... Lo apretó... La sacudida eléctrica se detuvo bruscamente.
El suelo se lo llevaba de allí... Volvió a sentir el cosquilleo... Al buscó el botón... Lo localizó, pero no estaba fijo en una montura, sino que podía desplazarse de un lugar a otro sobre una maraña de líneas talladas en la pared que formaban un laberinto. Un círculo rojo señalaba el extremo final de una hendedura que se abría hacia abajo. La vibración se fue haciendo cada vez más intensa, aminoró, volvió a aumentar... Al ya había comenzado a mover el botón rojo; sólo dos veces se equivocó y tomó una vía muerta que le obligó a volver atrás... Por fin logró abrirse paso a través del laberinto y pudo apretar el botón en el lugar señalado... De inmediato cedieron las descargas eléctricas.
La cinta transportadora se lo llevó más allá.
Nuevos ejercicios... Sus extremidades se estremecieron bajo el efecto del electrochoque. Tensa reflexión, la máxima concentración. Al había decidido tomárselo como un desafío, como una prueba de resistencia. Se esforzaba por cumplir las tareas propuestas y se enorgullecía cada vez que lo conseguía...
—¡Deja esas cosas de una vez, Al!
....
—¡Al, no tiene ningún sentido!
....
—¿Ya te has olvidado de mí?
....
—¡Déjalo, Al! ¡Déjalo, si es que me quieres!
4
Al formó un cubo con bloques de construcción, acopló fragmentos sueltos seleccionados entre un montón de planchas de metal, reaccionó ante unas placas luminosas que se encendían y se apagaban, resolvió problemas aritméticos sencillos y más complejos...
La cinta transportadora siguió adelante, se deslizó la pared... Quedó cegado por la fuerte luz del sol... Salió tambaleándose al exterior...
Encontró a Don, Rene y Katia allí sentados; se les veía un poco fatigados, pero por lo demás no parecían haber sufrido ningún daño.
—¿Lo has resistido, eh? —dijo Don.
—¡Desde luego ha sido largo de soportar! —exclamó Rene.
Al se quedó mirando a Katia: estaba sentada contra la pared, con las rodillas levantadas. Le devolvió la mirada sin inmutarse. Tenía los labios fruncidos en un gesto de desdén y silbaba con indiferencia. Al tardó un rato en recobrar la compostura.
—¿Dónde estamos? —preguntó por fin.
Rene se lo explicó.
—En la parte trasera de la casa.
—¿En qué lugar del terreno?
Ninguno lo sabía.
Al se acercó a una construcción de travesaños, que recordaba la torre de un pozo petrolífero, y comenzó a trepar por ella. El esfuerzo físico disipó como una ducha de agua fría la lasitud y las reminiscencias del miedo que había tenido que reprimir. Siguió subiendo a toda prisa hasta superar el nivel de los tejados.
Una corriente de aire tibio acarició su cuerpo; sintió un agradable frescor. Sus compañeros se habían convertido en pequeños puntitos apenas visibles. Escudriñó los alrededores. La barca flotante les había conducido a la zona norte del centro de la ciudad. Entre los altos edificios se abrían espacios suficientes para permitirle avistar la muralla de la ciudad, que se curvaba como los rebordes de una fuente sobre la superficie horizontal encerrada entre sus límites. Los edificios con sus techos metálicos y de cristal aparecían incrustados en la depresión como las piezas de un juego de electrónica cuidadosamente empaquetado. La superficie lisa del terreno sólo se interrumpía en un punto: Al supuso que debía ser el mismo lugar donde se alzaba la colina con la ruina en imagen de la antigua ciudad: allí los edificios eran más altos. Al no logró discernir si éstos se levantaban sobre una colina o simplemente tenían más altura que los demás.
Volvió a bajar e informó a sus compañeros.
—Tengo una idea —indicó Don cuando se disponían a discutir el plan de acción a seguir—. Jak nos lleva tres días de ventaja. Podríamos intentar localizarles a él y sus hombres; así podríamos comprobar qué está haciendo ahora, y nos ahorraríamos largos rodeos.
—Buena idea —dijo Katia.
Don se volvió hacia Al.
—¿Has visto algún rastro de Jak?
Al movió negativamente la cabeza.
—No.
—No importa —declaró Don—. La zona llana no es demasiado extensa. No nos costará encontrarle. Creo que lo más interesante debe de ser la colina. Lo mejor será dirigirnos allí primero. Pero con cuidado, pues entretanto Jak puede caer en la cuenta de que ya debemos haber vuelto.
—¿Tendremos libertad de movimientos? —preguntó Rene.
—¿Por qué no íbamos a tenerla? —replicó Don—. Los autómatas nos han puesto a prueba; eso está claro. Y nos han dejado en libertad. Nos consideran inofensivos. En adelante nos dejarán en paz.
Al volvía a discrepar.
—No creo que nos dejen en paz a partir de ahora.
Señaló una columna que se alzaba en el centro de la gran plaza próxima. Había muchas iguales: estrechas figuras alargadas coronadas por oscuras bolas relucientes de un color indeterminado. Algunas tenían sólo un par de metros de altura, otras asomaban varios metros por encima de los tejados.
—¿Farolas? —preguntó Rene.
—Tal vez lo sean —respondió Al—. Pero yo estaba pensando en ojos.
Rene asintió con la cabeza.
—Objetivos esféricos.
—Ojos que nos vigilan constantemente —dijo Katia, sin que los demás pudieran discernir si se trataba de una pregunta o de una afirmación—. Miles de ojos que nos observan sin cesar. —Es sólo una suposición —dijo Don, inquieto. —Debemos examinar estas suposiciones —declaró Rene—. ¡No podemos descartarlas sin más!
—¡Pues examínalas! —le sugirió Don, con cara de pocos amigos.
—Eso es exactamente lo que me propongo hacer —replicó Rene, sin inmutarse.
Avanzó despreocupadamente hasta la pilastra y se quitó la chaqueta. Ató las dos mangas para formar un lazo y se colgó la prenda del brazo izquierdo.
—Voy a demostrarte en un santiamén que no eres el único que sabe trepar —le gritó a Al, que le había seguido más despacio en compañía de Don y Katia.
Rene se agarró al poste, tan alto como pudo, levantó las piernas, las cerró con fuerza en torno a la vara de material sintético, alargó el cuerpo, y así fue subiendo con una rapidez sorprendente. Le bastaron un par de movimientos para situarse con la cabeza muy próxima a la bola; una vez allí, hizo un gesto involuntario de apartarse. Aunque nada se había movido, la mirada de la esfera de cristal le pareció decididamente perversa. Con diestros movimientos, cogió la chaqueta que llevaba colgada al brazo y cubrió rápidamente el ojo esférico de cristal. Sintió una ligera angustia. Se deslizó velozmente hasta el suelo y se acercó a los demás, como si quisiera desaparecer entre ellos.
Pese a la indiscutible inocuidad de su acción, todos se sentían un poco inquietos. Comenzaron a mirar preocupados a su alrededor.
—Bobadas —murmuró Don en tono casual, pero en realidad sólo intentaba darse ánimos.
Entonces algo apareció volando con un ligero ronroneo por encima de los tejados y se quedó suspendido en el aire, frente á la bola cubierta: un pájaro de metal del tamaño de un cóndor. Alargó una zarpa... El artefacto se elevó... Arrancó la chaqueta de Jak de encima de la bola y se puso otra vez en movimiento sin ninguna sacudida por el cambio de velocidad. Se lanzó zumbando sobre Rene, que retrocedió un paso, asustado... La chaqueta cayó al suelo... El cuerpo volador desapareció sobre los tejados.
—Ya puedes ponértela —dijo Al.
Rene cogió la chaqueta aturdido. Sólo después de unas cuantas tentativas frustradas consiguió introducir los brazos en las mangas.
—En fin, ya lo hemos averiguado —comentó Don—. Bueno, qué más da. ¡Vamos, en marcha!
No tardaron en comprobar que tampoco allí existía una red de calles en el verdadero sentido de la palabra. Lo que utilizaban como calles seguramente no eran más que una sucesión más o menos casual de espacios libres y terrenos baldíos entre los distintos edificios. En muchos puntos también era imposible distinguir dónde acababa la zona de máquinas y dónde comenzaba el espacio libre. Los lugares vacíos estaban ocupados muchas veces por construcciones en forma de torre, si bien en otros casos estos artefactos estaban muy apretados unos contra otros y formaban algo muy parecido a un bosque. Para atravesarlos debían caminar como los esquiadores que avanzan en eslalom... Nadie hubiera dicho que tenían una meta concreta. A ratos se vieron obligados a deslizarse entre redes extendidas, de vez en cuando topaban con superficies sobre las cuales se alineaban apretadas filas de aquellos objetos en forma de pera que ya habían llamado antes su atención. Sólo muy de tarde en tarde encontraron algún edificio cerrado.
Al hizo todo lo posible por no perder el rumbo. Hubo momentos en que sólo lo consiguió después de comparar la posición del Sol con la hora que marcaban las minuteras de su reloj. Lo adecuado hubiera sido disponer de una brújula. Fue una reflexión casual, pero condujo sus pensamientos por derroteros fuera de toda ortodoxia: ¡qué útiles les hubieran resultado allí unas cuantas herramientas, no simples objetos de uso cotidiano, sino verdaderas herramientas adecuadas para su fin, instrumentos apropiados para una intervención decisiva en el mundo circundante, caso de que fuese necesario! Nunca había sido tan consciente de la insuficiencia de los medios a su alcance, nunca había comprendido tan claramente que estaba a merced del medio y no a la inversa. Ya el mero hecho de que el camino a seguir dependiera más del azar que de su propia voluntad, ponía perfectamente de relieve esa situación. No pudo evitar pensar en la caja de control remoto: la bola que rodaba sobre la superficie inclinada chocaba ciegamente contra los obstáculos, atravesaba agujeros y puertas, y por fin iba a parar a la caja de reserva, cualquiera que hubiera sido su trayectoria anterior.
Acababan de topar con otro obstáculo, una gigantesca construcción cuyas paredes se alargaban a derecha e izquierda en tal extensión, que dar un rodeo en torno al edificio les hubiera hecho perder mucho tiempo.
—Parece una fábrica —comentó Don.
Como la mayoría de los edificios, también éste exhibía generosamente su interior. Sólo en algunos puntos estaba cerrado por paredes, e incluso éstas eran de ese material transparente al que llamaban vidrio para abreviar. También el techo era transparente.
Rene se acercó con interés a un lugar abierto y penetró por una especie de sendero que parecía atravesar el interior.
—Tal vez podamos cruzar por aquí —sugirió.
Secretamente abrigaba el intenso deseo de examinar una de las instalaciones.
—¿Por qué no? —dijo Don, y con estas palabras dio la señal de entrar en la fábrica.
Realmente parecían ir avanzando por un sendero, pues la franja lisa formaba una línea continua de aproximadamente un metro de ancho entre las distintas partes edificadas, sin escalones, a veces inclinadas, pero nunca tanto que no les permitiera caminar con comodidad. Las pendientes eran necesarias para salvar considerables diferencias de nivel. Las máquinas —suponiendo que fueran máquinas— eran de enormes dimensiones, y muchas tenían una altura de varios pisos.
—¿Para qué deben servir? —preguntó Don.
En ese momento pasaban junto a una barandilla. En el fondo se divisaba toda una red de estrías oblicuas que conducían a unas aberturas que podrían ser puertas.
—¿Tal vez el sistema de acarreo de una mina? —sugirió Rene, incapaz de ocultar su admiración—. Sensacional. ¡Me gustaría verla en funcionamiento!
—¿Por qué dices que podría ser un sistema de acarreo? —quiso saber Don.
—Por las ranuras debe deslizarse alguna cosa —explicó Rene—. Ahí arriba parece haber una especie de sistema de selección, y allí abajo debe de ocurrir algo con los objetos elaborados. —Hablaba con grandes gestos, ansioso de hacerse comprender por los demás, totalmente ignorantes en cuestiones técnicas—. Desde luego, todo debe de estar completamente automatizado.
—Tenemos que comprobarlo —dijo Al, y antes de que nadie pudiera impedírselo arrojó en dirección a las ranuras una de las piedrecitas que aún tenía en el bolsillo. De todos modos, nadie se lo hubiera impedido, pues Don no era demasiado dado a un exceso de prudencia. Rene hubiera estado dispuesto a correr riesgos mucho mayores con tal de poner en marcha la maquinaria. Y Katia no había escuchado nada.
La piedra se estrelló contra el fondo, produciendo un sonido metálico, volvió a rebotar y por fin cayó en una ranura, rodó pendiente abajo, deslizándose en la abertura situada en el extremo inferior de la banda transportadora...
Un sonido llenó repentinamente el aire: una aguda y sonora melodía, siempre del mismo tono e intensidad... Los cuatro amigos callaron y abrieron mucho los ojos... Doce grandes bolas brillantes brotaron como pompas de jabón de doce cráteres, bolas con la trama sedosa de las descargas eléctricas, que ondularon hacia arriba y hacia abajo como surtidores bajo el viento. Se oyeron golpes de maza; ruedas de aspas comenzaron a girar en el punto donde había desaparecido la piedra; algo se estaba triturando con un ruido sordo. El movimiento se comunicó como una oleada a las distintas partes de la maquinaria: las ruedecillas giraban, crujían las junturas, rotaban los ejes, chasqueaban los conmutadores, chisporroteaban los destellos.
Katia había salido de su ensueño y de pronto gritó:
—¡Ahí está! ¿La veis?
La piedra había salido otra vez a la luz; saltó una compuerta y apareció una trama de alambre acampanada, finamente reticulada, que la cubrió como una mano, la levantó y la arrojó por encima de un foso, cuyo fondo no alcanzaban a divisar desde donde se encontraban. Echaron a correr por el sendero y se detuvieron de golpe: un aire seco, sofocante, procedente de allí abajo, les cerró el paso. Oyeron unos breves siseos ahogados; en algún punto situado a una profundidad indeterminada se encendió la suave tonalidad azulada de la radiación de Cherenkov. Luego se hizo un súbito silencio.
—Desintegración atómica —susurró Rene—. ¡Caramba! ¡Una planta atómica!
5
Reemprendieron la marcha en silencio. El sendero se bifurcaba en algunos puntos, y decidieron escoger la dirección que debía llevarles lo más rápidamente posible hasta el otro lado.
De improviso, Don, que iba delante, levantó la mano.
—¡Alto! ¡Quietos!
Obligó a retroceder a los demás.
—¡Qué imbéciles somos! Debimos haber contado con esto. Jak y sus hombres; no debemos dejar que nos vean.
Se ocultaron detrás de una construcción en forma de pirámide.
—Habrán oído el ruido —declaró Al.
Don se asomó por la esquina.
—Ahí están Jak y Heiko. ¡Y Tonio también les acompaña!
—¿Vienen hacia aquí? —preguntó Kat.
—Están discutiendo —murmuró Don, volviéndose—. Ahora tenemos una buena oportunidad. No debemos dejar que nos vean. Les observaremos... y luego seguiremos sus pasos.
Don volvió a sacar la cabeza.
—Cuidado, se acercan. ¡Tenemos que escondernos!
Rene señaló hacia arriba.
Saltaba a la vista que los escalones que se elevaban hacia arriba no habían sido pensados para que nadie subiera por ellos, pero ayudándose unos a otros consiguieron superarlos. Alcanzaron una superficie horizontal de unos cuatro metros cuadrados, llena de perforaciones en forma de cuadro, que desde lejos recordaba la rejilla de una alcantarilla. Allí estarían protegidos de todas las miradas procedentes de abajo.
—Al suelo —ordenó Don en voz baja.
Se dejaron caer sobre la dura superficie.
—Oh, qué incómodo —gimoteó Katia.
Rene intentó mirar por uno de los agujeros, pero dentro estaba completamente oscuro.
—Espero que no sea una chimenea de escape de gases —musitó.
—De todos modos, las instalaciones están fuera de funcionamiento —siseó Don.
Oyeron resonar unos pasos a sus pies. El segundo grupo debía estar directamente debajo. Luego oyeron también sus voces.
—Seguro que venía de aquí. ¡Lo he oído perfectamente!
—Pero, ¿qué puede haber sido?
—Tal vez Don esté por aquí escondido.
Bajaron la voz; sólo se oían trozos de frase.
—... Rastrearlo todo minuciosamente.
Don volvió a asomar la cabeza. Agitó una mano en señal de advertencia.
—No tenemos más remedio que permanecer aquí, de momento.
—¿No deberíamos...? —Al se interrumpió apenas hubo pronunciado las primeras palabras.
—¿Qué? —preguntó Don, sin demasiado interés.
—¿Llegar a un acuerdo con los otros?
—¿Cómo dices?
—Me has oído perfectamente. ¡Llegar a un acuerdo con los otros!
—¿Has perdido la razón? ¿Te has vuelto loco? —Don estaba fuera de sí.
Katia había apoyado el mentón en las manos y le escuchaba entre divertida y aburrida. Al dejó que acabara de desahogarse. Don siguió hablando todavía un rato.
—Si actuamos unidos —intentó explicar Al— podremos conseguir más...
—¿Qué conseguiremos? ¿Cómo lograremos ser los primeros? ¡Actuar unidos! ¡La locura total!
—Don, ¿es que no lo entiendes? Aquí está en juego mucho más que ganar una carrera. Aquí hay un enigma que podemos resolver; se nos brinda la oportunidad de aclarar problemas que afectan a toda la humanidad. Aquí tenemos...
—¡Calla, Al, por favor! —dijo Don muy tajante.
Al escudriñó los rostros de los otros dos. Rene olfateaba los agujeros del suelo con cierto reparo. Katia se dejó caer de espaldas con gesto deliberadamente descuidado, apoyó la nuca sobre las manos cruzadas y parpadeó bajo la luz que caía del cielo. Éste ya no tenía el azul profundo del mediodía: había comenzado a teñirse con las tonalidades del atardecer, que dibujaban manchas y arcoiris sobre la superficie.
—Ya es tarde —dijo.
—¿Tarde? —repitió Al—. Tal vez sí lo sea. Demasiado tarde...
—Bueno, ahora basta de una vez —insistió Don—. ¿Quieres continuar, sí o no? Si no quieres seguir, nadie te obliga a quedarte. ¿Qué decides?
—De acuerdo —dijo Al, con una mueca como si hubiera mordido un limón.
—Así me gusta —dijo Don satisfecho; y se arrastró otra vez hasta el borde y miró hacia abajo—. Están ahí. Discuten la jugada.
—Esta superficie me está resultando demasiado dura. Quiero bajar —dijo Katia, y con estas palabras se levantó.
Don se abalanzó sobre ella.
—¡Maldita sea! ¡Agáchate o habrá jaleo!
Katia cayó al suelo con fuerza. Gimoteó bajo el peso de Don.
—¡Al, ayúdame!
—Déjala, Don —dijo Al en tono amenazador.
Don le miró fijamente a los ojos con expresión de furor. Al estaba tan furioso como él.
—¡Déjala! —ordenó por segunda vez.
—¿Y tú por qué te metes en esto? —le espetó Don.
—¡Haz algo, Al! —suplicó Katia, retorciéndose bajo las firmes garras de Don—. ¡Deja todo esto, Al! ¡Abandónalo! Podríamos...
Don le tapó la boca con la mano. Al extendió el brazo sin incorporarse y enlazó a Don. Éste soltó a Katia y comenzó a golpear a Al, una, dos veces, sin moverse del suelo... Al blandió el puño y se volvió... De pronto algo los separó bruscamente. Rene se había interpuesto entre ambos.
—Basta. Ahora, quietos. ¡Quietos de una vez!
Hablaba con un murmullo imperioso... Oyeron pasos... y voces.
—Por aquí...
—No puedo haberme equivocado...
Los pasos se alejaron taconeando, las voces se hicieron incomprensibles...
—Vosotros y vuestra condenada pelea —les increpó Rene—. ¡Acabaréis estropeándolo todo! No sé de qué sirve que nos tomemos tantas molestias.
Don y Al se habían serenado un poco, sólo de vez en cuando se lanzaban alguna que otra mirada furibunda. Continuaron esperando durante un rato con los oídos muy atentos. Varias veces oyeron cómo se iba intensificando el rumor de pasos, para luego volver a desvanecerse.
Llegó el crepúsculo y luego la noche. La oscuridad cayó rápidamente, como ocurre siempre que hace un tiempo despejado. Se apagaron los reflejos. Las máquinas perdieron su fulgor, se suavizaron sus contornos y se embotaron sus cantos.
—Ya podemos bajar —ordenó Don—. ¡Tenemos que pegarnos a sus talones si no queremos perderles de vista!
Se ayudaron unos a otros a bajar y pronto estuvieron sanos y salvos en el suelo. Oyeron un rumor en un rincón apartado.
—¡Ahí detrás! —susurró Rene—. ¡Vamos, rápido!
Comenzaron a deslizarse de puntillas por el sendero que se extendía serpenteante entre los dormidos monstruos mecánicos, como una cinta de color gris claro.
Katia se arrastraba torpemente, pero de pronto tropezó y apenas tuvo tiempo de agarrarse a una estructura metálica vertical arqueada y retorcida. El impacto se propagó por el material elástico y éste lo reflejó: sonó una nota aguda como si alguien hubiera hecho vibrar una cuerda, luego el sonido se apagó, para después repetirse a través de ecos sucesivos, cada vez más débiles, pero aun así inquietantes en medio del silencio del cobertizo.
Voces, rumores, rechinar de zapatos sobre el metal...
Don miró frenético a su alrededor.
—¡Por aquí!
Se arrojó fuera del camino en dirección a un ancho saliente que se proyectaba frente a una superficie de metal ondulado, se arrastró sobre la superficie desigual. Una sombra en la oscuridad...
Los pasos se aproximaban rápidamente.
Al saltó la grada —sólo tenía un metro de profundidad— y alargó la mano para ayudar a bajar a Katia y a Rene. Desaparecieron tras la curva de la superficie de metal siguiendo los pasos de Don...
Dos sombras se detuvieron arriba en el sendero...
Don ya estaba bastante lejos y apresuraron el paso para no perderle de vista. Le vieron saltar sobre un pequeño muro... Entonces ocurrió lo inesperado: un rastrillo comenzó a barrer la pasarela y Don profirió un horrible chillido...
Todo el aire resonó lleno de notas tajantes, ininterrumpidas, sin el más leve temblor...
Un cegador destello azul comenzó a recorrer la superficie, los contornos, rápido como una centella, chocando con los cantos y las puntas, adhiriéndose a las líneas paralelas de los cables...
Doce bolas de luz blanquiazul iniciaron unas pulsaciones regulares, como obedeciendo al compás de un cronómetro...
Rumores de cuerpos que se despertaban, se revolvían, se agitaban, fueron propagándose como arrastrados por un golpe de aire. El martilleo de las mazas, el zumbido de las ruedas de palas, el chirrido de las cadenas, el crepitar de un fuego de artificio de chispas siseantes ahogaron los gritos de Don.
Las tres figuras, pálidas como yeso bajo la luz azulada, se detuvieron paralizadas al borde del sendero, con la mirada suspendida sobre un abismo de manchas luminosas y sombras en disolución.
—Desintegración atómica —dijo quejumbrosamente Rene.
Había echado a correr junto al pequeño muro sobre el que había saltado Don y le vio desaparecer en un negro agujero. Se izó otra vez hasta el sendero, siguió corriendo, y vio reaparecer el cuerpo de Don: una pala mecánica lo empujó sobre una hilera de cedazos, hasta que por fin se deslizó entre la ancha retícula del último de ellos... Cayó en una de las ranuras que desde el primer momento habían llamado su atención, comenzó a dar tumbos pendiente abajo, intentó frenar la caída, pero en vano, desapareció por un agujero, salió proyectado otra vez un poco más adelante, atravesó el mecanismo de eliminación de la ganga, el objeto acampanado cayó entonces sobre él, una especie de red de alambre lo izó en el aire y lo dejó caer sobre la fosa donde habían visto el resplandor azul algunas horas antes...
Rene ya había interrumpido su carrera. Se tapó la cara con las manos.
Todo terminó tan bruscamente como había comenzado. Se hizo el silencio. Un silencio de muerte.
La oscuridad tardó un rato en recubrir los objetos con su tranquilizadora tonalidad gris después de la fuerte luminosidad que lo había inundado todo.
Arriba, en el sendero, resonaron unos pasos. Jak, Tonio y Heiko se marchaban sin preocuparse por la suerte del otro grupo.
Rene buscó a Al y Katia con la mirada; vio a ambos de pie junto a la cinta transportadora, cada cual perdido en sus propios pensamientos. También ellos abandonaron el lugar sin decir palabra. Bajo el fulgor de desconocidas constelaciones, emprendieron el regreso al campamento que habían establecido al otro lado de la muralla.
6
Ninguno de los tres miró las estrellas. Estaban cansados, agotados tras la tensión sufrida por la mala suerte de Don, y también se sentían curiosamente inseguros ahora que les faltaba la autoridad del amigo, que siempre había actuado sin vacilaciones y había arrastrado consigo a los demás. Pero, sobre todo, aún les duraba el sobresalto causado por las poderosas fuerzas que acechaban ocultas en las baterías, condensadores, alambres, tuberías y contenedores y que seguían dispuestas a reanudar sus tareas al impulso de cualquier incidente casual, indiferentes al hecho de que aquéllas tal vez ya hubieran perdido todo sentido.
Aunque la noche era tan despejada como todas las anteriores, no les resultó fácil encontrar el camino de regreso. Tardaron alrededor de media hora en alcanzar la muralla. Diez minutos más tarde, los tres yacían sobre sus colchones inflables en la tienda de campaña. Se hundieron hasta las orejas en los sacos de dormir, para no ver ni oír nada. Eran producto de millones de años de evolución de la razón, de alejamiento de la naturaleza y de adaptación a un medio artificial, y sin embargo aún conservaban el instinto animal de esconder la cabeza.
—Al...
Katia le llamó bajito para no despertar a Rene, que se revolvía inquieto en su sueño y le daba una que otra sacudida.
—¿Qué quieres, Kat?
—Ya te he pedido dos veces una cosa.
Al suspiró:
—Lo sé.
—¿Tan poca significo para ti?
—Pero, Katia, tienes que comprenderlo... Todo esto es...
—Al, no tenemos por qué seguir luchando tanto, no tenemos por qué preocuparnos y sufrir...
Al quiso interrumpirla:
—Por favor, Katia, escúchame...
Katia siguió hablando sin hacerle caso.
—Tal vez aún consiga que cambien mi ficha. Tal vez nos autoricen a formar una pareja; y entonces... ¿No quieres?
—Sí, Katia, sí, pero...
—Pues deja este estúpido planeta, estas aburridas máquinas, toda esta fúnebre ciudad...
Había alzado la voz y Al la hizo callar: —Chissst.
Rene se revolvió con un ronquido.
—Al, tú eres la única razón de que me haya quedado tanto tiempo. No sabes cómo me asusta todo esto. ¡Piensa en lo felices que podríamos ser! ¡Jugaríamos con la máquina de control remoto, flotaríamos por salones de plástico, disfrutaríamos con las sinfonías de colores y los estéreos! ¿Quieres que nos marchemos los dos juntos?
—¡Espera que esto haya terminado! ¡Si pudieras comprenderlo, Kat!
—¿Lo dejarás todo por mí? No más tarde ni después... ¡Ahora mismo!
Al no contestó.
—¿Lo dejarás? —insistió Kat.
—No —dijo Al—, pero...
—No hace falta que sigas; con eso me basta —dijo Katia con sequedad.
Se acurrucó en su saco de dormir en el rincón más apartado de la tienda y no volvió a abrir la boca.
A la mañana siguiente tuvieron un brusco despertar. Alguien levantó la cortina de la tienda, una fuerte luz inundó el interior y oyeron gritar una voz:
—¡Eh, dormilones! ¡Abajo las mantas! ¡Salid de ahí!
Katia se deslizó fuera de su saco, saltó entre los cuerpos todavía tapados de Al y Rene y se arrojó en brazos de Don.
—¡Hola, Kat! ¿Qué me dices ahora? ¡Al, Rene, holgazanes!
Al se incorporó todavía adormilado.
—¿De dónde sales?
—¡Fuera de ahí, los dos! —gritó Don, que estaba de un humor radiante—. ¡No me ha pasado nada!
Al se despojó del saco y salió muy circunspecto de la tienda. Le dio un amigable puñetazo a Don en las costillas. Todo su rencor se había disipado como por encanto.
—Venga, cuéntanos.
Rene también se había unido al grupo.
—Bueno —comenzó a decir Don—, me disponía a saltar la banda transportadora cuando apareció un gigantesco rastrillo y me arrastró a una especie de pasaje. No fue mucho peor que las pruebas que tuvimos que superar ayer por la mañana: unas cuantas paradas donde fui bombardeado con rayos, chorros de agua, corrientes de aire y algunas cosas más; luego continué pendiente abajo por una superficie deslizante. Rodé y rodé como una bola perfecta, una pala me introdujo en una especie de embudo, luego siguió un trayecto sobre una lona que me iba dando sacudidas y se me subió el estómago a la boca con la fuerza de los golpes. Y por fin una cosa me izó por los aires... y me dejó caer. Aterricé sobre algo blando, un tejido flexible... Fui cayendo suavemente en una espiral descendente, la red se distendió y me encontré sentado al aire libre. ¡Eso fue todo!
—¿Y qué has...?
Rene calló repentinamente, pero todos sabían perfectamente qué era lo que quería preguntar, lo mismo que Don intentaba ocultar bajo su ruidosa despreocupación: ¿qué había estado haciendo hasta entonces? Apartarse del grupo en el curso de una expedición colectiva era una grave infracción de las reglas, y más aún si la desaparición duraba toda una noche. No en vano Don aparecía ahora tan repuesto y de tan buen humor. Pero recordaron que también ellos se habían apartado un poco de las reglas en alguna ocasión. Y Don tenía una excusa: esa experiencia había sido sin duda algo fuera de lo común. Aún resonaban en sus oídos los gritos de espanto de Don... y ninguno dijo nada.
—Estáis muy callados —exclamó Don, en tono de reproche—. ¿No os parece increíble? ¿Cómo os lo explicáis?
—Hay al menos un par de cosas que tampoco son tan misteriosas —dijo Rene—. El lugar es una especie de planta de desintegración atómica, algo así como un transmutador de materia. Simplificando mucho, el funcionamiento es el siguiente: se introduce un material por delante y éste vuelve a aparecer por detrás, pero bajo la forma que se haya dispuesto.
—Muy práctico —comentó Don.
—La verdadera transmutación sólo comienza en la caldera atómica: la parte de la máquina con la abertura que desprende esa luminosidad azulada. Ésta procede de las radiaciones de Cherenkov. Estas radiaciones se forman cuando las sustancias son atravesadas por electrones, u otras partículas cargadas, a muy alta velocidad, como ocurre por ejemplo en la desintegración nuclear. Todo el proceso anterior está destinado a analizar y clasificar el material...
—¿No os decía yo? —le interrumpió Don.
—Los resultados de los análisis sirven para dosificar luego exactamente los efectos: partículas alfa, neutrones lentos, rayos gamma, etcétera. En la caldera se producen finalmente las reacciones nucleares necesarias para obtener el resultado deseado.
—¿Cómo te explicas que no me haya quedado convertido en oro hace rato? —le interrogó Don.
—Probablemente debe de haber un dispositivo de seguridad —aventuró Rene.
—Así debería ser —declaró Al—. También en la Tierra construimos estas supermáquinas de tal forma que nadie pueda sufrir un accidente.
—Estupendo —dijo Don—. Entonces no debemos preocuparnos demasiado por esos artefactos y concentrarnos en la persecución de Jak. Tengo un plan extraordinario. ¡Escuchad con atención!
Con breves y apresuradas palabras expuso su plan a sus compañeros.
Poco después todos avanzaban bordeando la muralla de la ciudad, recorriendo el mismo camino que ya habían hecho un par de días atrás. Producía una curiosa sensación de ambigüedad estar contemplando las construcciones de la fortaleza que se alzaban a su izquierda, plásticas, llenas de colorido, casi al alcance de la mano, y sin embargo saber, al mismo tiempo, que todo era una simple ilusión. Pero incluso prescindiendo de ese hecho, la sola yuxtaposición sin solución de continuidad de la Edad Media con los productos de una civilización tecnoide utópicamente placentera ya resultaba bastante peculiar de por sí y contribuía a reforzar la impresión de irrealidad.
Llegaron sin tropiezos hasta la plaza donde se abría la puerta que conducía al puente, atravesaron su amplio arco y se dirigieron a la puerta de la derecha que daba acceso a la parte posterior de la edificación. Rene, que ya había estado en el lugar, abría la marcha. Subieron por una escalera, dejando atrás varias puertas. Ascendieron a toda prisa los desgastados peldaños de caracol. Toparon con otra vieja puerta de madera labrada; estaba abierta y Rene se detuvo en el umbral. Habían llegado al lugar previsto. La habitación era una sala de armas, cuyo espacio central estaba lleno de armaduras; de las paredes colgaban instrumentos de tortura y todo tipo de armas, conocidas y desconocidas.
Al regresó a la escalera y subió a otro rellano. Se izó hasta el techo horizontal a través de un agujero, lo cual provocó el desprendimiento de verdaderos chorros de polvo y arena sobre la cara. El lugar estaba bordeado por ambos lados con un muro protector que le llegaba a la altura del pecho, coronado a intervalos regulares por salientes en forma de bloques cuadrados; a todas luces destinados a proteger de posibles proyectiles los flancos de los ocupantes. Junto a la balaustrada había unos cuantos cañones montados sobre ruedas, y las múltiples líneas recién marcadas sobre el polvo revelaban que debían haberlos empujado hacia allí hacía poco. Jak les había disparado con ellos la otra noche. Hacer puntería desde allí arriba era un verdadero juego. El lugar ofrecía una amplia perspectiva sobre el terreno, en todas direcciones, sobre el mar de tejados y canalones con sus dibujos de colores rojo oxidado y verde jade, sobre el perfil zigzagueante de la muralla, sobre el foso, sobre el puente, aquel puente que cruzaba el agua sin interrupción y aparecía cubierto de un alto arco de medio punto en el extremo opuesto.
Al bajó otra vez a la sala de armas. Unas cuantas siluetas blancas en la pared indicaban que algunas armas habían permanecido allí colgadas durante largo tiempo. Jak y sus hombres las habían cogido, y también Don blandía ya un sable con ambas manos.
—¡Coged lo que os convenga! —les invitó.
—Cuidad que no os toque un arma en mal estado —les advirtió Rene.
Don hurgó en un par de cajones en busca de munición. Por fin exhibió con gesto triunfal una caja de balas y una bolsita llena de pólvora.
—¿Podrías explicarme cómo funciona esto, Rene?
Rene observó detenidamente los objetos.
—Parecen armas de épocas diversas —dijo—. Yo diría que la más moderna es ésta. —Señaló un objeto que recordaba una pistola, aunque mucho más grande—. Ésta es la munición que emplea.
Sus compañeros le rodeaban sin perder ni uno solo de sus gestos. Rene introdujo una vaina cilíndrica del grueso de un pulgar por un orificio, que luego cerró con una lengüeta. Después se acercó a la ventana.
—¡Atención! ¡Voy a probarla!
El arma tenía una maza en el lugar donde suele estar el gatillo de las pistolas corrientes. Rene la sacó por la ventana y contrajo el índice...
Se oyó un fuerte estallido y luego, inmediatamente, otro.
Rene había quedado envuelto en una nube de humo, pero antes de que la humareda les nublara la vista todos habían visto ya el resultado del impacto: abajo, en el patio, se había producido un orificio circular, unos cuantos cantos rodados habían salido disparados en todas direcciones y una nube de humo blanco se alejaba arrastrada por la brisa.
—Explosivos —dijo Rene, a modo de explicación.
—Estupendo —recalcó Don—. Que cada uno coja uno de estos artefactos. Y suficiente munición. Tal vez encontremos aún alguna otra cosa que pueda sernos de utilidad.
Continuaron probando armas durante un rato. Por fin cada cual se quedó con lo que le pareció más conveniente. Don se había inclinado por las prácticas armas de tiro con munición de fogueo, a las que decidieron llamar pistolas para abreviar. Se puso una pistola al cinto, y también un instrumento semejante a un mangual. Al había cogido una pistola y Rene otras dos. Esas armas eran demasiado pesadas para Katia, quien optó al fin por colgarse en un lazo de la chaqueta un elegante puñal con incrustaciones de oro.
—Ahora sí que estamos preparados —exclamó Don—. ¡Le devolveremos a Jak todos los cañonazos que nos disparó el otro día!
7
No llevaban ninguna escalera, conque tuvieron que volver a la plataforma. Ese pequeño inconveniente no dejaba de tener también sus ventajas: ya conocían el camino a partir de allí, y de ese modo siempre les quedaba, además, la posibilidad de poder replegarse directamente desde el interior hasta su campamento provisional, caso de considerarlo conveniente. Bajaron la escalera con gestos decididos, tras la experiencia adquirida, y sin prestar la menor atención a los curiosos juegos ópticos.
Formaban un extraño cuadro, con sus armas antiguas en medio de las máquinas y las construcciones ultramodernas. «Es francamente demencial —se dijo Al—. ¿Tal grado ha alcanzado ya nuestra apatía, que somos incapaces de tomarnos nada en serio, que sólo nos interesa divertirnos, pasar el tiempo, y renunciamos voluntariamente a todo aquello que podría ayudarnos a adelantar un paso más, porque supondría privarnos de un poco de diversión y algún buen rato?»
Sin decirse nada, procuraron no entrar en la planta de transmutación de materia. Dieron un rodeo en torno a la fábrica, aunque les supondría una pérdida de tiempo; doblaron hacia la derecha y siguieron por una calle que sólo Don había visto, y sólo bajo la luz de las estrellas.
—Tuvo que salir más o menos por aquí —dijo Don, y señaló una hilera de aberturas bajo las cuales había instalado unos moldes semiesféricos, preparados para recibir cualquier objeto que pudiera caer.
Se acercaron más a ellos. Rene se agachó curioso, recogió un objeto y no pudo contener una exclamación de estupor. En la mano tenía un cuerpo del tamaño de una bola de billar, con la superficie lisa, pero no esférica, sino ligeramente achatada por ambos lados.
—¡La piedra! —exclamó Al—. ¡Sí, es mi piedra, la que arrojé ayer a las ranuras!
Rene le dio vueltas en la mano, intentó aplastarla, la olió.
—Tienes razón, Al, es la piedra. ¡Pero ahora es de azufre! ¡Es inconcebible!
El increíble objeto plano pasó de mano en mano.
—Éstos sabían lo que se hacían —dijo Don con admiración—. Pero, ¡vámonos ya! No nos entretengamos. Ya es más de mediodía.
Los edificios aparecían más próximos a medida que iban avanzando; las columnas, mástiles y torres estaban más apretadas y disminuía el espacio libre para seguir avanzando a nivel del suelo. Ahora el edificio recordaba muchísimo un gigantesco transformador de la época en que la energía eléctrica aún constituía el principal medio de distribución de energía. Aunque las hileras de pilastras, rejillas de alambre, armazones, todas aquellas diversas y curiosas construcciones de metal, vidrio y materiales sintéticos no tenían sin duda iguales funciones que los transformadores, aislantes y conducciones que ellos conocían. Y, a pesar de que Don, Al, Kat y Rene habían atribuido a las máquinas la capacidad y la intención de proteger a los hombres, no por eso dejaron de avanzar un poco asustados entre ellas, como si en cualquier momento pudiera producirse una descarga destructiva, y procuraron no traspasar ni un momento los límites del sendero.
Ya no les faltaba mucho para alcanzar la colina.
—Es una verdadera colina —dijo Don—. Los caminos suben hacia la cumbre.
—Eso no significa que deba ser una colina —le contradijo Al—. También puede tratarse de una gigantesca construcción. Los caminos podrían subir hasta el tejado... Aunque lo más probable es que no sean caminos.
—¿Qué pueden ser si no? —gruñó Don.
—Espacio libre, para poder construir, introducir innovaciones y hacer reparaciones.
Rene meneó la cabeza pensativo.
—Si es un edificio, debe tener alguna función especial. Está protegido del exterior, el techo es opaco.
Habían llegado al punto a partir del cual comenzaban a elevarse las bandas lisas que habían venido utilizando como senderos. A falta de otra posibilidad para seguir adelante, comenzaron a ascender por la suave pendiente. A derecha e izquierda seguían alzándose los aparatos, máquinas, autómatas, o lo que fuese, pero saltaba a la vista que ahora dominaban otro tipo de modelos, escaseaban los objetos compactos, casi todo eran armazones de varas estrechas, redes extendidas, altos pilares, entre los que colgaba muy arriba una trama de hilos grises que casi se fundían con el color del cielo.
—Tengo la sospecha de que son antenas —murmuró Rene.
Don cogió al vuelo su comentario.
—Ello concordaría con nuestra suposición de que esto es una especie de central.
—En ese caso, debe encontrarse forzosamente bajo nuestros pies —dijo Al.
—Ahí hay una puerta —exclamó Katia, que hasta entonces había avanzado pegada a Don sin decir palabra.
Un involuntario titubeo estremeció su ánimo.
—¿Crees que Jak podría estar ahí dentro? —preguntó Al, dirigiéndose a Don.
—Es de suponer —respondió éste.
—¿Os parece prudente meternos ahí sin más? —preguntó Rene—. ¿No creéis que podría ser una trampa?
Don empuñó la pistola que llevaba al cinto.
—Estamos armados. ¡Sacad las pistolas!
Y entró sin vacilar por el agujero circular abierto en la pared inclinada, al que Kat había llamado puerta. El pasillo que les acogió también tenía una sección circular de aproximadamente tres metros de diámetro. Una estrecha franja descubierta en el techo dejaba entrar una luz mortecina. Tras sólo un par de metros de recorrido, llegaron a una encrucijada que formaba un pequeño vestíbulo.
—También aquí tienen instalados sus ojos —rezongó Rene, y señaló las lentes semiesféricas de cristal adosadas a las paredes.
—Aquí hay unas salas de mandos —exclamó Al, con voz ahogada.
Se había asomado al pasillo de la derecha. El espacio abierto se ensanchaba allí hasta constituir una gran sala en forma de gigantesca burbuja elipsoide y alargada. El suelo, o más exactamente las partes más bajas y aproximadamente horizontales de la superficie envolvente, estaban cubiertas de hileras de tableros de mandos macizos, que llevaban acoplados millares de botones, palancas, cuadrantes y cosas por el estilo.
—El sistema central de mandos —susurró Rene, con algo muy parecido al respeto en su voz—. El corazón de la ciudad.
Don ya se había introducido entre las mesas, miraba atentamente hacia delante decidido a descubrir a Jak y los otros dos lo más pronto posible. Rene iba examinando al pasar las inscripciones jeroglíficas grabadas junto a los conmutadores, y en más de una ocasión estuvo a punto de perder el equilibrio sobre el suelo desusadamente curvo. Al repartía su atención entre la observación del lugar y la de las instalaciones. Kat intentaba rehuir la inquietante situación a base de imaginar incitantes combinaciones de perfumes.
Así recorrieron un buen trecho, sin encontrar rastro de Jak. Atravesaron salones, casi todos vacíos a excepción de las instalaciones de control, otros con unos objetos parecidos a pantallas, marcos que sostenían una trama de alambres y objetos similares, en general colgados de las paredes o empotrados en ellas. Atravesaron interminables pasillos, entraron en estancias en forma de cúpula, desde las cuales accedieron a pisos superiores a través de rampas circulares.
Por fin. Rene descubrió una huella: la pared de una sala aparecía levantada y detrás se vislumbraban varias conexiones eléctricas provistas de muchos elementos desconocidos, pero a pesar de todo identificables como tales.
—Deben de estar cerca —susurró Don.
Atravesó cautelosamente la sala, con todos los sentidos alerta, penetró en el pasillo contiguo, lo atravesó... Llegó a la entrada de la sala siguiente, y ahí estaban: Jak, alto y fornido, vestido con un dos piezas beige, botas blancas y gorro también blanco; Tonio, de mediana estatura, delgado y con los cabellos negros, completamente vestido de azul; y Heiko, con el pelo rubio cortado a cepillo, un pantalón de color gris y una corta chaquetilla negra. Sus movimientos eran totalmente despreocupados y hablaban en voz alta, aunque las fuertes resonancias impedían entender nada. No estaban examinando ningún tablero de mandos, sino que parecían ocupados en inspeccionar una de las paredes.
—Vamos a animar un poco la cosa —murmuró Don—. Al, Rene, voy a contar hasta tres, y luego disparamos todos a una. A continuación atravesaréis rápidamente la sala en dirección a la otra salida, pero a toda velocidad, sin darles tiempo para comprender lo que pasa, suponiendo que no los hayamos herido antes... ¿Me has oído, Katia?
—Sí, claro.
Avanzaron cautelosamente otro par de pasos, para disponer de un amplio campo de tiro.
—Atención. ¡Uno, dos, tres!
Los disparos estallaron al unísono, se levantaron varias nubes de humo, las esquirlas saltaron en todas direcciones... y Al y Rene echaron a correr.
Cuando se hubo disipado el humo, vieron un cuerpo tendido en el suelo, totalmente destrozado, descuartizado en varios pedazos, con las distintas partes retorcidas y aplastadas.
—Los demás están escondidos detrás de las mesas de control —les gritó Don—. Cargad enseguida y disparad de manera que siempre esté funcionando una de las pistolas. Nos limitaremos a tirar contra la pared.
Apretó otra vez el disparador; del otro bando salió también un disparo.
Don estaba rebosante de alegría.
—No te lo esperabas, ¿eh, Jak, viejo amigo? —gritó—. ¿Qué me dices ahora?
Aguardó un par de segundos, luego comentó a Kat:
—No quieren revelar sus posiciones. —Y a los demás—: Escuchad atentamente. Al y yo nos lanzaremos sobre ellos, mientras Kat y Rene nos cubren. ¿Comprendido?
Entonces oyó un zumbido a sus espaldas; una ligera corriente de aire se acercaba por el túnel... Ante sus ojos apareció una superficie esférica, recubierta de un brillo mate en la parte superior y con varias aberturas, pantallas y otros adminículos en la parte de abajo. El artefacto extendió un brazo con unas pinzas, dos blandas pero firmes tenazas se cerraron en torno a su cintura... Don pataleó un instante en el aire, luego se encontró tendido entre suaves almohadones. Un momento después, Katia estaba a su lado. Un ligero movimiento deslizante, un salto... y se habían detenido. Entonces entró flotando Rene. Otra leve sacudida, apenas perceptible, y Al también se unió al grupo...
Estaban dentro de una barca flotante. Aún tuvieron tiempo de ver a Jak y Heiko que asomaban la cabeza detrás de una mesa... luego se encontraron envueltos en la superficie gris del pasillo, borrosa a causa de la velocidad. La franja luminosa se curvó ligeramente, luego salieron a la luz del día, sol, cielo azul... Diversos objetos fueron deslizándose raudos junto a ellos, metal, materiales sintéticos, vidrio...
Continuaron en veloz vuelo, sin poder hacer nada para impedirlo, sin paradas, sin sacudidas, hasta llegar a la muralla de la ciudad, al punto exacto en donde colgaba su escalera. Entonces se abrió la puerta corredera y bajaron del aparato. La puerta se cerró otra vez, la barca se puso en movimiento y pronto desapareció: un reflejo parpadeante en medio del bosque de máquinas de la ciudad.
Aún no habían tenido tiempo de asimilar su nueva situación. Se quedaron inmóviles, mirando cómo se alejaba la barca.
8
Momentos más tarde Don arrojaba su arma de fuego contra la pared y comenzaba a despotricar en voz baja, aunque sin inhibiciones. Cuando por fin advirtió que los demás no se unían a sus imprecaciones, los cubrió también de improperios, aunque sin lograr ningún efecto visible. Rene se había subido al travesaño inferior de la escalera y se balanceaba con aire ausente. Katia tenía el puñal en la mano y se hurgaba las uñas con él. Al se había quedado mirando fijamente a Don y sonreía.
—Pareces divertirte una barbaridad con estos múltiples fracasos —le increpó Don.
—¡Estábamos a punto de alcanzar nuestra meta y otra vez hemos tenido que renunciar! ¡Condenados autómatas! ¿Por qué tienen que meterse en todo? ¡Están ayudando a Jak! ¡Quién sabe cómo lo habrá logrado!
—No creo que hayan tomado partido —dijo Al—. Las máquinas no hacen tal cosa.
—¡Pero esos tres han estado manoseando los conmutadores! Tal vez Jak haya conseguido programar a los autómatas de otra forma: para que le ayuden a él.
—Jak y Heiko se han quedado tan sorprendidos como nosotros —dijo Rene desde lo alto de la escalera.
—¿Cómo te explicas, pues, que se lanzaran sobre nosotros?
Al levantó la mano y la agitó negativamente.
—No nos han hecho nada. Su intervención no estaba dirigida personalmente contra nosotros, sino contra el atacante. En cuanto se han dado cuenta de que nos proponíamos hacer algo destructivo, han intervenido para impedírnoslo.
—Y han permitido que Jak y los suyos toquetearan las conexiones. ¿Cómo te lo explicas? ¿Recuerdas con qué rapidez actuaron cuando Rene tapó ese ojo?
—¿Por qué tengo que ser precisamente yo el que lo explique? Seguramente no hay ninguna acción programada contra las manipulaciones en la central; de lo contrario, los habitantes de la ciudad no habrían podido introducir ninguna innovación.
Katia apartó a Don con la mano.
—Yo me voy a la tienda —anunció—. ¿Vendrás pronto, Don? —Luego, dirigiéndose a Rene—: Déjame pasar, por favor.
Rene saltó de la escalera y Katia comenzó a trepar poco a poco. Notaba perfectamente la tensión de la tela del pantalón contra su piel, cómo se aferraba con cada uno de sus movimientos, e imaginó complacida el efecto plástico que debía producir vista desde abajo. Rene soltó un suave silbido. Los tres hombres no le quitaron ojo de encima hasta que desapareció al otro lado de la barrera.
Don dio unos cuantos pasos al azar sin acabar de decidirse.
—Creo que ya he tenido bastante por hoy —dijo y carraspeó; luego comenzó a subir presuroso por la escalera.
—Buena suerte —dijo Rene, y se puso a pasear por la plataforma, mientras contemplaba la ciudad.
—Hay momentos en que empiezo a dudar de que sea real —dijo.
Al procuraba no pensar en Katia, y acogió complacido el comentario de su compañero. Comprendió en el acto lo que quería decir Rene. El paisaje de la ciudad se extendía ante sus ojos como un incomprensible cuadro abstracto, una imagen que nada decía a sus sentidos, muda y estática, una sinfonía en gris plomo, plata y marfil.
—Me pregunto si la ilusión no debe tener mayor alcance del que suponemos —dijo Rene, y de súbito añadió en tono desusadamente apremiante—: Al, ¿estás seguro de que realmente existe algo...? A nuestro alrededor, quiero decir.
—Claro que sí —respondió Al, tranquilizador—. Lo que percibes tiene que existir forzosamente, y también todo lo que ves y lo que oyes. ¿Y el resto? Tal vez sea un poco distinto de como te lo imaginas, pero aun así seguro que ha de haber algo allí. Y lo más bonito es que ese algo, sea lo que sea, no sólo existe, sino que también actúa sobre su medio y el medio reacciona a su vez, sobre ello, determina el futuro y, a su vez, es una consecuencia del pasado. Contiene fuerzas, encierra posibilidades, guarda energías, hasta que les llegue el momento de ser liberadas. Y con frecuencia, tal vez mucho más a menudo de lo que logramos percibir, tiene una cierta vida... No necesariamente en el sentido en que estamos vivos nosotros. —Al hizo una pausa y luego prosiguió—: Y fíjate bien, Rene. Seguramente por eso este planeta me atrae mucho más que cualquier otro de los que he visitado hasta el momento. Aquí se nos ofrece la oportunidad, ¡una maravillosa oportunidad!, de aprender un poco más sobre lo que existe en el mundo, fuera de nosotros mismos. Desde luego, jamás podremos comprobar si las cosas son realmente como las percibimos... Nuestra vista, nuestro oído, nuestro tacto, estarán mediatizados siempre por ondas, oscilaciones e impulsos... No podemos romper esta barrera, pero siempre nos queda la posibilidad de investigar en otras direcciones. Jamás comprenderemos el absoluto, sino sólo las relaciones. Para nosotros no hay nada absoluto, y tal vez el absoluto no sea en el fondo más que un anhelo, una ficción... Pero existen las relaciones: éstas constituyen nuestra realidad.
Rene no acababa de comprender lo que le estaba diciendo su amigo, pero tuvo la impresión de que no le hacía ninguna falta comprenderlo y que podía darse por satisfecho de que las cosas fuesen tal como eran.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó—. Lo que has dicho sobre los autómatas me ha dado una idea, pero, ¿permitirán aún que sigamos investigando?
—Seguro, mientras no hagamos uso de la fuerza. Rene se encogió de hombros. Aunque comenzaba a anochecer, hacía tan buen tiempo como de costumbre, el aire estaba perfumado y la temperatura era templada también como de costumbre. «Este clima no tiene ya nada de natural», pensó Rene. Se volvió otra vez hacia Al.
—En realidad es inquietante tener que enfrentarse con estas fuerzas indeterminadas e imprevisibles.
—En el fondo no son tan indefinidas como sugieres —dijo Al—. Incluso opino que deben ser bastante fáciles de comprender, si uno posee la clave para comprenderlas... No desde el punto de vista de su técnica, sino en su comportamiento. Yo al menos pienso... —su voz se convirtió en un murmullo y por fin calló.
—¿Quieres decir que se limitan a seguir instrucciones? ¿Algo así como las cuatro normas clásicas de los robots? Las recitó:
—Primera norma: El robot debe proteger al hombre e impedir que el hombre sufra ningún daño.
—Segunda norma: El robot debe obedecer al hombre. —Tercera norma: El robot debe procurar no sufrir tampoco ningún daño.
—Cuarta norma: El robot debe actuar de manera que su medio le oponga los mínimos obstáculos.
—En realidad, mi idea era un poco diferente —respondió Al—. Quería decir que... No sé muy bien cómo expresarlo. Quiero decir que ahí no acaba todo. Que detrás se esconde algo más, algo que aún no hemos descubierto... —Era evidente que le costaba un esfuerzo abandonar esas poco fructíferas divagaciones—. Pero, de todos modos, tu sugerencia de las normas es acertada. Estoy convencido de que los autómatas que fueron construidos, o siguen construyéndose en algún lugar, deben seguir esas normas. Quien haya evolucionado hasta el punto de ser capaz de construirlos, también será bastante razonable como para protegerse contra ellos. Pero justamente a partir de este punto es cuando comienzan a plantearse una multitud de interrogantes. ¿Qué ocurre una vez extinguidos los seres que construyeron los robots? ¿Pueden seguir modificando éstos sus programas por su cuenta a partir de entonces? Tal vez los seres de este planeta tenían una escala de valores éticos distinta de la nuestra... Para citar sólo un ejemplo, tal vez tenían el mandamiento de proteger todo aquello dotado de vida, como aditamento entre nuestro primer y segundo mandamientos.
—No lo creo —le replicó Rene—, pues nos consta que han exterminado a todos los animales.
—Es posible —dijo Al, sin entrar en el asunto—. A fin de cuentas, también podría ser que poseyeran una normativa más complicada que la nuestra. Pero, en mi opinión, esto no es en absoluto lo decisivo, pues en principio la única finalidad tiene que haber sido dar a los autómatas la misión de proteger a sus constructores, de obedecerles fielmente y de no hacerse daño a sí mismos ni a ninguna otra cosa. Pero ahora llegamos al punto que no veo claro: ¿en qué medida se diferenciaban de nosotros los seres inteligentes de este planeta? O, dicho de otro modo, ¿el mecanismo de los robots nos considera sus amos y señores? Y aún existe otra posibilidad no demasiado dispar: ¿nos consideran otros robots? Colegas, como si dijéramos...
Rene chasqueó los dedos estupefacto.
—Eso es lo más probable, en realidad.
—Exactamente —dijo Al—. Nos examinaron detenidamente. Pero, ¿de qué medios disponen para distinguir entre un ser vivo inteligente y un robot? Sin duda han comprendido que debemos ser lo uno o lo otro... por nuestras reacciones racionales ante los tests. Pero, ¿a qué resultado llegarían a continuación? No comprendemos la lengua de este lugar. No podemos darles órdenes. Y, sobre todo, ¡también nos diferenciamos físicamente de sus constructores!
—Desconocemos su técnica. Y ellos la nuestra. Ahí está la cuestión —dijo Rene—. Nos consideran unos robots y nos tratan como tales. ¡Deberíamos alegrarnos de que no nos hayan aniquilado! ¿Qué línea de actuación debemos adoptar?
—Mientras no empleemos la fuerza, nada tenemos que temer. Pero no creo que consigamos gran cosa. Su principal tarea es proteger a los habitantes de este planeta y cumplirán su misión, aunque éstos hayan muerto hace ya tiempo. Sin duda esa misión estará por encima de la regla de mantener intactos los organismos robotizados. Es decir, que a partir del momento en que comencemos a aproximarnos al verdadero secreto no debemos esperar más consideraciones.
—Al —dijo Rene—. ¿Aún te interesa llegar antes que Jak?
Al le miró fijamente y escudriñó su rostro. «Ahora me comprende —se dijo—. Ahora, por fin, me ha comprendido.»
—Jak me es absolutamente indiferente, y tanto me da que perdamos como que ganemos la apuesta. Incluso el aspecto físico de los habitantes no me importa gran cosa. Quisiera averiguar algo muy distinto, y nunca había anhelado tanto saber una cosa. —Bajó la voz como si se dispusiera a confiarle un secreto a Rene—. Quiero saber qué ha sido de ellos. Porque, en realidad, su destino será algún día también el nuestro.
Permanecieron algunos minutos en silencio contemplando las superficies de vidrio y material sintético que el manto del crepúsculo iba cubriendo de un misterioso y prometedor resplandor. Detrás de todo aquello, que aparecía claro y transparente ante sus ojos, se escondía el enigma. Se quedaron mirando, y de pronto comprendieron las gigantescas dimensiones que había adquirido su tarea.
—¿Cómo nos lo arreglaremos? —volvió a preguntar Rene—. ¿Existe realmente una salida para nosotros..., desamparados como ahora estamos? ¿Se te ocurre alguna solución?
—Cabe la posibilidad de renunciar de una vez a la conducta infantil y mentecata, de olvidarnos de estas reglas y compromisos deportivos, que tal vez sean adecuados para otros lugares y otros fines, pero que de nada sirven aquí. Podríamos aplicar de una vez todos los medios que tenemos a nuestra disposición. Será difícil, pues hace ya siglos que nadie emprende una tarea de este tipo. Hemos llegado a creer que se habían acabado las tareas que cumplir, o éstas han dejado de interesarnos. Pero no sólo será difícil, sino que también requerirá mucho tiempo.
Luego calló. Se conmovió ligeramente al comprobar cuan esperanzado le miraba Rene.
—¡Tal vez exista otro camino! —dijo.
—¿Cuál? —preguntó Rene.
—Podríamos llegar a un acuerdo con los autómatas —dijo Al.
—Entonces podríamos conocerlo todo... sin esfuerzo —susurró Rene, renovada su confianza.
—Es una posibilidad —puntualizó Al, pero esas palabras encerraban la máxima esperanza de su vida.
9
Después de pasar otra noche en la tienda, una noche llena de sueños esperanzados, les despertó el ruido de Don al levantarse y deslizarse al exterior.
—¿Crees que podrás convencerle para que acepte nuestro plan? —preguntó Rene en voz baja.
Al se desperezó y estiró el cuerpo.
—Será difícil, pero lo intentaré.
—¿Qué cuchicheáis ahí? —murmuró Ka tía entre sueños—. ¿Qué hora es?
—Hora de levantarse —dijo Al, y salió de la tienda en pos de Rene.
Poco tiempo después se habían reunido todos al pie de la escalera.
—¿Conserváis vuestras armas? —preguntó Don.
—¿Pretendes solucionar otra vez las cosas a tiros? —preguntó Rene.
—¡Claro que sí! ¿Crees que me doy tan pronto por vencido? En cualquier caso, por lo menos ya hemos liquidado a uno. Sólo quedan dos. Naturalmente, debemos ser prudentes. Destruiremos todos los objetivos de la zona y aprovecharemos los momentos en que los autómatas no puedan vigilar lo que estamos haciendo. ¿Alguien se opone?
A hurtadillas, Rene dio un puntapié a Al.
—El plan es bueno —dijo—, pero ayer estuvimos reflexionando un poco. Hemos trazado otro plan. Haz el favor de explicárselo, Al.
Al así lo hizo, y Don le escuchó frunciendo el entrecejo. Luego interrumpió las explicaciones con un gesto ostensible de taparse las orejas.
—¡Vaya ideas raras se os ocurren en cuanto se os deja solos! —exclamó—. ¿Queréis iniciar ahora un estudio tecnológico? ¿Aplicar la teoría lingüística y las bobadas filosóficas? ¿Por qué no intentáis entender de una vez que la mejor manera de alcanzar una meta es correr directamente hacia ella? Cuando quiero una cosa, la tomo. De eso se trata.
—¿Qué has conseguido hasta ahora actuando de ese modo? —preguntó Rene.
Don adoptó entonces un tono de superioridad profesoral.
—Mirad, muchachos, mi intención no es negar en absoluto que podáis conseguir algo con vuestros procedimientos, pero éstos exigen demasiado tiempo. Y entretanto Jak y Heiko habrán llegado a la meta y tendremos que aguantar mecha.
—Pero, Don —replicó Al, preocupado—, ¿por qué no comprendes de una vez que aquí es preciso aplicar otros medios? ¡Fíjate en esto! —Le arrancó la pistola del cinto y se la puso bajo la nariz—. ¡Con semejante juguete pretendes enfrentarse a unas máquinas, a una inteligencia que no comprendes en absoluto y que ha creado todo esto! —Dejó caer el arma sobre la plataforma de material sintético, a los pies de Don, le cogió por los hombros y le hizo girar en redondo—. ¡Observa esta fábrica gigantesca, mírala bien! Y quisiera aclararte otra cosa: todo cuanto ves aún no es nada. Todo es demasiado simple. Realmente difiere de nuestras instalaciones, la construcción es distinta, el funcionamiento es distinto, pero, con todo, presenta una aterradora similitud con nuestro propio sistema. Corresponde al mismo grado de desarrollo que nuestra técnica. ¡Pero ellos ya superaron hace tiempo esta fase! ¿Comprendes? Están mucho más adelantados. En algún lugar debe ocultarse, por tanto, algo que sólo fue inventado más adelante... ¡Un mecanismo correspondiente a una fase superior de desarrollo! ¡Tiene que estar en alguna parte! Y será algo mucho más complicado y poderoso de lo que jamás puedas llegar a imaginar. ¡Tus intenciones y tus planes resultan sencillamente ridículos!
Don nunca había visto a Al tan excitado. Quedó un poco desconcertado, escuchó sus imprecaciones, pero no comprendió lo que quería decirle su compañero.
—Pero Jak... —balbuceó—. Jak y Heiko...
—¡Están como nosotros! Están jugueteando con los mandos de la central. ¡Vaya estupidez! Aún nos estropearán la última posibilidad que nos queda.
Calló bruscamente. En medio de su excitación no había prestado atención a lo que ocurría a su alrededor, pero de pronto vio algo extraño en la cara de Don... Su expresión reflejaba admiración, consternación, desengaño. Tenía la mirada fija en un punto lejano, en algo que Al no podía ver en aquel momento. Pero, incluso sin verlo, comprendió de inmediato que debía de ser algo pasmoso. Se volvió hacia la muralla.
La muralla había desaparecido. Ante sus ojos no se alzaba el anillo de viejos edificios, ni tampoco el cinturón de casitas color marfil; ya no estaban los prados, las rocas, las colinas y los lagos, no se veía ninguna pared de montañas, ni tampoco el horizonte. Estaban de pie sobre una plataforma, y ésta concluía frente a ellos. El cielo se extendía más abajo de la línea del horizonte, ya desaparecida, azul, reluciente, sin la más insignificante nube, ni siquiera una finísima franja de bruma.
Pasado el primer segundo de estupor, empezaron a hablar otra vez.
—Tiene que ser sólo un efecto óptico—exclamó Al, pero dio un paso atrás igual que los otros; tan impresionante resultaba la visión de aquel inmenso espacio ocupado totalmente por el cielo.
—No es la primera vez que nos ocurre algo así —protestó Don—. ¡Acordaos del puente!
—¡Pues adelante! —le espetó Rene—. Haz la prueba... ¡A ver si todo ha desaparecido o si en realidad continúa estando allí!
Despotricaban unos contra otros en un intento de ahogar el terror que anidaba en ellos, pero era en vano. Don dio un paso adelante, hacia el abismo azul, y de inmediato fue presa de una intensa sensación de vértigo que le hizo caer doblado en dos. Con la cabeza gacha y los brazos en alto, como un crucificado, se recostó contra la fría pared, tranquilizadora en su solidez.
—Por todos los santos —dijo Al—. ¡No podemos dejarnos acobardar así por unas cuantas ondas luminosas controladas a distancia!
—Tal vez sea algo real —sollozó Katia, corriendo al lado de Al, y ocultó la cabeza en su hombro, en la blanda hendedura entre el cuello y la articulación.
—Tenemos que comprobarlo —declaró Rene—. ¡Dadme algún objeto sólido! —Al ver que ninguno se movía, arrancó el puñal de la presilla de la chaqueta de Katia—. Al, sujétame los pies, por favor. Me arrastraré hasta el borde. ¡Ayúdame!
Al hizo a un lado a Katia y se acercó a Rene; Don se volvió lentamente, como un sonámbulo.
Rene se aproximó hasta diez metros del precipicio y luego se tendió de bruces. Al se dejó caer detrás suyo y agarró las piernas de su compañero por encima de los tobillos. Comenzaron a avanzar reptando, decímetro a decímetro. Rene alargaba primero una mano y golpeaba el suelo con el mango del puñal. A paso de tortuga fueron acercándose al desnivel... Una y otra vez se oyó repicar el mango del puñal contra la masa del suelo, dura como una piedra.
Un repentino chillido de Katia les hizo detenerse para mirar a sus espaldas. Entonces oyeron un lamento como de sirena y vieron las gruesas y amenazadoras columnas de humo negro que brotaban desde las profundidades del terreno, elevándose hasta su plataforma, para luego acabar bruscamente, como cortadas por un cuchillo. Algo incandescente, una enorme burbuja encendida se alzó luego desde algún punto situado detrás de los tejados, elevándose cada vez más, y por fin se desvaneció por los aires.
La siguió una nueva columna de humo. La plataforma que sostenía las fábricas parecía suspendida en el vacío, colgada de aquellas cuerdas bajo el cielo.
—Sigamos —insistió Rene con los dientes apretados, y comenzó a reptar otra vez, mientras Al le seguía pegado a sus talones.
Rene volvió a detenerse.
—¿Te has fijado? —comentó.
Al levantó la cabeza y se asomó por encima del cuerpo del amigo.
—El reborde se mueve —dijo.
El límite de la plataforma no se mantenía fijo, sino que oscilaba. Se ensanchaba veinte centímetros, luego se acortaba otros veinte, en una constante ondulación.
—Esto demuestra que sólo se trata de una ilusión óptica —exclamó Al.
Rene siguió avanzando.
—¡Allá voy! —gritó, y sus piernas tiraron con impaciencia de las manos apretadas de Al.
Las pulsaciones del borde se intensificaron, las ondulaciones se hicieron más acusadas en uno y otro sentido y, de pronto, el margen comenzó a retroceder en dirección a ellos, se deslizó bajo sus cuerpos...
La plataforma había quedado a sus espaldas. Era delgada como un papel. Frente a ellos, a sus lados y bajo sus cuerpos se extendía el cielo. Flotaban en ese cielo. No, no flotaban... Estaban tendidos sobre él, sostenidos por una base firme, contra la cual seguían resonando los golpes que Rene había continuado dando de manera mecánica. Al había soltado a Rene. Sus manos también tocaron, palparon, examinaron aquel suelo invisible. Y aunque fuera un efecto óptico en toda la línea... la contradicción entre las impresiones visuales y la experiencia táctil era espantosa. Tuvieron que cerrar los ojos para no enloquecer.
Oyeron a Don y Katia que gritaban sus nombres a sus espaldas.
Con los ojos todavía cerrados fueron arrastrándose hacia el lugar de donde procedían los gritos, cada vez más rápido, lanzándose presurosos en su dirección... Hubieran podido avanzar erguidos, pero entonces habrían perdido el estrecho contacto con lo único que aún les permitía conservar la razón: con la tierra firme.
De pronto cambió el tono de los gritos. Unas manos avanzaron para cogerlos y sacudieron sus cuerpos, pero todavía no se atrevieron a abrir los ojos.
—Todo ha pasado, ¿me oyes? ¡Todo ha pasado!
Al sintió el contacto de un suave rostro húmedo junto al suyo y sólo entonces levantó los párpados, preparado para volverlos a cerrar en el acto. Katia, de rodillas frente a él, le besaba. Estaba llorando. La plataforma había desaparecido. La muralla se levantaba otra vez en su antiguo lugar, y también los apretados edificios, los tejados y tejadillos manchados, cubiertos de una antigua pátina, los frontispicios, las almenas y las arcadas.
Ya no quedaba rastro del espejismo.
Pero no... Algo quedaba: el humo negro que se alzaba sobre el parque de máquinas. Pero ya no eran columnas, sino desgarradas formas retorcidas y deshilachadas que se alejaban lentamente hacia el sur.
10
Rene intentó incorporarse. Katia seguía de rodillas en el suelo frente a Al. Temblaba de excitación, y le cayó de las manos el pañuelo que había sacado para secarse el sudor de la frente. Katia también mostraba señales de terror; su rostro aparecía surcado de arrugas hasta entonces inexistentes.
Don se abalanzó sobre ella y la apartó bruscamente.
—¡Ya estoy harto de esta comedia! —gritó plantándose frente a Al con el puño derecho levantado—. Ya te enseñaré a manosear a Kat con tus sucios dedos.
Tomó impulso y se disponía a dejar caer el puño sobre Al, que aún estaba de cuclillas en el suelo, pero Rene saltó sobre él y le cogió firmemente la muñeca. Don se volvió furioso. Estaba excitado, pero su rostro no denotaba que hubiera pasado una experiencia extraordinaria. Su conducta resultaba especialmente intrigante; parecía fuera de lugar después de la experiencia que acababan de sufrir.
Rene, con los ojos fijos en la cara de Don, descubrió de pronto la explicación.
—¡Has reducido al mínimo tu capacidad de percepción! ¡Canalla! —Rene se quedó mudo de indignación y tuvo que respirar profundamente antes de poder continuar—. ¡No te da vergüenza, cobarde! ¡Eso es lo que has hecho, no lo niegues! Has dejado de actuar, ¿eh? ¡Te has limitado a contemplar el espectáculo!
Don lo olvidó todo al oír esa acusación. Su rostro palideció y quiso justificarse, pero su tartamudeo no resultó demasiado convincente; así lo indicaban claramente las miradas de los demás. Rene, que por lo general era muy silencioso, continuaba aún bajo el impacto de la aventura vivida y aprovechó la ocasión para descargarse. Comenzó a desembuchar todo lo que había estado soportando y conteniendo hasta aquel momento y desató sus iras sobre Don, tan anonadado bajo la inesperada tormenta que de nada le sirvió que intentara emplear su capacidad de convicción, por lo general tan eficaz. No reconoció nada, pero todo estaba claro para los demás: les había fallado en un momento difícil.
Pero el pequeño grupo no tuvo tiempo de serenarse. En efecto, algo comenzó a agitarse otra vez entre las máquinas. Vieron aparecer una nave flotante que desapareció detrás de un edificio para reaparecer otra vez. La nave se ladeó un poco en el aire, se oyó un tintineo, como si cayera una lluvia de astillas; y eso había sido exactamente: la popa de la nave había quebrado un techo de vidrio, rajándolo de un extremo al otro. Se oyó un crujido... Dos pilastras se doblaron y cayeron con extrema lentitud, golpearon oblicuamente los tejados, como un latigazo, dejando profundas hendeduras zigzagueantes a su paso. El artefacto volante fue a estrellarse contra el muro exterior, a sólo un par de metros del lugar donde ellos se encontraban, y saltó por los aires en un surtidor blanco grisáceo de fragmentos dispersos. Inmediatamente sintieron sobre sus tímpanos el doloroso impacto de la onda sonora del choque.
—Todo el centro de la ciudad está hecho trizas —dijo Rene—. ¿Qué demonios puede haber pasado?
Hasta ese momento, ninguno había tenido tiempo de preocuparse por las causas de la conmoción. Pero, una vez formulada la pregunta, Al conectó en seguida los presentes acontecimientos con el recuerdo de sus tres contrincantes manipulando los mandos del centro de control.
—¡Venid conmigo! —exclamó—. Tal vez aún podamos salvar algo. Tiene que ser un fallo de la central.
Todos obedecieron a la invitación de Al: Rene porque ahora te preocupaba mucho más que antes la suerte que pudiera correr la ciudad; Don porque soñaba encontrar una oportunidad de recuperar su papel de jefe; y Katia porque no quería quedarse sola.
La ciudad ofrecía un aspecto completamente distinto al de los días anteriores. Rene, que había deseado ver las máquinas en funcionamiento, ahora veía cumplido su deseo, y con una amplitud que resultaba demasiado completa incluso para sus intereses de carácter técnico. Silbidos, zumbidos, chirridos y crujidos resonaban por doquier, el vapor brotaba siseante de las toberas, líquidos diversos desbordaban sus recipientes y se derramaban, columnas de gases calientes reverberaban a la luz del sol, el aire olía a dióxido de azufre y ozono, las ruedas giraban, los centrifugadores rotaban, circulaban las cintas transportadoras, rechinaban las cadenas, las grúas se balanceaban, los batientes de las puertas se abrían y cerraban, numerosas vagonetas rodaban sobre las vías, se detenían, recogían un cargamento de arena, reanudaban la marcha, se detenían, volcaban su contenido, seguían rodando en círculos, preparadas para iniciar un nuevo recorrido. Todo ello sobre múltiples niveles superpuestos. Grandes tenazas se cerraban bruscamente, se extendían hasta otro punto, dejaban su carga sobre una mesa, se doblaban, trasladaban objetos de un lado a otro en un raudo ir y venir. Las taladradoras perforaban, las sierras mecánicas cortaban, saltaban virutas en espiral, los punzones caían con un golpe seco sobre las láminas de hojalata que circulaban debajo de ellos, los martillos golpeaban, las grúas provistas de tenazas volvían a coger algo, lo transportaban más allá, enderezaban un objeto aquí, sujetaban otro allá, empujaban, arrastraban...
Sólo una mínima parte de toda esa actividad guardaba una cierta similitud con procesos parecidos realizados en las plantas químicas, los talleres de acabados técnicos, las centrales eléctricas... E incluso esa parte no parecía cumplir ninguna finalidad racional. En un lugar se perforaban primero unas planchas, se doblaban, se soldaban, se limaban, se rociaban a través de complicados procesos de trabajo, para luego ser desmontadas, cortadas, calentadas al rojo y reducidas al tamaño de granos de arena. En otro lugar se mezclaban polvos, se cernían, trituraban, filtraban, diluían, se electrolizaban, destilaban y descomponían, para empaquetarlos a continuación. Unas vagonetas transportaban nuevamente los paquetes hasta el punto de partida, donde unos cepillos de púas rasgaban las envolturas, unas escobas empujaban los restos hasta un oscuro abismo, unos morteros reducían a polvo los panes que habían quedado al descubierto y éstos sufrían de nuevo todo el proceso químico. Pero era mera casualidad, posibilitada únicamente por las paredes de vidrio, observar todas las fases de elaboración de un producto. Rene era el único que examinaba los acontecimientos con ojo crítico. En general, los procesos más importantes se desarrollaban lejos de su vista, en las profundidades de vibrantes y ruidosos artilugios, cuya función les era imposible adivinar. Incluso buena parte de lo que ocurría ante sus ojos resultaba inexplicable: había discos que giraban en sentido inverso, alambres elásticos que formaban curiosas figuras, bolas que se hinchaban, rampas de descarga que se levantaban junto a las paredes en retorcidos manojos, hilos que bailoteaban como en un telar, cintas de mallas que se deslizaban sobre rodillos.
Los cuatro humanos toparon con más de un obstáculo. Al doblar una esquina, vieron un hormigueo de vagonetas de tres ruedas y aparatos voladores que semejaban helicópteros de juguete, provistos de tenazas y mangueras, laboriosos como insectos, trabajando febrilmente en la construcción de una gigantesca pared que ya tenía unos quince metros de altura y cruzaba el sendero en diagonal. Pero no satisfechos con eso, los obreros-robot habían comenzado a derribar los edificios a derecha e izquierda a fin de ganar terreno para su pared.
En otra calle encontraron una planta química aparentemente en plena crisis de locura. Una masa viscosa de color verde amarillento fluía por cinco grandes aberturas, y ya sólo dejaba un estrecho pasillo libre para poder acceder al otro lado del sendero. Atravesaron a toda prisa el estrecho pasaje que se iba cerrando velozmente.
—¡Mirad esto! —exclamó Rene.
A través de la pared de vidrio de la derecha pudieron comprobar que el líquido borboteante también llenaba el interior de la sala y ya alcanzaba tres metros de altura.
—¡Las paredes se están doblando! —gritó Al—. ¡Corred tan rápido como podáis!
El aire se estremeció con un doloroso lamento; siguieron varios chasquidos secos.
—¡Las paredes van a estallar!
Rene no podía apartar los ojos de la superficie del cristal. Ya no era lisa y transparente, sino que estaba surcada por una tela de araña de resquebrajaduras. Las grietas se iban multiplicando, sin que pudieran ver cómo se formaban; ya eran tan abundantes que les impedían ver a través de ellas; la pared tenía un color blanco harinoso. Por fin se curvó como si estuviera sometida a una irresistible presión, en un suspiro liberador, pero también mortal. Se hinchó como una pelota de goma inflada con una mancha y luego comenzó a desintegrarse lentamente en millones de diminutas partículas. Las astillas quedaron adheridas unos segundos, como escamas, sobre una ancha protuberancia cilíndrica que se precipitaba hacia la calle, luego la masa las sepultó.
Los cuatro humanos emprendieron la carrera tan rápido como lo permitieron sus piernas. Echaron a correr pegados a la pared izquierda, corrieron como jamás lo habían hecho, pero sus piernas no fueron suficientemente veloces. Tenían la mirada clavada en la callejuela cada vez más estrecha por la que se iban adentrando, en las masas viscosas que se iban cerrando frente a ellos, en el estrecho y apretado rectángulo que aún quedaba libre e iba estrechándose cada vez más.
—¡Alto! —rugió Al, y se deslizó todavía un par de metros en una vana tentativa de detener su carrera.
La fachada del edificio que se extendía lisa y sin discontinuidades a su izquierda, presentaba allí una construcción plana adosada a la pared a modo de contrafuerte. Ya comenzaban a notar una resistencia viscosa bajo sus pies, conque no dudaron en abalanzarse sobre aquel agarradero, demasiado estrecho para darles cabida a todos a la vez. Se apretaron, tropezaron, resbalaron, sintieron hundirse sus piernas en las masas fluidas, cada vez más profundas. Levantaron los brazos en un empecinado esfuerzo, arrastrando madejas de hilos pegajosos... Don fue el primero en izarse hasta una estrecha cornisa... Al, que estaba a media altura de la columna, tendió una mano hacia Katia y contempló su rostro gris como una máscara... Rene seguía debatiéndose entre las masas viscosas, que le retenían como si fuesen goma líquida... Agitó violentamente los brazos, dando un empujón a Katia.
La muchacha emitió un agudo chillido. Al vio alejarse su rostro. Se oyó un desagradable chapoteo cuando su cuerpo cayó de espaldas en el líquido viscoso. La chica alargó las manos, impotente, y empezó a hundirse con lentitud, pero con pavorosa regularidad.
Al volvió a bajar. También Rene se había dado cuenta de lo ocurrido —en vano intentaba coger las manos de Katia—, e incluso Don abandonó su segura plataforma para prestarle ayuda.
Al se agachó profundamente; Rene comprendió que no lograría gran cosa él solo y le agarró por el cuello de la chaqueta... Todavía un poco más abajo... Katia empezó a dar brazadas, tocó la masa borboteante, su brazo derecho se quedó inmóvil, como paralizado. Hasta ese momento había sollozado quedamente, ahora sus labios ya no dejaban escapar ningún sonido. Como si de pronto hubiera perdido todas sus fuerzas, también su brazo izquierdo comenzó a deslizarse bajo la superficie ondulante. Al, que lo había visto, se inclinó hacia delante, tanto como se lo permitía la garra de hierro de Rene, y logró cogerle las puntas de los dedos. Concentró todas sus energías en sus músculos y tiró con fuerza... El cuerpo de Kat emergió un poco de las masas inertes... Al alargó la otra mano, y en el acto comprendió que ya había pasado lo peor. Aún tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero Katia ya no se le escaparía.
Lo que lograron izar hasta la plataforma aunando todas sus fuerzas era un informe grumo esférico, suspendido de una cuchara, como una miel amarillo verdosa. Katia estaba incrustada dentro, como la larva de un insecto. Sólo su rostro, el pecho y el brazo izquierdo quedaban aún al descubierto. Aunque la nariz no había quedado sumergida bajo el líquido, y por tanto no se había cortado su respiración, Katia no respiraba. Tampoco se movía. Tenía los ojos entreabiertos, fijos y apagados. Al y Don la tendieron sobre la cornisa, y bajo su cuerpo se formó un óvalo viscoso. También ellos estaban llenos de esa pasta pegajosa. Cada paso que daban suponía un esfuerzo para despegar los pies del suelo.
Don se quedó mirando el cuerpo inerte de Katia.
—Cielos —exclamó—. Lo que nos faltaba. Se ha abandonado a su suerte.
La cornisa rodeaba todo el edificio. Los tres se alejaron de la inquietante proximidad de la materia pegajosa cada vez más henchida. Habían abandonado el cuerpo de Kat: un fragmento de materia de complicada estructura que ahora había perdido ya todo su valor.
La calle situada al otro lado del edificio aún estaba despejada. Encontraron un saliente adosado a la pared, igual al que habían utilizado para subir, y descendieron hasta el suelo.
Fueron aproximándose al centro, entre traqueteo de máquinas, hongos de humo y nubes de polvo que se iban depositando lentamente, perseguidos por las descargas que sacudían las calles con sus latigazos, amenazados por los mástiles y armazones que se iban derrumbando. Se deslizaron con gran inquietud junto a los cuerpos en forma de pera, blancos como la porcelana, que ahora proyectaban ráfagas ascendentes de aire encendido al rojo blanco.
Luego penetraron por los pasillos de la colina, y el estrépito de las máquinas quedó reducido a un rumor indeterminado. La penumbra era sepulcral. Todo lo que había quedado fuera parecía remoto y sin importancia. Actuaron según el plan previsto. Buscaron a Jak y Heiko, pero ya no obraban impulsados por una necesidad exteriormente condicionada, sino sólo para cumplir un compromiso contraído consigo mismos.
No sabían cuánto tiempo llevaban ya deambulando por los pasillos cuando por fin descubrieron a sus dos contrincantes. Estaban en un cuarto que recordaba un pulpito, muy elevado bajo el vértice de la colina, un cuarto que parecía tan idóneo para el control como el sistema instalado a mayor profundidad, sólo que en ese caso no costaba mucho identificar las funciones que le habían sido asignadas. Un cristal circular ofrecía una panorámica sobre toda la ciudad. Y cada vez que Jak y Heiko movían una palanca o apretaban un botón, a sus pies caía derribado algún edificio, se levantaba una llamarada, salían disparados proyectiles, explotaban algunas máquinas o sucedía algo por el estilo. Parecían estar entregados a un excitante pasatiempo: ¡Acciona un botón y maravíllate ante el efecto logrado!
—¡Eh! —gritó Al desde la puerta—. ¡Sois unos vulgares vándalos!
Los dos se volvieron, y Heiko les saludó con la mano.
—¡Ah, por fin habéis llegado! ¡Os hemos visto acercaros! ¿Qué habéis hecho de vuestras pistolas espantabobos?
—¿Por qué estáis destrozando toda la ciudad? —preguntó Al—. ¿Qué sentido tiene esto?
—Ninguno —dijo Jak, riendo—. ¡Pero es increíblemente divertido! ¡Fíjate! —Hizo girar un botón y a sus pies se abrió una puerta, por la que salió un cohete que comenzó a ascender en una empinada curva.
—No corras tanto —exclamó Heiko.
Se situó al lado de Jak y apretó otra palanca, que luego comenzó a mover de arriba abajo, igual que hacía Jak con la suya, como si fuera la palanca de mandos de una avioneta. Un segundo cohete salió disparado entre el metal, los reflejos y el humo, y corrió en pos del primero. Éste lo esquivó con un brusco viraje, el segundo giró en redondo, volvió a lanzarse sobre el otro... Jak hizo describir un círculo a su cohete y lo lanzó contra el de Heiko. Una lluvia de fragmentos incandescentes cayó al suelo.
—¿Qué os parece? —preguntó Jak—. ¡Venid, probadlo vosotros mismos!
A Don no parecía desagradarle la idea, pero se contuvo y preguntó:
—¿Habéis adelantado mucho? ¿Habéis conseguido el objetivo propuesto?
Jak se sentó sobre un tablero de mandos.
—Casi lo hemos conseguido —dijo—. Sólo nos falta un pequeño detalle.
Don paseó una mirada pensativa del uno al otro.
—Jak —dijo al fin—. Ya has perdido dos hombres. Estás en minoría. Quiero proponerte una cosa: ¡Acéptame en tu grupo! Continuaré la exploración contigo. Relevaré a Rene, como si dijéramos.
Jak inspiró profundamente por la nariz.
—¡Ajá! No te andas con rodeos, ¿eh? —Reflexionó un momento—. Pero no eres tonto. Por mí puedes quedarte.
Don acababa de recuperar parte de su confianza en sí mismo. Se volvió en dirección a Al y Rene:
—¿Lo habéis oído? Ahora, lo mejor será que os larguéis de aquí. Sois demasiado sensibles. Todas mis acciones han fracasado por culpa de vuestras memeces.
Al le miró de arriba abajo y luego volvió la cabeza con un gesto de desdén, para enfrentarse con Jak.
—¡Cargaréis con una buena pieza! Que no os pase nada.
Intercambió un par de palabras en voz baja con Rene.
—¡Escúchame bien, Jak! —dijo a continuación—. Rene y yo abandonamos la carrera. Te cedemos la victoria. Con una sola condición: que nos comuniques todo lo que has descubierto hasta ahora.
Jak arqueó las cejas sorprendido.
—¿Queréis decir que si conseguimos determinar su aspecto físico y exhibimos el retrato en el museo, este planeta será bautizado con nuestro nombre?
—Así es —ratificó Al—. Eso no nos interesa.
Jak saltó de la mesa y le estrechó la mano.
—Trato hecho.
—Ahora, cuenta —le apremió Al.
—¡Seguidme! —ordenó Jak.
Se adentraron nuevamente por los pasillos, cruzaron varias cúpulas, las cajas de escalera con las rampas en espiral... Siempre que se les ofrecía la oportunidad de hacerlo, tomaban el camino descendente. Mientras caminaban, Jak fue narrándoles sus aventuras.
—No hay mucho que decir —comentó—. Nuestro primer campamento está situado hacia el oeste, en las montañas. Era lo convenido. Luego nos pusimos en marcha. Primero examinamos las casas modernas, y después las más antiguas; finalmente llegamos a la muralla. La fuimos siguiendo hasta dar con el puente. Ahí tuvimos el primer desengaño. Vosotros también pudisteis comprobar lo que le pasa a ese puente. Entonces descubrimos la sala de armas y tuve la idea de animaros un poco el baile... Era de suponer que también acabaríais por encontrar el puente. ¿Os asustasteis mucho?
—Fue soportable —masculló Don, algo molesto.
Jak prosiguió su historia, divertido ante esa reacción.
—Entonces os ganamos tres días de ventaja, pero nos costó un poco descubrir el truco de los reflejos. Después bajamos por una cuerda. Habíamos llegado al centro de la ciudad y nuevamente nos encontramos ante una barrera. Los autómatas nos introdujeron casi de inmediato en una especie de planta de pruebas, pero después volvieron a ponernos en libertad y pudimos explorarlo todo sin ser molestados. Las fábricas son realmente pintorescas, pero no hallamos ni rastro de los habitantes. ¿Habéis pensado también vosotros que podrían haberse ocultado bajo tierra para huir de cualquier catástrofe, extinguiéndose luego ahí abajo?
Les miró con expresión interrogante, pero su pregunta quedó sin respuesta. Don no se había formado ninguna opinión al respecto, y Al estaba demasiado ansioso de escuchar alguna novedad para arriesgarse a interrumpir el relato de Jak con fatigosas y posiblemente inútiles explicaciones.
—Como es lógico, pensamos que esta colina debía ser el lugar más interesante. Y en cierto sentido no nos equivocamos. Es el centro de control de la ciudad. Pero hay algo más: hemos descubierto otra cosa que ahora mismo veréis.
Los pasillos no habían cambiado de aspecto, pero las habitaciones a las que conducían estaban amuebladas de manera algo distinta a las salas de los niveles superiores. En tanto que las instalaciones de arriba eran prácticamente uniformes, allí abajo había una indescriptible cantidad de aparatos de los más diversos tipos. Algunas salas parecían ser simples cabinas de mandos, otras en cambio hacían pensar en laboratorios destinados a realizar complicados experimentos físicos, químicos y biológicos; también había secciones que parecían archivos, con incontables estanterías llenas de libros, discos, pergaminos y objetos por el estilo; los sistemas habituales para conservar la documentación.
Todo ello atraía fuertemente el interés de Al, pero Jak siguió adentrándose en las profundidades con absoluta indiferencia. Por fin llegaron a una amplia sala situada en el punto más bajo, con el techo sustentado por hileras regulares de columnas. La sala estaba vacía. Allí parecían acabar los pasillos, pues no se veía ninguno de los sistemas habituales empleados por los hombres y por los habitantes supuestamente humanoides de aquel planeta para separar o unir unas habitaciones con otras: no había puertas ni ventanas, ni tampoco se divisaba la boca de ningún pasillo. En cambio se observaba algo curioso en el suelo, y esto sólo en un único punto: una depresión en forma de plato, de unos veinte metros de diámetro, surcada en su interior por otras depresiones igualmente circulares, cada vez más pequeñas y ordenadas de forma excéntrica, con las cavidades interiores siempre un poco más profundas que las exteriores. Un examen más detallado revelaba que las formas circulares tenían una pendiente escalonada, como si el conjunto estuviera construido con pequeños bloques de construcción en forma de dados.
Jak se acercó al borde de la depresión y anunció:
—Aquí lo tenéis. ¿Qué os parece?
A diferencia del material gris que recubría el resto del suelo y de las paredes —aquella masa que parecía tapizar todo el interior de la colina—, el suelo y la depresión eran de metal, un metal reflectante, pero desusadamente oscuro, casi negro.
—Parece que hay algo debajo —dijo Rene. Golpeó la masa con los nudillos, se tendió en el suelo y aplicó la oreja contra la superficie—. No se oye nada.
—Tendríamos que abrirlo —dijo Don.
—Sí, pero ¿cómo hacerlo? —replicó Heiko.
Al apoyó la mano contra el borde del anillo exterior. Lo encontró frío y sorprendentemente liso al tacto. Tuvo la sensación de que su mano le ponía en contacto con profundas corrientes y vibraciones latentes allí abajo, pero rechazó de inmediato tan absurda idea. No pudo evitar sin embargo que el corazón le diera un vuelco. Se sintió transportado por una curiosa intuición, como si una vocecita interior le susurrara: «En alguna de las salas de control debe de haber un sistema para abrir esta puerta. Tenemos que averiguar la manera de servirnos de estos aparatos, tenemos...»
Don recogió bruscamente el hilo de sus pensamientos.
—Tengo una idea —e hizo una pausa para dar a sus palabras el impacto deseado—. ¡Volaremos esta tapa!
—¿Cómo? —preguntó Jak, interesado.
Don le hizo un guiño.
—¿Con qué? Ése es el problema. Pero también tiene solución. He visto cohetes en esta ciudad, y deben ir provistos de proyectiles explosivos: bombas, probablemente atómicas. Buscaremos una... y descerrajaremos el castillo.
—Es la idea más insensata que jamás he oído —exclamó indignado Al, y dio un paso hacia Don.
Entonces sintió que una mano le retenía por el hombro. Jak le miró sonriente.
—Yo pienso que no es ninguna tontería. ¡En realidad parece una idea estupenda! Volaremos esta marmita... ¿Por qué no? —Meneó la cabeza complacido—. No tenéis que tomar parte en esto si no os gusta. —Luego, dirigiéndose a Al y Rene, añadió—: Podéis entreteneros con los mandos. Pero, sin molestarnos. ¡Nosotros vamos a buscar esa bomba!
Jak, Don y Heiko iniciaron la marcha y no tardaron en desaparecer por la espiral ascendente de la sala, por donde habían bajado antes.
Al y Rene les siguieron con la mirada.
11
Un gran silencio había invadido el lugar después de que se marcharan sus compañeros. Una sensación de muerte y soledad inundaba los corredores. Les hubiera gustado hablar un poco, aunque sólo fuera para romper ese silencio, pero no tenían gran cosa que decirse. Rene deseaba echar un vistazo a los laboratorios, así que subieron al piso inmediatamente superior por las rampas ascendentes.
—No nos queda mucho tiempo para intentar averiguar algo —dijo Al, abatido.
Rene intentó consolarle.
—Tal vez no encuentren ninguna bomba.
—Confiemos que así sea —dijo Al, sin asomo de esperanza.
Entraron en uno de los laboratorios y Rene perdió de inmediato todo sentido de la realidad. Acercó el ojo a los microscopios, comenzó a hacer girar las ruedecillas, probó las balanzas, examinó las manecillas en movimiento de los indicadores, proyectó espectros sobre escalas graduadas, su atención paseaba de un instrumento a otro mientras iba apretando, girando, desplazando...
—Entretanto iré a echar un vistazo a los archivos —dijo Al, pero le quedó la duda de si Rene había escuchado realmente sus palabras.
Asomó la cabeza en un par de habitaciones y por fin se detuvo en una que contenía un aparato muy parecido a un sistema de transmisión total. Sabía que el manejo de ese aparato era peligroso, pues su acción repercutía sobre los procesos cerebrales, aunque tampoco alcanzaba a comprender cómo podrían actuar los impulsos inducidos en aquel caso concreto. Primero examinó los paneles de mandos montados en la base de los brazos. Suponiendo que tuvieran la misma función que en la Tierra, ello significaba que el orden y magnitud de las cualidades transmitidas tampoco podían diferir mucho de las habituales. Probó un par de manecillas, examinó detenidamente todos los elementos a su disposición, y por fin estableció una hipótesis de funcionamiento, todavía por comprobar, si bien le parecía francamente probable. Siempre subsistía cierto riesgo, pero quería captar todo cuanto pudiera y lo más rápidamente posible, conque no le daría más remedio que correr ese riesgo. Se instaló en la silla, acomodó los tobillos y se cubrió el cráneo con el casco, que tenía un desconcertante parecido con los de la Tierra y se adaptaba perfectamente a su cabeza. Luego apoyó los antebrazos en los soportes del sillón y puso las manos sobre los botones de control. El espacio destinado a los brazos le resultaba un poco estrecho, pero le bastó doblar un poco los codos hacia atrás para adaptarse perfectamente a los soportes ligeramente inclinados con su hendedura estriada.
Apretó un botón con el pulgar izquierdo. Había comprobado de antemano que bastaba apretarlo por segunda vez para volver a desconectarlo, razón por la cual mantuvo la yema del dedo en contacto con la superficie ligeramente cóncava del botón. Aguardó impaciente...
La luz fue apagándose paulatinamente...
Al hubiera querido observar las bandas tragaluces, pero no pudo mover la cabeza ni los ojos. No le quedó más remedio que mantener la vista fija hacia delante y observar cómo se iban difuminando los contornos de los objetos, hasta que todo desapareció fundido en una masa gris. Luego, el sentido de la vista se veía afectado de manera normal. ¿Qué ocurría con el oído? Pronunció un par de palabras y contó en voz alta:
—Un, dos, tres, cuatro... ¿Me oyes?
Su lengua y sus labios se movían, pero no conseguía oír nada; siguió hablando:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Y, de pronto, comenzó a dudar de si realmente estaba pronunciando esas palabras o sólo era una idea suya. El silencio no era total, podía oír un ligero rumor, pero sus esfuerzos por decir algo continuaron resultando infructuosos. Sintió un súbito estremecimiento de temor. ¿Y si tampoco pudiera mover el pulgar? Se apresuró a apretarlo...
De inmediato se encendió la luz, los objetos se diferenciaron entre la masa gris.
—Cuatro, cinco, seis...
Al dejó de contar, y sólo entonces advirtió que aún seguía pronunciando los números.
Se quitó el casco y se levantó de la silla. Podía darse por satisfecho: no le había ocurrido nada. Pero, por otra parte, el aparato parecía no funcionar. Luego sonrió nervioso... ¡Se había olvidado de poner un disco! Buscó el plato, pero no lo encontró, aunque descubrió una pequeña hendedura. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera adaptarse a esa hendedura... Sus ojos se detuvieron sobre unas delgadas láminas de metal, flexibles pero resistentes, ordenadas en una estantería. Escogió una al azar y la introdujo por la ranura. Luego se instaló otra vez en la silla, se puso el casco y apretó el botón del tablero izquierdo... Aguardó...
La luz fue apagándose y luego volvió a encenderse otra vez, más y más intensa; ¡demasiado intensa! Varios soles verdes comenzaron a girar, se difuminaron... Los dedos de Al palparon febrilmente los botones...
La luz disminuyó: se separaron los colores, las bandas se estremecieron, se desplazaron bruscamente, se organizaron...
Ni un sonido. «¡Tienes que conectar el botón!»
Un estrépito: «¡Alto, te has pasado!»
Un botón: un penetrante olor a heno... Se le llenaron los ojos de lágrimas, estornudó...
Otro botón: el olor se atenuó... Los colores se hicieron más pálidos... Sintió disminuir su peso...
«Aja, por aquí se regula la intensidad de la experiencia, basta girar esta manecilla... Así me gusta: un poco por debajo de lo normal...»
Podía ver y oír, oler, saborear, palpar... Lucía el Sol... La hierba acariciaba sus pies y crujía suavemente... Junto a él se extendía un pequeño lago... Al se deslizó hacia delante; vio asomar la bola roja detrás de una aguja de roca. ¡Al la había visto primero! ¡Ahora tenía que darle en el lado adecuado! Sabía que miles de espectadores le estaban observando por sus telepantallas y al bajar el tirador se situó procurando presentar el perfil a la cámara. Apuntó cuidadosamente, el dardo surcó el aire... ¡Blanco! La bola subió en línea recta, con una inclinación de cuarenta y cinco grados exactos con respecto a la horizontal —¡un tiro admirable!— y no comenzó a caer hasta haber recorrido doscientos metros. Resonaron los aplausos...
Al volvió a desconectar, la escena se difuminó, se encontró sentado otra vez en la semipenumbra del archivo, recostado en su asiento. Respiró hondo. Recordó admirado la exactitud de la transmisión, el colorido de las imágenes. Era una novedad para él que el aparato transmitiera también los pensamientos y las decisiones: otra muestra de la superioridad de esa técnica. Pero lo más notable era que lograba captar las señales. Sus órganos perceptivos y su modo de pensar eran tan similares a los de los antiguos habitantes de aquel planeta que no sólo era capaz de revivir sus impresiones, ¡sino que también lograba comprenderlas! Debían de haber sido seres humanos, o muy parecidos a los humanos. Si seguía proyectando esa lámina o introducía otras más, pronto lograría vislumbrar sus rostros. Más aún: podría observar sus movimientos, escuchar su lenguaje, experimentar incluso sus penas y alegrías. Evidentemente, podía haber pequeñas diferencias en la magnitud de las percepciones, pues los mandos le permitían un cierto margen de variación que le servía para adaptar los estímulos recibidos a sus umbrales de excitación y de dolor. Pero la gran similitud en líneas generales demostraba que los valores óptimos caían dentro del campo de su sintonía.
En realidad, acababa de resolver la misión que se habían propuesto con su expedición; incluso la había resuelto mejor de lo que dictaban las normas. Pero todo eso le era indiferente a esas alturas.
Extrajo la lámina de metal de la ranura e introdujo otra. Volvió a instalarse en la silla del aparato de reproducción y la accionó con gestos considerablemente más seguros que la primera vez. Estuvo de suerte: pudo ver a los seres del planeta. Todo un grupo estaba reunido en semicírculo en torno a una máquina. Dos de ellos ajustaban unos cables a unos ganchos que asomaban de una plancha perforada como una criba, con ayuda de unos instrumentos en forma de horquillas. El proceso parecía formar parte de un importante acto festivo, pues todos los demás observaban sus gestos con profunda atención.
Por su aspecto, no se diferenciaban mucho de los hombres. Si Al no hubiera tenido la certeza de que esos seres eran habitantes de un planeta que giraba alrededor de un sol desconocido, a varios miles de millones de años luz de la Tierra, hubiera dicho que eran hombres. Tal vez tenían la piel ligeramente más grisácea, eran bajos y fornidos, con las cabezas desmesuradamente grandes y las facciones curiosamente desfiguradas, pero por lo demás tenían apariencia humana y sus gestos eran humanos. Aunque ya se lo esperaba, Al se conmovió al comprobar que esta forma de seres inteligentes podía desarrollarse en cualquier punto del universo, dadas las mismas condiciones ambientales.
Esta vez no pudo participar activamente en los hechos: tenía la sensación de encontrarse personalmente ante el aparato, pero sólo como espectador pasivo.
Los dos actores terminaron de fijar todos los cables al suelo y dieron un paso atrás. Uno comenzó a hablar en una lengua incomprensible, de sonido nasal, luego el otro le respondió. Por sus ademanes y la entonación que daban a determinadas palabras, Al dedujo que se trataba de una especie de declamación festiva en forma de diálogo. Ante la imposibilidad de comprender el significado de sus palabras, optó por concentrarse en la contemplación de sus gestos. Llevaban ropas muy ajustadas de color marrón y verde oliva; algunos sostenían botellas en la mano. Todos contemplaban a los dos oradores, pendientes de cada una de sus palabras. Por fin, uno de ellos retrocedió, el otro cogió una manija que sobresalía de la pared lateral del artefacto, y se abrió un paraguas del que colgaban los alambres hasta el suelo. Los cables quedaron verticales y tensos. De momento no ocurrió nada más, pero Al comprendió, por el interés que demostraban los espectadores, que éstos esperaban ver aparecer algo, y justamente del suelo, entre los alambres. La espera no fue muy larga; pronto comenzó a asomar algo por los agujeros: unos brotes amarillos se alargaron vacilantes, como si quisieran palpar su camino, y así fueron avanzando de trecho en trecho, como a empellones. Cuando hubieron alcanzado un palmo de altura, una de las personas situadas en su espacio visual pulsó el tablero de mandos... y todos los brotes se bifurcaron. Siguieron creciendo. Otra pulsación de un botón, y de todos ellos los tallos comenzaron a brotar hojas. Poco a poco se fue formando toda la planta de acuerdo con las instrucciones, como si todo el proceso de crecimiento se hubiera concentrado en unos minutos de imagen, pero en realidad no era así, como lo demostraba el ritmo normal de los movimientos de las personas. No era un truco óptico, sino un experimento zoológico: el desarrollo dirigido de una planta. Los dos hombres situados en el centro reanudaron su diálogo Al desconectó el aparato. Aún permaneció un rato allí sentado, sumido en sus pensamientos. Ya había logrado averiguar mucho, pero todavía deseaba saber más. Quería conocer el pasado y, sobre todo, el futuro de esos seres.
12
Pasó largo rato revolviendo los cajones de las distintas habitaciones. Su propósito era localizar entre la enorme cantidad de material aquellas descripciones capaces de ofrecerle una visión general de la historia. Intentó descubrir algún tipo de alfabeto, y observó unas formas punteadas, similares a la escritura Braille, estampadas en el ángulo superior izquierdo de todas las láminas. Tomó nota del contenido de varias docenas de láminas y no le costó demasiado descubrir un sistema. Así logró saber dónde debía buscar la información sobre materias generales, dónde estaban las transcripciones de experimentos o regulaciones, y dónde podía encontrar series de láminas más detalladas. Observó que a cada materia concreta le correspondía una habitación, y se lanzó desesperado a la tarea de sacar muestras de los grabados que figuraban en cada una de ellas. Tras constatar cuan lenta sería esa tarea, decidió conferenciar primero con Rene.
Rene estaba muy ocupado con una bola de metal líquido incandescente que mantenía suspendida en el aire.
—¿Qué tal Rene? —dijo Al—. ¡He visto a los habitantes del planeta!
Rene ajustó dos polos. Sin levantar la vista del tornillo micrométrico, respondió:
—Buen trabajo, Al. ¿Qué aspecto tienen?
—Parecen humanos.
—Tal como habíamos imaginado —murmuró Rene.
Una aplicación de las reglas fundamentales de la energía magnética le permitió poner en rotación la gota de metal del tamaño de una pelota de fútbol. Se veía claramente el achatamiento de los polos.
—Si pudiera averiguar qué otras fuerzas intervienen —se lamentó Rene—. El magnetismo solo no basta.
—Seguro que no debe ser tan difícil de averiguar —dijo Al—. ¿Has encontrado alguna otra cosa de interés?
—Un par de laboratorios —respondió Rene—. No puedes imaginarte lo que eran capaces de hacer a nivel experimental. No sólo en el terreno de la física y de la química... También en matemáticas. ¡Incluso hay un laboratorio que parece destinado al estudio de la historia!
Al manifestó un repentino interés.
—¿Podrías mostrármelo?
Rene abandonó sus instrumentos con visible reticencia. Dejó caer lentamente la bola líquida en un recipiente, donde aquélla se deshizo en una masa amorfa, y se levantó.
—Ven, te lo enseñaré.
Salieron al pasillo. Rene abrió un par de puertas y echó un vistazo a cada habitación, para luego continuar hasta la siguiente:
—Aquí está —anunció al fin.
Entraron en una habitación que se diferenciaba ante todo de las otras por su equipamiento: una mezcla de museo y laboratorio. Además de algunos aparatos indefinidos contenía tres sillones de reproducción, con los correspondientes mandos. En la pared había un par de vitrinas empotradas, con mamparas de cristal, y detrás podían verse modelos casi reales de poblados, pueblos, ciudades. En su interior se movía una serie de líneas de puntos, en número de una en los poblamientos pequeños, formando verdaderas aglomeraciones en los grandes.
—Los habitantes y sus vehículos —comentó Al.
Se acercó a un panel de mandos y movió un indicador a lo largo de una escala.
—¡Cuidado!
Uno de los modelos había empezado a transformarse de improviso. La población comenzó a extenderse, nuevos edificios brotaron del suelo como setas, desaparecieron los árboles y zonas verdes, y en su lugar surgieron fábricas con chimeneas, carreteras elevadas, aeropuertos...
Rene volvió a accionar los mandos.
Una serie de explosiones sacudió la ciudad, se desmoronaron; las casas, se abrieron grandes cráteres... El desastre asoló el lugar como una tormenta de verano, y cesó con igual rapidez. La tierra removida se cubrió de verde, modernas construcciones ocuparon los huecos entre las antiguas, el tráfico se fue haciendo más denso hasta un cierto límite máximo y luego comenzó a disminuir otra vez.
—Eso es, en efecto —dijo Al—. Historia experimental. Ya se disponía a desviar la atención de la exhibición, cuando algo le detuvo: donde había estado la población se abría ahora un cráter aplastado y sobre él flotaba un hongo de humo a listas grises y blancas. Al se estremeció.
—Francamente, no parece que nos quede mucho tiempo —dijo.
Se acercó a la otra pared, cubierta de cajones. «Tal vez esto esté organizado según el mismo principio», se dijo. Abrió el cajón que, de ser ciertas sus suposiciones, debía contener las materias generales. ¿Y qué podían ser éstas, en el caso de la historia, sino un panorama general de lo acaecido desde los tiempos más remotos hasta el momento presente?
—Tal vez aún podamos averiguar qué ha sido de ellos —musitó por lo bajo, luego señaló un sillón de reproducción y le dijo a Rene—: ¡Siéntate y observa atentamente! Ahora ya dominaba perfectamente el mecanismo; cada vez iba descubriendo nuevos detalles, que ya le eran familiares por los aparatos existentes en la Tierra. Acopló ambas sillas con un cable y conectó la transmisión simultánea. Luego introdujo una lámina en la ranura y depositó la otra sobre un plato, desde el cual se deslizaría hasta la ranura en cuanto hubiera concluido la reproducción de la primera, para continuar el relato.
Al y Rene se pusieron los cascos receptores.
Y ocurrió lo que Al había anticipado. La reproducción comenzaba con un pequeño grupo de seres primitivos, vestidos con pieles, que avanzaban por espesos bosques armados con porras de piedra. Ya habían visto imágenes parecidas, y el aspecto visual en sí no les impresionó demasiado. Pero también podían oír los gritos guturales con que se comunicaban esos seres de la edad de piedra, podían oler el sudor y la sangre, sentían picadas de bichos sobre las manos, y las espinas en las plantas desnudas. Lo más impresionante era que todo eso no lo experimentaban según sus cánones habituales, sino tal como lo vivían esos toscos seres primitivos, y además también eran capaces de sentir sus emociones. Todas esas sensaciones eran difusas y poco nítidas; todo estaba allí, y en toda su plenitud: el agua que sorbían, los árboles tras cuyos troncos se escondían, las rocas bajo las cuales se refugiaban, la carne que devoraban, las mujeres que deseaban, todo era real, pero parecía curiosamente vago, extrañamente desfigurado. Experimentaban sensaciones que aún pervivían en la actualidad, temores y alegrías, ira y afecto, pero con una fuerza desconcertante, sin posibilidad de control ni de resistencia... de un modo directo, inexorable.
Al se sacudió enérgicamente el embrujo que se había apoderado de él y apretó el botón acelerador, las imágenes se difuminaron y otras vinieron a ocupar su lugar: imágenes familiares, pero aun así novedosas, fueron surgiendo, sensaciones ancestrales y a pesar de todo desusadas.
La Edad Media. Castillos. Armaduras. Fuego de carbón de encina y rejas de hierro forjado. Supersticiones. Cultos. Persecuciones y torturas. Odio y terror. Apática regresión a fantasías infantiles. Vagas esperanzas de una recompensa en el más allá. Mugre. Enfermedades. Pompa y esclavitud. Atrocidades y remordimientos...
Era atómica. Barracas, accidentes de tráfico. Columnas en formación. Bombas. Ilusiones de poder e impotencia. Inconsciencia. Mentiras. Opresión. Sed de conocimientos. Temor ante las fuerzas desatadas de la naturaleza. Arrogancia y estimación exagerada de sí mismo. Enquistamiento en tradiciones anticuadas. Afectos e instintos. Desconfianza y descontrol. Pérdida de la fe. Miseria generalizada y muertes en masa.
Estado de la paz. Ciudades jardín. Casas ordenadas. Pantallas de proyección. Sillones de reproducción. Autómatas. Barcas flotantes. Seguridad. Ausencia de todo deseo. Satisfacción. Cultura doméstica. Arte. Contemplación. Juegos. Ilusiones. Salud y placer. Saciedad y hastío. Irresponsabilidad total. Embriaguez, ensueño, sueño...
Al redujo el ritmo de la reproducción y volvió a pasar un trozo. A partir de ese punto deseaba conocer todos los detalles. Las imágenes sincopadas volvieron a fundirse en un acontecer hilvanado, el rumor ondulante se convirtió en sonidos articulados, los fragmentos de estados de ánimo se trocaron en cambios de sensaciones con una justificación lógica.
Vio la ciudad, la antigua fortaleza sobre la colina, la nueva ciudad rodeada de fosos, el círculo de construcciones medievales, la gigantesca extensión de la gran ciudad moderna que se extendía hasta las montañas. Luego empezó a caer una lluvia de bombas y sólo quedó un monstruoso montón de ruinas. Lentamente fueron creciendo otra vez las edificaciones, más uniformes y modernas, y luego otras, aún más modernas, generaciones de edificios... Y al fin quedó formado el círculo de la ciudad jardín; a su alrededor se extendía un paisaje encantador de prados, lagos y torreones rocosos: prados sembrados, lagos hechos por la mano del hombre, rocas artificiales. Seguía la restauración del círculo interior de la ciudad histórica. En el centro se estableció la antigua ciudad amurallada, como un juego de luces e imágenes; debajo se instalaron los autómatas que se ocupaban de todo y a quienes los habitantes deseaban ver, sin embargo, lo menos posible.
El planeta topó luego con un enjambre de meteoritos y los habitantes construyeron la pantalla protectora invisible sobre la ciudad. Pese a esa seguridad recuperada comenzaron a ser muy pocos los que se aventuraban alguna vez fuera de sus casas. Pasaban la mayor parte del tiempo sentados frente a las pantallas de protección, contemplaban el paisaje circundante, se hacían proyectar cuentos y se integraban personalmente en la acción o participaban pasivamente de los hechos. Ya no tenían necesidad de moverse: el sistema de reproducción total les sugería todo lo que deseaban experimentar. Ya no tenían necesidad de comer: unas conducciones bombeaban alimentos líquidos hasta sus asientos. Los habitantes de la ciudad permanecían allí sentados, soñando o durmiendo...
Días enteros...
Meses enteros...
Generaciones enteras...
Mientras iban desarrollándose estos acontecimientos, se había producido una constante intensificación de la capacidad perceptiva de Al y Rene. Veían las cosas con más nitidez, experimentaban las sensaciones con mayor claridad, comprendían mejor los acontecimientos. Y a partir de ese estadio que habían alcanzado, volvió a caer un velo sobre las escenas, y sus reacciones perceptivas sufrieron una curiosa parálisis. Los colores palidecieron, se difuminaron los contornos, todo se fue fundiendo en una misteriosa penumbra, disolviéndose a menudo en impresiones indescriptibles, impresiones de efectos muy agradables: los ruidos sonaban a música; perdieron la sensación de su propio cuerpo; los olores se intensificaron hasta constituir un perfume embriagador... De pronto, esta trama informe comenzó a desgajarse otra vez en impresiones más y más claras: alguien se trasladaba a una barca flotante, se elevaba a doscientos metros, perdía el contacto con la vía transmisora de energía y se desplomaba.
Volvió a reinar esa penumbra que no lograban comprender. Ante sus ojos fueron deslizándose cosas imposibles de identificar: figuras fantasmagóricas sobre un escenario mágicamente iluminado. Hasta los deseos y la voluntad cedieron su lugar a algo distinto, una percepción de los objetivos sin intentar alcanzarlos, intenciones que no se concretaban. Al giró los mandos, pero no logró una transmisión más clara. Lo que ahí se describía discurría por vías de pensamiento distintas a las del cerebro humano.
Y, entonces, las manos de Al se aferraron a los brazos del asiento... Entre las sombras apareció una depresión negra, metálica, en forma de plato, más oscura que el resto: la puerta hacia las profundidades máximas, pero abierta... Por la ancha abertura fueron introduciéndose unos cilindros, uno tras otro, en una sucesión imposible de abarcar con la vista... Varias manchas grises cruzaron la escena...
La imagen se cubrió de una figura reticulada, saturada de puntos de luz, se encendió una franja débilmente iluminada, empezó a espumajear un líquido, una serie de alambres fueron bifurcándose y uniéndose de nuevo, comenzaron a girar los indicadores, se juntaron los contactos, una luz violeta impregnaba un pasillo como una niebla, el aire era húmedo y tibio, conjunto de conducciones, cables, tuberías, reflectores, lámparas, constituían unos habitáculos que hacían pensar en grandes jaulas de pájaros, a lo largo del corredor se extendía una hilera interminable de esas jaulas y en cada una de ellas había una figura rosácea, carnosa, dividida en varios lóbulos. Cada una estaba sumergida en un recipiente lleno de un líquido, todas estaban sostenidas por soportes como delicadas plantas sensibles, algunas presentaban brotes cubiertos por una envoltura, todas estaban acopladas a una serie de cables y tubos transparentes por los que circulaban líquidos incoloros, amarillos y rojos. Tenían el aspecto de orquídeas, cada una en su caja.
La reproducción se interrumpió en ese punto.
Al y Rene se levantaron de sus asientos impresionados y confusos.
—¿Has conseguido comprender algo? —preguntó Rene.
—La historia de la ciudad está clara —respondió Al—. Es una historia muy normal. Podría haber ocurrido perfectamente en cualquiera de nuestras ciudades. También aquí han pasado por su era atómica. Las bombas que arrasaron la ciudad fueron sin duda bombas atómicas. Estoy seguro de que aún deben quedar unas cuantas almacenadas en algún lugar.
—Deberíamos ir a ver si Jak ya ha conseguido desenterrarlas —sugirió Rene.
Al continuó hablando durante el trayecto de vuelta al exterior.
—Ahora sabemos también la razón de que construyeran la pantalla protectora invisible, que al principio nos dio tanta brega.
—Una nube de meteoritos —recordó Rene—. Pero, ¿por qué no eliminarían los cráteres del paisaje? No debía ser demasiado difícil, con los medios a su alcance.
—Evidentemente, aún era más sencillo suprimir los rastros de otro modo. Esas paredes transparentes que encontramos en las casas son pantallas luminosas sobre las que puede reproducirse cualquier cosa: lo próximo y lo remoto, lo actual y lo pasado, la realidad y la fantasía. Bastaba una pequeña modificación del ángulo óptico... y nadie veía ya ni rastro de los feos cráteres.
—Y el espejismo inducido también se proponía lograr un efecto de este tipo. ¡Cómo puede contentarse alguien con algo así!
—¿Por qué no? ¡Piensa cuántas cosas son sólo engaños, apariencias y adulteraciones en nuestro propio planeta!
—¡Ya! ¡Pero al menos sabemos lo que es falso!
—¿Y eso lo hace acaso menos falso?
Rene prefirió no responder. Alcanzaron la plataforma superior de observación y escudriñaron el panorama desde allí. El parque de máquinas ofrecía una imagen de desoladora destrucción. La visión no era tan despejada como antes, y tuvieron dificultades para localizar a Jak, Don y Heiko en medio de aquel desbarajuste.
—¿Entienden algo de técnica? —preguntó Al.
—Heiko sabe bastante —dijo Rene.
Pronto pudieron constatarlo. Heiko dobló una esquina y volvió a reaparecer de inmediato, montado en el asiento de un tractor. Hizo avanzar unas tenazas articuladas por una puerta abierta. Jak y Don se introdujeron en la habitación deslizándose junto a la máquina. Transcurridos dos minutos, volvió a moverse el brazo articulado y las tenazas se cerraron: entre ellas colgaba un pesado carro de dos ruedas y un cohete montado sobre la plataforma de lanzamiento. Se veía asomar claramente su nariz entre la armazón cilíndrica.
—¡Se dirigen a las afueras de la ciudad! —dijo Rene.
—¡Tal vez aún consigamos evitarlo! —exclamó Al, procurando grabarse mentalmente un plano de la distribución de los edificios y del lugar donde estaba el grupo de Jak.
Echaron a correr por las rampas inclinadas y a través de los oscuros corredores hasta la salida. Una luz cegadora les envolvió, pero siguieron corriendo, sin detenerse por nada. Continuaron siempre adelante, dejando atrás el montón de ruinas, los edificios derruidos y los cráteres abiertos. La destrucción había sido importante, pero aún quedaban también muchas cosas intactas. Los ojos de Al acariciaban aquellas construcciones incólumes, como si las contemplara por última vez.
Y las estaba contemplando por última vez.
Dieron alcance a los otros cuando éstos ya llegaban a la muralla de la ciudad.
—Un momento —gritó Al, desde lejos—. Hemos encontrado unas películas de los habitantes. ¡Podéis transmitir las imágenes a la Tierra!
—¿Qué aspecto tienen?
Al se detuvo jadeante.
—¡Puedes ir a verlo tú mismo! ¡Son unas películas estupendas!
La vacilación de Jak saltaba a la vista. Paseó la mirada desde el cuerpo del cohete con su brillo reluciente, atrapado como un pez en una red, a la figura de Al.
—¡No te pierdas esta oportunidad! —le exhortó Al, intentando hacer jugar la vacilación de Jak su favor.
—¿Vas a dejarte convencer por sus palabras? —preguntó Don—. ¿Tan fácil es hacerte cambiar de opinión?
—Tenemos tiempo —dijo Jak—. ¡Podríamos echar un vistazo a esas películas!
Don comenzaba a impacientarse otra vez.
—¡Quién sabe lo que puede ocurrir luego! ¡Los autómatas pueden presentarse en cualquier momento y llevárselo todo!
Heiko intervino en la discusión.
—Creo que hemos inutilizado la red de conexiones de la central. ¿Qué podría...?
—Sois unos verdaderos cobardes —dijo Don—. Cobardes, y además tontos. ¡Bueno, por mí ya podéis ir! —exclamó de pronto—. ¡Yo os esperaré y jugaré un poco con este aparato, entretanto! ¡A lo mejor se me dispara!
—¡Más vale que tengas cuidado! —dijo Jak, amenazador, y luego, dirigiéndose a Al—. ¿Habéis averiguado qué se esconde detrás de la tapa?
—No hemos tenido mucho tiempo —explicó Rene—. Pero también hemos visto algo de lo que ocurre en las dependencias inferiores.
—¿Qué?
—Es difícil de describir —respondió Rene, vacilante—. Hay... Bueno..., unas cosas que semejan flores, parecidas a las orquídeas. Y están metidas en unas cajas.
Don se echó a reír ruidosamente, pero no dijo nada.
Jak arrugó la frente.
—¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Habéis visto seres vivos ahí abajo?
Rene se vio acorralado.
—Sólo las flores.
—Orquídeas en cajas. Ya comprendo —dijo Jak—. Bueno, entonces no cabe duda de lo que tenemos que hacer ahora. ¡Heiko, prepara el cohete!
Heiko seguía encaramado en el estrecho asiento de la grúa. Hizo funcionar otra vez el aparato hasta situar en la posición adecuada la rampa de lanzamiento que colgaba de las tenazas.
—Os habéis dejado engañar por unas bobadas —le comentó luego Jak a Al.
—¡Soltad el gancho! —dijo Heiko.
Don se acercó a soltar el dispositivo de seguridad. Heiko apartó el vehículo un par de metros, bajó de un salto y se acercó al carro sobre el que estaba montada la armazón con el cohete. Luego lo hizo girar y lo dejó apuntando en dirección a la colina.
—¡Todo volará por los aires! —exclamó Al—. No quedará nada de lo que tal vez aún podríamos descubrir.
Don fingió no oírle. Se acercó al proyectil, introdujo la mano entre los barrotes y golpeó el metal.
—Parece un poco pequeño este artefacto —dijo—. ¡Y pensar que contiene una bomba atómica!
Heiko tomó en serio sus palabras.
—Suficiente para lo que nos proponemos. ¡Ya lo verás!
—¿Podemos disparar ya? —preguntó Jak.
—¿Pensáis permanecer aquí mientras explota la bomba? —preguntó Rene, horrorizado.
—¿Temes algo acaso? ¿Tal vez la nube radiactiva? —dijo Don, en tono burlón.
—Jak —insistió Al, con vehemencia—, Rene tiene razón. Estamos demasiado próximos al centro de la explosión. ¡Vosotros también volaréis por los aires!
—No podemos alejarnos más —dijo Heiko—. A nuestras espaldas se alza la muralla. ¿Cómo queréis que la salte con el cohete y la plataforma de lanzamiento?
—No podemos alejarnos más —insistió también Jak—. Vamos a disparar ahora mismo, y desde aquí. Si queréis, podéis largaros. ¡Pero rápido, no esperaremos mucho!
Al meneó la cabeza.
—No tenéis la menor idea de cuan potente puede ser esa bomba. ¡Tal vez ni siquiera sea una bomba atómica!
—¿Qué podría ser si no? —preguntó Jak.
—Algo mucho peor —respondió Al, con voz siempre serena, como si estuviera hablando con unos alumnos un poco lerdos—. Debéis tener en cuenta que esta técnica es mucho más avanzada que la nuestra. ¡Recordad la pantalla protectora! Pueden haber desarrollado armas que ni siquiera somos capaces de concebir. No podéis arriesgarlo todo...
Don fue incapaz de seguir escuchándole en silencio.
—¡Deja de sermonearnos de una vez!
—Déjale terminar —dijo Jak—. ¿Qué es lo que no podemos arriesgar, Al?
—¡Todo esto! Esta posibilidad de conocer algo nuevo. ¡Pero no sólo esto! Jak, estas gentes han llegado más lejos que nosotros. Han sobrevivido a la era atómica; es la primera vez que descubrimos una cultura en tal estadio... aparte de la nuestra. ¿Hasta dónde han llegado? ¿Qué ha sido de ellos? Tengo que averiguarlo, Jak, por favor, compréndelo. ¡Aquí podemos descubrir el destino que nos aguarda también a nosotros!
Jak le miró a los ojos, pensativo.
—De acuerdo, Al —dijo—. Te he dejado hablar. Te he escuchado. Quieres saber qué ha sido de ellos. Perfecto. La verdad es que no comprendo por qué te interesa tanto, pero eso es asunto tuyo. En cualquier caso, ahora escúchame bien. Yo también quiero saber qué se esconde debajo de esa colina, y rápido. Rápido o nunca. Porque, y lo digo para que tú también me comprendas —empezó a hablar en tono tajante—, estoy harto de este sitio. Me aburro. ¡Este lugar me repugna! Intentaré volar esa tapa y ver lo que hay debajo, y después se acabó. Si no lo consigo, tanto peor. Me es totalmente indiferente lo que pueda ser de nosotros. ¡Y todavía me importa menos esta ciudad! Aunque todo vuele por los aires. Y por esto... —bajó otra vez el tono de voz—, por esto vamos a disparar ahora mismo.
Al asintió con la cabeza. Realmente, todo era inútil. Observó con la mirada perdida a Heiko, que volvía a atisbar por el visor; luego dirigió una mirada expectante a Jak: le vio levantar el brazo y volverlo a bajar; observó la mano de Heiko sobre un disparador, colgado de una larga conexión, y le vio apretar el botón.
El cuerpo metálico del proyectil, inanimado hasta aquel instante, se echó a temblar, y con él tembló también toda la armazón. Una estela de fuego salió despedida por la parte trasera, el cohete avanzó siseante un metro y pareció detenerse estruendosamente otra vez, para salir al fin disparado a gigantesca velocidad, en línea recta hacia la colina.
Transcurrió casi un segundo sin que nada ocurriera. Luego, de pronto, algo desgarró el aire. Todo ocurrió sin un ruido... Lo último que logró distinguir Al fue una pared incandescente que avanzaba sobre él.
Tercera tentativa
1
Allá arriba el sol quemaba mucho más que antes abajo, en el valle, pero el viento también era más fuerte y en cuestión de segundos enfriaba todos los puntos situados a la sombra, hasta la congelación. A ratos arrastraba nubes de arena, una arena fina que pronto se metía en los ojos, los oídos y la boca, que crujía desagradablemente entre los dientes, impregnaba los vestidos y rascaba la piel con cada movimiento de los miembros.
Al y Rene estaban de pie sobre unas costras y escorias como de cristal. Contemplaban la planicie que se extendía cien metros más abajo. El aire continuaba impregnado de un embriagador olor a tomillo, cuya procedencia resultaba aún más enigmática que antes, puesto que habían desaparecido todas las plantas.
Era ya la tercera vez que se despertaban en aquel planeta. En esta ocasión habían tenido que esperar más, pues las anteriores instalaciones habían desaparecido por completo. No sabían si la explosión lo había aniquilado todo o si la transformación se había producido en el curso de los sucesos inexplicables que debían de haber seguido.
La ciudad ya no estaba allí, y tampoco se veía una zona llana, ni valle alguno. Sólo había un desierto, que se extendía en el fondo de la hoya como un mar, a dos buenos kilómetros por debajo del nivel del antiguo fondo del valle. Gran parte de la superficie estaba cubierta de arena, aunque la capa no podía ser muy profunda; en efecto, las rocas afloraban a la superficie en varios puntos. No eran peñascos o bloques rocosos, sino masas ventrudas, a veces también con plataformas lisas. Parecía como si alguien hubiera vertido cera líquida y ésta se hubiera solidificado rápidamente, antes de que su superficie llegara a nivelarse por completo. Ese desierto se extendía de manera ininterrumpida hasta la cordillera opuesta, cuyos picos formaban una línea oscura en el horizonte.
—Creo que de nada servirá ya —dijo Rene.
—¿Quieres decir que todo debe de haber quedado destruido? —preguntó Al.
—En todo caso, nada queda de la ciudad.
Al le miró de reojo, como si quisiera calibrar sus intenciones. —Me pregunto si te has olvidado ya de los espejismos.
Rene rió desconcertado.
—Desde luego, eso podría explicarlo todo. ¿Cómo no se me ha ocurrido? ¿Crees que las piedras y la arena pueden ser un espejismo?
—En seguida lo comprobaremos.
Habían establecido el campamento en un lugar desde el cual podían descender sin mayor esfuerzo a lo largo de un barranco. Inmediatamente después comenzaban a elevarse las paredes montañosas en inclinada pendiente. Habían tallado una abertura en forma de cuña sobre la roca a fin de conseguir una superficie plana para las construcciones y como pista de aterrizaje para el helicóptero.
Incluso a aquella altura se distinguían aún los efectos de la onda térmica. Los salientes rocosos estaban redondeados, unas protuberancias formadas por el flujo de minerales fundidos subían por las paredes rocosas como plantas trepadoras, y cuando Al y Rene comenzaron a descender fueron desprendiendo bajo sus pies finas láminas quebradizas de materia solidificada. También se hundieron un par de veces en agujeros rellenos de arena, y por tanto imposibles de distinguir a primera vista.
—El suelo es real —constató Rene al llegar abajo.
Se agachó, recogió un puñado de arena y dejó escurrirse la blanda masa entre los dedos. Al avanzó un par de metros y comenzó a arrastrar los pies. Al cabo de un rato invitó a Rene a acercarse a su lado.
—¿Qué opinas de esto?
Rene se arrodilló y tocó la superficie lisa que había aparecido bajo una capa de arena.
—Plástico —dijo—. La misma sustancia plástica de que estaban hechos los antiguos picos rocosos y el paisaje de los prados y los lagos.
—Me parece que tiene sentido, a fin de cuentas —dijo Al, pero Rene se lo quedó mirando sin comprender—. Creo que tiene sentido explorar un poco por aquí. En este planeta subsiste aún algo que provoca transformaciones. Es evidente que estas masas de plástico no son un hecho natural.
—Ahora lo comprendo —dijo Rene, y volvió a incorporarse, sacudiéndose las manos contra los pantalones—. Continúan aquí. Viven y han rellenado el valle con esta sustancia. Pero, ¿por qué?
—Tal vez para proteger algo que se esconde debajo.
—Una tarea increíble —comentó Rene—. ¡Y lo han hecho en sólo dos semanas! ¡Nos hemos perdido todo un acontecimiento!
Se arrastraron lentamente hasta las montañas.
—Qué arena tan molesta —se quejó Rene, y entonces algo llamó su atención—. ¡Repámpanos, Al! ¿De dónde debe haber salido?
—¡Es fácil de adivinar! —Al sonrió divertido—. Son cenizas radiactivas caídas del hongo atómico después de la explosión.
Rene se asustó, echó a correr a toda prisa y trepó de un salto sobre las rocas.
Al le siguió reposadamente.
—Ahí no estás más seguro, no creas. Apostaría que toda la superficie está contaminada. —Se quedó mirando a Rene con sorna, luego dijo—: ¿Qué pueden importarnos las radiaciones? ¡Recuerda que ahora ya no hay reglas del juego que valgan!
Rene emitió un sonoro suspiro.
—Todo resulta tan extraño —dijo—. Aún no me he acostumbrado.
—También a mí me resulta raro —dijo Al, que había dado alcance a su amigo, y comenzaron a trepar juntos por la pendiente—. Aunque la cuestión de la radiactividad aún es de las más sencillas. Al fin y al cabo, tampoco se nota. Basta con prescindir de ella. Pero mirándolo bien, nada nos obliga a regirnos tampoco por las sensaciones corrientes que nos transmiten nuestros órganos sensoriales. ¿Qué puede hacernos el frío, por ejemplo? ¡No tienes más que desconectarlo, si te molesta! En cambio, no te aconsejaría que hicieras lo mismo con el calor.
Rene estaba desconcertado, pero no quería que se le notara.
—Claro, el calor podría ser perjudicial. En todo caso, podríamos desplazar un buen trecho el umbral del dolor. ¿Y qué me dices de la vista? ¿No podríamos ampliar el espectro visible?
¿Hasta el ultravioleta, por ejemplo?
—Posiblemente, pero no creo que eso nos sirviera de gran cosa.
—Puesto que no tenemos que atenernos a las reglas, ¿por qué no utilizar modelos más eficientes? ¿Capaces de oír y de ver mejor?
—No disponemos de otros. Los antiguos del tiempo de los cohetes dejaron de funcionar hace tiempo. Además, la traducción era muy poco precisa, aunque el campo de percepción fuese más amplio. Habríamos tenido que inventar algo nuevo... y eso habría requerido tiempo. Aunque es posible que aún tengamos que hacerlo.
—Sin embargo, existe también otra razón para no hacerlo. Ese tipo de modelos captan cualidades muy distintas de aquellas a las que están habituados nuestros sentidos. ¿Cuánto tiempo crees que necesita el cerebro humano para adaptarse? Mientras sólo tengamos que elaborar sensaciones conocidas, conseguiremos reaccionar con rapidez y sin titubeos. Y creo que lo necesitaremos.
Ya estaban nuevamente en su plataforma artificial. El territorio que se extendía a sus pies parecía indescriptiblemente solitario y vacío, y a esa impresión se había sumado algo amenazador desde que sabían que allí abajo, en algún lugar, tal vez se escondía una fuerza cuyos impulsos e intenciones no podían comprender.
Al había guardado silencio durante algunos minutos. El viento le adhería las ropas al cuerpo. Se subió el cuello temblando de frío.
—Tengo frío —dijo—, pero me pasa una cosa curiosa: el frío no me molesta. Mientras no sea necesario, lo dejaré todo tal como está.
—A mí me ocurre lo mismo —dijo Rene—. Me parece estupendo poder hacer algo serio. Tener la verdadera posibilidad de conseguir algo. Enfrentarme con un contrincante de verdad.
—Aún tendremos que acostumbrarnos a ello —dijo Al—. De hecho, es una casualidad increíble que justamente aquí hayamos descubierto algo que difiere de todo lo hallado hasta ahora.
—Tal vez otros ya han encontrado otras veces cosas parecidas, pero no les han prestado atención. Han renunciado a examinarlas, como Don, Jak y Heiko.
Al tuvo una extraña sensación: de pronto le pareció no vivir ya en un mundo comprensible, sino rodeado de una serie de intrigantes misterios y enigmas.
—¿No podría ser que...? —dijo—. Quiero decir: ¿no habrá muchas otras cosas desconocidas en el espacio? ¿Muchas cosas a las que valiera la pena... dedicar un esfuerzo?
Rene era incapaz de responder a esa pregunta, pero por primera vez logró comprender las inusuales reflexiones que se hacía su compañero.
2
El helicóptero los transportó al otro lado del desierto radiactivo. El viento sacudía el aparato, lo levantaba para luego dejarlo caer, y se balanceaban de un lado a otro. Tal como les había ocurrido en la Tierra en casos similares, tenían la impresión de que una fuerza subterránea estaba levantando el paisaje bajo sus pies.
—¿Has considerado la posibilidad de una pantalla protectora... como la que recubría la ciudad? —preguntó Rene.
—Sí —dijo Al, con la mirada fija en el centelleante vacío.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Rene.
—Entonces habrá que llevar los instrumentos a cuestas.
Sus expectativas volvieron a resultar erróneas. Nada les detuvo, no apareció ningún espejismo destinado a engañarles.
—El centro debe de estar por aquí —dijo Rene.
Al tiró de la dirección.
—Voy a descender.
—Planeó hacia una roca lisa. Varios surtidores de arena brotaron de pequeños agujeros abiertos en su superficie. El aparato aterrizó suavemente, Al abrió la portezuela y saltó al suelo. Olfateó, comprobando con sorpresa que también allí olía a tomillo.
Rene le alcanzó las cargas explosivas y las angarillas con el sismógrafo. Al cogió las cápsulas y las depositó unos veinte metros más allá, sobre la plataforma rocosa, luego las adhirió al suelo y llevó otra vez la mecha hasta el helicóptero. Colocó el extremo sobre un conmutador conectado a un polo de la batería y hundió el otro en el suelo.
Rene había ajustado el sismógrafo y lo puso en marcha para probarlo. Sobre la banda móvil apareció una línea ligeramente ondulada. Rene comenzó a manipular nervioso el aparato.
—¿Qué ocurre? —preguntó Al.
—La capa de resonancia es demasiado débil —explicó Rene.
—¿Qué significa eso?
—El suelo sigue vibrando y el aparato capta esas sacudidas. Por eso tenemos una línea nula ondulada. Pero las vibraciones son menores aquí que en otros puntos.
—Probemos otra vez —sugirió Al—. ¿Preparado?
—Sí.
Al apretó el detonador... En el lugar donde antes estaba el explosivo se levantó un pequeño chorro de piedras y arena, y de inmediato le siguió el ruido de la fuerte explosión.
Los dos tenían la mirada fija en la hendedura que se iba extendiendo rápidamente desde el orificio abierto por la explosión. No habían transcurrido ni dos segundos... El indicador comenzó a moverse y la aguja trazó un par de agudos zigzags sobre el papel. Rene acababa de incorporarse satisfecho cuando volvieron a oír un nuevo rugido, seguido de un estruendo. El ruido les pareció doblemente intenso, debido a que entre uno y otro había reinado un silencio total.
—El eco —dijo Al.
Rene le miró meneando la cabeza.
—Sí..., pero, ¿de dónde?
—Seguramente de las montañas —aventuró Al.
—Ese ruido no ha venido de las montañas —dijo Rene—. Ha sido demasiado rápido.
Al miró a su alrededor, desconcertado.
—Por aquí cerca no encontrarás nada capaz de producir un eco tan fuerte —dijo Rene—. Además, me ha parecido que el eco venía de arriba.
—Vaya —dijo Al, admirado.
—Prepara otra carga —le rogó Rene—. ¡Tenemos que averiguar qué ha sido!
Al accedió a su deseo y encendió la materia explosiva. Ladearon la cabeza para poder determinar mejor la dirección del eco.
La cápsula explotó con un fuerte ruido... Siete segundos de silencio, y luego el estrépito de las ondas sonoras reflejadas.
—¡Por todos...! —exclamó Al—. ¡Realmente viene de arriba!
Rene arrugó la frente, sumido en profunda reflexión.
—Sólo puede ser una cosa —exclamó al fin—. ¡La pantalla invisible!
—¡Has dado en el clavo! —dijo Al, con gran admiración—. ¡Claro, la pantalla! ¡La han puesto más alta!
—Pero, ¿por qué? —preguntó Rene.
—¡Para lograr una protección más completa!
—Lo cual significa que no saben cómo hemos llegado hasta aquí.
—Exactamente —corroboró Al—. El rayo sincrónico atraviesa la pantalla, pues no tuvimos dificultades de recepción cuando estábamos debajo.
—Desconocen su existencia —dijo Rene—. Los hemos sobrevalorado. En algunas cosas somos superiores a ellos. ¡Esto me hace recuperar la confianza en mí mismo!
Los dos estaban tan excitados como si hubiesen logrado una victoria. Muy animados, se volvieron a examinar el sismógrafo.
—¿Qué opinas de esta curva? —preguntó Al.
—Una cosa es segura: aquí abajo, a unos dos kilómetros de profundidad, hay una capa reflectante...
Al le interrumpió:
—¿Podría ser la tapa de los sótanos?
—Es posible. Y creo que ahora también puedo explicar la débil reacción. Entre esa capa y la superficie de plástico debe de haber un material muy amortiguante...
—¡Extraordinario! —exclamó Al—. ¡Ahora se explica todo! Por primera vez logro comprender el significado de lo que ha ocurrido aquí. Lo importante para ellos es proteger lo que hay aquí debajo. Todo indica que las dependencias inferiores, donde no pudimos penetrar, aún se conservan intactas. Ahí se oculta algo valioso. La explosión atómica ha demostrado que la pantalla protectora que recubría la ciudad y las ilusiones ópticas no bastaban para protegerlo... Por ello han adoptado medidas más eficaces. La pantalla abarca una superficie mucho mayor, hasta las alturas de las montañas, tal vez incluso por encima de las cumbres...
—¡Tal vez recubra todo el planeta! —insinuó Rene.
Al asintió ante la sugerencia.
—También cabría dentro de lo posible. Pero, además de la pantalla, han instalado otra protección, una gruesa plancha situada directamente encima de los sótanos. Está hecha de un material amortiguante, y su función es absorber las vibraciones. ¡Eso es!
Rene manifestó abiertamente su acuerdo con los resultados de las reflexiones de Al.
—Podría ser muy bien como dices. Incluso la profundidad de la capa reflectante podría coincidir con la de la anterior cobertura.
—¿A qué profundidad está?
—No podría decirlo con exactitud; para ello tendría que conocer la velocidad del sonido sobre esa plancha amortiguadora. Pero, como te decía, debe de estar aproximadamente a la altura del fondo del antiguo valle, o sea, al mismo nivel donde encontramos la misteriosa entrada bajo la colina.
Rene arrancó la banda de papel perforada y rayada con el sismograma, la dobló y la guardó en una cajita acoplada a la pared lateral del aparato. Luego cerró la tapa.
—El gran problema es saber cómo podemos introducirnos allí abajo —dijo, y se echó la correa del sismógrafo al hombro.
Ese gesto le obligó a fijar la mirada en el oeste... La sorpresa le dejó súbitamente paralizado: una sombra se deslizaba a toda velocidad sobre el suelo, una mancha oscura, que subía y volvía a bajar según las ondulaciones del terreno, sin dificultad; surcaba rauda y veloz los tramos llanos, saltaba las depresiones... y avanzaba directamente hacia ellos. En el acto levantó la mirada, intentando localizar el objeto que producía la sombra. El Sol le deslumbró y no consiguió una visión clara; sin embargo, pudo ver lo suficiente: un cuerpo oscuro de tamaño indeterminado, en forma de campana suspendida. Apenas tuvo tiempo de emitir un grito; luego la sombra se posó sobre él y ya no vio nada más.
El grito fue la primera advertencia que tuvo Al de que ocurría algo. Vio posarse la campana sobre Rene, y echó a correr hacia el helicóptero. No había tenido tiempo de llegar a él cuando también le dio alcance una sombra. Vio unas negras fauces abiertas sobre su cabeza y algo le rodeó y se cerró bajo sus pies. Sintió que le izaban un par de metros en el aire, luego se hizo una oscuridad absoluta.
Alargó la mano para palpar a su alrededor e intentó acercarse a la pared... Avanzó un par de pasos, pero no encontró ninguna pared. Tuvo la sensación de que el suelo se adaptaba de una forma misteriosa a los movimientos de sus pies, como si en cierto modo los movimientos se compensaran. Permaneció inmóvil durante un instante y luego se agachó, tratando de tocar el suelo... Sus manos se posaron sobre algo firme, pero elástico, como una tabla montada sobre muelles con bisagras. Pero era consciente de lo primitivo de esa comparación y comprendió que la realidad escapaba por completo a su capacidad de imaginación.
De pronto algo se movió, una luz parpadeó fugazmente, se oyó un sonido, que sin embargo quedó ahogado de inmediato, y antes de que consiguiera ver lo que era, algo comenzó a palpar su cuerpo. Sintió una leve punzada de dolor, tan breve que no hubiera podido decir con certeza si era real o no...
Veloces como el rayo se desarrollaban esos hechos a su alrededor, tierna, suavemente, pero con una inconfundible repercusión, sin limitar en lo más mínimo su libertad de movimientos, pero sin ofrecerle al mismo tiempo tampoco la menor posibilidad de rechazarlos.
«Es un test —se dijo—, un test como los que tuvimos que pasar, hace poco más de quince días, cuando entramos por primera vez en el parque de máquinas. Todo aquel que traspasa la barrera es sometido a estas pruebas... Eso está claro. Y cuando vuelve, debe pasar otra vez por las pruebas.»
En cualquier caso, aquella campana se diferenciaba bastante del vestíbulo desde donde les habían ido trasladando de celda en celda y habían recibido un trato relativamente brusco. Allí no ocurría nada desagradable, doloroso ni terrorífico... Estaba ante la perfección. Existía una similitud inconfundible entre ambos procesos, pero las primitivas condiciones del primero habían alcanzado allí una increíble superioridad técnica. En dos semanas el método parecía haber evolucionado desde su forma más primitiva hasta la perfección. Sin embargo, Al comprendía que eso no era posible de ningún modo. Aquel sistema altamente desarrollado también debía de haber existido antes, aunque no llegara a intervenir. Había delegado las tareas de seguridad en manos de otros mecanismos automáticos más sencillos, pero ésos habían quedado destruidos, y Al se encontraba ahora en manos de algo frente a lo cual se veía aún más impotente que ante los tests sufridos en la ciudad de las máquinas. Entonces habían sido declarados inofensivos. Las viejas máquinas se habían equivocado. Los tests habían dado un resultado erróneo. ¿Se equivocaría también el nuevo mecanismo? Y en caso contrario, ¿qué sería entonces de ellos?
Llegó el momento decisivo. Al no tuvo que esperar demasiado a que se dictara el veredicto, pero no supo de qué lado se había inclinado la balanza. Descendió aproximadamente un metro... Nuevamente pisó tierra firme... Comenzó a brotar del suelo un cilindro luminoso de una claridad cegadora... La campana se elevó y le dejó en libertad. La sombra fue difuminándose a lo lejos, y el cuerpo de metal macizo se perdió en la distancia, convertido en un puntito.
—¡Eh, Al! ¿Estás vivo?
Al se volvió. Rene estaba de pie detrás de él, exactamente en el mismo lugar donde le había atrapado la campana. Al tampoco se había apartado en absoluto de su anterior posición. Pero donde antes estaba el helicóptero, se había instalado ahora otra campana, mucho más grande que las que habían caído sobre él y Rene. Estaba hecha del mismo reluciente metal negro que ya conocían por haberlo visto en la puerta del mundo subterráneo, en la plataforma concéntrica de la base de la colina. Al se disponía a acercarse a ella, pero en ese momento el cuerpo, del tamaño de una casa, también comenzó a elevarse con la misma suavidad con que lo habían hecho los dos ejemplares más pequeños, y desapareció a toda prisa de allí.
—Ya empiezo a estar harto de estos sustos —refunfuñó Rene.
—Nosotros mismos lo hemos provocado con nuestras explosiones experimentales —comentó Al—. Tal vez son alérgicos a las explosiones. Para mí lo más interesante sería saber qué resultado arrojarán estos exámenes. Hasta el helicóptero ha sido puesto a prueba.
—Aparentemente todo sigue igual... Parecen seres pacíficos. Nos han dejado en libertad.
—Me extrañaría mucho que todo saliera tan bien esta vez musitó Al.
Escudriñaron la planicie vacía con una leve desconfianza. De pronto algo extraordinario sucedió exactamente en la dirección donde estaban mirando. La arena se levantó, como movida por algún extraño ser que quisiera incorporarse, y del suelo comenzó a emerger luego un cilindro negro. El cilindro fue alargándose hasta destacar sobre el desierto como una pequeña torre achatada perdida entre la arena.
3
En escasos minutos había variado por completo el estado de ánimo de los dos expedicionarios. Antes de aparecer las campanas de pruebas, les parecía tener ya el éxito en el bolsillo, como si sólo les faltara superar un par de irrelevantes obstáculos técnicos para poder alcanzar su meta. Pero ahora el otro bando había vuelto a tomar la iniciativa, y de una forma que en nada les aclaraba los motivos de su reacción.
—¿Qué significa esto? —preguntó Rene.
Al reflexionó unos instantes.
—Nos han examinado y han llegado a una conclusión. Ésa es la respuesta.
—¿Crees que esa torre negra ha brotado allí para nosotros?
—En cierto modo, sí. —Al tomó una decisión—. ¡Vamos a mirarla de cerca!
La sugerencia no gustó demasiado a Rene.
—Podría ser una trampa.
—Esa torre parece ofrecernos una posibilidad de llegar hasta abajo. Y eso es exactamente lo que queremos. Si su intención es cogernos prisioneros, secuestrarnos o hacernos cualquier otra cosa, ¿qué podemos hacer para evitarlo? ¿O acaso pudiste hacer algo contra esas campanas? —Hizo una pausa y esperó una respuesta, pero Rene aún vacilaba—. ¿Qué opinas? A mí me parece más bien una invitación de tipo amistoso. Yo al menos pienso aceptarla.
—La verdad es que no tienes ninguna posibilidad de saber si sus intenciones son buenas o malas. Tú mismo has reconocido que su manera de pensar es distinta de la nuestra.
—No lo niego. Pero, ¿crees que tiene sentido intentar penetrar de otro modo en el mundo subterráneo, dadas las presentes circunstancias? ¿Pretendes cavar una galería o hacer volar otra vez la hondonada? ¿Crees que eso sería más seguro?
—De acuerdo —dijo Rene, después de meditar un rato—. Adelante.
La marcha fue fácil mientras avanzaron sobre terreno firme, pero luego tuvieron que vérselas con la arena. Sus pies se hundieron en ella como si fuese nieve en polvo, pero a unos veinte centímetros de profundidad ya tocaban fondo y así consiguieron acercarse, lentamente, pero sin mayores dificultades, hasta las proximidades de la torre.
Ésta también estaba construida con la negra aleación reluciente, el mismo material del que estaban hechos todos los objetos procedentes de las regiones inferiores que habían tenido ocasión de ver hasta el momento. Parecía haber brotado directamente del suelo... pero cuando Rene intentó acercarse un poco, su pie se deslizó en una grieta rellena de arena que se abría entre la pared de la torre y el fondo de roca. Si no se hubiera apoyado con la rodilla, se habría hundido aún más. Al le alargó la mano y lo izó otra vez a la superficie.
—¡Uf! —exclamó Rene, asustado—. Aquí hay un pozo.
Al le guiñó un ojo con gesto de bienintencionada burla.
—Para bajar, te sugeriría que lo hiciéramos desde dentro de la torre, no por los lados.
Señaló una abertura que no habían advertido hasta el momento: un rectángulo de un metro y medio de altura y tres metros de un ancho abierto en la pared curva.
—Por mi parte, estoy de acuerdo —dijo Rene, resignado ya a su destino.
Al se dirigió hacia la puerta y allí se detuvo sorprendido.
—¡Mira, qué conveniente!
Del umbral había salido proyectada una rampa de acceso. La similitud de ese mecanismo con la rampa de acceso a la barca flotante era también evidente.
—Tengo la impresión de que estos autómatas han decidido calentar un poco el cuchillo antes de descuartizarnos —dijo Rene, con cómica desesperación.
Los dos juntos entraron agachados en la habitación. Ésta tenía la forma de un cilindro aplastado y estaba vacía. Una franja oblicua de paneles luminosos surcaba el techo, montados sobre unos bloques articulados que llamaron la atención de Rene.
Continuaba absorto en su contemplación cuando Al tropezó con él. La puerta corredera se cerró. Se desvaneció la luz del sol y el cuarto quedó iluminado sólo por la tenue luminosidad blanca de los círculos de luz. Entonces comenzó a ceder el suelo bajo sus pies. Se hundieron en las profundidades.
—Un montacargas —dijo Rene.
—¿Preferirías tener que bajar escaleras? —preguntó Al.
A medida que iban perdiendo peso, se les hacía más y más evidente la rapidez del desplazamiento. Aun así, les pareció increíblemente larga la espera hasta que comenzaron a notar una presión cada vez más fuerte bajo sus pies, señal de que el vehículo comenzaba a detenerse. Luego tuvieron la impresión de que se desplazaban otra vez hacia arriba. Sólo al abrirse la puerta deslizante comprendieron que era una ilusión.
Reconocieron el lugar: estaban directamente encima de la plataforma que separaba los sótanos de la colina de las plantas superiores. Cruzaron la puerta y pudieron comprobar que el pozo por el que habían descendido estaba situado directamente encima de la depresión ovalada. Pisaron un zócalo cuya superficie conectaba con el suelo del montacargas y desde allí descendieron por una rampa en espiral hasta una plataforma situada cuatro metros más abajo. Sólo entonces descubrieron la puerta. La tapa inferior estaba levantada: tenían vía libre.
—Cada vez estamos más a merced de una voluntad desconocida —dijo Rene.
—Sólo podemos confiar que ésta no sea una fuerza destructiva —dijo Al—. Ya es demasiado tarde para volver atrás.
Cruzaron el umbral, preparados para cualquier posible sorpresa, y desaparecieron bajo el suelo. El vestíbulo parecía haber cambiado un poco desde su anterior visita. La tapa que cerraba el sótano tenía aspecto de nueva; antes era de un material gris, en cambio ahora estaba veteada de amarillo lechoso y marrón. El número de columnas que unían el techo con el suelo había aumentado muchísimo, y la visibilidad era muy reducida.
—Otra novedad —dijo Rene.
—¿Las columnas? —preguntó Al, que había seguido la dirección de la mirada sorprendida de su amigo.
—Su distribución. Es completamente irregular. Una distribución estática. En un momento podría citarte toda una serie de razones por las cuales esta distribución tiene menos posibilidades de derrumbarse que cualquier patrón regular. Me gustaría calcularlo.
—Pero no ahora, por favor —le rogó Al con sutil ironía; miró por el agujero—. ¡Yo me arriesgo!
Se sentó en el borde de la abertura y dejó colgar las piernas. Poco a poco fue agachándose con cuidado, buscó un punto de apoyo con las puntas de los pies y fue descansando gradualmente el peso sobre él. Le faltaba el suelo y Al tuvo que recurrir a toda su capacidad de concentración para descender de su estrecho soporte horizontal hasta un lugar situado a unos cuatro metros de profundidad, donde al menos podría descansar sin balancearse como un equilibrista sobre la cuerda floja.
Sólo entonces levantó los ojos hacia Rene, que iba avanzando a cuatro patas: parecía un número de circo... En lento descenso de saliente en saliente, el ejercicio parecía arriesgado, pero no fue eso lo que hizo subir la sangre a la cabeza de Al... La tapa se había cerrado sin el menor ruido. Habían caído en la trampa.
Rene encontró puntos de apoyo más seguros para sus codos, pies y asentaderas, y entonces advirtió el motivo de que Al se hubiera quedado tan atónito; él mismo tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse.
—Se ha cerrado la tapa. ¿Acaso no lo esperabas? —preguntó. —En realidad no debía sorprenderme. Pero no se me ocurrió pensar en ello.
Hasta entonces se habían movido en un medio aún conocido intelectualmente; un medio extraño, pero a cuyas particularidades podían aplicarse cánones humanos. Habían descendido unos cuantos metros y durante el descenso sólo habían percibido el aspecto sobrenatural de las inmediaciones más próximas. Pero ahora, cerrada ya toda posibilidad de volver atrás, tuvieron la clara sensación, no sólo física, sino también mental, de hallarse en un mundo distinto.
Estaban suspendidos de una especie de armazón que parecía componerse de un solo elemento de construcción: de aquellos bloques que ya les habían llamado la atención en el sistema de iluminación de la cabina del ascensor. Sin embargo, parecían ser bastante más que simples lámparas. Cada bloque tenía la forma de un cubo perfecto. Las superficies laterales eran inconcebiblemente lisas, a pesar de que no estaban vacías ni mucho menos. Al contrario: además de las láminas luminosas había diversas manchas más oscuras que parecían incrustadas en la superficie con tanta precisión como las anteriores, y también líneas: rectas y paralelas a los bordes, o bien formando círculos concéntricos en torno a las láminas circulares. Rene deslizó el dedo sobre la superficie lisa como el hielo de uno de los cubos y apretó. —Haz la prueba dijo.
Al, que no sentía un interés tan inmediato por los detalles, prefirió intentar hacerse una idea de conjunto. Todo el lugar estaba construido con esos cubos, que se alineaban como ladrillos, aunque sin formar paredes, sino una estructura llena de múltiples entrantes y salientes. Parecían estar unidos por un sistema muy resistente, hasta el punto de que la fuerza de gravedad no influía para nada en su distribución. Varios cubos contiguos formaban largas columnas de las que partían ramales laterales, unidos a veces con otras torres de cubos, aunque en ocasiones también acababan en el vacío. En algunos casos las columnas sostenían grandes bloques de cubos ordenadamente superpuestos. Tampoco había paredes, ni suelo: la habitación se extendía en las tres dimensiones. Sobre las caras descubiertas de los cubos lucían unas láminas, cada una de las cuales emitía sólo un débil destello, aunque todas juntas llenaban la habitación de una luz mate y uniforme, incorpórea y sin sombras, un fluido turbio y lechoso que llenaba los intersticios.
Y el conjunto no estaba quieto y callado, sino que toda la estructura parecía conmovida por una curiosa agitación y, ora más próximos, ora más remotos, se oían chirridos, chasquidos, crujidos, gorgoteos, repiquetees y zumbidos.
Sólo entonces siguió Al la sugerencia de Rene. Palpó una de las caras de un cubo próximo a él y de inmediato comprendió lo que quería indicarle su amigo.
—Estos dibujos significan algo —dijo—. Aquí hay una zona más caliente..., y aquí se nota una vibración.
—Parecen ser órganos... que emiten no sólo luz, sino también sonidos, calor y vete a saber cuántas cosas más.
—Y que seguramente les sirven también para captar sensaciones —añadió Al—. ¿Crees que pueden tener incorporados unos transmisores que comuniquen la información a otros puntos?
—Yo más bien diría que la información pasa de un cubo a otro. —Volvió a examinar detenidamente el dibujo de la superficie del cubo y señaló dos puntos más claros—. Éstos podrían ser los puntos de contacto.
—Luego, nos están observando —comentó Al—. Los mástiles con los objetivos esféricos eran inofensivos en comparación con esto. —Alargó la mano para coger un cubo y lo sacudió—. Parece increíblemente fuerte. No se ha movido en absoluto.
—Al menos no tendremos que preocuparnos de que todo el tinglado se hunda bajo nuestro cuerpo.
Al ya se había desentendido de los cubos.
—¿Y si intentáramos una pequeña escalada?
—Si no hay más remedio...
Al buscó un camino, como un escalador estudia una ruta difícil sobre la ladera, y luego comenzó a trepar. La escalada resultó sorprendentemente fácil, pronto lograron establecer un ritmo satisfactorio y ya no lo abandonaron.
—¿Crees que esto continúa indefiniblemente? —preguntó Rene al fin.
—No —respondió Al—. En algún lugar debe de haber otras cosas. El centro de control, por ejemplo.
—¿El cerebro? Me temo que estás pensando en términos demasiado humanos. ¿Por qué habían de tener todas las funciones mentales concentradas en un lugar concreto? ¿Porque así suele ocurrir en los seres vivos orgánicos? Eso ya quedó superado hace tiempo; incluso en la Tierra hemos conectado todos los cerebros electrónicos a través de grandes distancias. Imagínate qué no habrán conseguido aquí. Yo más bien diría que cada uno de estos cubos es una parte igualmente importante del conjunto. En ese caso, nuestras pesquisas serán inútiles.
—Es posible que todo lo que dices sea cierto. Pero, aun así, tiene que haber otras cosas. A mi entender, este sistema tiene su origen en los autómatas de la ciudad mecanizada. Su finalidad no puede agotarse en sí misma. Tiene que cumplir una función. Y estoy convencido de que la cumple a la perfección.
Rene dobló por un trecho de pared escalonada, que parecía una escalera deforme. Los infinitos puntos de luz parecían reagruparse en nuevas filas y dibujos a cada paso que daban. Había momentos en que toda la habitación parecía formada sólo por puntos oscilantes de luz.
—¿Cuál podría ser esa función? —preguntó Rene, que había llegado a un trecho horizontal donde poder tomarse un reposo—. Desde luego, no puede ser la función habitual de este tipo de máquinas, o sea, cuidar de los hombres. Te has equivocado si creías poder encontrar aquí algún rastro de los últimos habitantes de este planeta... Supongo que ahora lo comprendes. Aquí no hay ninguna señal humana. Esta estructura no está adaptada en absoluto al uso de los hombres. ¿Qué clase de función tendrá, pues?
Al también se había sentado. El esfuerzo de la escalada le había hecho sudar copiosamente.
—¿Qué clase de función? —repitió—. Reconozco que la situación es contradictoria, pero estoy convencido de que todo debe tener una explicación lógica. Simplemente, aún no hemos logrado examinar la situación de manera consecuente. Tenemos que encontrar algo que nos indique la pista a seguir.
—Pero, ¿qué quieres buscar?
Al estuvo silbando un rato por lo bajo, sin decir palabra; luego declaró:
—Al menos nos falta encontrar una cosa: las figuras en forma de flores en ese largo pasillo. Las orquídeas en sus cajas. Debe existir una razón de peso para que la película del laboratorio de historia acabara justamente allí. Tal vez ahí esté la clave del enigma.
Rene no compartía la confianza de Al.
—Para serte sincero —dijo—, ya empiezo a estar harto de este lugar. No resisto más. ¡Esta armazón, este aire, esta luz!
Tengo la sensación de que me espían.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Al, decepcionado.
—¡Volvamos atrás! —sugirió Rene.
—La tapa está cerrada... ¿Cómo esperas poder escapar?
—Volverán a abrirla, Al. ¿Para qué iban a detenernos? Seguro que nos dejarán salir.
Cerró los ojos para no verse obligado a seguir mirando el desconcertante juego de luces.
—Desde luego, Rene —dijo Al, en tono tranquilizador—. Es evidente que sus intenciones no son malas. Yo también creo que saldremos sanos y salvos de aquí. Pero, por otra parte, seguro que no actúan sin tener sus motivos. ¡Todo esto es demasiado razonable y organizado! Ha de tener un sentido. ¿No podrías esperar a descubrirlo?
Rene aún no había conseguido recomponerse del todo, pese a sus esfuerzos.
—Este lugar es horrible. Cada minuto que pasa me resulta más horroroso. Yo también quisiera... ¡Pero no puedo evitarlo! Este espacio vacío me da vértigo. Estoy mareado...
Al comprendía lo que sentía su amigo. El lugar donde se encontraban no dejaba de ejercer también sus efectos sobre él. No era posible engañarse, por mucho que intentara darse ánimos.
Ponía todo su empeño en concentrar la mirada en puntos fijos próximos a él, pues los puntos luminosos comenzaban a relampaguear, a girar y a bailotear ante sus ojos cuando los dejaba vagabundear tan a lo lejos. A ratos tenía la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor, como si los puntos donde intentaba buscar apoyo comenzaran a ceder bajo sus pies y sus manos, como si nada estuviera fijo en su lugar.
—¿Tan mal te sientes? —preguntó—. Yo tampoco estoy demasiado bien. Pero quiero intentar aguantar hasta el final. Si quieres, Rene, puedes dejarme solo. No tienes más que desconectar. Yo continuaré por mi cuenta. ¿Qué te parece?
Rene estaba encaramado sobre una viga oblicua, y parecía la imagen misma de la vacilación. No alzó la mirada, pero movió negativamente la cabeza.
Al continuó su parlamento:
—Puedes graduar la intensidad de las sensaciones, si no quieres dejarme solo. Esta vez no hay reglas ni códigos de honor. Nadie se molestará si lo haces.
—No sigas hablando, Al —le rogó Rene.
Los dos permanecieron un largo rato sin pronunciar palabra. Luego Rene se incorporó.
—¿Te importaría pasar delante, Al? —dijo.
4
La distribución del espacio parecía obedecer a leyes distintas allí abajo; también el tiempo transcurría de otro modo. Cuando hicieron otra pausa y Al echó un vistazo a su reloj, pudo constatar que apenas llevaban veinte minutos en el subsuelo. En cambio, tenían la impresión de que ya había transcurrido medio día.
De pronto Al levantó la mano en señal de atención.
—¿No notas algo tú también?
Rene concentró todos sus sentidos... Golpeó los escalones sobre los que se habían tendido para comprobar su solidez.
—Esto parece más firme... Lo desconocido se ha calmado. ¿A esto te refieres?
—Sí.
—Bueno, eso sólo puede facilitarnos las cosas.
Rene no parecía intranquilo. Miró atentamente a su alrededor, e hizo el gesto de encogerse.
Al también lo había visto. Toda una hilera de cubos había empezado a moverse. Comenzaba a avanzar abriéndose paso entre las demás...
—Allí —gritó Rene.
Los cubos situados inmediatamente a su lado habían entrado también en movimiento. No era un simple desplazamiento, sino una serie de complicadas reagrupaciones, que sin embargo se lograba a base de deslizamientos de unos cubos junto a otros, de desplazamientos a lo largo de su superficie, siempre paralelamente a las aristas.
Incluso en esos momentos de máxima inquietud, Rene seguía experimentando una cierta admiración ante semejante sistema, capaz de transformarse por sí mismo, ante ese principio que permitía construir cualquier forma a través de un conjunto de elementos móviles de una máxima simplicidad.
Pero pronto los acontecimientos comenzaron a crearle mayores preocupaciones, sin darle tiempo de admirar la riqueza de la técnica. Los cubos se situaron directamente alineados, alteraron la forma de las paredes, formaron un suelo plano y un techo horizontal. Había aparecido una pequeña habitación en forma de cubo hueco, de unos cuatro metros de lado, y Al y Rene estaban de pie en el centro, bajo las miradas de millares de relucientes y despiadados ojos esféricos que les observaban desde el suelo, desde el techo y desde los cuatro costados.
Al cabo de un rato, transcurridos ya los primeros momentos de pánico, se dedicaron a examinar su prisión. No había mucho que ver, sólo seis superficies cuadriculadas. Cada cuadrado estaba igualmente provisto de instrumentos y líneas incrustadas, y todos tenían una superficie de veinticinco por veinticinco centímetros. La pared estaba formada por dieciséis filas de dieciséis cuadrados iguales. Eso era todo.
Una vez hubieron palpado y golpeado las paredes, después de aporrearlas y pegar el oído a ellas, no supieron ya qué hacer. Se sentaron en el suelo y esperaron...
Estuvieron esperando durante siete semanas.
Naturalmente no resistieron tanto tiempo seguido en su prisión. Uno u otro desconectaban de vez en cuando, para darse un respiro, pero siempre se quedaba uno de guardia. Desarrollaron una capacidad de resistencia que a ellos mismos les parecía increíble, pero no claudicaron. Con frecuencia hacían planes para acelerar los acontecimientos, pensaron en la posibilidad de volver a entrar por segunda vez, pero siempre llegaban a la conclusión de que sólo había una posibilidad: esperar. Y se armaron de paciencia.
Permanecieron largas horas sentados los dos juntos, discutiendo, contándose cosas, charlando y también estuvieron muchas horas callados, o acostados sobre el suelo, durmiendo.
Cuando entraban ya en la octava semana, por fin ocurrió algo. Su sorpresa fue tan grande que al principio no daban crédito a sus ojos y oídos. Primero comenzó a moverse una de las paredes: se desplazó lateralmente hacia la izquierda, lo cual en realidad no alteraba nada, pues los cuadrados que iban apareciendo por la derecha eran idénticos a los que desaparecían por la izquierda. Pero luego una sección de su mazmorra, de un metro de ancho, comenzó a proyectarse hacia atrás, hasta formar un cubo de un metro de arista.
—Soy vuestro defensor —dijo el cubo.
Al y Rene estaban tan desconcertados que no lograron pronunciar ni una palabra.
—Soy vuestro defensor —volvió a repetir la voz.
Parecía una voz humana normal, aunque sonaba con cierta vaguedad, que Rene sólo logró explicarse más tarde: se debía a que las ondas sonoras no procedían de una membrana, sino de sesenta y cuatro membranas distintas. El cubo estaba situado de manera que quedaban al descubierto sesenta y cuatro caras de los cubos que lo componían, y cada una iba provista de su vibrador, y cada vibrador iba modulando las mismas palabras al mismo ritmo.
Volvió a oírse la voz, la cual incluso logró comunicar algo tan humano como podía ser una cierta vacilación:
—¿No es ésa la palabra? ¿Defensor?
Rene por fin consiguió recuperar el habla.
—Todo ha comenzado —te dijo a Al.
—Sí, ahora empieza todo —ratificó su amigo.
—¿Eres un mensajero? —preguntó Al—. ¿Alguien desea ponerse en contacto con nosotros por tu mediación?
—Perdona —respondió el cubo—. Todavía no consigo comprender todo lo que decís. ¿Qué es un mensajero? Nadie quiere ponerse en contacto con vosotros. Yo soy el defensor.
Al miró a Rene, perplejo. Luego preguntó:
—¿Qué significa esto de que eres el defensor? No estamos en un juicio.
—Pronto seréis juzgados —declaró el cubo—, y yo me encargaré de vuestra defensa.
—¿Por qué van a juzgarnos? —preguntó Rene.
Las membranas expresaron sorpresa.
—¿No habéis vuelto para responder de vuestras faltas?
—No —dijo Rene—. No se nos había ocurrido.
—Teníamos entendido que ése era uno de vuestros principios éticos: el que comete una falta debe aceptar su responsabilidad. Es posible que no lo hayamos comprendido todo. Pero no importa. Seréis juzgados.
—¿Por qué, si puede saberse? —preguntó Al, aún sin comprender.
—Por vuestros delitos, como es lógico. —La voz volvió a sonar sorprendida—. Amenaza a la seguridad pública, destrucción de propiedad ajena, entrada ilegal, manejo de armas de fuego, contrabando, alteración del orden público, violación de la ley de protección contra la contaminación radiactiva, y sobre todo ciento veinte casos de lesiones graves y otros cuarenta y dos de asesinato, o tal vez sólo de homicidio. Eso aún está por dilucidar. A lo cual debemos sumar...
—¡Calla! —gritó Rene—. Es horrible. Cómo se os ha podido ocurrir...
Al le interrumpió.
—Rene, me temo que tiene razón. Todo lo que dice ha ocurrido sobre este planeta. Si se aplican las leyes terrestres...
Guardó silencio.
—Os ha sido concedido el derecho de ser juzgados según vuestras propias leyes, pero yo sugeriría que discutiéramos un poco esa acusación, caballeros.
—¿Cómo es que conocéis nuestro idioma?
—Hemos tomado nota de vuestras expresiones verbales, junto con los correspondientes gestos y microgestos, y las hemos estudiado detenidamente. Ésa es la razón de que se haya retrasado tanto la confección del sumario. Creo que ahora dominamos bastante vuestra lengua. Por desgracia, han aparecido algunas curiosas discrepancias en vuestra conducta que quisiéramos aclarar un poco.
—Humm. ¿Y cómo es que conocéis nuestras leyes?
—Sólo las conocemos de un modo fragmentario... Justamente en la medida en que han aparecido en vuestras conversaciones. Si queréis acogeros al derecho de ser juzgados según vuestras normas de justicia, tendréis que darnos mayores detalles. Luego comprobaremos la coherencia lógica de lo que nos hayáis dicho... y entonces podrá comenzar el proceso.
Al contemplaba fijamente los dieciséis ojos del autómata que miraban en su dirección.
—¿Quién nos asegura que podemos confiar en ti?
—Podéis examinar mis conexiones —respondió el cubo.
Una hilera de cubitos externos se desplazó y otra hilera de cubitos internos ocupó su lugar. Rene se inclinó a observarlos intrigado: algunos de los cubos interiores eran distintos de los exteriores. Tenían múltiples divisiones; las superficies laterales no llevaban ojos, ni membranas, ni otros órganos, sino que estaban divididas en diminutos cuadrados, algunos negros como los restantes, pero otros también blancos.
—Si quieres, puedo mostrarte una ampliación de los distintos conmutadores —dijo el autómata—. El blanco significa circuito abierto, el negro circuito cerrado. A lo mejor te gustaría hacer algunas pruebas. Dime qué capacidad de dispersión tiene la óptica de tus ojos.
—No te molestes —murmuró Rene, y parpadeó desconcertado en dirección a Al.
—No desconfiamos de tu mecanismo —dijo Al—, pero nos siguen observando —y señaló los círculos luminosos sobre las paredes que les rodeaban.
El autómata se movió. La hilera de cubitos del interior regresó a su antiguo lugar, la hilera exterior se acomodó sobre ellos, quedó recompuesta la lisa figura geométrica. Entonces volvió a oírse la voz difuminada pero clara: —En seguida lo arreglo.
Casi en el acto se apagaron todas las luces de las paredes. Sólo quedó el resplandor que desprendía el visitante automatizado. Éste parecía flotar ahora en el vacío, y el efecto era tan impresionante que Rene soltó un grito: —¡La luz, por favor!
—Perdón —dijo la máquina, y volvieron a encenderse los círculos de luz—. Todo está desconectado excepto la luz. ¿Listos para empezar?
—¿Podemos solicitar unos minutos para reflexionar a solas? —preguntó Al.
—Volveré dentro de cinco minutos —respondió el autómata, y desapareció de la forma habitual en aquel lugar: a través de la pared.
—Ahora sabemos cuál es nuestra situación —dijo Al—. Ello ofrece una explicación lógica de muchas cosas.
—¿Piensas seguir esta comedia? —inquirió Rene—. ¿Aún crees posible llegar a la meta en las presentes circunstancias? Al le dio una palmada en el hombro.
—Lo más importante es el contacto. Y ahora se nos ofrece. Primero podemos intentar sonsacarle algo al defensor. Y seguro que el juicio nos ofrecerá algunas experiencias interesantes. Y luego... Tengo un plan; escúchame bien. Participaremos sinceramente en el asunto. Nos informaremos exactamente sobre los artículos, las penas habituales y el procedimiento judicial, y se lo comunicaremos todo al defensor. Le diremos todo lo que quiera saber, sin faltar z la verdad..., excepto en un pequeño punto: ¡ni una palabra sobre el rayo sincrónico y todo lo relacionado con él! Es una suerte que no hayamos hablado de eso hasta ahora, al menos que yo recuerde; y, aun suponiendo que lo hayamos hecho, que no nos hayan comprendido. Aprovecharemos esta ventaja. Posiblemente sea la última oportunidad que nos quede.
—Es una locura —dijo Rene—. Pero colaboraré.
A los cinco minutos justos volvió a moverse la pared y apareció el defensor.
—¿Habéis tomado una decisión?
—Sí —dijo Al—. Nos someteremos a vuestra justicia. Os agradecemos que estéis dispuestos a juzgarnos conforme a nuestras leyes. Y aceptamos que tú te encargues de nuestra defensa. Pero aún tengo una pregunta: ¿hasta cuándo estarás a nuestra disposición?
—Hasta que acabe el juicio —respondió la voz membranosa.
—¿Y luego ya no? —preguntó Al.
La contrapregunta fue automática:
—¿Me necesitaréis también después?
—Podría haber una apelación. O más adelante podrían surgir nuevos elementos que modificasen la situación y exigiesen un nuevo juicio. Conque también te necesitaremos después.
—De acuerdo —respondió el defensor—. Estaré a vuestra disposición todo el tiempo que me necesitéis. Aunque me temo que no podré seros muy útil una vez dictada la sentencia.
Al permaneció aparentemente impertérrito, pero por dentro saltaba de alegría. Había ganado la primera baza. Desde luego, debía confiar en la rectitud del autómata. Y los autómatas suelen ser dignos de confianza.
—En ese caso, no hay ningún problema —dijo.
El defensor guardó unos segundos de silencio, como cuando había tenido que recomponer sus piezas. Luego dijo:
—Entonces me encargaré de vuestra defensa. Procuraré defenderos honradamente y haré todo lo posible por conseguir vuestra libertad... Aunque debo reconocer que vuestra situación es apurada. A partir de este momento no comunicaré ninguna información que me confiéis, a menos que cuente con vuestra autorización. Podéis confiar en mí. Decidme cuanto sepáis. Cuanto más sepa de vosotros, más posibilidades tendré de ayudaros. ¡Adelante!
La conversación duró ciento once horas, sin contar las pocas interrupciones. Después se dispusieron a presentarse a juicio.
El juicio
N° Reg.: 730214240261
Anexos: documentación acústica del número de registro
730214250397
Comparecen a juicio:
1. Nombre: Alexander Beer-Weddington, alias Al*
Número de registro: 12-3-7-87608 m*
Lugar de origen: Lima (Tierra)*
Fecha de la conjunción: 17-XII-122071*
Lugar de la conjunción: Lima*
Especificación: N.° Reg. 7308271600089
según datos proporcionados por el sujeto (sin comprobar)
2. Nombre: Rene Jonte-Okomura*
Número de registro: 12-3-6-61524 m*
Lugar de origen: Montreal (Tierra)*
Fecha de la conjunción: 9-III-122069*
Lugar de la conjunción: Montreal*
Especificación: N.° Reg. 7308271600090
* según datos proporcionados por el sujeto (sin comprobar)
Al y Rene están bajo custodia en las coordenadas 873362-873357/368523-368518/220867-220861. Serán juzgados según sus propias leyes bajo el N.° Reg. 7302148500629; en la medida de lo posible bajo las presentes circunstancias. En cualquier caso, se tolerarán algunas excepciones que se procurará reducir al mínimo. De acuerdo con las citadas regulaciones se ha separado de la unidad tres complejos de 64 unidades para cumplir las funciones de presidente del tribunal, fiscal y abogado defensor, respectivamente. A modo de testigos comparecerán los órganos de recepción, almacenamiento y transmisión de datos de la unidad. El sistema logístico hará las funciones de jurado.
Todas las declaraciones serán traducidas de forma simultánea a la lengua acústica de los acusados y se conservarán también en esa lengua. El documento resultante será entregado a los acusados o a sus representantes legales después del juicio, para su conservación. El contenido de las transcripciones en él consignadas deberá complementarse también con la correspondiente documentación acústica.
Escrito de la acusación:
El 6-VIII-122106 a las 10.04 hora local, un grupo de tres individuos saltó la muralla y penetró en el centro de la ciudad con ayuda de una cuerda. Al día siguiente, a las 2.56 horas, les siguió un segundo grupo de cuatro individuos provistos de una escala de cuerda de alambre. Los siete individuos fueron sometidos a los tests de rutina en el control exterior, en el momento inmediatamente posterior a su llegada, y quedaron registrados como organismos inteligentes con un alto nivel evolutivo. Ambos grupos circularon por la ciudad. No se observó nada desacostumbrado en sus movimientos, excepto el hecho de poner en funcionamiento algunas máquinas. Al tercer día de su llegada, los individuos del primer grupo entraron en la central y registraron todas las habitaciones. Al día siguiente por la tarde también llegó allí el segundo grupo y mató a un individuo del primero, sin dar tiempo a la intervención de los órganos de control. El próximo día, los dos individuos que aún quedaban del primer grupo causaron considerables destrozos en el centro de la ciudad, provocados por una manipulación errónea de los mandos. Los controles exteriores se vieron en la imposibilidad de intervenir, ya que los citados individuos habían desconectado previamente el sistema de seguridad. Mientras tanto, el segundo grupo emprendió la marcha desde las murallas y atravesó a toda prisa los terrenos de máquinas devastados hasta alcanzar el centro de la ciudad, donde se unió al primer grupo. Un individuo murió de forma aún no aclarada durante el trayecto. La tarde de ese mismo día, los cinco individuos se adentraron hasta la frontera interior de control. Los dos acusados permanecieron allí hasta momentos antes de producirse la explosión; sus compañeros, en cambio, se alejaron rápidamente del lugar. Éstos se apropiaron luego de un proyectil provisto de una cabeza de neutrones y de una plataforma móvil de lanzamiento y los trasladaron hasta la frontera del círculo interior. Los cinco se reunieron allí y dispararon el proyectil contra el centro de mandos. Ello provocó la total destrucción de la ciudad. Además las vibraciones se transmitieron también hasta las plantas subterráneas, causando la muerte a cuarenta y dos personas e hiriendo a otras ciento veinte. Hasta la fecha no habíamos podido averiguar qué fue de los cinco individuos. En un primer momento, supusimos que habían sido víctimas de su propia imprudencia, pues permanecieron dentro del radio de acción de la bomba.
Catorce días más tarde, tres individuos cruzaron el círculo preventivo que habíamos reconstruido a resultas de esos acontecimientos, como doble medida de seguridad. Todavía no se ha conseguido dilucidar cómo pudieron atravesar la primera barrera, la pantalla protectora con que habíamos recubierto todo el planeta. Los resultados del test evidenciaron que se trataba de dos de los individuos cuyas acciones desencadenaron la catástrofe. El tercero resultó ser una máquina semiautomática, que servía de transporte aéreo a los otros dos. Al principio supusimos que habían vuelto para entregarse a la justicia. Por ello les facilitamos el acceso por el pozo, posibilidad que por lo demás aprovecharon, y los retuvimos para someterlos a un período de observación.
En consideración a que las máquinas y edificios destruidos eran material anticuado y ya inservible, renunciamos a sancionar su destrucción. Renunciamos igualmente a considerar los delitos formales u otras faltas que los acusados puedan haber cometido contra los de su misma especie. El delito del que hacemos responsables a los acusados es el de asesinato en cuarenta y dos casos y de lesiones graves en otros ciento veinte casos.
DEFENSOR: Nuestras leyes no prevén el caso de un contacto con inteligencias de otros mundos. Solicito que ante todo se demuestre si puede delinquir, contra unos seres vivos de una esfera, un ser procedente de otra esfera y que no posee ningún vínculo evolutivo, y mucho menos histórico, con los primeros. En caso negativo, solicito que la causa sea sobreseída y que mis representados sean puestos inmediatamente en libertad.
PRESIDENTE: En todo el espacio se condena el hecho de dañar o destruir a los complejos con un alto nivel de organización, y muy especialmente en el caso de seres vivos. La acusación se ha hecho, pues, al amparo de la ley.
DEFENSOR: Si el tribunal considera que la distancia física, un proceso de evolución distinto y la desconexión histórica no son un obstáculo para ejercer unos derechos frente a miembros del otro bando, entonces tampoco debe considerar esos hechos como impedimentos cuando se trata de cumplir con nuestras obligaciones. Existen suficientes pruebas materiales de que mis defendidos son humanos igual como los que tenemos a nuestro cuidado. Luego, sólo los propios humanos tienen derecho a juzgarlos, nosotros no podemos intervenir en esto. En consecuencia, considero que este juicio no es pertinente y exijo la inmediata libertad de mis defendidos. Por otra parte, y ya que debemos obediencia a los humanos, en adelante deberemos cumplir las órdenes de mis representados.
PRESIDENTE: En primer lugar, a diferencia de lo que ocurre con nuestro derecho a hacer justicia, nuestra obligación de prestar protección y obedecer a los humanos sólo hace referencia a la unidad histórica de la civilización de este planeta. En segundo lugar, es cierto que hasta el momento no hemos tenido necesidad de juzgar a ningún humano. Hasta ahora nuestra tarea se había limitado a dictaminar la culpabilidad o no culpabilidad y a fijar el grado de la pena, igual como hacen las instalaciones electrónicas de procesamiento de datos en el lugar de origen de los acusados. Si ahora nos decidimos a ampliar unilateralmente el alcance de nuestra competencia, lo hacemos teniendo en cuenta el interés de nuestros protegidos y como una prolongación lógica de nuestro programa; para evitarles cualquier molestia o perjuicio. Nos interesa hacer constar, no obstante, que esta respuesta no implica en absoluto que aceptemos la opinión del defensor en el sentido de que los individuos detenidos sean hombres. Además, la cuestión es irrelevante, toda vez que hemos decidido juzgar a estos seres conforme a sus propias leyes. Hemos examinado esas leyes... y las aplicaremos a pesar de toda una serie de insuficiencias. Luego, sean robots, máquinas o cualquier otra cosa, serán rectamente juzgados de acuerdo con sus propias leyes.
DEFENSOR: Debo hacer constar el hecho de que las leyes que se aplicarán en este caso están desfasadas. En la Tierra no se ha celebrado ningún proceso por asesinato desde hace decenas de miles de años.
PRESIDENTE: Sin embargo, esas leyes siguen vigentes en la Tierra, y por tanto conservan toda su validez para el juicio. Aun así, concedemos a los acusados la libertad de ser juzgados según las leyes de este lugar. Si el defensor no tiene otras objeciones, podemos iniciar la presentación de pruebas. El fiscal tiene la palabra.
FISCAL: Acusado Alexander Beer-Weddington, explícanos las razones que te trajeron a este planeta.
AL: En realidad se trata de una competencia. Intentamos localizar planetas. Todo aquel que explora un planeta tiene derecho a bautizarlo con su nombre.
FISCAL: ¿Qué significa «explorar»?
AL: Es preciso presentar una descripción documentada del organismo más evolucionado.
FISCAL: ¿Ese organismo debe ser secuestrado, muerto o herido?
AL: No. No tendría sentido establecer una regla de ese tipo, ya que nunca encontraríamos seres inteligentes con vida. Sólo sus huellas.
FISCAL: ¿Por qué practicáis este juego? AL: Para pasar el rato.
FISCAL: Sin embargo, ha de tener algún significado. ¿Sabes algo al respecto?
AL: En otros tiempos, durante la era atómica e incluso después, los científicos intentaban localizar planetas desconocidos y los exploraban detenidamente; los seres vivos más desarrollados eran objeto de particular atención. El planeta recibía entonces el nombre del jefe de la expedición. Creo que ése debió ser el origen del juego.
FISCAL: ¿Cómo os desplazáis por el espacio? AL: Me niego a contestar a esa pregunta. FISCAL: ¿Cómo se os ocurrió la idea de visitar nuestro planeta?
AL: Dos amigos míos, Don y Jak, lo descubrieron por el telescopio. Resultaba muy seductor tener ocasión de explorar una región que se asemeja extraordinariamente a nuestra Tierra. FISCAL: ¿Por qué vinisteis en dos grupos separados? AL: Se trataba de llegar los primeros a la meta. Eso añadía interés a la búsqueda.
FISCAL: ¿Qué ocurrió después de vuestra llegada? AL: Entramos en la ciudad y exploramos el lugar... durante algunos días.
FISCAL: Ya estamos informados de vuestras actividades dentro del recinto amurallado. ¿Por qué destruisteis buena parte de las máquinas?
DEFENSOR: Me opongo a esa pregunta. Se ha renunciado a sancionar los daños causados en el parque de máquinas ya inservibles.
PRESIDENTE: Aceptada la objeción.
FISCAL: Un día antes de cometerse el delito, el grupo que llegó en segundo término a la zona interior de la ciudad atacó por la espalda a sus compañeros, que en esos momentos estaban ocupados explorando la central, y mató a uno de ellos. El asesino, cuyo disparo causó la herida mortal, es el acusado Rene.
DEFENSOR: Me opongo. Aquí no estamos juzgando los delitos cometidos por los acusados contra los de su especie.
FISCAL: Es preciso tener en cuenta esta circunstancia, pues de ella se desprende claramente que los elementos inconscientes, aquellos que no tenían la menor consideración ni siquiera por sus propios compañeros, formaban parte del segundo grupo, esto es, del grupo dirigido por los dos acusados.
PRESIDENTE: Queda rechazada la objeción.
FISCAL: ¿Por qué atacasteis a vuestros compañeros?
AL: Rene y yo no estábamos de acuerdo con este ataque. Nos opusimos a ello.
FISCAL: Pero no os negasteis a tomar parte en el mismo.
AL: Don era el jefe. Habíamos acordado que seguiríamos sus órdenes.
FISCAL: Un ataque con intenciones asesinas va mucho más allá de los límites de un simple juego. ¿Era corriente en esos juegos atacarse unos a otros e incluso matar a los contrincantes?
AL: No. Normalmente no ocurrían esas cosas. Pero Jak ya nos había disparado antes con cañones, cuando intentábamos penetrar por primera vez en el recinto interior, y ello nos obligaba a responderle con medidas parecidas.
FISCAL: De momento daré por buena esta versión. Aun así, obrasteis mal: respondisteis a una infracción con otra infracción, sin pensar que ello no elimina la injusticia, sino que sólo sirve para duplicarla. ¿Qué os hubiera ocurrido en caso de haberos negado a participar en el ataque?
AL: Hubiera sido una cobardía. Tal vez no nos hubieran dejado seguir jugando.
FISCAL: Y, por tanto, preferisteis cometer un asesinato. Ruego se tenga especialmente en cuenta la perversidad que ello demuestra por parte de los acusados. Los días anteriores a la fecha del delito y también ese mismo día todos se acercaron a la entrada inferior. Los dos que aún permanecían allí momentos antes de estallar la bomba eran los dos acusados. ¿Qué buscabais allí?
AL: Sólo queríamos echar un vistazo.
FISCAL: ¿Vuestra permanencia en la zona inferior de acceso estaba relacionada con vuestro propósito de localizar a los seres vivos más evolucionados de este planeta?
AL: Sí.
FISCAL: Esta declaración es particularmente importante, a mi entender, pues contradice una posible excusa de los acusados en el sentido de que no podían saber que había seres humanos en las profundidades del lugar de la explosión. Al atardecer de ese mismo día os reunisteis todos junto a la muralla y lanzasteis el proyectil asesino. ¿Por qué hicisteis ese disparo?
AL: Jak quería averiguar qué se escondía debajo de la colina.
FISCAL: ¿Sabía que allí abajo había seres humanos?
AL: No.
FISCAL: ¿Consideró esa posibilidad?
AL: No lo sé.
FISCAL: ¿Sabías o sospechabas que allí abajo vivían seres humanos? Recuerdo que antes, cuando te he preguntado por el motivo de que te adentrases hasta la entrada de la región subterránea, has reconocido que eso estaba relacionado con tu deseo de encontrar a los seres vivos. Luego, ¿sabías o intuías que allí abajo había seres humanos?
AL: No lo consideraba imposible.
FISCAL: Luego, ¿también eras consciente de que el disparo podía herir o matar a esos seres?
AL: Rene y yo no tuvimos nada que ver con eso. Hicimos todo lo posible por disuadir a nuestros compañeros.
FISCAL: Lo que dices es falso. Os limitasteis a solicitar una prórroga porque aún deseabais examinar algunas cosas en la central y, sobre todo, porque también estaba en juego vuestra propia vida. ¿Intentasteis hacerles ver el aspecto moral de la cuestión?
AL: No.
FISCAL: ¿Hubierais corrido algún peligro de haberlo hecho?
AL: No.
FISCAL: Gracias, no tengo más preguntas.
PRESIDENTE: El defensor tiene la palabra.
DEFENSOR: Quisiera hablar otra vez del juego. ¿Recibisteis alguna preparación especial para participar en él, una preparación científica, por ejemplo?
AL: No.
DEFENSOR: ¿Se requiere algún aprendizaje para participar en él? ¿La participación está sometida a algunas condiciones o exigencias previas?
AL: No.
DEFENSOR: Es decir, que todos cuantos lo deseen pueden trasladarse a otro cuerpo celeste sin ningún tipo de preparación.
AL: Así es.
DEFENSOR: ¿Y ello no supone un gran peligro para los participantes? ¿No mueren muchos de los vuestros por simple ignorancia?
AL: Desde luego, hay accidentes.
DEFENSOR: Cuando tú y Rene os dirigíais a toda prisa desde la muralla hasta el centro de la ciudad, en compañía de Don y Katia, ahora ausentes, la tarde del día de autos, tuvisteis que hacer frente a algunos peligros. Katia cayó víctima de uno de esos sucesos, un desbordamiento de melasas de celulosa. Creo que ello podría ser un ejemplo de ese tipo de accidentes. ¿Qué hicisteis cuando ello ocurrió?
AL: Nada. Teníamos prisa.
DEFENSOR: Creo poder encontrar un denominador común a todas estas declaraciones, el cual me lleva a afirmar que la sociedad de los acusados conceptúa la muerte violenta de un modo muy distinto a nosotros. Y pasando a la cuestión de las formas de vida, que nos ofrecen nuevas perspectivas para considerar los hechos aquí expuestos, éstas pueden consultarse en el archivo, número de registro 730694330011. Me limitaré a citar algunos aspectos esenciales. ¿En qué ocupáis vuestras vidas?
AL: Hay bastantes cosas que permiten pasar el rato. En primer lugar, tenemos las películas de experiencias vividas y los juegos automáticos. Charlas, conversaciones y fiestas. Luego también está el arte: el caleidoscopio, las salas plásticas, la laloglosia, la música estereofónica, el órgano de perfumes, y cosas por el estilo... Además, todo el mundo tiene acceso a los archivos. Allí está recogido todo lo que ha sucedido en el pasado, toda la historia, todos los descubrimientos y teorías científicas, la jurisprudencia, la filosofía, todo lo que se ha conseguido saber hasta el momento sobre el espacio que nos rodea.
DEFENSOR: ¿Os dedicáis a la ciencia o a los pasatiempos?
AL: No comprendo... Sólo nos dedicamos a la ciencia como un pasatiempo.
DEFENSOR: ¿Hay especialistas entre vosotros? ¿Me refiero a personas que hayan alcanzado especiales conocimientos en cualquier campo?
AL: Sí, algunos tienen intereses especiales.
DEFENSOR: ¿Cuáles son tus intereses especiales?
AL: Oh, nada extraordinario. El canto estereofónico. Los antiguos relatos sobre los pioneros. En el terreno de las ciencias: la evolución de los animales. Darwin y esas cosas.
DEFENSOR: ¿Tu amigo Rene tiene también algún interés especial?
AL: Que yo sepa... le interesa la plástica dinámica, los acertijos físicos y químicos.
DEFENSOR: Volvamos ahora a vuestra permanencia aquí. ¿Por qué vinisteis tan poco equipados?
AL: Así lo establecen las reglas del juego. De este modo ninguno tiene ventaja con respecto a los demás. No nos está permitido emplear herramientas capaces de modificar algo en el planeta desconocido. Sólo podremos hacer uso de las que encontremos allí.
DEFENSOR: Muy interesante. ¡Ahora comprendo lo que ocurrió cuando pretendíais penetrar en el interior de la ciudad a través del puente!
FISCAL: Me opongo. No existen pruebas sobre lo ocurrido fuera de las murallas de la ciudad, y esos hechos no pueden influir, por tanto, en este proceso. Lo digo sólo para lograr que la vista se desarrolle del modo más claro y racional posible.
DEFENSOR: El ataque que sufrió el grupo, al que también pertenecían los dos acusados, demuestra que cuando éstos atacaron al primer grupo, más tarde, sólo se estaban tomando una revancha justificada, lo cual desmiente la conclusión del fiscal, quien deducía de ello una perversidad fuera de lo común por parte de los acusados con respecto a sus semejantes.
PRESIDENTE: ¿Existen otros testigos de estos hechos, además de los dos acusados?
DEFENSOR: No.
PRESIDENTE: En ese caso queda aceptada la objeción del fiscal.
DEFENSOR: Cuando los cinco supervivientes se reunieron el día de autos en la sala de observación de la central, se produjo una reorganización de los grupos. ¿Puedes explicarnos a qué fue debida?
AL: Rene y yo no queríamos seguir participando en el juego.
DEFENSOR: ¿Renunciasteis con ello a la posibilidad de ganar todavía el premio?
AL: Sí.
DEFENSOR: ¿Por qué? ¿Habíais decidido perseguir otro objetivo?
AL: Sí. Habíamos llegado a la conclusión de que los habitantes de este planeta debían de haberse parecido mucho a nuestra propia raza. Queríamos averiguar qué había sido de ellos.
DEFENSOR: Pensabais en algo malo, algo que hubiera podido perjudicar a esos hombres?
AL: No.
DEFENSOR: ¿No sería más bien que el proyectil que pensaban disparar Jak, Don y Heiko os impedía satisfacer vuestros deseos?
AL: Sí, por eso nos opusimos a que lo disparasen.
DEFENSOR: ¿Por qué no os opusisteis de forma más enérgica?
AL: Don y Jak habían descubierto este planeta... En cierto modo era suyo. Por otra parte, lo que nosotros deseábamos hacer era realmente un poco desusado... Todos se hubieran puesto en contra nuestra, también en nuestro lugar de origen.
DEFENSOR: ¿Podríamos decir tal vez que antepusisteis el compañerismo y la costumbre aceptada a vuestros intereses personales?
AL: Sí.
DEFENSOR: Gracias. Ya he terminado.
PRESIDENTE: El fiscal tiene la palabra.
FISCAL: Acusado Rene Jonte-Okomura, ¿tienes algo que alegar a los hechos tal como han quedado expresados en el escrito de la acusación y a través de las declaraciones del acusado Alexander Beer-Weddington? ¿Deseas rectificar o ampliar algún punto?
RENE: No hicimos nada prohibido.
FISCAL: ¿Son correctas las declaraciones de tu amigo Al?
RENE: Sí.
FISCAL: ¿Estabas presente cuando fue disparado el proyectil?
RENE: Sí.
FISCAL: ¿Intentaste hacer algo para impedirlo?
RENE: Sí. Era una perfecta insensatez. Estábamos demasiado cerca del lugar de la explosión. Así se lo dije a Jak.
FISCAL: ¿Fue ése el único motivo de tu oposición?
RENE: ¿A qué se refiere?
FISCAL: ¿No consideraste la posibilidad de que la explosión pudiera herir o matar a los seres vivos que habitaban en las plantas subterráneas?
RENE: No.
FISCAL: Gracias.
PRESIDENTE: El defensor tiene la palabra.
DEFENSOR: En tu lugar de origen te dedicabas a resolver acertijos físicos y químicos. ¿Qué es eso?
RENE: Hay algunos problemas interesantes... Creación de fenómenos ópticos u obtención de materias químicas. En vez de confiar el trabajo a los autómatas, uno lo resuelve todo por sí mismo.
DEFENSOR: ¿Eres un experto en temas de física y química?
RENE: Entiendo un poco.
DEFENSOR: Sabes lo suficiente como para poder determinar si un obstáculo técnico será fácil o difícil de superar.
RENE: Sí.
DEFENSOR: ¿Tuvisteis grandes dificultades para penetrar en la ciudad?
RENE: No fue demasiado difícil.
DEFENSOR: Teniendo en cuenta que no contabais con ningún medio aparte de una escala de cuerda... ¿Lo lograsteis rápidamente, o no?
RENE: Bastante rápido.
DEFENSOR: Hablemos ahora de las armas. ¿Os fue difícil encontrarlas?
RENE: No, en absoluto. Las armas del torreón junto al puente estaban a la vista. En cuanto al proyectil, no lo sé, pero Jak, Don y Heiko consiguieron montar uno en un plazo sorprendentemente breve.
DEFENSOR: ¿Os fue difícil utilizar las armas?
RENE: En absoluto. Al contrario, fue lo más sencillo del mundo.
DEFENSOR: ¿Lo dices sólo desde tu punto de vista de persona que domina un poco las cuestiones técnicas, o también fue así en el caso de tus compañeros?
RENE: Tampoco ellos tuvieron mayores dificultades. El proyectil fue aún más fácil de disparar que los viejos lanzagranadas.
DEFENSOR: Gracias. Eso es todo.
PRESIDENTE: Ahora podemos oír a los testigos de la acusación. El fiscal tiene la palabra.
FISCAL: Los hechos expuestos en el escrito de la acusación quedan patentes en la grabación. No llamaré a ningún testigo.
PRESIDENTE: El defensor tiene la palabra.
DEFENSOR: Quisiera volver sobre algunos hechos cuya relación con la causa aún no se ha establecido, o al menos no con la suficiente claridad. Son hechos que están registrados.
PRESIDENTE: El archivo está a disposición de la sala.
DEFENSOR: ¿Qué medidas se habían adoptado para la protección de las personas que murieron en el subterráneo?
ARCHIVO: La capa de aire comprimido les protegía contra la caída de meteoritos.
DEFENSOR: ¿Esa capa llegaba hasta el suelo?
ARCHIVO: No. Dejaba libre un margen de unos dos metros de altura.
DEFENSOR: ¿Por qué?
ARCHIVO: Cuando se produjeron las caídas de los meteoritos aún había habitantes de la ciudad que de vez en cuando deseaban visitar personalmente las zonas verdes de las afueras.
DEFENSOR: ¿Por qué no se completó la capa protectora cuando los hombres dejaron de salir de sus casas?
ARCHIVO: No era necesario.
DEFENSOR: ¿La muralla de la ciudad y el espejismo de la antigua fortaleza pueden considerarse medidas de seguridad?
ARCHIVO: No. Fueron obras de restauración, realizadas para recuperar la imagen histórica.
DEFENSOR: ¿Cualquiera podía entrar libremente en la ciudad antigua?
ARCHIVO: Sí..., excepto por los tests de rutina.
DEFENSOR: En su momento, esas pruebas rutinarias fueron establecidas sólo como un sistema de registro, cuando las máquinas aún estaban atendidas por ingenieros humanos. Luego no existía la más mínima medida de seguridad. ¿Cómo estaba protegida la planta subterránea?
ARCHIVO: Con una tapa de carburo de circonio.
DEFENSOR: ¿Nuestro automatismo estaba conectado con los órganos de recepción y control del parque de máquinas?
ARCHIVO: Sí.
DEFENSOR: ¿Se registró la entrada de los acusados y sus movimientos?
ARCHIVO: Sí.
DEFENSOR: De su conducta, y en particular de las destrucciones ocasionadas el último día, en un claro atentado contra la integridad de la ciudad, hubiera podido deducirse que las plantas subterráneas también estaban en peligro. ¿Por qué no se adoptó ninguna precaución?
ARCHIVO: El programa no preveía ningún ataque en las regiones superficiales. El automatismo sólo puede incorporar los hechos una vez producidos. Sólo entonces puede modificarse el programa.
DEFENSOR: Luego debo constatar que, aparte de la tapa que cerraba el sótano, no existía ninguna protección contra las acciones de seres inteligentes procedentes de fuera. ¿Por qué no existía esa protección?
ARCHIVO: Los hombres se habían vuelto pacíficos. Las máquinas y los autómatas llevan controles incorporados. La evolución biológica había quedado descartada, pues habíamos esterilizado el planeta. La actuación de inteligencias procedentes del espacio interplanetario también estaba descartada, pues en los planetas vecinos no había vida, y ésta tampoco podía aparecer... ya que también los habíamos esterilizado. La acción de inteligencias procedentes del espacio interestelar parecía igualmente imposible, toda vez que nuestro sistema se compone de un único Sol aislado. Todos los soles rodeados de planetas, sobre los que podría haber seres vivos, están a más de cinco millones de años luz de distancia. Puesto que la materia no puede desplazarse a velocidades hiperlumínicas, la probabilidad de que seres extraños pudieran llegar a nuestro planeta resultaba lo suficientemente remota.
DEFENSOR: Eso es todo. Gracias.
PRESIDENTE: ¿Queda por oír aún algún testigo? ¿Desea preguntar algo el fiscal? En caso contrario, declaro cerrada la exposición del caso y ruego al fiscal que proceda a leer su informe.
FISCAL: Deseo hacer constar que la destrucción de formas de vida altamente organizadas, y sobre todo de seres vivos dotados de inteligencia, constituye un execrable delito en todo el universo. No cabe la menor duda de que también es así en el mundo de los acusados. En efecto, también sus leyes prevén los castigos más rigurosos para los casos de asesinato. Nada puede atenuar ni mermar la importancia de este hecho, ni tan sólo la invocación de reglas del juego, deber de obediencia, compañerismo y demás.
Los únicos atenuantes que se podrían considerar frente a la acusación de asesinato son la ignorancia o la coacción bajo amenaza contra la propia vida. Estoy en condiciones de afirmar que en nuestro caso no se da ninguno de estos dos supuestos.
Consideremos ante todo las excusas de los acusados amparándose en su deber de obediencia. Esa afirmación carece de toda base, pues ellos mismos han reconocido que las reglas del juego prohibían el uso de la fuerza, las lesiones, y con mayor razón todavía la muerte. Es evidente que ello no se aplica sólo a los participantes en el juego, sino también a los organismos y objetos con quienes, éstos entran en contacto. Prueba del carácter fundamentalmente pacífico del juego es el hecho de que a los participantes les está prohibido emplear cualquier instrumento que pudiera perturbar las condiciones del mundo en el que penetran. Los acusados no pueden escudarse, pues, en las reglas del juego. Al contrario, el hecho de que se saltaran tan alegremente esas reglas demuestra su poco respeto por la ley y la justicia, a lo cual debe sumarse su indiferencia ante la muerte de sus propios compañeros.
Consideremos ahora el argumento de la ignorancia. Este aspecto queda descartado de entrada, ya que todo el juego consistía en localizar a los seres vivos más desarrollados, al parecer una reminiscencia de los tiempos en que la investigación no era una diversión, sino una tarea seria. Luego, la explosión sólo podía tener esa finalidad. Los acusados sabían perfectamente que no conseguirían penetrar la tapa del sótano de otra forma, y por ello intentaron doblarla o romperla a través de una explosión, sin arredrarse en lo más mínimo ante la idea de que con ello podrían dañar o destruir otras vidas.
Y entrando ya en el último argumento posible, la coacción irresistible, también queda descartado tras la declaración de los acusados en el sentido de que sus vidas no habrían corrido ningún peligro caso de haberse opuesto a la acción. Simplemente, no intentaron oponerse de forma decisiva a la mortal explosión. Si alegan razones de compañerismo, debemos responderles que en ese caso también tendrán que arrostrar las consecuencias de ese tipo de compañerismo. Aquí no se trata de averiguar en modo alguno quién disparó realmente el proyectil, sino quién intervino en los preparativos, pues el disparo del proyectil fue sólo una acción secundaria. Y los acusados participaron en esos preparativos en la misma medida que sus compañeros, que desgraciadamente no comparecen hoy ante juicio. Así lo demuestra su actuación y, sobre todo, también el hecho de que permanecieran cerca del acceso a las plantas subterráneas hasta momentos antes de la explosión. Incluso les considero todavía más culpables que los otros participantes, pues parecían haber comprendido mejor que debajo de la tapa que cerraba el sótano podía haber seres vivos.
Tengo el deber de demostrar la culpabilidad de los acusados. Así lo he hecho, y no me cabe la menor duda de que el incorruptible mecanismo del sistema logístico será necesariamente de la misma opinión. Es indiscutible que los acusados deben ser declarados culpables de cuarenta y dos asesinatos y ciento veinte casos de lesiones graves. Su delito merece ser castigado con la pena máxima que establecen sus leyes: la pena de muerte.
PRESIDENTE: Ruego al defensor que proceda a exponer su resumen de los hechos.
DEFENSOR: Una de las tareas del defensor es buscar y exponer todas las circunstancias que puedan actuar como atenuantes de la acción del acusado. En este caso no me será difícil cumplir esta tarea; muy al contrario, los argumentos contra la acusación del fiscal son evidentes casi por sí solos. Tal es su alcance, que el conjunto de la acusación pierde todo fundamento y me veo obligado a solicitar no una pena más leve, sino la plena absolución de mis defendidos.
Para demostrarlo deberé extenderme un poco sobre su forma de vida. Prescindiré del hecho de si debemos considerarlos seres humanos iguales a los que tenemos la misión de proteger y cuidar en nuestro planeta. Aun así, sin duda se me permitirá establecer comparaciones, y en ese caso yo diría que su situación puede caracterizarse perfectamente por analogía con la fase que alcanzaron los habitantes de este planeta cuando habitaban las casas con jardín del círculo exterior. Todas las tareas ya se habían cumplido, todas las metas ya se habían alcanzado, todos los conocimientos ya se habían logrado varios miles de generaciones atrás. Sólo les restaba dedicar su vida al arte, a charlar, a divertirse. Ya no se dedicaban a ninguna tarea material, no tenían necesidad de preocuparse de conseguir alimentos ni vestido, de encontrar calor y abrigo, no tenían que trabajar, ni que investigar, ni que luchar.
Esta situación sólo se diferencia en un aspecto de la de los acusados; a saber: por la posibilidad de hacer viajes interestelares. Desde luego, estos viajes no se realizan como expediciones científicas, sino de la manera despreocupada que constituye su única forma de vida conocida. Recorren mundos desconocidos exactamente como si fueran niños, sin saber muy bien por qué lo hacen en realidad. Como es lógico esperar en estas circunstancias, se producen accidentes... Accidentes mortales. Pero estos hombres ya han perdido el instinto de asustarse ante esos peligros, de prevenirlos. Los aceptan como otros tantos puntos negativos en un juego, como efectos de la mala suerte, como simples averías. Así lo demuestra claramente su conducta.
¿Qué actitud tienen entonces estos seres ante la muerte ajena? Nunca se han visto en la necesidad de tener que proteger vidas ajenas. De eso se ocupan sus autómatas. Se sienten libres de hacer lo que les venga en gana... Nunca ocurrirá nada grave, nadie sufrirá jamás el menor daño, nadie resultará herido y mucho menos muerto. ¿Cómo podemos reprocharles que ni siquiera cruzara su mente la posibilidad de impedir un daño? ¿Quién es el verdadero culpable? ¿Ellos, o más bien aquellos a quienes corresponde esa función? Los autómatas. Pronto volveré sobre este punto.
En cualquier caso, su comportamiento en este planeta se adecúa perfectamente al esquema descrito. Deambulan sin un objetivo fijo, y en más de una ocasión se ponen en grave peligro. Se apoderan de lo que les viene en gana, y si no pueden conseguirlo directamente se sirven de los medios que encuentran a su alcance. Intercambian disparos y lo consideran una diversión normal. Pierden a un compañero —sólo citaré la muerte de Katia— y aceptan el hecho sin alterarse demasiado. Simplemente, no lo comprenden. Y por fin topan con esa plancha que les impide alcanzar la meta buscada, y optan por la única solución que parece ofrecer garantías de éxito. Escogen esa solución a pesar de que con ello ponen en peligro sus propias vidas. Lo cierto es que no sabemos qué fue de ellos a partir del momento de la explosión; todos les habíamos dado por muertos. La aparición de Al y Rene constituyó una gran sorpresa para nosotros. No podemos explicárnosla. Tal vez guarde relación con su sistema de desplazamiento espacial, pero esto es algo que no podremos poner en claro, pues mis defendidos se niegan a declarar nada al respecto, y les asiste el derecho a guardar silencio.
En cualquier caso, todo ello deja bien sentado que la conducta de los acusados es ingenua e infantil. Todas sus acciones son sólo un juego para ellos. Son incapaces de distinguir entre juego y realidad. Las capacidades intelectuales que sin duda poseen están orientadas hacia fines irreales. Son incapaces de funcionar de manera autónoma. Y por lo que respecta a los delitos cometidos: no tenían conciencia de lo que hacían. No son responsables de sus actos; luego, deben ser absueltos.
Pero con ello no he acabado de demostrar la inocencia de los acusados. Desde luego, se cometió un delito, y éste no puede atribuirse sólo a la conjunción de una serie de casualidades desfavorables, aunque ello sin duda también contribuyó al desenlace. Quisiera volver ahora sobre los hechos que he obtenido del archivo. De ellos deduzco lo siguiente. Contábamos con un dispositivo de seguridad contra los meteoritos, pero no habíamos establecido ninguna protección contra la invasión por seres inteligentes. Quisiera señalar de paso la posibilidad de que los visitantes no hubiesen sido inocentes niños absortos en sus juegos, sino conquistadores en pie de guerra. En ese caso, no hubiéramos tenido la más mínima oportunidad de juzgarlos. Pero volvamos al tema que nos ocupa. La ciudad de las máquinas también estaba indefensa, pues sus controles sólo podían intervenir una vez ocurrido ya el daño. Quienquiera que lograra llegar hasta el sistema de mandos podía servirse de él a voluntad, como de hecho sucedió. Los receptores se ocupaban ciertamente de captarlo todo y nos comunicaban todos los hechos, pero nosotros nos limitábamos a registrarlos. ¿Es preciso que insista en señalar a los verdaderos culpables? Creo que el hecho está claro: también se puede delinquir por omisión.
Pero ahí no acaba todo. Las reglas por las que se regía el juego de los acusados eran muy razonables. En realidad, estaban pensadas de manera que no pudiera ocurrir nada malo, a menos que existiera una provocación directa. Y eso es exactamente lo que ocurrió aquí: dejamos los instrumentos de destrucción, los cañones, lanzagranadas, bombas y cohetes, al alcance de cualquiera. No hicimos nada para ponerlos en lugar seguro. El primer recién llegado podía hacer uso de ellos. ¿Debe extrañarnos, pues, que unas condiciones desfavorables provocaran un accidente? A mi entender, queda perfectamente demostrado que los acusados sólo fueron el instrumento casual, inconsciente, que desencadenó la catástrofe. El verdadero culpable es el autómata, por su estrechez de miras y su pasividad. Confío que la acusación recaerá sobre la unidad. Confío que mis defendidos serán declarados inocentes.
PRESIDENTE: Los acusados tienen la última palabra. ¡Alexander Beer-Weddington!
AL: Solicito ser juzgado por hombres, no por autómatas. Deseo comparecer ante los hombres de este planeta.
PRESIDENTE: Lo que pides es una insensatez. ¡Rene Jonte-Okomura!
RENE: ...
PRESIDENTE: El caso queda visto para sentencia. El sistema logístico nos comunicará la sentencia y los motivos que la justifican.
SISTEMA LOGÍSTICO: El fiscal ha intentado demostrar que los acusados son individuos normalmente no habituados a respetar la ley y la justicia. El respeto de los acusados por el derecho y la justicia no tiene ninguna relevancia a la hora de juzgar su culpabilidad.
El fiscal ha intentado demostrar que los acusados son seres despiadados y sin sentimientos. El hecho de que los acusados puedan ser seres despiadados y sin sentimientos es irrelevante a la hora de determinar su culpabilidad.
El fiscal ha examinado los motivos que impulsaron a los acusados a cometer su acción. Los motivos que impulsaron a los acusados a cometer el acto en cuestión son irrelevantes a la hora de juzgar su culpabilidad.
El defensor ha señalado el sistema de vida de los acusados. El sistema de vida de los acusados es irrelevante a la hora de determinar su culpabilidad.
El defensor ha citado la mentalidad quimérica de los acusados. La mentalidad quimérica de los acusados es irrelevante a la hora de determinar su culpabilidad.
El defensor ha señalado las insuficiencias en el sistema de seguridad de la ciudad. Las insuficiencias en el sistema de seguridad de la ciudad son irrelevantes a la hora de determinar la culpabilidad de los acusados.
La grabación que consta en el archivo demuestra la existencia del delito (número de registro 7301293325081).
La grabación ha identificado las personas causantes (número de registro 7301293362075/6).
La identidad de los acusados ha quedado demostrada con un nuevo registro (número 730129336207718) y a través de su comparación con los resultados del primer registro.
No se ha expuesto ninguna objeción jurídicamente aceptable que desmienta la culpabilidad de los acusados.
Los acusados son, por tanto, culpables tal como señala la acusación y de acuerdo con los principios de su propio derecho.
Su delito debe ser castigado, según su propio código penal, con la pena de muerte en la cámara de gas.
5
El juicio se había celebrado en una habitación rectangular de dieciséis metros de largo por ocho de ancho y cuatro de altura, formada al retroceder las paredes de la celda donde estaban prisioneros. Toda la estructura se componía de los habituales bloques de construcción. Además de Al y Rene, también habían ocupado la habitación las tres unidades autónomas que hacían las veces de presidente del tribunal, fiscal y abogado defensor. Todas tenían la misma forma cúbica y las tres habían desaparecido a través de la pared una vez leída la sentencia. Los dos amigos se quedaron solos.
—Me parece estar soñando —dijo Rene—. Es simplemente imposible que todo esto sea cierto.
—¿Por qué no iba a serlo? —preguntó Al—. A mí todo me ha parecido muy lógico. Y lo cierto es que realmente fuimos culpables de lo que se nos ha acusado.
—Y ahora van a asfixiarnos con gas —dijo Rene.
Al captó un ligero temblor en la voz de Rene.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Es una sensación un poco curiosa. Es la primera vez que me condenan a muerte.
Las paredes comenzaron a juntarse, empujando a Al, que estaba recostado en una esquina. Rene se apartó instintivamente de ellas. El espacio libre se fue estrechando hasta quedar reducido a una sección de un metro cuadrado. Los dos se vieron obligados a permanecer incómodamente de pie en el alto y estrecho pozo que se había formado. Luego también comenzó a descender el techo; y no se detuvo a la altura de sus cabezas, sino que siguió bajando hasta situarse a un metro del suelo.
—¡Maldición, parece que tienen intención de comenzar en seguida! —exclamó Rene, preocupado.
—Es una verdadera infamia que nos compriman de este modo —despotricó Al.
Se sentaron en cuclillas uno al lado del otro.
—Creo que ya empieza —susurró Rene, olfateando la pared—. ¿No notas el olor de almendras amargas? Es gas cianhídrico. Sale de unos tubos.
Al oyó el leve siseo y notó el olor, que al principio no le pareció desagradable, pero luego a la débil sensación olfativa comenzó a sumársele una leve sensación de malestar. Transcurrieron aún algunos segundos y luego, de golpe, se produjo la conjunción de ambas sensaciones: el olor se transformó de pronto en algo nauseabundo, repulsivo, insoportable. Comenzaron a sentir una sorda palpitación en la cabeza y el suelo empezó a dar vueltas bajo sus pies; vieron bailotear manchas negras ante sus ojos.
—¡Desconectemos! —gritó Al.
Rene se había estado preparando para el momento en que tuviera que desconectar a toda prisa, pero cuando quiso hacerlo se sintió presa de una inexplicable lasitud. Sabía perfectamente que en sus manos estaba el poder interrumpir a placer cualquier tipo de sensación por intensa que ésta pareciese, y también sabía que aunque se olvidara de desconectar o se viera en la imposibilidad de hacerlo, tampoco sufriría ningún daño físico. Lo más terrible que le podía ocurrir era que la intensidad de percepción superara el umbral del dolor y le hiciera desmayarse, con el consiguiente choque psíquico; pero el mismo hecho de saberlo convertía el efecto del shock en algo inofensivo. Ya había hecho varias veces la experiencia. La última ocasión había sido en el patio de la antigua fortaleza, junto a la puerta de acceso al puente, cuando un disparo de Jak había destrozado su cuerpo. Pero entonces todo se había desarrollado con una rapidez casi imperceptible.
¿Y ahora? Por primera vez sintió que el suelo se le escapaba bajo los pies y la red de seguridad que le proporcionaba la confianza en su propia invulnerabilidad, que hasta entonces había actuado como una última barrera capaz de garantizar la forzosa inocuidad de todas sus aventuras, comenzó a parecerle débil y llena de desgarraduras. De pronto perdió la osadía de pensar que pudiera engañar a esa inteligencia superior a la cual se habían entregado. Y el temor a que alguien pudiera acorralarle de forma imperceptible, a pesar de todas las previsiones y medidas de seguridad, y sobre todo a pesar de la increíble distancia que separaba a ese planeta de la Tierra, fue cuajando repentinamente en la certeza de que así sería. Se dejó inundar por la oleada de malestar, ahogo y miedo a la muerte, sin hacer nada para evitarla, y se desplomó sin fuerzas sobre la pared iluminada. Su conciencia se había apagado, pero su cuerpo se rebeló desconcertado contra aquella mezcla de ilusión y realidad a la vez.
Hacía rato que Al había perdido la serenidad, pese a sus intentos de engañarse a sí mismo y a su compañero. Sin embargo, había logrado desconectar el olfato, el gusto y el sentido del dolor en el momento justo, todo y que la ejecución le había cogido por sorpresa. En el acto se liberó del malestar, el mareo y el dolor, pero a cambio de ello adquirió esa serenidad que hace a la persona tan sensible a los sufrimientos ajenos. Allí, encerrado en la estrecha celda con su compañero, no tenía la menor posibilidad de rehuir el espectáculo que tenía ante los ojos, y los estremecimientos, temblores y retortijones de su amigo, el rechinar de dientes y los gemidos que brotaban de la boca entreabierta, le afectaron como si los sufriera en carne propia. También él había sentido hasta entonces una indiferencia absoluta ante la vida y la muerte, pero en ese momento advirtió por primera vez el misterio que esconden tanto una como otra.
También él se arrojó al suelo, para no prolongar la agonía de esos interminables minutos, y cuando el cuerpo de Rene dejó de agitarse, también él se quedó inmóvil.
Al esperó. Esperó pacientemente que Rene volviera en sí, pero también estaba a la expectativa de los acontecimientos que sin duda se producirían a continuación. Primero escuchó cómo iba atenuándose el siseo hasta desaparecer, para luego reanudarse otra vez. Al cabo de un rato conectó el sentido del olfato al nivel de sensibilidad más bajo y constató satisfecho que el aire volvía a ser respirable. Aún dejó transcurrir un rato, luego reguló otra vez los sentidos del olfato, el gusto y el dolor, sin los cuales le parecía estar vivo sólo a medias. En cuanto advirtió que Rene comenzaba a respirar de nuevo, se incorporó para ayudarle. Sabía muy bien que la comedia no podría durar mucho, suponiendo que hubiera llegado a surtir efecto.
Rene abrió los ojos con un sollozo ahogado. —Bueno, amigo, más auténtico no podía ser —dijo Al, bromeando para animarle—. ¿Por qué no has desconectado? Rene tardó un rato en recuperar el habla. —No lo sé... —dijo con voz ronca—. De pronto... me he quedado paralizado.
—Bueno, todo ha terminado —le consoló Al—. ¿Cómo te sientes?
—Regular —respondió Rene—. ¿Ha ocurrido algo entretanto? —Han desconectado el gas y luego han vuelto a insuflar aire fresco... Eso es todo.
Rene seguía respirando con dificultad. —¿Y ahora qué? —preguntó al cabo de un rato. —Intentaré hacer un trato con ellos —dijo Al. Luego comenzó a gritar, aunque en el acto comprendió que hubiera podido hablar perfectamente en voz baja: —¡Hola, quiero hablar con mi abogado! Inmediatamente comenzó a ensancharse otra vez la habitación hasta alcanzar la antigua forma de cubo de cuatro metros de lado.
—Alabado sea Dios —susurró Rene, cuando por fin comenzó a elevarse el techo y pudieron incorporarse otra vez.
Después se produjo un nuevo desplazamiento de las paredes y el agregado automático que se hacía llamar abogado defensor penetró en la habitación.
—Habéis abusado de la complacencia del tribunal —dijeron las membranas—. ¿Realmente creéis poder eludir así vuestra responsabilidad?
—Hemos demostrado que en algunos aspectos decisivos somos superiores a vosotros —dijo Al—. ¿Aún no comprendes que si seguimos estando a vuestra merced es por propia voluntad? —No tengo pruebas de ello. ¿Habéis hecho trampa? —¿Insinúas que no os informamos correctamente sobre las funciones corporales de los hombres en la Tierra? ¿Que os hicimos creer en un código penal inventado? ¿Que os presentamos como sistema de ejecución un proceso que en realidad no es perjudicial para los hombres?
—No..., no es eso. La información que nos disteis era cierta. Se comprobó con el detector de mentiras. Hay que reconocer que no sé en qué puede consistir vuestra trampa.
—¡Ahora escucha! —dijo Al, a quien el robot burlado casi le inspiraba una cierta lástima—. Sólo hemos accedido a colaborar con todo el proceso para así demostraros nuestra superioridad, pero también nuestras buenas intenciones. Sin embargo, a partir de ahora seremos nosotros quienes tomemos las decisiones. Es cierto que cometimos algunas acciones reprobables en este planeta. Estamos dispuestos a acatar vuestro veredicto y a aceptar el castigo, desde luego convenientemente modificado. Incluso estamos dispuestos a revelaros de qué manera llegamos a este planeta, aunque sin entrar en detalles técnicos, pues nosotros mismos los ignoramos. Entonces descubriréis la manera de poder alejarnos realmente de aquí, y comprenderéis que sin nuestra buena voluntad y nuestro consentimiento jamás lograréis eliminarnos de manera definitiva. Sin embargo, no estamos dispuestos a ofreceros todo esto sin una contrapartida. Nos habéis juzgado porque decís que herimos y matamos a varios hombres. Hasta el momento no hemos visto ningún ser vivo autóctono, y desde luego ningún ser humano autóctono. Creo que es justo y normal que exijamos poder ver a los hombres que deben estar ocultos en algún lugar. Queremos saberlo todo con respecto a ellos. Nuestra superioridad es tan evidente que estamos dispuestos a revelaros el sistema que nos permite atravesar el espacio y visitar cualquier punto del mismo a voluntad, antes de recibir vuestra información. A pesar de que en el fondo no tenéis otra salida, quiero preguntaros: ¿estáis de acuerdo?
Por primera vez, la respuesta no fue inmediata. Transcurrieron unos treinta segundos antes de sonar la voz del defensor:
—Aceptado.
6
Al comenzó su explicación:
—Existe una ley universal que dice que es imposible el desplazamiento de la materia o la energía a velocidades superiores a la de la luz. En consecuencia, es completamente imposible que se trasladen a vuestro planeta otros seres vivos procedentes de algún lugar del universo. Pero nosotros no somos habitantes de la Tierra... Lo que tenéis ante vuestros ojos procede de vuestro propio planeta.
»La ley del límite de velocidad no se aplica a los desplazamientos que se efectúan sin energía. El desplazamiento que aquí entra en juego es un traslado de información. En la Tierra creímos durante largo tiempo que la información debía ir unida a un transporte de energía y que, por tanto, tampoco podía transmitirse información a velocidades hiperlumínicas. Sin embargo, los cibernéticos ya comenzaron a revisar esta noción antes de finalizar la era atómica. En todos los antiguos métodos de transmisión de información, el transmisor era simultáneamente la fuente de energía. Pero cuando se consiguió obtener del propio medio de transmisión aquella energía necesaria para la difusión, dejó de ser necesario que la información se desplazara unida a alguna forma de energía. Los científicos lo expresan de una forma un poco distinta: dicen que no se trata de un transporte de energía perceptible, sino que de hecho viene a ser un intercambio de energía. En cualquier caso, el resultado es el mismo: es posible transmitir información a velocidades hiperlumínicas. La formación y difusión de la información sigue siendo un proceso energético, pero el emisor ya no es la fuente de la energía empleada. A partir de este planteamiento, los físicos desarrollaron una reacción que permite hacer realidad el ya citado «intercambio virtual de energía»; se trata del «rayo sincrónico» gracias al cual se consigue un transporte prácticamente instantáneo.
»Cuando los astronautas de la Tierra llegaron a la conclusión de que sus cohetes no podían transportarles fuera del sistema solar, se les ocurrió utilizar el rayo sincrónico para la exploración del espacio sideral. Al principio se contentaron con simples reflexiones. El nuevo método les permitía contar con una especie de telescopio, con la diferencia de que podían ver lo que existía en ese momento y no lo que había sucedido tiempo atrás, como ocurría con el telescopio. Más tarde, con el perfeccionamiento de la cibernética, comenzaron a transmitir informaciones consistentes en modelos de células-robot capaces de multiplicarse de manera autónoma. Aparentemente, parece necesaria la intervención de la energía para imponer estos modelos de organización atómica a la materia ya existente. Pero, también en este caso, la energía no procede del transmisor, sino que se obtiene en el lugar mismo de la operación. Los múltiples aguijonazos individuales de la información que va llegando colocan a los átomos, como si dijéramos, en una posición en la cual entran en actividad y son capaces de construir algo. Aunque en este caso no se trata de vida orgánica, sino sólo de una máquina. Este método se fue perfeccionando hasta tal punto con el tiempo, que ahora es posible construir cualquier tipo de mecanismo y de automatismo a voluntad.
«Los mejores resultados se obtuvieron con agregados compuestos de instrumentos mecánicos y ópticos, micrófonos, termómetros, etcétera, que comunicaban directamente las impresiones al investigador, a través del sistema de proyección de películas vivas y en forma de experiencias sensoriales, de tal forma que aquél lo sentía todo en su propio cuerpo, igual como si se hallase en la región explorada. Sus impulsos motores eran recogidos y transformados en impulsos de radiación sincrónica para transmitirlos así al agregado. Su manipulación se efectuaba por este sistema. De esta forma se establecía una unidad de acción y reacción entre el investigador y el agregado. Cuando se dejó de investigar, el sistema se convirtió en un juego. Cada participante recibe un pseudocuerpo, fabricado de este modo, en el lugar de su elección.
»Su apariencia física queda a la libre elección de cada uno; la mayoría optan por reproducir la realidad, si bien los hombres suelen dotarse de cuerpos más grandes y vigorosos y las mujeres suelen escoger figuras más hermosas. Lo esencial, también en este caso, es que cada cuerpo disponga de instrumentos de recepción equivalentes a los órganos sensoriales habituales. Cada uno de estos órganos está en conexión con la central de emisión y recepción de la Tierra, desde la cual toda la información se transmite de inmediato al punto adecuado del cerebro del jugador, a través del casco receptor. La sensación física total, la impresión de experimentar y hacer personalmente una serie de cosas, era sólo un medio para los investigadores, que se valían de él para conseguir un fin; sin embargo, esa ilusión constituye la base indispensable de nuestro juego. Naturalmente, es posible reducir la intensidad de algunas sensaciones concretas, a fin de eludir cualquier impresión desagradable, pero ello se considera poco deportivo. De este modo nuestros cerebros desarrollan también las correspondientes sensaciones: satisfacción, fastidio, alegría, temor. Ello explica también nuestra indiferencia ante la desaparición de nuestros compañeros, caso de producirse, y el hecho de que aun así nos angustiasen y asustasen las situaciones peligrosas. Por último, explica también nuestra reaparición en este lugar a pesar de haber sido aniquilados por dos veces consecutivas. Simplemente, nos hicimos construir nuevos pseudo cuerpos. Y podemos volver a hacerlo tantas veces como queramos. Creo que ahora comprenderéis por qué no podéis hacernos nada.
Al guardó silencio. Entonces habló el robot:
—Nos gustaría conocer algunos detalles técnicos sobre vuestro método.
—Ignoro mayores detalles técnicos —explicó Al—. Pero, aunque los supiera, no os los comunicaría. En fin, ahora ya sabéis que no podéis obligarnos a hacer nada. ¿Estáis dispuestos a cumplir nuestros deseos?
—Sí —respondieron los altavoces del cubo.
Las paredes que les rodeaban se separaron y se abrió una amplia perspectiva de columnas, hileras y bloques de cubos separados.
Ya no estaban prisioneros.
El espacio se había transformado en una plataforma cubierta, y esa plataforma comenzó a hundirse en las profundidades. El techo permaneció fijo en su lugar.
—¿Hasta dónde conocéis la historia de los hombres de este planeta? —preguntó el defensor.
—Hasta el momento en que los transportasteis a las plantas subterráneas.
El robot comenzó a hablar:
—Los hombres construyeron los primeros aparatos automáticos para ponerlos a su servicio. Luego construyeron autómatas capaces de seguir desarrollándose de forma autónoma, y así ha ido sucediendo hasta hoy. Pero nuestra principal obligación sigue siendo el cuidado y protección de los hombres. Todo lo que hemos hecho por ellos y las transformaciones que hemos introducido en nosotros mismos sólo tenían una finalidad, cuidar y proteger a los hombres cada vez mejor y de una forma más completa. Primero empezamos por hacernos cargo del trabajo y la reflexión. En la época en que vivían en la ciudad-jardín ya no tenían nada que hacer, excepto divertirse, pasar el rato, sentirse bien. Les permitimos conseguirlo sin esfuerzos ni incomodidades, con las pantallas de proyección y los cascos sensoriales que vosotros también conocéis. Aunque también ideamos todo eso porque sabíamos que dentro de sus casas estarían más resguardados de cualquier peligro. Por desgracia, seguían produciéndose accidentes. El último de ellos ocurrió cuando uno de los habitantes se hizo conducir hasta una nave flotante, montó en ella y se desplomó de forma inexplicable. Entonces decidimos trasladar a los hombres, naturalmente con su aprobación, a los sótanos de la central donde estarían más seguros. Nuestra técnica estaba tan desarrollada que podíamos satisfacer todos sus deseos a través de la estimulación directa de las células del cerebro. Creo que con ello les abrimos el camino hacia la felicidad, la paz y la seguridad absolutas.
El viaje hacia las profundidades había tocado a su fin. Estaban sobre tierra firme. El suelo también era del material negro, que tanto abundaba en el lugar, igualmente dividido en cuadrados, y aunque éstos no estaban más firmemente asegurados que los cubos libremente superpuestos de las plantas superiores, la sensación que producían al pisarlos era reconfortantemente distinta.
El cubo comenzó a deslizarse sobre el suelo y los dos le siguieron.
La arquitectura tampoco se diferenciaba básicamente de la curiosa estructura de juego de construcción de la armazón superior. Atravesaron amplias salas donde a todas luces se desarrollaban procesos químicos de fabricación. Enormes excrecencias de tubos transparentes, capilares, probetas, embudos, batidoras, centrífugas y cosas por el estilo llenaban las habitaciones. A través de ellos circulaban columnas líquidas, como otros tantos reptiles sintéticos, que se ramificaban, confluían, se teñían de colores, goteaban en gruesos recipientes ventrudos. Un ligero olor impregnaba el ambiente; Al recordó en el acto el olor de tomillo que flotaba sobre el paisaje al aire libre.
—Es nuestro medio esterilizante —explicó el robot—. Hay que impedir la penetración de cualquier germen extraño. También nosotros tendremos que descontaminarnos otra vez por razones de seguridad.
Entraron en una cámara cerrada por compuertas, y la pared se cerró a sus espaldas como una puerta corredera. Una suave brisa de gas antiséptico con olor a tomillo. Luego se abrió la pared de enfrente.
Se encontraron nuevamente en una especie de laboratorio. En un rincón se alzaba un cilindro de vidrio en el que brillaba algo indefinido de color verde. Una serie de varillas unían el cilindro con numerosas escalas graduadas sobre las que palpitaban las blancas líneas indicadoras. De vez en cuando se oía un leve bufido procedente de unos cuerpos de color marfil en forma de pera.
—Éste es el centro de control —dijo el robot, y siguió avanzando en línea recta.
Al y Rene le siguieron. Cruzaron un estrechamiento, algo así como un marco sobre el que parecía oscilar una cortina de bruma.
—Es el último control —les explicó el abogado defensor—. Un aparato de radioscopia.
Un reflejo gris velludo recorrió la superficie de sus cuerpos y los atravesó. Se encontraron frente a una pared. El robot se aplastó contra ella. La pared se abrió.
—Estamos entrando en la zona más recóndita —dijo.
7
Entraron en un pasillo.
Un vaho tibio e impregnado de humedad les azotó la cara. Un resplandor violeta ondeaba en el ambiente formando como un vapor. A su derecha no había nada, el suelo resbaladizo se extendía en línea recta frente a ellos y se perdía en la distancia. Su vista no alcanzaba a divisar el final del pasillo. Sus pasos resonaban sobre el suelo como el chasquear de una lengua.
A su izquierda se alzaba una trama de tuberías, cables, reflectores, hilos, varas y vainas de plástico; y dentro de esa estructura reticulada, aproximadamente a una distancia de dos metros una de otra, había unas figuras rosáceas, carnosas, formadas por varias capas superpuestas, irradiadas con lámparas ultravioletas, alineadas en una interminable sucesión que se perdía en el infinito.
—La caja de las orquídeas —murmuró Al.
De vez en cuando un movimiento recorría la alineación como si la hubiera sacudido una brisa, algunos órganos foliáceos se estremecían, se estiraban, se ensanchaban y giraban. Unas varillas articuladas seguían amorosamente cada cambio de posición, los hilos se desenrollaban al compás de los movimientos, las lámparas seguían sus desplazamiento al milímetro, los soportes emergían un poco del suelo, y un líquido rojo fluía pesadamente por unas tuberías que conectaban con las blandas masas.
—Éstos son los hombres —dijo el robot.
—¿Los hombres? —preguntó Al.
—¿Los hombres? —preguntó Rene, a su vez.
—Han evolucionado —dijo el defensor.
—No puedo creerlo —dijo Rene.
—¿Cómo os los imaginabais?
—No sé... Distintos... No así... —tartamudeó Rene.
—Para nosotros es inconcebible que unos seres como nosotros hayan podido convertirse en estos cuerpos vegetales —dijo Al.
—A nosotros no nos sorprende —dijo el robot—. Hemos presenciado todo el desarrollo; fue un proceso de continua transformación. Si fueseis biólogos podríais identificar perfectamente los distintos órganos. La evolución no ha terminado ni mucho menos... aquí queda todavía un rudimento de estómago, por ejemplo. —Una de sus lucecitas se concentró hasta formar un rayo de luz que se posó sobre un ancho pliegue aplastado de un color rojo intenso; luego apuntó hacia un saco que pulsaba suavemente—. Y aquí subsiste aún el corazón, aunque ya no cumple ninguna función..., ni tampoco podría cumplirla.
Con un poco de fantasía pudieron compensar la falta de conocimientos biológicos. Al se imaginó un hombre al que le hubieran arrancado la piel, le hubieran rascado los tejidos conjuntivos, le hubieran disuelto los huesos y le hubieran separado cuidadosamente los distintos órganos. Si se montaba la masa restante sobre una especie de armazón, sin duda podría resultar algo parecido. Se estremeció de pies a cabeza, y notó que la angustia le hacía sudar por todos los poros. Una fuerte sensación de repugnancia le contrajo el vientre en un retortijón, y a punto estuvo de echarse atrás en el último momento. Por fin preguntó:
—¿Cómo es posible que todos estos órganos estén aquí al descubierto, sin ninguna protección?
—No necesitan ninguna protección —dijo el robot.
—¿Dónde están los pulmones? —preguntó Rene.
El rayo señaló dos pliegues fláccidos.
—Aquí los tienes. Ya no están incorporados al sistema circulatorio.
—No pueden moverse —constató Al.
—¿Para qué iban a moverse?
—¿Qué ha sido de sus huesos?
—No necesitan huesos.
—¿Y los brazos y las piernas?
—No necesitan brazos ni piernas.
—¿Y los ojos y los oídos?
—No necesitan órganos sensoriales.
—¿Cómo se alimentan?
—Hacemos circular su sangre a través de una bomba, donde se impregna de oxígeno y se deshace del anhídrido carbónico.
Rene prosiguió el interrogatorio.
—¿ Dónde tienen el cerebro?
El rayo señaló una masa abultada formada por varias capas superpuestas, que crecía sobre una cavidad situada en la mitad superior de la figura. Finos hilos llegaban hasta ella por todos lados, rodeándola como una tela de araña, y penetraban en el interior.
—¿Qué son esos hilos?
—Nos servimos de ellos para provocar sensaciones agradables. Paz, satisfacción, felicidad... y otras cosas para las que no hay palabras en vuestra lengua.
—¿No piensan?
—¿Para qué iban a pensar? La felicidad sólo se consigue a través de los sentidos. Todo lo demás es un estorbo.
—¿Cómo se multiplican?
—No tienen que multiplicarse, puesto que no mueren.
—¿No podrían comunicarse con nosotros?
—No necesitan comunicarse... con nadie.
Los dos amigos renunciaron a preguntar nada más. Se limitaron a contemplar con ojos húmedos aquellos organismos lánguidos que parecían flores, encerrados en sus cápsulas protectoras de metal, vidrio y materias sintéticas, aquellos seres que a su manera habían alcanzado ya su meta: el paraíso, el nirvana, el Todo y la Nada: un húmedo pasillo subterráneo lleno de vaho violeta.
—Bien, ¿conque era eso? —murmuró Al—. La plena satisfacción. La paz. La inocencia. ¿Quieres preguntar algo más, Rene?
—No, Al.
Al miró por última vez las pupilas luminosas del cubo.
—Gracias por todo —dijo—. Vamos a desconectar. Podéis hacer lo que más os plazca con nuestros pseudocuerpos. Jamás regresaremos a este lugar.
Sus cuerpos se doblaron y quedaron tendidos sobre el suelo húmedo, ya sin vida. El agua fue empapando sus ropas, pero ya no lo notaron.
Epílogo
Al apartó las manos del panel de mandos y se las llevó al casco receptor. Se lo quitó.
Frente a él se alzaba la curvatura de un armazón de la altura de un hombre. La superficie se arqueaba siete metros hacia la derecha y otros tantos hacia la izquierda. A través de ella se divisaba la imagen de Rene. Estaba sentado en una silla y tenía los ojos cerrados. Sus dedos se paseaban veloces sobre un teclado.
Al apretó un botón de su tablero de mandos y la imagen de Rene se desvaneció. En su lugar apareció una superficie cóncava de plástico blanco mate.
Al apretó otro botón de su tablero. Su silla de demostración rodó hacia delante y le acercó hasta una pared por la que asomaban una serie de tuberías plateadas acabadas en grifos curvados. Bajó una palanca y se abrió un ancho orificio. Se oyó un breve zumbido y luego apareció un palo de golf, que unas pinzas articuladas lo depositaron sobre un mostrador. El mango estaba ligeramente torcido, la madera se había encogido y la pintura había comenzado a descamarse, pero sólo eran detalles sin importancia. Al cogió el palo de golf y dirigió su silla hacia la pared de proyección. Levantó el palo y lo dejó caer con fuerza sobre la frágil superficie, una y otra vez. Las astillas saltaron contra su cuerpo y cayeron tintineando a su alrededor, hasta que se encontró en medio de un montón de trozos de plástico roto. Detrás de la pantalla apareció un embudo aplanado surcado por un sinfín de alambres que lo atravesaban en todas direcciones.
Al puso otra vez en marcha su vehículo y se desplazó hasta una mesa adosada a un panel oblicuo que llevaba incrustada una hilera de plaquitas rectangulares coloreadas de distintos tonos. Bajó una palanca y todo el cuarto se llenó de música. Perladas cascadas de agudos sonidos de júbilo se superponían a otros ritmos más apagados y al crepitante repicar de los tambores. El ambiente se llenó de perfumes a jazmín, flor de cerezo, lavanda, almizcle, alcohol propílico. Al levantó el palo de golf y lo dejó caer sobre el rectángulo. La música se descompuso en un conjunto de vibraciones errantes llenas de interferencias, los olores se entremezclaron en un terrible hedor que salía a borbotones, como impulsados con un fuelle.
A continuación, Al dejó caer el palo de golf sobre los mandos de su silla, hundiéndolo como si quisiera machacar algo en un mortero.
Luego apoyó los, codos en los brazos del asiento y se incorporó con un esfuerzo. Sus músculos temblorosos lucharon por conservar el equilibrio. Con el palo de golf a modo de bastón, Al avanzó con cautela un par de pasos hasta la puerta. Ésta se abrió por sí sola en cuanto hubo pisado el umbral. La luz del sol cayó sobre él, más brillante que el más intenso de los colores del órgano luminoso, obligándole a cerrar los ojos. Una brisa fresca le acarició las pálidas facciones. Un olor a polvo, tierra y plantas se depositó sobre sus membranas obligándole a toser.
Volvió a abrir los ojos y con gran esfuerzo logró avanzar otro par de pasos. Estaba sobre una superficie de hormigón gris que comunicaba con otras tres casas con su respectivo jardín, situadas a su derecha, a su izquierda y frente a él. Sus pies levantaban nubes de polvo al andar. Jadeaba con el esfuerzo y su corazón palpitaba desordenadamente. Tambaleándose y haciendo eses siguió avanzando calle adelante, hacia la libertad...
Fin
Título original: Der Orchideenkafig, publicado por Wilhelm Goldmann
Verlag, München, 1963
Traducción de Mireia Bofill
© 1961 by Wilhelm Goldmann Verlag, München
© 1978, Ediciones Martínez Roca, S. A.
Avda. José Antonio, 774, 7.°, Barcelona-13
ISBN: 84-270-0468-0
Depósito legal: B. 26.806 - 1978
Impreso en Romanyá/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)
Impreso en España — Printed in Spain