LA HISTORIA DEL REY ARMENIOS (Kyle Brown)
Publicado en
enero 09, 2017
El santo y puro Goussima, obispo de la villa de Tarsos, cuenta que en su tiempo había un rey llamado Armenios, que seguía con toda fidelidad los caminos marcados por Dios.
Armenios tenía una esposa llamada Jassi, y ambos eran muy piadosos y cumplían con los deberes de la religión.
Todos los días Goussima se reunía con el rey para predicarle y comentar con él los Santos Evangelios. De esta forma le explicaba la historia de los santos padres y el sentido de todas las profecías. Dios había abierto a la verdad el corazón del monarca; así que él entendía perfectamente lo que leía en las Escrituras y lo practicaba de todo corazón.
Cuando reunía los tributos y las cosechas habían sido ya recogidas, hacía ofrendas en la iglesia y entregaba las cantidades de dinero y especies que eran necesarias para el culto y para el sostenimiento de la misma; después entregaba otra cantidad al obispo y a los sacerdotes, y, por último, distribuía entre los más necesitados el resto, de manera que a nadie le faltase lo indispensable para subsistir. Y tan generosas eran sus limosnas que se quedaba él mismo sin un dracma en sus arcas y sin un grano en sus silos.
Aquellos a quienes beneficiaba con tan buen corazón rogaban por su rey, a fin de que Dios le diese largos años de vida y le protegiese de las asechanzas del siempre despierto enemigo de los hombres.
Los visires y los patricios se presentaron un día delante del rey y se lamentaron de la pobreza en que el soberano, con sus grandes ofrendas y limosnas, había dejado la casa real.
—¡Oh, señor! No olvides que el enemigo está al acecho para combatir a los hombres buenos y que siembra la discordia entre los reyes. Si alguno de tus vecinos se siente inspirado por Satanás y quiere apoderarse del reino, no tendrás dinero para pagar a los ejércitos ni provisiones suficientes para poder alimentar al pueblo y pereceremos miserablemente.
Pero el rey les tranquilizó, diciéndoles:
—No os desvele que yo gaste todo el caudal y nuestras provisiones en obras de caridad. Mi padre me ha dejado grandes y abundantes bienes, y de esos usaré en caso necesario. Pero lo que Dios me ha entregado he de gastarlo en socorrer a los necesitados.
El rey, diciendo “mi padre”, se ha referido al Padre celestial, según había aprendido en la Escritura. Y los visitantes se retiraron con fe en las palabras de su monarca.
Pero su temor se cumplió bien pronto. Satán tomó el aspecto de un hombre venerable y se presentó a un rey de los magús. Llegó al palacio de este rey y les dijo a los guardias:
—Id a vuestro señor y decidle que ha llegado un extranjero de muy larga vida y experiencia que desea darle un buen consejo.
Los guardias llevaron este recado al rey y éste les ordenó que dejasen el paso franco al anciano viajero. Satán fue introducido en el salón regio, y allí, inclinándose reverente ante el monarca, le dijo:
—El rey de los tarsos, Armenios, ha gastado todo su caudal y todas sus provisiones en limosnas y ofrendas y tiene sus arcas vacías y sus ejércitos desprovistos. Tú, señor, puedes apoderarte de su reino tan pronto como lo desees.
El soberano se mostró muy satisfecho con el consejo que le acababa de dar el falso viejo.
—Has hablado como hombre sabio y por ello he de pagarte el gran servicio que me has hecho. Tan pronto como regrese de la conquista de Tarsos te nombraré consejero áulico.
Después llamó a su jefe de ejército y le dijo que lanzase una proclama diciendo que aquellos que deseasen obtener honores y riquezas, que se agrupasen bajo las banderas reales.
Muchos de los súbditos del rey acudieron llenos de entusiasmo; otros, en cambio, juzgaron que tal proclama no respondía a nada verdadero, y permanecieron en sus casas.
Los guardianes de Tarsos vieron un día que un gran ejército se dirigía en son de guerra contra la ciudad. Fueron a dar cuenta a los visires de que tropas enemigas estaban dispuestas a dar el asalto, y los visires, alarmados, se presentaron ante el rey Armenios.
—¡Oh, señor! Un rey extranjero se dispone a atacar nuestra ciudad. Viene al frente de un numeroso ejército. Explícanos qué es l oque hemos de hacer para defender a nuestras familias y a nuestras casas de este imprevisto peligro. Ese rey es rico, nosotros, pobres. Él, poderoso; nosotros, débiles.
El monarca contestó:
—Si ese rey, como decís, es poderoso y rico no me importa. Yo lucharé contra él sólo por la virtud del Mesías, Nuestro Señor.
Los visires no dijeron nada más; saludaron con reverencia y se marcharon. Pero no podían dejar de estar acongojados, pues temían que de un momento a otro las tropas del rey de los magús entrasen a saco en la ciudad y los pasasen a cuchillo a todos.
Armenios quedó pensando que la cosa era extremadamente grave. Cuando las luces del día se extinguieron, derramó ceniza en el suelo, se ciñó un cilicio y echándose en tierra, se puso en oración. Su mujer llegó junto a él y le imitó. Ambos oraron con total devoción:
—¡Oh Señor de los señores! Henos aquí en grande aflicción. Haz que tu voluntad resplandezca y socórrenos, si tal es tu destino. De lo contrario, iré a arrodillarme ante el monarca que asedia mi ciudad y tras rendirme completamente le entregaré cuanto tengo.
En aquel momento se le apareció un ángel, que le dijo:
—No tengas temor, ¡oh Armenios! Tu plegaria ha sido oída y esas tropas que cercan con sus hogueras y sus tiendas los muros de tu ciudad perecerán antes del amanecer.
El soberano inclinó su cabeza, dio gracias al Señor y se retiró con su esposa a descansar, puesta su confianza en Dios. Cuando la noche iba acabando y las estrellas palidecían, un gran escuadrón de ángeles descendió del cielo, empuñando espadas y lanzas de fuego y se lanzaron contra los sitiadores, que perecieron todos, menos el rey, y no dejaron más que las tiendas y los caballos.
El rey Armenios, que dormía, fue despertado por un ángel, que le dijo:
—Se ha cumplido la voluntad de Dios. Ordena a tus soldados que vayan al campamento enemigo a hacer prisionero al rey. Éste hará penitencia y morirá como buen cristiano.
Cuando la mañana llegó, el monarca mandó llamar a todos los visires y a los generales. Éstos creyeron que los llamaba para ordenar al ejército salir al combate y dijeron:
—Ahora el rey nos ordenará dirigirnos contra los sitiadores, que son superiores a nosotros en número y en armamento. Cada uno de nosotros habrá de enfrentarse contra cincuenta. Pereceremos sin remedio y la ciudad será invadida.
De todas maneras, acudieron rápidamente a recibir las órdenes de su monarca.
Armenios, cuando tuvo ante sí a los visires y a los generales, que le miraban con semblante expectante y angustiado, les dijo:
—Reunid las tropas, salid de la ciudad y marchad al campamento enemigo. Haced prisionero al rey y traedlo, sin que sufra daño alguno.
Los generales quedaron boquiabiertos y se decían:
“De ordinario se sueña de noche; pero no de día y con los ojos bien abiertos”.
Algunos de ellos aconsejaron examinar primero el campamento enemigo desde la muralla, pues no tenían confianza en las palabras del soberano. Subieron a las murallas y examinaron el campo enemigo. Vieron que los corceles andaban sueltos y que no había indicios de que allí hubiese hombres.
Entonces salieron y se dirigieron al campamento opuesto.
Enorme fue su sorpresa cuando vieron los cadáveres de los soldados enemigos. Al rey lo encontraron en su tienda, en tierra y medio muerto. Cogieron las riquezas y las provisiones, así como los caballos, y volvieron muy alegres a la ciudad. Con ellos llevaban, en unas andas, al monarca, que no daba señales de vida.
Cuando se presentaron ante Armenios, se humillaron todos y le dijeron:
—Gracias ¡oh señor nuestro!, por habernos dado la victoria. Verdaderas eran tus palabras y hemos tenido la victoria y muchas riquezas.
Pero el rey no esperó a contemplar el botín, sino que rápidamente preguntó si sus órdenes relativas al rey de los magús habían sido cumplidas. Entonces avanzaron los portadores de las andas y Armenios vio a su enemigo, que estaba expirando.
Llamó de inmediato a los médicos más reputados de la ciudad y les ofreció grandes riquezas si curaban a aquel hombre. Los galenos intentaron hacer todo lo posible, pero al fin hubieron de desistir. El más anciano dijo al Señor:
—Nada podemos hacer para devolver la salud a este hombre. Ni nuestro saber ni nuestras drogas han dado resultado.
Y Armenios se sintió lleno de dolor por no poder proporcionar la salud a su enemigo, a fin de que pudiera convertirse a su religión.
Llegó la noche y Armenios se retiró a descansar a sus habitaciones, muy apenado por la dificultad de hacer sanar a su enemigo. Se durmió con dificultad y fue desvelado por el ángel del Señor, que le dijo:
—Cuando la hora de la plegaria esté próxima, toma un vaso y vierte en él un poco de aceite. Por la mañana ve adónde está el rey de los magús y úngelo con ese óleo. En el acto se curará, por la voluntad divina.
El rey Armenios tuvo gran alegría por esta revelación, dio fervientes gracias a Dios y esperó pacientemente la hora de la plegaria. Cuando por sus ventanales empezó a filtrarse la luz lechosa del amanecer, se levantó, cogió uno de sus vasos más ricos y echó en él una cantidad de finísimo aceite y oyó después hasta que la mañana estuvo clara.
Entonces se dirigió hacia donde yacía el rey de los magús y lo roció con el aceite. El monarca abrió los ojos y se incorporó curado. Cuando supo todo lo que le había sucedido, se echó a los pies de Armenios y declaró creer en el Dios de los cristianos y pidió a su salvador que le adoctrinase en la verdadera fe.
El rey Armenios lo envió al obispo, el cual le enseñó las verdades de la religión y lo bautizó. Después de esto, el monarca le dio vestidos riquísimos y con una gran guardia de honor mandó llevarle de nuevo a su ciudad.
Junto a él iban un gran grupo de sacerdotes y diáconos que habían recibido el importante encargo de evangelizar a todos los súbditos del rey que había encontrado la vida y la salvación de tan milagrosa manera. Cuando llegó a su ciudad el rey de los magús, todos le recibieron con enorme sorpresa, viendo que, en lugar de regresar acompañado de sus propias tropas, lo rodeaban soldados extraños y llegaban sacerdotes cristianos también.
El soberano mandó llamar a los personajes y cortesanos y les contó cuanto le había sucedido. Después, con los soldados de su guardia que regresaban a Tarsos, envió a su amigo el rey de esta ciudad un gran tesoro de joyas y otros presentes. Todo fue repartido entre los pobres por el rey Artemios.
El buen monarca de Tarsos continuó su vida cristiana, haciendo multitud de obras de caridad y extremando sus devociones.
Hasta que al fin Dios, deseándole el premio merecido a su vida ejemplar, le envió una grave enfermedad que debía poner fin a sus días.
Armenios, viendo que su muerte estaba cada vez más cerca, mandó llamar a sus hijos y les dijo que Dios le había concedido el llevarlo a su seno, y que él moriría lleno de fe en el Señor, que le perdonaría sus pecados. Y después de dar los consejos habituales en los moribundos, les preguntó por su madre.
—¿Dónde está mi esposa? Mas pienso que también está enferma de gravedad y no ha podido venir a estar conmigo en este trance.
Y en ese momento murió.
Mas Dios, no queriendo separar a los santos esposos, envió también la muerte a la reina.
Fueron enterrados en el mismo sepulcro, que desde entonces fue lugar de prodigios y milagrosas curaciones.
JUAN EL HIJO DE ARMENIOS
Quedó como sucesor de Armenios su hijo Juan.
Este, tras la muerte de sus padres, fue acometido de una mortal tristeza. Los patricios y visires, queriendo consolar al que era su nuevo señor, vinieron a él y le dijeron:
—¡Oh señor! No te acongojes más por lo que no tiene remedio. Desde que nace, el hombre está destinado a la muerte y éste es el común destino de los nacidos. ¿Dónde están tus padres y los padres de tus padres? ¿Dónde están los primeros hombres? Seca tus lágrimas, ten piedad de los que de ti esperan la guía y el consejo, y toma ejemplo para tu vida de la que tu padre pasó en este mundo con tanta bondad y santidad.
Pero todas estas palabras de consuelo fueron inútiles. Juan permanecía mudo y quieto. Los cortesanos juzgaron que era mejor no molestarle, y le dejaron solo con su dolor algunos días, y más tarde volvieron a intentar el alivio de la pena de su señor.
En vista de que sus esfuerzos resultaron así mismo inútiles, determinaron organizar un festín en uno de los más bellos jardines de palacio. Cuando las mesas, los manjares y los vinos estuvieron dispuestos, fueron a buscar a Juan y le pidieron que les concediera la gracia de acompañarles a la mesa.
Juan no quería aceptar, pero ante la insistencia de sus servidores, y no queriendo que creyeran que los despreciaba, aceptó a presidir el banquete. Le ofrecieron exquisitos manjares, de los que apenas se sirvió, y deliciosos vinos, con los que solo humedeció sus labios en una bebida fuerte y de aroma delicado. Le instaron a que bebiera más y así lo hizo. Pero como jamás había bebido vino, se sintió embriagado por la bebida y por el olor de los jardines, perdiendo el conocimiento.
Al momento fue conducido a palacio. A la entrada de su habitación le esperaba su hermana, que lo abrazó estrechamente. Y Juan, sin saber lo que hacía, cometió con ella un horrendo pecado.
La hermana tuvo un terrible dolor por ello. Quedó encinta y, cuando no pudo disimular su estado, fue a su hermano y le dijo lo que le pasaba. El hermano, que no recordaba nada de su nefanda acción, le preguntó que quién era el culpable. La hermana le contestó:
—¡Tú mismo!
Juan palideció y le dijo que no recordaba haber cometido esa acción tan monstruosa.
Y entonces ella le contó que todo había sucedido el mismo día del banquete, cuando él había regresado embriagado.
Juan se sintió presa de un gran dolor y de un fuerte arrepentimiento. Huyó de palacio y fue a refugiarse en un monasterio, en donde tomó el hábito de monje y se entregó a las más rudas penitencias.
Cuando los visires volvieron al día siguiente a palacio no encontraron al rey, sino a su hermana, sola, que no paraba de llorar. Durante un mes, cada día, volvieron a palacio; pero al ver que su espera era vana y que el rey no aparecía proclamaron reina a la hermana.
Cuando llegó el momento de alumbrar su embarazo, tuvo un niño muy hermoso. Mas no queriendo que de conociese su gran pecado, hizo preparar una caja muy bien dispuesta, forrada de telas suaves.
Llamó a su criado de confianza y le encargó buscar tres tablillas: una de marfil, una de oro y otra de plata. Sobre la primera ordenó que pusieran: “El padre de este niño es su tío, y su madre es su tía”. Después, en un pergamino escribió: “La tablilla de oro pertenecerá a este niño cuando sea mayor, y la de plata, a la que lo tome a su cuidado para educarlo.”
Colocó al niño en la caja, puso junto a él las tablillas y el pergamino y, echándolo al río, lo encomendó a la protección divina. La cuna fue llevada por la corriente.
Había, aguas abajo, a la orilla misma, un monasterio dedicado al mártir Santiago el Interciso. Por esos días se celebraba la fiesta del santo patrón. El superior del monasterio, queriendo tener, para la fiesta, pescado fresco, fue a la orilla del río y encontró a un pescador, ofreciéndole un dinar por todo lo que pescase durante la noche.
El pescador se montó en su barca y, remando, se dirigió al centro de la corriente. Allí echó su sedal. Sacó un gran pez y de nuevo lanzó el sedal. En aquel momento pasaba la caja, arrastrada por la corriente, y quedó prendida en el anzuelo. El pescador tiró y se sorprendió al ver lo que pendía de su sedal. La sacó del agua, la colocó en su barca y continuó su trabajo. De madrugada se presentó al superior, al cual entregó la pesca y la cuna, diciéndole:
—Como habíamos convenido que os entregaría, por un dinar, toda mi pesca, a vos os pertenece también esta caja.
El superior abrió la caja y vio al tierno niño. Cogió el pergamino y tomó las tablillas de oro y de plata. Después de haber leído el pergamino, guardó la de oro y entregó la de plata al pescador, diciéndole:
—Toma a este niño y entrégaselo a tu mujer para que lo críe. Y como pago, tuya es esta tablilla de plata.
Después leyó lo que había escrito en la de marfil y se asombró de aquellas palabras. Pero nada dijo y la guardó también.
El pescador llevó al niño a su casa y la mujer le crió. Creció como un hermano más de los hijos de los pescadores, y fue educado como ellos y participó en sus juegos. Cuando ya había crecido, un día, disputó con sus supuestos hermanos y les golpeó. Los hijos de los pescadores le dijeron:
—¡Ah, desgraciado! ¿Así pagas los beneficios que te hemos hecho, criándote y educándote? ¿Por eso te vuelves tan duro de corazón para nosotros?
Entonces, el muchacho, muy sorprendido por cuanto le acababan de decir, les respondió:
—Me habláis como si no fueseis hermanos míos…
Y ellos le contestaron que no lo eran. Entonces él fue a buscar a la mujer del pescador y le dijo:
—Mis hermanos me han dicho que no son mis hermanos. ¿Es que acaso no eres tú mi verdadera madre?
Entonces le contó la mujer:
—No, yo no soy tu madre. A nosotros te trajo un monje del monasterio de Santiago.
Cuando volvió el pescador, el muchacho le rogó que lo llevase a ver al monje. Éste lo hizo así y juntos fueron a ver al monje. El mancebo al ver el aspecto del superior, le preguntó:
—¿Eres tú quizá mi padre?
El monje, sonriendo ante la inocencia del muchacho, le respondió:
—No, yo no soy tu padre ni sé quién pueda ser. Sólo te recogí de una cuna que había sido echada al agua. Allí había tres tablillas.
Y le contó todo lo demás. Y le dio el consejo de tomar el hábito de monje. Pero el joven respondió:
—No; yo deseo ser soldado.
Tras estas palabras el superior le entregó la tablilla de oro. Fue a venderla a la ciudad vecina y le dieron mil dinares de oro, con los que compró un caballo y un rico equipo de soldado. Después se despidió y le dieron la tablilla de marfil y la bendición del monje.
Después de algunos días de camino, llegó a una ciudad que estaba sitiada por un poderoso ejército. Preguntó a los soldados:
—¿Qué ciudad es ésta? ¿Por qué la sitiáis?
Los soldados le contestaron que era una ciudad gobernada por una mujer y que su rey quería apoderarse de ella.
Entonces el joven guerrero cabalgó aprisa, sin poder ser detenido por los soldados, y llegó a las puertas de la ciudad, donde pidió alojamiento.
Por la mañana oyó las trompetas llamar a combate y las voces de los jefes que incitaban a los soldados a la lucha. Se unió al grueso de las tropas que iban a hacer una salida contra los sitiadores.
Cuando los escuadrones de la ciudad toparon con las primeras líneas enemigas, ya el joven galopaba a la cabeza. La fuerza divina vino en su ayuda, prestándole fuerza a su brazo, de tal manera que él solo hizo más que todos los soldados juntos, destrozando a centenares de enemigos. Éstos, aterrorizados, levantaron el cerco, dejando prisionero a su rey y la ciudad recibió a los vencedores con gran algazara de cánticos y vítores, que iban dedicados, sobre todo, al caudillo desconocido, que con su valor había sido el verdadero artífice de la victoria.
Los visires fueron a decirle a la reina:
—El ejército enemigo ha huido y su rey ha sido hecho prisionero por un joven soldado desconocido que ha batallado con tal denuedo que nos ha conseguido el triunfo.
La soberana deseó ver al mancebo y quiso recompensarle por lo que había hecho. Pero el joven nada quiso aceptar. Entonces la reina le propuso que fuera su marido y luego proclamarlo rey. Él aceptó, y este enlace fue recibido con gran alegría por los visires y por todo el pueblo, que se sentía orgulloso de su monarca.
Las bodas se celebraron con gran pompa. Grandes festines se dieron y el pueblo estaba muy alegre. Así pasó algún tiempo. Un día la reina conversaba en su cámara con sus doncellas. Se sentía tan orgullosa de la belleza y el valor de su marido que hizo esta pregunta:
—¿Conocéis alguien más hermoso que el rey? –después suspiró y dijo—. Y sin embargo tiene una extraña enfermedad. Cada vez que entra en el gabinete de aseo sale con los ojos enrojecidos y el semblante pálido. Sin duda se apoderan de él malos espíritus.
Entonces la mujer que ejercía la mayordoma dijo:
—Yo me enteré de qué se trata.
Espió, a la mañana siguiente, la llegada del rey al gabinete de aseo y vio que de un armario sacaba una tablilla y que, después de leerla, sus ojos se llenaban de lágrimas y quedaba pálido.
Fue en seguida a decírselo a la reina, quien pidió que le llevase la tablilla que el rey guardaba. La fámula así lo hizo y cuando la soberana tomó la tablilla y la hubo leído, cayó desmayada. Aquella tablilla la había escrito ella misma cuando echó al río, en una cuna, el fruto de su horrendo pecado.
Esta reina, en efecto, no era sino la hermana de Juan, el hijo de Armenios.
Las criadas fueron a avisar rápidamente al rey de que la reina había sido víctima de un accidente. Cuando llegó el monarca, vio que su esposa estaba llorando. Le preguntó la causa de su mal, y ella, desesperada, rasgándose los vestidos, le contó lo siguiente:
—¡Estoy maldita del Señor! Yo fui quien escribió esas palabras en la tablilla. No solo tú eres hijo de un gran pecado, sino que tú y yo hemos cometido uno de nuevo, más nefando todavía. ¡Yo soy tu madre!
El joven rey, atrozmente torturado, salió de palacio sin saber adónde dirigirse. Fue a la orilla del mar y vio a un pescador.
—Toma mis vestidos y dame un guebbeh (hábito rústico).
El pescador dijo que tan humilde vestidura no correspondía al rey. Pero éste insistió y el pescador no tuvo más remedio que obedecer y cambió su guebbeh por las ricas vestiduras reales.
El soberano le mandó después a comprar una gruesa cadena de hierro con un candado. Cuando se la hubo traído, el rey se ciñó la cadena a sus pies, tiró la llave al mar y le pidió al pescador que lo pasase hasta una isla que había cerca de allí, pero que no era visitada por nadie. El pescador no pudo rehusar, y menos cuando oyó al monarca que decía:
—¡Oh, Señor! Ten piedad de aquel que es fruto de un pecado como jamás se ha cometido otro en la Tierra, y que para agravar su falta se ha casado con su madre después e ser hijo de su tío.
Después quedó solo en la isla, haciendo voto de no comer ni pan ni viandas preparadas, sino sólo la hierva que podría coger con su boca. El guebbeh que llevaba se rompió y su cuerpo quedó expuesto a la intemperie.
Pasó el tiempo. Nadie supo nada más del rey. Mientras tanto, el nuevo rey que había sucedido a la hermana de Juan, que se había retirado del palacio, supo que el patriarca estaba a punto de morir. Era costumbre que los patriarcas tuvieran a su servicio jóvenes clérigos, que escogían entre los que observaban mejor conducta y disposición. Y entre ellos escogían a sus sucesores.
El rey fue al patriarca y le dijo que diera el nombre el que había de ser su sucesor. Pero el patriarca, moribundo, le dijo:
—No puedo darte nombre alguno, por desgracia. ¡Oh, señor!, ninguno de los jóvenes que he tenido a mi servicio es digno de ocupar mi lugar.
Y sin decir más expiró.
El rey escogió a algunos de sus servidores y los envió a recorrer los monasterios para preguntar si alguno de los monjes era digno de ser nombrado patriarca. Unos de estos emisarios llegaron adonde estaba el pescador. Fueron dirigidos hasta allí por la voluntad divina. Tenían hambre y pidieron al pescador que echase su anzuelo para sacar algo con que saciar su necesidad.
El pescador echó su anzuelo, sacó un pez y, cuando su mujer lo abrió para cocinarlo, vio que en su vientre había una llave de hierro que su marido reconoció al momento como la de las cadenas que había comprado para el rey.
Los emisarios, al oír esto, le preguntaron de qué se trataba y él les explicó lo que le había ocurrido hacía muchísimos años y la vida durísima de penitencia que desde entonces debería estar llevando el desdichado rey.
Los emisarios le pidieron que les condujera hasta la isla, y cuando estuvieron allí encontraron al solitario con las manos en alto, orando en el fervor más profundo al Señor para que le fueran perdonados sus pecados y faltas.
Lo llevaron con ellos al palacio del rey, el cual habiendo sabido la vida de penitencia que había llevado, llamó a doce obispos, los cuales estuvieron de acuerdo en que era digno de ser patriarca, y como tal lo consagraron.
Así se salvó, por la esperanza y la fe en la bondad de Dios, y el Señor le confirió el poder de realizar prodigios y curaciones milagrosas.
Su madre, que desde que él partiera de palacio había vivido en la penitencia, padecía una terrible enfermedad. Le envió recado, sin saber quién era el patriarca, de que se dignase conceder la audiencia y pedir para ella la salud del Señor.
El patriarca, cuando la vio, la reconoció al momento. Pidió al Señor que la curase, y así le fue concedido. Ella le dio las gracias, arrodillada a sus pies, y le dijo que regresaba a su patria y que rogaría por él. Él le dijo:
—Antes quiero que sepas quién soy.
Y le descubrió su personalidad. La madre cayó desvanecida. Pero el patriarca la consoló, diciéndole:
—¡Oh, madre mía, ya ves los favores que Dios concede a los que hacen penitencia!
Él la revistió de los hábitos angélicos y fue salvada.
Y así se salvaron los dos y murieron santamente.
Fin